En 1965, en un escándalo que conmovió a los servicios secretos internacionales, Mehdi ben Barka —un opositor al rey Hassan II de Marruecos— fue tentado para trasladarse a París desde su exilio en Ginebra, y allí resultó asesinado con la colaboración del servicio secreto francés. Con posterioridad a ese episodio, el presidente Charles de Gaulle desvinculó al servicio secreto de la esfera del primer ministro y lo puso bajo la égida del Ministerio de Defensa. Debido a esa decisión, el ministro de Defensa, Roland Passy, era el responsable de la seguridad de Marin Groza, a quien el gobierno francés había concedido asilo. Los gendarmes custodiaban la residencia de Neuilly las veinticuatro horas del día, pero la mayor confianza de Passy residía en el hecho de saber que el encargado de la seguridad interna de la villa era Lev Pasternak. Él mismo había revisado los dispositivos de seguridad y estaba convencido de que la casa era inexpugnable.
En el curso de las últimas semanas se había corrido el rumor en el mundo diplomático sobre la inminencia de un golpe de Estado, que Marin Groza planeaba regresar a Rumanía y que Alexandros Ionescu iba a ser derrocado por los altos mandos militares.
Lev Pasternak golpeó a la puerta y entró en la biblioteca que servía de despacho al líder revolucionario. Groza estaba sentado a su escritorio trabajando, y levantó la mirada al oír que entraba alguien.
—Todos quieren saber cuándo va a producirse la revolución —comentó Pasternak—. Es el secreto peor guardado del mundo.
—Dígales que tengan paciencia. ¿Vendrá a Bucarest conmigo, Lev?
Lo que Pasternak más ansiaba en el mundo era retornar a Israel. Acepto el trabajo provisionalmente, le había respondido a Marin Groza, hasta que usted se haya preparado para lanzar su ofensiva.
Pero el provisionalmente se convirtió en semanas, meses y por último en tres años. Y una vez más llegaba el momento de renovar la decisión.
En un mundo habitado por pigmeos, reflexionó Pasternak, tuve el privilegio de servir a un gigante. Marin Groza era el hombre mas idealista y desprendido que hubiese conocido jamás.
Durante el primer tiempo que trabajó a sus órdenes, Pasternak se preguntó si su jefe no tendría familia, pero Groza jamás mencionaba a nadie. Por último se enteró de la historia por medio del oficial que lo había puesto en contacto con el líder rumano.
—Groza fue traicionado. Las fuerzas de seguridad lo detuvieron y torturaron durante cinco días. Prometieron liberarlo si confesaba los nombres de sus compañeros en la clandestinidad. Él no dio su brazo a torcer. Arrestaron entonces a la esposa y su hija de catorce años, y las llevaron a la sala de interrogatorio para que Groza eligiera: o confesaba o las veía morir. Fue la decisión más difícil que un hombre haya tenido que tomar jamás. Se trataba de la vida de su mujer y su hija contra la vida de cientos de personas que creían en él. —El hombre hizo una pausa, tras la cual prosiguió más lentamente—. Creo que en definitiva lo que llevó a Groza a decidirse fue el convencimiento de que de todas maneras él y sus familiares morirían. Se negó a suministrar los nombres. Los guardias lo ataron a una silla y lo obligaron a presenciar la forma en que su mujer y su hija eran violadas repetidas veces, hasta que al final murieron. Pero no habían acabado aún con Groza. Cuando los cuerpos exánimes y ensangrentados quedaron tirados a sus pies, fueron y castraron a Groza.
—¡Dios santo!
El oficial miró a Pasternak a los ojos.
—Pero lo más importante que debe usted comprender es que Groza no desea regresar a Rumanía en busca de venganza sino para liberar a su pueblo. Quiere cerciorarse de que ese tipo de cosas no vuelva nunca a suceder.
A partir de ese día Lev Pasternak trabajó a las órdenes del líder revolucionario, y cada día que pasaba sentía un afecto más profundo por él. Y en ese momento debería decidir si abandonaba la idea de regresar a su patria para acompañar a Groza a Rumanía.
