16

La tarjeta decía: «El embajador de la República Socialista de Rumanía tiene el agrado de invitarlo a la cena de gala, que se ofrecerá a las 19:30 en los salones de la embajada, calle 23 N.º 1607. RSVP tel. 555-6593».

Mary recordó la vez en que se presentó en la embajada y el tonto papel que hizo. Bueno, no volverá a sucederme. Eso ya lo superé. Ahora ya soy del ambiente de Washington.

Se puso uno de los conjuntos nuevos que había comprado, un vestido de noche de pana negra, de mangas largas, y zapatos negros de seda, de tacos altos. Como único adorno, un sencillo collar de perlas.

—Estás más linda que Madonna —la elogió Beth.

Mary la abrazó.

—Gracias, querida. Ustedes dos pueden cenar en el comedor y luego suben a ver televisión. Yo no creo que vuelva demasiado tarde. Mañana vamos a ir a visitar la casa del presidente Washington, en Mount Vernon.

—Que te diviertas, mamá.

Sonó el teléfono. Era el empleado de mesa de entrada.

—Señora, el señor Stickley la espera en el hall.

Me habría gustado poder ir sola. No necesito que ni él ni nadie me cuiden para no meterme en problemas.

La embajada presentaba un aspecto totalmente distinto de la vez anterior. En la puerta los recibió Gabriel Stoica, el subjefe de misión.

—Buenas noches, señor Stickley. Un gusto de verlo. James Stickley señaló a Mary con un gesto de la cabeza. Quiero presentarle a nuestra embajadora en su país.

Stoica no demostró el menor indicio de reconocerla.

—Mucho gusto, señora. Vengan conmigo, por favor.

Cuando iban cruzando el pasillo, Mary advirtió que todas las habitaciones estaban bien iluminadas y caldeadas. Desde la planta alta llegaban los acordes de una pequeña orquesta. Había jarrones con flores por todas partes.

El embajador Corbescue se hallaba conversando con unas personas cuando vio que se acercaban Stickley y Mary.

—Ah, buenas noches, señor Stickley.

—Buenas noches, embajador. Permítame presentarle a nuestra representante diplomática ante Rumanía.

Corbescue miró a Mary y habló con voz sin matices.

—Me alegro de conocerla.

Mary esperó algún mínimo guiño de ojos, que jamás le llegó.

Había un centenar de invitados. Los hombres vestían de esmoquin y las mujeres llevaban hermosas prendas de diseñadores tales como Givenchy, Oscar de la Renta y Louis Esteves. A la mesa larga que había visto la vez anterior en la planta alta, se le había agregado media docena de mesitas chicas alrededor. Camareros de librea recorrían los salones ofreciendo champagne.

—¿Quiere tomar algo? —le dijo Stickley.

—No, gracias. No bebo.

—¿De veras? Es una pena.

Mary lo miró azorada.

—¿Por qué?

—Porque es parte del trabajo. En todas las recepciones diplomáticas a las que asista habrá brindis, y si no bebe, ofenderá al anfitrión. De vez en cuando deberá tomar algún sorbo.

—Lo tendré en cuenta.

Paseó la vista por el salón y vio a Mike Slade, aunque al principio no lo reconoció. Tuvo que admitir que estaba muy buen mozo con ropa de etiqueta. Aferraba con un brazo a una rubia voluptuosa, y ésta daba la impresión de que en cualquier momento se quedarían sin vestido. Ordinaria. Ideal para el gusto de él. ¿Cuántas amiguitas estarán esperándolo en Bucarest?

Entonces recordó las palabras que él pronunció: No puede negar que es una aficionada, señora. Si alguien quería desquitarse con usted, debería haberla designado embajadora en Islandia. El muy hijo de puta.

Mary vio entonces que el coronel McKinney, de uniforme de gala, se adelantaba. Mike se disculpó ante la rubia y fue a un rincón a conversar con el coronel. A esos dos voy a tener que vigilarlos.

Como en ese momento pasaba un camarero ofreciendo champagne, Mary resolvió que, después de todo, una copa iba a beber.

James Stickley la observó apurar la bebida.

—Bueno —dijo—, ya es hora de empezar la recorrida de trabajo.

—¿Qué?

—Muchos negocios se concretan en estas fiestas. Casualmente para eso las organizan las embajadas.

