Abbeywood, Inglaterra
—Observaremos las normas de costumbre —anunció el presidente—. No se tomará nota de nada, jamás se harán comentarios sobre este cónclave y entre nosotros nos nombraremos utilizando los códigos que se nos han asignado con anterioridad.
Había ocho hombres dentro de la biblioteca del castillo Claymore, una construcción del siglo XV. Envueltos en gruesos abrigos, dos custodios de civil vigilaban afuera, mientras que un tercer guardia controlaba la puerta de la biblioteca. Los asistentes habían llegado poco antes, cada uno en forma separada.
El presidente continuó.
—El organizador ha recibido ciertas noticias inquietantes. Marin Groza está preparando un golpe para derrocar a Alexandros Ionescu. Un grupo de altos mandos militares rumanos ha decidido respaldar el intento, y no sería raro que esta vez Groza lograra su objetivo.
—¿En qué afectaría eso nuestro plan? —preguntó Odín.
—Lo arruinaría porque implicaría tender demasiados puentes de unión con occidente.
—Entonces debemos impedir que se concrete —sugirió Freyr.
—¿Cómo? —preguntó Balder.
—Asesinando a Groza —repuso el presidente.
—Eso es imposible. Sabemos que los hombres de Ionescu lo intentaron decenas de veces y siempre fracasaron. Su residencia es inexpugnable. Además, ninguno de los presentes puede comprometerse en un homicidio.
—No participaríamos en forma directa —adujo el presidente.
—¿Entonces cómo?
—El organizador descubrió un legajo secreto relativo a un terrorista internacional a quien es posible contratar.
—¿Abul Abbas, el hombre que secuestró el Achille Lauro?
—No. Otro individuo, caballeros. Es mucho mejor y se llama Ángel.
—Nunca lo oí nombrar —dijo Sigmund.
—Exacto. Sus antecedentes son impresionantes. Según consta en el legajo, Ángel participó en el asesinato del sikl Khalistan, en la India. Ayudó a los subversivos macheteros de Puerto Rico, y al Khmer Rouge, en Camboya. Planificó la eliminación de media docena de altos mandos militares de Israel, y los israelíes han ofrecido una recompensa de un millón de dólares a quien lo atrape vivo o muerto.
—Parece perfecto —comentó Thor—. ¿Podemos contratarlo?
—Es caro. Si acepta la propuesta, nos costará dos millones de dólares.
Freyr lanzó un silbido, y luego se encogió de hombros.
—Eso puede arreglarse —opinó—. Habría que retirar la suma del fondo especial que hemos creado.
—¿Cómo se hace para comunicarse con este tal Ángel? —preguntó Sigmund.
—Todo contacto lo establece a través de su amante, una mujer de nombre Elsa Núñez.
—¿Y a ella dónde la encontramos?
—Vive en la Argentina. Ángel la tiene instalada en su departamento de Buenos Aires.
—¿Cuál sería el próximo paso? —quiso saber Thor—. ¿Quién de nosotros se comunicaría con ella?
El presidente respondió:
—El organizador sugirió a un tal Harry Lantz.
—Ese nombre me suena.
—Sí, claro —convino el presidente, en tono brusco—. Ha salido en los diarios. Harry Lantz es un disidente. Lo echaron de la CIA por establecer un negocio propio de tráfico de drogas en Vietnam. Mientras trabajaba para la Agencia recorrió América del Sur, de modo que conoce el territorio. Sería un perfecto intermediario. —Hizo una pausa—. Sugiero que lo pongamos a votación. Los que estén a favor de contratar a Ángel, tengan a bien indicarlo.
Ocho manos muy cuidadas se elevaron.
—Aprobado. —Él presidente se puso de pie—. Se levanta la sesión. Por favor, se ruega cumplir con las precauciones de rigor.
Era un lunes, y el policía Leslie Hanson estaba en el invernadero del castillo, pese a que no tenía permiso para entrar en ese sitio. Tampoco estaba solo, según tuvo que explicar después a sus superiores. Su compañera, Annie, una rolliza muchacha de campo, lo había convencido para que llevara una cesta de picnic.
—Tú pones la comida y yo el postre —propuso ella con unas risitas.
El «postre» medía uno sesenta y siete y tenía unos hermosos pechos y caderas que incitaban a cualquier hombre a mordisquearlos.
Lamentablemente, en la mitad del postre el agente Hanson se distrajo al ver que una limusina salía por los portones del castillo.
—Se supone que este maldito lugar está cerrado los lunes —murmuró.
—No te olvides de lo que estás haciendo.
—En absoluto, linda.
