En la carretera cubierta de nieve se destacaban numerosos vehículos con balizas rojas intermitentes que teñían el aire helado de un tono sangre. Una autobomba, una ambulancia, una grúa, cuatro patrulleros, el coche del comisario, y en el medio, iluminado por reflectores, el camión militar M871 de cinco toneladas, debajo del cual asomaban los restos del auto de Edward Ashley. Una decena de policías y bomberos se arremolinaban en el lugar, agitaban los brazos y pisaban con fuerza para entrar en calor. En el centro de la ruta, cubierto por una lona, había un cadáver. En ese momento llegó un vehículo policial que se detuvo, y de él bajó corriendo Mary Ashley. Temblaba tanto que apenas si podía tenerse en pie. Al ver la lona quiso ir hacia allí, pero el comisario Munster la sujetó del brazo.
—Yo en su lugar no lo miraría, señora —le sugirió.
—Suélteme —gritó ella. De un sacudón logró zafarse y se encaminó hacia la lona.
—Por favor, señora. No le aconsejo ver cómo quedó.
El hombre la sostuvo en el momento en que se desvanecía.
Se despertó en el asiento trasero del auto del comisario. Munster la observaba, sentado en el asiento de adelante. Hacía un calor sofocante en el interior del vehículo porque estaba encendida la calefacción.
—¿Qué ocurrió? —Perdió el conocimiento.
De pronto recordó. No le aconsejo ver cómo quedó.
Miró por la ventanilla todos los vehículos de emergencia con sus luces rojas y pensó: Parece una escena del infierno. Sin embargo, y pese al calor que había en el auto policial, le castañeteaban los dientes.
—¿Cómo…? —le costaba pronunciar las palabras—. ¿Cómo fue que pasó?
—Siguió de largo ante una señal de detención. Un camión del ejército venía a más de cien y trató de esquivarlo, pero su marido le salió sorpresivamente adelante.
Mary cerró los ojos y se representó la escena mentalmente. Vio el camión que se lanzaba velozmente sobre Edward, el pánico pintado en sus ojos en el último instante.
Lo único que logró articular fue:
—Edward conducía siempre con cuidado. Jamás pasaría de largo ante una señal de detención.
El comisario le habló con lástima.
—Sin embargo, señora, tenemos testigos. Un sacerdote y dos monjas presenciaron el accidente, además de un tal coronel Jenkins, de Fort Riley. Y todos coinciden en afirmar lo mismo: que su marido no se detuvo ante la señal.
Tuvo la sensación de que todo lo que ocurrió después transcurría en cámara lenta. Vio que subían el cuerpo de Edward a la ambulancia. La policía interrogaba al sacerdote y las monjas, y Mary pensó: Van a pescar mucho frío parados ahí, en la intemperie.
—El cadáver lo llevan a la morgue —le avisó el comisario Munster.
El cadáver.
—Gracias —dijo ella.
El policía la miraba con cara extraña.
—La acompaño de vuelta a su casa. ¿Cómo se llama el médico de su familia?
—Edward Ashley —respondió Mary—. Edward Ashley es mi médico.
Posteriormente recordó haber llegado a la casa acompañada por el comisario Munster. Florence y Douglas Schiffer la esperaban en el living. Los niños seguían durmiendo.
Florence la abrazó.
—Lo siento tanto, tanto, tanto, querida.
—Gracias —pronunció Mary, serena—. Edward tuvo un accidente —agregó, con unas risitas.
Douglas la observaba atentamente.
—Ven conmigo a la planta alta.
—No te preocupes: estoy bien. ¿No quieres un té?
—Vamos —insistió Douglas—. Voy a acostarte.
—No tengo sueño. ¿Seguro que no quieren tomar nada?
Cuando Douglas la llevó arriba, Mary iba diciéndole:
—Fue un accidente. Edward tuvo un accidente.
Douglas le miró los ojos, se los notó desmesuradamente abiertos y con la expresión perdida, y sintió escalofríos.
Bajó a buscar su maletín de médico. Al regresar comprobó que Mary no se había movido.
—Voy a darte algo para que duermas. —Le dio un sedante y la ayudó a tenderse en la cama y se sentó a su lado. Una hora más tarde Mary continuaba despierta. Entonces le dio un segundo sedante y luego un tercero, hasta que por fin se durmió.
