19

Para aprovechar mejor el día de intenso trabajo que tenía por delante, Mary le indicó a Florian que pasara a buscarla a las seis y media. Durante el trayecto leyó los informes y comunicaciones de otras delegaciones que habían sido entregados por la noche en la residencia.

En el edificio de la embajada cuando pasó frente al despacho de Mike Slade se detuvo sorprendida al verlo ya en su escritorio. Notó que estaba sin afeitarse y se preguntó si habría pernoctado allí.

—Llegó muy temprano.

Él levantó la cabeza.

—Buenos días —respondió—. Quiero hablar unas palabras con usted.

—De acuerdo. —Dio un paso para entrar.

—No, aquí no. En su oficina.

Slade cruzó detrás de Mary la puerta que conectaba ambas habitaciones, y se dirigió hacia un instrumento que había en un rincón.

—Esto es un destructor de documentos —dijo.

—Ya lo sé —contestó ella.

—¿De veras? Anoche cuando se fue de aquí dejó unos papeles sobre la mesa. A esta altura ya deben de haber sido fotografiados y remitidos a Moscú.

—¡Dios Mío! Me habré olvidado. ¿Qué papeles eran?

—Una lista de cosméticos, papel higiénico y demás artículos femeninos que necesitaba comprar. Pero eso no interesa. Las mujeres de la limpieza trabajan para el organismo de seguridad. Los rumanos buscan cualquier dato por mínimo que sea, y tienen una gran habilidad para deducir cosas a partir de ellos. Lección número uno: de noche todo debe quedar guardado en su caja fuerte o bien ser destruido.

—¿Cuál es la número dos? —preguntó disgustada.

Mike le sonrió antes de responder.

—Un embajador siempre empieza el día tomando un cafecito con el subjefe de misión. ¿Cómo suele beber lo usted?

No tenía ganas de tomar café con ese imbécil pedante.

—Yo… negro.

—Bien. Hay que cuidar la silueta aquí porque la comida tiene muchas calorías. —Se levantó y fue hasta la puerta de comunicación—. Yo mismo lo preparo. Ya va a ver que le agrada.

Se quedó esperándolo, furiosa. Tengo que tratarlo con guante de seda si quiero sacarlo de aquí lo antes posible.

Slade regresó con dos humeantes tazas que colocó sobre el escritorio.

—¿A quién debo ver para anotar a Beth y Tim en el colegio norteamericano?

—Ya está todo arreglado. Florian los llevará por la mañana y pasará a recogerlos a la tarde.

Mary no cabía en sí del asombro.

—Bueno… gracias.

—Cuando pueda, dese una vuelta por la escuela. Es chica, aproximadamente de un centenar de alumnos, distribuidos en cursos de ocho o nueve niños. Los hay de todas partes: del Canadá, Israel, Nigeria… Y los profesores son excelentes.

—Voy a ir.

Mike bebió un sorbo de café.

—Me contaron que anoche tuvo una charla amable con nuestro intrépido líder.

—¿Con el presidente Ionescu? Ah, sí. Me pareció muy simpático.

—Sí, claro. Es encantador, hasta que se fastidia con alguien. Entonces le corta la cabeza.

Mary se puso nerviosa.

—¿Esto no tendríamos que conversarlo en la Burbuja?

—No es necesario. Esta mañana hice revisar su oficina. Por ahora no hay micrófonos ocultos. Después de que entre el personal de limpieza, cuídese. A propósito, no se deje engañar por el encanto de Ionescu: es un redomado hijo de puta. El pueblo lo odia, pero no pueden sacárselo de encima. La policía secreta está infiltrada por todas partes. Es la KGB y la policía en un solo organismo. Aquí la norma es que, de cada tres personas, una trabaja para Seguridad o KGB. Los rumanos tienen orden de no establecer el menor contacto con extranjeros. Y si un extranjero quiere cenar en casa de un rumano, primero tiene que solicitar autorización al Estado.

