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Tal como lo predijo Stanton Rogers, la votación del Senado en pleno fue apenas un formalismo. Mary resultó confirmada por una cómoda mayoría. Cuando el presidente Ellison se enteró de la noticia, le comentó a Rogers:

—Nuestro plan ya está en marcha, Stan. Ahora nada puede detenernos.

Rogers asintió.

—Nada —convino, con una sonrisa.

Pete Connors se hallaba en su oficina cuando le llegó la noticia. De inmediato redactó un mensaje y lo codificó. Uno de sus hombres estaba de guardia en la sala de telégrafos de la CIA.

—Deseo utilizar el canal Roger —dijo Connors—. Aguarde afuera.

El canal Roger es el sistema ultraprivado de cable de la CIA, que puede ser usado sólo por los más altos ejecutivos. Los mensajes se envían por medio de un transmisor de láser, en frecuencia ultraalta, en una fracción de segundo. Cuando quedó a solas, Connors descubrió el cable dirigido a Sigmund.

En el curso de la siguiente semana, Mary efectuó varias visitas protocolares al subsecretario de asuntos políticos, al director de la CIA, al secretario de comercio, a los directores del Chase Manhattan Bank de Nueva York y a varias importantes organizaciones judías. Todos la recibieron con advertencias, consejos y pedidos.

En la CIA, Ned Tillingast demostró un particular entusiasmo.

—Me alegro de que podamos volver a trabajar allá, señora embajadora. Rumanía nos ha estado vedado desde que nos declararon personas no gratas. Voy a designar a un hombre para que colabore en su embajada como agregado. —Le dirigió una miradita significativa—. Estoy seguro de que le brindará usted toda su colaboración. Mary pensó qué le estaría queriendo decir. Mejor no preguntar, se dijo.

Por lo general, quien preside la jura de los nuevos embajadores es el secretario de Estado, y suelen prestar juramento entre veinticinco y treinta candidatos. En la mañana del día fijado para la ceremonia, Stanton Rogers llamó a Mary.

—Mary, el Presidente desea que esté usted a las doce en la Casa Blanca. Él mismo le tomará el juramento. Ah, y lleve a los chicos.

La Oficina Oval rebosaba de periodistas. Cuando el presidente Ellison ingresó con Mary y los niños, comenzaron a rodar las cámaras de televisión y a disparar los flashes. Mary había pasado la media hora anterior con el Presidente, y él trató de darle aliento.

—No hay otra persona más perfecta para el cargo —sostuvo—. De lo contrario, nunca la habría elegido. Entre usted y yo vamos a hacer realidad este sueño.

Y realmente todo me parece un sueño, pensó Mary al enfrentar las cámaras.

—Levante la mano derecha, por favor.

Mary repitió después del Presidente:

—Yo, Mary Elizabeth Ashley, prometo solemnemente que habré de apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos contra todo enemigo extranjero o nacional, que mantendré una lealtad absoluta a la misma, que asumo este compromiso sin reservas mentales ni propósito de incumplimiento y que habré de desempeñar fielmente las tareas inherentes al cargo que estoy por asumir, para lo cual imploro la protección de Dios.

Ya era embajadora ante la República Socialista de Rumanía.

Comenzó entonces el trajín. Se le ordenó presentarse en la sección Asuntos Europeos y Yugoslavos del Departamento de Estado. Allí se le asignó una minúscula oficina provisoria contigua al buró rumano.

James Stickley, el jefe del buró —un diplomático de carrera con veinticinco años de servicios—, era un hombre de casi sesenta años, estatura mediana, labios finos y una expresión taimada en el rostro. Sus ojos castaños eran fríos. Stickley trataba con desdén a los que eran nombrados por razones políticas para ocupar cargos diplomáticos. Se lo consideraba el mayor experto del buró rumano, y cuando el presidente Ellison anunció que designaría embajador en Rumanía, Stickley supuso que le ofrecerían el cargo, razón por la cual el nombramiento de Mary fue un duro golpe para él. Ya de por sí era desagradable que lo hubiesen pasado por alto, pero el hecho de que le ganara alguien nombrado por razones políticas —una mujer ignota de Kansas— le resultaba más que mortificante.

—¿No te parece increíble? —le preguntó a Bruce, su amigo íntimo—. La mitad de nuestros embajadores son nombrados por motivos políticos. Eso nunca ocurriría en Inglaterra ni Francia. Allí recurren siempre a funcionarios de carrera. ¿Acaso el Ejército ascendería a general a un civil aficionado? Bueno, en el extranjero, estos aficionados de mierda que tenemos por embajadores, son generales.

