Ésta es más bonita aún que las otras, pensó el guardia. No parecía una prostituta. Bien podría haber sido modelo o actriz de cine. Tenía poco más de veinte años, pelo largo, rubio, y una tez muy clara. Llevaba puesto un vestido de diseño exclusivo.
El propio Lev Pasternak se presentó en la entrada para recibirla y llevarla a la casa. La joven, de nombre Bisera, era yugoslava y ése era el primer viaje que hacía a Francia. Al ver a tantos guardias se puso algo nerviosa. En qué me habré metido, se preguntó. Lo único que sabía era que su rufián le había entregado un boleto de avión de ida y vuelta, advirtiéndole que le pagarían dos mil dólares por una hora de trabajo.
Lev Pasternak golpeó la puerta del dormitorio, y Groza le respondió:
—Adelante.
Pasternak abrió e hizo pasar a la muchacha. Marin Groza estaba parado al pie de la cama. Tenía puesta una bata, y ella se dio cuenta de que debajo estaba desnudo.
—Ésta es Bisera —dijo Pasternak, pero no mencionó el nombre de Groza.
—Buenas noches, querida. Pasa.
Pasternak se retiró y cerró suavemente al salir. Marin Groza quedó a solas con la joven, que se le acercó y lo miró con una sonrisa insinuante.
—Veo que te has puesto cómodo. ¿Qué te parece si me desvisto, así estamos los dos cómodos? —Comenzó a desnudarse.
—No te quites la ropa, por favor.
La chica lo miró sorprendida.
—¿No deseas que me…?
Groza se encaminó al armario y eligió un látigo.
—Quiero que uses esto.
«Así que ésa era la razón. Qué raro. No parecía tener aspecto de masoquista. Pero claro: uno nunca sabe.»
—Cómo no, querido. Lo que más te guste.
Marin Groza se quitó la bata y se volvió. Bisera quedó espantada al ver el cuerpo lleno de cicatrices, de gruesos costurones. Había algo en la expresión masculina que le llamaba la atención, y cuando desentrañó lo que era, quedó más perpleja aún. Era una mirada de angustia, de profundo dolor. ¿Por qué querría que lo azotaran? Lo observó caminar hasta un banco alto, donde tomó asiento.
—Fustígame con todas tus fuerzas —ordenó el hombre.
—De acuerdo. —Bisera tomó el largo látigo de cuero. El sadomasoquismo no le era desconocido, pero en ese hombre notaba algo distinto, que no alcanzaba a comprender. Bueno, no es asunto mío, reflexionó. Agarro el dinero y me voy.
Alzo el látigo y lo dejó caer sobre la espalda desnuda.
—Más fuerte. ¡Más fuerte!
Groza sintió el terrible dolor cuando el duro cuero se abatió sobre su piel. Una vez… dos… otra vez más… con más fuerza. Entonces se le presentó la visión que esperaba. Escenas de la violación de su mujer y su hija cruzaron por su mente. Fue una vejación múltiple. Riendo a carcajadas, los soldados iban de la madre a la hija con los pantalones bajos, esperando en fila que les tocara el turno. Marin Groza permaneció petrificado en el banco, como si estuviese atado a él. A medida que el látigo caía sobre su cuerpo oía los alaridos de las mujeres que imploraban piedad, que se asfixiaban con los penes dentro de la boca, que eran penetradas por vagina y ano al mismo tiempo, hasta que comenzaron a sangrar y sus gritos fueron perdiéndose.
Groza imploraba que lo flagelara con más violencia. Y con cada chasquido revivía el dolor que sintió cuando el cuchillo se clavó en sus genitales para castrarlo. Tenía dificultad para respirar.
—Llama… llama… —alcanzó a murmurar. Sentía paralizados los pulmones.
La chica se detuvo blandiendo aún el látigo.
—¡Eh! ¿Te sientes…?
Lo vio desplomarse al suelo, con los ojos abiertos y la mirada vacía.
—¡Socorro! ¡Socorro!
Lev Pasternak entró corriendo, empuñando su arma, y vio la silueta en el piso.
—¿Qué pasó?
Bisera estaba fuera de sí.
—¡Está muerto! ¡Está muerto! Yo no le hice nada. Sólo lo azoté tal como él me dijo. ¡Se lo juro!
El médico, que residía en la villa, llegó a los pocos instantes. Al ver el cuerpo de Groza, se agachó para examinarlo. La piel se le había vuelto azulada, y sus músculos estaban rígidos.
Tomó el látigo y se lo llevó a la nariz.
—¡Maldito sea! —exclamó—. Lo envenenaron con curare, una sustancia que se extrae de una planta sudamericana. Los incas la ponían en sus dardos para matar al enemigo. En el término de tres minutos paraliza todo el sistema nervioso.
Los dos hombres permanecieron ahí, sin poder hacer nada para revivir a su líder fallecido.
La noticia se dio a conocer en el mundo entero por medio de satélite, pero Lev Pasternak logró que el periodismo no se enterara de los sórdidos detalles. En Washington D.C., el presidente Ellison mantuvo una reunión con Stanton Rogers.
—¿Quién supones que ordenó el asesinato, Stan?
—O los rusos o bien Ionescu, porque en definitiva ninguno de ellos quiere que se modifique el statu quo.
—O sea que tendremos que enfrentar a Ionescu. Muy bien. Tratemos de apresurar lo más posible el nombramiento de Mary Ashley.
—No habrá problemas, Paul. Ya está en camino aquí.
—Bien.
Al enterarse de la noticia, Ángel sonrió. Pasó más pronto de lo que supuse.
A las diez de la noche sonó el teléfono particular del organizador.
—Hola.
En la línea apareció la voz gutural de Elsa Núñez.
—Ángel vio el diario de esta mañana. Dice que le depositen el dinero en su cuenta de Banco.
—Avísele que lo haremos de inmediato, y transmítale además, señorita, lo satisfecho que estoy. Dígale también que probablemente muy pronto vuelva a necesitarlo. ¿Tiene usted un teléfono adonde pueda llamar?
Se produjo una larga pausa.
—Sí, supongo que sí —aceptó, por fin, y se lo dio.
—Muy bien. Si Ángel…
La línea quedó muda.
Maldita sea esta imbécil.
El dinero fue depositado en la cuenta de Zurich esa mañana, y una hora más tarde se lo recibió como transferencia en la sucursal Ginebra de un Banco de Arabia Saudita. Hoy en día hay que tener mucho cuidado, pensó Ángel. En cuanto pueden, estos banqueros de mierda lo estafan a uno.