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Washington D.C.

Stanton Rogers estaba predestinado a ser presidente de los Estados Unidos. Se trataba de un político carismático, que era muy respetado por la opinión pública y contaba con el apoyo de poderosas amistades. Lamentablemente su propia libido le arruinó la carrera impidiéndole acceder a la presidencia.

De ninguna manera se consideraba un casanova. Por el contrario, fue un marido ejemplar hasta que tuvo una aventura amorosa fatal. Era buen mozo, rico e iba a ocupar uno de los cargos más importantes del mundo, y si bien había tenido infinidad de oportunidades de engañar a su esposa, jamás había pensado siquiera en otra mujer.

Había una segunda paradoja en su vida, quizá mayor incluso que la anterior: su esposa Elizabeth era hermosa, sociable, inteligente, y ambos compartían un interés común en casi todas las cosas, mientras que Barbara —la mujer de quien se enamoró y con quien contrajo matrimonio luego de un muy publicitado divorcio— le llevaba cinco años de edad, era de rostro agradable más que bonito, y aparentemente no tenía nada en común con él. Stanton era deportista; Barbara odiaba cualquier forma de ejercicio. Stanton era un ser gregario, mientras que ella prefería estar sola con su marido o invitar a grupos pequeños. Para quienes conocían a Rogers, la mayor sorpresa fue comprobar las diferencias políticas que los separaban. Stanton era renovador, pero Barbara provenía de una familia archi-conservadora.

Paul Ellison, el amigo íntimo de Stanton, le había recriminado:

—¡Te has vuelto loco! Liz y tú deberían figurar en el libro de los récords mundiales como la pareja más perfecta. No puedes echar eso por la borda por una simple calentura.

Rogers repuso con desagrado:

—Cuidado, Paul. Estoy enamorado de Barbara, y apenas consiga el divorcio vamos a casarnos.

—¿No pensaste en el efecto pernicioso para tu carrera?

—En este país el cincuenta por ciento de los matrimonios termina en divorcio. No me perjudicará en nada.

Rogers demostró ser un pésimo profeta. El periodismo tomó ese divorcio tan peleado como si fuese maná del cielo, y los diarios sensacionalistas publicaron fotos del nido de amor de Rogers y notas sobre sus secretas escapadas nocturnas. Se trató de mantener vivo el interés por la historia lo más posible, y cuando el furor se apagó, desaparecieron calladamente los amigos poderosos que habían respaldado a Rogers para la presidencia. Habían encontrado una nueva figura para apadrinar: Paul Ellison.

Ellison demostró ser una buena elección. Si bien no poseía el atractivo físico ni el carisma de Rogers, era un hombre inteligente, simpático, de buenos antecedentes. Era bajo de estatura, de facciones parejas y ojos azules. Llevaba diez felices años de matrimonio con Alice, la hija de un magnate del acero, y era por todos sabido el cariño que los unía.

Al igual que Stanton Rogers, Paul Ellison concurrió a Yale y se graduó en la facultad de derecho de Harvard. Ambos se criaron juntos. Las dos familias tenían chalés de veraneo contiguos en Southampton, y los muchachos solían ir a nadar, organizaban equipos de béisbol y, más tarde, salían juntos con dos amigas. Fueron compañeros en Harvard. Paul obtenía buenas calificaciones, pero el alumno realmente destacado era Stanton Rogers. El padre de Stanton integraba un prestigioso estudio jurídico de Wall Street, y cuando el hijo iba allí a trabajar en épocas de verano, llevaba también a su amigo Paul. Luego de recibirse de abogado, Stanton comenzó a ascender meteóricamente en el plano político, seguido siempre por Paul Ellison.

Sin embargo, el divorcio cambió todo. Fue así como Paul Ellison se convirtió en el cometa, y Stanton Rogers en su cola. El ascenso hasta la cima de la montaña insumió casi quince años. Ellison perdió una elección al Senado, ganó la siguiente, y con el correr del tiempo fue afianzando su figura de legislador. Luchó contra el despilfarro en el gobierno y la burocracia en Washington. Era un populista y creía en el desarme internacional. Se le encargó que pronunciara el discurso de proclamación del Presidente, que se presentaba a reelección. Fue una arenga tan brillante y conmovedora que llamó la atención de todos. Cuatro años más tarde Paul Ellison era elegido Presidente de los Estados Unidos. Y el primer colaborador que designó fue Stanton Rogers, como asesor en asuntos internacionales.

La teoría de Marshall McLuhan de que la televisión convertiría el mundo en una gran aldea se había hecho realidad. La asunción del cuadragésimo segundo Presidente de los Estados Unidos se transmitió por satélite a más de ciento noventa países.

