21

Por más que llegase temprano a la oficina, Mike Slade siempre estaba allí desde antes. Lo veía en muy pocas recepciones de la embajada, y le daba la sensación de que no le faltaba agradable compañía todas las noches.

Mike no cesaba de sorprenderla. Una tarde Mary aceptó que Florian llevara a los niños a patinar sobre hielo al parque Floreasca. Mary ese día salió temprano de la embajada para reunirse con los niños, y cuando llegó a la pista vio que Mike estaba con ellos. Los tres patinaban juntos, y era evidente que se divertían en grande: Con suma paciencia, Mike les enseñaba a realizar evoluciones en forma de ocho. Debo advertirles a los chicos que se cuiden. Sin embargo, no estaba muy segura de cuál debía ser la advertencia.

A la mañana siguiente, cuando llegó a la oficina, Mike entró a verla.

—Dentro de dos horas llega una delco, y pensé que…

—¿Una delco?

—Es un término del lunfardo diplomático. Significa una delegación del Congreso. Son cuatro senadores, con sus esposas y sus ayudantes. Seguramente esperan reunirse con usted. Voy a solicitar una entrevista con el presidente Ionescu, y Harriet se encargará de organizarles los paseos y las compras.

—Muchas gracias.

—¿Quiere una taza de café casero?

—Bueno.

Lo observó cruzar la puerta de comunicación. Qué hombre raro. Grosero, descortés. Y sin embargo demostraba tanta paciencia con Beth y Tim.

Cuando vio que regresaba con los dos pocillos, le preguntó:

—¿Usted no tiene hijos?

La pregunta lo tomó desprevenido.

—Sí… dos varones.

—¿Dónde…?

—Están a cargo de mi ex mujer. —Cambió bruscamente de tema—. A ver si consigo esa entrevista con Ionescu.

El café estaba exquisito. Mary habría de recordar más tarde que ése fue el día en que se dio cuenta de que tomar un cafecito con Mike Slade se había convertido en un ritual de cada mañana.

Ángel la levantó una noche en La Boca, cerca del río, donde ella se encontraba con otras putas. Vestía una blusa ceñida y unos jeans cortados a la altura de los muslos, como para exhibir la mercancía. No aparentaba tener más de quince años. Si bien no era bonita, eso a él no le importaba demasiado.

—Vamos, querida, a divertirnos.

La joven vivía en un misérrimo departamento sin ascensor, que constaba de una habitación inmunda con una cama, dos sillas, una lámpara y un lavatorio.

—Desvístete, preciosa. Quiero verte desnuda.

La muchacha titubeó. Había algo en Ángel que la atemorizaba, pero al pensar que el trabajo había andado flojo ese día, y que si no le llevaba dinero a Pepe éste iba a golpearla, comenzó a quitarse la ropa.

Ángel la miraba fijo. La chica se sacó la blusa y el pantalón. No tenía ropa interior. Su cuerpo era delgado, de piel clara.

—Déjate puestos los zapatos. Ven aquí y arrodíllate.

Obedeció.

—Lo que quiero que hagas es esto.

—Pero yo nunca… —musitó la joven, con una expresión de temor en los ojos.

De un puntapié en la cabeza, Ángel la tiró al piso. Luego la sujetó de la melena y la arrojó sobre la cama. Cuando la joven comenzaba a gritar, Ángel le propinó un fuerte sopapo que le arrancó gemidos de dolor.

—Bien. Quiero oír tus quejidos.

Un fuerte puño azotó el rostro juvenil, quebrándole la nariz. Media hora más tarde, cuando Ángel acabó, la muchacha quedó tendida en la cama, sin conocimiento.

Ángel contempló la maltrecha figura y dejó caer unos pocos pesos sobre la cama.

—Gracias —dijo, con una sonrisa y se marchó.

Todos los momentos que le quedaban libres, Mary se los dedicaba a sus hijos. Salían mucho de paseo. Había decenas de museos y viejas iglesias para visitar, pero lo que más disfrutaron los niños fue el castillo de Drácula, situado en el corazón de Transilvania, a unos ciento cincuenta kilómetros de Bucarest.

