18

La duquesa insistió en que Gerald y Rachel asistieran a la boda. Gerald había hecho una llamada telefónica clamorosamente abyecta: «La verdad, Sharon, no me perdonaría nunca si te causara un momento de bochorno en un día tan feliz», y antes de que Sharon, a su estilo enérgico, terminase de decirle que no dijera tonterías, él dijo enseguida: «Oh, bien, oh, bien», en un tono que insinuaba que, para empezar, no lo había dicho en serio. Era un nimio protocolo de autodegradación que a regañadientes se creía obligado a realizar.

—Sólo pensé que debía preguntarlo —dijo, como si el ofrecimiento y no su causa fuese la nota social en falso. En realidad no creía que él pudiera ser un engorro para nadie. Salieron en coche hacia Yorkshire la mañana del viernes.

Wani había encargado que le hicieran unos exquisitos traje de día y de noche, con pantalones estrechos y un pecho más pequeño disfrazado por solapas sueltas. Parecía la ropa formal de un principito que sólo pudiera ponerse una vez antes de que le quedara grande. Nick los vio extendidos sobre la cama ojival, con los nuevos zapatos Oxford y las zapatillas de noche alineados en el suelo. Era como si dos personas aún más escuálidas que Wani estuvieran tendidas juntas encima de las mantas. Ayudó a Wani a hacer el equipaje, y por la inercia de la costumbre husmeó en el estuche de piel de los gemelos, donde había un paquete de papel de color rosa carne, de unos tres centímetros de largo. Lo sacó y lo escondió, con la sensación de que un código nuevo invalidaba uno antiguo.

Encontró a Wani tumbado en el sofá, delante de un vídeo intensivo: pero tenía los ojos cerrados, la boca abierta y torcida. Nick tardó un segundo o dos en incinerar su horror en la llama más lenta de su compasión. En dos ocasiones había encontrado a Wani dormitando y se había inclinado sobre él no, como solía, por la maravilla íntima de su imagen, sino para comprobar si estaba vivo. Se sentó a su lado con un suspiro y experimentó la extraña ternura por él que procedía de cuidar a otra persona, la sensación de la prudencia y mortalidad propias. Pensó que quizá fuera como la paternidad, la experta ocultación de las preocupaciones personales. No se lo había dicho a Wani, pero esa tarde iban a hacerle otro test VIH: era otra cosa solemne, e incluso más aterradora de lo que tenía que haber sido para no hablar al respecto. Por el rabillo del ojo, el vídeo parecía pulular, como una forma de vida primitiva, con una determinación abstracta. Era una orgía, órganos y orificios de atribución anónima en acción, en un espectro de color anaranjado, rosa y violeta. Miró con mayor atención un momento, con una mezcla de desprecio y remordimiento. Era lo que ellos llamaban ya un «clásico» de antes de la época en que el brillo antiséptico de los condones se añadieron a la paleta del porno; Wani había detestado la novedad, era un esteta por lo menos en esto. Con el volumen bajo, los actores rezongaban su código binario: sí… oh sí, oh sí… sí… oh… sí, sí… oh, sí…

—¿Está aquí el coche? —dijo Wani, desperezándose aún, con cara de miedo, como si anhelara que contrariasen su palabra y anulasen el viaje. El chófer de su padre tenía que llevarle a Harrogate en el Silver Shadow granate. Les acompañaba un enfermero, un escocés moreno y de ojos azules que se llamaba Roy, en quien Nick notaba unos celos agradables.

—Roy está a punto de llegar —dijo, sin hacer caso del débil ceño rencoroso de Wani; añadió, para animarle—: La verdad es que es muy mono.

Wani se incorporó despacio y giró las piernas.

—Dice lo que piensa, el joven Roy —dijo.

—¿Y qué dice?

—Es un poco bravucón.

—Los enfermeros tiene que ser bastante firmes, me figuro.

Wani hizo un mohín.

—No cuando les pago mil libras por minuto.

—Creí que te gustaba un poco de mano dura —dijo Nick, y percibió la chirriante condescendencia de su tono. Ayudó a Wani a levantarse—. De todos modos, cuatro horas en un Rolls Royce deberían ablandarle.

