A treinta y siete kilómetros del centro de Bucarest se halla el moderno aeropuerto Otopeni, construido para facilitar el tránsito de viajeros provenientes de los países comunistas cercanos, así como también de los que, en menor número, llegan anualmente a Rumanía como turistas desde Occidente.
Dentro de la terminal se desplazaban soldados de uniforme marrón, con rifles y pistolas. Se advertía un aire frío, desolado, que nada tenía que ver con la gélida temperatura. Inconscientemente, Tim y Beth se acercaron a su madre. De modo que ellos también lo notan, pensó Mary.
En ese momento se aproximaban dos hombres. Uno era alto, con aspecto de norteamericano. El otro era algo mayor y vestía un deslucido traje que parecía ser de confección extranjera.
El norteamericano se presentó.
—Bienvenida a Rumanía, señora embajadora. Soy Jerry Davis, su encargado de relaciones públicas. Éste es Tudor Costache, jefe de protocolo de Rumanía.
—Es un placer tener con nosotros a usted y sus hijos, señora. Bienvenida a nuestro país.
En cierto sentido, también va a ser el mío, pensó Mary.
—Mulțumesc, domnule —expresó Mary.
—¡Habla rumano! —se emocionó Costache—. Cu plăcere!
—Apenas unas palabras —se apresuró ella a asegurar.
Tim dijo entonces:
—Bunădimineata. —Y Mary se sintió tan orgullosa que casi se pone a llorar. Acto seguido presentó a los chicos.
—Su auto la espera, señora embajadora —le informó Davis—. El coronel McKinney se halla afuera.
El coronel McKinney. El coronel McKinney y Mike Slade. Se preguntó si Slade estaría también allí, pero no quiso averiguarlo.
Había una larga cola para pasar por Aduana, pero ellos a los pocos minutos habían salido ya del edificio. Afuera los aguardaban también periodistas y fotógrafos, pero en vez de ser ruidosos e inquietos, éstos eran ordenados y correctos. Al terminar con su labor, dieron las gracias a Mary y se marcharon todos juntos.
El coronel McKinney, de uniforme, la esperaba en la calle.
—Buenos días, señora embajadora —dijo, tendiéndole la mano—. ¿Tuvo un buen viaje?
—Sí, gracias.
—Mike Slade quería venir a recibirla, pero le surgió un asunto importante.
Mary se preguntó si tal asunto tendría pelo rubio o castaño.
Una larga limusina negra, con la bandera norteamericana en el paragolpes delantero derecho, estacionó junto a ellos. El chofer, un hombre de rostro alegre y de riguroso uniforme, se bajó para abrirles la puerta.
—Éste es Florian.
El chofer sonrió y exhibió unos dientes blanquísimos.
—Bienvenida, señora embajadora, señorito Tim, señorita Beth. Será un placer servirlos.
—Muchas gracias —repuso Mary.
—Florian quedará a su disposición durante las veinticuatro horas del día. Pensé que convenía ir ahora directamente a la residencia para que pueda descansar un poco. Tal vez más tarde quiera dar una vuelta en auto por la ciudad. Por la mañana Florian la llevará a la embajada.
—Me parece bien.
Una vez más Mary se preguntó dónde estaría Mike Slade.
El recorrido entre el aeropuerto y la ciudad fue fascinante. Avanzaban por una ruta de doble mano muy transitada por autos y camiones, pero cada tantos kilómetros el tránsito se atascaba debido al paso de pequeños carros gitanos. A ambos lados de la calzada había modernas fábricas junto a vetustas chozas. Pasaron frente a innumerables granjas y vieron a las mujeres que trabajaban en los campos, con la cabeza envuelta en coloridos pañuelos.
Dejaron atrás Baneăsa, el aeropuerto para vuelos de cabotaje, y un tramo más adelante repararon en un edificio gris y azul, de dos pisos, de aspecto tétrico.
—¿Qué es eso? —preguntó Mary.
Florian hizo una mueca.
—La prisión Ivan Stelian. Allí es donde envían a todos los que disienten del régimen.
En un momento dado el coronel McKinney señaló un botón rojo que había junto a la puerta del auto.