—El conde en realidad era un príncipe —les explicó Florian durante el trayecto—. El príncipe Vlad Tepes, un famoso héroe que detuvo la invasión turca.

—Yo creía que lo único que le gustaba era chupar sangre y matar a las personas —dijo Tim.

Florian asintió.

—Sí. Lamentablemente, después de la guerra a Vlad se le subió el poder a la cabeza. Se convirtió en un dictador y mataba a sus enemigos estaqueándolos. Surgió entonces la leyenda de que era un vampiro. Un irlandés de nombre Bram Stoker escribió una novela basada en esa leyenda. El libro es una tontería, pero ha funcionado de maravillas para incrementar el turismo.

El castillo Bran era un inmenso monumento de piedra que se levantaba en lo alto de un monte. Luego de subir la empinada escalinata que llevaba hasta el edificio, todos estaban extenuados. Entraron en una sala de techos bajos, donde había armas y objetos antiguos.

—Aquí es donde el conde Drácula asesinaba a sus víctimas y bebía su sangre —relató el guía, con voz sepulcral.

El salón era húmedo, sobrenatural. Una telaraña rozó a Tim en la mejilla.

—Yo no le tengo miedo a nada —le dijo el niño a la madre—, pero ¿no podemos irnos ya?

Cada seis semanas, un avión C-130 de la Fuerza Aérea norteamericana aterrizaba en un pequeño aeropuerto de los alrededores de Bucarest. La nave iba cargada de alimentos y otros artículos imposibles de obtener en Rumanía, y que habían sido pedidos por los miembros de la embajada de los Estados Unidos a través del economato militar de Francfort.

Una mañana, cuando Mary y Mike bebían su habitual café, dijo Mike:

—Hoy llega el avión de las provisiones. ¿No quiere darse una vuelta por el aeropuerto conmigo?

Mary iba a contestarle que no porque tenía mucho trabajo y no le veía demasiado sentido a la invitación. Sin embargo, como Mike no era hombre de desperdiciar su tiempo, resolvió ceder a la tentación de la curiosidad y aceptar.

—De acuerdo.

En el trayecto fueron comentando diversos problemas de trabajo, siempre en un tono impersonal.

Al llegar, un sargento de marina, armado, les abrió un portón para que pasara el coche. Diez minutos más tarde presenciaban el aterrizaje del C-130.

Detrás de un cerco, en el límite del aeropuerto, se habían congregado centenares de rumanos que observaban con cara de deseo la descarga de la máquina.

—¿Qué hace toda esa gente aquí?

—Sueñan. Miran algunas de las cosas que jamás podrán tener. Ellos saben que nos mandan carne buena, jabones, perfume. Y siempre se reúne un gentío cuando llega el avión. Es como si se enteraran por una especie de telepatía.

Mary escrutó esos rostros ávidos.

—Qué increíble —murmuró.

—Para ellos, ese avión es un símbolo. No es solamente un transporte de carga, sino que representa a un país libre que vela por el bienestar de sus ciudadanos.

Mary se volvió para mirar a Slade.

—¿Por qué quiso traerme aquí?

—Porque no quiero que Ionescu la engatuse con sus palabras dulces. La verdadera Rumanía es ésta.

Todas las mañanas cuando iba a trabajar, Mary advertía las largas colas que se formaban frente a las puertas de la embajada para ingresar en el sector consular. Siempre pensó que eran personas que acudían con problemas menores para que se los solucionara el cónsul. Sin embargo, un día en particular se acercó a la ventanilla y la expresión que vio pintada en esas caras la impresionó tanto, que sintió necesidad de ir a conversar con Mike Slade.

—¿Por qué espera toda esa gente en la calle? —preguntó.

Mike la llevó hasta la ventana.

—Son, en su mayor parte, judíos rumanos, y esperan que se les entregue un formulario para solicitar la visa.

—Pero ¿por qué no acuden a la embajada de Israel?

