—Este asunto es cada vez más extraño. —Ben Cohn estaba sentado en la cama, desnudo, con Akiko Hadaka, su joven amante a su lado. Ambos miraban a Mary Ashley, que aparecía en el programa televisivo Meet the Press.
—Creo que China continental —decía en ese momento la nueva embajadora ante Rumanía— se encamina hacia un tipo de sociedad más humana e individualista con la incorporación de Hong Kong y Macao.
—¿Qué mierda sabe esa mujer sobre China? —se indignó Cohn—. Es una simple ama de casa de Kansas, que de la noche a la mañana se ha transformado en una experta en todos los temas.
—Parece ser muy inteligente —dijo Akiko.
—Eso es aparte. Cada vez que la entrevistan, los periodistas se enloquecen. ¿Cómo hizo para que la invitaran a este programa tan famoso? Yo te digo cómo: alguien decidió antes que Mary Ashley iba a ser una celebridad. ¿Quién? ¿Por qué? Charles Lindbergh nunca contó con semejante apoyo publicitario.
—¿Quién es Charles Lindbergh?
Ben Cohn lanzó un suspiro.
—Este es el problema de la brecha generacional: que impide la comunicación.
Akiko respondió con voz suave:
—Hay otras maneras de comunicarse.
Lo hizo recostar en la cama y se colocó encima de él. Recorrió el cuerpo masculino haciendo deslizar su pelo largo y sedoso sobre el pecho, el vientre y la ingle de su amante. Notó la erección y dijo con picardía:
—Hola, Arthur.
—Arthur quiere penetrarte.
—Todavía no. Enseguida vuelvo.
Se levantó y fue a la cocina. Ben la miró partir y posó luego sus ojos en el televisor. Esa mujer me da una enorme suspicacia. En todo esto hay mucho menos de lo que se quiere hacer creer, y yo voy a averiguar qué es.
—¡Akiko! —gritó—. ¿Qué estás haciendo? Arthur se duerme.
—Dile que aguante un poquito, que ya voy.
Unos minutos más tarde ella regresó con una bandeja cargada de helado, crema y una cereza.
—Por Dios, no tengo hambre. Estoy caliente.
—Acuéstate. —Lo hizo tender sobre una toalla. Tomó luego el helado y comenzó a desparramárselo sobre los testículos.
—¡Eh! —gritó él—. ¡Me da frío!
—¡Sh! —Akiko agregó la crema sobre el helado e introdujo el pene en su boca hasta sentirlo firme.
—Qué placer —gimió Ben—. No te detengas.
Akiko colocó entonces la cereza sobre el pene ya erecto.
—Me encanta el banana split —dijo en un susurro.
Cuando comenzó a comerlo, Ben experimentó una mezcla increíble de sensaciones, todas ellas maravillosas. Y en el momento en que ya no resistía más, hizo poner de espaldas a la muchacha y la penetró.
En la pantalla del televisor, Mary Ashley decía en ese instante:
—Uno de los mejores métodos para impedir la guerra con los países contrarios a nuestra ideología es aumentar el intercambio comercial con ellos…
Esa misma noche, horas más tarde, Ben llamó a Ian Villiers.
—Hola, Ian.
—Benjie, muchacho. ¿En qué puedo servirte?
—Necesito un favor.
—Lo que digas.
—Tengo entendido que eres el encargado de prensa de la nueva embajadora ante Rumanía.
Un cauto «Sí…» fue la respuesta.
—¿Quién está detrás de la campaña publicitaria, Ian? Me interesa…
—Perdóname, Ben, pero eso es asunto del Departamento de Estado. Yo no soy más que un empleado a sueldo. ¿Por qué no se lo preguntas al secretario de Estado?
Luego de cortar, dijo Ben:
—No sé por qué no me mandó directamente a la mierda. —Tomó una decisión—. Creo que me voy unos días de viaje.
—¿Adónde, querido?
—A Junction City, Kansas.
Estuvo apenas un día en Junction City. Durante una hora conversó con el comisario Munster y uno de sus subalternos. Luego se dirigió en un auto alquilado a Fort Riley, donde visitó las oficinas del Departamento de Investigación Criminal. Tomó un avión de la tarde a Manhattan (Kansas) y allí hizo conexión con el vuelo que lo llevó de regreso a Washington.
