22

Durante toda la noche forcejeó para desprenderse de los agresores. Se despertaba presa del pánico, se dormía, volvía a despertarse. No hacía más que revivir la escena: los pasos a sus espaldas, el coche que estacionaba, el hombre que trataba de meterla en el auto. ¿Sabían quién era ella o simplemente querían robarle a una turista que suponían norteamericana por su vestimenta?

Cuando llegó a la oficina, Mike Slade estaba esperándola. Sirvió dos tazas de café y se sentó del otro lado del escritorio de Mary.

—¿Cómo le fue en el teatro?

—Bien. Lo que sucedió después no era asunto de él.

—¿La lastimaron?

Mary lo miró sorprendida.

—¿Qué?

—Le pregunto si la lastimaron cuando intentaron secuestrarla.

—¿Y usted cómo se enteró?

Slade replicó con voz irónica:

—Embajadora, en Rumanía no hay ningún secreto. Uno no puede darse un baño sin que todos lo sepan. No fue muy sensato de su parte salir sola a caminar.

—Ahora ya lo aprendí, y no volverá a suceder —fue la fría respuesta de Mary.

—Bien. ¿El tipo le robó algo?

—No.

Mike frunció el entrecejo.

—No comprendo —confesó—. Si lo que buscaban era sacarle el abrigo o la cartera, podrían haberlo hecho en la calle. Si intentaron introducirla en el coche, obviamente se trató de un secuestro.

—¿Ya quién puede convenirle secuestrarme?

—No debe de haber sido gente de Ionescu porque él no quiere que se deterioren las relaciones. Seguramente fue algún grupo disidente.

—O delincuentes comunes que planeaban pedir rescate.

—En este país no hay secuestros por dinero. Si pescan a alguien cometiendo ese delito, no lo llevarían delante de un juez sino de un pelotón de fusilamiento. —Bebió un sorbo de café—. ¿Puedo darle un consejo?

—Lo escucho.

—Váyase de vuelta.

—¿Qué?

Mike Slade apoyó su taza.

—No tiene más que elevar su renuncia, empacar y volver con los chicos a Kansas, donde estará a salvo.

La indignación tiñó de rojo las mejillas femeninas.

—Señor Slade, reconozco que cometí un error, que no fue el primero y probablemente tampoco será el último que cometa. Pero para este cargo me nombró el Presidente de los Estados Unidos, de modo que hasta que él no me despida, no quiero que usted ni nadie me digan que debo volverme. —Trató de no descontrolarse—. Yo espero que el personal de esta embajada trabaje conmigo, no en contra de mí. Si le resulta difícil de cumplir, ¿por qué no regresa usted? —Temblaba de furia.

Slade se levantó.

—Avisaré para que le dejen sobre su escritorio los informes de la mañana, señora.

Ese día, el único tema de conversación en la embajada fue el intento de secuestro. ¿Cómo hicieron para enterarse? ¿Y cómo lo supo Mike Slade? A Mary le habría gustado saber el nombre de su salvador para poder agradecerle. Si bien apenas pudo ver un pantallazo de él, la imagen que le quedó grabada era la de un hombre atractivo, de poco más de cuarenta años, con canas prematuras. Tenía acento extranjero… posiblemente francés. Si se trataba de un turista, seguramente ya habría abandonado Rumanía.

Una idea terrible la atenaceaba, y no podía descartarla. La única persona de su conocimiento que quería librarse de ella era Mike Slade. ¿Y si él hubiera orquestado el ataque para asustarla e inducirla a marcharse? Mike le había dado las entradas para el teatro, o sea que sabía dónde iba a estar. Mary no podía sacarse esa duda de la mente.

No sabía si debía contarles a los niños lo del intento de secuestro, pero resolvió no decirles nada para no atemorizarlos. Eso sí: no iba a permitir que se quedaran solos nunca.

Esa noche tenía que asistir a un cóctel que organizaba la embajada de Francia en honor de una concertista de piano que visitaba Rumanía. Exhausta y nerviosa, Mary habría dado cualquier cosa con tal de poder zafarse del compromiso, pero no le quedaba más remedio que concurrir.

Se bañó, eligió un vestido de fiesta y cuando fue a buscar los zapatos, notó que uno tenía el taco quebrado. Llamó a Carmen con el timbre.

—¿Sí, señora?

—Carmen, por favor lléveme este zapato a arreglar.

—Cómo no, señora. ¿Algo más?

—No, nada. Gracias.

Cuando Mary llegó, la embajada de Francia ya estaba colmada de invitados. En la entrada la recibió el edecán del embajador, a quien Mary había conocido en otra oportunidad. El hombre le tomó la mano y se la besó.

—Buenas noches, señora. Muchas gracias por haber venido.