—Estás borracho, Jimbo.

—Y voy a emborracharme más aún.

Stickley miró a Mary, a quien tenía sentada del otro lado del escritorio.

Mary también lo observaba y notaba cierto rasgo de maldad en su rostro. No me gustaría tenerlo de enemigo, pensó.

—¿Comprende que la envían a un sitio sumamente delicado, señora de Ashley?

—Sí, por supuesto. Yo…

—El último embajador nuestro acreditado ante Rumanía procedió equivocadamente y arruinó las relaciones entre ambos países. Tres años demoramos en poder volver al punto en que estábamos. El Presidente se disgustaría sobremanera si eso volviera a ocurrir.

Por culpa mía, es lo que quiere decir.

—Tendremos que convertirla en experta en un instante, porque no es mucho el tiempo que nos queda. —Le entregó una pila de carpetas—. Puede empezar por leer estos informes.

—Le dedicaré la mañana…

—No. Dentro de media hora comienzan sus clases de idioma rumano. El curso suele durar varios meses, pero en su caso tengo órdenes de que se le impartan lecciones aceleradas.

El torbellino de actividad la agotaba y le hacía perder la noción del tiempo. Todas las mañanas intercambiaba opinión con Stickley acerca de las carpetas de Rumanía.

—Yo voy a leer todos los cables que usted envíe —le advirtió él—. Los cables con copia amarilla son los de acción, y los de copia blanca, los meramente informativos. Se remitirán duplicados de sus cables a Defensa, a la CIA, a la Agencia de Información de los Estados Unidos, al Departamento del Tesoro y a una decena de organismos más. Uno de los primeros temas que deberá resolver será el de los norteamericanos que hay en las cárceles rumanas. Queremos que se los deje en libertad.

—¿De qué se los acusa?

—De espionaje, tenencia de drogas, robo… lo que se les ocurra a los rumanos.

Mary se preguntó cómo se haría para que se retirara una acusación de espionaje. Ya encontraré el modo.

—Claro.

—Tenga presente que Rumanía es uno de los países de la cortina de hierro con una actitud más independiente, que a nosotros nos conviene fomentar.

—Exacto.

—Voy a entregarle un paquete que no debe salir de sus manos. Solamente usted puede verlo. Quiero que lea y digiera la información, y que me lo devuelva mañana por la mañana. ¿Alguna pregunta?

—No, señor.

Le dio un grueso sobre marrón, lacrado con una cinta roja.

—Firme aquí, por favor.

Mary firmó.

En el trayecto de regreso al hotel, Mary lo llevó apretado sobre la falda y se sentía como un personaje de una película de James Bond.

Los niños la esperaban vestidos para salir.

De pronto recordó. Cierto que había prometido llevarlos a un restaurante chino y luego al cine.

—Muchachos, ha habido cambio de planes. Habrá que postergar el paseo para otro día. Como esta noche tengo trabajo urgente, vamos a pedir que nos suban comida aquí.

—Por supuesto, mamá.

—Bueno.

Antes de que muriera Edward habrían protestado como marranos. Pero tuvieron que madurar de golpe. Todos tuvimos que madurar.

Los abrazó fuertemente.

—Ya voy a compensarlos por esto —les prometió.

El material que le entregó James Stickley era increíble. Con razón quiere que se lo devuelva. Había informes minuciosos vinculados con todos los altos funcionarios rumanos, desde el Presidente hasta el ministro de Comercio. Se analizaban sus costumbres sexuales, su situación económica, las amistades que tenían, sus rasgos peculiares, los prejuicios de cada uno. Algunos datos eran truculentos. El ministro de Comercio, por ejemplo, se acostaba con su amante y con su chofer mientras que su esposa tenía aventuras con su criada.

Mary se quedó en vela largas horas memorizando los nombres y los pecadillos de las personas con quienes habría de tratar. ¿Seré capaz de conservar el rostro inmutable cuando me los presenten?

Por la mañana devolvió los documentos secretos.

—Muy bien —le dijo Stickley—. Ahora ya sabe todo lo necesario sobre los líderes rumanos. Debe tener presente que a esta altura ellos también saben todo lo relativo a usted.

—No va a servirles de mucho.