Le presentaron a embajadores, gobernadores y algunas de las figuras políticas más prestigiosas de Washington. Como Rumanía se había convertido en un país clave, casi todas las personas de importancia se habían hecho invitar a la cena. Mike se les acercó, llevando a la rubia a la rastra.

—Buenas noches —saludó de buen humor—. Quiero presentarles a Debbie Dennison. James Stickley y Mary Ashley.

Para Mary fue como si le hubiera dado expresamente una bofetada.

—La embajadora Ashley —lo corrigió.

Mike se llevó la mano a la frente.

—Perdóneme, embajadora. El padre de la señorita Dennison también es embajador —diplomático de carrera, desde luego— y durante los últimos veinticinco años ha prestado servicios en más de seis países.

—Se lleva una vida maravillosa —dijo Debbie Dennison.

—Debbie ha adquirido muchísima experiencia —acotó Mike.

—Sí —fue el comentario de Mary—. No me cabe la menor duda.

Rogó que no le tocara sentarse al lado de él en la cena, y felizmente se le concedieron sus deseos. Él estaba en otra mesa, junto a la rubia semidesnuda. De las doce personas que había en la mesa de Mary, algunas le resultaban conocidas por haberlas visto en tapas de revistas o en la televisión. Enfrente tenía sentado a James Stickley, y a la izquierda, a un caballero que hablaba un idioma misterioso, imposible de identificar. A su derecha, a un hombre delgado y rubio, de mediana edad y una cara interesante.

—Me encanta que me haya tocado estar a su lado porque soy un gran admirador suyo. —Hablaba con un leve acento escandinavo.

—Gracias.

¿Admirador mío por qué, si no he hecho nada aún?

—Mi nombre es Olaf Peterson, y soy el agregado cultural de la embajada sueca.

—Mucho gusto en conocerlo, señor Peterson.

—¿Conoce Suecia?

—No. Sinceramente no he salido nunca del país.

Peterson sonrió.

—Hay muchos lugares que la esperan para ofrecerle su belleza.

—Ojalá algún día pueda visitar su país con mis hijos.

—Ah, ¿tiene hijos? ¿De qué edad?

—Tim de diez, y Beth de doce. Se los muestro. —Abrió la cartera y sacó fotos de los chicos. Desde su sitio, James Stickley meneaba la cabeza con gesto de desagrado.

Olaf Peterson miró las fotografías.

—¡Son muy lindos! —exclamó—. Se parecen a la madre.

—Pero tienen los ojos del padre.

Recordó las discusiones en broma acerca de cada hijo y a quién se asemejaba.

Beth va a ser una belleza, como tú, decía Edward. Tim no sé a quién se parece. ¿Estás segura de que es mío?

Y la fingida pelea terminaba siempre en la cama.

Olaf Peterson le decía algo en ese momento.

—¿Perdón?

—Decía que me enteré de la muerte de su marido en un accidente. Debe de ser muy difícil para una mujer quedarse sin su compañero. —Su voz sonaba cargada de compasión.

Mary tomó su copa y bebió un sorbo de vino. Al sentirlo fresco y refrescante, apuró el contenido. De inmediato, un camarero de guante blanco volvió a llenarle la copa.

—¿Cuándo asumirá sus funciones en Rumanía?

—Me dijeron que viajo dentro de unas semanas. —Tomó la copa—. Por Bucarest —brindó. El vino era exquisito, y ya se sabe que es una de las bebidas con menor graduación alcohólica.

Cuando le ofrecieron llenarle de nuevo la copa, aceptó, feliz. Paseó la vista por los salones y contempló a toda esa gente de elegante atuendo, que hablaba tantos idiomas distintos, y pensó: No hay banquetes como éste en mi viejo Junction City. No, señor. Kansas es más seco que un hueso. En cambio, en Washington se bebe como… ¿cómo qué? Frunció el entrecejo, tratando de encontrar la palabra.

—¿Se siente feliz? —se interesó Olaf Peterson.

Ella le dio una palmadita en el brazo.

—Genial, fantástico. Quiero otro vaso de vino, Olaf.

—Cómo no. —Hizo la correspondiente seña al camarero.

