El presidente Paul Ellison terminó de leer el último informe de seguridad relativo a Mary Ashley, y dijo:
—Los antecedentes son impecables, Stan.
—Sí. Creo que es la candidata perfecta. Aunque claro, el Departamento de Estado no va a estar muy feliz.
—Les enviaremos un pañuelo para que se sequen las lágrimas. Esperemos que el Senado nos respalde.
El despacho de Mary Ashley ubicado en el edificio Kedzie de la universidad, era una habitación agradable con bibliotecas repletas de libros de referencia relativos a los países de Europa media. El mobiliario era escaso y constaba de un viejo escritorio con un sillón giratorio, una mesita junto a la ventana —donde se apilaban las pruebas para corregir— una silla y una lámpara. Detrás del escritorio colgaba un mapa de los Balcanes, y en otra pared, un arcaico retrato de su abuelo tomado a comienzos de siglo. La figura de la foto se hallaba de pie, en una pose poco natural, vestida con ropas de la época. Esa foto era uno de los tesoros de Mary puesto que había sido el abuelo quien le inspiró una profunda curiosidad por Rumanía. Él solía contarle historias románticas sobre la reina María, las baronesas y princesas; relatos de Alberto, el príncipe consorte de Inglaterra, de Alejandro II, zar de Rusia, y decenas de otros personajes fascinantes.
Algo de sangre real tenemos en nuestro linaje. Si no se hubiera producido la revolución, habrías sido una princesa.
Mary solía soñar a veces con eso.
Estaba corrigiendo pruebas escritas cuando de pronto se abrió la puerta y entró el decano Hunter.
—Buenos días, señora. ¿Puedo hablar con usted un momento?
Mary experimentó una alegría inmensa. Uno solo podía ser el motivo de su visita: seguramente iba a comunicarle que la universidad la había nombrado con carácter titular.
—Desde luego. Siéntese, por favor.
El decano tomó asiento.
—¿Cómo andan las clases? —preguntó.
—Muy bien… creo. —No veía la hora de darle la noticia a Edward. Se sentiría tan orgulloso. Muy rara vez una universidad concedía la titularidad a alguien de la edad de ella.
El señor Hunter parecía estar incómodo.
—¿Tiene algún problema, señora de Ashley?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—¿Problema? No. ¿Por qué?
—Porque vinieron a verme unos señores de Washington, y me hicieron preguntas sobre usted.
En la mente de Mary resonó el eco de las palabras de Florence Schiffer: Un agente federal de Washington me hizo muchas preguntas sobre Mary. Hablaba de ella como si fuese una espía internacional… Quería saber cosas tales como si era fiel a su patria, buena esposa y madre…
O sea que, después de todo, la visita del decano nada tenía que ver con su designación. De pronto notó que le costaba hablar.
—¿Qué… qué querían saber, señor?
—El concepto que me merecía como profesora y algunos otros datos de su vida privada.
—No entiendo. Sinceramente no sé qué está pasando. No tengo problema alguno… que yo sepa —añadió.
El hombre la observaba con marcado escepticismo.
—¿No le dijeron por qué les interesaba tanto mi persona?
—No. Por el contrario, me pidieron que mantuviera la conversación en el más estricto secreto, pero como yo siento lealtad para con el claustro, me pareció que debía informárselo. Si hay algo que yo deba saber, preferiría enterarme por boca suya. Cualquier escándalo en que se viera involucrado alguno de nuestros profesores sería un baldón para la imagen de la universidad.
Mary sacudió la cabeza llena de desazón.
—Sinceramente no me explico cuál puede ser el motivo.
El decano la miró un instante como si fuese a agregar algo más. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien, señora.
Lo miró salir del despacho mientras se preguntaba: ¿Qué puedo haber hecho yo?
Mary estuvo muy callada durante la cena. Quería esperar que Edward terminara de comer antes de contarle nada. Juntos resolverían el problema. Los chicos estaban de nuevo insoportables. Beth se negaba a probar bocado.
—Ya nadie come carne. Es una costumbre salvaje que nos viene desde la época de las cavernas. La gente civilizada no come animales vivos.