Esa noche Pasternak iba caminando por el pasillo, y al pasar frente al dormitorio de Marin Groza oyó que salían desde adentro los habituales gritos de dolor. Entonces hoy es viernes, pensó; el día en que iban las prostitutas. Se las traía de Inglaterra, Norteamérica, Brasil, Japón, Tailandia y otra media docena de países. Ellas no tenían idea del lugar de destino ni de a quién iban a ver. Se las recibía en el aeropuerto Charles de Gaulle, se las conducía directamente a la villa, y al cabo de unas horas se las llevaba de nuevo al aeropuerto al vuelo de regreso. Todos los viernes por la noche resonaban en los pasillos los alaridos del líder. El personal daba por sentado que estaba produciéndose alguna orgía sexual. Sin embargo, el único que estaba al tanto de lo que ocurría dentro de ese dormitorio era Lev Pasternak. Las visitas de las prostitutas nada tenían que ver con el sexo sino que eran una penitencia. Una vez por semana Groza se desnudaba, se hacía atar a una silla por una mujer y luego ésta le propinaba despiadados azotes hasta arrancarle sangre del cuerpo. Cada vez que lo flagelaban, Groza veía cómo eran violadas su mujer y su hija hasta morir, clamando por ayuda. Entonces exclamaba: «¡Perdón! Voy a hablar. Dios mío, por favor, permítanme confesar…»
El llamado telefónico se produjo diez días después de haberse hallado el cadáver de Harry Lantz. El organizador estaba en una reunión de personal cuando sonó el intercomunicador.
—Usted pidió que no lo molestaran, señor, pero tiene una llamada del extranjero y me da la impresión de que es urgente. Una tal Elsa Núñez lo habla desde Buenos Aires. Le dije que…
—Está bien. —Procuró dominar sus emociones—. Tomo la comunicación en mi oficina. —Se disculpó ante su personal, fue hasta su despacho y se encerró con llave—. Hola. ¿Habla la señorita Núñez?
—Sí. —Era una voz inculta, con acento sudamericano—. Tengo un mensaje de Ángel para usted. No le gustó nada ese entremetido que le mandó.
El hombre escogió cuidadosamente sus palabras.
—Lo siento. Sin embargo aún desearíamos proseguir con nuestro trato. ¿Cree que será posible?
—Sí. Él está dispuesto a hacerlo.
El hombre contuvo un suspiro de alivio.
—Excelente. ¿Cómo hago para hacerle llegar el anticipo?
La mujer se rio.
—Ángel no necesita ningún anticipo porque a él nadie lo estafa. —Las palabras eran escalofriantes—. Cuando el trabajo esté, terminado, usted ponga el dinero en… espere un minuto… por algún lado lo anoté… sí, aquí está. En el State Bank, de Zurich. Eso queda en Suiza. —Parecía retardada.
—Voy a precisar el número de cuenta.
—Ah, sí. El número es… ay, me lo olvidé. Espere… debo de tenerlo por alguna parte. —Se oyó ruido de papeles, y luego la mujer volvió al teléfono—. Aquí está. J-tres-cuatro-nueve-cero-siete-siete.
Él repitió el número.
—¿Cuándo podrá él realizar el encargo?
—Cuando esté listo, señor. Ángel dice que usted va a enterarse de que lo hizo porque lo leerá en los diarios.
—Muy bien. Yo le doy mi teléfono particular por si acaso Ángel necesita comunicarse conmigo.
Se lo dijo muy lentamente.
Thilisi, Rusia
La reunión se realizaba en una remota cabaña, sobre el río Kura.
—Han surgido dos temas urgentes —informó el presidente—. El primero es una buena noticia: el organizador recibió un llamado de Ángel, o sea que ese contrato sigue adelante.
—¡Es una noticia muy buena! —exclamó Freyr—. ¿Y cuál es la mala?
—Se refiere al candidato que el Presidente de la nación ha elegido para la embajada en Rumanía, pero esa situación puede solucionarse…
A Mary le costaba mucho no distraerse en clase. Algo había cambiado. En opinión de sus alumnos se había convertido en una celebridad, lo cual le producía una sensación muy intensa. Percibía que los estudiantes escuchaban con sumo respeto sus palabras.