En El Gallo Rojo, un bar de Washington frecuentado por periodistas, Ben Cohn —veterano columnista político de Washington Post— estaba sentado ante una mesa con cuatro colegas, mirando la asunción del mando por el enorme televisor instalado en el local.

—Ese hijo de puta me hizo perder cincuenta dólares —se lamentó uno de ellos.

—Te advertí que no deberías apostar en contra de Ellison —lo amonestó Ben Cohn—. Te habrás dado cuenta de que ese tipo es un brujo.

La cámara mostró las multitudes reunidas en la avenida Pennsylvania, todos con gruesos abrigos para protegerse del inclemente viento de enero, mientras escuchaban la ceremonia por los parlantes instalados alrededor del palco. Jason Merlin, presidente de la Corte Suprema de Justicia, tomó el juramento de práctica, y el nuevo Presidente le estrechó la mano antes de adelantarse hasta el micrófono.

—Miren a esos idiotas parados ahí, congelándose a la intemperie —comentó Ben Cohn—. ¿Saben por qué no están en su casa como cualquier ser humano, viendo la ceremonia por televisión?

—¿Por qué?

—Porque un hombre está escribiendo una página de la historia. Algún día todas esas personas van a contarles a sus hijos y nietos que ellos estuvieron presentes cuando asumió Paul Ellison. Y seguramente fanfarronearán: «Estaba tan cerca de él que podría haberlo tocado».

—Eres un cínico, Cohn.

—De lo cual me honro. No hay político del mundo que no sea cortado por la misma tijera. Todos eligen esa profesión para ver qué beneficio pueden obtener a cambio. Tienen que darse cuenta, amigos, de que nuestro nuevo Presidente es un liberal idealista, y eso bastaría para provocar dolores de cabeza a cualquier hombre inteligente. Para mí un liberal es un hombre que tiene los pies firmemente asentados en nubes de algodón.

En rigor, Ben Cohn no era tan cínico como parecía. Había venido siguiendo la carrera de Paul Ellison desde el comienzo, y si bien al principio no le impresionó demasiado, fue cambiando de opinión a medida que Ellison ascendía en la esfera política. Ese político no era títere de nadie. Era, más bien, un roble en medio de un bosque de sauces.

Afuera el cielo se descargó con heladas cortinas de agua que Ben Cohn no quiso tomar como un mal augurio para los cuatro años presidenciales que comenzaban. Volvió entonces a prestar atención al televisor.

—La presidencia de los Estados Unidos es una antorcha encendida por el pueblo norteamericano, que se pasa de mano en mano cada cuatro años. La antorcha que se me ha confiado es el arma más poderosa del mundo; tanto, que es capaz de aniquilar la civilización o bien servir de faro que ilumine nuestro futuro y el del resto del universo. La decisión está en nosotros. Hoy me dirijo no sólo a nuestros aliados sino también a los países del área soviética y les digo, cuando nos aprontamos para ingresar en el siglo XXI, que ya no hay cabida para un enfrentamiento y que debemos aprender a hacer realidad, ese solo mundo del que hablamos. Cualquier otro curso de acción provocaría un holocausto del que ningún país se recuperaría jamás. Tengo plena conciencia de los abismos que se abren entre nosotros y las naciones de la cortina de hierro, pero la primera prioridad de mi gobierno será tender firmes puentes para sortear dichos abismos.

Sus palabras trasuntaban una profunda expresión de sinceridad. Este hijo de puta lo dice en serio, pensó Ben Cohn. Espero que nadie lo asesine.

En Junction City (Kansas) era un día helado y desapacible. Nevaba tan copiosamente que en la autopista 6 la visibilidad era prácticamente nula. Al volante de su vieja camioneta, Mary Ashley procuró ubicarse en el centro de la calzada, donde ya habían pasado las barredoras de nieve. Debido al temporal llegaría tarde a la clase que debía dictar. Condujo con cuidado para que el coche no patinara.

Por la radio del auto le llegó la voz del Presidente:

—… hay muchos en el gobierno, tanto como en las esferas privadas, que sostienen que nuestro país debería construir más fosos que puentes. A eso yo respondo que ya no podemos darnos el lujo de condenarnos, a nosotros mismos y a nuestros hijos, a un futuro amenazado por una confrontación global, por una guerra atómica.

Mary Ashley pensó: Me alegro de haberlo votado. Paul Ellison será un magnífico presidente.

Aferró con más fuerza el volante a medida que la nieve se tornaba en un enceguecedor torbellino blanco.