En Junction City existen estrictos procedimientos de investigación cuando se produce un 1048, un accidente con víctimas. Se envía una ambulancia, y el comisario del condado se presenta en el lugar del hecho. Si en el accidente hubo involucrado personal militar, la investigación la practica la DIC, División de Investigación Criminal del Ejército, juntamente con la policía.
Shel Planchard, oficial de la DIC con asiento en Fort Riley, se hallaba examinando el informe del siniestro con el comisario y un ayudante suyo, en la comisaría de la calle Novena.
—No entiendo —confesó Munster.
—¿Cuál es el problema, comisario? —preguntó Planchard.
—Mire: hubo cinco testigos ¿no? Un cura, dos monjas, el coronel Jenkins y el sargento Wallis, conductor del camión. Todos concuerdan en que el auto del doctor Ashley llegó a la ruta, no respetó una señal de detención y resultó atropellado por un camión militar.
—Así es. ¿Qué es lo que le llama la atención?
El comisario se rascó la cabeza.
—¿Alguna vez vio que, al relatar un accidente, dos testigos contaran la misma cosa? —Golpeó la mesa con el puño—. Lo que me intriga es que estos cinco testigos manifiestan exactamente lo mismo.
El investigador del Ejército se encogió de hombros.
—Eso demuestra que lo que ocurrió fue bastante obvio.
—Además hay otra cosa que me sorprende.
—¿Sí?
—¿Qué hacían un sacerdote, dos hermanas y un coronel en la ruta 77 a las cuatro de la mañana?
—Eso no tiene nada de misterioso. El cura y las monjas se dirigían a Leonardville, y el coronel regresaba a Fort Riley.
—Estuve averiguando en la Dirección de Tránsito, y la última multa que tuvo que pagar el doctor Ashley fue hace seis años, por estacionar en un sitio prohibido. En su legajo no figura ni un accidente.
El investigador lo escrutó con la mirada.
—Comisario, ¿qué es lo que trata de insinuar?
Munster se encogió de hombros.
—Yo no insinúo nada. Simplemente digo que todo esto me huele un poco raro.
—Estamos hablando de un hecho presenciado por cinco testigos. Si cree que hay algún tipo de conspiración, su teoría no tiene asidero…
El comisario lanzó un suspiro.
—Lo sé. Si no hubiese sido un accidente, lo único que tenía que hacer el camión militar era arrollar al médico y seguir su camino. No era necesario buscar tantos testigos ni hacer todo este teatro.
—Exacto. —El hombre de la DIC se levantó y se desperezó—. Bueno, tengo que volver a la base. Por lo que a mí concierne, el conductor del camión, sargento Wallis, queda libre de sospechas. —Miró al comisario—. ¿Estamos de acuerdo?
Munster habló sin demasiado entusiasmo.
—Sí. Debe de haber sido un accidente.
Mary despertó al oír llantos de niños, pero se quedó inmóvil, pensando con los ojos cerrados. Esto debe de ser parte de la pesadilla. Estoy dormida, y cuando me despierte, Edward estará vivo.
Pero los llantos no cesaban. Cuando ya no pudo soportarlo más, abrió los ojos y permaneció con la mirada clavada en el techo. Por último hizo un esfuerzo y se levantó. Se sentía embotada. Fue hasta el dormitorio de Tim. Florence y Beth estaba ahí con él. Los tres sollozaban. Ojalá yo pudiera llorar, pensó. Ojalá pudiera llorar.
Beth miró a su madre.
—¿Es… es cierto que papá murió?
Mary asintió incapaz de articular palabra, y se sentó en el borde de la cama.
—Tuve que contarles —se disculpó Florence— porque se iban a jugar con unos amigos.
—Hiciste bien. —Mary le acarició el pelo a Tim—. No llores, querido. Todo va a andar bien.
Nada volvería a andar nunca bien.
Jamás.
El Comando de la División de Investigaciones Criminales del Ejército de los Estados Unidos, con asiento en Fort Riley, tiene sus oficinas centrales en el pabellón 169, un viejo edificio rodeado de pinos. En un despacho de la planta baja, el oficial Shel Planchard departía con el coronel Jenkins.
—Tengo una mala noticia que darle, señor. El sargento Wallis, el conductor del camión que arrolló a ese médico civil…
—¿Sí?
—Esta mañana murió de un ataque al corazón.
—Qué barbaridad.
—Sí, señor —respondió el oficial con voz sin matices—. Hoy mismo se cremarán sus restos. Fue algo repentino.
—Sí, una desgracia. —El coronel se puso de pie—. A mí me dieron traslado al extranjero. —Se permitió una sonrisita—. Es un ascenso importante.