—En mi vida privada —dijo Mary como quien confía un secreto—, nunca he bebido vino. —Levantó la copa y tomó un sorbo—. Más aún, nunca he bebido nada. —Las palabras le salían algo borrosas—. Eso no incluye el agua, por supuesto.

Olaf Peterson la estudiaba con una sonrisa.

En la mesa principal, el embajador rumano se puso de pie.

—Damas y caballeros, distinguidos invitados, quisiera proponer un brindis.

Y así dio comienzo el ritual. Hubo brindis por Alexandros Ionescu, presidente de Rumanía, y por su señora; por el Presidente de los Estados Unidos, por el vicepresidente y por la enseña patria de ambos países. A Mary le dio la impresión de que hubo miles de brindis, y todos los acompañó con sorbos de vino. Soy embajadora, y por lo tanto no hago más que cumplir con mi deber.

En un momento dado, sugirió Corbescue:

—Seguramente todos querrán oír unas palabras de la simpática embajadora norteamericana ante Rumanía.

Mary levantó su copa, e iba ya a beber cuando tomó conciencia de lo que estaban pidiéndole. Consiguió ponerse de pie sosteniéndose de la mesa. Contempló la multitud y sólo atinó a saludar con la mano.

—Hola, todo el mundo. ¿Están pasándolo bien? —dijo. Jamás se había sentido más alegre en la vida. Todos eran tan amables con ella. Le sonreían… Algunos hasta se reían. Miró a James Stickley y le dirigió una sonrisa.

—Es una fiesta estupenda —expresó— y me encanta que hayan podido venir. —Se dejó caer pesadamente y le comentó a Olaf Peterson—: Me pusieron algo en el vino. —Él le apretó una mano.

—Creo que lo que le hace falta es salir a tomar un poco de aire. Está muy sofocante aquí adentro.

—Sí, sofocante. A decir verdad, le confieso que estoy un poquito mareada.

—Vamos afuera.

La ayudó a ponerse de pie, y ella notó, azorada, que le costaba mucho caminar. James Stickley, trabado en conversación con la persona que tenía al lado, no la vio partir. Cuando pasaron junto a la mesa de Mike Slade, éste miró a Mary con aire de desaprobación.

Está celoso porque a él no le pidieron que diga unas palabras.

—Usted conoce el problema de ese hombre, ¿no? —le habló a Peterson—. Quiere ser embajador, y no soporta la idea de que el cargo me lo hayan ofrecido a mí.

—¿De quién me habla? —quiso saber el sueco.

—No tiene importancia. Es un individuo que tampoco tiene importancia.

Salieron al aire fresco de la noche. Afortunadamente podía apoyarse en el brazo de Peterson, porque veía todo borroso.

—Una limusina está esperándome por aquí —dijo.

—Mejor la enviamos de regreso. Vamos a casa a tomar algo, Mary.

—Más vino, no.

—No, no. Una copita de coñac, no más, para que se le asiente el estómago.

Coñac. En las novelas, la gente elegante siempre bebe coñac. Coñac con soda. Una bebida típica de Cary Grant.

—¿Con soda?

—Desde luego.

Peterson la ayudó a subir a un taxi y le dio la dirección al chofer. Cuando se detuvieron frente a un inmenso edificio de departamentos, Mary miró intrigada a su compañero.

—¿Dónde estamos?

—En casa. —La sujetó en el momento en que bajaba del coche ya que estuvo a punto de desplomarse.

—¿Estoy borracha?

—Por supuesto que no.

—Me siento mareada.

Peterson la hizo pasar al hall y llamó al ascensor.

—Con una copita de coñac se sentirá mejor.

Subieron al ascensor y él apretó un botón.

—¿Sabía que soy abstemia?

—No, no lo sabía.

—De verdad.

Peterson le acariciaba el brazo desnudo.

Cuando se abrió la puerta, él la ayudó a bajar.

—¿Nunca le dijeron que su piso está desparejo?

—Lo haré arreglar.

La sostenía con una mano, mientras con la otra se daba maña para buscar las llaves y abrir la puerta del departamento. Entraron. Había una luz tenue encendida.

—Está oscuro —dijo Mary.

Olaf Peterson la tomó en sus brazos.

—A mí me gusta la penumbra. ¿Acaso a ti no?

¿Le gustaba? No estaba muy segura.

—Eres una mujer muy hermosa.

—Gracias. Tú eres hermoso también.