—Esto es un dispositivo de seguridad —explicó—. Si alguna vez se halla en una situación difícil, si es atacada por terroristas o por quien fuere, basta con que oprima este botón para activar un transmisor de radio que se vigila desde la embajada, y al mismo tiempo se enciende una luz roja en el techo del auto. Así, en pocos minutos podemos determinar su posición.
—Espero no tener que usarlo nunca —deseó Mary fervientemente.
—Lo mismo digo, señora.
El centro de la ciudad era precioso. Había parques, fuentes y monumentos por donde se mirara. Mary recordó que su abuelo solía comentar: «Bucarest es un París en miniatura, Mary. Hasta hay una réplica de la Torre Eiffel.» Y allí estaba, en efecto. La emocionaba hallarse en la tierra de sus antepasados.
Las calles estaban atestadas de gente, de ómnibus y tranvías. La limusina se abría camino a bocinazos que obligaban a correrse a los peatones. El coche se internó en una calle angosta y arbolada.
—La residencia queda un poco más adelante —le informó el coronel—. Y, aunque le parezca irónico, la calle lleva el nombre de un general ruso.
La residencia del embajador era una bellísima casa antigua, de tres pisos, rodeada por jardines enormes.
El personal se había formado afuera de la casa para recibir a la nueva embajadora. Cuando Mary bajó del coche, Jerry Davis se los presentó uno por uno.
Mary fue recorriendo la hilera mientras recibía amables saludos. Dios mío, ¿qué voy a hacer con tanta gente? En casa me bastaba con que Lucinda viniera tres veces por semana para cocinar y limpiar.
—Es un gran honor conocerla, señora embajadora —manifestó Sabina, la secretaria de asuntos sociales.
Tuvo la sensación de que todos la miraban fijo, como si esperaran que ella dijese algo. Mary respiró hondo.
—Bună ziua. Mulțumesc. Nu vorbesc… —Se le borró de la mente todo lo que había aprendido del rumano, por lo que se quedó entonces mirándolos desolada.
Mihai, el mayordomo, dio un paso al frente e hizo una reverencia.
—Todos hablamos inglés, señora. Le damos la bienvenida, y con sumo placer atenderemos sus necesidades.
Mary dejó escapar un suspiro de alivio.
—Muchas gracias.
Adentro de la casa había champagne helado sobre una mesa en la que resaltaban tentadores manjares.
—¡Qué aspecto delicioso! —exclamó Mary. Al ver que todos la observaban, dudó si debería convidarlos. ¿Se acostumbraba ofrecer algo a los sirvientes? No quería empezar cometiendo un error. ¿Se enteraron de lo que hizo la nueva embajadora norteamericana? Invitó a los sirvientes a comer con ella y quedaron tan horrorizados que se vieron obligados a renunciar.
¿Te contaron lo que hizo la nueva embajadora de los Estados Unidos? Se puso a engullir delante de los famélicos sirvientes y no les ofreció siquiera un bocado.
—Pensándolo bien —se rectificó—, por ahora no tengo hambre. Más tarde a lo mejor como algo.
—Venga que le muestro la casa —propuso Jerry Davis, y todos lo siguieron.
Era una bella mansión, en un estilo anticuado. En la planta baja había un hall de entrada, una biblioteca con gran cantidad de volúmenes, una sala de música, un living, un comedor inmenso con cocina y despensa contiguas. Todas las habitaciones estaban amobladas con gusto. Desde el comedor se salía a una terraza que ocupaba todo el frente del edificio y daba a un amplio parque.
Más hacia el fondo de la casa había una piscina cubierta, con sauna y vestuarios.
—¡Tenemos pileta propia! —se maravilló Tim—. ¿Puedo ir a nadar?
—Después, querido. Primero tenemos que instalarnos.
Lo más llamativo de la planta baja era el salón de baile, una enorme habitación que daba a los jardines. Relucientes apliques de cristal de Baccarat salpicaban las paredes de bello empapelado.
