6

Al día siguiente a las once de la noche, Harry Lantz se hallaba sentado ante la misma mesa del Pilar, mordisqueando de a ratos maníes y de a ratos sus propias uñas. A las dos de la madrugada vio que entraba tambaleante Elsa Núñez en el local, y el corazón le dio un vuelco. La mujer fue directamente hasta la mesa de él.

—Hola —musitó, y se dejó caer en una silla.

—¿Qué le pasó? —preguntó Harry de mala manera. Fue lo único que pudo hacer para dominar su furia.

—¿Cómo? —La mujer parpadeó.

—Quedó en encontrarse aquí conmigo, anoche.

—¿Sí?

—Habíamos convenido una cita, Elsa.

—Ah, pero me fui al cine con una amiga. Daban esa película nueva del tipo que se enamora de la monja y…

Era tal la frustración de Lantz que sintió deseos de echarse a llorar. ¿Qué le veía Ángel a esa puta idiota y beoda? Debía de ser genial en la cama.

—Elsa, ¿se acordó de hablar con Ángel?

Ella lo observó con una mirada hueca, tratando de captar la pregunta.

—¿Con Ángel? Ah, sí. Dijo que sí, que está bien.

Harry Lantz experimentó un enorme alivio.

—¡Maravilloso! —Ya no le interesaba su misión de mensajero porque se le había ocurrido algo mejor. Esa puta iba a llevarlo hasta Ángel. ¡Un millón de dólares de recompensa!

La miró acercarse el vaso a la boca y derramar algo de bebida sobre su blusa ya sucia.

—¿Qué dijo Ángel?

—Quiere saber quiénes lo envían.

Lantz le obsequió una sonrisa cautivante.

—Dígale que eso es confidencial, Elsa. No puedo darle esa información.

Ella asintió, indiferente.

—Entonces dice que se vaya a la mierda. ¿Me pide otra ginebra antes de irme?

Harry se puso a pensar aceleradamente. Si esa mujer se marchaba, jamás iba a volver a verla.

—Le propongo una cosa, Elsa. Yo me comunico por teléfono con mi gente, y si me autorizan le doy a usted un nombre.

La mujer se encogió de hombros.

—No me importa —dijo.

—No, claro, pero sí le interesa a Ángel. Dígale que mañana tendrá una respuesta. ¿Puedo ponerme en contacto con usted en algún lado?

—Supongo que sí.

—¿En dónde? —preguntó, suponiendo que su situación mejoraba.

—Aquí.

Cuando llegó el trago, Elsa Núñez lo apuró de un sorbo. Lantz tenía ganas de matarla.

Habló desde una cabina pública con cobro revertido para que no quedara constancia del llamado. Una hora demoró en poder comunicarse.

—No —le respondió el organizador—. Ya le dije que no debía mencionarse nombre alguno.

—Sí, señor, pero hay un problema. Elsa Núñez, la amante de Ángel, dice que éste está dispuesto a cerrar trato, pero no va a mover un dedo a menos que sepa con quién está tratando. Naturalmente le contesté que primero debía consultarlo con usted.

—¿Cómo es la mujer?

El organizador no era hombre con quien se pudiera jugar.

—Es gorda, fea y boba, señor.

—Es muy peligroso que se use mi nombre.

Harry Lantz sentía que el negocio se le escapaba de las manos.

—Sí, señor, comprendo. Sin embargo, la fama de Ángel se basa en el hecho de que siempre supo mantener la boca cerrada. Si alguna vez empezara a hablar, no duraría ni cinco minutos en este negocio.

Se produjo un largo silencio.

—Tiene razón. —Otro silencio, más largo aún—. Está bien, es mi nombre, pero él no debe divulgarlo jamás, como tampoco comunicarse directamente conmigo. Todo el contacto será a través de usted.

Harry Lantz sintió deseos de ponerse a bailar de alegría.

—Sí, señor. Se lo diré. Gracias, señor. —Cortó con una ancha sonrisa en los labios. Iba a cobrar los cincuenta mil dólares.

Y después, la recompensa de un millón.

Cuando esa noche se reunió con Elsa Núñez, de inmediato le pidió una ginebra doble.

—Todo está arreglado. Me dieron permiso.

—¿Ah, sí? —dijo ella sin el menor interés.

Le dio el nombre de su empleador y supuso que ella quedaría impresionada.