Veinte minutos más tarde el agente oyó que partía un segundo coche. Esa vez sintió la suficiente curiosidad como para incorporarse y espiar por la ventana. Le pareció que se trataba de una limusina oficial, con ventanillas oscuras para que no se viera a sus ocupantes.
—¿No piensas acabar, Leslie?
—Sí. No me imagino quién pudo haber venido al castillo. Salvo los días de visita, ese sitio está trancado.
—Lo mismo va a pasarme a mí dentro de unos instantes, querido, si no vienes.
Veinte minutos después, al oír que se alejaba el tercer auto, la libido del agente Hanson fue derrotada por su instinto de policía. Se retiraron cinco limusinas más, todas a intervalos de veinte minutos. A raíz de que una de ellas se detuvo un instante para dejar pasar un ciervo, Hanson pudo tomar nota del número de patente.
—Es tu día franco —se quejó Annie.
—Eso podría ser importante. —Pero al mismo tiempo que lo decía, dudó si habría de dar parte de ello a sus superiores.
—¿Qué hacía usted en el castillo Claymore? —se indignó el sargento Twill.
—Estaba paseando, señor.
—El castillo estaba cerrado.
—Sí, señor, pero el invernadero no.
—¿Entonces decidió pasear por el invernadero?
—Sí, señor.
—Supongo que solo…
—Bueno, a decir verdad…
—Puede ahorrarme los detalles de mal gusto, agente. ¿Qué lo hizo sospechar de los autos?
—Su comportamiento, señor.
—Los autos no se comportan, Hanson. Los conductores sí.
—Desde luego, señor. Los conductores parecían muy cautelosos. Cada coche partía veinte minutos después que el anterior.
—Comprenderá usted que existen infinidad de explicaciones inocentes. De hecho, el único que al parecer no acepta una justificación inocente es usted, Hanson.
—Sí, señor. Pero pensé que debía informárselo.
—De acuerdo. ¿Éste es el número de chapa que anotó?
—Sí, señor.
—Muy bien. Puede retirarse. —Pensó en algún comentario ingenioso para agregar—. Recuerde que es peligroso arrojar piedras a la gente si se está dentro de una casa de vidrio. —Festejó con risas su propia agudeza toda la mañana.
Cuando llegó la información acerca del número de registro de la patente, el sargento Twill comprendió que Hanson había cometido un error. Subió a ver al inspector Pakula y le explicó el caso.
—No lo habría molestado por esto, inspector, pero esta chapa…
—Sí, sí, entiendo. Yo me ocuparé del asunto.
—Gracias, señor.
En el cuartel central del SSI, el inspector Pakula mantuvo una breve reunión con uno de los más altos funcionarios del Servicio Secreto de Inteligencia británico, sir Alex Hyde-White.
—Hizo usted muy bien en informarme —sostuvo sir Alex con una sonrisa— pero lamentablemente no hay nada más arduo que tratar de organizar unas vacaciones para miembros de la casa real sin que se entere la prensa.
—Lamento haberlo molestado por esto. —El inspector se puso de pie.
—En absoluto, inspector. Esto me demuestra que su gente está alerta. ¿Cómo me dijo que se llamaba el joven policía?
—Leslie Hanson, señor.
Cuando Pakula se marchó, sir Alex Hyde-White tomó un teléfono rojo de su escritorio.
—Tengo un mensaje para Balder. Se ha presentado un pequeño problema, que voy a explicar en la próxima reunión. Entretanto, quiero que disponga usted tres traslados: del sargento de policía Twill, del inspector Pakula y el agente Leslie Hanson. Que se les dé destinos separados, lo más lejos de Londres posible. Informaré al organizador para ver si quiere tomar alguna otra medida.
En la habitación de su hotel de Nueva York, el teléfono despertó a medianoche a Harry Lantz.
¿Quién sabe que estoy aquí?, se preguntó. Con la mirada borrosa se fijó en la hora y manoteó indignado el auricular.
—¡Son las cuatro de la madrugada! —gritó—. ¿Quién diab…?
En el otro extremo de la línea, una voz suave comenzó a hablar. Lantz se sentó en la cama, mientras el corazón le latía desordenadamente.
—Sí, señor —dijo—. Sí, señor… No, señor, pero puedo organizar las cosas de modo de quedar libre. —Escuchó largo rato, y finalmente dijo—: Sí, señor, comprendo. Tomaré el primer avión a Buenos Aires. Gracias, señor.