—No está vivo —la contradijo Tim—, sino muerto, o sea que puedes comértelo.
—¡Basta, chicos! —Mary tenía los nervios de punta—. Ni una palabra más. Beth, ve a prepararte una ensalada.
—Más le convendría ir a pastar a los campos —comentó el hermano.
—¡Tim! Termina de cenar. —Sentía martillazos en la cabeza—. Edward…
En ese momento sonó el teléfono.
—Es para mí —anunció Beth al tiempo que daba un salto de la silla y corría a atender. Levantó el auricular y habló en un tono seductor—: ¿Virgil? —Escuchó un momento y le cambió la expresión—. Sí, claro —respondió, enojada. Cortó con fuerza y regresó a la mesa.
—¿Quién era? —le preguntó el padre.
—Algún chistoso. Dijo que llamaba desde la Casa Blanca para hablar con mamá.
—¿La Casa Blanca? —preguntó Edward.
Volvió a sonar el teléfono.
—Esta vez atiendo yo —dijo Mary, y se acercó deprisa al aparato—. Hola. —A medida que escuchaba, una sombra se pintaba en su rostro—. Estamos cenando, y no me parece nada divertido… ¿Por qué no se deja…? ¿Cómo? ¿Quién? ¿El Presidente? —Se produjo un repentino silencio en la habitación—. Espere un mi… ah, buenas noches, señor Presidente —dijo, con expresión azorada. Todos los de su familia la observaban con ojos redondos del asombro.
—Sí, señor, le reconozco la voz. Perdone que le hayamos cortado hace un instante, pero Beth pensó que le hablaba Virgil y… sí, señor. Gracias. —Escuchó—. ¿Si yo estaría dispuesta a que me nombraran qué? Súbitamente se puso colorada.
Edward se acercó al teléfono, seguido por los niños.
—Debe de haber un error, señor. Mi nombre es Mary Ashley, y soy profesora de la Universidad de Kansas… ¿Ah, lo leyó? Muchas gracias… muy amable de su parte… Sí, yo pienso lo mismo… —Escuchó un largo rato—. Sí, señor, concuerdo con usted, pero eso no quiere decir que yo… Sí, señor. Sí, señor. Entiendo. Bueno, me siento muy halagada. Claro que es una maravillosa oportunidad, pero… Quiero conversarlo con mi marido y después me comunico con usted. —Tomó una lapicera y anotó un número—. Sí, señor, ya lo escribí. Muchas gracias, señor Presidente. Adiós.
Lentamente apoyó el auricular y permaneció de pie, en total estado de shock.
—Por Dios, ¿qué pasó? —preguntó Edward.
—¿De veras te habló el Presidente? —intervino Tim.
Mary se desplomó en un sillón.
—Sí, era él.
Edward le tomó las manos entre las suyas.
—Mary, ¿qué te dijo? ¿Qué quería?
Ella se quedó como atontada, mientras pensaba: Entonces ésa era la razón de tantos interrogatorios.
Miró a su marido y sus hijos, y respondió lentamente:
—El Presidente leyó mi libro y el artículo que publiqué en la revista Asuntos Extranjeros, y le parecieron excepcionales. Dice que mis conceptos son los mismos que él desea para su programa de acercamiento entre los pueblos. Por eso desea nombrarme embajadora en Rumanía.
En el rostro de Edward se dibujó una expresión de incredulidad.
—¿Tú? ¿Por qué tú?
Eso era exactamente lo que ella se había preguntado, pero de todos modos le pareció que Edward podría haber tenido más tacto. Pudo haber dicho: «¡Qué fantástico! Serás una grandiosa embajadora». Pero claro, él reaccionaba en forma realista.
—No tienes ninguna experiencia política.
—Eso ya lo sé —replicó, fastidiada—. Reconozco que todo el asunto es ridículo.
—¿Vas a ser embajadora? —preguntó Tim—. ¿Iremos a vivir a Roma?
—A Rumanía.
—¿Dónde queda Rumanía?
—Ustedes dos terminen de comer —les ordenó Edward a los chicos—, que su madre y yo tenemos que conversar.
—¿Nosotros no podemos votar? —agregó Tim.
—No están en el padrón.