Mary sintió un estremecimiento.

»A un rumano se lo puede arrestar por firmar un petitorio, por criticar al gobierno, por escribir leyendas en las paredes…

Mary había leído artículos que hablaban sobre la represión en los países comunistas, pero el tener que convivir con ella le daba cierta sensación de irrealidad.

—Sin embargo hay tribunales.

—Sí; de vez en cuando organizan juicios e invitan de espectadores al periodismo de Occidente. Pero la mayoría de las personas detenidas sufre accidentes fatales mientras está en manos de la policía. Existen gulags en Rumanía que no se nos permite ver. Quedan en la zona del delta y sobre el Danubio, cerca del Mar Negro. Yo he conversado con personas que los han visto, y dicen que las condiciones allí son espantosas.

—Y no pueden escapar a ningún lado —acotó Mary—. Tienen el Mar Negro al este, Bulgaria al sur, y las demás fronteras compartidas con Yugoslavia, Hungría y Checoslovaquia. Están justo en el medio de la cortina de hierro.

—¿Oyó hablar del Decreto de la Máquina de Escribir?

—No.

—Fue la última locura de Ionescu. Ordenó que se registraran todas las máquinas de escribir y de copiado que hay en el país, y luego las confiscó. Entonces ahora controla toda la información que se difunde. ¿Más café?

—No, gracias.

—Ionescu aprieta a la gente donde más le duele, y todos tienen miedo de reaccionar porque saben que se juegan la vida. El nivel de vida aquí es uno de los más bajos de Europa. Hay escasez de todo. Si uno ve una cola frente a una tienda, va y se pone ahí y compra lo que sea que esté de oferta.

—Me da la impresión —opinó Mary— que todas estas cosas constituyen una maravillosa oportunidad para que nosotros podamos ayudarlos.

Mike le lanzó una miradita.

—Sí, claro —fue su agria respuesta—. Maravillosa.

Esa tarde, mientras revisaba unos cables llegados momentos antes desde Washington, pensó en Mike Slade. Qué hombre raro. Grosero, pedante, y sin embargo… se ocupó de anotar a los niños en el colegio. Florian los llevará por la mañana y pasará a recogerlos por la tarde. Además, daba muestras de una preocupación sincera por el pueblo rumano y sus problemas. A lo mejor es más complejo de lo que creí.

Pero todavía no confío en él.

Fue por pura casualidad que se enteró de las reuniones que se realizaban a espaldas de ella. Había salido para almorzar con el ministro rumano de agricultura. Al llegar al Ministerio le informaron que el funcionario había sido llamado por el Presidente. Mary decidió entonces regresar a la embajada y convocar a un almuerzo de trabajo, para lo cual habló con su secretaria.

—Avíseles a Lucas Janklow, David Wallace y Eddie Maltz que quiero verlos.

Dorothy Stone titubeó.

—Están en una reunión, señora.

Mary le notó un tono raro en la voz.

—¿Con quién?

La secretaria, respiró hondo.

—Con los demás encargados.

Mary demoró unos instantes en asimilar la información.

—¿Dice que se está efectuando una reunión de personal sin mi presencia?

—Así es, señora embajadora.

¡Era inaudito!

—Y supongo que no será ésta la primera vez…

—No, señora.

—¿Qué otra cosa está sucediendo que yo desconozca y debería saber?

Dorothy volvió a respirar muy hondo.

—Están enviando cables sin su autorización.

La revolución que puede estar gestándose en Rumanía pasa a un segundo plano, pensó Mary. Tengo una revolución aquí mismo, dentro de la embajada.

—Dorothy, cite a todos los jefes de departamento para esta tarde a las tres. Y le repito: a todos.

—Sí, señora.

Se hallaba ubicada en la cabecera de la mesa a medida que iba entrando el personal. Los miembros de mayor rango tomaron asiento a la mesa, mientras que los más jóvenes se sentaron en sillones contra la pared.

