Al arribar al aeropuerto Dulles de Washington, los recibió un hombre joven del Departamento de Estado.
—Bienvenida a Washington, señora. Me llamo John Burns. El señor Rogers me pidió que viniera a buscarla y me ocupase de llevarlos al hotel. Les reservé alojamiento en el Riverside Towers. Creo que estarán cómodos allí.
—Muchas gracias. —Mary le presentó a los niños.
—Deme por favor los boletos para retirar el equipaje, señora.
Veinte minutos más tarde estaban sentados todos en una limusina con chofer, y emprendían rumbo al centro de Washington.
Tim no ocultaba su asombro al mirar por la ventanilla.
—¡Miren! ¡Ahí está el monumento a Lincoln!
—¡Y allá el de Washington! —exclamó Beth, que observaba por la otra ventanilla.
Mary miró a John Burns muerta de vergüenza.
—Estos hijos míos no tienen mucho roce —se disculpó—. Lo que pasa es que nunca salieron de… —Echó una ojeada por la ventanilla y sus ojos se redondearon del asombro—. ¡Oh! ¡Miren! ¡Es la Casa Blanca!
Mientras la limusina avanzaba por la avenida Pennsylvania, Mary pensó: Ésta es la ciudad que gobierna el mundo. Aquí es donde reside el poder. Y en cierta manera, aunque pequeña, yo voy a tener parte.
Cuando estaban por llegar al hotel, preguntó:
—¿Cuándo voy a ver al señor Rogers?
—Él la llamará por la mañana.
Pete Connors, jefe del KUDESK —el departamento de contrainteligencia de la CIA— se había quedado a trabajar fuera de hora, y su día no tenía miras de terminar aún. Todas las mañanas se presentaba un equipo de personas a las tres de la madrugada a preparar un parte diario de inteligencia que se confeccionaba con los cables que arribaban durante la noche. El informe —cuyo nombre en código era «Pickles»— debía estar listo a las seis, de modo que el Presidente lo tuviera sobre su escritorio al empezar su día. Un guardia armado llevaba el papel a la Casa Blanca, y entraba por el portón oeste. Pete Connors tenía sumo interés en el tráfico de cables interceptados proveniente de los países detrás de la cortina de hierro porque gran parte de él se vinculaba con la designación de Mary Ashley como embajadora norteamericana en Rumanía.
La Unión Soviética temía que el plan del presidente Ellison fuese una estratagema para penetrar en sus naciones satélite con fines de espionaje o para seducirlas y atraerlas hacia el capitalismo.
Los comunistas no están tan preocupados como yo, pensó Connors amargamente. Si la idea de Ellison da resultado, el país entero va a quedar abierto para que nos manden sus espías de mierda.
A Connors se le informó el momento exacto en que Mary Ashley aterrizaba en Washington. Había visto fotos de ella y sus hijos. Va a ser perfecta, se dijo, alborozado.
El Riverside Towers, apenas a cien metros del complejo Watergate, es un hotel pequeño y familiar, con suites cómodas y bien decoradas.
El botones subió el equipaje, y cuando Mary empezaba a desempacar, sonó el teléfono.
—¿Con la señora de Ashley? —preguntó una voz masculina.
—Sí.
—Mi nombre es Ben Cohn, y soy periodista del Washington Post. Quería pedirle que me recibiera unos minutos.
Mary vaciló.
—Acabamos de llegar y…
—No voy a molestarla más de cinco minutos. Lo único que deseo es saludarla.
—Bueno, supongo…
—Ya mismo subo.
Ben Cohn era bajo y fornido, con la típica contextura musculosa y la cara golpeada del boxeador profesional. Parece periodista deportivo, pensó Mary.
Tomó asiento en un sillón frente a ella.
—¿Es éste su primer viaje a Washington, señora?
—Sí. —Advirtió que no llevaba cuaderno ni grabador.
—No voy a hacerle la pregunta estúpida.
—¿Cuál es la pregunta «estúpida»?
—«¿Le gusta Washington?». Cada vez que algún personaje célebre se baja del avión en cualquier parte, lo primero que le preguntan es: ¿Le gusta este lugar?