Edward tomó a su mujer del brazo y la llevó a la biblioteca.
—Perdóname. Sé que estuve antipático, pero fue tal la…
—No. Tenías razón, Edward. ¿Por qué habrían de elegirme precisamente a mí?
Cuando Mary lo llamaba «Edward» él sabía que se avecinaba un problema.
—Querida, probablemente serías una embajadora genial, pero tienes que admitir que fue un poco sorpresivo.
Mary se ablandó.
—Sí, nos cayó como un rayo. Todavía no puedo creerlo. —Hablaba como una niñita—. Vas a ver cuando se lo cuente a Florence. ¡Se va a morir!
Edward la estudiaba con mirada penetrante.
—Todo esto te tiene muy emocionada, ¿no?
Mary lo miró asombrada.
—Por supuesto. ¿Acaso no lo estarías tú en mi lugar?
Edward midió sus palabras.
—Desde luego es un gran honor, querida, y estoy seguro de que no te lo ofrecen porque sí no más. Deben de tener buenas razones para haberte elegido. —Vaciló—. Debemos meditarlo seriamente; tratar de pensar el efecto que esto podría causar a nuestra vida.
Mary sabía lo que él iba a decir, y pensó: Edward tiene razón. Por supuesto que la tiene.
—Yo no puedo dejar mi profesión y abandonar a mis pacientes. Tengo que quedarme aquí. No sé cuánto tiempo tendrías que marcharte tú, pero si tanto te interesa, a lo mejor podemos encontrar la forma de que te vayas con los chicos y yo viaje cuando…
—Estás loco, mi amor —afirmó ella dulcemente—. ¿Acaso crees que podría vivir lejos de ti?
—Bueno, para mí es un gran honor…
—Lo mismo siento yo por el hecho de ser tu esposa. No hay nada más importante para mí que tú y los niños. Jamás te abandonaría. Este pueblo no puede prescindir de un médico, como tú, pero si el gobierno quiere encontrar a alguien mejor que yo para el cargo que me propone, lo único que debe hacer es buscar en las páginas amarillas de la guía.
La tomó en sus brazos.
—¿Estás segura?
Totalmente. Fue muy lindo que me lo propusieran, pero…
En ese instante se abrió de improviso la puerta e irrumpieron Beth y Tim.
—Acabo de hablar con Virgil —anunció Beth— y le conté que vas a ser embajadora.
—Entonces te aconsejo que vuelvas a llamarlo y le digas que no lo seré.
—¿Por qué no?
—Mamá decidió que va a quedarse aquí —contestó Edward.
—Pero ¿por qué? —se quejó la niña—. Nunca viajé a Rumanía. Nunca viajé a ninguna parte.
—Yo tampoco —se unió Tim a las protestas, y luego le habló a la hermana—. Ya te dije que no íbamos a poder escapar de este lugar.
—Pueden dar por cerrado el tema —les informó Mary.
A la mañana siguiente, Mary marcó el número que le había dado el Presidente. Cuando oyó la voz de la operadora, dijo:
—Habla la señora Mary Ashley. Creo que un colaborador del Presidente, un tal señor Greene, está aguardando mi llamado.
—Un momento, por favor.
Una voz masculina la atendió al instante.
—Hola. ¿Habla la señora Ashley?
—Sí. ¿Podría darle un mensaje al Presidente de mi parte?
—Sí, cómo no.
—Avísele, por favor, que me siento muy honrada con su ofrecimiento, pero que debido al ejercicio de la profesión de mi marido me será imposible aceptar. Y que espero que me comprenda.
—Le haré llegar su mensaje —expresó la voz, sin el menor matiz. Muchas gracias, señora—. Se cortó la comunicación.
Lentamente Mary colgó el auricular. Durante un breve momento le habían ofrecido un sueño inasequible, pero precisamente eso era: un sueño. Éste es mi mundo verdadero y tengo que preparar mi próxima clase de ciencia política.
Manama, Bahrein
La casa pintada a la cal pasaba inadvertida entre decenas de otras idénticas, a escasos metros de los souks, los coloridos mercados al aire libre. El propietario era un comerciante que simpatizaba con la causa de la organización conocida por el nombre de Patriotas para la Libertad.