En el momento en que despegaba la nave, se pedía un llamado persona a persona desde Fort Riley a un número en particular de Washington.
Mary caminaba por un ancho pasillo del Instituto del Servicio Exterior rumbo al despacho de James Stickley, cuando oyó una gruesa voz masculina a sus espaldas.
—Esta mujer sí que es una belleza.
Giró sobre sus talones y vio a un hombre apoyado contra la pared, que la miraba con una sonrisita insolente en el rostro. Estaba vestido con jeans, remera y zapatillas, y tenía aspecto de desaliñado puesto que tampoco se había afeitado. Sus ojos azules ostentaban una expresión burlona; todo en él trasuntaba un aire de pedantería. Furiosa, reanudó la marcha sintiendo que la seguía la mirada masculina.
La reunión con James Stickley duró más de una hora. Al volver a su oficina, Mary se encontró al extraño sentado en su sillón, con los pies apoyados sobre el escritorio, revisándole los papeles. Fue tal su indignación que le subieron los colores a la cara.
—¿Qué está haciendo aquí?
El hombre la miró largamente y muy despacio se puso de pie.
—Soy Mike Slade. Mis amigos me dicen Michael.
—¿En qué puedo servirle, señor Slade? —le espetó ella, con voz de enojo.
—En nada. Somos vecinos. Como trabajo aquí, en el departamento, se me ocurrió pasar a saludarla.
—Ya me saludó. Y si realmente trabaja aquí, supongo que le habrán asignado un escritorio, por lo que en el futuro no tendrá que sentarse al mío ni espiar nada.
—¡Qué geniecito! Me habían dicho que los kanseños, o como se los llame, eran gente amable.
Mary apretó los dientes.
—Señor Slade, le doy dos segundos para que se retire de mi oficina. De lo contrario, llamaré a un guardia.
—Debo de haber oído mal —murmuró él.
—Y si de veras trabaja aquí, le aconsejo que vaya a su casa, se afeite y se vista como corresponde.
—En una época tuve una esposa que hablaba así —suspiró Mike Slade—. Ya no la tengo más.
Mary sintió que se ponía más colorada.
—Salga de aquí.
Slade la saludó con la mano.
—Adiós, linda. La veo después.
Ah, no, pensó Mary. No va a verme.
Toda la mañana fue una sucesión de experiencias desagradables. James Stickley estuvo francamente antipático con ella. Al mediodía se sentía tan contrariada que no tenía ni ganas de comer, razón por la cual decidió salir a pasear en su hora de almuerzo para tranquilizarse.
Frente al Instituto del Servicio Exterior la esperaba su limusina.
—Buenos días, señora —la saludó el chofer—. ¿Adónde quiere ir?
—A cualquier parte, Marvin. Demos unas vueltas.
—Sí, señora. —El auto arrancó—. ¿Le gustaría visitar el barrio de las embajadas?
—Sí, cómo no. —Cualquier cosa con tal de sacarse el gusto amargo de la boca.
El hombre dobló a la izquierda y enfiló hacia la avenida Massachusetts.
—Comienza aquí —anunció al ingresar en la ancha calzada. Redujo la velocidad y fue indicándole las diversas delegaciones diplomáticas.
Mary reconoció la del Japón por la bandera del sol naciente en la fachada. La embajada de la India tenía un elefante encima de la puerta.
Pasaron frente a una hermosa mezquita islámica. En el jardín de adelante había gente arrodillada, en actitud de oración.
Llegaron a la esquina de la calle Veintitrés y pasaron frente a un edificio blanco, con columnas a ambos lados de la breve escalinata de entrada.
—Ésa es la embajada de Rumanía, y al lado…
—¡Deténgase, por favor!
El vehículo detuvo la marcha junto al cordón. Mary leyó la placa del edificio: EMBAJADA DE LA REPÚBLICA SOCIALISTA DE RUMANÍA.
—Espéreme un momento —pidió por impulso—. Quiero entrar.
El corazón comenzó a latirle con fuerza. Iba a tener el primer contacto con el país sobre el cual había dictado cátedra, el país que sería su hogar en los años venideros.