—Como sabemos, 1956 se considera un año decisivo para muchos países de Europa oriental. Con el retorno al poder de Gomulka, surgió el comunismo nacional en Polonia. En Checoslovaquia, Ántonin Mavorony conducía el Partido Comunista. No hubo cambios políticos de importancia en Rumanía…
Rumanía… Bucarest… Por las fotos que había visto, debía de ser una de las ciudades más hermosas de Europa. Nunca olvidó las historias relatadas por el abuelo acerca de su país natal. Recordaba el terror que sentía de niña al oírlo hablar sobre el siniestro príncipe Vlad de Transilvania. Era un vampiro, Mary, que vivía en un inmenso castillo en las montañas de Brasov, chupando la sangre de sus inocentes víctimas.
Mary se percató súbitamente de que reinaba un silencio profundo en el aula. Los jóvenes la miraban fijo. ¿Cuánto tiempo hará que me quedé soñando despierta?, se preguntó. Rápidamente prosiguió con su disertación.
—En Rumanía, Gheorghiu-Dej consolidaba su poder dentro del Partido de los Trabajadores…
Le daba la sensación de que esa clase no terminaba nunca, pero felizmente ya estaba por concluir.
—Como tarea les encargo redactar una monografía sobre la gestión y planificación económica de la URSS. Deberán describir la organización básica de los entes de gobierno, y el control que ejerce el Partido Comunista. Quiero que analicen el plano interno de la política soviética y su proyección externa, haciendo mención especial de su posición respecto de Polonia, Checoslovaquia y Rumanía.
Rumanía… Bienvenida, señora embajadora. Aquí está la limusina que habrá de llevarla a la embajada. La embajada de ella. Le habían ofrecido ir a vivir a una de las capitales más interesantes del mundo, trabajar a las órdenes del Presidente, tener un papel primordial en su política de acercamiento entre los pueblos. Pude haber sido parte de la historia.
El timbre la sacó de los sueños. Terminaba la clase y era hora de ir a su casa a cambiarse. Edward volvería temprano del hospital porque quería llevarla a cenar al country club.
Como correspondía a una cuasi embajadora.
—¡Emergencia! ¡Emergencia! —alertó la voz por los parlantes en los pasillos del hospital. Cuando el personal comenzaba a converger en la entrada de ambulancias, alcanzaba a oírse ya el ulular de una sirena que se aproximaba. El Geary Community Hospital es un edificio de aspecto austero, erigido sobre una loma de la calle St. Alary en el sector sudeste de Junction City. Cuenta con sesenta y seis camas, dos modernos quirófanos, numerosos consultorios y oficinas administrativas.
Ese viernes habían tenido un trabajo intenso, y la sala de guardia ya estaba colmada de conscriptos de la Primera División de Infantería con asiento en Fort Riley, que solían bajar al pueblo a divertirse en sus días francos.
El doctor Edward Ashley se hallaba suturando el cráneo de un soldado que había perdido una pelea en un bar. Hacía trece años que Edward integraba el plantel del nosocomio, y antes de dedicarse al ejercicio privado de la profesión se había desempeñado como cirujano de la fuerza aérea con el rango de capitán. Varios prestigiosos hospitales de ciudades grandes trataron de tentarlo con ofertas laborales, pero él prefirió quedarse donde estaba.
Terminó de atender al paciente y miró alrededor. Había no menos de doce soldados aguardando para que los cosiera. Oyó el sonido más intenso de las sirenas.
—Están tocando nuestra canción —dijo.
El doctor Douglas Schiffer, que atendía a un herido de bala, asintió.
—Esto parece una escena de MASH. Cualquiera pensaría que estamos en guerra.
—Es la única guerra que tienen estos muchachos, Doug —fue el comentario de Ashley—. Por eso es que los fines de semana vienen al pueblo y se enloquecen un poco. Están frustrados. —Dio un último punto—. Ya está listo, soldado. Quedó como nuevo. —Se volvió hacia su colega—. Vamos ya a emergencias.