Mary soltó la risa.
—Bueno, yo no soy una celebridad, pero creo que Washington me va a gustar mucho.
—¿Era usted profesora en la Universidad Estatal de Kansas?
—Sí. Dictaba un curso llamado «Europa Oriental: la Política del Presente».
—Tengo entendido que el Presidente se enteró de su existencia cuando leyó un libro suyo sobre Europa del Este, y varios artículos en revistas.
—Sí.
—Y el resto, como dicen, es historia.
—Supongo que realmente es una forma insólita de…
—No tan atípica. Ronald Reagan reparó en Jeane Kirkpatrick de la misma forma, y la nombró embajadora ante las Naciones Unidas. —Le sonrió.
—Así que como ve, hay un precedente. Y ésta es una de las palabras de más peso en Washington: precedente. ¿Sus abuelos eran rumanos?
—Sí; mi abuelo.
Ben Cohn se quedó otros quince minutos obteniendo información sobre la vida de Mary.
—¿Cuándo va a aparecer este reportaje en el diario? —quiso saber ella, porque quería enviar el recorte a sus amigos de Junction City.
—Por ahora no lo publicaré —fue la evasiva respuesta del periodista. Algo había en toda esa situación que lo intrigaba, aunque no sabía muy bien qué—. Volveremos a conversar más adelante.
Cuando se marchó, Beth y Tim entraron en la habitación.
—¿Era simpático, mamá?
—Sí. —Titubeó, no muy segura—. Eso creo.
A la mañana siguiente la llamó Stanton Rogers.
—Buenos días, señora. Habla Stanton Rogers.
Para ella fue como oír la voz de un viejo amigo. Debe de ser porque es la única persona que conozco en la ciudad.
—Buenos días, señor Rogers. Gracias por habernos hecho esperar en el aeropuerto, y por habernos reservado alojamiento.
—Espero que se encuentren cómodos.
—Sí. Es un hotel precioso.
—Me pareció conveniente que nos reuniéramos a charlar sobre sus futuras actividades.
—Con todo gusto.
—Podemos almorzar hoy en el Grand, que no queda demasiado lejos de su hotel. ¿A la una le parece bien?
—Perfecto.
—La espero en el comedor de la planta baja.
Ya empezaba todo.
Pidió que a los chicos les sirvieran la comida en la habitación, y a la una de la tarde se bajaba del taxi frente al hotel Grand. Contempló el edificio con admiración. El Grand es, en sí mismo, un centro de poder. Jefes de Estado y diplomáticos del mundo entero se alojan allí, y es fácil ver el motivo. Se trata de un edificio elegante con un imponente hall en el que se destacan los pisos de mármol italiano y bellas columnas bajo un techo circular. Hay un jardín ornamental, con una fuente y una piscina. Por una escalera de mármol se baja al restaurante donde la aguardaba Rogers.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, señor Rogers.
Él se rio.
—Qué formalidad. ¿Por qué no nos decimos Stan y Mary?
Le agradó la idea.
—Será un gusto.
Notó algo distinto en Rogers, aunque no podía precisar en qué consistía el cambio. En Junction City le había parecido reservado casi con rencor hacia ella, sensación que no percibía en absoluto en ese momento puesto que actuaba con una enorme simpatía. La diferencia está en que me ha aceptado.
—¿Quiere tomar una copa?
—No, gracias.
Pidieron el almuerzo. El precio de cada plato le pareció altísimo a Mary. Estas cifras no tienen nada que ver con lo que se paga en Junction City. La suite del hotel le salía doscientos cincuenta dólares diarios. A este paso, el dinero que tengo no va a durarme mucho.
—Stan, no lo tome a mal, pero ¿podría decirme cuánto gana un embajador?
Rogers reaccionó con una risa.
—Está en todo su derecho de preguntar. Su sueldo serán sesenta y cinco mil dólares por año, y gastos pagos de alojamiento.
—¿A partir de cuándo?
—Del momento en que jura.
—¿Y hasta ese entonces?
—Se le abonarán setenta y cinco dólares por día.