—Fueron muy amables en invitarme.

Ambos sonrieron por lo formales que sonaron las palabras.

—Permítame acompañarla hasta donde está el embajador. —Cruzaron el atestado salón de baile donde Mary divisó las caras conocidas que veía desde hacía semanas. Saludó al embajador francés y ambos intercambiaron frases de cortesía.

—Creo que va a agradarle madame Dauphin. Es una excelente pianista.

—Tengo muchos deseos de escucharla —mintió Mary.

Pasó en ese momento un camarero sirviendo copas de champagne. A esa altura Mary ya había aprendido a beber sorbos, apenas, en las recepciones. Cuando se volvió para saludar al embajador de Australia, divisó en un rincón al extraño que la había salvado de los secuestradores, conversando con el embajador de Italia y su edecán.

—Discúlpeme, por favor. —Mary atravesó el salón para acercarse al desconocido.

—Por supuesto que echo de menos París —decía él en ese instante—, pero espero que el próximo año… —Cortó la frase al ver aproximarse a Mary—. Ah, la dama en apuros.

—¿Se conocen? —preguntó el representante italiano.

—No nos han presentado oficialmente —respondió Mary.

—Señora embajadora, permítame presentarle al doctor Louis Desforges.

Al francés le cambió la expresión de la cara.

—¿Señora embajadora? ¡Perdóneme!, no tenía idea. —Por la voz se notaba que estaba cohibido—. Debí haberla reconocido, desde luego.

—Hizo algo mejor aún: me rescató —repuso Mary con una sonrisa.

El embajador de Italia miró al doctor.

—¡Ah! Entonces había sido usted. —Le dirigió la palabra a Mary—. Me enteré de su lamentable experiencia.

—Habría sido lamentable si no hubiese aparecido el doctor Desforges. Gracias.

El médico sonrió.

—Me alegro de haber estado en ese lugar en el momento oportuno.

Los dos diplomáticos italianos vieron entrar a un contingente británico.

—Si me disculpan —dijo el embajador—, tengo que ir a ver a una persona.

Ambos se retiraron, y Mary quedó a solas con el doctor.

—¿Por qué huyó cuando llegó la policía?

Desforges la miró un instante antes de responder.

—Nunca conviene meterse con la policía rumana, que tiene por costumbre arrestar a los testigos y luego presionarlos para sacarles información. Yo soy médico y estoy agregado a la delegación de Francia, pero no poseo inmunidad diplomática. Sin embargo sé bastantes cosas sobre nuestra embajada, y esa información podría resultar valiosa para los rumanos. —Sonrió—. Así que perdóneme si di la impresión de que la abandonaba.

Hablaba con un estilo claro y directo que despertaba simpatía. En cierto sentido —aunque Mary no sabía muy bien en qué—, le recordaba a Edward. Tal vez fuese porque los dos eran médicos. No, no. Era algo más que eso. Desforges poseía la misma franqueza que Edward, y casi la misma sonrisa.

—Tendrá que perdonarme, pero tengo que ir a cumplir con mi obligación de animal social.

—¿Acaso no le gustan las fiestas?

Él hizo un gesto de espanto.

—Las odio —confesó.

—¿A su mujer le gustan?

Él iba a decir algo, pero luego titubeó.

—Sí… le encantaban.

—¿Está aquí esta noche?

—Ella y nuestras dos hijas murieron.

Mary se puso pálida.

—Dios mío. Lo siento tanto. ¿Cómo…?

Desforges conservó la expresión impasible.

—La culpa fue mía. Estábamos viviendo en Argelia. Yo luchaba en la clandestinidad contra los terroristas. —Sus palabras se volvieron lentas, vacilantes—. Se enteraron de mi identidad y pusieron una bomba en mi casa. Yo no estaba en ese momento.

—Lo siento tanto —repitió Mary. Palabras inadecuadas.

—Gracias. Dicen que el tiempo cicatriza las heridas, pero no es verdad —sentenció con tono amargo.

Mary evocó a Edward y pensó en lo mucho que aún lo extrañaba. Pero ese hombre había vivido más tiempo con su dolor a cuestas.

—Si me disculpa, señora… —Giró sobre sus talones y fue a saludar a un grupo de invitados que acababa de llegar.

Me recuerda un poco a ti, Edward. Sé que te caería bien. Es muy valiente. Sufre mucho, y creo que es eso lo que me atrae de él, porque yo también sufro, querido. ¿Algún día dejaré de echarte de menos? Me siento tan sola… No hay nadie con quien pueda conversar. Ansío desesperadamente tener éxito. Mike Slade está tratando de que me vuelva a Kansas, pero yo no me voy. Cuánto, cuánto te necesito. Hasta mañana, mi amor.