El paciente vestía uniforme de soldado y parecía no tener más de dieciocho años. Se hallaba en estado de shock. Sudaba abundantemente y respiraba con dificultad. El doctor Ashley le tomó el pulso y lo notó débil. Una mancha de sangre teñía la pechera de su chaqueta. Edward le preguntó a uno de los camilleros que lo habían transportado:
—¿Qué tenemos aquí?
—Herida de cuchillo en el pecho, doctor.
—Vamos a ver si tiene colapso pulmonar. Quiero una radiografía de tórax —le indicó a la enfermera—. Le doy tres minutos.
El doctor Schiffer observó la yugular y miró luego a Edward.
—Está distendida, Edward. Probablemente se haya interesado el pericardio. —Eso quería decir que el saco protector del corazón estaba lleno de sangre, que hacía presión sobre el corazón impidiéndole latir adecuadamente.
La enfermera que tomaba la presión sanguínea anunció:
—La presión baja deprisa.
El monitor del electrocardiograma comenzaba a emitir señales lentas. El paciente estaba yéndoseles de las manos.
Otra enfermera entró presurosa con la radiografía de tórax, que Edward revisó en el acto.
—Taponamiento del pericardio —diagnosticó.
El corazón estaba perforado y había colapso pulmonar.
—Pónganle un tubo para expandir el pulmón. —Habló con voz serena, aunque con un inconfundible tono de apremio—. Llamen al anestesista. Vamos a abrirlo. Entúbenlo.
Una enfermera le alcanzó al doctor Schiffer un tubo endotraqueal. Edward Ashley le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Ya —dijo.
Con cuidado, Schiffer comenzó a introducir el tubo por la tráquea del soldado desvanecido. En el extremo del tubo había una bolsita que el médico apretó rítmicamente para ventilar los pulmones del paciente. Las señales del monitor eran cada vez más lentas, y la curva llegó a ponerse totalmente plana. Se percibía el olor a muerte en la sala.
—¡Se muere!
Como no había tiempo de llevarlo al quirófano, el doctor Ashley debió tomar una decisión en el acto.
—Le haremos una toracotomía. Bisturí.
Apenas tuvo el bisturí en la mano, Edward se agachó y practicó un corte transversal en el pecho del paciente. Casi no había sangre porque el corazón estaba atrapado en el pericardio.
—¡Separadores!
Se le colocó el instrumento en la mano, y él lo introdujo en la cavidad torácica del paciente para separarle las costillas.
—Tijeras.
Se acercó más para poder llegar hasta el pericardio. Al cortarlo con la tijera, brotó la sangre oprimida dentro del saco, manchando al médico y las enfermeras. El doctor comenzó a masajear entonces el corazón, advirtiéndose luego signos vitales en el monitor. Había un pequeño desgarro en el ápex del ventrículo izquierdo.
—Llévenlo al quirófano.
Tres minutos más tarde el muchacho estaba ya en la mesa de operaciones.
—Transfusión… un litro de sangre.
No había tiempo para averiguar a qué grupo pertenecía, razón por la cual se utilizó sangre de grupo universal.
Luego de comenzar la transfusión, el doctor Ashley pidió un aspirador, que le fue entregado por una enfermera.
—Yo suturo, Edward —dijo el doctor Schiffer—. ¿Por qué no vas a lavarte?
Ashley tenía la bata de cirujano salpicada de sangre. Observó el monitor y pudo ver que el corazón del paciente latía con ritmo fuerte y parejo.
—Gracias.
Ashley se dio una ducha, se cambió y fue después a su oficina a redactar el informe de rutina. Era una habitación agradable, llena de bibliotecas con libros de medicina y trofeos deportivos. Había un escritorio, un sillón, una mesita y dos sillas. De las paredes colgaban sus diplomas profesionales, con bellos marcos.