El corazón le dio un vuelco. No iba a alcanzarle ni siquiera para pagar el hotel, y menos aún para los demás gastos.
—¿Voy a estar mucho tiempo en Washington?
—Alrededor de un mes. Trataremos de acelerar lo más posible su designación. El secretario de Estado envió un cable al gobierno rumano solicitando el placet. Le confieso que ya ha habido conversaciones privadas entre ambos gobiernos. Rumanía no opondrá problemas, pero así y todo su nombramiento debe recibir aprobación en el Senado.
Así que el gobierno rumano me acepta, pensó ella, no sin cierto asombro. A lo mejor estoy más capacitada de lo que creía.
—Quiero que se reúna en carácter informal con el presidente de la comisión de Relaciones Exteriores del Senado. El próximo paso será una audiencia con todos los integrantes de la comisión, quienes la interrogarán acerca de sus antecedentes, su lealtad a la patria, la idea que tiene sobre el trabajo a emprender y qué objetivos se propone.
—¿Y después?
—Vota la comisión, y cuando ellos presentan su informe, vota el Senado en pleno.
Mary preguntó entonces:
—Pero en el pasado ha habido nombres propuestos que fueron rechazados, ¿no?
—En este caso en particular está en juego el prestigio del Presidente. Tendrá usted todo el apoyo de la Casa Blanca. El Presidente quiere apresurar lo más posible su designación. Dicho sea de paso, como pensé que a usted y los niños les gustaría pasear un poco en los próximos días, arreglé que puedan realizar una visita privada a la Casa Blanca.
—¡Ah! Muchísimas gracias.
—Es un placer.
Realizaron la visita a la Casa Blanca a la mañana siguiente. Un guía los llevó a recorrer el parque de Jacqueline Kennedy y el jardín estilo norteamericano del siglo XVIII, en el que había una piscina, árboles y hierbas para uso en la misma Casa Blanca.
—Allá adelante se encuentra el sector este, que alberga los despachos del personal militar y oficiales de enlace presidencial con el Parlamento, además de las oficinas del personal que se desempeña a las órdenes de la primera dama.
Recorrieron el sector oeste y pudieron observar la Oficina Oval del Presidente.
—¿Cuántas habitaciones hay en total? —preguntó Tim.
—Ciento treinta y dos. Hay también sesenta y nueve armarios, veintiocho chimeneas y treinta y dos baños.
—Se ve que deben ir mucho al baño.
—El mismo Washington supervisó la construcción, y fue el único presidente que nunca residió aquí.
—¡Y con razón! Esta casa es más grande que el diablo.
Mary le dio un codazo, avergonzada.
Al finalizar las casi dos horas que insumió la gira, los Ashley se sentían exhaustos e impresionados.
Aquí es donde empezó todo, pensó Mary, y ahora yo pasaré a formar parte de esto.
—¡Mamá!
—¿Sí, Beth?
—Te noto una expresión rara.
Recibió el llamado de la oficina presidencial a la mañana siguiente.
—Buenos días, señora. El presidente Ellison quiere saber si estaría disponible para reunirse con él esta tarde.
Mary tragó saliva.
—Sí, por supuesto.
—¿Le viene bien a las tres? —Sí, perfecto.
—A las tres menos cuarto pasará entonces a recogerla una limusina.
Paul Ellison se puso de pie cuando hicieron entrar a Mary en la Oficina Oval. Se acercó a recibirla con una sonrisa y le tendió la mano.
—¡La conseguí! —exclamó.
Mary festejó con risas la ocurrencia.
—Y me alegro mucho, señor Presidente. Es un gran honor para mí.
—Siéntese, señora. ¿Puedo llamarla Mary?
—Sí, por favor.
Tomaron asiento en el sofá.
—Usted va a transformarse en mi Doppelgänger. ¿Sabe lo que es?
—Creo que es un espíritu idéntico al de una persona viviente, ¿no? Un doble.
—Así es. Y eso seremos nosotros. No se imagina lo impresionado que quedé al leer su artículo, Mary. Hay muchos que no creen que nuestro programa de acercamiento entre los pueblos pueda funcionar, pero usted y yo vamos a demostrarles su error.