—Por dos motivos. Primero porque suponen que nosotros estamos en mejores condiciones de ayudarlos a llegar a Israel que el propio gobierno israelí. Y segundo, porque creen que viniendo aquí hay menos probabilidades de que la policía rumana se entere de sus intenciones. Están equivocados, desde luego. —Señaló por la ventana—. Justo ahí enfrente, en aquel edificio, hay varios departamentos llenos de agentes que fotografían con lentes telescópicos a todos cuantos entran y salen de la embajada.

—¡Es terrible!

—Así son las reglas de juego que ellos estipulan. Cuando una familia solicita la visa para emigrar, todos sus integrantes pierden las cédulas de trabajo, y se los echa de sus departamentos. A los vecinos se les ordena no dirigirles más la palabra. Después, pasan tres o cuatro años hasta que el gobierno les hace saber si les otorga la documentación para salir, y por lo general la respuesta es no.

—¿No podemos hacer nada nosotros?

—Constantemente lo intentamos, pero a Ionescu le encanta jugar al gato y al ratón con los judíos. A muy pocos se los autoriza para abandonar el país.

Mary reparó en las expresiones de angustia pintadas en esos rostros.

—Tiene que haber un modo —aventuró.

—No se aflija tanto —le aconsejó Mike.

El problema de las diferencias horarias la agotaba. Cuando era de día en Washington era medianoche en Bucarest, y no era raro que la despertaran los telegramas o los llamados telefónicos a la madrugada. Cada vez que llegaba un cable nocturno, el soldado de guardia en la embajada se comunicaba con el oficial, y éste enviaba a un mensajero a la residencia para despertar a Mary. Después, ella quedaba tan excitada que ya no podía volver a conciliar el sueño.

Es emocionante, querido. Sinceramente pienso que puedo realizar una labor destacada, o por lo menos lo intento. No soportaría el fracaso. Todo el mundo espera mucho de mí. Ojalá estuvieses aquí para darme aliento. Te extraño tanto. ¿Me oyes, Edward? ¿Estás por acá, en algún lugar donde yo no puedo verte? A veces, el hecho de no obtener respuesta me vuelve loca…

Estaban bebiendo el cafecito de la mañana.

—Tenemos un problema.

—¿Sí, Mike?

—Una delegación de doce prelados de la iglesia rumana solicitó una entrevista con usted. Resulta que una iglesia de Utah los ha invitado a viajar, pero el gobierno no les otorga la visa.

—¿Por qué no?

—A muy pocos rumanos se los autoriza a salir del país. Hay un chiste sobre el día en que Ionescu tomó posesión del mando. Dicen que fue al sector del palacio que da al este y saludó al sol naciente. «Buenos días, camarada sol». «Buenos días», le respondió el sol. «Todo el mundo está feliz de saber que usted es el nuevo Presidente de Rumanía». Esa noche, Ionescu se dirigió al sector oeste del palacio para contemplar la puesta del sol. «Buenas noches, camarada sol», dijo, pero éste no le respondió. «¿Por qué esta mañana me habló con tanta amabilidad y ahora ni siquiera me dirige la palabra?» «Porque ahora estoy en Occidente. Así que váyase al demonio». Ionescu tiene miedo de que, una vez fuera del país, los prelados manden al demonio al gobierno.

—Voy a hablar con el ministro de Relaciones Exteriores a ver si consigo algo.

Mike se puso de pie.

—¿Le gustan los bailes folclóricos?

—¿Por qué?

—Porque esta noche estrena una compañía rumana de danzas, y dicen que es muy buena. ¿No quiere ir?

Mary no cabía en sí del asombro. Lo último que hubiese imaginado era que Mike la invitara a salir.

Pero lo más increíble fue oírse a sí misma responder que sí.

—Bien. —Mike le entregó un sobrecito—. Aquí tiene tres entradas, de modo que puede llevar a Tim y Beth. Son obsequio del gobierno rumano. Solemos recibir entradas para casi todos los estrenos.