—Aquí se realizan las recepciones —dijo Jerry Davis—. Mire esto. —Accionó un control de la pared. Se oyó un ruido mecánico y el techo comenzó a separarse en el medio dejando una abertura por la cual podía verse el cielo—. También se lo puede operar en forma manual.
—¡Eh, qué genial! —se entusiasmó Tim.
—Lamentablemente le dicen el «capricho del embajador» —se disculpó Davis—. En verano no se lo puede tener abierto por el calor, y en invierno hace demasiado frío. Por eso se lo usa en abril y septiembre.
—Sigue pareciéndome genial —insistió el niño.
Al notar que ya empezaba a bajar el aire frío, Davis apretó el botón para cerrar el techo.
—Vengan que les muestro sus dependencias.
Subieron y llegaron a un amplio hall central con dos dormitorios separados por un baño. Al final del pasillo se hallaba el dormitorio principal con antecámara, cuarto de vestir y baño completo, así como también un cuarto de costura. Había una terraza en el techo, a la cual se accedía por una escalera separada.
—En el segundo piso están las dependencias de servicio —explicó Davis—, el lavadero y la baulera. En el subsuelo, una bodega y el comedor de los sirvientes.
Los chicos corrían de una habitación a otra.
—¿Cuál es mi cuarto? —preguntó Beth.
—Eso lo decidirás con Tim.
—Quédate con éste, que tiene muchos volados como les gusta a las chicas.
El dormitorio principal era muy lindo. Tenía una cama amplia de dos plazas con acolchado de plumas, dos sillones frente a un hogar, una reposera, un tocador con espejo antiguo, un baño lujoso y una vista espléndida de los jardines.
Delia y Carmen ya habían desempacado las valijas de Mary. Sobre la cama estaba la valija diplomática que el embajador Viner le había pedido que llevara a Rumanía. Mañana tengo que llevarla a la embajada. Se acercó para tomarla en sus manos y advirtió que los lacres rojos habían sido cortados y vueltos a cerrar con torpeza. ¿Cuándo ocurrió esto? ¿En el aeropuerto? ¿Aquí? ¿Y quién lo hizo?
Sabina entró en su dormitorio.
—¿Está todo de su agrado, señora? —preguntó.
—Sí. Nunca tuve una secretaria de asuntos sociales, y no sé muy bien cuál es su función.
—Yo me ocupo de que su vida se desarrolle sin tropiezos. Anoto sus compromisos sociales, almuerzos, cenas y demás reuniones. También me encargo del funcionamiento de la casa. Con tanto personal de servicio, siempre surgen problemas.
—Sí, claro.
—¿Necesita algo en especial para esta tarde, señora embajadora?
Que me diga quién rompió el lacre, pensó Mary.
—No, gracias. Quiero descansar un rato. —De pronto se sentía agotada.
La mayor parte de la noche se quedó desvelada, presa de una profunda sensación de soledad mezclada con una emoción enorme ante el hecho de iniciar su trabajo.
Ahora todo depende de mí, querido: ya no tengo en quién apoyarme. Cómo me gustaría que estuvieses conmigo, que me dijeras que no debo tener miedo, que no fracasaré. No debo fracasar.
Cuando por fin pudo dormirse, soñó que Mike Slade le decía: Odio a los aficionados. ¿Por qué no se vuelve a su casa?
La embajada norteamericana en Bucarest, ubicada en Soseaua Kiseleff 21, es un edificio de dos pisos estilo semigótico, con un portón de hierro al frente que vigila un oficial de uniforme gris y gorra roja. Un segundo custodio permanece dentro de una casilla, a un costado del portón. Hay una puerta cochera por donde pasan los vehículos, y una escalinata de mármol por la que se accede al interior.
Ya adentro, se advierte en el hall el piso de mármol, dos televisores de circuito cerrado sobre un escritorio atendido por un infante de marina, y un hogar frente al cual hay un chispero que tiene pintado un dragón que echa humo por la boca. En los pasillos hay retratos colgados de ex presidentes. Una escalera de caracol sube a la planta alta, donde hay oficinas y un salón de reuniones.
Un infante de marina estaba esperando a Mary.
—Buenos días, señora embajadora. Soy el sargento Hughes, y me dicen Gunny.