—Felicitaciones, señor, porque se lo merece.
Mary Ashley llegó posteriormente a la conclusión de que lo que la salvó de la demencia fue el haberse hallado en estado de shock. Tenía la sensación de que todo le sucedía a otra persona. Ella estaba debajo del agua nadando sin prisa y escuchaba voces lejanas semi-distorsionadas.
El velatorio se realizó en una empresa de la calle Jefferson, un edificio azul con un enorme reloj blanco que colgaba sobre la puerta de entrada. El salón estaba colmado de amigos y colegas de Edward. Había decenas de palmas y coronas. De éstas, una de las más grandes tenía una tarjeta que decía, simplemente: «Mis más sinceras condolencias. Paul Ellison».
Mary, Beth y Tim se encontraban en el pequeño salón reservado para la familia. Los niños tenían los ojos enrojecidos.
El féretro estaba tapado, y Mary no se atrevía a pensar el motivo.
El pastor hablaba en esos momentos:
—Señor, tú fuiste nuestra morada. En todas las generaciones, antes de que surgieran las montañas, antes de que crearas la tierra y el mundo, y por toda la eternidad, serás Dios. Por consiguiente, nada habremos de temer aunque la tierra cambie, aunque las montañas se derrumben y caigan al fondo del mar…
Ella y Edward estaban en un pequeño velero, en el lago Milford.
—¿Te gusta navegar? —le había preguntado él la primera vez que salieron juntos.
—Nunca lo hice.
—Entonces saldremos el sábado.
Una semana más tarde contraían matrimonio.
—¿Sabes por qué me casé contigo? —bromeó él—. Porque pasaste la prueba. Te reíste mucho y no te caíste por la borda.
Al concluir la ceremonia fúnebre, Mary y los chicos subieron a la larga limusina negra que encabezó el cortejo.
El cementerio Highland es un enorme parque rodeado por un camino de grava. Es tan antiguo, que muchas de las lápidas se han desgastado a consecuencia del paso del tiempo y las inclemencias meteorológicas. La ceremonia fue breve debido al intenso frío reinante.
—Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, y el que vive y cree en mí, jamás habrá de morir. Yo soy el que vive y ha muerto, y he de vivir eternamente.
Gracias a Dios todo terminó por fin. Mary y los niños permanecieron bajo el viento feroz mientras observaban que se bajaba el ataúd hacia la tierra helada e insensible.
Adiós, querido.
Se supone que la muerte es una terminación, pero para Mary fue el comienzo de un infierno insoportable. Pese a que con Edward habían hablado de la muerte y ella creía haber llegado a aceptarla, de pronto se le presentaba como algo inmediato y aterrorizante. Ya no era algo incierto, que sucedería algún día lejano. No había manera de sobreponerse. Interiormente se resistía a creer lo que había pasado. Al morir Edward, todo lo maravilloso había muerto con él. La realidad no hacía más que atacarla a cada instante. Deseaba estar sola. Se replegó en sí misma como si fuera una niñita atemorizada, abandonada por un adulto. Se enfureció con Dios. ¿Por qué no me llevaste a mí primero? Se indignó con Edward por haberla dejado, con los niños, consigo misma.
Soy una mujer de treinta y cinco años con dos hijos, y no sé quién soy. Cuando era la señora de Ashley tenía una identidad, pertenecía a alguien que a su vez me pertenecía a mí.
El tiempo giraba sin control, burlándose de ese vacío que sentía. La vida le parecía un caballo desbocado al que no podía dominar.
Los Schiffer y otros amigos la acompañaron mucho, pero ella hubiese preferido que se fuesen y la dejaran sola. Una tarde llegó Florence y la encontró sentada frente al televisor, mirando un partido de fútbol.
—Ni se dio cuenta de que estaba yo ahí —le contó esa noche Florence a su marido—. Se había concentrado tanto en el partido… que me produjo una sensación irreal.
—¿Por qué?
—Porque Mary odia el fútbol. El que miraba siempre los partidos era Edward.
Tuvo que emplear hasta la última gota de fuerza de voluntad para ocuparse de los trámites ocasionados por la muerte de Edward. Estaban el testamento, el seguro, las cuentas bancarias, las deudas e impuestos, los préstamos, la participación de Edward en la corporación médica, los activos y pasivos, y Mary tenía ganas de gritarles a banqueros, abogados y contadores que la dejaran en paz.