Cortó y encendió un cigarrillo con manos temblorosas. La persona con quien había hablado era uno de los hombres más poderosos del mundo, y lo que le había pedido… ¿Qué diablos está sucediendo?, se preguntó. Algún asunto gordo puesto que ofrecían pagarle cincuenta mil dólares por transmitir un mensaje. Iba a ser lindo volver otra vez a la Argentina. A Lantz le encantaban las mujeres sudamericanas. Conozco allí a más de una decena de putas calentonas, de esas que prefieren encamarse antes que comer.
A las nueve de la mañana marcó el número de Aerolíneas Argentinas.
—¿A qué hora parte el primer avión para Buenos Aires?
El 747 arribó al aeropuerto de Ezeiza al día siguiente a las cinco de la tarde. Fue un largo vuelo, pero a Lantz no le importó. Cincuenta mil dólares por entregar un mensaje. Experimentó una gran emoción en el momento en que las ruedas rozaron suavemente el suelo. Hacía cinco años que no estaba en la Argentina. Sería un placer reanudar viejas amistades.
Al bajar del avión, la bocanada de aire caliente lo sobresaltó un instante. Pero claro: aquí están en verano.
En el trayecto en taxi hasta la ciudad, comprobó divertido que no habían cambiado mucho las inscripciones de las paredes. PLEBISCITO LAS PELOTAS. MILITARES ASESINOS. TENEMOS HAMBRE. MARIHUANA LIBRE. DROGA, SEXO Y MUCHO ROCK. JUICIO Y CASTIGO A LOS CULPABLES.
Sí, daba gusto estar de vuelta.
Ya había terminado la hora de la siesta, y las calles estaban colmadas de personas que iban y volvían de realizar diligencias. Cuando el taxi llegó al hotel El Conquistador —ubicado en el elegante Barrio Norte—, Lantz pagó con un billete de un millón.
—Quédese con el vuelto. —El dinero argentino era muy gracioso.
Se anotó en el mostrador del inmenso hall del hotel, tomó un ejemplar del Buenos Aires Herald y de La Prensa, y luego lo acompañaron a su suite. Sesenta dólares diarios por un dormitorio, baño, living y cocina, con aire acondicionado y televisión. En Washington esto mismo costaría una fortuna, pensó. Mañana cumpliré mi encargo con esa puta Elsa, y después me quedo unos días a descansar.
Más de dos semanas transcurrieron antes de que pudiera localizar a Elsa Núñez.
Comenzó por buscar su nombre en la guía telefónica, en los barrios del corazón de la ciudad: Constitución, plaza San Martín, Barrio Norte, Catalinas. En ninguno figuraba Elsa Núñez. Tampoco encontró su nombre en otras ciudades de la provincia de Buenos Aires, tales como Bahía Blanca o Mar del Plata.
¿Dónde mierda vive? Se lanzó a las calles, en busca de sus antiguos contactos.
Fue así como llegó a La Biela.
—¡Señor Lantz! ¡Por Dios! —exclamó el barman al verlo llegar—. Me dijeron que había muerto.
Lantz sonrió.
—En efecto, pero como lo extrañaba tanto a usted, Antonio, resucité.
—¿Qué anda haciendo por Buenos Aires?
—Rastreando a una antigua novia —respondió Lantz con aire melancólico—. Íbamos a casarnos, pero la familia de ella se mudó y le perdí el rastro. Se llama Elsa Núñez.
El hombre se rascó la cabeza.
—Nunca la oí nombrar. Lo siento.
—¿Podría preguntar por ahí, Antonio?
—Sí, cómo no.
Acto seguido Lantz fue a ver a un amigo que tenía en el cuartel central de policía.
—¡Harry Lantz! ¡Dios! ¿Qué pasa?
—Hola, Jorge. Qué gusto de verlo.
—La última noticia que tuve de usted fue que la CIA lo echó de sus filas.
Harry Lantz se rio.
—De ninguna manera, amigo. Me imploraron que me quedara. Yo renuncié para poner un negocio por mi cuenta.
—¿Ah sí? ¿Qué clase de negocio?
—Inauguré una agencia privada de detectives, y casualmente es por eso que estoy en Buenos Aires. Un cliente mío murió hace unas semanas. Dejó una gruesa suma de dinero de herencia a su hija, y estoy tratando de localizarla. Lo único que sé de ella es que vive en un departamento en Buenos Aires.
—¿Cómo se llama?
—Elsa Núñez.
—Aguarde un momento.
El momento se convirtió en media hora.
—Lo siento, amigo, pero no puedo ayudarlo. Ese nombre no figura en nuestra computadora ni en ninguno de nuestros archivos.
—Qué pena. Si llega a saber algo de ella, avíseme al hotel Conquistador.
—Bueno.
A continuación había que visitar los bares, los antiguos reductos. El Pepe González, el Café Tabac.