La llevó hasta el sofá y la sentó. Pese al mareo, Mary sintió los labios que la besaban, mientras una mano le acariciaba los muslos.

—¿Qué estás haciendo?

—Tranquilízate, querida. Vas a sentir cosas hermosas.

Y así fue. Sus manos eran muy suaves, como las de Edward.

—Era un médico extraordinario.

—No lo dudo. —Apretó su cuerpo contra el de ella.

—Sí, sí. Cada vez que alguien necesitaba una operación, siempre pedía por Edward.

Estaba tendida de espaldas sobre el sofá, y manos dulces la acariciaban con ternura. Las manos de Edward. Mary cerró los ojos y sintió los labios que recorrían su cuerpo, labios cariñosos, una lengua suave. Edward tenía una lengua así. Era tanto el placer, que deseaba que nunca se terminara.

—Qué hermosura, querido. Tómame. Tómame, por favor.

—Ya, ya mismo. —La voz le pareció muy gruesa, áspera, totalmente distinta de la de su marido.

Abrió los ojos y se topó con una cara extraña. Cuando sentía que el hombre comenzaba a penetrarla, soltó un grito:

—¡No! ¡No!

Rodó hacia un costado y se cayó al piso. Tambaleando se puso de pie. Olaf Peterson la miraba extrañado.

—Pero…

—¡No!

Mary recorrió el departamento con ojos de desazón.

—Perdóneme —se disculpó—. Me equivoqué. No quiero que piense…

Corrió hacia la puerta.

—¡Aguarde! Permítame al menos que la acompañe.

Pero ella ya se había ido.

Recorrió las calles desiertas bajo el viento helado, sumamente mortificada. Su conducta no tenía explicación ni justificación alguna. Había desacreditado su cargo. ¡Y de qué manera más estúpida! Se puso ebria delante de la mitad del cuerpo diplomático de Washington, aceptó ir al departamento de un desconocido y casi permitió que él la sedujera. Los diarios de la mañana se ensañarían con ella en sus columnas de chismes.

Ben Cohn escuchó el relato de boca de tres personas distintas que habían asistido a la cena en la delegación rumana. Revisó entonces los periódicos de Washington y Nueva York, pero no aparecía ni una palabra sobre el episodio. Alguien había intervenido para que no se publicara la nota. Tenía que ser alguien muy influyente.

Desde la pequeña celda que le habían asignado en el diario como despacho, marcó el número de Ian Villiers.

—Hola. ¿Está el señor Villiers?

—Sí. ¿Quién le habla?

—Ben Cohn.

—Un momento, por favor. —La secretaria regresó un minuto más tarde—. Lo siento mucho, señor Cohn, pero el señor Villiers salió.

—¿Cuándo puedo encontrarlo?

—Lamentablemente va a estar ocupado todo el día.

—Gracias. —Cortó y llamó a una colega que tenía una columna de chismes en otro diario. En Washington no pasaba nada que no llegase a oídos de ella.

—Linda, ¿cómo anda el diario trajinar?

Plus ça change, plus c’est la même chose.

—¿No pasa nada emocionante en esta ciudad de oro?

—No, no demasiado. Está todo terriblemente muerto.

—Me contaron —dijo él como si no le diera mucha importancia— que anoche la embajada de Rumanía tiró la casa por la ventana.

—¿Ah sí? —Un súbito tono de cautela tiñó su voz.

—¿No te llegó ningún rumor acerca de nuestra nueva embajadora?

—No. Ben, voy a cortar porque tengo un llamado de larga distancia.

La línea enmudeció.

Marcó entonces el número de un amigo que tenía en el Departamento de Estado, y logró que la secretaria lo comunicara con él.

—Hola, Alfred.

—¡Benjie! ¿Cómo va la vida?

—Si quieres, nos encontramos en alguna parte y te lo cuento.

—Me parece bien. Hoy no tengo el día tan ocupado. ¿Quieres que nos reunamos en el Watergate?

Ben Cohn vaciló.

—¿Por qué no mejor en el Mama Regina, de Silver Spring?

—Queda bastante apartado.

—Sí, precisamente.

Una pausa.

—Entiendo.

—¿A la una?

—Perfecto.

Ben se hallaba sentado ante una mesa de un rincón cuando llegó su invitado, Alfred Shuttleworth, acompañado por el maître.