—¿Ah no? —Stickley se recostó sobre el respaldo de su sillón—. Usted es mujer y está sola. Le aseguro que ya la habrán catalogado como un blanco fácil. Van a aprovecharse de su soledad. Cada movimiento que haga será observado y registrado. Se instalarán micrófonos ocultos en la residencia y la embajada. En los países comunistas se nos obliga a utilizar personal local, de modo que cada sirviente de la residencia será un miembro de la policía rumana de seguridad.

Está tratando de amedrentarme, pero no va a conseguirlo.

Cada hora de su día parecía estar destinada a alguna obligación. Además de las clases de idioma rumano debía asistir a un curso dictado en el Instituto del Servicio Exterior, de Rosslyn; tenía también reuniones con el secretario de Asuntos de Seguridad Internacional y con diversas comisiones del Senado. Todos le planteaban interrogantes, consejos, exigencias.

Sentía un enorme cargo de conciencia con sus hijos. Stanton Rogers la había ayudado a encontrar una persona que se ocupara de ellos. Además, Beth y Tim habían conocido a otros chicos que vivían en el hotel, de modo que por lo menos tenían con quién jugar. Así y todo, no le gustaba nada tener que dejarlos solos tanto tiempo.

Se propuso desayunar con ellos todas las mañanas antes de irse a su clase de rumano en el Instituto. Ese idioma era espantoso. Me sorprende que hasta los mismos rumanos puedan hablarlo. Repetía las frases en voz alta.

Buenos días Bunădimineața
Gracias Mulțumesc
De nada Cu plăcere
No comprendo Nu înțeleg
Señor Domnule
Señorita Domnișoară

Y ninguna palabra se pronunciaba tal como se escribía. Beth y Tim la observaban luchar con las tareas de estudio.

—Ésta es nuestra venganza por habernos obligado a memorizar las tablas de multiplicar —bromeó Beth, sonriendo.

—Señora embajadora —dijo James Stickley—, quiero presentarle a su agregado militar, el coronel William McKinney.

Bill McKinney vestía de civil, pero el porte militar era en él como un uniforme. Era un hombre alto, de mediana edad y rostro curtido.

—Señora embajadora. —Su voz era gruesa y áspera, como si tuviera alguna lesión en la garganta.

—Encantada de conocerlo.

McKinney era el primer miembro de su personal, y el hecho de conocerlo le produjo una enorme emoción porque le hizo sentir más de cerca su nuevo cargo.

—Será un gusto trabajar con usted —declaró el coronel—. ¿Ya ha estado antes en Rumanía?

El coronel y James Stickley intercambiaron una miradita. —Sí, ya conoce el país— respondió Stickley.

Todos los lunes por la tarde se realizaban reuniones diplomáticas para nuevos embajadores en un salón del Departamento de Estado.

—En el Servicio Exterior existe una estricta cadena de mando —se instruyó a la clase—. El puesto más alto es el de embajador. Debajo de él (debajo de ella, pensó automáticamente Mary) está el subjefe de misión. Después de él (de ella) vienen los cónsules para temas políticos, económicos, administrativos y asuntos públicos. Y por último los de agricultura, comercio y el agregado militar. —Ese es el coronel McKinney, pensó Mary—. Cuando se hayan hecho cargo de sus nuevos puestos gozarán de inmunidad diplomática. No podrán ser detenidos por exceso de velocidad, por conducir en estado de ebriedad, por incendiar una casa, ni siquiera por homicidio. A su muerte, nadie puede tocar su cuerpo ni leer nota alguna que hayan podido dejar. Tampoco tienen que pagar las cuentas, porque las tiendas no pueden demandarlos.

Alguien expresó en voz alta.

—¡Que no se llegue a enterar mi mujer!

—Tengan siempre presente que el embajador es el representante personal del Presidente frente al gobierno ante el cual está acreditado. Se esperará de ustedes un comportamiento acorde con su posición. —El instructor echó un vistazo a la hora—. Para la próxima reunión les sugiero que estudien el Manual de Asuntos Extranjeros, volumen dos, sección trescientos, que trata sobre las relaciones sociales. Gracias.

Mary estaba almorzando con Stanton Rogers en el hotel Watergate.

—El presidente Ellison quiere encargarle una misión de relaciones públicas.

—¿Qué clase de misión?

—Bueno, una campaña nacional. Reportajes en radio, televisión…

—Yo… en fin, si es importante…

—Bien. Tendrá que renovar el guardarropa. No puede usar dos veces un mismo vestido.