Respiró hondo y tocó el timbre. Silencio. Tanteó el picaporte y comprobó que la puerta no estaba trancada con llave. Abrió y entró. El hall estaba a oscuras, y frío. Había un sofá rojo detrás de una arcada, y a un costado, dos sillones frente a un pequeño televisor. Al oír pasos se volvió. Un hombre alto, delgado, bajaba presuroso por la escalera.
—¿Sí, sí? ¿Quién es?
—Buenos días —saludó Mary con una sonrisa feliz—. Soy Mary Ashley, la nueva embajadora…
El hombre se dio una palmada en la cara.
¡Dios santo!
—¿Qué sucede? —preguntó ella, sorprendida.
—Sucede que no la esperábamos, señora.
—Sí, ya sé, pero como pasaba por aquí…
—¡El embajador Corbescue va a disgustarse muchísimo!
—¿A disgustar? ¿Por qué? Tuve deseos de entrar a saludarlo y…
—Por supuesto, por supuesto. Perdóneme. Mi nombre es Gabriel Stoica, y soy subjefe de misión. Permítame encender las luces y la calefacción. Como verá, no esperábamos a nadie.
Era tan evidente el pánico de ese hombre que Mary sintió deseos de marcharse, pero ya era tarde. Gabriel Stoica corrió a encender lámparas y arañas hasta que el salón quedó ampliamente iluminado.
—La calefacción va a demorar unos minutos —se disculpó—. Tratamos de ahorrar todo lo que podemos en combustible porque la vida en Washington es muy cara.
Mary tenía ganas de que se la tragara la tierra.
—Si hubiera sabido…
—¡No, no! No es nada. El embajador está arriba. Voy a avisarle que llegó.
—No se moleste…
Stoica trepaba ya por la escalera.
Cinco minutos más tarde regresó.
—Pase, por favor. El embajador está encantado con su visita.
—¿Seguro que…?
—Está esperándola.
La acompañó arriba. En la planta alta había un salón con una larga mesa y catorce sillas a su alrededor. A un costado una vitrina con artesanías rumanas, y en la pared, un mapa orográfico de Rumanía. El embajador Radu Corbescue se adelantó a saludarla en mangas de camisa, calzándose rápidamente la chaqueta. Detrás de él, un sirviente iba encendiendo luces y estufas.
—¡Señora embajadora! ¡Qué honor inesperado! Perdón por recibirla tan informalmente, pero el Departamento de Estado no nos avisó de su visita.
—La culpa es mía —se disculpó ella—. Andaba por el vecindario y…
—¡Es un placer! ¡Un verdadero placer! La hemos visto tanto por televisión y en los diarios que ya teníamos curiosidad por conocerla. ¿Le ofrezco un té?
—Bueno… si no es mucha molestia.
—¿Molestia? ¡En absoluto! Lamento no haber preparado una recepción formal. ¡Perdóneme! Siento tanta vergüenza.
La avergonzada soy yo. ¿Qué se me dio por hacer esta locura? Soy una tonta, más que tonta. No pienso ni contárselo a los chicos. Será un secreto que llevaré hasta la tumba.
Cuando trajeron el té, el embajador estaba tan nervioso que lo derramó.
—¡Qué torpe soy! ¡Perdóneme!
Mary deseó que dejara de disculparse.
Corbescue procuró conversar pero fue un vano intento, lo cual sólo empeoró la situación. Tan incómodo lo notó, que apenas pudo, Mary discretamente se puso de pie.
—Muchas gracias, Su Excelencia. Fue un gusto conocerlo. Adiós.
Y huyó deprisa.
No bien llegó a su despacho, James Stickley la mandó a llamar.
—Señora de Ashley, explíqueme por favor qué anduvo haciendo.
Ya veo que no va a ser un secreto que guardaré hasta la tumba.
—¿Se refiere usted a la visita a la embajada? Bueno, pasaba por ahí y quise saludar…
—Acá no se estilan las reuniones de amigos como en los pueblos. En Washington no se entra de paso en una embajada. Un embajador visita a otro solamente si ha recibido una invitación. Usted logró cohibir totalmente a Corbescue y tuve que convencerlo para que no presentara una queja formal ante el Departamento de Estado. El hombre cree que apareció por ahí para espiarlo y tomarlo desprevenido.