—¿Algo para beber, caballeros?

Shuttleworth pidió un Martini.

—Para mí, nada —dijo Cohn.

Alfred Shuttleworth era un hombre de mediana edad que trabajaba en el sector europeo del Departamento de Estado. Años atrás había tenido un accidente mientras conducía en estado de ebriedad, y a Ben Cohn le tocó cubrir la noticia para su diario. El funcionario estuvo a punto de arruinar su carrera, pero como Cohn ocultó la historia, Shuttleworth desde entonces le demostraba su agradecimiento pasándole noticias confidenciales de vez en cuando.

—Necesito que me ayudes, Al.

—Lo que quieras.

—Me gustaría obtener información confidencial respecto de nuestra nueva embajadora en Rumanía.

Shuttleworth frunció el entrecejo.

—¿A qué te refieres precisamente?

—Hoy me llamaron tres personas para contarme que, en la recepción que dio anoche la embajada rumana, ella se emborrachó e hizo el papelón del siglo delante de lo más granado de Washington. ¿Leíste los diarios de esta mañana o la primera edición de los vespertinos?

—Sí. Se habla de la fiesta en la embajada, pero ni se menciona a Mary Ashley.

—Tal cual. El extraño incidente del perro en medio de la noche.

—No te entiendo.

—Me refiero a uno de los famosos cuentos de Sherlock Holmes. El perro no ladró. Se quedó mudo, como los diarios. ¿Por qué motivo un periodista de chismes iba a dejar pasar una historia tan jugosa? Alguien debe de haberlos hecho callar; alguien importante. Si hubiese sido otra funcionaria la del episodio, la prensa se habría hecho un festín.

—No necesariamente, Ben.

—Al, piensa en esta Cenicienta que llega del campo, es tocada por la varita mágica del Presidente y de pronto se convierte en Grace Kelly, Lady Di y Jacqueline Kennedy, las tres en una. Reconozco que es hermosa, pero no tanto; es inteligente, pero no tanto. En mi humilde opinión, el hecho de dictar un curso de ciencia política en Kansas no habilita a nadie para que se lo nombre embajador en uno de los lugares más álgidos del mundo. Yo te aseguro que aquí hay algo raro. El otro día me fui a Junction City y hablé con el comisario.

Shuttleworth apuró su Martini.

—Me parece que voy a pedir otro. Estás poniéndome nervioso.

—Ya somos dos. —Cohn pidió la bebida.

—Prosigue.

—La señora de Ashley rechazó el ofrecimiento del Presidente porque el marido no podía abandonar el ejercicio de la medicina, y casualmente éste muere en un accidente automovilístico. Voilà! La mujer está ahora en Washington y se apresta a viajar a Bucarest, tal como alguien lo planeó desde el principio.

—¿Quién?

—Ese es el meollo del asunto.

—¿Qué es lo que estás sugiriendo?

—Yo no sugiero nada, pero te cuento lo que me insinuó el comisario Munster. A él le pareció insólito que aparecieran seis personas en medio de una noche helada, y justo presenciaran el accidente. ¿Y quieres saber algo más raro aún? Todos desaparecieron. Hasta el último.

—Continúa.

—Fui luego a Fort Riley para conversar con el conductor del camión que atropello al doctor Ashley.

—¿Y qué te dijo?

—No mucho, porque murió de un infarto. Y te advierto que tenía veintisiete años.

Shuttleworth jugueteaba con el pie de su copa.

—Supongo que hay más todavía.

—Sí, por supuesto. Me dirigí al Departamento de Investigación Criminal, en Fort Riley, para entrevistar al coronel Jenkins, quien además de haberse ocupado de la investigación que practicó el Ejército fue también testigo del accidente. No lo encontré: el coronel fue ascendido y le dieron destino en el extranjero, pero nadie sabe dónde.

Alfred Shuttleworth meneó la cabeza.

—Ben, sé que eres un periodista excelente, pero sinceramente pienso que esta vez estás exagerando. Tomas varias coincidencias y las utilizas para inventar un argumento estilo Hitchcock. Hay gente que muere en accidentes de auto, que tiene infartos, y oficiales que reciben ascensos. Pretendes hallar algún tipo de conspiración cuando no existe ninguno.

—Al, ¿no has oído hablar de una organización llamada los Patriotas para la Libertad?

