El cuartel general de la Agencia Central de Inteligencia queda en Langley (Virginia), del otro lado del río Potomac, diez kilómetros al noroeste de Washington D.C. En el camino de acceso se divisa una luz roja intermitente en la parte superior de un portón custodiado las veinticuatro horas del día. A las visitas autorizadas se les entregan insignias de distintos colores, con las cuales pueden acceder sólo al sector en particular en que necesitan realizar un trámite. Afuera del edificio de siete pisos —caprichosamente apodado la Fábrica de Juguetes— hay una enorme estatua de Nathan Hale. Adentro, en la planta baja, un pasillo con paredes de vidrio da a un patio interior donde pueden apreciarse magnolias en un bello jardín. Detrás del escritorio de recepción, se ve una leyenda tallada en mármol:
Conocerás la verdad
Y la verdad te hará libre.
Nunca se permite el acceso del público al interior del edificio, y no hay salas para visitas. Para los que desean ingresar «de negro» —sin ser vistos— existe un túnel que sale a un pequeño hall, frente a la puerta de un ascensor custodiado las veinticuatro horas del día por centinelas de uniforme gris.
En el salón de reuniones del séptimo piso —vigilado por guardias que portaban debajo del traje revólveres 38 de caño corto—, se desarrollaba la reunión del personal ejecutivo que solía realizarse todos los lunes por la mañana. Alrededor de la amplia mesa de roble estaban ubicados Ned Tillingast, director de la CIA; el general Oliver Brooks, jefe de Estado Mayor del Ejército; el secretario de Estado, Floyd Baker; Pete Connors, jefe de contrainteligencia, y Stanton Rogers.
Ned Tillingast, de más de sesenta años, era un hombre taciturno, frío, agobiado por el peso de maléficos secretos. Existe una rama oscura y una clara de la CIA. La rama oscura es la que se encarga de los operativos clandestinos, y durante los últimos siete años Tillingast había estado al frente de los cuatro mil quinientos empleados de ese sector.
Oliver Brooks, un general de West Point, encaraba su vida personal y profesional según los reglamentos. Era un hombre de empresa, y la empresa para la que trabajaba era el Ejército de los Estados Unidos.
Floyd Baker, el secretario de Estado, era un personaje anacrónico, un típico representante de otros tiempos. Oriundo del sur, era un hombre alto y canoso, de aspecto distinguido y de una galantería chapada a la antigua. Era dueño de una cadena de influyentes diarios de todo el país, y tenía fama de ser inmensamente rico. No había nadie en Washington que poseyera un sentido político más agudo: las antenas de Baker estaban siempre orientadas de forma tal de captar los cambiantes vientos que soplaban en la zona del Congreso.
Pete Connors era un hombre obstinado, gran bebedor e intrépido. Ése sería el último año que trabajaba en la CIA puesto que debía acogerse a la jubilación obligatoria en junio. Connors era jefe de contrainteligencia, la rama más secreta de la CIA. Se había desempeñado en los diversos sectores de inteligencia, y ya trabajaba allí en la época en que los agentes de la CIA eran considerados los muchachos de oro. Participó en el golpe que restauró al Sha al trono de Irán, y en 1961 intervino también en el Operativo Mangosta con el que se intentó derrocar a Fidel Castro.
—Después de la Bahía de los Cochinos todo cambió —solía deplorar Pete de vez en cuando. La duración de su lamento dependía del grado de embriaguez que padeciese—. Nos atacaron desde las primeras planas de todos los diarios del mundo. Nos tildaron de payasos mentirosos y torpes. Un hijo de puta enemigo de la CIA publicó los nombres de nuestros agentes, y Dick Welch, nuestro jefe de Atenas, resultó asesinado.
Connors vivió tres matrimonios desgraciados debido a las presiones y al secreto de su trabajo, pero para él no había sacrificio demasiado grande que hacer por su patria.
Sentado en la reunión que se desarrollaba, tenía el rostro colorado de la indignación.