—Buenas tardes. Soy de los Estados Unidos y estoy buscando a una mujer, Elsa Núñez. Se trata de una emergencia.
—Lo siento, señor, pero no la conozco.
La respuesta era la misma en todos lados. Nadie oyó mencionar jamás a la maldita puta.
Harry Lantz recorrió la Boca, la colorida costanera donde pueden verse viejos buques que se oxidan anclados en el río. Allí tampoco nadie conocía a Elsa Núñez. Por primera vez Lantz comenzó a temer que fueran a fracasar sus planes.
Fue en el Pilar, un barcito del barrio de Floresta, donde de pronto le cambió la suerte. Era un viernes por la noche y el local estaba lleno de obreros. Diez minutos demoró Lantz en lograr que el barman le prestara atención. Sin darle tiempo a terminar el discurso que tenía preparado, el hombre lo interrumpió:
—¿Elsa Núñez? Sí, la conozco. Si ella desea hablar con usted, vendrá aquí mañana a eso de la medianoche.
Al día siguiente Lantz regresó al Pilar a las once. El bar comenzó a llenarse de a poco. Cuando se aproximaban las doce, Lantz estaba ya muy nervioso. ¿Y si la mujer no iba? ¿Y si se trataba de otra Elsa Núñez?
Vio entrar en el local a un grupito de jóvenes sonrientes que se sentaron a la mesa de unos hombres. Tiene que venir. Si no aparece, más vale que me despida de los cincuenta mil dólares.
Se preguntó qué aspecto tendría. Debía de ser magnífica. Estaba autorizado a ofrecerle a su novio, Ángel, dos millones de dólares por asesinar a alguien, de modo que Ángel debía de estar tapado de dinero y podría darse el lujo de tener una amante joven y hermosa. Más aún, podría mantener a varias. La tal Elsa debía de ser modelo o actriz. A lo mejor puedo divertirme un poco con ella antes de irme de la ciudad. Nada más atractivo que mezclar el trabajo con el placer, pensó alegremente.
Se abrió la puerta y Lantz levantó, intrigado, la mirada al ver a una mujer sola. Era de mediana edad, fea y gorda, con inmensos pechos que se le sacudían al caminar. Tenía marcas de granos en el cutis y pelo rubio teñido, pero su tez oscura delataba su sangre mestiza, heredada de algún antepasado indígena que copulara con alguien descendiente de españoles. Tenía puesta una falda que le quedaba mal y un suéter para una mujer mucho más joven. Una puta que anda en las malas, pensó Lantz. Pero ¿quién va a querer acostarse con semejante adefesio?
La mujer paseó la mirada distraída por el local. Saludó indiferente a varias personas y luego se abrió paso entre el gentío hasta el mostrador.
—¿Me invita con una copa? —Tenía un marcado acento español, y de cerca era aún mucho más fea.
Parece una vaca gorda, sin ordeñar, fue lo que pensó Harry Lantz. Además está ebria.
—Vete de mi lado.
—Esteban me dijo que andaba buscándome, ¿no?
Se quedó mirándola.
—¿Quién?
—Esteban, el barman.
Harry Lantz se negaba a dar crédito a sus ojos.
—Debe de haber un error. Yo busco a Elsa Núñez.
—Sí. Soy yo.
Pero no la que yo busco, pensó Lantz.
—¿Es usted la amiga de Ángel?
La mujer esbozó una sonrisita ausente.
—Sí.
Lantz se recuperó de inmediato.
—Bien, bien. —Procuró sonreír—. ¿Podemos conversar en alguna mesa apartada?
Ella asintió con aire indiferente.
—Bueno.
Se abrieron paso por el local lleno de humo, y cuando estuvieron sentados, Lantz dijo:
—Quiero hablarle de…
—¿Me invita con una ginebra?
—Sí, cómo no.
Cuando se acercó un mozo de mugriento delantal, Lantz le pidió:
—Una ginebra y un whisky con soda.
—Que la ginebra sea doble —agregó Elsa Núñez.
El camarero se alejó y Lantz volvió a dirigirse a la mujer.
—Quiero reunirme con Ángel.
Ella lo escrutó con sus ojos embotados.
—¿Para qué?
—Tengo un regalito para él —confesó Lantz, bajando la voz.
—¿Ah sí? ¿Qué clase de regalo?
—Dos millones de dólares. —Llegaron los tragos. Lantz alzó su vaso y brindó—. Salud.
—Sí. —Ella apuró el contenido de un solo sorbo—. ¿Por qué quiere darle dos millones de dólares?
—Eso es algo que tengo que conversar en privado con él.
—Imposible. Ángel no habla con nadie.
