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—Yo disiento de usted, profesora. —Barry Dylan, el alumno más joven y destacado del seminario sobre ciencia política que dictaba Mary Ashley, paseó una mirada arrogante a su alrededor—. Alexandros Ionescu es peor de lo que era Ceausescu.

—¿Cómo fundamentaría su opinión? —le preguntó la profesora.

Había doce alumnos de posgrado en el seminario que se dictaba en el edificio Dykstra de la Universidad de Kansas. Estaban todos sentados en un semicírculo, frente a Mary. Las listas de espera para anotarse en las clases de ella eran más largas que las de cualquier otro docente de la universidad. Mary era una excelente profesora, una persona muy agradable por su fino sentido del humor y su calidez. Tenía una cara ovalada que tanto podía ser interesante como bella, según su estado de ánimo. Poseía también pómulos altos —típicos de las modelos—, ojos castaños almendrados y abundante pelo oscuro. Su silueta era la envidia de sus alumnas y motivo de fantasía para sus alumnos varones, y sin embargo ella no parecía percatarse de lo bonita que era.

Barry se preguntó si sería feliz con su marido, pero tuvo que volver a concentrarse en el tema de discusión.

—Bueno, cuando Ionescu asumió el poder en Rumanía aniquiló a todos los elementos partidarios de Groza y reinstauró una línea dura, pro soviética. Ni siquiera Ceausescu fue tan terrible.

Otro alumno tomó la palabra:

—Entonces, ¿por qué el presidente Ellison está tan desesperado por restablecer las relaciones diplomáticas con él?

—Porque queremos atraerlo a la órbita occidental.

—Recuerden —intervino Mary—, que Nicolae Ceausescu también tenía un pie en cada lado. ¿En qué año comenzó eso?

—En 1963 —respondió de nuevo Barry—, cuando Rumanía tomó posición en el conflicto entre Rusia y China para demostrar su independencia en asuntos internacionales.

—¿Qué saben sobre la actual relación de Rumanía con los demás países del Pacto de Varsovia, y con la Unión Soviética en particular?

—Yo diría que ahora es más firme.

Otra voz:

—No estoy de acuerdo. Rumanía criticó la invasión rusa a Afganistán, y también el acuerdo de los soviéticos con el MCE. Además, profesora…

Sonó el timbre que daba por terminada la clase.

—El lunes hablaremos sobre los principales factores que influyen en la actitud de los soviéticos para con Europa oriental. También cambiaremos ideas acerca de las posibles consecuencias del plan del presidente Ellison para penetrar en el bloque del Este. Que tengan un buen fin de semana.

Los alumnos se levantaron y se dirigieron a la salida.

—Usted también, profesora.

A Mary Ashley le encantaba el intercambio de opiniones que se suscitaba en el seminario. La historia y la geografía cobraban vida en los acalorados debates en los que participaban los jóvenes graduados. Los nombres de personas y lugares extranjeros se volvían reales, así como también los acontecimientos históricos. Hacía cinco años que pertenecía al claustro docente de la Universidad del Estado de Kansas y, aún le gustaba mucho enseñar. Dictaba cinco cursos de ciencia política al año aparte de los seminarios de posgrado, y siempre sobre el tema de la Unión Soviética y sus países satélites. En ocasiones no se sentía auténtica. No conozco ninguno de los países sobre los que hablo, pensó. Nunca he salido siquiera de los Estados Unidos.

Mary Ashley había nacido en Junction City, tal como sus padres. El único miembro de su familia que conocía Europa era su abuelo, que provenía de la pequeña aldea rumana de Voronet.

Mary había planeado viajar al extranjero el año en que obtuvo su licenciatura, pero ese verano conoció a Edward Ashley y el viaje a Europa se convirtió en una luna de miel de tres días en Waterville, a ochenta kilómetros de Junction City, donde Edward estaba atendiendo a un paciente aquejado de una grave dolencia cardiaca.

—Tenemos que proponernos viajar el año que viene —propuso ella al poco tiempo de casados—. Me muero por conocer Roma, París y Rumanía.