No quiero sobreponerme, se dijo, afligida. Edward murió, y lo único que quiere la gente es hablar de dinero.
Finalmente no le quedó más remedio que tratar el tema.
Frank Dunphy, el contador de Edward, la encaró:
—Lamentablemente, señora, el seguro va a alcanzar para saldar las deudas y los impuestos accesorios. Su marido no se preocupaba mucho por conseguir que los pacientes le pagaran. La cifra que le deben es abultada. Voy a contratar a una agencia de cobranza para que…
—No —protestó ella enérgicamente—. Eso a Edward no le gustaría.
Dunphy estaba desconcertado.
—En resumidas cuentas, lo que le queda a usted disponible son treinta mil dólares en efectivo y esta casa, que está hipotecada. Si la vendiera…
—Edward no querría que la vendiese.
Allí se quedó sentada tiesa, sumida en el mayor de los dolores, y Dunphy pensó: Ojalá mi mujer me quisiera a mí con la misma intensidad.
Y aún no había pasado lo peor: debía deshacerse de los objetos personales de Edward. Florence se ofreció para darle una mano, pero ella no aceptó.
—Edward habría querido que lo hiciese yo.
Había tantas cosas pequeñas, íntimas. Una docena de pipas, una lata de tabaco sin abrir, dos pares de anteojos de leer, apuntes para una conferencia sobre temas médicos que jamás iba a dictar. Abrió el armario de su marido y acarició los trajes que él nunca iba a volver a usar. La corbata azul que se había puesto la última noche que estuvieron juntos. La bufanda y los guantes con que se abrigaba los gélidos días invernales. Ya no los precisaría en la tumba fría. Con cuidado guardó la afeitadora los cepillos de dientes, moviéndose siempre como una autómata.
Encontró notitas de amor que se habían enviado el uno al otro, y que le trajeron a la memoria los años pobres, cuando Edward comenzaba el ejercicio de su profesión, una cena de Acción de Gracias sin el tradicional pavo, los picnics de verano, el primer embarazo, las veces en que le hacían escuchar a Beth música clásica mientras la criatura estaba aún en el vientre, la carta de amor que le escribió Edward al nacer Tim, la manzana dorada que le regaló cuando ella se inició en la docencia, y miles de otras cosas que le arrancaron lágrimas. La muerte de Edward era un truco cruel de algún mago. Edward estaba ahí, vivo, sonriente, hablándole con amor, y al instante siguiente desaparecía en las entrañas frías de la tierra.
Soy una persona madura. Tengo que aceptar la realidad. No soy madura. No puedo aceptarla. No quiero vivir.
Despierta en la larga noche, pensó en lo fácil que sería ir a reunirse con él, poner fin al dolor intolerable, encontrar la paz. Se nos educa para que esperemos un final feliz, pensó Mary, pero los finales felices no existen. Sólo la muerte nos aguarda. Cuando encontramos el amor y la alegría nos son arrebatados sin motivo. Viajamos en una nave espacial desierta que avanza sin rumbo entre las estrellas. El mundo es Dachau, y somos todos judíos.
Se adormiló, pero en la mitad de la noche sus alaridos despertaron a los niños, que corrieron a su cuarto y se acostaron con ella en la cama.
—Tú no te vas a morir, ¿no, mamá? —dijo Tim.
Y Mary pensó: No puedo suicidarme. Ellos me necesitan y Edward jamás me lo perdonaría.
Tenía que seguir viviendo por ellos, para darles el amor que él ya no podría darles. Estamos todos tan necesitados sin Edward; nos necesitamos tanto. Qué ironía: que la muerte de Edward sea tanto más difícil de tolerar porque compartimos una vida tan maravillosa. Hay tantas razones más para extrañarlo, tantos recuerdos de cosas que nunca más habrán de suceder. ¿Dónde estás, Dios? ¿Me estás escuchando? Ayúdame, por favor.
Ring Lardner dijo: «De cada tres personas, tres van a morir, así que cállate la boca y negocia». Tengo que negociar. Estoy haciendo gala de un tremendo egoísmo. Me porto mal, como si yo fuera la única persona del mundo que sufre. Dios no está tratando de castigarme. La vida es una caja cósmica de sorpresas. En este momento, en algún lugar del mundo, alguien esquía en la montaña, tiene un orgasmo, pierde un hijo, se corta el pelo, yace en un lecho de dolor, canta sobre un escenario, sufre asfixia por inmersión, se casa, o se muere de hambre arrumbado en la calle. En última instancia, ¿acaso no somos todos esa misma persona? Un eón son mil millones de años, y hace un eón cada átomo de nuestro cuerpo era parte de una estrella. Atiéndeme, Dios. Somos todos parte de tu universo, y si morimos, parte de tu universo muere también con nosotros.