Sentía el cuerpo entumecido por la tensión que acababa de soportar. Al mismo tiempo experimentaba una excitación sexual, como siempre le sucedía luego de practicar una operación de cirugía mayor. Eso se produce por efecto de haber estado frente a la muerte, que magnifica los valores de la fuerza de vida, le había explicado cierta vez un psiquiatra. Hacer el amor constituye una ratificación de la continuidad de la existencia. Cualquiera sea el motivo, pensó él, me gustaría que Mary pudiese estar aquí.
Eligió una pipa, la encendió, se desplomó en el sillón y estiró las piernas. Al evocar el recuerdo de Mary sintió cargo de conciencia. Él tenía la culpa de que hubiese rechazado el ofrecimiento del Presidente, y sus razones eran valederas. Pero también hay algo más, tuvo que reconocer. Me puse celoso y reaccioné como un chiquillo. ¿Qué habría pasado si el Presidente me hubiese hecho a mí semejante proposición? Seguramente habría saltado de alegría. Qué vergüenza. Lo único que pensé fue que Mary debía quedarse en casa para ocuparse de mí y los chicos. ¡Me porté como un cerdo machista!
Allí se quedó sentado fumando la pipa, descontento consigo mismo. Ya es demasiado tarde, reflexionó. Pero voy a recompensarla. Este verano la sorprenderé con un viaje a París y Londres. Quizá la lleve también a Rumanía. Será una verdadera luna de miel.
El country club de Junction City es un edificio de tres pisos enclavado en medio de exuberantes colinas. Cuenta con una cancha de golf, dos de tenis, piscina, bar, comedor con un enorme hogar en un extremo, salón de juegos y vestuarios.
El padre de Edward había sido socio del club al igual que el padre de Mary, y tanto Edward como Mary estaban habituados a visitar las instalaciones desde niños. En el pueblo había una comunidad de estrechos vínculos, y el club era su símbolo.
Esa noche Edward y Mary llegaron tarde, y sólo quedaban algunas personas en el comedor. Cuando Mary tomó asiento, todos la miraron intercambiando cuchicheos.
Edward escrutó a su mujer.
—¿Hay algo que lamentas? —le preguntó.
Por supuesto que sí, pero eran castillos de fantasía, sueños imposibles como tiene cualquier persona. Si hubiese nacido princesa… si fuera millonaria… si me entregaran el premio Nobel por haber descubierto la cura del cáncer… si… si… si…
Mary sonrió.
—No, mi amor —respondió—. Fue pura casualidad que me lo propusieran siquiera. Pero de ningún modo pienso abandonarte a ti ni a los niños. —Tomó la mano de él entre las suyas—. No lamento nada. Por el contrario, me alegro de haber rechazado el ofrecimiento.
Edward se inclinó sobre la mesa y le habló en susurros.
—Yo estoy por hacerte una propuesta que no podrás rechazar.
—Vamos —contestó ella con una sonrisa.
En los primeros tiempos de casados, la relación carnal era impetuosa, intensa. Sentían una constante necesidad física uno del otro, que no se satisfacía hasta que ambos quedaban agotados. Con el tiempo la intensidad había ido decreciendo, pero continuaban los sentimientos firmes, tiernos, gratificantes.
Volvieron del club, se desvistieron sin prisa y se acostaron. Edward la abrazó y comenzó a acariciarla suavemente, a juguetear con sus pezones, deslizando la mano hacia abajo, hasta la suavidad de terciopelo.
Mary lanzó gemidos de placer. Se colocó luego sobre él para recorrer con la lengua el cuerpo masculino. Cuando ambos estuvieron listos, hicieron el amor hasta quedar exhaustos.
—Te quiero tanto, mi amor —confesó Edward, estrechando a su mujer.
—Y yo el doble, querido. Que descanses.
A las tres de la madrugada la campanilla del teléfono fue como una explosión. Edward manoteó el auricular y se lo llevó al oído.
—Hola.
—¿Habla el doctor Ashley? —preguntó una voz femenina, ansiosa.
—Sí.
—A Pete Grimes le dio un infarto. Sufre muchísimo… creo que está muriéndose y no sé qué hacer.
Edward se sentó en la cama procurando despejarse.