—Si dejamos que el Presidente se salga con la suya con este maldito programa de acercamiento entre los pueblos, va a entregar el país y eso no podemos permitirlo.
Floyd Baker lo interrumpió:
—El Presidente asumió hace menos de una semana. Nosotros estamos aquí para poner en práctica sus medidas y…
—Yo no estoy aquí para regalar mi país a los malditos comunistas, señor. El Presidente jamás mencionó su plan antes de pronunciar el discurso, o sea que nos sorprendió a todos. No tuvimos oportunidad de refutarlo.
—A lo mejor su intención era precisamente ésa —sugirió Baker.
Pete Connors lo miró fijamente:
—¡Dios mío! ¡Está de su parte!
—Es mi Presidente —sentenció Floyd Baker con una gran firmeza—. Como también lo es de usted.
Ned Tillingast se volvió hacia Stanton Rogers.
—Connors tiene algo de razón. En realidad, lo que está haciendo Ellison es tentar a los países comunistas a enviar espías disimulados como agregados culturales, chóferes, secretarias y amas de llave. Estamos invirtiendo miles de millones de dólares en custodiar la puerta de adelante, y Ellison pretende dejar abierta la del fondo.
El general Brooks asintió.
—A mí tampoco se me consultó —dijo—. En mi opinión, el plan del Presidente bien podría significar la ruina de este país.
—Caballeros —tomó la palabra Stanton Rogers—, quizás algunos de nosotros no estemos de acuerdo con el Presidente, pero no olvidemos que el pueblo lo votó para ese cargo. —Fue recorriendo con la vista el rostro de los presentes—. Somos asesores del Presidente; y por ende debemos acatar sus indicaciones y apoyarlo en todo cuanto nos sea posible. —Sin demasiado placer los hombres escucharon en silencio sus palabras—. De acuerdo. El doctor Ellison desea que se le informe inmediatamente respecto de la situación actual con Rumanía. Todo lo que tengamos.
—¿Incluso el material secreto? —preguntó Pete Connors.
—Todo. Dígamelo directamente. ¿Cuál es el panorama de Rumanía con Alexandros Ionescu?
—Ionescu está en la cresta de la ola —respondió Ned Tillingast—. Después de quitarse de encima a la familia Ceausescu, todos los aliados de Ceausescu fueron asesinados, detenidos o buscaron el exilio. Desde que asumió el poder, ha sumido al país en un constante baño de sangre. El pueblo lo odia.
—¿Qué perspectivas hay de una revolución?
—Ese es un tema interesante —continuó Tillingast—. ¿Recuerda que hace un par de años Marin Groza casi consigue derrocar a Ionescu?
—Sí. Groza salvó el pellejo por milagro y logró salir del país.
—Con ayuda nuestra. Según los datos que poseemos, existe la aspiración popular de llevarlo de regreso. Groza sería muy positivo para Rumanía, y si accediera al poder, también sería muy beneficioso para nosotros. Estamos observando atentamente la situación.
Stanton Rogers se volvió hacia el secretario de Estado.
—¿Tiene usted la nómina de candidatos para el cargo de embajador en Rumanía?
Floyd Baker abrió su portafolio, sacó varios papeles y le entregó uno.
—Éstos son los mejores nombres que podemos proponer. Son todos eminentes diplomáticos de carrera. A cada una se lo investigó, y podemos asegurar que ninguno tiene problemas de seguridad, dificultades económicas ni antecedente alguno que deba permanecer oculto.
Cuando Stanton Rogers tomó la lista, el secretario de Estado añadió:
»Naturalmente el Departamento de Estado se inclina por un diplomático de carrera en vez de una designación política. Alguien que esté realmente capacitado para la labor, sobre todo en este caso en particular dado que el puesto en Rumanía es tan delicado, por lo que es menester obrar con suma prudencia.
—Estoy de acuerdo. —Rogers se puso de pie—. Conversaré con el Presidente acerca de estos nombres y después vuelvo a comunicarme con usted. Él quiere designar cuanto antes al embajador.