Edward estaba en todos lados. En las canciones que Mary oía por la radio, en el paisaje que solían atravesar juntos, tendido a su lado en la cama cuando ella se despertaba al alba.
Hoy tengo que levantarme temprano, querida. Me espera una histerectomía y una operación de cadera.
Oía su voz con nitidez, y comenzó a hablarle como si estuviera vivo. Estoy preocupada por los chicos, Edward. No quieren ir a la escuela porque tienen miedo de que, al volver a casa, yo ya no esté.
Iba todos los días al cementerio y se quedaba parada en medio del frío llorando por lo que había perdido para siempre. Pero en nada la reconfortaba. No estás aquí. Por favor, dime dónde estás.
Recordaba el cuento de Marguerite Yourcenar, «Cómo se salvó Wang-Fô». Era la historia de un pintor chino condenado a muerte por su emperador por haber mentido, por crear imágenes de un mundo cuya belleza se contradecía con la realidad. Pero el artista burló al monarca pintando un barco, que luego usó para huir navegando. Yo también quiero escaparme, pensó Mary. No soporto seguir acá sin ti, querido.
Florence y Douglas trataban de animarla. «Está en paz», le decían, como también muchísimas otras frases hechas. Las palabras fáciles de consuelo que no consolaban en lo más mínimo.
Se despertaba de noche y corría a los cuartos de los chicos para comprobar si estaban vivos. Mis hijos van a morir. Todos vamos a morir. La gente caminaba displicentemente por la calle. Idiotas… se ríen, felices… y todos van a morir. Tenían los días contados, y los desperdiciaban jugando tontas partidas de naipes, viendo películas tontas, tontos partidos de fútbol. ¡Despierten!, quería gritarles. La tierra es el matadero de Dios, y nosotros somos su ganado. ¿Acaso no saben la suerte que correrán ellos y todos sus seres queridos?
La respuesta le llegó lenta, dolorosamente, a través de los pesados velos del sufrimiento. Por supuesto que lo sabían. Esos juegos eran una forma de desafío; su risa, un alarde de valentía, alarde que partía de saber que la vida tiene fin, que a todos nos espera la misma suerte. Poco a poco, el miedo y la indignación se tornaron en una sensación de asombro frente al coraje de los demás seres humanos. Siento vergüenza de mí misma. En última instancia, cada uno de nosotros está solo, pero mientras no llegue el final, debemos estar todos juntos para darnos cariño y consuelo.
La Biblia dice que la muerte no es un final sino sólo una transición. Edward jamás la habría abandonado a ella y los chicos o sea que debía de estar allí, en alguna parte.
Mantenía conversaciones con él. Hoy fui a hablar con la maestra de Tim. Felizmente está sacando mejores notas. Beth está en cama con un resfrío fuerte. ¿Recuerdas que suele resfriarse siempre a esta altura del año? Esta noche vamos a ir todos a cenar a lo de Florence y Douglas. Se han portado de maravillas, querido.
Hoy vino el decano a casa. Quería saber si tenía pensado seguir con la cátedra en la universidad. Le contesté que por ahora no porque no quiero dejar solos a los chicos ni un instante. Me necesitan tanto… ¿Te parece que algún día debería volver a la docencia?
Unos días más tarde: Ascendieron a Douglas, Edward. Ahora es jefe de personal del hospital.
¿Podría oírla Edward? ¿Existía Dios y el más allá o acaso era todo una fábula? T. S. Elliot dijo: «Sin ningún tipo de Dios, el hombre no es siquiera interesante.»
El presidente Paul Ellison, Stanton Rogers y Floyd Baker se hallaban reunidos en la Oficina Oval.
—Señor Presidente —dijo el secretario de Estado—, ambos estamos recibiendo un sinnúmero de presiones. No creo que podamos dilatar aún más la elección de un embajador ante Rumanía. Quisiera que estudie la nómina que le entregué y escoja…
—Gracias, Floyd. Le agradezco muchísimo, pero sigo pensando que la candidata ideal es Mary Ashley. La situación familiar de la señora ha cambiado. Lo que para ella fue una desgracia quizás a nosotros nos beneficie. Quiero insistir, a ver si cambia de opinión. —Se volvió hacia Stanton Rogers—. Stan, tendrás que viajar a Kansas y tratar de convencerla para que acepte el puesto.
