23

No podía quitar de su mente el recuerdo del doctor Louis Desforges, el hombre que le salvó la vida y luego desapareció. Se alegró mucho de volver a encontrarlo, y tuvo el impulso de ir a una tienda, comprarle una bonita pieza de plata y enviársela a la embajada de Francia. Le pareció que era una mínima atención para con él.

Esa tarde, Dorothy Stone le anunció:

—Llama un tal doctor Desforges por teléfono. ¿Quiere atenderlo?

—Sí —respondió con una sonrisa y tomó el auricular—. Hola.

—Buenas tardes, señora embajadora. —La frase le sonó encantadora con su acento francés—. Quería agradecerle el precioso obsequio. Le aseguro que no había necesidad. Para mí fue un gusto poder ayudarla.

—Fue más que una simple ayuda. Ojalá hubiera alguna forma de demostrarle mi agradecimiento.

Se produjo una pausa.

—¿No querría…? —El médico cortó la frase.

—¿Sí? —lo impulsó ella.

—No, nada. —De pronto parecía tímido.

—Por favor…

—De acuerdo. —Soltó una risita nerviosa—. Pensé si no le gustaría salir una noche a cenar conmigo… pero como sé que está tan ocupada…

—Me encantaría —se apresuró ella a aceptar.

—¿De veras?

—De veras.

—¿Conoce el restaurante Taru?

Mary había ido allí dos veces.

—No.

—Ah, estupendo. Entonces tendré el placer de enseñárselo. Seguramente no estará libre el sábado…

—Tengo un cóctel a las seis, pero podríamos salir después.

—Maravilloso. ¿Quiere traer también a sus hijos?

—Gracias, pero tienen un compromiso esa noche. Después se preguntó por qué habría mentido.

El cóctel era en la delegación suiza. Obviamente se trataba de una embajada clase «A» puesto que había asistido el presidente Ionescu quien, al ver a Mary, se acercó a saludarla.

—Buenas noches, embajadora. —Le tomó una mano y se la retuvo más de lo necesario—. Quería decirle cuánto me satisface que su país nos haya concedido el crédito que pedimos.

—Y nosotros estamos muy contentos de que haya dado su autorización para que los clérigos viajen a los Estados Unidos, Excelencia.

Ionescu le restó importancia al tema con un breve ademán.

—Los rumanos no son prisioneros. Cualquiera puede entrar y salir del país según su deseo. Esta nación es un símbolo de justicia social y libertad en democracia.

Mary recordó las largas colas para comprar magras porciones de alimentos, la multitud que vio en el aeropuerto, los refugiados que anhelaban poder marcharse.

—En Rumanía, todo el poder está en manos del pueblo.

Existen gulags que no se nos permite ver.

—Con todo respeto, señor Presidente, hay centenares, quizá miles de judíos, que tratan de salir del país, pero el gobierno les niega las visas.

Ionescu hizo un gesto de desagrado.

—Son disidentes, agitadores. Al mundo le hacemos un favor manteniéndolos aquí, donde podemos vigilarlos.

—Señor Presidente…

—Tenemos para con los judíos una política más tolerante que ningún otro país de la cortina de hierro. En 1967, durante la guerra árabe-israelí, la Unión Soviética y todos los países del bloque oriental, menos Rumanía, rompieron relaciones con Israel.

—Eso lo sé, señor, pero así y todo lo cierto es que…

—¿No probó el caviar, embajadora? Es esturión fresco.

El doctor Desforges le había ofrecido pasar a recogerla, pero Mary prefirió que Florian la llevara al restaurante. Después tuvo que hablar para avisarle al médico que llegaría unos minutos tarde porque debía volver a la embajada a enviar un informe sobre lo conversado con el presidente Ionescu.