Mary se quedó sonrojada, sintiéndose como una tonta.

—Gracias —atinó a decir.

—Le diré a Florian que pase a buscarla a las ocho.

Ninguno de los dos niños demostró interés en ir al teatro. Beth había invitado a un compañero de escuela a cenar.

—Es mi amigo italiano —explicó—. ¿Puede venir aquí?

—Y a mí, mamá, nunca me atrajeron demasiado las danzas folclóricas —agregó Tim.

Mary se rio.

—Está bien. Por esta vez se salvan.

Se preguntó si los chicos se sentirían tan solos como ella. Pensó si no podría invitar a alguien para que la acompañara. Mentalmente fue recorriendo los nombres: el coronel McKinney, Jerry Davis, Harriet Kruger… No había nadie con quien tuviera deseo de estar. Mejor voy sola, decidió.

Florian estaba aguardándola cuando salió por el frente.

—Buenas noches, señora embajadora. —Le hizo una reverencia antes de abrirle la puerta del auto.

—Qué alegre que está hoy, Florian.

El hombre sonrió.

—Yo siempre lo estoy, señora. —Cerró la puerta y se ubicó al volante—. En Rumanía tenemos un dicho: «Besa la mano que no puedes morder».

Mary decidió atreverse y preguntarle:

—¿Es feliz viviendo aquí, Florian?

El chofer la estudió por el espejo retrovisor.

—¿Le doy la respuesta oficial del Partido, señora, o prefiere la verdad?

—La verdad, por favor.

—Conste que podrían fusilarme por lo que voy a decir, pero ningún rumano es feliz aquí. Sólo los extranjeros, que son libres para hacer lo que quieran. Nosotros somos prisioneros. Hay escasez de todo. —Justo en ese momento pasaban frente a una larga cola junto a una carnicería—. ¿Vio eso? Hacen cola durante tres o cuatro horas para conseguir una costilla de cordero, y la mitad de esa gente después va a quedar desilusionada. Lo mismo pasa con todo. Y sin embargo, ¿sabe usted cuántas casas escondidas tiene Ionescu? ¡Doce! Lo sé porque he llevado allí a muchos funcionarios del gobierno. Y cada residencia es como un palacio. Entretanto, tres o cuatro familias tienen que vivir amontonadas en departamentos ínfimos, sin calefacción. —Florian se detuvo bruscamente, como si hubiese hablado por de más—. Le pido que no le cuente a nadie esto que he dicho.

—Desde luego que no.

—Gracias. Sería una pena que mi esposa se convirtiera en viuda. Es joven… y judía, y en este país hay un problema de antisemitismo.

Eso Mary ya lo sabía.

—Aquí circula un cuento acerca de una tienda a la que se le promete abastecer con huevos frescos. A las cinco de la mañana ya se había formado una cola pese al frío helado. A las ocho, los huevos no habían llegado y la cola era más larga aún. Entonces el propietario dijo: «Como no van a alcanzar para todos, que se vayan los judíos». A las dos de la tarde los huevos seguían sin llegar y cada vez había más gente. El dueño anunció entonces que debían retirarse los que no fuesen miembros del Partido. A medianoche la cola continuaba esperando a la intemperie y tampoco había noticias de los huevos. El propietario cerró entonces la tienda y comentó: «Aquí no cambia nada. Los judíos siempre consiguen lo mejor de todo».

Mary no supo si reír o echarse a llorar. Pero voy a hacer algo al respecto, se prometió.

El teatro quedaba en Rasodia Romana, una calle de mucho movimiento donde abundaban los puestos de venta de flores, sandalias plásticas, blusas y lapiceras. El recinto era pequeño y muy adornado, una reliquia de pasados esplendores. El espectáculo en sí fue aburrido; el vestuario demasiado chillón, y los bailarines, poco agraciados. Fue una función interminable, y cuando por fin concluyó, Mary se sintió feliz de poder salir y respirar el aire fresco de la noche. Florian la esperaba junto a la limusina, en la puerta del teatro.