—Mire, por dos millones de dólares…
—¿Me pide otra ginebra? Doble, ¿eh?
Dios mío, da la impresión de que ya está por perder el conocimiento.
—Sí, por supuesto. —Llamó al camarero e hizo el pedido—. ¿Hace mucho que conoce a Ángel? —preguntó como al pasar.
Ella se encogió de hombros.
—Sí.
—Debe de ser un hombre interesante.
Los ojos ausentes se clavaron en un punto de la mesa.
¡Santo cielo! Es como tratar de conversar con una pared.
Cuando le trajeron la ginebra, la mujer la bebió de un trago.
Tiene el cuerpo de una vaca y los modales de un cerdo.
—¿Cuándo puedo hablar con Ángel?
Elsa Núñez se puso de pie con dificultad.
—Ya le dije que no habla con nadie. Adiós.
Un repentino pánico se adueñó de Harry Lantz.
—¡Espere un minuto! ¡No se vaya!
Ella se detuvo y lo enfocó con su mirada vidriosa.
—¿Qué quiere?
—Siéntese y se lo diré.
Elsa Núñez se sentó pesadamente.
—Necesito una ginebra, ¿eh?
¿Qué clase de hombre será ese tal Ángel?, pensó, desconcertado, Harry Lantz. Su amante es la puta más horrible de Sudamérica, y además, una borracha.
A Lantz no le gustaba tratar con ebrios porque los consideraba muy poco confiables. Por otra parte, tampoco le agradaba la posibilidad de perderse los cincuenta mil dólares de comisión. Al ver cómo la mujer despachaba la bebida, se preguntó cuántos tragos más habría tomado antes de reunirse con él.
—Elsa —dijo en tono cortés—, si no se me permite hablar con Ángel, ¿cómo puedo hacer negocios con él?
—Es muy simple. Usted me dice lo que quiere y yo se lo transmito. Si él dice sí, yo le contesto a usted que sí. Si dice no, le contesto que no.
No le hacía gracia tener que utilizarla de intermediaria, pero tampoco le quedaba otra alternativa.
—Habrá oído hablar de Marin Groza.
—No.
Por supuesto que no, porque no es el nombre de una bebida alcohólica. Esa imbécil iba a captar mal el mensaje y seguramente le arruinaría el pastel.
—Necesito un trago.
Lantz le dio una palmadita en la mano regordeta.
—Por supuesto. —Pidió otra ginebra doble—. Ángel debe saber quién es Marin Groza. Usted dígale el nombre, no más, que él va a saber a quién me refiero.
—¿Sí? ¿Y después qué?
Era más estúpida de lo que parecía. ¿Qué mierda suponía que debía hacer Ángel por dos millones de dólares? ¿Darle un beso al tipo?
—Las personas que me enviaron —explicó Lantz con cuidado— quieren despacharlo.
Ella parpadeó.
—¿Qué significa «despacharlo»?
¡Santo cielo!
—Que se lo mate.
—Ah —asintió con aire displicente—. Le preguntaré a Ángel. —Comenzaba a ponérsele pastosa la voz—. ¿Cuál era el nombre del individuo?
—Marin Groza.
—Bueno. Mi amigo no está en la ciudad. Esta noche lo llamo y mañana me encuentro aquí con usted. ¿Puedo pedir otra ginebra? Elsa Núñez estaba convirtiéndose en una pesadilla.
Al otro día, Harry Lantz permaneció en la misma mesa del bar desde la medianoche hasta las cuatro de la madrugada, hora en que cerró el local y la Núñez no apareció.
—¿No sabe dónde vive ella? —le preguntó al barman.
El hombre lo miró con cara de inocente.
—¿Quién sabe? —dijo.
Esa imbécil había arruinado todo. ¿Cómo un hombre que tenía fama de ser tan inteligente como Ángel podía haberse enganchado con semejante borracha? Harry Lantz se jactaba de ser un profesional. Se consideraba demasiado astuto como para hacer tratos con alguien sin investigarlo primero. Había hecho averiguaciones sobre Ángel, y la información que más le impresionó fue que los israelíes pusieron un precio de un millón de dólares por su cabeza. Con semejante cifra se podía pagar toda una vida de alcohol y prostitutas jóvenes. Bueno, ya podía ir olvidándose de eso, así como también de sus cincuenta mil de recompensa. Se había quebrado su único vínculo con Ángel. Tendría que llamar al jefe e informarle que había fallado.
Todavía no voy a llamarlo, decidió. A lo mejor ella regresa aquí o los otros bares se quedan sin provisión de ginebra. Tal vez me merezca una buena patada en el culo por haber aceptado esta maldita misión.