—No. ¿Es algo parecido a las Hijas de la Revolución Norteamericana?

—No, en absoluto —respondió Cohn, sereno—. A mí me llegan muchísimos rumores, pero en concreto no sé nada.

—¿Qué clase de rumores?

—Es una camarilla de fanáticos de derecha e izquierda, que ocupan altos rangos en países tanto del Este como de Occidente. Sus ideologías son diametralmente opuestas, pero lo que los une es el temor. Los miembros comunistas piensan que el plan del presidente Ellison es una estratagema capitalista para destruir el bloque oriental. Los derechistas, por el contrario, consideran que ese plan es como abrir las puertas para que entren los comunistas a aniquilarnos.

Y por eso formaron esa alianza, que de santa no tiene nada.

—¡Santo cielo! No lo creo.

—No sólo eso. También se dice que la organización está integrada además por grupos escindidos de las agencias internacionales de seguridad. ¿Podrías hacer alguna averiguación?

—No sé. Puedo probar.

—Te sugiero que obres con la máxima discreción, porque si estos «patriotas» realmente existen, no creo que les haga mucha gracia que alguien ande investigándolos.

—Cuando sepa algo, te llamo, Ben.

—Gracias. Ahora pidamos la comida.

Los tallarines estaban exquisitos.

Shuttleworth tomó con escepticismo la teoría de Ben Cohn. Los periodistas siempre andan buscando el ángulo sensacionalista de la noticia, pensó. Si bien estimaba a Cohn, no tenía idea de cómo hacer para rastrear datos sobre una sociedad que quizá perteneciese sólo a la ficción. Si existía, debía figurar en alguna computadora del gobierno. Él no tenía acceso a las computadoras. Pero conozco a alguien que sí, recordó de pronto. Voy a llamarlo.

Alfred Shuttleworth iba por su segundo Martini cuando Pete Connors entró en el bar.

—Lamento llegar tarde, pero tuvimos un pequeño problema en la CIA.

Connors pidió un whisky puro, y su amigo otro Martini.

Ambos se habían conocido porque la novia de Connors y la esposa de Alfred eran compañeras de oficina y se habían hecho amigas. Connors era la antítesis de Shuttleworth. Uno se dedicaba a mortíferos juegos de espionaje, mientras que el otro era un burócrata de escritorio. Precisamente por ser tan distintos disfrutaban de la mutua compañía, y de tanto en tanto intercambiaban algún dato de información útil. En los primeros tiempos, Connors parecía un hombre divertido, interesante, pero en algún momento de su vida hubo algo que le agrió el carácter. Se convirtió entonces en un reaccionario amargo.

Shuttleworth bebió un sorbo de su Martini.

—Pete, necesito un favor. ¿Podrías buscarme algo en la computadora de la CIA? A lo mejor no encuentras nada, pero le prometí a un amigo que lo intentaría.

Connors sonrió para sus adentros. El pobre tonto seguramente quiere saber con quién se acuesta su mujer.

—Cómo no. Te debo varios favores. ¿Sobre quién quieres investigar?

—No es sobre quién sino sobre qué, y probablemente ni siquiera exista. ¿Has oído hablar de una organización llamada los Patriotas para la Libertad?

Pete Connors apoyó lentamente su copa.

—Te confieso que no, Al. ¿Cómo se llama tu amigo?

—Ben Cohn, un periodista del Post.

A la mañana siguiente, Cohn tomó una decisión y se la comunicó a Akiko.

—O tengo la nota del siglo, o bien no tengo nada. Ya es hora de que me saque la duda.

—¡Qué suerte! Arthur va a ponerse muy contento.

El periodista llamó a Mary Ashley a su oficina.

—Buenos días, señora. ¿Se acuerda de mí? Soy Ben Cohn.

—Sí; cómo le va. ¿Ya escribió su nota?

—Por eso mismo la llamaba, señora. Fui a Junction City y reuní cierta información que seguramente le interesará.

—¿Qué clase de información?

—Preferiría no mencionarla por teléfono. ¿Podemos encontrarnos en alguna parte?

—Tengo una agenda tremendamente ocupada. A ver… el viernes por la mañana me queda media hora libre a las diez. ¿Puede ser?

Dentro de tres días.

—Sí, puedo esperar.