A la mañana siguiente llamó a Stanton Rogers. Oír su voz fue como sentirse de inmediato conectada con su casa, con su hogar.

—Estoy recibiendo excelentes informes sobre su desempeño, Mary. La historia de Hannah Murphy ocupó los titulares aquí. Su actuación fue notable.

—Gracias, Stan.

—Cuénteme algo, Mary, sobre el intento de secuestro.

—Mire, he hablado con el Primer Ministro y con el titular de Inteligencia, y ellos no tienen la más mínima pista.

—¿Mike Slade no le advirtió que no debía salir sola?

Mike Slade.

—Sí, me había prevenido, Stan. ¿Le cuento que también me aconsejó que me volviera? No, no le diría nada. A Mike Slade tendré que manejarlo a mi manera.

—No se olvide de que estoy siempre aquí para lo que necesite.

—Lo sé. Usted no se imagina la tranquilidad que eso me da.

El llamado telefónico bastó para que se sintiera mucho mejor.

—Tenemos un problema: se filtra información desde esta misma embajada.

Mary y Mike estaban bebiendo el acostumbrado café antes de la diaria reunión de personal.

—¿Es grave?

—Muchísimo. El encargado de comercio, David Víctor, tuvo unas reuniones con el ministro rumano de comercio.

—Sí. Eso lo tratamos la semana pasada.

—En efecto. Y cuando David fue a una segunda reunión, ellos se nos habían adelantado en todas las contrapropuestas que presentamos. Sabían hasta dónde estábamos dispuestos a ceder.

—¿No podría ser que simplemente lo hubiesen deducido?

—Sí, es posible, salvo que también intercambiamos opiniones sobre varias propuestas, y de nuevo se nos adelantaron.

Mary permaneció pensativa unos instantes.

—¿Será alguien del personal? —aventuró.

—No cualquiera, porque la última reunión se realizó en la Burbuja, y los técnicos electrónicos rastrearon hasta allí la filtración.

Mary lo miró llena de asombro. Solamente eran ocho las personas autorizadas a ingresar en la Burbuja, y todas ellas, funcionarios de alto rango de la embajada.

—Sea quien fuere, esa persona lleva consigo un equipo electrónico, probablemente un grabador. Convendría que llamara a reunión a ese mismo grupo, en la Burbuja, así los detectores podrán señalar al culpable.

Había ocho personas sentadas alrededor de la mesa en la Burbuja. Eddie Maltz, el encargado de asuntos políticos y agente de la CIA; Patricia Hatfield, de asuntos económicos; Jerry Davis, de relaciones públicas; David Víctor, de comercio; Lucas Janklow, de temas administrativos y el coronel William McKinney. En un extremo de la mesa se ubicó Mary, y Mike Slade en el otro.

Mary se dirigió a David Víctor.

—¿Cómo van sus reuniones con el ministro rumano de comercio?

El cónsul meneó la cabeza.

—Sinceramente, no tan bien como esperaba. Ellos parecen saber de antemano lo que voy a decir, antes incluso de que lo exponga. Me presento con nuevas propuestas y ellos ya tienen preparados los argumentos en contra. Es como si estuvieran leyéndome la mente.

—A lo mejor es eso —sentenció Mike Slade.

—No le entiendo.

—Digo que están leyéndoles los pensamientos a uno de los aquí presentes. —Tomó un teléfono rojo que había sobre la mesa; y avisó—. Háganlo pasar.

Segundos más tarde se abrió la inmensa puerta y entró un hombre vestido de civil, que portaba una caja negra con un dial.

—Un minuto —protestó Eddie Maltz—. Nadie está autorizado para…

—No se preocupe —le explicó Mary—. Tenemos un problema, y este señor va a resolverlo. —Se volvió hacia el recién llegado—. Adelante.

—Bien. Quiero que todo el mundo permanezca en su sitio, por favor.

Observado por todos, el técnico acercó la caja a Mike Slade: la aguja del dial no se movió del cero. Luego la llevó junto a Patricia Hatfield, y la aguja también permaneció inmóvil. A continuación fue el turno de Eddie Maltz, Jerry Davis y Lucas Janklow: tampoco se movió la aguja. El hombre se aproximó a David Víctor y por último al coronel McKinney, con idéntico resultado. La única persona que quedaba era Mary. Al acercarse a ella, la aguja comenzó a agitarse enloquecida.

—¿Qué diablos…? —exclamó Slade. Se puso de pie y avanzó hacia Mary—. ¿Está usted seguro? —le preguntó al técnico.

El indicador oscilaba con fuerza.

—Hable con la máquina, si quiere —fue la respuesta del civil.

Mary se levantó, presa de una gran perplejidad.

—¿Por qué no damos por terminada la reunión? —propuso Mike Slade.