—Buenas tardes —saludó Mary sin la menor sonrisa de simpatía—. No voy a hacerlos demorar mucho puesto que sé lo ocupados que están. Me he enterado de que altos funcionarios de esta delegación han estado reuniéndose sin mi permiso ni conocimiento. A partir de este momento, la persona que asista a una reunión de esa índole será despedida en el acto. —Por el rabillo del ojo veía que Dorothy tomaba notas—. También he observado que algunos de ustedes envían cables sin informarme primero. Según el protocolo del Departamento de Estado, todo embajador tiene derecho a designar y a separar de su cargo al personal de la embajada de acuerdo con su propio criterio. —Se volvió hacia Ted Thompson, encargado de temas agrarios—. Ayer envió usted un cable al Departamento de Estado sin mi autorización. Le he reservado pasaje de regreso en el avión que sale para Washington mañana al mediodía. Le comunico que ya no forma más parte de esta delegación. —Paseó la vista por la sala—. La próxima vez que alguien remita un cable sin mi conocimiento, o que no me brinde su total colaboración, esa persona viajará en el próximo vuelo que haya a los Estados Unidos. Es todo, señoras y señores.

Se produjo un silencio de estupor. Después, muy despacio, los asistentes comenzaron a levantarse e irse del salón. Mike Slade se marchó con cara de intrigado.

Cuando quedó a solas con su secretaria, preguntó Mary:

—¿Qué le pareció?

Dorothy Stone esbozó una sonrisita.

—Fue la reunión más breve pero efectiva que haya visto jamás.

—Bien. Y ahora debo dar aviso a la oficina telegráfica.

Todos los mensajes que se envían desde las embajadas en países de Europa oriental sé codifican primero. Se los pasa en limpio con una máquina de escribir especial, los lee luego un analizador electrónico en la sala de cifrado, y allí se los pone automáticamente en clave. Los códigos se cambian todos los días, y existen cinco categorías: máximo secreto, secreto, confidencial, uso oficial limitado e información no clasificada. La propia sala de cifrado era una habitación sin ventanas, con rejas y celosamente custodiada.

Sandy Palance, oficial de turno, se puso de pie al ver entrar a Mary.

—Buenas tardes, señora embajadora. ¿Puedo servirla en algo?

—No. Soy yo quien va a ayudarlo a usted.

Una expresión de desconcierto cruzó por la cara de Palance.

—¿Sí, señora?

—Sé que ha estado enviando cables sin mi firma. Eso significa que son cables no autorizados.

El hombre se puso en el acto a la defensiva.

—Bueno, me dijeron que…

—A partir de ahora, si alguien le pide que remita un cable que no lleve mi firma, deberá entregármelo enseguida a mí. ¿Comprendido? —El tono de su voz no dejaba dudas sobre la seriedad de su intención.

¡Caramba!, pensó Palance. A ésta sí que la tenían mal catalogada.

—Sí, señora. Entendido.

—Bien.

Mary dio media vuelta y se marchó. Sabía que esa sala era utilizada por la CIA para remitir mensajes por medio de un «canal negro», y eso no había manera de impedirlo. Se preguntó cuántos miembros de la embajada pertenecerían a la CIA, y pensó si Mike Slade le habría contado toda la verdad sobre ese tema porque tenía la sensación de que algo se había guardado.

Esa noche Mary escribió ciertos comentarios sobre los acontecimientos del día y anotó los problemas que esperaban resolución. Puso luego los papeles sobre la mesita de noche. Por la mañana entró en el baño a ducharse. Cuando estuvo ya vestida, fue a tomar sus apuntes y notó que estaban colocados en distinto orden. De lo que sí puedo estar segura es de que hay micrófonos ocultos en la embajada y la residencia. Permaneció unos instantes pensando.