—Buenos días, Gunny.
—Están aguardándola en su despacho. Venga que la acompaño.
—Gracias.
Subió con él hasta un hall de recepción donde había una mujer sentada a un escritorio.
—Buenos días, señora embajadora —dijo la mujer, y se puso de pie—. Soy Dorothy Stone, su secretaria.
—Mucho gusto.
—Lamento decirle que una multitud la aguarda ahí adentro. —Dorothy abrió la puerta y Mary entró en su oficina. Había nueve personas ubicadas alrededor de una amplia mesa y todas se levantaron al verla entrar. Mary vio esos ojos fijos en su persona y experimentó una sensación de animosidad casi palpable. Al primero que vio fue a Mike Slade, que le trajo a la memoria el sueño de la noche anterior.
—Permítame presentarle a los jefes de departamento —dijo Mike—. Éste es Lucas Janklow, encargado de asuntos administrativos. Eddie Maltz, encargado de asuntos políticos. Patricia Hatfield, de asuntos económicos. David Wallace, jefe administrativo. Ted Thompson, de agricultura. A Jerry Davis, de relaciones públicas, ya lo conoce. David Víctor, de comercio, y el coronel Bill McKinney, a quien también conoce.
—Tomen asiento, por favor. —Se encaminó hasta la cabecera de la mesa y pasó revista al grupo con la mirada. La hostilidad viene en todas las edades, formas y tamaños, pensó.
Patricia Hatfield tenía cuerpo grueso y rostro interesante. Lucas Janklow, el más joven del equipo, lucía el típico aspecto e indumentaria de las universidades norteamericanas más tradicionales. Los demás hombres eran mayores, canosos, calvos, delgados, gordos. Va a llevarme cierto tiempo distinguir bien a cada uno.
Mike Slade decía en ese instante:
—Todos estamos a su disposición, o sea que en cualquier momento puede reemplazar a cualquiera de nosotros.
Eso es mentira, pensó ella, furiosa. A usted no pude reemplazarlo.
La reunión duró quince minutos, luego de los cuales hubo una conversación general intrascendente.
Por último, avisó Slade:
—Dorothy irá llamándolos individualmente en el curso del día para reunirse en forma individual con la embajadora. Gracias.
A Mary no le hizo gracia que él tomara las riendas de la situación. Cuando quedaron los dos solos, preguntó:
—¿Cuál de ellos es el agente de la CIA asignado a la embajada?
Mike la miró un instante antes de responder:
—¿Por qué no viene conmigo un segundito?
Salió del despacho. Mary vaciló un momento, pero luego lo siguió por un largo pasillo de oficinas que semejaban una conejera. Slade llegó hasta una puerta. El soldado que estaba de custodia se hizo a un lado cuando Slade la abrió y le hizo señas a Mary para que entrara.
Mary paseó la vista a su alrededor. El ambiente era una extraña combinación de metal y vidrio que cubría el piso, las paredes y el techo.
Mike cerró la pesada puerta.
—Esto es lo que llamamos la Burbuja. En todas las embajadas de países comunistas hay una de estas habitaciones, que son imposibles de controlar con dispositivos de escucha.
Vio la mirada de incredulidad en el rostro femenino.
—Señora, no sólo hay micrófonos ocultos en la embajada, sino que también puede apostar hasta su último dólar a que los hay en su residencia. Y si una noche sale a cenar, los habrá escondidos en su mesa. Recuerde que está en territorio enemigo.
Mary se dejó caer en un sillón.
—¿Y eso como se supera? Me refiero al hecho de no poder hablar libremente.
—Nosotros realizamos un barrido electrónico todas las mañanas. Encontramos los micrófonos y los retiramos. Luego ellos los reemplazan por otros, que también sacamos al día siguiente.
—¿Por qué permitimos que trabajen rumanos en la embajada?
—Estamos en cancha ajena. Ellos juegan de locales, y nosotros aceptamos sus reglas porque de lo contrario se acaba el partido. En esta habitación no pueden instalar micrófonos porque la puerta está custodiada por infantes de marina durante las veinticuatro horas del día. Ahora bien… ¿qué pregunta deseaba hacerme?