—Jamás lo oí mencionar —confesó encogiéndose de hombros.

—Elsa, mi jefe desea que esto se haga cuanto antes. Marin Groza se oculta en una residencia de Neuilly, y…

—¿Dónde?

¡Dios todopoderoso! Estaba tratando de comunicarse con una débil mental y borracha.

—Es un pueblito —explicó, paciente— situado en las afueras de París. Ángel sabrá.

—Necesito otra copa.

Una hora más tarde Elsa se hallaba bebiendo aún, pero en esa oportunidad alentada por Harry Lantz. No es que necesite que la alienten mucho, pensó Lantz. Cuando esté lo suficientemente borracha, me conducirá hasta el refugio de su novio. El resto será sencillo.

Elsa Núñez contemplaba su vaso con mirada vidriosa.

No debería ser difícil apresar a Ángel. A lo mejor es un tipo duro, pero no puede ser demasiado inteligente.

—¿Cuándo vuelve Ángel a la ciudad?

Ella posó en él sus ojos acuosos.

—La semana que viene.

Lantz le tomó la mano y se la acarició.

—¿No quieres que te acompañe hasta tu casa? —propuso, con voz tierna.

Elsa vivía en un sórdido departamento de dos ambientes, del porteño barrio de Belgrano. El departamento estaba desordenado y sucio, igual que su dueña. Apenas entraron, enfiló hacia un pequeño bar que había en un rincón.

—¿Quieres una copa?

—No, gracias. Bebe tú, si quieres. —La observó servirse y apurar un trago. Es la puta más asquerosa que jamás haya conocido, pensó, pero el millón de dólares será una hermosura.

Paseó la mirada por el departamento y vio unos libros apilados sobre una mesita. Fue tomándolos de a uno con la intención de llegar a tener una idea de cómo era Ángel. Los títulos lo sorprendieron: Gabriela, clavo y canela, de Jorge Amado; Fuego desde la montaña, de Omar Cabezas; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; De noche los gatos, de Antonio Cisneros. Así que Ángel era un intelectual. Esos libros no pegaban con el departamento ni con la mujer.

Lantz se acercó a ella y rodeó con sus brazos la voluminosa cintura.

—Eres encantadora, ¿lo sabías? —Le acarició los pechos, del tamaño de dos melones pese a que le desagradaban las mujeres de senos amplios—. Tienes un cuerpo estupendo.

—¿Eh? —repuso ella, con la mirada vidriosa.

Los brazos masculinos descendieron para acariciar los obesos muslos a través del vestido de algodón.

—¿Qué te parece esto? —murmuró.

—¿Qué cosa?

Evidentemente no adelantaba mucho. Tenía que pensar en algún modo de llevar a esa amazona a la cama, pero debía obrar con sumo cuidado. Si la ofendía, ella podría contárselo a Ángel, y no habría más trato. Podía intentar engatusarla, pero ella estaba demasiado ebria como para darse cuenta de lo que le decían.

Mientras trataba por todos los medios de imaginar una táctica adecuada, Elsa murmuró:

—¿Quieres encamarte?

Él sonrió, aliviado.

—Es una idea genial, nena.

—Ven al dormitorio.

Con paso vacilante lo condujo hasta la minúscula alcoba, donde había un armario con la puerta entreabierta, una cama grande, destendida, dos sillas y una cómoda con un espejo rajado. De inmediato Harry se fijó en el armario: adentro divisó varios trajes de hombre colgados del perchero.

Elsa estaba al costado de la cama desprendiéndose la blusa. En circunstancias normales, Lantz la habría ayudado a desvestirse acariciándola, murmurándole sensuales indecencias en el oído. Pero el aspecto de la Núñez le daba asco. Se quedó inmóvil y vio cuando ella dejó caer la falda al suelo. No tenía nada puesto debajo y desnuda era mucho peor que vestida. Le colgaban los inmensos pechos, y el tremendo vientre se le sacudía al caminar. Los muslos obesos eran bloques de celulitis. Es lo más repugnante que haya visto jamás. Trata de pensar como corresponde, se dijo Lantz. Esto se terminará en unos minutos, pero el millón de dólares durará para siempre.

Lentamente se desvistió. Ella lo esperaba incorporada sobre la cama como una enorme morsa y él se tendió a su lado.

—¿Qué es lo que te gusta? —preguntó él.

—¿Eh? Me gusta el chocolate.