Durante el desayuno, cuando estaba sola en el comedor con sus hijos, afirmó en voz alta:

—Los rumanos son maravillosos, pero me da la impresión de que en ciertos sentidos están muy atrasados con respecto a nosotros. ¿Sabían, chicos, que muchos de los departamentos donde habitan nuestros compatriotas no tienen calefacción ni agua corriente, y que los baños no funcionan? —Beth y Tim la observaban con cara de curiosidad—. Supongo que tendremos que enseñarles a los rumanos a realizar ese tipo de reparaciones.

A la mañana siguiente, le dijo Jerry Davis.

—No sé cómo lo consiguió, embajadora, pero le cuento que han aparecido montones de operarios a arreglar los departamentos.

Mary sonrió.

—Basta con hablarles de buen modo —sentenció, enigmática.

Al concluir una reunión de personal dijo Mike Slade:

—Tiene que presentar sus saludos en numerosas embajadas, y le convendría empezar hoy mismo.

No le gustó su tono; además, no era asunto de la incumbencia de él. La jefa de protocolo era Harriet Kruger, que no estaba ese día en la embajada.

—Es imprescindible —prosiguió Mike— que visite las embajadas por orden de prioridad. La más importante…

—Es la embajada rusa. Lo sé.

—Le aconsejo…

—Señor Slade, si necesito algún consejo acerca de mis obligaciones, se lo haré saber en su momento.

Mike dejó escapar un profundo suspiro.

—De acuerdo. —Se puso de pie—. Lo que usted diga, embajadora.

Luego de la visita a la embajada soviética, durante el resto del día concedió reportajes, atendió a un senador de Nueva York que recababa información sobre los disidentes y se reunió con el nuevo encargado de asuntos agrarios.

Cuando estaba a punto de marcharse de la oficina, Dorothy le avisó por el intercomunicador:

—Tiene una llamada urgente, señora. James Stickley desde Washington.

Mary atendió.

—Cómo le va, señor Stickley.

La voz masculina retumbó en la línea.

—¿Puede decirme qué demonios está haciendo?

—Yo… no sé por qué me lo dice, señor.

Obviamente. El secretario de Estado acaba de recibir una protesta formal del embajador de Gabón por su conducta.

—¡Un momento! Debe de haber un error. Yo ni he hablado siquiera con el representante de Gabón.

—Precisamente —le espetó Stickley—. Pero en cambio habló con el embajador soviético.

—Bueno… sí. Esta mañana le hice la visita de cortesía.

—¿No sabe usted que a las embajadas se les concede prioridad según la fecha en que hayan presentado sus credenciales?

—Sí, pero…

Para su información, en Rumanía, Gabón está primero, la misión estonia es la última, y entre medio hay aproximadamente setenta y cinco más. ¿Alguna pregunta?

—No, señor. Lo siento si…

—Ocúpese de que eso no vuelva a suceder.

Cuando Mike Slade se enteró de la novedad, fue a ver a Mary a su despacho.

—Yo traté de advertirle.

—Señor Slade…

—Ese tipo de cosas se toma muy en serio en el mundo de la diplomacia. De hecho, en 1661 los sirvientes del embajador español en Londres atacaron el coche del embajador francés, mataron al postillón, aporrearon al cochero e hirieron a dos caballos sólo para cerciorarse de que el vehículo del representante español llegara primero. Yo le sugeriría que enviara una nota pidiendo disculpas.

No le quedó más remedio que tragarse el orgullo.

La inquietaban los comentarios que oía en el sentido de que era excesiva la publicidad que recibían ella y los niños. Hasta el Pravda publicó una nota con una foto de los tres.

A medianoche llamó por teléfono a Stanton Rogers, calculando que por la diferencia horaria ya habría llegado a su oficina; Rogers atendió de inmediato.

—¿Cómo anda mi embajadora preferida?

—Bien. ¿Y usted Stan?