—Quería saber quién era el hombre de la CIA.
—Eddie Maltz, el encargado de asuntos políticos.
Trató de recordar qué aspecto tenía Maltz. Canoso y gordo. No, ése era el de agricultura. Eddie Maltz… Ah, el de mediana edad muy delgado, de expresión siniestra. ¿O acaso eso lo pensaba ahora que sabía que era un agente de la CIA?
—¿Es el único que pertenece a la CIA?
—Sí.
¿Hubo cierta vacilación en su voz?
Mike Slade miró la hora.
—Dentro de treinta minutos debe presentar sus credenciales. Florian está esperándola afuera. Lleve su carta credencial. El original se lo da al presidente Ionescu, y la copia la guarda en su caja fuerte.
Mary apretó los dientes de la indignación.
—Eso ya lo sé, señor Slade.
—Como él pidió que lleve también a los niños, ya envié un coche para que los busque.
Sin consultarla.
—Gracias.
La sede del gobierno rumano es un edificio de sórdida apariencia erigido en el centro de Bucarest. Está protegido por un muro de acero, y guardias armados en el frente. En la entrada propia del edificio había más custodios. Una persona acompañó a Mary y los chicos a la planta alta.
El presidente rumano los recibió en una habitación larga y rectangular del primer piso. Ionescu tenía un aspecto imponente. Era moreno, de rasgos aguileños y pelo negro crespo. Tenía una de las narices más autoritarias que ella hubiese visto jamás. Sus ojos despedían un brillo hipnotizante.
—Excelencia, permítame presentarle a la señora embajadora de los Estados Unidos.
El Presidente tomó la mano de Mary y la besó.
—Es usted más hermosa incluso de lo que sale en las fotos.
—Gracias, Su Excelencia. Ésta es mi hija Beth, y mi hijo Tim.
—Muy lindos niños. —Ionescu le dirigió una mirada expectante—. ¿No tiene algo para mí?
Casi se olvidaba. Abrió enseguida la cartera y sacó la carta credencial firmada por el presidente Ellison.
Alexandros Ionescu le echó un vistazo indiferente.
—Gracias. La acepto en nombre del gobierno rumano. Desde ahora es usted oficialmente la embajadora de los Estados Unidos acreditada en mi país. —Esbozó una ancha sonrisa—. He organizado una recepción en su honor esta noche. Allí tendrá oportunidad de conocer a algunos de los nuestros que trabajarán con usted.
—Muy amable.
Él volvió a apoderarse de su mano.
—Aquí solemos decir que un embajador llega envuelto en lágrimas porque sabe que habrá de pasar varios años en un lugar desconocido, alejado de sus amigos, pero cuando se marcha también llorar porque debe dejar a los nuevos amigos que se hizo en un país del que se encariñó. Espero que usted llegue a amar nuestra nación, embajadora. —Le acarició la mano.
—Así será. —Piensa que soy sólo una cara bonita, se dijo Mary, con pesar. Habrá que hacerlo cambiar de opinión.
Envió a los chicos a la residencia y pasó el resto del día en la embajada, reunida con los jefes de sección. El coronel McKinney estuvo presente como agregado militar.
Estaban sentados ante una larga mesa. Contra las paredes del fondo había una decena de funcionarios menores de los diversos sectores.
El encargado de asuntos comerciales, un hombrecito bastante antipático, hizo uso de la palabra para lanzar una serie de cifras y datos. Mary recorrió la concurrencia con la mirada, y pensó: Tendré que recordar el nombre de cada una de estas personas.
Luego le tocó el turno a Ted Thompson, encargado de temas agropecuarios.
—El ministro rumano de asuntos agrarios enfrenta problemas peores de lo que reconoce. Este año van a tener una cosecha desastrosa, y nosotros no podemos permitir que se vayan a pique.
Patricia Hatfield, encargada de temas económicos, protestó.
—Bastante ayuda les hemos dado, Ted. Rumanía ya opera bajo un tratado SGP. —Miró disimuladamente a Mary.
Esto me lo hace adrede para ponerme en ridículo.