—¿Quiere venir a mi despacho?

—¿Qué le parece si nos reunimos en el bar de abajo de su propio edificio?

—De acuerdo. Hasta el viernes, entonces.

Se despidieron y cortaron. Un instante después se oyó un tercer clic en la línea.

No había forma de tomar contacto directo con el organizador. Él había instituido y financiado a los Patriotas para la Libertad, pero jamás asistía a las reuniones y permanecía siempre en el anonimato. Era apenas un número telefónico imposible de rastrear (Connors lo había intentado), y una grabación que decía: «Tiene sesenta segundos para dejar su mensaje». Ese número sólo debía usarse en caso de emergencia. Connors buscó un teléfono público e hizo el llamado.

El mensaje se recibió a las seis de la tarde.

En Buenos Aires eran las ocho de la noche.

El organizador escuchó dos veces el texto; luego marcó un número. Lo atendió la voz de Elsa Núñez.

—¿Sí?

—Soy la persona que habló en otra oportunidad con usted para enviarle un mensaje a Ángel. Tengo otro contrato para él. ¿Puede transmitírselo enseguida?

—No sé. —Parecía ebria.

Qué mujer de mierda.

—Escúcheme. —Se expresó pausadamente, como quien le habla a un niño pequeño. Dígale a Ángel que este encargo lo necesito de inmediato. Quiero que…

—Espere un minuto. Tengo que ir al baño.

El director oyó que soltaba el auricular y no le quedó otro remedio que aguardar, con el mayor desagrado.

Tres minutos demoró ella en volver.

—La cerveza siempre me hace orinar mucho —explicó.

El hombre apretó los dientes.

—Esto es muy importante —dijo. Tenía miedo de que ella no fuese a recordar nada—. Busque, por favor, un lápiz para anotar lo que le digo. Voy a dictárselo muy despacio.

Esa noche Mary asistió a una cena que daba la embajada del Canadá. Cuando se retiraba de la oficina para ir a su casa a vestirse, James Stickley le había advertido:

—Le sugiero que esta vez pruebe apenas un sorbo en los brindis.

Después de haber llegado a la fiesta sintió deseos de haberse quedado con Beth y Tim. No conocía a las personas sentadas a su mesa. A la derecha tenía a un magnate griego de la industria naviera, y a la izquierda, a un diplomático inglés.

Una mujer de la sociedad de Filadelfia, cubierta de brillantes le preguntó:

—¿Qué tal está pasándolo en Washington, señora embajadora?

—Muy bien, gracias.

—Debe de sentirse feliz de haber podido escapar de Kansas.

Mary se quedó mirándola sin comprender.

—¿Escapar de Kansas?

—Yo nunca fui al mediooeste —prosiguió la mujer—, pero me imagino que debe de ser espantoso, con tantos agricultores y ese paisaje aburrido de maizales y trigales. Me llama la atención que lo haya soportado tanto tiempo.

Mary se enfureció, pero se contuvo.

—El trigo y el maíz que usted menciona —respondió en tono amable—, son los que alimentan al mundo.

La mujer prosiguió con aire condescendiente.

—Nuestros autos funcionan con nafta, pero a mí no me gustaría vivir en los campos petrolíferos. Por razones culturales creo que hay que vivir en el este, ¿no? Hablando sinceramente, en Kansas, a menos que uno se dedique el día entero a levantar cosechas, no hay ninguna otra cosa que hacer, ¿no?

Los demás comensales escuchaban con interés.

¿Que no hay ninguna otra cosa que hacer? Mary evocó los paseos campestres, las ferias zonales, los dramas clásicos interpretados en el teatro de la universidad. Los picnics domingueros en el parque Milford, los campeonatos de softball, la pesca en las claras aguas del lago. La banda que iba a tocar a la plaza, los bailes folklóricos, la emoción de la época de la cosecha… los paseos en trineo durante el invierno, los fuegos artificiales del 4 de julio que iluminaban el límpido firmamento de Kansas.

—Si nunca estuvo en el mediooeste, entonces no sabe de lo que habla, porque eso es lo más típico de nuestro país. Estados Unidos no es Washington, Los Angeles ni Nueva York, sino por el contrario, son miles de pueblitos que nunca se oyen mencionar los que hacen grande nuestra nación. Son los mineros, los agricultores, los obreros. Además, en Kansas tenemos ballet, teatros, orquestas sinfónicas. Y para su información, le cuento que cultivamos algo más que trigo y maíz: cultivamos el espíritu de nuestros ciudadanos rectos y probos.