Estaba más borracha de lo que creía. Mejor. Eso me facilitará las cosas. Comenzó a acariciar el cuerpo fláccido y blancuzco.

—Eres hermosa. ¿Lo sabías?

—¿Sí?

—Me gustas mucho, Elsa —Sus manos bajaron hasta el montículo hirsuto entre ambas piernas gordas, y comenzaron a describir pequeños círculos—. Seguramente llevas una vida llena de aventuras.

—¿Eh?

—Me refiero al hecho de ser la novia de Ángel. Cuéntame, ¿cómo es Ángel, linda?

El silencio que sobrevino le hizo pensar que se había quedado dormida. Introdujo entonces los dedos en la grieta húmeda de las piernas femeninas y sintió que la mujer se estremecía.

—No te duermas, querida. Todavía no. Cuéntame cómo es Ángel. ¿Es buen mozo?

—Rico. Ángel es rico.

La mano de Lantz continuó con su labor.

—¿Es bueno contigo?

—Sí. Muy bueno.

—Yo también seré tierno contigo. —Su voz era suave. El problema de Lantz en ese momento era que todo estaba suave, blando. Lo que necesitaba era una gran erección. Se puso entonces a recordar las cosas que le habían hecho las hermanas Dolly, la forma en que recorrían su cuerpo con dedos y lenguas, y comenzó a tener una erección. Rápidamente se colocó encima de Elsa y la penetró. Dios mío, es como clavarla en un budín—. ¿Te gusta?

—No está mal.

Sintió deseos de estrangularla. Montones de mujeres hermosas del mundo entero estaban fascinadas por su manera de hacer el amor, y esa cerda inmunda decía «No está mal».

—Háblame de Ángel —pidió, moviendo las caderas—. ¿Quiénes son sus amigos?

—Ángel no tiene amigos —respondió ella con voz adormilada—. La única amiga soy yo.

—Claro, preciosa. ¿Y vive aquí contigo o tiene su propia casa?

Elsa cerró los ojos.

—Tengo mucho sueño. ¿Cuándo vas a acabar?

Nunca, pensó él. Con esta vaca, jamás.

—Ya acabé —mintió.

—Entonces vamos a dormir.

Furioso, se tendió a su lado. ¿Por qué Ángel no tenía una amante común y corriente, una mujer joven, bella y apasionada? Entonces no habría habido inconvenientes en sonsacarle la información que precisaba. ¡Pero esa puta imbécil…! Así y todo, quedaban otros recursos.

Permaneció acostado largo rato, hasta estar seguro de que ella se había dormido. Luego se levantó y se encaminó al armario. Encendió la luz interior y arrimó la puerta del armario para que no se despertara la bestia durmiente.

Había una decena de trajes y conjuntos sport colgados en el perchero, y seis pares de zapatos de hombre en el suelo. Lantz abrió las chaquetas y revisó las etiquetas. Todos los trajes eran hechos a medida por Herrera, de la avenida La Plata. El calzado era de Vill. Esas casas seguramente deben de tener constancia del domicilio de Ángel, pensó regocijado. A primera hora de la mañana voy a ir por allí a hacer algunas preguntas. Una señal de advertencia resonó en su mente. No. Mejor nada de preguntas. Al fin y al cabo, se trataba de un asesino de renombre mundial. Lo más aconsejable era dejar que Elsa lo llevara hasta Ángel. Entonces lo único que tendré que hacer será pasarles el dato a mis amigos del Mossad y cobrar la recompensa. Le voy a demostrar a Ned Tillingast y a los otros imbéciles de la CIA que Harry Lantz no perdió sus dotes. Los muchachos más brillantes se han roto el culo tratando de localizar a Ángel, pero el único astuto que lo logró fui yo.

Le pareció escuchar un ruidito proveniente de la cama. Espió desde el armario, pero Elsa seguía durmiendo.

Apagó luego la luz y se acercó a la cama. La mujer tenía los ojos cerrados. Lantz fue en puntas de pie hasta la cómoda y empezó a revisar los cajones, en la esperanza de encontrar alguna foto de Ángel. Como no halló ninguna volvió a meterse en la cama. Elsa roncaba.

Cuando por fin se durmió, soñó con un yate blanco tripulado por bellísimas muchachas desnudas, de pechos pequeños y firmes.