Patricia continuó, en un tono condescendiente:
—SGP significa…
—Un sistema generalizado de preferencias —la interrumpió Mary—. Consideramos a Rumanía un país en vías de desarrollo para que puedan obtener ventajas en el campo de la importación y exportación.
A Hatfield le cambió la cara.
—En efecto —admitió—. Ya estamos regalándoles…
David Víctor, encargado de asuntos comerciales, no la dejó terminar.
—No estamos regalando nada. Lo único que hacemos es tratar de mantener la tienda abierta para poder venir a comprar. Ellos necesitan más créditos para poder comprarnos maíz. Si nosotros no se lo vendemos, van a comprárselo a la Argentina. —Se volvió hacia Mary—. Parece ser que con la soja nos irá mal porque los brasileños están bajando los precios para ganarnos el mercado. Yo le agradecería que hablase cuanto antes con el Primer Ministro y trate de suscribir un acuerdo global antes de que quedemos fuera del panorama.
Mary miró a Mike Slade, que estaba sentado en el otro extremo, de la mesa haciendo garabatos en un anotador, sin prestar aparentemente atención a lo que se hablaba.
—Veré qué puedo hacer —prometió Mary.
Anotó para no olvidarse de enviar un cable a Washington al titular del Departamento de Comercio solicitándole permiso para ofrecer más créditos al gobierno rumano. Bancos norteamericanos pondrían el dinero, pero sólo podían otorgar los préstamos si contaban con autorización oficial.
Eddie Maltz, asesor sobre temas políticos así como también agente de la CIA, tomó la palabra:
—Yo quisiera plantearle un problema bastante urgente, señora embajadora. Anoche detuvieron a una norteamericana de diecinueve años por tenencia de drogas, delito sumamente grave en este país.
—¿Qué clase de drogas tenía?
—Apenas unos gramos de marihuana.
—¿Cómo es la joven?
—Estudiante universitaria, inteligente, bastante linda.
—¿Qué cree usted que le harán?
—Lo habitual sería una condena a cinco años de prisión.
Dios mío, pensó Mary. ¿Cómo será esa muchacha cuando la dejen en libertad?
—¿Hay algo que podamos hacer nosotros?
Mike Slade habló en tono pausado:
—Puede poner a prueba su encanto con el jefe de la Securitate, que se llama Istrase y es un hombre de mucho poder.
Eddie Maltz prosiguió:
—La chica dice que le tendieron una celada, y quizá sea verdad. Fue lo suficientemente tonta como para tener una aventura con un policía rumano. Después de… acostarse con ella, el tipo la denunció.
Mary quedó horrorizada.
—Pero ¿cómo pudo…?
—Señora —intervino Mike Slade—, en este país el enemigo somos nosotros, no ellos. Con Rumanía tenemos una relación muy amistosa en la superficie. Les permitimos vendernos sus productos y comprarnos a nosotros a precios irrisorios porque nos interesa seducirlos y alejarlos de la órbita soviética, pero en el fondo ellos siguen siendo comunistas.
Mary hizo otra anotación.
—Muy bien. Veré lo que puedo hacer. —Se volvió hacia Jerry Davis, el encargado de asuntos públicos—. ¿Qué problemas tiene usted? —le preguntó.
—A mi sector cada vez le cuesta más conseguir que se autoricen las reparaciones que deben practicarse en los departamentos donde reside el personal de la embajada, que se hallan en pésimas condiciones.
—¿No podemos encargar nosotros directamente los arreglos?
—Lamentablemente no. El gobierno rumano debe dar el visto bueno para todas las reparaciones. Algunos de nuestros empleados están sin calefacción, y en varias casas no funcionan los inodoros o se les ha cortado el agua corriente.
—¿Usted ha elevado alguna protesta?
—Sí, señora. Todos los días, desde hace tres meses.
—Entonces, ¿por qué…?
—A esto se lo llama hostigamiento —terció Slade—. Nos someten a una guerra de nervios.
Mary hizo otra anotación.