Nuestro programa… Nosotros vamos a demostrarles. Es un seductor, pensó Mary, pero en voz alta dijo:
—Quiero hacer lo que esté a mi alcance para colaborar, señor.
—Cuento con su ayuda. Rumanía será el campo de prueba. Debido al asesinato de Groza, su labor será mucho más ardua. Si logramos resultados positivos allí, también los lograremos en los demás países comunistas.
Durante treinta minutos conversaron sobre algunos de los problemas que se avecinaban, y luego Ellison dijo:
—Stan Rogers se mantendrá en estrecho contacto con usted. Le cuento que se ha vuelto un gran admirador suyo. —Le dio la mano—. Buena suerte, Doppelgänger.
Al día siguiente Stanton Rogers la llamó por la tarde.
—Mañana a las nueve tiene una reunión con el presidente de la comisión de Relaciones Exteriores del Senado.
La comisión funciona en el edificio Dirksen. Al costado de la puerta de entrada, una placa reza: COMISIÓN DE RELACIONES EXTERIORES SD-419.
El presidente era un hombre corpulento, canoso, de mirada intensa y el trato desenvuelto del político de profesión.
Recibió a Mary en la puerta.
—Charlie Campbell. Es un placer conocerla, señora. He oído hablar mucho de usted.
¿Bien o mal?, se preguntó Mary.
El senador la acompañó hasta un sillón.
—¿Toma café?
—No, gracias. —Estaba demasiado nerviosa como para sostener la taza en la mano.
—Bueno, vamos a lo nuestro. El doctor Ellison desea fervientemente que sea usted quien nos represente ante Rumanía. Como es natural, todos queremos brindarle el mayor apoyo en lo que nos sea posible. Yo le pregunto a usted: ¿se considera capacitada para ocupar ese cargo, señora?
—No, señor.
La respuesta lo tomó desprevenido.
—¿Cómo dijo?
—Si se refiere usted a experiencia diplomática en el trato con países extranjeros, le diría que no estoy capacitada. No obstante, sé que el treinta por ciento de nuestros embajadores son también personas sin experiencia previa. Lo que puedo aportar a mi puesto es un profundo conocimiento de Rumanía, de sus problemas económicos y sociológicos, de su historia política. Me creo capaz de proyectar una imagen positiva de nuestra nación ante el pueblo rumano.
Bueno, pensó Campbell asombrado, creí que iba a encontrarme con una estúpida. De hecho le había caído muy mal la idea de nombrar a esa mujer incluso antes de conocerla. Había recibido órdenes de arriba de lograr que la comisión designara a Mary Ashley cualquiera fuese el concepto que ella les mereciera. En los pasillos de los círculos del poder se comentaba la gaffe que había cometido el Presidente al elegir como embajadora a una campesina de un ignoto pueblo de Kansas. Menuda sorpresa van a llevarse los muchachos cuando la conozcan, pensó Campbell.
Sin embargo, lo que dijo en voz alta fue:
—La reunión de la comisión en pleno será el miércoles, a las nueve de la mañana.
La noche previa a la audiencia, Mary se sentía terriblemente asustada. Edward, cuando me pregunten por mi experiencia, ¿qué les voy a contestar? ¿Que en Junction City fui reina de mi escuela y que gané el concurso de patinaje sobre hielo tres años consecutivos? Tengo miedo, querido. Cómo desearía que estuvieses aquí conmigo.
Y una vez más tomó conciencia de la ironía. Si Edward viviese, ella no estaría allí. Estaría tranquilita, segura, en mi casa, con mi marido y los chicos, como corresponde.
Se quedó despierta la noche entera.
La audiencia se realizó en el salón de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. Los quince miembros de la comisión habían tomado asiento en un estrado, frente a una pared en la cual colgaban cuatro enormes planisferios. En el costado izquierdo de la habitación estaba la mesa de prensa llena de periodistas, y en el centro había asientos para doscientos espectadores. En las esquinas brillaba una luz intensa para las cámaras de televisión. La sala estaba colmada. Pete Connors se había ubicado en una de las últimas filas. Todo el mundo hizo silencio cuando entraron Mary, Beth y Tim.