Mary se volvió hacia los presentes.

—Pueden retirarse —les indicó—. Muchas gracias.

Mike Slade le habló al técnico:

—Usted quédese.

Cuando los demás se retiraron, Mike preguntó:

—¿Puede determinar con certeza dónde está el micrófono?

—Desde luego. —Lentamente el hombre bajó la caja, a escasos centímetros del cuerpo de Mary. Al aproximarse a los pies, la aguja indicadora empezó a oscilar con más velocidad.

El técnico se enderezó.

—Está en los zapatos —aseguró.

Mary no podía creerlo.

—Debe de haber un error. Estos zapatos los compré en Washington.

—Sáqueselos, por favor —le pidió Slade.

La situación era totalmente ridícula. Esa máquina debía andar mal, o bien alguien quería tenderle una celada. Quizá fuese un plan de Mike para librarse de ella. Seguramente pensaba informar a Washington que la habían pescado pasando información al enemigo. Ella no iba a permitir que se saliera con la suya.

Se quitó los zapatos, los alzó y se los entregó a Slade en la mano.

—Aquí tiene —dijo, indignada.

Mike los revisó.

—¿Este taco es nuevo? —quiso saber.

—No; es… —Entonces hizo memoria. Carmen, por favor, lléveme este zapato a arreglar.

Mike retiró en ese momento el taco del zapato y adentro encontró un minúsculo grabador.

—Encontramos al espía —expresó, serio—. ¿Quién le puso este taco?

—No… no sé. Le pedí a una de las empleadas que lo llevara…

—Maravilloso —se burló él—. En el futuro, señora embajadora, le agradeceríamos que le haga a su secretaria ese tipo de encargos.

El cable, dirigido a Mary decía:

La Comisión de Asuntos Extranjeros del Senado ha acordado el préstamo requerido por usted. El anuncio deberá realizarse mañana. Felicitaciones. Stanton Rogers.

Mike lo leyó.

—Qué buena noticia —dijo—. Negulesco va a morirse de alegría.

Mary sabía que la posición de Negulesco, el ministro rumano de finanzas, no era demasiado firme. Esa noticia serviría para hacerlo quedar como un héroe delante del Presidente.

—El anuncio se hará recién mañana —murmuró Mary, y permaneció unos instantes cavilando—. Mike, quiero que me consiga una audiencia con Negulesco para hoy mismo.

—¿Desea que la acompañe?

—No. Esto lo haré yo sola.

Dos horas más tarde Mary estaba sentada en el despacho del ministro de finanzas.

—¿Así que trae buenas nuevas para mí? —preguntó el hombre, incapaz de ocultar una sonrisa de satisfacción.

—Me temo que no —se lamentó Mary, y vio cómo se le borraba la alegría del rostro.

—¿Cómo? Tenía entendido que el crédito… ya era cosa segura.

Mary lanzó un suspiro.

—Lo mismo creía yo, señor ministro.

—¿Qué pasó? ¿Por qué no salió?

Mary se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Yo le prometí al Presidente… —Se interrumpió al tomar cabal conciencia de las graves implicaciones de la noticia. Miró a Mary y agregó con voz ronca—: El presidente Ionescu va a disgustarse sobremanera. ¿Usted no puede hacer nada?

Mary procuró dar un tono de sinceridad a su voz.

—Yo estoy tan desilusionada como usted, señor ministro. La votación iba muy bien hasta que uno de los senadores se enteró de que un grupo de sacerdotes rumanos deseaba viajar a Utah, y el gobierno les negaba la visa. El senador es mormón, y quedó sumamente fastidiado.

—¿Un grupo de sacerdotes? —La voz de Negulesco había subido una octava—. ¿Dice usted que se rechazó el préstamo sólo porque…?

—Eso creo.

—Pero señora embajadora, ¡Rumanía está a favor de las iglesias, que aquí gozan de una enorme libertad! —Hablaba casi con incoherencia—. Adoramos las iglesias. —Se acercó al sillón de Mary—. Señora embajadora, si yo consiguiera autorización para que esa gente viaje a su país, ¿cree usted que la Comisión del Senado aprobaría el préstamo?

Mary lo miró fijo a los ojos antes de responder.

—Señor Negulesco: se lo garantizo. Pero yo tendría que saberlo esta misma tarde.

Mary no se movió de su escritorio para esperar el llamado de Negulesco, que se produjo a las dos y media.

—Señora embajadora, ¡tengo muy buenas noticias! Se concede autorización para que el grupo eclesiástico viaje cuando lo desee. Y ahora, ¿tiene usted alguna noticia interesante para mí?

Mary dejó pasar una hora, y recién entonces lo llamó.

—Acabo de recibir un cable del Departamento de Estado —mintió—. El crédito ha sido concedido.