—¡Qué! Pero si…
—Trate de recordar que ya no es más una ciudadana particular sino la representante del gobierno de los Estados Unidos. La próxima vez que sienta un impulso menos personal que lavarse los dientes, venga a consultarme primero. ¿Está claro? ¿Queda bien claro?
Mary tragó saliva.
—Sí, por supuesto.
Stickley tomó el teléfono y marcó un número.
—La señora de Ashley está conmigo. ¿Quiere venir ya? —Cortó.
Mary permaneció en silencio, sintiéndose como una niñita castigada. Se abrió la puerta y entró Mike Slade, quien la miró con una sonrisa.
—Seguí su consejo y fui a afeitarme.
Stickley miró a uno y a otro.
—¿Ya se conocían? —preguntó.
Mary echaba dardos por los ojos.
—Lo encontré revisándome el escritorio.
Stickley entonces los presentó.
—La señora de Ashley, Mike Slade. El señor Slade será su subjefe de misión.
—¿Qué? —preguntó, incrédula.
—El señor Slade se desempeña en el área de Europa oriental. Suele trabajar lejos de Washington, y se ha resuelto darle destino en Rumanía como subjefe de su delegación.
Mary se levantó como impulsada por un resorte.
—¡No! —protestó—. Eso es imposible.
—Prometo afeitarme todos los días —quiso congraciarse Mike.
Mary se dirigió a Stickley.
—Creí que un embajador podía elegir su propio subjefe de misión.
—Así es, pero…
—Entonces le digo que a este señor no lo quiero.
—En circunstancias normales estaría usted en su derecho, pero lamentablemente en este caso no le queda otra alternativa puesto que la orden provino de la Casa Blanca.
No podía eludirlo nunca. Se topaba con él en el Pentágono, en el comedor del Senado, en los pasillos del Departamento de Estado, y siempre lo veía vestido de jeans y remera. Mary se preguntó cómo era que podía andar con esa traza en un ambiente tan formal.
Un día lo vio almorzando con el coronel McKinney, trabados ambos en profunda conversación. ¿Serán viejos amigos? ¿Estarán planeando algo en contra de mí? Estoy poniéndome histérica, se dijo. Y eso que ni siquiera he llegado a Rumanía.
Charlie Campbell, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, organizó una reunión en honor de Mary en la Galería Corcoran. Cuando ella entró en los salones y vio a tantas mujeres de vestidos elegantes, pensó: Se nota que yo pertenezco a otro ambiente. Estas mujeres son distinguidas de nacimiento.
No tenía idea de lo bonita que estaba.
Había varios periodistas gráficos que la convirtieron en la mujer más fotografiada de la noche. Bailó con media docena de nombres —algunos casados—, y casi todos le pidieron el teléfono. Ella no se ofendió, pero tampoco sintió el menor interés.
—Lo siento —le contestó a cada uno—, pero entre el trabajo y mi familia estoy tan ocupada, que no tengo tiempo para salir.
La idea de estar con otro que no fuese Edward le resultaba inconcebible. Jamás habría otro hombre para ella.
Se había ubicado en una mesa con Charlie Campbell y su esposa, y varias personas más del Departamento de Estado. En la conversación se intercambiaban anécdotas sobre embajadores.
—Hace unos años, en Madrid —relató uno de los invitados—, cientos de estudiantes realizaban una manifestación frente a la embajada británica, pidiendo la restitución de Gibraltar. Cuando estaban por irrumpir dentro del edificio, llamó uno de los ministros del general Franco. «Lamento profundamente lo que está sucediendo en su embajada», dijo. «¿No quiere que le envíe más policías, señor embajador?» «No», respondió éste. «Me conformaría con que enviara menos estudiantes».
Alguien preguntó:
—¿No era Hermes el patrono de los embajadores en la Grecia antigua?
—Sí —se le respondió—. Y también era el protector de los vagabundos, los ladrones y los mentirosos.
Mary estaba muy entretenida. Todas esas personas le resultaban tan inteligentes y simpáticas, que le daban ganas de quedarse allí la noche entera.
En un momento dado, el hombre que tenía a su lado le preguntó:
—¿Mañana no tiene que madrugar?