Gunny estaba de guardia. El soldado le hizo la venia y le abrió la puerta. Mary entró en su oficina, encendió la luz y no pudo dejar de sobresaltarse. En la pared le habían escrito con pintura roja en aerosol: SI NO SE VUELVE, MORIRÁ. Salió espantada de la habitación y corrió por el pasillo hasta el mostrador de recepción.

Gunny se cuadró ante ella.

—¿Sí, señora embajadora?

—Gunny… ¿Quién estuvo en mi despacho?

—Que yo sepa, nadie, señora.

—A ver la nómina de entrada. —Procuró que no le temblara la voz.

—Sí, señora.

El soldado buscó la lista de visitantes y se la entregó. Luego de cada nombre figuraba la hora de llegada. Comenzó a leer desde las cinco y media, hora en que ella se fue de la oficina, y vio que figuraban cinco nombres.

—Estas personas —le preguntó al custodio—, ¿fueron acompañadas hasta la oficina?

—Siempre, señora. Nadie sube a este piso sin escolta. ¿Pasa algo?

Pasaba mucho.

—Por favor, mande alguien para que despinte esa desagradable inscripción de la pared.

Dio media vuelta y salió deprisa porque tenía miedo de descomponerse. El cable podía aguardar hasta la mañana.

El doctor Desforges se puso de pie al verla llegar.

—Perdóneme la demora. —Trató de que le saliera una voz normal.

Él retiró la silla.

—No tiene importancia. Me dieron su mensaje. Fue muy amable en aceptar mi invitación.

Mary sintió deseos de no haber accedido, por lo nerviosa y molesta que se sentía. Apretó fuertemente una mano con la otra para que no le temblaran.

Desforges la estudiaba con la mirada.

—¿Se siente bien?

—Sí, sí. —Si no se vuelve, morirá—. Quiero tomar un whisky puro, por favor. —Aborrecía esa bebida, pero supuso que le vendría bien para serenarse.

El doctor pidió la bebida y luego comentó:

—No debe de ser fácil ser embajadora, especialmente para una mujer en este país, tan machista.

Mary se esforzó por sonreír.

—Hábleme de usted —pidió. Cualquier cosa con tal de no pensar en la amenaza.

—No hay nada demasiado emocionante para contarle.

—Me dijo que había luchado clandestinamente en Argelia. Eso me parece muy interesante.

Desforges se encogió de hombros.

—Vivimos épocas terribles. Yo creo que toda persona debe arriesgar algo para que, a la larga, no deba arriesgar todo. La situación terrorista es literalmente aterrorizante, y es preciso ponerle fin. —Habló con voz apasionada.

Es como Edward, siempre tan vehemente con sus convicciones. El doctor Desforges no era persona que se dejara influir fácilmente. Estaba dispuesto hasta a arriesgar la vida por sus creencias.

Decía él en ese momento:

—… si hubiese sabido que el precio de la lucha iba a ser la vida de mi esposa e hijas… —Se detuvo. Los nudillos se le veían blancos en contraste con lo oscuro de la mesa—. Perdóneme. No la traje aquí para hablar de mis sufrimientos. Permítame recomendarle el cordero, que lo preparan delicioso.

—De acuerdo.

Él pidió la comida y una botella de vino. A medida que conversaban Mary comenzó a relajarse, a olvidar la atemorizante leyenda pintada en la pared. Le resultaba sorprendentemente fácil hablar con ese francés atractivo. En cierto extraño sentido, era como conversar con Edward. Le llamaba la atención ver que compartía con Louis muchas opiniones, que pensaban lo mismo acerca de tantas cosas. Había nacido en un pueblito de Francia, y ella en un pueblo igualmente pequeño de Kansas, a ocho mil kilómetros de distancia, y sin embargo provenían de ambientes muy similares. El padre de él fue un agricultor que llevó una vida de privaciones para poder costearle a su hijo los estudios de medicina en París.

—Era un hombre maravilloso, señora embajadora.

—Me suena tan formal que me llame embajadora.

—¿Señora?

—Mary.

—Gracias, Mary.

—De nada, Louis.