—Stan, ¡eso me costaría una fortuna! Además, no tengo tiempo para salir de compras. Estoy ocupada desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche. Si…

—Ningún problema. Helen Moody.

—¿Qué?

—Es una de las más afamadas compradoras de Washington. Deje todo en manos de ella.

Helen Moody era una negra simpática y muy hermosa que había sido una modelo conocida antes de instalar su propio servicio de compras. Se presentó una mañana en la habitación de Mary, y dedicó una hora a revisar el guardarropa.

—Son prendas muy lindas, para Junction City —dictaminó, con sinceridad—, pero tenemos que seducir a Washington, ¿no?

—No tengo demasiado dinero para…

Helen dibujó una sonrisa.

—Sé dónde pueden conseguirse gangas. Y vamos a movernos rápidamente. Va a necesitar un vestido largo de noche, otro para cócteles, otro para recepciones al mediodía y hasta la hora del té, un traje de calle, un vestido negro y un sombrero adecuado para sepelios o funerales.

Tuvieron que salir de compras durante tres días, al cabo de los cuales Helen Moody estudió a Mary con la mirada.

—Usted es bonita —dijo—, pero creo que podemos embellecerla más aún. Quiero que vaya a ver a Susan, en Rainbow, para el maquillaje, y después a Billy, de Sunshine, se ocupará de su pelo.

Unos días más tarde Mary se encontró con Stanton Rogers en una cena que se sirvió en la Galería Corcoran.

—Está absolutamente despampanante —fue el comentario admirado de Rogers.

A partir de ese momento dio comienzo un bombardeo periodístico organizado por Ian Villiers, jefe de prensa del Departamento de Estado. Era un hombre de cuarenta y tantos años, un dinámico ex periodista que parecía conocer a todos los colegas de los medios.

Mary tuvo que enfrentar las cámaras para los programas televisivos Good Morning America, Meet the Press y Firing Line. Le hicieron reportajes para The Washington Post, The New York Times y otra media docena de importantes diarios. También concedió entrevistas para London Times, Der Spiegel, Oggi y Le Monde. Time y People publicaron artículos de fondo acerca de ella y los niños. La foto de Mary Ashley aparecía por todas partes, y cada vez que había alguna noticia importante, algo que ocurría en un punto remoto del planeta, se le pedía su opinión. De la noche a la mañana ella y sus hijos se convirtieron en estrellas.

—Mamá —dijo Tim un día—, asusta ver la foto de uno en las tapas de todas las revistas.

—Exactamente eso: asusta.

Tanta publicidad la hacía sentirse algo incómoda, y así se lo hizo saber a Stanton Rogers.

—Tómelo como parte de su trabajo. El Presidente está tratando de crear una imagen. Ya va a ver que cuando llegué a Europa, todo el mundo la conocerá.

Ben Cohn y Akiko estaban desnudos, en la cama. Akiko era una japonesita encantadora, diez años menor que el periodista. Se habían conocido años antes cuando él estaba escribiendo una nota sobre la vida de las modelos, y desde entonces vivían juntos.

Cohn tenía un problema en ese momento.

—¿Qué te pasa, mi amor? —le preguntó Akiko con ternura—. ¿Necesitas que te acaricie más?

Él se hallaba con la mente en otra parte.

—No. Ya tengo una erección.

—No la veo —bromeó ella.

—En mi mente, Akiko. Siento una excitación muy especial por un tema para una nota. Algo muy extraño está sucediendo en esta ciudad.

—¿Acaso es una novedad?

—Se trata de algo distinto, que no logro desentrañar aún.

—¿Quieres hablar de ello?

—Tiene que ver con Mary Ashley. Estas últimas dos semanas, ha aparecido en tapa de seis revistas, ¡y ni siquiera ha tomado posesión de su cargo! Akiko, alguien está haciéndole una campaña como de estrella de cine. Y sus dos hijos salen en todos los diarios y revistas. ¿Por qué?

—Supuestamente soy yo la que posee una tortuosa mente oriental. Creo que estás complicando algo que es muy sencillo.

Ben Cohn encendió un cigarrillo con fastidio, y dio una pitada.

—A lo mejor tienes razón —concedió.

Ella estiró la mano y comenzó a acariciarlo.

—¿Por qué no apagas el cigarrillo y me enciendes a mí? —propuso.

—Está organizándose una fiesta en honor del vicepresidente Bradford —le informó Stanton Rogers a Mary—, y he dado instrucciones para que se la invite. Será el viernes por la noche, en el Pan American Union.