—Ahí está el problema —dijo Wani—. Es ferozmente de izquierdas.

Y la sonrisa espectral de una maldad antigua le iluminó por un momento la cara.

Cuando sonó el timbre, Nick bajó y encontró a Roy hablando con el chófer. Roy era más o menos de la edad de Nick y llevaba pantalones azul marino y una camisa de cuello abierto; Damas, el chófer, vestía un traje gris oscuro, una corbata fúnebre y una gorra de visera gris. Estaban en las antípodas uno de otro: Roy franco y práctico, inflamado por la crisis del sida, lanzando su valentía y su compromiso como un desafío a Damas, que trabajaba para los Ouradi desde que Wani era un niño y consideraba su enfermedad con respeto, pero también, como una criatura de Bertrand, con un filo de reproche. Las recientes historias publicadas en la prensa le habían cubierto de oprobio, una mácula que forcejeaba con las más altas reclamaciones de la lealtad en su cara cuadrada y sus manos enfundadas en guantes de piel. Enderezó la gorra antes de aceptar las dos maletas que Nick había bajado.

—Así que tú no vienes, Nick —dijo Roy, con una reprimenda sexy.

—No, tengo algunas cosas que resolver aquí.

—No estarás allí para protegerme de todos esos duques y damas y a saber qué más.

Una chispa de cautela ensombreció la súbita reafirmación de que le coquetearan por encima de la cabeza gacha de Wani. Aún se estaba habituando al interés de su propio caso, algo extrínseco a él mismo, que percibía sobre todo en la manera como otras personas daban por sentado que le conocían.

—Creo que yo también necesito que me protejan de ellos —dijo.

Roy le dirigió una sonrisa divertida.

—¿Sabes quién estará allí?

—Todo el mundo —dijo una voz jadeante.

Roy miró a la trasera del Rolls, donde Wani manipulaba con rencor una alfombrilla y revolvía los abundantes almohadones de repuesto.

—Ponte cómodo de una vez ahí dentro —dijo Roy, como si Wani fuese el alumno revoltoso de la clase. Su brusquedad tenía algo provechoso; Roy parecía adoptar una visión negra y esperanzada al mismo tiempo.

Damas dio la vuelta al automóvil y cerró la puerta con su inefable chunk: era el sonido del mundo en que se movía, un misterio a su cargo aunque no le pertenecía, la precisión afinada de una portezuela que se cierra. Wani, sentado en su asiento, miraba hacia delante, perdido en la sombra reluciente del cristal tintado. Nick tuvo el presentimiento de que no volvería a verle, de que se perdería de vista en pleno día. Ahora le asaltaban a menudo premoniciones de este tipo. Hizo una señal y Wani bajó cinco centímetros la ventanilla automática. «Dile a Nat que le quiero», dijo Nick. Wani no le miró a él, sino más allá, al terreno intermedio de la conjetura irónica, y unos segundos después activó el cierre de la ventanilla.

Nick entró en la oficina desierta de la planta baja y la atravesó en dirección a su escritorio. No tenía que mudarse de Abingdon Road, de hecho se alojaba arriba mientras buscaba un apartamento, pero sentía el apremio de organizar y desechar. Parecía claro, aunque Wani no lo dijese, que la operación Ojiva se acercaba a su fin. Nick se alegraba de no asistir a la boda de Nat, pero su ausencia, para cualquiera que la advirtiese, podría parecer una admisión de culpa, o de que no era digno. Vio una clara secuencia, como un bucle de película, de sus amigos que no notaban su ausencia y se levantaban de un salto de sus sillas doradas para sumarse al remolino de un baile. Analizada, juzgó probable que fuese una escena de una película de Merchant Ivory.