—Señora embajadora —dijo Jack Chancelor, jefe de la biblioteca—, tengo que plantearle un problema acuciante. Ayer desaparecieron varios libros de texto muy importantes de…
A Mary comenzaba a dolerle la cabeza.
Durante la tarde entera tuvo que escuchar quejas. Todos parecían descontentos. Además, estaba el material de lectura. Sobre su escritorio, un manto de papeles blancos. Había traducciones al inglés de artículos publicados el día anterior en diarios y revistas rumanos. La mayor parte de las notas que aparecían en el popular diario Scinteia Tineretului daban cuenta de las actividades diarias del presidente Ionescu, e incluían tres o cuatro fotos de él en cada página. Qué ego increíble tiene este hombre, pensó Mary.
Había también otras notas resumidas que debía leer, de: The Romania Libera, Flacara Rosie y Magniful. Y eso era sólo el comienzo. Además estaban los informes radiales y el resumen de las noticias publicadas en los Estados Unidos. Había un legajo con el texto completo de los discursos más salientes pronunciados por funcionarios norteamericanos, un grueso informe relativo a las negociaciones sobre la reducción de armamentos y una evaluación actualizada de la economía de los Estados Unidos.
En un solo día tengo material de lectura como para varios años, y todas las mañanas va a ser igual.
Sin embargo, lo que más la inquietaba era la sensación de rechazo que había advertido en el personal de la embajada, problema que se propuso solucionar cuanto antes.
Mandó a llamar a Harriet Kruger, la jefa de protocolo.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí, en la embajada? —le preguntó.
—Cuatro años antes de la ruptura con Rumanía y ahora tres gloriosos meses. —Había un dejo de sarcasmo en su voz.
—¿Acaso no le gusta este sitio?
—Soy una típica neoyorquina aficionada a las hamburguesas, y me gusta esa canción que dice: «Muéstrenme el camino de regreso a casa».
—¿Podemos tener una charla confidencial?
—No, señora.
Mary se había olvidado.
—¿Por qué no vamos a la Burbuja? —sugirió.
Cuando se cerró la pesada puerta a sus espaldas y estuvieron sentadas a la mesa de la Burbuja, dijo Mary:
—Acaba de planteárseme una duda. Hoy tuvimos la reunión en el salón de conferencias. ¿Acaso allí no se han instalado micrófonos ocultos?
—Probablemente pero no importa, porque Mike Slade no hubiese permitido que se tratara ningún tema que fuese desconocido para los rumanos.
Otra vez Mike Slade.
—¿Qué opina usted de él, Harriet?
—Es el mejor.
Mary resolvió no dar a conocer su opinión.
—El motivo por el cual quería hablar con usted es que hoy me dio la sensación de que la moral que reina entre el personal no es demasiado alta. Todos se quejan; nadie parece contento, y me gustaría saber si eso se debe a mí o si siempre es así.
Harriet Kruger estudió un momento el semblante de Mary.
—¿Quiere que le conteste con franqueza?
—Sí, por favor.
—Es un poco por ambas razones. Los norteamericanos que trabajamos aquí nos sentimos como dentro de una olla a presión. Si no acatamos las normas corremos graves riesgos. Tenemos miedo de entablar amistad con los rumanos porque seguramente después nos enteramos de que ellos pertenecen al servicio secreto, y eso nos obliga a alternar sólo con nuestros compatriotas. Y como somos un grupo pequeño, muy pronto las relaciones se vuelven aburridas e incestuosas. —Se encogió de hombros—. El sueldo es bajo, la comida es pésima y el clima, malo. —Escrutó a Mary—. Nada de esto es culpa suya, señora embajadora. Sin embargo usted tiene dos problemas: primero, que su nombramiento fue político, y la han puesto al frente de una embajada dirigida por diplomáticos de carrera. —Se detuvo—. ¿Estoy hablándole con demasiada dureza?
—No, por favor, continúe.
—La mayoría se puso en contra de usted incluso antes de su llegada. Los diplomáticos de carrera suelen obrar con suma prudencia en una embajada, mientras que los nombrados por motivos políticos tienden a modificar todo. Para ellos, usted es una aficionada que está indicándoles a los profesionales cómo deben proceder. El segundo problema suyo es el hecho de ser mujer. La bandera de Rumanía debería llevar un enorme símbolo: un cerdo chauvinista. A los norteamericanos que se desempeñan en esta delegación no les gusta recibir órdenes de una mujer, y los rumanos son mucho peor.