Al despertarse por la mañana, vio que Elsa no estaba. Por un instante se sintió dominado por el temor. ¿Ya se habría ido a reunir con Ángel? Oyó ruidos en la cocina. Rápidamente se levantó y se vistió. Elsa estaba calentando algo.

—Buenos días.

—¿Quieres café? —masculló la mujer—. No puedo preparar el desayuno. Tengo que encontrarme con alguien.

Con Ángel. Lantz procuró ocultar su emoción.

—No importa. No tengo hambre. ¿Por qué no te vas a tu cita y nos reunimos esta noche a cenar? —La abrazó y acarició sus pechos protuberantes—. ¿Dónde te gustaría ir a cenar? El mejor sitio para mi chica. —Debí haber nacido actor.

—En cualquier parte.

—¿Conoces Chiquín, el restaurante de la calle Cangallo?

—No.

—Te agradará. Si quieres, paso a buscarte por aquí a las ocho. Tengo muchas cosas que hacer hoy. —No tenía la más mínima.

—Bueno.

Tuvo que hacer acopio de todo su coraje para agacharse y darle un beso. Los labios femeninos eran carnosos, húmedos, desagradables.

—A las ocho.

Lantz salió del departamento y paró un taxi. Esperaba que Elsa estuviese observándolo desde la ventana.

—En la esquina doble a la derecha —le indicó al chofer. Después de dar vuelta, agregó—: Me bajo aquí. El taxista lo miró extrañado.

—¿Una sola cuadra va a viajar, señor?

—Sí. Tengo un problema en una pierna. Una herida de guerra.

Lantz abonó el viaje y entró luego presuroso en la cigarrería que quedaba frente al edificio de Elsa. Encendió un cigarrillo y esperó.

Veinte minutos más tarde, al ver que la mujer salía, la siguió a una distancia prudente. No había posibilidades de perderla: era como seguir al Lusitania.

Elsa Núñez no parecía tener apuro. Recorrió la calle Florida; pasó por la Librería Española y tomó por la avenida Córdoba. Luego entró en Berenes, una casa de cueros de la calle San Martín. Desde la acera de enfrente la observó conversar con un empleado y pensó si en esa tienda no se establecería el contacto con Ángel.

Minutos más tarde Elsa salió con un pequeño paquete. La siguiente parada fue en un local de Corrientes, a tomar un helado. Daba la impresión de ir paseando sin rumbo fijo.

¿Dónde diablos quedó la cita que tenía? ¿Dónde está Ángel? No le había creído a la mujer cuando aseguró que Ángel andaba de viaje. El instinto le indicaba que el sujeto no debía de estar muy lejos.

De repente advirtió que había perdido de vista a Elsa. La mujer dobló por una esquina y desapareció. Lantz apuró el paso pero no la vio por ninguna parte. Había pequeñas tiendas a ambos lados de la calle, que Lantz fue revisando cuidadosamente con miedo de que ella lo divisara antes de encontrarla él.

Finalmente la vio en una fiambrería. ¿Compraba alimentos para ella o esperaba a alguien a almorzar en su departamento? Alguien llamado Ángel.

Desde lejos vio que iba después a una verdulería a comprar fruta y verdura. Luego la siguió de regreso hasta el departamento. En todo el trayecto no pudo detectar ni el menor contacto sospechoso.

Vigiló el edificio desde la acera de enfrente durante cuatro horas, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Por último llegó a la conclusión de que Ángel no iba a aparecer. A lo mejor puedo arrancarle más información esta noche sin necesidad de encamarme.

La mera idea de tener que hacerle el amor a Elsa Núñez le provocaba náuseas.

Era de noche en la Oficina Oval de la Casa Blanca, y Paul Ellison había tenido un día agotador, de interminables comisiones, consejos, cónclaves, cables urgentes y sesiones, tanto que no le había quedado ni un minuto para estar solo hasta ese momento. Bueno, casi solo, puesto que Stanton Rogers estaba sentado frente a él. Por primera vez en el día el Presidente tenía la impresión de que podía relajarse un poco.

—Estoy quitándote tiempo con tu familia, Stan.

—No importa, Paul.

—¿Cómo anda la investigación de Mary Ashley?

—Está casi terminada. Haremos una última indagación mañana o pasado. Hasta ahora todo ha salido muy bien. La idea está gustándome mucho, y creo que va a dar resultado.

Nosotros nos encargaremos de que así sea. ¿Quieres otra copa?