—Yo también. El próximo verano viajamos seguro.

Sin embargo, el verano siguiente nació Beth, y Edward estaba lleno de trabajo en el Geary Community Hospital. Dos años más tarde nacía Tim. Mary obtuvo su doctorado, volvió a enseñar en la universidad y, sin que se diera cuenta, fueron pasándole los años. A excepción de algún breve viaje a Chicago, Atlanta y Denver, nunca había salido del estado de Kansas.

Algún día, se prometió. Algún día…

Mary recogió sus libros y miró por la ventana el paisaje gris. Estaba empezando a nevar de nuevo. Se calzó un grueso abrigo y una bufanda roja, y se dirigió a la salida de la calle Vattier, donde había dejado el auto estacionado.

El campus de la universidad era inmenso: ciento cincuenta hectáreas de terreno salpicadas por ochenta y siete edificios —entre ellos laboratorios, teatros, capillas— rodeados por predios arbolados. Desde lejos, los edificios marrones de la universidad, con sus torrecillas, parecían antiguos castillos listos para repeler a las hordas enemigas. Cuando pasaba frente a Denison Hall, vio que se acercaba en dirección a ella un extraño con una cámara Nikon, y que apretaba el disparador. Mary salió en un segundo plano de la fotografía. Debí haberme corrido a un lado, pensó. Le arruiné la foto.

Una hora más tarde, la fotografía viajaba rumbo a Washington D.C.

Cada pueblo tiene su ritmo característico, un pulso vital que proviene de su gente y de la tierra. Junction City, en el condado de Geary, es una comunidad agrícola de veinte mil trescientos ochenta y un habitantes, ubicada a doscientos kilómetros al oeste de la ciudad de Kansas, y que se enorgullece de ser el centro geográfico del territorio continental de los Estados Unidos. Cuenta con un diario —The Daily Union—, una radio y un canal de televisión. El centro comercial consta de varias tiendas y estaciones de servicio diseminadas a lo largo de las calles Washington y Sexta. Hay una sucursal del First National Bank, una pizzería, una joyería y un almacén de ramos generales. También hay restaurantes al paso, una estación de ómnibus, una casa de ropa para hombres, los típicos establecimientos que se repiten en todos los pueblitos del país. Sin embargo, los residentes de Junction City lo aman por su paz bucólica, al menos los días de semana. Los sábados y domingos Junction City se transforma en el centro de recreación de los soldados de la cercana base de Fort Riley.

En el camino de regreso, Mary Ashley paró en el mercadito Dillon a comprar comida para la cena, y luego enfiló hacia la calle Old Milford, en una hermosa zona residencial que daba a un lago. Robles y olmos flanqueaban el costado izquierdo de la calzada, mientras que a la derecha se advertían bellísimas casas construidas en piedra, ladrillo o madera.

Los Ashley vivían en una casa de piedra de dos pisos, enclavada en medio de unas lomas. La había adquirido el flamante matrimonio trece años antes, y constaba de un amplio living, comedor, biblioteca, comedor de diario y cocina en la planta baja. Arriba había un dormitorio grande y dos más chicos.

—Es enorme para dos personas —comentó Mary en su momento.

Edward la estrechó entre sus brazos.

—¿Quién dijo que va a ser sólo para dos?

Cuando llegó de la universidad, Beth y Tim estaban esperándola.

—¿A qué no sabes una cosa? —dijo Tim—. ¡Va a salir una foto nuestra en el diario!

—Ayúdenme a guardar estas cosas —respondió la madre—. ¿En qué diario?

—El tipo no lo dijo, pero nos sacó varias fotos y aseguró que ya íbamos a tener noticias de él.

Mary se volvió para mirar a su hijo.

—¿No les dio ningún motivo?

—No; lo que sí sé es que tenía una preciosa Nikon.