Mary vestía un traje sastre oscuro, con camisa blanca. Los chicos tuvieron que olvidarse por fuerza de los habituales jeans y suéteres, y se pusieron su mejor ropa de salir.
Sentado en el sector de prensa, Ben Cohn pensó al verlos entrar: Dios mío, parecen una tapa de Norman Rockwell[1].
Un asistente sentó a los chicos en la fila de adelante, y a Mary se la acompañó hasta el banquillo de los testigos, frente a la comisión. Se sentó bajo el brillo y el calor de los reflectores, tratando de disimular su nerviosismo.
Se inició entonces la audiencia. Charlie Campbell le sonrió.
—Buenos días, señora. Le agradecemos que se haya presentado ante esta comisión. Pasaremos a formularle las preguntas.
El interrogatorio comenzó en un tono inocente: nombre, ¿viuda? ¿hijos?
El tono de las preguntas era amable, para inspirarle confianza.
—Según los datos que nos han adelantado, señora, estos últimos años ha dictado la cátedra de ciencia política en la Universidad Estatal de Kansas. ¿Es correcto?
—Sí, señor.
—¿Es usted oriunda de Kansas?
—Sí, señor.
—¿Sus abuelos eran rumanos?
—Mi abuelo.
—¿Escribió usted un libro y varios artículos vinculados con el acercamiento entre los Estados Unidos y los países del bloque soviético?
—Sí, señor.
—¿El último artículo se publicó en parte en la revista Asuntos Exteriores y llamó la atención del Presidente?
—Eso tengo entendido.
—Señora de Ashley, tenga a bien expresar ante esta comisión cuál es el postulado central de su artículo.
Rápidamente se le iba pasando el nerviosismo al sentirse en terreno seguro. Como se explayaba sobre un tema en el cual era una autoridad, le daba la sensación de estar dictando su seminario en la universidad.
—Actualmente existen en el mundo varios pactos económicos regionales, y dado que son mutuamente excluyentes, sólo sirven para dividir al mundo en bloques antagónicos y competitivos, en vez de unirlos. Europa tiene el Mercado Común. El bloque del Este cuenta con el COMECON. También está el OECD formado por los países de mercado libre, y el movimiento de países no alineados, del Tercer Mundo.
»Mi postulado básico es muy simple: desearía ver a las diversas organizaciones unidas por lazos económicos. Los socios de una empresa próspera no se matan uno al otro. Creo que el mismo principio se aplica a los países. Querría ver que nuestra nación da los primeros pasos tendientes a formar un mercado común que incluya tanto a sus aliados como a sus enemigos por igual. Hoy en día, por ejemplo, invertimos miles de millones de dólares en almacenar el excedente de cereales en elevadores de granos mientras hay gente que se muere de hambre en una decena de países. Ese problema se solucionaría si existiera un solo mercado común. Se remediarían así las desigualdades en la distribución, y todos podrían comprar a un precio justo de mercado. Quisiera poner mi granito de arena para lograr que esto se concrete.
El senador Harold Turkel, uno de los integrantes que representaba al partido de la oposición, tomó la palabra.
—Desearía hacerle unas preguntas a la candidata.
Ben Cohn se inclinó hacia adelante en su asiento. Ahora empezamos.
Turkel tenía más de setenta años y era famoso por su temperamento pendenciero y mordaz.
—¿Es ésta su primera visita a Washington, señora?
—Sí, señor. Me parece una de las más…
—Supongo que habrá viajado mucho.
—Bueno, no. Teníamos planeado viajar con mi marido, pero…
—¿Conoce Nueva York?
—No, señor.
—¿California?
—No, señor.
—¿Europa?
—No. Como le dije, pensábamos…
—Concretando, señora de Ashley, ¿ha salido alguna vez del Estado de Kansas?
—Sí. Pronuncié una conferencia en la Universidad de Chicago y varias charlas en Denver y Atlanta.