—Entiendo.
—Pero usted tiene un excelente encargado de relaciones, públicas. Jamás en mi vida he visto en las revistas tantas notas de tapa sobre una misma persona. ¿Cómo las consigue?
Mary no pudo responderle.
Harriet miró la hora.
—¡Oh! Se le está haciendo tarde —exclamó—. Florian la espera para llevarla a su casa a cambiarse.
—¿A cambiarme para qué?
—¿No se fijó en el detalle de actividades que le dejé sobre el escritorio?
—No tuve tiempo. ¡No me diga que tengo que ir a una fiesta!
—A tres. Esta semana tiene un total de veinticinco reuniones sociales.
Mary no podía dar crédito a lo que oía.
—Imposible. Demasiado…
—Son gajes del oficio. Hay setenta y cinco embajadas en Bucarest, y todas las noches se festeja algo en alguna de ellas.
—¿Puedo no asistir?
—Sería como si los Estados Unidos rechazara la invitación. Los anfitriones se ofenderían.
—Entonces mejor voy a cambiarme —se resignó Mary con un suspiro.
Esa noche la recepción era en honor de un dignatario de Alemania oriental de paso por el país, y se realizaba en el palacio gubernamental rumano.
Apenas Mary llegó, se acercó a saludarla el presidente Ionescu.
—Estaba esperando volver a verla —manifestó, al tiempo que le besaba la mano.
—Gracias, Excelencia. Yo también.
Le dio la impresión de que estaba muy bebido, y recordó los datos que había leído en el legajo de él: Casado. Un hijo varón de catorce años —su heredero forzoso— y tres hijas. Mujeriego. Bebe en exceso. Posee una aguda mente campesina. Simpático cuando le conviene. Generoso con sus amigos. Despiadado con sus enemigos. Mary agregó: Imprescindible tener cuidado con él.
Ionescu la tomó del brazo para llevarla a un rincón apartado.
—Ya va a ver que los rumanos somos muy interesantes. —Le apretó el brazo—. También muy apasionados. —La miró fijo esperando una reacción, pero al no obtenerla, prosiguió—. Descendemos de los antiguos dacios y sus conquistadores, los romanos, remontándonos hasta el año 106. Durante siglos hemos sido el felpudo de Europa, el país con fronteras de goma. Los hunos, los godos, los eslavos y los mongoles se limpiaron los pies sobre nosotros, y a pesar de todo sobrevivimos. ¿Y sabe cómo? —Se le acercó, y Mary alcanzó a sentirle aliento a alcohol—. Conduciendo a nuestro pueblo con firmeza. El pueblo confía en mí porque soy un buen gobernante.
Mary recordó algunas de las historias que había oído: las detenciones por la madrugada, los tribunales irregulares, las atrocidades, las desapariciones.
Mientras el primer mandatario seguía hablando, Mary observó de reojo a la concurrencia. Había no menos de doscientos invitados, que seguramente representaban a todas las delegaciones acreditadas en Rumanía. Muy pronto los conocería a todos. Había echado un vistazo a la agenda confeccionada por Harriet, y le llamó la atención advertir que una de sus primeras tareas sería realizar una visita formal a cada una de las setenta y cinco embajadas. Además, estaban los múltiples cócteles y cenas programados para seis días de la semana.
¿Cuándo voy a tener tiempo para ser embajadora?, se preguntó, y en el mismo momento tomó conciencia de que quizá todo eso fuese parte de la misión de un embajador.
Un hombre se acercó al presidente Ionescu y le murmuró algo al oído. A Ionescu se le heló el rostro. Musitó algo en rumano; el otro hombre asintió y se marchó deprisa. El dictador se volvió hacia Mary, hecho unas mieles una vez más.
—Lamentablemente ahora tengo que dejarla. Espero que volvamos a encontrarnos muy pronto.
Dicho lo cual se retiró.