El domingo Mary celebró —aunque no fue ésa la palabra que le vino a la mente— su cumpleaños, y Edward le organizó una reunión de sorpresa en el club. Estaban allí sus vecinos, Florence y Douglas Schiffer, y otras cuatro parejas. Edward se puso feliz como una criatura al ver la cara de asombro de Mary cuando entró en el club y reparó en la mesa adornada y el cartel de feliz cumpleaños. Ella no tuvo entonces coraje para confesarle que desde hacía dos semanas estaba enterada del agasajo. Adoraba a Edward. ¿Y por qué no? ¿Cómo no estar enamorada de ese hombre tan atractivo, inteligente y cariñoso? El abuelo y el padre habían sido médicos, y a Edward nunca se le ocurrió que pudiera tener otra vocación. Era el mejor cirujano de Junction City, un buen padre y marido ejemplar.

En el momento de soplar las velitas, Mary lo miró con ojos de amor. Qué afortunada que puede llegar a ser una mujer, se dijo.

El lunes por la mañana se despertó con dolor de cabeza. La noche anterior habían brindado varias veces con champagne, y no estaba acostumbrada a beber alcohol. Por ende, le costó muchísimo levantarse de la cama. Ese champagne me mató. Nunca más voy a beber, se propuso.

A duras penas bajó y comenzó a preparar el desayuno para los chicos, tratando de no prestarle atención al martilleo que sentía en las sienes.

—El champagne —sentenció en voz alta— es la forma que eligió Francia para vengarse de nosotros.

En ese momento entró Beth con una pila de libros en los brazos.

—¿Con quién hablabas, mamá?

—Sola.

—Eso hacen los locos.

—Cuando tienes razón no te lo discuto. Compré un cereal nuevo que va a gustarte —agregó Mary, colocando la caja sobre la mesa.

Beth se sentó a la mesa de la cocina y se puso a leer la etiqueta del cereal.

—No puedo comer esto —declaró—. Estás tratando de matarme.

—No me des la idea —le advirtió la madre—. ¿Por qué no empiezas a comer?

Tim, el varón de diez años, entró corriendo en la cocina y se sentó.

—Yo voy a comer tocino con huevos.

—¿No se saluda más en esta casa? —reaccionó Mary.

—Buen día. Quiero tocino con huevos.

—Por favor.

—Vamos, mamá, que voy a llegar tarde al colegio.

—Ya que mencionas el tema, te cuento que me mandó a llamar la señora de Reynolds para avisarme que te sacaste un aplazo en matemática. ¿Qué me dices?

—Que no me extraña.

—Tim, ¿estás bromeando?

—A mí personalmente no me parece muy gracioso —terció Beth.

Tim le hizo una mueca a la hermana.

—Si quieres divertirte, mírate al espejo.

—Basta ya, chicos. Pórtense bien.

El dolor de cabeza iba en aumento.

—¿Puedo ir a patinar después del colegio, mamá? —quiso saber Tim.

—Tienes que venir derechito a casa a estudiar. ¿Te parece lindo que el hijo de una profesora universitaria no apruebe matemática?

—No me parece mal. Después de todo, tú no enseñas esa materia.

Suele decirse que los niños son terribles a los dos años, pensó Mary. ¿Y qué me dicen de los nueve, los diez, de los once y los doce?

—¿Te contó Tim que se sacó una mala nota en ortografía? —preguntó Beth.

El muchacho la fulminó con la mirada.

—¿Nunca oíste hablar de Mark Twain? —dijo.

—¿Qué tiene que ver Mark Twain con esto? —reaccionó Mary.

—Twain dijo que no sentía el menor respeto por un hombre que fuera capaz de escribir una palabra sólo de una manera.

No podemos ganarles nunca, reflexionó Mary. Son más inteligentes que nosotros.

Había preparado el almuerzo que cada uno llevaría al colegio, pero le preocupaba Beth, que estaba haciendo una dieta nueva y exótica.

—Beth, por favor, te pido que hoy comas todo tu almuerzo.

—Si es que no posee conservantes artificiales, porque no voy a permitir que por el interés económico de la industria alimenticia me arruine la salud.

¿En dónde quedaron las buenas épocas de la comida comprada hecha, de salchichas y hamburguesas?, se preguntó Mary.