Se preguntó qué vida llevaría él, un hombre apuesto, inteligente, que podía tener todas las mujeres que se le ocurriese. ¿Estaría viviendo con alguien?

—¿No pensó en volver a casarse? —No podía creer que ella misma hubiese pronunciado semejante pregunta.

—No —respondió el médico, sacudiendo la cabeza—. Si hubiera conocido a mi esposa, me comprendería. Era una mujer extraordinaria. Nadie podría reemplazarla jamás.

Eso mismo siento yo respecto de Edward: que nadie puede reemplazarlo. Era un ser tan especial. Y sin embargo, todo el mundo necesita compañía. El tema no era reemplazar a un ser querido, sino encontrar a una persona nueva con quien compartir las cosas.

—… por eso, cuando me ofrecieron la oportunidad, pensé que podía ser interesante visitar Rumanía —decía él en ese momento. Y a continuación agregó, bajando la voz—: Confieso que no siento el menor aprecio por este país.

—¿De veras?

—No me refiero a su gente, que es encantadora, sino al gobierno, la conjunción de todo lo que más desprecio. Aquí no hay libertad para nadie. Los rumanos son virtualmente esclavos. Si quieren conseguir comida decente o darse algunos pequeños lujos, tienen por fuerza que trabajar para la policía de seguridad. A los extranjeros se los espía constantemente. —Echó un vistazo alrededor para constatar que nadie pudiera oírlo—. No veo la hora de que termine mi período aquí y pueda regresar a Francia.

Sin pensarlo dos veces, Mary desembuchó:

—Hay quienes opinan que yo debería regresar también.

—¿Cómo dijo?

El impulso la llevó a contarle toda la historia de lo que había encontrado en su oficina.

—¡Pero eso es horrible! ¿No tiene idea de quién puede haberlo hecho?

—No.

—¿Puedo hacerle una confesión impertinente? Desde que supe quién era usted, he andado averiguando. Todas las personas que la conocen están muy impresionadas con usted.

Mary lo escuchaba llena de interés.

—Ha traído consigo una imagen de los Estados Unidos como cosa bonita, inteligente, cálida. Si cree en lo que está haciendo, entonces debe luchar por ello y quedarse. No permita que nadie la atemorice.

Exactamente lo mismo le habría aconsejado Edward.

Estaba acostada y no podía dormir recordando las palabras de Louis. Él estuvo dispuesto a morir por sus ideas. ¿Y yo? Yo no quiero morir. Pero a mí nadie va a matarme. Y nadie me intimidará tampoco.

Permaneció tendida en la penumbra. Atemorizada.

A la mañana siguiente, Mike Slade entró con las dos tazas de café, y señaló con la cabeza el lugar de la pared que había sido limpiado.

—Me enteré de que alguien anduvo escribiéndole las paredes.

—¿Todavía no se sabe quién fue?

Mike bebió un sorbo de café.

—No. Yo mismo revisé la nómina de visitantes, y estaban todos autorizados.

—Eso significa que debe de haber sido alguien de la embajada.

—O bien que una persona logró introducirse sin que lo advirtieran los custodios.

—¿Sinceramente lo cree?

Mike apoyó su pocillo.

—No —dijo.

—Yo tampoco.

—¿Qué decía exactamente la leyenda?

—«Si no se vuelve, morirá».

Él no hizo comentario alguno.

—Pero ¿quién puede tener deseos de matarme?

—No lo sé.

—Señor Slade, le agradecería que me diera una respuesta precisa. ¿Considera usted que realmente estoy corriendo peligro?

Mike le escudriñó el rostro, y respondió:

—Señora, han asesinado a Abraham Lincoln, John Kennedy, Martin Luther King, Robert Kennedy y Marin Groza, de modo que todos somos vulnerables. La respuesta que me pide es sí.

Si cree en lo que está haciendo, entonces debe luchar por ello y quedarse. No permita que nadie la atemorice.