—No haga nada. Manténgalo inmóvil. Calculo que puedo estar ahí dentro de media hora. —Cortó, se levantó y comenzó a vestirse.
—Edward.
Miró a su esposa, que tenía los ojos abiertos a medias.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Nada; quédate tranquila y vuelve a dormir, querida.
—Despiértame cuando regreses —farfulló Mary—. Creo que voy a tener ganas de nuevo.
Edward sonrió.
—Trataré de apresurarme.
Cinco minutos más tarde el médico partía hacia la chacra de Grimes. Bajó por Old Milford en dirección al viejo camino J. Hill. Era una mañana de un frío crudo. El viento del noroeste había hecho descender la temperatura por debajo de cero. Edward encendió la calefacción del auto. Se preguntó si no debería haber llamado una ambulancia antes de salir de su casa. Los últimos dos «infartos» de Pete Grimes habían resultado ser úlceras perforadas. No. Primero iría a cerciorarse.
Entró en la ruta 18, la autopista que cruzaba Junction City. El pueblo dormía con sus casas apretujadas para hacer frente al viento gélido.
Siguió por la calle Sexta hasta el final, giró para tomar la ruta 57 y enfiló hacia Grandview Plaza. ¿Cuántas veces había recorrido esos caminos en los cálidos días estivales, con el dulce aroma del maíz y el heno en el aire, pasando por bosquecillos de cedros y olivares con las típicas parvas de heno de verano a lo largo de la ruta? Los campos quedaban impregnados de olor a los cedros que había que quemar de tanto en tanto porque perjudicaban los sembrados. ¿Y cuántos inviernos transitó por ese mismo camino congelado con los cables de electricidad pintados de hielo y un humo solitario que brotaba de distantes chimeneas? Experimentó una fascinante sensación de soledad al verse rodeado por la oscuridad del alba, observando pasar en silencio los campos, los árboles.
Condujo lo más rápido que le permitía el estado traicionero de la calzada. Pensó en Mary, que lo esperaba acostada en la cama tibia. Despiértame cuando regreses. Creo que voy a tener ganas de nuevo.
Qué afortunado que era. Voy a recompensarla con creces, se dijo. Pienso ofrecerle la luna de miel más maravillosa que una mujer haya tenido jamás.
Adelante, en la intersección de las rutas 57 y 77, había un cartel de detención. Edward dobló por la 77, y cuando comenzaba a tomar el cruce, vio que aparecía imprevistamente un camión. Oyó un ruido atronador en el momento en que dos intensos faros se dirigían hacia él. Alcanzó a distinguir que se abalanzaba sobre él un gigantesco camión militar de cinco toneladas y lo último que captaron sus oídos fue su propia voz que gritaba.
En Neuilly repicaban las campanas en el plácido mediodía. Los gendarmes que custodiaban la residencia de Marin Groza no tenían motivos para prestarle atención al sucio Renault que pasaba por allí. Ángel iba despacio, pero no tanto como para despertar sospechas, estudiando el panorama. Dos guardias al frente, un muro alto, probablemente electrificado; y adentro, por supuesto, los habituales dispositivos electrónicos (rayos, sensores, alarmas). Haría falta un ejército para tomar la villa por asalto. Pero yo no preciso un ejército, pensó Ángel, sino sólo mi genio. Marin Groza es hombre muerto. ¡Si viviera mi madre para ver lo rico que me he vuelto! ¡Qué contenta se pondría!
En Argentina las familias pobres eran muy pobres, y la madre de Ángel había sido una de las infortunadas descamisadas. Nunca se supo, ni a nadie le importó saber, quién había sido el padre. A lo largo de los años Ángel vio a amigos y parientes morir a causa de la enfermedad o del hambre. La muerte era un modo de vida, y Ángel razonó: Si de todos modos va a suceder, ¿por qué no sacarle provecho? Al principio había quienes dudaban de los talentos mortíferos de Ángel, pero los que intentaban ponerle escollos en el camino tenían por costumbre desaparecer. Y así fue en aumento su renombre como asesino. Jamás fracasé. Soy Ángel. El ángel de la muerte.