—No. Es domingo, de modo que puedo dormir hasta tarde.
Un rato después una mujer bostezó.
—Perdonen —se disculpo—, pero tuve un día agotador.
—Yo también —convino Mary, de buen tono.
De pronto advirtió un silencio extraño en la habitación. Miró a su alrededor y comprobó que todos tenían los ojos clavados en su persona. ¿Qué pasa? Se fijó en la hora: las dos y media de la madrugada. Llena de espanto recordó algo que le había dicho Stanton Rogers: En una cena, el invitado de honor siempre se retira primero.
¡Y ella era la invitada de honor! Qué barbaridad, nadie puede irse por culpa mía.
Se puso de pie y habló con voz sofocada.
—Buenas noches a todos. Fue una velada muy agradable. Dio media vuelta y enfiló hacia la puerta. A sus espaldas, oyó que los demás comensales comenzaban también a marcharse.
El lunes por la mañana se topó con Mike Slade en un pasillo.
—Me enteré de que tuvo a medio Washington levantado hasta tarde el sábado.
El aire altanero de Slade la indignó.
Mary pasó rápidamente a su lado y entró en el despacho de James Stickley.
—Señor Stickley —dijo—, la idea de que yo trabaje junto con el señor Slade no me parece que sea la más apropiada para el mejor funcionamiento de la embajada en Rumanía.
El hombre levantó la mirada del papel que estaba leyendo.
—¿Ah no? ¿Cuál es el problema?
—Es… la actitud de él. El señor Slade me resulta grosero y antipático. Sinceramente no es de mi agrado.
—Sí, sé que Michael tiene ciertas peculiaridades, pero…
—¿Peculiaridades? Es un hombre sin modales. Yo le solicito oficialmente que se nombre a alguna otra persona en su lugar.
—¿Terminó, ya?
—Sí.
—Señora de Ashley, sucede que Mike Slade es nuestro mayor experto en temas vinculados con Europa oriental. La tarea suya consistirá en entablar lazos de amistad con los rumanos. La mía es ocuparme de que reciba usted toda la ayuda necesaria, y esa ayuda sólo puede brindársela Mike Slade. Sinceramente no quiero volver a oír hablar de este asunto. ¿Está claro?
Es inútil. De nada me vale protestar.
Volvió furiosa a su oficina. Podría recurrir a Stan, porque él seguro me comprendería. Pero también sería un signo de debilidad mía. Tendré que encargarme yo sola de Mike Slade.
—¿Soñando despierta?
Levantó los ojos, sobresaltada, y se encontró con el propio Slade plantado ante su escritorio, con una enorme pila de memos en la mano.
—Esto le bastará para no meterse en líos por esta noche —dijo Slade, y dejó los papeles sobre el escritorio.
—La próxima vez, golpee antes de entrar en mi oficina.
Los ojos masculinos lucían una expresión burlona.
—¿Por qué me da la sensación de que no está loca por mí?
Mary volvió a indignarse.
—Yo le digo por qué, señor Slade: porque es usted un hombre arrogante, antipático, consentido…
Él blandió un dedo.
—La noto algo redundante.
—No se atreva a burlarse de mí. —Se dio cuenta de que gritaba.
Slade bajó la voz hasta un volumen intimidatorio.
—¿O sea que yo no puedo hacer lo que hacen los demás? ¿Qué se cree que comenta todo el mundo sobre usted aquí en Washington?
—No me interesa en lo más mínimo.
—Sin embargo, debería importarle. —Se apoyó sobre el escritorio—. Todos se preguntan qué derecho tiene a ocupar el puesto de embajadora. Yo, que pasé cuatro años en Rumanía, puedo asegurarle que ese sitio es dinamita pura a punto de explotar, y sin embargo el gobierno nombra a una niña tonta del campo para que se ponga a jugar con eso.
Mary lo escuchaba apretando los dientes.
—No puede negar que es una aficionada, señora. Si alguien quería desquitarse con usted, debería haberla designado embajadora en Islandia.
Mary perdió el control. De un salto se puso de pie y le propinó una bofetada.
Mike Slade suspiró.
—Se ve que siempre tiene una respuesta lista, ¿eh? —dijo.