El Pan American Union era un inmenso edificio con amplios patios, que a menudo se usaba para reuniones diplomáticas. La cena en honor del vicepresidente fue una ocasión muy especial, en la que pudieron apreciarse antiguos objetos de plata y copas de cristal de Baccarat. Había una orquesta pequeña. La nómina de invitados incluía a la élite de la capital. Además del vicepresidente y su esposa, concurrieron también senadores, embajadores y personas renombradas de todos los ámbitos.

Mary recorrió con la vista los ambientes elegantes. Tengo que prestar atención a los detalles para contárselos después a los chicos, se dijo.

Cuando se anunció la cena, Mary se hallaba en una mesa con un grupo muy interesante de senadores, funcionarios del Departamento de Estado y diplomáticos. Todos fueron sumamente amables con ella, y la comida estuvo excelente.

A las once, Mary miró la hora y le comentó al senador que tenía a la izquierda:

—No me di cuenta de que se hacía tan tarde, y les prometí a los niños volver temprano.

Se puso de pie y saludó con la cabeza a sus amigos.

Se produjo un súbito silencio, y todos los comensales del enorme salón se volvieron al ver que Mary cruzaba por la pista de baile y se retiraba.

—¡Qué barbaridad! —musitó Stanton Rogers—. ¡Nadie se lo advirtió!

A la mañana siguiente, Rogers la invitó a desayunar.

—Mary, ésta es una ciudad que toma muy en serio sus normas sociales. Muchas de ellas son estúpidas, pero igualmente debemos acatarlas.

—Ah, ah. ¿Qué fue lo que hice?

Rogers lanzó un suspiro.

—Violó la norma número uno: Nadie, absolutamente nadie, se marcha jamás de una fiesta antes que el invitado de honor, que anoche casualmente era el vicepresidente de los Estados Unidos.

—Dios mío.

—La mitad de los teléfonos de Washington no cesaban hoy de sonar.

—Lo siento enormemente, Stan, pero yo no sabía. Además les había prometido a los chicos…

—No existen los hijos en Washington… lo único que existe son los votantes. Aquí todo gira en torno del poder; nunca lo olvide.

Comenzaba a tener problemas de dinero por lo tremendamente caro que era vivir en Washington. En el hotel pidió que le lavaran y plancharan una ropa, pero cuando le llegó la cuenta se murió de espanto.

—Cinco dólares con cincuenta por lavar una blusa. ¡Y un dólar noventa y cinco por un corpiño! —Nunca más, se propuso. De ahora en adelante yo misma me encargaré del lavado.

Enjuagaba las medias de nylon y luego las ponía en el freezer porque así le duraban mucho más. Lavaba la ropa interior suya y de los niños en el baño. Los pañuelos los secaba extendidos sobre el espejo, y luego los doblaba con cuidado para no tener que plancharlos. Sus vestidos y los pantalones de Tim los colgaba en el barral de la cortina del baño para quitarles las arrugas. Luego abría al máximo la canilla de agua caliente de la ducha y cerraba la puerta. Cuando Beth abrió una mañana la puerta, recibió en la cara una bocanada de vapor.

—Mamá, ¿qué estás haciendo?

—Ahorrando dinero —respondió ella—. Mandar la ropa a lavar sale una fortuna.

—¿Qué pensaría el Presidente si entrara en este momento?

—El Presidente no va a venir. Y ahora cierra la puerta, por favor, que estás derrochando dinero.

Si el Presidente apareciera, se pondría orgulloso de ella cuando le contara lo que cobraba el servicio de lavandería del hotel y cuánto dinero estaba ahorrando gracias a su ingenio. Si más personas del gobierno —diría— tuvieran su imaginación, señora, la economía nacional andaría mucho mejor. Hemos perdido el espíritu pionero que engrandeció nuestro país. El pueblo se ha vuelto muy cómodo. Confiamos demasiado en los aparatos eléctricos que ahorran tiempo, pero no confiamos lo suficiente en nosotros mismos. Me gustaría usarla a usted como ejemplo ante los manirrotos de Washington, que piensan que el país está hecho de dinero. Usted podría enseñarles a todos ellos una lección. Y casualmente se me ocurre una idea fantástica. Mary Ashley, pienso nombrarla secretaria del tesoro.

El vapor se filtraba por debajo de la puerta del baño. Cuando Mary la abrió, una nube se precipitó hacia el living.

Se oyó el timbre y luego la voz de Beth:

—Mamá, está James Stickley y quiere verte.