—Vamos a necesitarla sólo por un día —le había advertido una voz por teléfono, y así quedó convenido.
El presidente se dirigía a los hombres reunidos en el living de la vivienda.
—Ha surgido un problema, cierta dificultad que afecta la moción que aprobamos en nuestro último encuentro.
—¿Qué clase de dificultad? —preguntó Balder.
—Harry Lantz, el intermediario que elegimos, murió.
—¿Que murió? ¿Cómo?
—Fue asesinado, y su cadáver se encontró flotando en el puerto de Buenos Aires.
—¿La policía no tiene idea de quién puede haber cometido el homicidio? Quiero decir… ¿hay alguna forma de relacionar el hecho con nosotros?
—No. Estamos a salvo.
—¿Y en qué queda nuestro plan? —quiso saber Thor—. ¿Podemos aún llevarlo a cabo?
—Por el momento, no. No tenemos idea de cómo ponernos en contacto con Ángel. Sin embargo, el organizador le dio permiso a Lantz para que le mencionara su nombre. Si Ángel tiene interés en nuestra propuesta, encontrará la forma de comunicarse con nosotros. Lo único que resta por hacer es esperar.
El sobresaliente titular del Daily Union de Junction City rezaba: MARY ASHLEY, ORIUNDA DE JUNCTION CITY, RECHAZA CARGO DE EMBAJADORA.
La crónica, a dos columnas, incluía una foto de Mary. En la emisora KJCK se transmitieron programas especiales acerca de la nueva celebridad del pueblo. El hecho de que Mary hubiese rechazado el ofrecimiento del Presidente le daba más importancia a la noticia que si lo hubiese aceptado. Ante los ojos de sus orgullosos ciudadanos, Junction City era mucho más importante incluso que Bucarest.
Mary fue en su auto al pueblo a hacer las compras para la cena, y en el trayecto no dejó de oír su nombre por radio.
—… Anteriormente el presidente Ellison había anunciado que la representación diplomática en Rumanía sería el comienzo de su programa de acercamiento entre los pueblos, piedra fundamental de su política exterior. ¿En qué medida, el rechazo de Mary Ashley se reflejará en…?
Cambió de estación.
—… está casada con el doctor Edward Ashley, y se sabe que…
Mary apagó el receptor. Esa mañana había recibido no menos de treinta llamados de amigos, vecinos, alumnos y gente que no conocía. También se habían comunicado con ella periodistas desde sitios tan remotos como Londres y Tokio. Están dándole una magnitud desproporcionada al tema, pensó. No es culpa mía que el Presidente haya decidido hacer depender de Rumanía el éxito de su política exterior. ¿Cuánto tiempo durará este infierno? Probablemente se disipe en un par de días.
Entró con su rural en una estación de servicio y se dirigió al surtidor para autoservicio de los clientes.
Al bajarse del coche, el señor Blount, encargado de la estación, se le acercó presuroso.
—Buenos días. Una señora embajadora no tiene por qué servirse sola la nafta. Permítame.
Mary le sonrió.
—Gracias, pero estoy acostumbrada a hacerlo.
—No, no. De ninguna manera.
Una vez con el tanque lleno, Mary se alejó por la calle Washington y estacionó frente al zapatero.
—Buenos días, señora de Ashley —la saludó el dependiente—. ¿Cómo está hoy la embajadora?
Esto va a ser fastidioso, pensó Mary, pero en voz alta respondió:
—No soy embajadora, pero estoy bien, gracias. —Le entregó un par de zapatos—. Quiero que le cambie las suelas a estos zapatos de Tim.
El hombre los examinó.
—¿No son los que le arreglé la semana pasada?
Mary lanzó un suspiro.
—Y también la anterior.
A continuación pasó por la tienda Long. La señora de Hacker, jefa de la sección indumentaria, le dijo:
—Acabo de oír su nombre por radio. Está haciendo famoso a Junction City. Creo que usted, Eisenhower y Alf Landon fueron los únicos personajes políticos importantes de Kansas, embajadora.
—No soy embajadora —adujo Mary, con paciencia—. Rechacé el cargo.