En St. Croix brillaba un sol tropical en medio del cielo límpido, pero Harry Lantz no tenía intenciones de salir a admirarlo: demasiado bien lo estaba pasando adentro. Estaba en la cama, desnudo, flanqueado por las hermanas Dolly. Lantz tenía pruebas empíricas para demostrar que no eran hermanas de verdad. Annette era alta y morena, mientras que Sally, también alta, era rubia natural. En realidad no le interesaba un rábano que fuesen parientes sanguíneas; lo importante era el arte que ambas dominaban, y que se hallaban practicando en ese preciso momento, arrancándole gemidos de placer.

En el otro extremo del cuarto del motel titilaba la imagen del Presidente en la pantalla del televisor.

—… porque como creo que no hay problema que no pueda resolverse con buena voluntad de ambas partes, el muro de cemento que rodea Berlín oriental, y la cortina de hierro que encierra a los otros países satélites de la Unión Soviética, deben derribarse.

Sally interrumpió sus actividades lo suficiente como para preguntar:

—¿Apago ese aparato de mierda, querido?

—Déjalo encendido. Quiero escuchar lo que dice.

Annette levantó la cabeza.

—¿Votaste por él? —quiso saber.

—¡A ver las dos! —gritó Lantz—. ¡Sigan con su trabajo!

—Como ustedes saben, tres años atrás, luego de la muerte del presidente Nicolae Ceausescu, Rumanía rompió relaciones con nuestro país. Quiero informar ahora que hemos tomado contacto con el actual jefe de gobierno rumano, Alexandros Ionescu, y éste ha accedido a restablecer los vínculos diplomáticos con los Estados Unidos.

Grandes aclamaciones partieron de la multitud reunida en la avenida Pennsylvania.

Harry Lantz se incorporó tan bruscamente que Annette le clavó los dientes en el pene.

—¡Por Dios! —gritó él—. ¡Ya estoy circuncidado! ¿Qué diablos quieres hacerme?

—¿Para qué te moviste, querido?

Lantz no la oyó: sus ojos estaban pegados al televisor.

—Una de nuestras primeras medidas oficiales —sostenía el Presidente en ese instante— será enviar un embajador a Rumanía. Y eso será sólo el comienzo…

En Bucarest anochecía. El frío invernal había cedido paso a una temperatura agradable. Como los mercados funcionaban hasta tarde, las calles estaban colmadas de personas que habían salido de compras aprovechando el tiempo inusitadamente cálido.

El Presidente rumano, Alexandros Ionescu, estaba sentado en su despacho del antiguo palacio de Peles, sobre Calea Victoriei, escuchando la transmisión del discurso por una radio de onda corta, junto con otros seis colaboradores.

—… No tengo intenciones de detenerme ahí —afirmaba en ese momento el mandatario de los Estados Unidos—. Albania cortó las relaciones diplomáticas con nuestro país en 1946, y yo me he propuesto restablecerlas, así como también afianzar las relaciones diplomáticas con Bulgaria, Checoslovaquia y Alemania oriental.

Por la radio se oyeron aplausos y exclamaciones de júbilo.

»Nombrar un embajador en Rumanía será el primer paso de un movimiento mundial de acercamiento entre los pueblos. No olvidemos nunca que toda la humanidad comparte un mismo origen, problemas comunes y un destino también común. Tengamos presente que los problemas que compartimos son mayores que los que nos dividen, y que lo que nos divide es producto de nuestros propios actos.

En una residencia fuertemente custodiada de Neuilly, un suburbio de París, el líder revolucionario rumano Marin Groza escuchaba las palabras del Presidente por el canal 2 de televisión.

—… prometo que haré todo lo que esté a mi alcance y procuraré que los demás den también lo mejor de sí.

Los aplausos duraron cinco minutos.

Marin Groza murmuró con aire pensativo:

—Creo que nos ha llegado el momento, Lev. Este hombre habla en serio.

Lev Pasternak, su jefe de seguridad, repuso:

—¿Acaso esto no le vendrá bien a Ionescu?

Groza negó con la cabeza.

—Ionescu es un tirano, de modo que a la larga nada le servirá. Pero tengo que planificar con mucho cuidado el momento oportuno. Fracasé cuando quise derrocar a Ceausescu, y no debo volver a fallar.

Pete Connors no estaba borracho, al menos no tanto como hubiese querido. Había bebido casi una botella de whisky cuando Nancy, la secretaria con quien vivía, le dijo:

—¿No te parece que ya bebiste por demás, Pete? —Sonriendo, él le dio una palmadita.

—Está hablando nuestro Presidente y deberías ser más respetuosa. —Le habló luego a la imagen de la pantalla—. Éste es mi país, y la CIA no va a permitirte que lo entregues. Vamos a impedírtelo, muchacho, cueste lo que cueste.