Cuando los demás se aprestaron a retirarse, Ned Tillingast le pidió a Connors que se quedara un momentito porque quería hablar con él.
—Estuvo usted muy duro, Pete —le dijo, al quedar a solas.
—Pero es que tengo razón —porfió Connors—. El Presidente va a regalar el país. ¿Y qué tenemos que hacer nosotros?
—Mantener cerrada la boca.
—Ned, se nos ha capacitado para buscar al enemigo y matarlo. ¿Qué pasa si el enemigo está detrás de nuestras propias líneas… digamos sentado en la Oficina Oval?
—Tenga cuidado, mucho cuidado.
Tillingast tenía más antigüedad que Pete Connors. Había sido de las huestes de Bill Donovan y su Oficina de Asuntos Estratégicos antes de que ésta se convirtiera en la CIA, y él también deploraba la actitud del grupo renovador del Congreso hacia su amada organización. De hecho, había una profunda división dentro de las filas de la CIA entre los duros y aquellos que creían que el oso ruso podía ser domesticado hasta transformarlo en un inofensivo animalito doméstico. Tenemos que pelear por cada dólar —pensó Tillingast—. En Moscú, la KGB entrena a mil agentes por vez.
Tillingast había contratado a Connors apenas éste egresó de la universidad, y resultó ser uno de los mejores agentes. Sin embargo, en los últimos años Connors se había vuelto un cowboy: un poco independiente por demás, quizá demasiado rápido con el gatillo. O sea, peligroso.
—Pete, ¿no ha oído hablar de una organización clandestina denominada Patriotas para la Libertad?
Connors frunció el entrecejo.
—No. ¿Quiénes son?
—Por el momento lo único que me han llegado son rumores. Trate de ver si averigua algo sobre ellos.
—De acuerdo.
Una hora más tarde, Pete Connors hacía un llamado telefónico desde una cabina pública de Hains Point.
—Tengo un mensaje para Odín.
—Habla Odín —respondió el general Oliver Brooks.
Cuando regresaba del trabajo en su limusina, Stanton Rogers abrió el sobre que contenía los nombres propuestos para ocupar el cargo de embajador. Se trataba de una nómina excelente. El secretario de Estado había cumplido con su misión. Todos los candidatos se habían desempeñado en países de Europa oriental u occidental, y algunos poseían experiencia adicional en el Lejano Oriente o en África. El Presidente quedará satisfecho, pensó.
—Son todos unos dinosaurios —exclamó Paul Ellison, arrojando la hoja sobre su escritorio—. Hasta el último de ellos.
—Pero Paul —protestó Stanton—, son diplomáticos de carrera, de probada experiencia.
—Sí, pero ya dogmatizados por la tradición del Departamento de Estado. ¿Te acuerdas de cómo perdimos Rumanía hace tres años? El diestro diplomático de carrera que teníamos acreditado en Bucarest metió la pata y nosotros quedamos pagando. Los muchachos de traje a rayas me preocupan: siempre hacen lo imposible por cubrirse las espaldas. Cuando hablo de un programa de acercamiento entre pueblos, lo digo muy en serio. Tenemos que causar una buena impresión en un país que por el momento nos mira con mucho recelo.
—Pero si pones allí a un aficionado, alguien sin experiencia, el riesgo que corres es muy grande.
—A lo mejor necesitamos una persona con otro tipo de experiencia. Rumanía nos servirá de prueba, Stan; una especie de experimento piloto para evaluar todo mi programa. —Titubeó—. No estoy engañándome. Sé que está en juego mi credibilidad, que hay muchos personajes poderosos que desearían verme fracasar. Si este proyecto falla, será como si me serrucharan el piso. Tendré que olvidarme de Bulgaria, Albania, Checoslovaquia y los demás países de la cortina de hierro. Y no quiero que eso ocurra.
—Si quieres pienso en alguno de los que han recibido un nombramiento político…
El presidente Ellison meneó la cabeza.