—Sí, ya sé.
De nada valía seguir discutiendo.
—Ando buscando unos jeans para Beth.
—¿Qué edad tiene Beth? ¿Diez?
—Doce.
—Dios mío, cómo crecen. En cualquier momento ya es una adolescente.
—Beth nació adolescente, señora de Hacker.
—¿Y Tim cómo es?
—Se parece mucho a su hermana.
Demoró el doble que de costumbre en terminar las compras porque todo el mundo tenía algún comentario que hacerle acerca de la gran noticia. Entró en Dillon y estaba mirando las estanterías cuando se le acercó la dueña.
—Buenos días, señora de Ashley.
—¿Cómo le va? ¿Tiene algún cereal para desayuno que no contenga ningún agregado?
—¿Qué?
Mary consultó una lista que llevaba en la mano.
—Ni edulcorantes artificiales, ni sodio, grasas, carbohidratos, cafeína ni aromatizantes.
La señora de Dillon leyó el papelito.
—¿Es para algún tipo de experimento médico?
—En cierto sentido, sí. Es para mi hija Beth que sólo ingiere alimentos naturales.
—¿Por qué no la larga en un campo a pastar?
Mary se rio.
—Eso mismo le propuso el hermano. —Tomó una caja y estudió la etiqueta—. La culpa es mía por haberle enseñado a Beth a leer.
Mary condujo con cuidado de regreso a su casa por el camino que subía la loma. La temperatura superaba el cero grado, pero el viento hacía descender la sensación térmica ya que soplaban ráfagas huracanadas por las extensas llanuras, sin que nada se interpusiera en su camino. Los jardines estaban cubiertos de nieve, y Mary recordó el invierno anterior, cuando un temporal azotó la zona y el hielo provocó un corte de energía eléctrica durante casi una semana. Edward y ella aprovecharon para hacer el amor todas las noches. A lo mejor este invierno tenemos de nuevo esa suerte, pensó con una sonrisa en el rostro.
Cuando llegó a su casa, Edward no había vuelto aún del hospital y Tim estaba mirando un programa de ciencia ficción. Mary guardó los productos de almacén y fue a enfrentar a su hijo.
—¿No tendrías que estar haciendo tu tarea?
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque no la entiendo.
—No vas a entender mucho más viendo Viaje a las Estrellas. A ver, muéstrame la lección.
Tim le enseñó su libro de matemática de quinto grado.
—Son problemas estúpidos —dijo.
—No existen tales problemas. Lo único que hay son alumnos estúpidos. Vamos a echar un vistazo.
Mary leyó el problema en voz alta.
—Un tren que parte de Minneapolis lleva ciento cuarenta y nueve pasajeros a bordo. En Atlanta suben más pasajeros hasta totalizar doscientos veintitrés. ¿Cuántos subieron en Atlanta? —Levantó la mirada—. Es muy fácil, Tim. Lo que hay que hacer es restar doscientos veintitrés menos ciento cuarenta y nueve.
—No. Tiene que ser una ecuación. Ciento cuarenta y nueve más x es igual a doscientos veintitrés. X es igual a doscientos veintitrés menos ciento cuarenta y nueve. X es igual a setenta y cuatro.
—Qué cosa más estúpida —sentenció Mary.
Al pasar frente a la puerta de Beth, oyó ruidos dentro de la habitación. Entró y encontró a su hija sentada en el suelo mirando televisión, escuchando un disco de rock y al mismo tiempo haciendo los deberes.
—¿Cómo puedes concentrarte con tanto ruido?
Fue y apagó el televisor y el tocadiscos.
Beth levantó la mirada, sorprendida.
—¿Por qué hiciste eso? Era George Michael.
El cuarto de la niña estaba empapelado con afiches de músicos: Kiss y Van Halen, Motley Crue y Aldo Nova, David Lee Roth. La cama estaba tapada de revistas de adolescentes, mientras que la ropa se hallaba diseminada por el piso.
Mary paseó la vista, desalentada, por la habitación.
—¿Cómo puedes vivir así? —preguntó.
Beth se llenó de asombro.
—¿Vivir cómo?
La madre apretó los dientes.