—No, gracias. Si no me necesitas para nada más, me voy. Le prometí a Barbara que la llevaría a una inauguración en el Kennedy Center.

—Ve tranquilo. Alice y yo invitamos a casa a unos parientes suyos.

—Dale mis saludos a Alice. —Stanton se puso de pie.

—Y los míos a Barbara. —El Presidente miró partir a su amigo y en el acto sus pensamientos volvieron a Mary Ashley.

Cuando esa noche Harry Lantz llegó al departamento de Elsa para llevarla a cenar, nadie atendió su llamado. En un instante de consternación se preguntó si no lo habría dejado plantado.

Trató de abrir la puerta y comprobó que no tenía llave. ¿Habría venido Ángel para reunirse con él? A lo mejor el individuo había decidido discutir cara a cara los términos del contrato. Harry adoptó una actitud enérgica, expeditiva, y entró.

La habitación estaba vacía.

—Hola. —Sólo le llegó un eco. Se dirigió al dormitorio y vio a Elsa tendida en la cama, ebria.

—Imbécil… —Se contuvo. No debía olvidar que esa puta borracha era para él una mina de oro. La tomó de los hombros y trató de despertarla.

—¿Qué pasa? —farfulló ella abriendo los ojos.

—Estoy preocupado por ti —declaró él, fingiendo un tono sincero—. No me gusta ver que sufres, y creo que bebes porque alguien te hace sufrir. Puedes contármelo ya que soy tu amigo. Tienes un problema con Ángel, ¿no?

—Ángel —masculló la mujer.

—Seguramente es un hombre bueno —quiso tranquilizarla—. Tuvieron una pequeña pelea, ¿no es cierto?

Procuró levantarla de la cama. Es como tratar de arrastrar una ballena.

Se sentó a su lado.

—Háblame de Ángel. ¿Qué te está haciendo?

Elsa lo estudió con la mirada borrosa, tratando de enfocar la vista en él.

—Vamos a encamarnos —propuso.

¡Dios mío!, pensó Lantz. Iba a ser una larga noche.

—Cómo no. Fantástica idea. —Sin el menor deseo, comenzó a desnudarse.

A la mañana siguiente se despertó, solo, en la cama. Al recordar lo vivido la noche anterior, se sintió asqueado.

Elsa lo había despertado en la mitad de la noche.

—¿Sabes lo que quiero que me hagas? —murmuró, y a continuación se lo dijo.

Lantz escuchó, incrédulo, pero cumplió al pie de la letra el pedido porque no podía darse el lujo de disgustarla. Elsa era un animal salvaje, asqueroso, y Lantz se preguntó si alguna vez Ángel le haría semejantes cosas. El recuerdo le hizo dar ganas de vomitar.

Oyó que ella cantaba desafinado en el baño. No se sentía con fuerzas para enfrentarla. Ya estoy harto. Si esta mañana no me dice dónde está Ángel, voy a ir a ver al zapatero y el sastre de él.

Retiró las mantas y fue en busca de la mujer. La encontró parada frente al espejo del baño. Los gruesos ruleros que tenía en el pelo le daban un aspecto más desagradable que de costumbre, si es que eso era posible.

—Tú y yo vamos a hablar —dijo, con firmeza.

—Bueno. —Elsa señaló la bañera llena de agua—. Te preparé el baño. Cuando termines, te sirvo el desayuno.

Pese a estar impaciente, Lantz sabía que no debía apresurarla.

—¿Te gustan las omelettes?

Él no tenía hambre.

—Sí. Me encantan.

—A mí me salen muy bien. Ángel me enseñó a hacerlas.

Lantz la observó quitarse los inmensos ruleros y luego se introdujo en la bañera.

Elsa tomó un secador, lo enchufó y comenzó a secarse el pelo.

Tal vez debería agenciarme de un arma y apresar yo mismo a Ángel, pensó Lantz en el agua tibia. Sí dejo que lo hagan los israelíes, después habrá un lío hasta que se decida quién recibe la recompensa. Lo mejor será que sólo les indique dónde deben ir a recoger el cadáver.

Elsa dijo algo pero Harry apenas si pudo oírla por encima del ruido del secador.

—¿Qué dijiste? —gritó.

Ella se acercó al borde de la bañera.

—Que Ángel te envió un regalito.

Arrojó el secador dentro del agua y se quedó a observar el cuerpo de Lantz, que se sacudía en un baile de muerte.