—Aparte de trabajar cuarenta y ocho horas por día, no puedo quejarme. Más aún, me divierto muchísimo. ¿Cómo le va? ¿Algún problema que pueda solucionarle?

—No es un problema en realidad, sino algo que me tiene un poco perpleja. —Demoró un instante tratando de elegir las palabras para que no le entendiera mal—. Supongo que habrá visto la foto de mí y los chicos en el Pravda la semana pasada, ¿no?

—¡Si! ¡Me pareció maravillosa! Por fin estamos logrando hacer impacto en ellos.

—¿Hay otros embajadores que hayan recibido el mismo trato periodístico que se me otorga a mí, Stan?

—Sinceramente, no. Pero el jefe decidió gastar hasta el último cartucho, Mary, ponerla como vidriera de exhibición. El Presidente hablaba en serio cuando decía que deseaba presentar la imagen contraria del norteamericano antipático. Y como la tenemos a usted, queremos lucirla para que todo el mundo pueda ver un ejemplo de lo mejor de nuestro país.

—Le… agradezco el cumplido.

—Siga trabajando con empeño.

Intercambiaron frases de cortesía unos minutos más, y luego se despidieron.

De modo que es el Presidente quien ordenó semejante campaña periodística. Con razón consiguió que se me brinde tal grado de publicidad.

El interior de la cárcel Ivan Stelian era mucho más sórdido que la fachada. Los pasillos eran angostos y de un color gris opaco. Había una jungla de atestadas celdas de barrotes negros en la planta baja y también en un nivel superior, custodiadas por guardias armados con ametralladoras. El hedor era intolerable.

Un guardia acompañó a Mary hasta una pequeña sala de visitas al fondo de la cárcel.

—Ella está ahí adentro. Tiene diez minutos.

—Gracias. —Mary entró en la habitación y la puerta se cerró a sus espaldas.

Hannah Murphy estaba sentada ante una mesita desvencijada. Tenía puesto un uniforme carcelario y esposas. Eddie Maltz la había descripto como una bonita estudiante de diecinueve años. Sin embargo parecía tener diez más por el rostro demacrado y los ojos hinchados. Además, estaba desgreñada.

—Hola. Soy la embajadora de los Estados Unidos.

Hannah Murphy levantó la mirada y prorrumpió en desconsolados sollozos.

Mary la rodeó con los brazos y trató de consolarla.

—¡Sh! Todo se va a arreglar.

—No, no —gimió la joven—. La semana que viene recibiré la condena. ¡Prefiero morir antes que pasar cinco años en este lugar!

—A ver, cuéntame lo que ocurrió.

La muchacha respiró hondo, y al cabo de unos instantes comenzó a relatar.

—Conocí a un hombre… rumano… me sentía muy sola. Me trató con amabilidad… y nos acostamos. Una amiga me había dado dos cigarrillos de marihuana. Fumé uno con él, volvimos a hacer el amor y me quedé dormida. A la mañana siguiente cuando me desperté vi que él se había ido, pero en cambio había llegado la policía. Yo estaba desnuda. Ellos… se quedaron ahí hasta que me vestí y después me trajeron a este infierno. —Meneó desconsolada la cabeza—. Dicen que van a darme cinco años de condena.

—No si yo puedo evitarlo.

Mary recordó lo que Lucas Janklow le había dicho antes de partir hacia la cárcel. Usted no puede hacer nada, embajadora. Ya lo hemos intentado en otras oportunidades. Una sentencia de cinco años es lo habitual para un extranjero. Si esa chica fuese rumana, probablemente la condenarían a cadena perpetua.

—Voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para ayudarte.

Antes de ir había leído el informe policial sobre la detención de Hannah. Llevaba la firma del capitán Aurel Istrase, jefe del organismo de seguridad. El texto era breve, pero no cabía duda sobre la culpabilidad de la joven. Tengo que hallar otro camino, pensó Mary. Aurel Istrase. El nombre le sonaba. Pensó entonces el legajo confidencial que le entregó James Stickley en Washington. Allí había leído algo respecto del capitán Istrase. Algo sobre… Entonces se acordó.