—Sería el mismo problema. Necesito una persona con un punto de vista totalmente nuevo, alguien capaz de derretir el hielo, lo contrario del norteamericano antipático.
Stan Rogers escrutó el rostro de su amigo con expresión de desconcierto.
—Paul, me da la sensación de que ya tienes a alguien en vista…
Ellison tomó un cigarro y lo encendió.
—Casualmente sí —admitió.
—¿Quién es él?
—Ella. Por casualidad, ¿no leíste en el último número de la revista Asuntos Extranjeros un artículo titulado: «Ahora: la Distensión»?
—Sí.
—¿Qué te pareció?
—Me resultó interesante. La autora cree que estamos en condiciones de seducir a los países comunistas para que se pasen de nuestro lado ofreciéndoles asistencia económica y… —se interrumpió—. Algo muy similar a lo que dijiste en tu discurso inaugural.
—Sólo que fue escrito seis meses antes. Esa mujer ha publicado artículos brillantes en Comentario y en Asuntos Extranjeros. El año pasado leí un libro suyo sobre política en los países de Europa oriental, y debo reconocer que me ayudó a clarificar muchas ideas.
—Está bien. Lo que dices es que ella coincide con tus teorías, pero eso no es motivo para designarla en un puesto tan import…
—Stan, ella avanzó mucho más allá de mis conceptos. Trazó un plan que me parece magnífico: lo que quiere es tomar los cuatro pactos económicos más importantes del mundo, y combinarlos.
—¿Cómo se…?
—Llevaría su tiempo, pero podría hacerse. Tú sabes que en 1949 los países del bloque oriental suscribieron un pacto de ayuda económica mutua llamado COMECON y en 1958 los demás países de Europa crearon el Mercado Común Europeo.
—Sí.
—Tenemos la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que incluye los Estados Unidos, algunas naciones del bloque occidental y Yugoslavia. Y no olvides que los países del Tercer Mundo han formado un movimiento no alineado que nos excluye. —La voz del Presidente trasuntaba una gran emoción—. Piensa en las posibilidades. Si pudiésemos combinar todos estos grupos y formar un único y gran mercado… ¡Dios mío, sería imponente! Significaría un verdadero comercio mundial, y al mismo tiempo traería la paz.
—Es una idea interesante —fue el cauto comentario de Rogers— pero la veo muy lejana.
—Seguramente conoces el viejo adagio chino: «El viaje de mil kilómetros se comienza dando un primer paso».
—Esa mujer no es profesional, Paul.
—Algunos de nuestros mejores embajadores tampoco lo eran. Anne Armstrong, ex embajadora ante el Reino Unido, era una docente sin experiencia política. Perle Mesta fue acreditada en Luxemburgo, y Clare Boothe Luce ante Italia. John Gavin, un actor de cine, fue embajador en México. El treinta por ciento de nuestros actuales embajadores son, como dices tú, aficionados.
—Pero no sabemos nada sobre esta mujer.
—Salvo que es sumamente capaz y funciona en la misma longitud de onda que yo. Quiero que averigües todo lo referido a ella.
Tomó un ejemplar de Asuntos Extranjeros.
—Se llama Mary Ashley.
Dos días más tarde, el Presidente desayunó con Stanton Rogers.
—Ya tengo la información que me pediste.
Rogers sacó un papel del bolsillo.
Mary Elizabeth Ashley; calle Milford 27; Junction City (Kansas). Edad: treinta y cinco años. Casada con el doctor Edward Ashley. Dos hijos: Beth, de doce años, y Tim, de diez. Presidenta de la delegación Junction City de la Liga de Mujeres Votantes. Profesora adjunta de ciencia política referida a Europa oriental, en la Universidad de Kansas. El abuelo nació en Rumanía.
Levantó la mirada.
—Quizá sea la persona indicada para enviar como embajadora a Rumanía.
—Eso mismo creo yo, Stan —convino el Presidente—. Quiero que se practique una investigación completa de seguridad sobre ella.
—Me ocuparé de que se haga.