—Si ése es tu deseo.
Mary estaba preparando la cena cuando sonó el teléfono.
—Un llamado desde la Casa Blanca —le anunció una operadora al levantar Mary el auricular—. El Presidente desea hablar con la señora Mary Ashley.
Ahora no, pensó ella. No tengo ganas de hablar con él ni con nadie.
Recordó lo emocionada que estuvo en ocasión del llamado anterior.
—Soy yo, pero…
—Un momentito, por favor.
Segundos más tarde apareció la voz familiar en la línea.
—¿Con la señora de Ashley? Habla Paul Ellison. Quería transmitirle mi más sincero pesar por la muerte de su marido. Me han dicho que era una gran persona.
—Gracias, señor. Le agradezco también las flores.
—No quisiera interferir en su vida privada, señora, sobre todo porque ha transcurrido tan poco tiempo, pero dado que su situación cambió, le pido que reconsidere el ofrecimiento que le hice.
—Gracias, pero no podría…
—Escúcheme, por favor. Va a viajar una persona allí especialmente para hablar con usted. Se llama Stanton Rogers, y lo único que le pido es que por lo menos converse con él.
No supo qué contestar. ¿Cómo explicarle que su mundo se había trastrocado, que su vida se había hecho añicos? Lo único que le importaba eran sus hijos. Resolvió entonces que, por cortesía, recibiría a Rogers y luego rechazaría con elegancia el ofrecimiento.
—Hablaré con él, señor, pero le aseguro que no voy a cambiar de parecer.
Había un bar de moda en el bulevar Bineau que solían frecuentar los custodios de Marin Groza. Hasta el mismo Lev Pasternak iba allí de vez en cuando. Ángel eligió una mesa en un sector del salón desde donde resultaba fácil escuchar las conversaciones. Al alejarse de la estricta rutina de la vigilancia, los guardias bebían y soltaban la lengua. Ángel escuchaba con la intención de conocer algún punto vulnerable de la residencia. Siempre había un punto vulnerable, pero uno debía ser lo suficientemente astuto como para descubrirlo.
Tres días transcurrieron antes de que captara una conversación en la cual pudo entrever la solución de su problema.
Uno de los guardias comentaba:
—No sé qué les hace Groza a las prostitutas que se hace traer, pero lo cierto es que ellas lo destrozan a latigazos. Tendrías que oír los alaridos que salen de esa habitación. El otro día espié los látigos que guarda él en su armario…
Y la noche siguiente:
—Las mujeres que nuestro jefe lleva a la casa son unas bellezas. Las traen de todas partes del mundo. Lev mismo se encarga de conseguirlas. Es muy listo: nunca usa dos veces la misma chica. Así, nadie puede valerse de ellas para llegar a Marin Groza.
Ángel no necesitó oír más.
A primera hora de la mañana siguiente, Ángel alquiló un Fiat para dirigirse a París. La tienda de artículos eróticos quedaba en Montmartre, en un sector habitado por prostitutas y rufianes. Ángel entró y recorrió lentamente los pasillos estudiando la mercadería en exposición. Había grilletes, cadenas y cascos con tachas de hierro; pantalones de cuero con tajos en la delantera; vibradores, muñecas inflables de goma y videos pornográficos. Había también duchas masculinas, cremas anales y látigos de cuero trenzado, de un metro ochenta de largo, con varias tiras en el extremo.
Ángel eligió un látigo, lo abonó en efectivo y se marchó.
A la mañana siguiente lo llevó de vuelta a la tienda.
El gerente lo recibió de mala manera.
—Nosotros no devolvemos el dinero —dijo.
—No quiero que me lo devuelvan —explicó Ángel—. Me molesta tener que andar con esto a cuestas. ¿Podría enviármelo por correo? Yo le abonaría el flete, desde luego.
Esa misma tarde Ángel tomaba un avión de regreso a Buenos Aires.
El látigo, cuidadosamente embalado, arribó al día siguiente a la villa de Neuilly, donde fue recibido por el personal de vigilancia. El guardia leyó la etiqueta de la tienda. Luego abrió la encomienda y examinó el látigo con detenimiento. Cualquiera diría que el viejo ya tiene suficientes de éstos, se dijo.
Lo entregó a otro custodio y éste lo llevó al cuarto de Marin Groza. Allí lo guardó en el armario, junto con los demás.