—Se habrá dado cuenta de que injurió a la hermana de un importante senador —la reprendió James Stickley al otro día.

—No lo suficiente —respondió Mary, desafiante—. No lo suficiente.

Jueves por la mañana. Ángel estaba de mal humor. El vuelo de Buenos Aires a Washington se había demorado debido a una amenaza telefónica de bomba. El mundo ya no es un sitio seguro, pensó, enojado.

La habitación que tenía reservada en Washington le pareció demasiado moderna, demasiado… plástica. En Buenos Aires, en cambio, todo era auténtico.

Termino este contrato y me vuelvo a casa. La tarea es sencilla, casi un insulto a mi talento, pero la paga es excelente. Esta noche tengo que encamarme. No sé por qué, pero matar me excita.

Lo primero que hizo fue dirigirse a una casa de artículos eléctricos; luego a una de pinturas y por último a un supermercado, donde lo único que adquirió fueron seis lamparitas de luz. El resto del instrumental aguardaba en su habitación de hotel, en dos cajas cerradas, con la inscripción: FRÁGIL. TRATAR CON CUIDADO. En la primera caja había cuatro granadas de mano color verde militar, prolijamente embaladas. En la segunda había un equipo de soldadura.

Con sumo cuidado cortó la parte de arriba de la primera granada; luego pintó la base del mismo color que las lamparitas. El siguiente paso fue retirar el explosivo de dicha granada y reemplazarlo por explosivo sísmico. Cuando estuvo firmemente apretado, le agregó plomo y metralla metálica. Luego rompió un foquito de luz sobre la mesa para utilizar el filamento y la base de rosca. Menos de un minuto demoró en soldar el filamento a un detonador accionado eléctricamente. Por último introdujo el filamento en un gel para conservarlo estable y luego lo colocó suavemente dentro de la granada pintada. Al concluir su labor, la granada parecía exactamente una lamparita de luz.

El último paso fue repetir la operación con los demás foquitos. Después, no tuvo nada que hacer salvo aguardar el llamado telefónico.

El teléfono sonó esa noche a las ocho. Ángel atendió y escuchó, sin hablar. Al cabo de un instante, una voz dijo:

—Él ya partió.

Ángel colgó el auricular. Con un enorme cuidado empacó las lamparitas en un recipiente acolchado, que guardó luego en una maleta junto con los restos del material usado.

El viaje en taxi hasta el edificio de departamentos le insumió diecisiete minutos.

No había un portero en la entrada, pero de haberlo habido, Ángel estaba preparado para ocuparse de él. El departamento quedaba en el quinto piso, al final del pasillo. La cerradura era una muy antigua, facilísima de forzar. En cuestión de instantes entró en la vivienda y permaneció unos segundos inmóvil, escuchando. No había nadie.

Apenas unos minutos demoró en cambiar las seis lamparitas del living. Después se dirigió al aeropuerto Dulles, y tomó un vuelo nocturno de regreso a Buenos Aires.

Ben Cohn había tenido un día intenso porque le tocó cubrir la conferencia de prensa dada esa mañana por el secretario de Estado; luego fue a un almuerzo en honor del secretario de Interior, que se jubilaba, y por último se reunió con un amigo suyo del Departamento de Defensa, quien le pasó cierta información confidencial. Fue a su casa a darse una ducha y volvió a salir para cenar con un jefe del Post. Era casi medianoche cuando regresó a su departamento. Tengo que preparar las preguntas para entrevistar mañana a la embajadora Ashley, pensó.

Akiko había salido de viaje y no volvería hasta el día siguiente. Mejor así, porque puedo aprovechar el tiempo. Pero Dios mío, esa chica sí que sabe cómo se come un banana split.

Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. El departamento estaba a oscuras. Buscó el interruptor de la luz y lo apretó. Se produjo un fogonazo intenso y la habitación explotó como una bomba atómica, lanzando trozos de su cuerpo contra las cuatro paredes.

Al día siguiente, la mujer de Alfred Shuttleworth denunció su desaparición. Nunca pudo hallarse su cadáver.