—Voy a necesitar mucha ayuda de tu parte, amigo —afirmó Paul Ellison.
—Y la tendrás —le respondió Stanton Rogers.
Estaban sentados en la Oficina Oval, el Presidente ubicado ante el escritorio con la bandera norteamericana a sus espaldas. Era la primera reunión que realizaban en esa oficina y Ellison se sentía incómodo.
Si Stanton no hubiese cometido aquel error —pensó— estaría él sentado ante este escritorio, no yo.
—Tengo algo que confesarte —dijo Rogers, como si le hubiese leído el pensamiento—. Cuando te proclamaron candidato a presidente me puse muy celoso, Paul. Era mi sueño de toda la vida y estabas viviéndolo tú. Pero ¿sabes una cosa? He llegado a comprender que si no puedo ocupar yo el cargo, la única persona en el mundo que me gustaría que lo ocupe eres tú. Te queda bien ese sillón.
Paul Ellison le sonrió.
—Te aseguro, Stan, que esta habitación me da un miedo terrible. Siento los fantasmas de Washington, Lincoln y Jefferson.
—También hemos tenido presidentes que…
—Sí, ya sé. Pero a quienes debemos emular es a los más notables.
Apretó un botón que había sobre su escritorio y segundos más tarde apareció un camarero de chaqueta blanca.
—¿Se le ofrece algo, señor?
Ellison interrogó a Rogers.
—¿Café?
—Buena idea.
—¿Lo acompañas con algo?
—No, gracias. Barbara quiere que cuide la línea.
El Presidente le hizo una seña a Henry, el camarero, y éste se retiró.
Barbara, una mujer que había sorprendido a todo el mundo. Los comentarios que circularon en su momento en Washington vaticinaban que el matrimonio no duraría ni un año. Sin embargo ya llevaban quince de casados y eran muy felices. Stanton Rogers se había convertido en un prestigioso abogado de Washington, y Barbara se había hecho fama de agradable anfitriona.
Paul Ellison se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación.
—Parece que mi discurso sobre el acercamiento entre los pueblos ha causado una gran conmoción. Supongo que habrás visto los diarios.
Rogers se encogió de hombros.
—Tú sabes cómo son. Les gusta fabricar héroes para después poder derribarlos, Paul.
—Francamente me importa un bledo lo que dice el periodismo. Lo que sí me interesa es lo que opina la gente.
—Creo que estás dándoles un enorme susto a muchos, Paul. Las Fuerzas Armadas están en contra de tu plan, y a algunos otros personajes influyentes les gustaría verlo fracasar.
—No va a fallar. —Se sentó—. ¿Sabes cuál es el mayor problema del mundo actual? Que ya no existen estadistas. A los países los gobiernan los políticos. No hace mucho tiempo este planeta estaba habitado por gigantes, unos buenos y otros malos, pero gigantes al fin. Roosevelt y Churchill, Hitler y Mussolini, de Gaulle y Stalin. ¿Por qué todos vivieron en esa misma época en particular? ¿Por qué no queda hoy ningún estadista?
—Es muy difícil ser un gigante mundial en una pantalla de veintiuna pulgadas.
Entró el camarero con una bandeja de plata en la que llevaba una cafetera y dos tazas que tenían grabado el escudo presidencial. Con movimientos diestros sirvió el café.
—¿Algo más, señor Presidente?
—No, Henry; gracias.
Ellison aguardó hasta que el hombre se marchó.
—Quiero que hablemos sobre la posibilidad de encontrar a la persona más adecuada para el puesto de embajador en Rumanía.
—De acuerdo.
—No hace falta decirte lo importante que esto es. Desearía que actuaras lo más deprisa posible.
Stanton Rogers bebió un sorbo de café y se puso de pie.
—Ya mismo le encomiendo la búsqueda al Departamento de Estado.
En el suburbio de Neuilly eran las dos de la madrugada. La residencia de Marin Groza se erguía en la oscuridad de ébano. La luna se ocultaba tras densas nubes de tormenta. A esa hora reinaba el silencio total en las calles, quebrado de tanto en tanto por el paso de algún peatón. Una silueta vestida de negro avanzó calladamente entre los árboles en dirección al muro que rodeaba la villa. En un hombro portaba una soga y una manta, y en los brazos sostenía una Uzi con silenciador y una pistola de dardos. Al llegar al tapial se detuvo a escuchar. Durante cinco minutos esperó sin moverse. Finalmente satisfecho, desenrolló la cuerda de nylon y arrojó el gancho de escalar que llevaba prendido en un extremo, para que se sujetara del borde del muro. Con suma velocidad comenzó a trepar. Llegó a la parte superior del paredón y la cubrió con la manta a fin de protegerse de los clavos metálicos envenenados que allí había incrustados. Una vez más se detuvo a escuchar. Dio vuelta el gancho, lanzó la soga del lado de adentro de la pared y bajó. Controló el letal cuchillo filipino plegable que llevaba en la cintura, y que podía abrirse o cerrarse con una sola mano.
El próximo obstáculo serían los perros de ataque. El intruso se agazapó, esperando que los animales percibieran su aroma. Había tres Doberman entrenados para matar. Pero los perros constituían sólo el primer obstáculo. Los jardines y la residencia misma estaban llenos de dispositivos electrónicos, y constantemente se practicaba vigilancia por medio de cámaras de televisión. Toda la correspondencia y los paquetes se recibían y se abrían en la casilla de custodia. Las puertas de la villa eran a prueba de bombas. La casa contaba con su propio abastecimiento de agua, y una persona probaba siempre la comida de Marin Groza. La villa era inexpugnable… supuestamente. La silueta de negro estaba allí esa noche para demostrar que no lo era.