—Debe de haber sido muy emocionante para usted, señora —fue el ácido comentario del senador—. No recuerdo que esta comisión haya tenido nunca que aprobar a un candidato menos calificado para un cargo de embajador. ¿Usted espera representar a los Estados Unidos de Norteamérica en un país muy particular de la cortina de hierro, y nos cuenta que todo el conocimiento que tiene del mundo lo obtuvo viviendo en Junction City y pasando unos días en Chicago, Denver y Atlanta?
Mary se contuvo porque no podía olvidar que la enfocaban las cámaras de televisión.
—No, señor. Mi conocimiento del mundo proviene de haberlo estudiado. Tengo un título de doctora en ciencias políticas y durante cinco años he dictado en la Universidad Estatal de Kansas cursos relacionados con los países de la cortina de hierro. Conozco los problemas actuales del pueblo rumano, qué piensa de los Estados Unidos el gobierno rumano, y por qué. —Su voz adquirió más fuerza—. Lo único que se sabe allá sobre nosotros es lo que les informa su maquinaria de propaganda. Yo quisiera ir allí y tratar de convencerlos de que los Estados Unidos no son un país voraz y belicoso. Desearía poder mostrarles cómo es una típica familia norteamericana…
Se interrumpió, temerosa de haber ido demasiado lejos en su indignación. En cambio, con gran sorpresa comprobó que los miembros de la comisión comenzaban a aplaudirla. Todos menos Turkel.
El interrogatorio prosiguió. Una hora más tarde, preguntó Charlie Campbell:
—¿Alguna otra pregunta?
—Creo que la señora se ha expresado con gran claridad —opinó uno de los senadores.
—Yo concuerdo. Muchas gracias, señora de Ashley. Se levanta la sesión.
Pete Connors estudió un instante a Mary con la mirada y luego se marchó en silencio, mientras el periodismo se arremolinaba alrededor de ella.
—¿El hecho de que el Presidente la haya nombrado la tomó por sorpresa?
—¿Cree usted que van a aprobar su designación, señora?
—¿Sinceramente piensa que el solo hecho de dictar clases sobre un país la capacita para…?
—Vuélvase para este lado, señora. Sonría, por favor. Una más.
—Señora de Ashley…
Ben Cohn se había apartado del grupo y observaba todo con enorme atención. Es una mujer hábil. Tiene todas las respuestas. Ojalá pudiera yo acertar con las preguntas.
Cuando llegó al hotel agotada por el desgaste emocional, la llamó por teléfono Stanton Rogers.
—Cómo le va, señora embajadora.
Mary experimentó un gran alivio.
—¡No me diga que aprobé el examen! ¿Sí? Muchas, muchas gracias, Stan. No se imagina lo emocionada que estoy.
—También yo, Mary. —Su voz se notaba cargada de orgullo—. También yo.
Cuando se lo contó a los chicos, éstos la abrazaron.
—¡Yo sabía que iba a irte bien! —gritó Tim.
Beth preguntó serenamente:
—¿Te parece que papá lo sabrá?
—Estoy segura, querida —respondió Mary con una sonrisa—. No me sorprendería que hasta les haya dado un empujoncito a los miembros de la comisión.
Mary llamó por teléfono a lo de Schiffer, y cuando Florence se enteró de la novedad, prorrumpió en llantos.
—¡Fantástico! ¡Ya vas a ver cómo desparramo la noticia por el pueblo!
Mary se rio.
—Voy a tener una habitación de la embajada lista para ti y Douglas.
—¿Cuándo viajas a Rumanía?
—Bueno, primero tiene que votar el Senado en pleno, pero según Stan es un trámite meramente formal.
—¿Y después?
—Tengo varias sesiones informativas que me insumirán varias semanas, antes de partir a Rumanía.
—¡No veo la hora de llamar al Daily Union! —exclamó Florence—. La ciudad probablemente te levante un monumento. Bueno, ahora voy a cortar. Estoy demasiado emocionada como para hablar. Mañana te llamo.
Al regresar a su oficina, Ben Cohn se enteró de que se había confirmado el nombramiento de Mary. Algo le preocupaba aún, pese a que no podía precisar qué era.