20

El día en que los niños comenzaban el colegio, Mary recibió un llamado de la embajada a las cinco de la mañana, avisándole que había llegado un cable nocturno requiriendo inmediata respuesta. Fue el comienzo de un largo día, y cuando Mary por fin pudo regresar a la residencia, era casi de noche y los chicos estaban esperándola.

—¿Y bien? ¿Qué les pareció la escuela?

—Me gusta —respondió Beth—. ¿Sabías que concurren alumnos de veintidós países distintos? Hay un chico italiano que estuvo mirándome toda la clase. Me encanta la escuela.

—Tienen un hermoso laboratorio de ciencias —comentó Tim—. Mañana vamos a disecar sapos rumanos.

—Todos hablan con acentos tan extraños… —opinó Beth.

—No olviden que, cuando alguien habla con acento, eso significa que domina un idioma más que ustedes. Bueno, me alegro de que no hayan tenido problemas.

—No —dijo Beth—. Mike se ocupó de nosotros.

—¿Quién?

—El señor Slade. Él mismo nos dijo que podíamos decirle Mike.

—¿Y qué tiene que ver Mike Slade con la ida al colegio?

—¿Acaso no te lo dijo? Pasó a recogernos, nos llevó a la escuela, se bajó con nosotros y nos presentó a los maestros. Los conoce a todos —explicó la niña.

—También conoce a muchos de los chicos —acotó Tim— y nos los presentó. Todo el mundo lo quiere. Es muy buen tipo.

Se hace demasiado el bueno, pensó Mary.

A la mañana siguiente, cuando Mike fue a saludarla a la oficina, ella le dijo:

—Beth y Tim me contaron que ayer los llevó al colegio.

—Sí. A veces a los chicos les cuesta mucho adaptarse a un país extranjero. Los dos son encantadores.

¿Él tenía hijos? De pronto cayó en la cuenta de lo poco que sabía sobre su vida privada. Probablemente sea mejor así, se dijo.

Se ha propuesto verme fracasar.

Y ella estaba decidida a triunfar.

El sábado por la tarde Mary llevó a los niños al Club Diplomático, donde se reunía la comunidad diplomática para intercambiar chismes del ambiente.

Al salir al patio vio a Mike Slade charlando con una mujer, y cuando ella se volvió, comprobó que se trataba de Dorothy Stone. Para Mary fue una impresión terrible, como si hubiera descubierto que su secretaria colaboraba con el enemigo. Se preguntó entonces qué grado de amistad habría entre los dos. Tengo que ser precavida y no confiar demasiado en ella, pensó. Ni en nadie.

Harriet Kruger estaba sola, sentada a una mesa. Mary se le acercó.

—¿Le molesta si la acompaño?

—Será un placer. —Harriet sacó un paquete de cigarrillos norteamericanos—. ¿Quiere? —convidó.

—No, gracias. No fumo.

—En este país no se puede vivir sin cigarrillos.

—No le entiendo.

—Los atados de Kent hacen funcionar la economía… literalmente. Si usted tiene que ver a un médico, soborna a la enfermera con cigarrillos. Lo mismo si desea que el carnicero le dé carne, que un mecánico le arregle el auto o un electricista le repare una lámpara. Una amiga mía italiana tenía que someterse a una pequeña operación. Primero tuvo que sobornar a la enfermera de turno para que utilizara una hojita de afeitar nueva cuando la rasurara, y después hizo lo propio con las demás enfermeras para que le pusieran vendas limpias en la herida, en vez de ponerle apósitos ya usados.

—Pero ¿por qué?

—En este país hay escasez de vendas y de todo tipo de medicación. Lo mismo sucede en todo el bloque oriental. El mes pasado hubo un brote de botulismo en Alemania oriental, pero el suero hubo que conseguirlo en Occidente.

—¿Y la gente no tiene forma de protestar? —acotó Mary.

—Sí, hay maneras. ¿No oyó hablar de Bula?

—No.

—Es un personaje mítico que emplean los rumanos para canalizar algo de su frustración. Le cuento la historia: un día había una larga cola frente a una carnicería, y la hilera apenas si avanzaba. Al cabo de cinco horas Bula se enfurece y anuncia: «¡Me voy al palacio a matar a Ionescu!». Dos horas más tarde regresa a la cola, y sus amigos le preguntan: «¿Qué pasó? ¿No lo mataste?» «No», responde Bula. «No pude porque allí también había una cola larguísima.»