Oyó que se aproximaban los perros antes de poder verlos. Surgieron en medio de las tinieblas, dispuestos a atacarlo por el cuello. Eran dos. El hombre apuntó con la pistola de dardos y le disparó primero al que tenía a la izquierda; luego al de la derecha, y al mismo tiempo trató de esquivar el impacto de sus cuerpos tambaleantes. Giró en redondo a la espera del tercer animal, y cuando llegó, también lo recibió con un disparo. A continuación volvió a reinar el silencio.
El intruso sabía en qué sitios estaban enterradas las trampas sónicas, de modo que las eludió. En silencio se arrastró por los sectores del terreno que no cubrían las cámaras de televisión, y menos de dos minutos después de haber saltado por el tapial se encontraba frente a la puerta del fondo de la residencia.
Cuando iba a tomar el picaporte, súbitamente lo enfocaron varios reflectores.
—¡Alto ahí! ¡Suelte el arma y levante las manos! —gritó una voz.
La silueta de negro dejó caer el arma y alzó la mirada. Desde el techo, media docena de hombres lo apuntaba con una variedad de armas.
—¿Por qué diablos demoraron tanto? —los increpó el intruso—. Nunca debí haber avanzado tanto.
—Lo veníamos observando —le informó el jefe de guardia—. Comenzamos a seguirle los pasos desde que saltó el paredón.
Lev Pasternak no se quedó tranquilo.
—Entonces tendrían que haberme detenido antes. Yo podría haber venido en misión suicida con un cargamento de granadas o con un mortero. Mañana a las ocho en punto quiero una reunión con todo el personal. Los perros están atontados. Que alguien los vigile hasta que se despierten.
Lev Pasternak se jactaba de ser el mejor agente de seguridad del mundo. Se había desempeñado como piloto durante la guerra israelí de los Seis Días. Con posterioridad pasó a revistar como importante agente del Mossad, uno de los cinco servicios secretos israelíes.
Nunca olvidaría la mañana, dos años antes, cuando su coronel lo mandó a llamar.
—Lev, alguien quiere pedirlo prestado por unas semanas.
—Espero que sea una rubia —bromeó.
—Es Marin Groza.
El Mossad contaba con un legajo completo del disidente rumano. Groza había sido el jefe de un movimiento popular rumano para derrocar a Alexandros Ionescu y estaba por llevar a cabo un golpe de Estado cuando uno de sus hombres lo denunció. Fue así como más de dos decenas de combatientes clandestinos murieron ejecutados, y Groza logró apenas escapar a salvo y refugiarse en Francia. Ionescu lo denunció como traidor a la patria y ofreció una recompensa por su cabeza. Hasta ese momento unos seis intentos de asesinar al anciano líder habían fracasado, pero en el último lo habían herido.
—¿Para qué me quiere ahí —preguntó Pasternak—, si tiene protección del gobierno francés?
—No es lo suficientemente confiable. Nos consultó porque necesita que alguien le organice un sistema especial de seguridad, y nosotros lo recomendamos a usted.
—¿Tendría que viajar a Francia?
—Apenas por unas semanas.
—No…
—Lev, estamos hablando de un mensch, un hombre probo, responsable. Tenemos información de que cuenta con gran apoyo popular en su país como para destronar a Ionescu. Cuando llegue el momento apropiado, lo intentará. Pero entretanto tenemos que conservarlo con vida.
Lev Pasternak pensó unos instantes.
—¿Dice que sólo unas semanas?
—Nada más.
El coronel se equivocó en su cálculo del tiempo, no así en lo relativo a Marin Groza. Se trataba de un hombre delgado, de aspecto frágil, con un aire ascético y un rostro surcado por expresiones de dolor. Tenía nariz aguileña, mentón decidido y una frente ancha que remataba en unos mechones de pelo blanco. Sus ojos eran de un negro intenso, y cuando hablaba, brillaban con pasión.
—Me importa un rábano si he de vivir o morir —le dijo a Lev el día en que se conocieron—. Todos vamos a morir. Lo que me preocupa es cuándo. Tengo que seguir con vida durante uno o dos años. Es todo lo que necesito para sacar a Ionescu de mi país. —Se pasó la mano con gesto distraído por una gruesa cicatriz que le cruzaba la mejilla—. Ningún hombre tiene derecho a esclavizar a una nación. Debemos liberar a Rumanía y permitir que el pueblo elija su propio destino.
Lev Pasternak comenzó a planificar el sistema de seguridad para la villa de Neuilly. Utilizó a algunos de sus propios hombres, y cuando fue necesario contratar a personas de afuera, primero las hizo investigar detenidamente. Cada pieza del instrumental que empleó era la mejor en su rubro.
Pasternak estaba todos los días con el rebelde rumano, y cuanto más tiempo pasaba con él, más lo admiraba. Fue así como, cuando Groza le pidió que se quedara como jefe de seguridad, no lo pensó dos veces.
—Acepto, hasta que usted esté listo para dar el golpe. Entonces regresaré a Israel.
Cerraron trato.
A intervalos irregulares, Pasternak organizaba ataques sorpresivos contra la residencia para poner a prueba el sistema de seguridad. En esa ocasión pensó: Algunos guardias están volviéndose descuidados y habrá que reemplazarlos.
Recorrió los pasillos controlando esmeradamente los sensores térmicos, las alarmas electrónicas y los rayos infrarrojos que había en el umbral de cada puerta. Al llegar al dormitorio de Marin Groza oyó un fuerte chasquido y un instante después, los gritos de dolor de Groza.
Lev Pasternak pasó frente a la puerta y siguió su camino.