—Lamentablemente vamos a demorarnos un poco, embajadora. Tenemos una goma pinchada, y nos han robado la de auxilio. Ya mandé a buscar una, que no debería tardar más de una hora en llegar. ¿Quiere esperar adentro del auto?

Mary contempló la luna llena que brillaba en el firmamento. Era una noche de un frío intenso, vigorizante. De pronto tomó conciencia de que no caminaba por las calles de Bucarest desde que llegó al país, y eso la impulsó a tomar una decisión.

—Me vuelvo a pie hasta la residencia.

El hombre asintió.

—Está muy lindo para caminar —dijo.

Mary se alejó por la calle en dirección a la plaza central. Bucarest era una ciudad exótica, fascinante. En las esquinas había misteriosos carteles: TUTÚNPIINECHIMIST

Tomó por Calea Mosilor y luego por la Strada Maria Rosetti, por donde pasaban trolebuses color rojo y marrón, colmados de pasajeros. Pese a lo tarde que era, la mayoría de las tiendas estaban abiertas y en todas había colas. En los bares se servían gogoase, unos deliciosos buñuelos. Por las aceras transitaban innumerables personas con pungi, las bolsas para compras hechas de piolín. Mary tuvo la sensación de que esas personas iban extrañamente calladas, y lo tomó como un mal presentimiento. Todos la miraban, en especial las mujeres, que le envidiaban la ropa. Mary entonces apuró el paso.

Cuando llegó a Calea Victoriei dudó en qué dirección debía seguir, y no le quedó más remedio que detener a una persona que pasaba por allí.

—Disculpe, ¿podría decirme cómo…?

El hombre la escrutó con una mirada breve y atemorizada, y se alejó deprisa.

¿Cómo iba a hacer para regresar? Trató de acordarse de qué recorrido había hecho con Florian y le pareció que la residencia debía quedar hacia el este. Caminó en ese sentido y muy pronto se encontró en una callejuela lateral poco iluminada. A la distancia alcanzaba a divisar un bulevar ancho e iluminado. Allí podré conseguir un taxi, pensó.

Al oír pasos a sus espaldas, involuntariamente giró sobre sus talones. Un hombre corpulento, de sobretodo, se le acercaba rápidamente. Mary caminó más deprisa.

—Perdón —dijo el hombre con fuerte acento rumano—. ¿Está perdida?

Tuvo una enorme sensación de alivio. Seguramente era algún policía. Quizás hasta la hubiese estado siguiendo para cerciorarse de que no le ocurriera nada.

—Sí. Deseo regresar a…

De pronto oyó el ruido de un auto que llegaba a gran velocidad, y el chillido de los frenos. El peatón aferró a Mary y ella alcanzó a oler su fétido aliento, al tiempo que esos dedos gordos le lastimaban la muñeca al intentar empujarla hacia la puerta abierta del coche, Mary se debatía por soltarse.

—¡Suba al auto!

—¡No! —gritó ella—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Desde la acera de enfrente se oyó una exclamación, y una figura humana llegó corriendo hasta ellos. El hombre del sobretodo se detuvo, al no saber muy bien qué debía hacer.

—¡Suéltela! —le ordenó el extraño. Acto seguido aferró al hombre con fuerza y Mary quedó súbitamente libre. El individuo que iba al volante se bajó del auto para ayudar a su cómplice.

A lo lejos se oía el ulular de una sirena que se acercaba. El sujeto del sobretodo le gritó algo a su compañero, y ambos subieron presurosos al vehículo para escapar precipitadamente.

Un automóvil azul y blanco, con la palabra Militia escrita en el costado y una luz intermitente en el techo, estacionó junto a Mary, y de él se bajaron dos hombres de uniforme.

En idioma rumano, uno de ellos preguntó:

—¿Está bien, señora? —Y luego agregó en un inglés titubeante—. ¿Qué pasó?

Mary procuraba dominar sus emociones.

—Dos hombres… trataron de obligarme a subir a su auto. Si no hubiese sido por este caballero… —Se volvió.

El extraño ya no estaba.