Tim manoteó un papel que sobresalía de uno de los cuadernos de su hermana.

—¡Miren esto! —gritó—. «Querida Beth: sentémonos juntos en la hora de estudio. Estuve pensando en ti todo el día de ayer y…»

—¡Devuélveme eso —aulló Beth— que es mío! —Se abalanzó sobre Tim, pero éste la esquivó de un salto y alcanzó a leer el nombre que había al pie de la nota.

—¡Está firmada por Virgil! Creí que estabas enamorada de Arnold.

Beth le arrancó la esquela.

—¿Qué puedes tú saber de amor? —se indignó Beth, de doce años—. Eres apenas un niño.

El dolor de cabeza de Mary se volvió insoportable.

—Chicos, basta ya, por favor.

Oyó que sonaba en la calle la bocina del ómnibus escolar. Tim y Beth se encaminaron a la puerta, seguidos por Mary.

—¡Esperen! No tomaron el desayuno.

—Ya no hay tiempo, mamá. Tenemos que irnos.

—Adiós, mamá.

—Hace muchísimo frío. Pónganse abrigos y bufandas.

—No puedo. Perdí la bufanda —respondió Tim.

Al instante se había ido y Mary se sentía exhausta. Ser madre es vivir siempre en medio de un ciclón.

Levantó la mirada al advertir que Edward bajaba por la escalera, y sintió una enorme ternura por él. Después de tantos años, pensó, sigue pareciéndome el hombre más atractivo del mundo. Lo primero que le había gustado de él fue su afabilidad. Tenía ojos color gris claro de mirada cálida e inteligente, pero que se volvían ardientes cuando se apasionaba por algo.

—Buenos días, mi amor. —Le dio un beso y juntos entraron en la cocina.

—Querido, te pido un favor.

—Cómo no. Lo que sea.

—Quiero vender a los chicos.

—¿A los dos?

—A los dos.

—¿Cuándo?

—Hoy.

—¿Quién los compraría?

—Alguien que no los conociera. Están en la edad en que me recriminan porque no hago nada bien. Beth se ha transformado en una maniática de la comida sana, y tu hijo pronto va a ser el más burro de la clase.

—A lo mejor no son hijos nuestros —murmuró Edward.

—Espero que no. ¿Te sirvo cereal?

Él miró el reloj.

—Perdóname, pero no tengo tiempo. Me esperan dentro de media hora en cirugía. Hank Cates se accidentó no sé con qué máquina y quizá deba amputarle algunos dedos.

—¿No está demasiado viejo como para seguir trabajando en el campo?

—Que no te llegue a oír él.

Mary sabía que hacía tres años que Hank Cates no le pagaba a su marido. Al igual que casi todos los agricultores de la zona, se veía perjudicado por los bajos precios del agro y la indiferente actitud de los organismos de ayuda económica. Muchos estaban perdiendo las chacras en las que habían trabajado toda la vida. Edward nunca perseguía a sus pacientes para cobrarles, y a menudo le pagaban en especies. Los Ashley tenían el sótano lleno de maíz, papas y trigo. Un paciente le ofreció a Edward abonarle con una vaca, pero cuando Edward se lo contó a Mary, ella reaccionó:

—Por Dios, dile que el tratamiento que le hiciste es una cortesía de la casa.

Al mirar a su marido pensó una vez más en lo afortunada que era.

—De acuerdo. Tal vez decida quedarme con los chicos porque el papá me gusta tanto.

—A decir verdad yo estoy bastante enamorado de la mamá. —La tomó entre sus brazos y la estrechó—. Feliz cumpleaños, más uno.

—¿Sigues queriéndome pese a que ya soy una mujer mayor?

—Me encantan las mujeres mayores.

—Gracias. —De pronto se acordó de algo—. Hoy tengo que volver temprano para cocinar. Les toca venir a los Schiffer aquí.

El ritual de los días lunes era jugar al bridge con los vecinos. El hecho de que Douglas Schiffer fuera médico y colega de Edward en el hospital había contribuido para acercar mucho más a las dos parejas.