A la mañana siguiente solicitó una entrevista con el capitán.

—Va a perder el tiempo —vaticinó Mike Slade—. Istrase es una montaña imposible de mover.

Aurel Istrase era un hombre moreno, bajo y calvo. Tenía cicatrices en la cara, y dientes manchados. En algún momento de su vida alguien le había quebrado la nariz, y al parecer nunca se le compuso bien. Istrase concurrió a la embajada para la reunión. Sentía una enorme curiosidad por conocer a la nueva diplomática.

—¿Deseaba hablar conmigo, señora?

—Sí. Le agradezco que se haya molestado hasta aquí. Es por el caso de Hannah Murphy.

—Ah, sí; la traficante de drogas. En Rumanía tenemos leyes muy estrictas para los narcotraficantes: los mandamos presos.

—Excelente. Me alegro mucho de oírlo. Ojalá en mi país tuviésemos leyes más estrictas en este campo.

Istrase la observó intrigado.

—¿Entonces está de acuerdo conmigo?

—Desde luego que sí. La persona que comercia con drogas merece ser recluida. Hannah Murphy, sin embargo, no vendía drogas sino que convidó con un cigarrillo de marihuana a su amante.

—Es lo mismo…

—No, capitán. El amante era un teniente de su policía, y él también fumó marihuana. ¿Acaso se lo castigó?

—¿Por qué? Él no hacía más que recoger pruebas de un comportamiento delictivo.

—¿El teniente es casado y tiene tres hijos?

El capitán Istrase frunció el entrecejo.

—Sí, claro. La joven norteamericana lo sedujo y lo llevó a la cama.

—Capitán, Hannah Murphy es una estudiante de diecinueve años, mientras que el teniente tiene cuarenta y cinco. Ahora usted dígame quién sedujo a quién.

—La edad nada tiene que ver con esto —porfió el hombre.

—¿La esposa del teniente está enterada de la aventura de su marido?

El capitán se quedó mirándola.

—¿Por qué habría de saberlo?

—Porque este asunto tiene toda la apariencia de ser una celada tendida adrede. Creo que lo más conveniente es darlo a publicidad, y que lo comente la prensa internacional.

—No le veo sentido.

Mary sacó entonces el as de la manga.

—¿Porque sucede que el teniente es su yerno?

—¡Por supuesto que no! —se indignó el capitán—. Sólo pretendo que se haga justicia.

—También yo —aseguró Mary.

Según el legajo que había leído, el yerno tenía por costumbre entablar relación con jóvenes turistas —varones y mujeres, por igual—, acostarse con ellos, sugerirles sitios donde podían obtener drogas o comerciar en el mercado negro, y luego delatarlos.

Mary habló en un tono conciliador.

—No veo por qué su hija deba enterarse del comportamiento del marido. Creo que sería mucho más beneficioso para todos que usted liberara calladamente a Hannah Murphy y yo me encargo de enviarla de regreso a los Estados Unidos. ¿Qué me dice, capitán?

El hombre lo pensó unos instantes, disgustado.

—Es usted una persona muy interesante —aceptó, al final.

—Gracias. Lo mismo digo yo de usted. Esta tarde espero a la señorita Murphy en mi oficina. Yo misma me ocuparé de ponerla en el primer avión que salga de Bucarest.

El policía se encogió de hombros.

—Voy a utilizar la poca influencia que tengo.

—No me cabe la menor duda, capitán Istrase. Muchas gracias.

A la mañana siguiente, Hannah Murphy, muy agradecida, volaba de regreso a su patria.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó, incrédulo, Mike Slade.

—Seguí su consejo: me valí de mi encanto.