Mary festejó el chiste con risas.

—¿Sabe cuál es uno de los artículos que más se vende aquí en el mercado negro? Videocasetes de nuestros programas de televisión.

—¿Les gustan nuestras películas?

—No. Lo que les interesa son las propagandas, todas las cosas que nosotros damos por sentadas —lavarropas, aspiradoras, automóviles— y que para ellos son inalcanzables. Yo le aseguro que les fascinan. Y cuando se reanuda la película, aprovechan para ir al baño.

Mary levantó la mirada y alcanzó a ver que Mike y Dorothy se marchaban. Se preguntó entonces adonde irían.

Cuando volvía del trabajo luego de un día agotador, lo único que quería era darse un baño, cambiarse la ropa y descansar. En la embajada tenía ocupado hasta el último minuto o sea que nunca le quedaba tiempo para ella. Sin embargo, muy pronto advirtió que en la residencia no lo pasaba mejor. Dondequiera que fuese siempre estaban allí los sirvientes dándole la sensación de que no dejaban de espiarla.

Una noche se despertó a las dos de la madrugada y bajó a la cocina. En el momento en que abría la heladera oyó un ruido. Se volvió y se encontró con Mihai —el mayordomo—, Rosica, Delia y Carmen.

—¿Qué necesita señora? —preguntó Mihai.

—Nada. Bajé simplemente a buscar algo de comer.

Cosma, el cocinero, se adelantó y dijo con voz compungida:

—Con sólo avisarme que tenía hambre yo le habría preparado algo enseguida.

Todos la miraban con ojos de reprobación.

—Bueno, en realidad no tengo tanta hambre. Gracias —dijo y volvió rápido a su dormitorio.

Al día siguiente les contó a los niños lo que le había pasado.

—¿Saben, chicos? ¡Me sentí como la segunda esposa de Rebecca!

—¿Qué es Rebecca? —preguntó Beth.

—Un libro precioso que algún día leerán.

Cuando entró en su despacho, Mike Slade estaba esperándola.

—Tenemos un muchacho enfermo. Venga a verlo, por favor.

La acompañó hasta una oficina pequeña que había al final del pasillo. Tendido en un sofá, un joven infante de marina gemía de dolor.

—¿Qué tiene?

—Yo supongo que apendicitis.

—Entonces hay que internarlo de inmediato.

Mike se volvió para mirarla.

—Aquí no —dijo.

—¿Qué dice?

—Que hay que enviarlo en avión a Roma o Zurich.

—Pero qué ridiculez —le espetó Mary en voz baja, para que no la oyera el enfermo—. ¿No se da cuenta de que está muy mal?

—Aunque sea una ridiculez, ningún miembro de una embajada norteamericana se interna jamás en un hospital de un país comunista.

—Pero ¿por qué?

—Porque estamos en inferioridad de condiciones. Quedaríamos a merced del gobierno y el organismo de seguridad rumanos. Se nos podría tratar con éter, o incluso con escopolamina para arrancarnos todo tipo de información. Es una norma del Departamento de Estado: hay que evacuar al enfermo.

—¿Por qué no tenemos un médico propio en la embajada?

—Porque somos una delegación de categoría «C». No hay presupuesto para pagar un doctor. Cada tres meses recibimos la visita de un profesional norteamericano, pero entre un viaje y otro, nos arreglamos con un farmacéutico en los casos de dolencias menores. —Se acercó a un escritorio y tomó un papel—. Firme aquí, por favor, para que se pueda trasladar al muchacho. Yo me encargo de enviarlo en un vuelo especial.

—Muy bien. —Mary firmó. Luego se aproximó al soldado y le tomó la mano—. Ya va a pasar —le aseguró—. Todo va a salir bien.

Dos horas más tarde el joven volaba rumbo a Zurich.

A la mañana siguiente, cuando le pidió a Slade noticias sobre el muchacho, Mike se encogió de hombros con gesto indiferente.

—Lo operaron y está reponiéndose.

Qué hombre frío. ¿Habrá algo que alguna vez lo emocione?