Salieron juntos de la casa, obligados a caminar con la cabeza gacha por el viento implacable. Edward subió a su Ford Granada y observó a Mary colocarse al volante de su camioneta.

—Probablemente haya hielo en la carretera —gritó Edward—. Conduce con cuidado.

—Tú también, querido. —Le mandó un beso y ambos autos partieron de la casa, Edward en dirección al hospital, y Mary al pueblo de Manhattan, distante unos veinticinco kilómetros, donde estaba emplazada la universidad.

A escasos cincuenta metros de la casa de los Ashley, dos hombres observaron marcharse al matrimonio desde un auto estacionado y aguardaron hasta que se alejaron.

—Vamos ya.

Se acercaron hasta la casa contigua a la de los Ashley. Rex Olds, el conductor, se quedó en el coche mientras su compañero se bajaba a tocar el timbre. Le atendió una bonita morena de unos treinta y cinco años.

—¿Sí? ¿Qué desea?

—¿Usted es la señora de Schiffer?

—Sí.

El hombre metió la mano dentro de la chaqueta y extrajo una cédula de identificación.

—Me llamo Donald Zamlock y trabajo para la Agencia de Seguridad del Departamento de Estado.

—¡Cielo Santo! ¡No me diga que mi marido robó un Banco!

El agente sonrió con amabilidad.

—No, que yo sepa, señora. Quería hacerle unas preguntas sobre su vecina, la señora de Ashley.

La mujer lo miró con ojos de preocupación.

—¿Sobre Mary? ¿Por qué sobre ella?

—¿Puedo pasar?

—Sí, desde luego. —Florence Schiffer lo hizo entrar en el living—. Tome asiento. ¿Quiere un café?

—No, gracias. No le robaré más que unos minutos.

—¿Por qué anda averiguando acerca de Mary?

El hombre intentó tranquilizarla con una sonrisa.

—Se trata de un control de rutina. No se la acusa de delito alguno.

—Espero que no —se indignó la amiga— porque Mary es una de las personas más rectas que conozco. ¿La conoce usted?

—No, señora. Esta visita es confidencial, y le agradecería mucho que guardara el secreto. ¿Cuánto hace que conoce a la señora de Ashley?

—Unos trece años, desde que ella se mudó a la casa de al lado.

—¿Diría que la conoce a fondo?

—Por supuesto. Es mi mejor amiga. ¿Qué…?

—¿Se lleva bien con el marido?

—Después de Douglas y yo, son la pareja mejor avenida que conozco. —Meditó unos instantes—. Retiro lo dicho. Son la pareja mejor avenida que conozco.

—Tengo entendido que los Ashley tienen dos hijos, una niña de doce años y un varón de diez.

—Así es. Beth y Tim.

—¿Diría usted que ella es buena madre?

—Una madre excelente. ¿Qué…?

—Señora, en su opinión, ¿la señora de Ashley es una persona emocionalmente estable?

—Desde luego que sí.

—¿No tiene ningún problema emocional que usted conozca?

—En absoluto.

—¿Bebe?

—No. No le gusta el alcohol.

—¿Consume drogas?

—Se ha equivocado de pueblo, señor. Aquí en Junction City no tenemos problemas de drogadicción.

—¿Su amiga está casada con un médico?

—Sí.

—Entonces si quisiera conseguir estupefacientes…

—Nada más lejos de la realidad. Ella no está en la falopa, no huele ni viaja.

El hombre la estudió unos instantes.

—Usted parece conocer toda la terminología.

—Es que veo la televisión, como todo el mundo. —Florence Schiffer estaba poniéndose furiosa—. ¿Alguna otra pregunta?

—El abuelo de la señora de Ashley nació en Rumanía. ¿Alguna vez oyó a su amiga hablar sobre dicho país?

—De vez en cuando relata historias que le ha oído contar al abuelo sobre su tierra natal. Sé que nació en Rumanía pero vino aquí de joven.

—¿Nunca la oyó expresar una opinión negativa respecto del gobierno rumano?

—Que yo recuerde, no.