—Nada. —Miró un sobre que había encima del escritorio—. ¿Le escribiste a Rick Springfield?
—Estoy enamorada de él.
—Creí que estabas enamorada de George Michael.
—Me apasiona George Michael, pero estoy enamorada de Rick Springfield. En tu época, ¿nunca te apasionaste por nadie, mamá?
—En mi época estábamos demasiado ocupados tratando de llegar al oeste en carretas.
Beth lanzó un suspiro.
—¿Sabías que Rick Springfield sufrió mucho en su niñez?
—Si quieres que te sea sincera, Beth, no, no lo sabía.
—Fue espantoso. Como el padre era militar tuvieron que vivir en muchos lugares. Él también es vegetariano, como yo.
¡Entonces éste es el motivo de esa loca dieta que se le ha ocurrido hacer!
—Mamá, ¿puedo ir el sábado al cine con Virgil?
—¿Con Virgil? ¿Y qué pasó con Arnold?
Silencio.
—Arnold quería propasarse. Es reventante.
Mary procuró hablar con serenidad.
—¿Te refieres a…?
—Por el hecho de que me estén creciendo los pechos no veo por qué los varones tienen que pensar que soy una chica fácil. Mamá, ¿nunca te sentiste incómoda con tu propio cuerpo?
Mary se acercó para rodearla con sus brazos.
—Sí, querida. Más o menos cuando tenía tu misma edad.
—Me indigna tener el período y que me crezcan los senos y vello por todas partes.
—Eso les sucede a todas las chicas. Ya te acostumbrarás.
—No, nunca. —Se apartó de un tirón—. No me molesta enamorarme, pero jamás tendré una relación sexual. Nadie va a acostarse conmigo, ni Arnold ni Virgil ni Kevin Bacon.
—Bueno, si así lo prefieres —afirmó Mary, con tono solemne.
—Terminantemente. Mamá, ¿qué te dijo el presidente Ellison cuando le contestaste que no aceptabas el cargo?
—Lo tomó con mucha entereza —respondió—. Bueno, voy a preparar la cena.
La cocina era uno de sus puntos débiles. Odiaba cocinar y en consecuencia no lo hacía muy bien, y como además le gustaba destacarse en todo lo que realizaba, lo odiaba aún más. Era un círculo vicioso que se solucionó en parte al contratar a Lucinda para que fuera tres veces por semana a cocinar y limpiar la casa. Ese era uno de los días en que no iba la mujer.
Cuando Edward llegó del hospital, Mary estaba en la cocina quemando unas arvejas. Apagó la hornalla y besó a su marido.
—Hola, mi amor. ¿Tuviste un día reventante?
—Se nota que has estado charlando con tu hija. Casualmente sí, fue tal cual. Me tocó atender a una chiquilina de trece años con herpes genitales.
—¡Dios mío! —Mary tiró las arvejas y abrió una lata de tomates.
—Cuando veo estas cosas me preocupo mucho por Beth.
—No tienes motivos —le aseguró ella—. Beth ha decidido morir virgen.
A la hora de la cena, Tim anunció:
—Papá, quiero que me regalen una tabla de surf para mi cumpleaños.
—Tim, no deseo ser un aguafiestas, pero sucede que vives en Kansas.
—Lo sé. Johnny me invitó para ir con él a Hawai el verano que viene. Los padres tienen un chalé en la playa de Maui.
—Entonces —respondió Edward no sin razón—, si Johnny tiene una casa en la playa, seguramente también tendrá una tabla de surf.
Tim se volvió a su madre.
—¿Puedo ir? —le preguntó.
—Ya vamos a ver. No comas tan rápido Tim, por favor. Beth, no has probado bocado.
—En esta mesa no hay nada apto para el consumo humano. —Miró de frente a sus padres—. Tengo algo que anunciarles: voy a cambiarme el nombre.
Edward la interrogó con prudencia.
—¿Algún motivo en particular?
—He resuelto entrar en el mundo del espectáculo.
Mary y Edward intercambiaron una larga mirada de dolor.
—Está bien —expresó finalmente Edward—. Ya puedes ir averiguando cuánto te dan por los dos, Mary.