—Una última pregunta. ¿Ha oído a la señora de Ashley o a su marido manifestar algo en contra del gobierno de los Estados Unidos?

—¡Por supuesto que no!

—Entonces, en su opinión, ¿ambos son leales norteamericanos?

—¡Ya lo creo! ¿Por qué no me dice…?

El hombre se puso de pie.

—Le agradezco el tiempo que me dispensó, señora. Una vez más le recuerdo que todo esto es confidencial. Le pido que no lo comente con nadie, ni siquiera con su esposo.

Instantes después él se había marchado. Florence Schiffer se quedó mirándolo alejarse.

—Tengo la sensación de que esta charla ni siquiera tuvo lugar —dijo en voz alta.

Los agentes pasaron frente a la cámara de comercio, la peluquería para animales Irma y un bar llamado La Amplia Oportunidad. De pronto terminaron bruscamente los edificios comerciales.

—Dios mío —comentó Donald Zamlock—, la calle principal no tiene más que dos cuadras de largo. Esto no es un pueblo sino apenas un villorrio.

—Eso podemos pensarlo nosotros, pero para esta gente es un pueblo.

Zamlock sacudió la cabeza.

—Será un lugar muy lindo para vivir, pero a mí no me gusta en lo más mínimo para visitarlo.

Estacionaron frente al Banco y Rex Olds bajó. Veinte minutos más tarde regresó.

—Antecedentes perfectos —informó—. Los Ashley tienen depositados siete mil dólares, una hipoteca sobre su casa y pagan todas sus obligaciones en término. El gerente opina que el doctor es tan bondadoso que no puede ser nunca un hombre de negocios, pero sí es un cliente muy confiable.

—Vamos a interrogar a algunas otras personas —propuso Zamlock—, y después regresamos a la civilización, antes de que a mí se me dé por mugir.

Douglas Schiffer era normalmente un hombre agradable, simpático, pero en ese momento lucía una expresión sombría en el rostro. Los Schiffer y los Ashley estaban en medio de su habitual partida de bridge, y los Schiffer iban perdiendo por diez mil puntos. Por cuarta vez esa noche Florence había renunciado.

Douglas apoyó con fuerza sus cartas.

—¡Florence! —estalló—. ¿Para qué bando juegas? ¿Sabes cuántos puntos nos llevan?

—Perdóname —se disculpó, nerviosa—. No puedo concentrarme.

—Es evidente —protestó el marido.

—¿Estás preocupada por algo? —le preguntó Edward Ashley.

—No puedo decírtelo.

—Todos la miraron sorprendidos.

—¿Que significa eso? —quiso saber el esposo.

Florence respiró hondo.

—Mary… se trata de ti.

—¿Qué pasa conmigo?

—Tienes algún problema, ¿no?

Mary se quedó mirándola.

—¿Problema? No. ¿Por qué?

—No puedo decírtelo. Prometí no hablar.

—¿A quién se lo prometiste? —le preguntó Edward.

—A un agente federal de Washington que vino a casa esta mañana y me hizo muchísimas preguntas sobre Mary. Hablaba de ella como si fuese una espía internacional.

—¿Qué clase de preguntas? —exigió saber Edward.

—Cosas tales como si era fiel a su patria, buena esposa y madre, si consumía drogas…

—¿Por qué diablos necesitan formular ese tipo de preguntas?

—Un momento —intervino, emocionada, Mary—. Todo esto debe de ser porque me he presentado para obtener la titularidad en un cargo. Como la universidad realiza investigaciones secretas para el gobierno, supongo que deben indagar exhaustivamente a cada Profesor.

—Bueno, gracias a Dios no es nada más que eso. —Florence suspiró aliviada—. Creí que iban a encerrarte.

—Espero que sí… en la Universidad de Kansas.

—Y bien… ahora que ya está zanjada la cuestión —dijo Douglas—, ¿por qué no seguimos la partida? —Se volvió hacia su mujer—. Si renuncias una vez más, te acuesto sobre mis rodillas y…

—Promesas, promesas…