Vibró el timbre y Nick vio una furgoneta en la calle, en el lugar que había ocupado el Rolls. Salió y había un chico flacucho, con una gorra de béisbol, caminando de un lado para otro, y una música muy alta. «¿Ojiva?», preguntó. «Una entrega». Había dejado la puerta del conductor abierta y la radio encendida; «I Wanna Be Your Drill Instructor», de Full Metal Jacket, rebotaba de las paredes de las casas mientras el chico apilaba en su carretilla grandes fardos cuadrados y los llevaba dentro del edificio. Se había apoderado de aquel tramo de calle durante cinco minutos: era un acontecimiento. Era la revista. «Muchas gracias», dijo Nick. Se apartó con la semisonrisa ineficaz del que no trabaja y está ansioso de que le dejen a solas con el producto. El chico trajinaba con estrépito, respirando fuerte: era como si aquel reparto fuese intolerable porque le impedía realizar otro, como si le hubiera gustado hacer todas las entregas de golpe. Amontonó los fardos, una docena, en cuatro columnas rechonchas. Una tira prieta de plástico azul ataba cada paquete. Nick, al rascar una cinta, se rompió una uña. «Firme, por favor», dijo el chico, sacando un albarán y un bolígrafo del bolsillo del vaquero. Nick trazó a toda velocidad una vaga aproximación de su firma y, al devolverle la hoja, vio que el chico le miraba con la cabeza ladeada y los ojos entornados. Nick se ruborizó, pero al mismo tiempo endureció las facciones. Si aquel repartidor leía el Mirror podría haberle reconocido; intuyó una agresión latente que desde la confusión nadaba hacia un foco de luz.

—¿Quiere ver? —dijo el chico, y antes de que Nick comprendiera sacó con un gesto brusco una navaja Stanley del otro bolsillo, pulsó el resorte que extraía la hoja y desgarró la cinta del fardo más cercano. Arrancó el fino envoltorio de papel, deslizó hacia afuera el primer y lustroso ejemplar vislumbrado, le dio la vuelta en las manos y se lo pasó a Nick—. Voilà.

Nick lo tomó como el ganador de un premio, feliz e incapaz de ocultarlo, y lo compartió educadamente con el chico, que a su lado, junto al codo, descifraba la portada. Nick se sintió muy expuesto y confió en que no le hiciese preguntas.

—Sí, es bonito —dijo el chico—. Es un ángel, ¿no?

—Sí —dijo Nick. Simon había hecho un trabajo magnífico: un claro satinado negro, con el querubín blanco de Borromini en el lado derecho, el ala larga extendida en una doble curva hasta el lomo, donde la punta tocaba la punta del ala de otro querubín en la misma postura en el reverso, y las dos alas formaban una ojiva de exquisita elegancia. No había texto, salvo al pie del lomo, OJIVA, NÚMERO 1, en mayúsculas de normal letra redonda.

Nick pensó que era mejor no abrir la revista, hervía de curiosidad y renuencia acalorada; necesitaba estar solo. El chico hizo con la cabeza un gesto de admiración.

—Sí, una puta maravilla —dijo—. Perdone mi lenguaje.

Tendió la mano y Nick se la estrechó.

—Nos vemos, colega.

—Sí… ¡muchas gracias, por cierto!

—No hay de qué.

Nick sonrió y observó cómo su primer crítico salía de la oficina.

«Bien…», dijo, cuando estuvo solo, e incluso entonces sonrió cohibido. Se sentó delante de la mesa vacía de Melanie, con la revista ocupando de lleno el centro, y dio la vuelta a la portada con la expresión de quien hace una cábala distraída. Y, por supuesto, lo que vio era un potosí del lujo, gracias a las tres primeras y lustrosas páginas desplegables, Bulgari, Dior y BMW, padrinos increíbles del caprichoso hijo de la coca que habían engendrado Nick y Wani. Buscó rápidamente su nombre bajo la cabecera de la página 8: «Director: Antoine Ouradi. Director adjunto: Nicholas Guest», y se ruborizó de orgullo y de una incierta sensación de impostura. Pensó en el alivio que supondría para sus padres ver aquello, ver su nombre impreso como una distinción, no como una deshonra vergonzosa. Le fortaleció. Siguió pasando páginas, deteniéndose un momento en cada una; había leído cada frase diez veces en las galeradas y entregado las páginas al impresor, pero pensó que habían sufrido otra mutación inexplicable hasta transformarse en una revista… nubló los ojos para no ver el imposible error de última hora.

Su artículo, situado por deferencia detrás del de Anthony Burgess sobre burdeles y del de Marco Cassani sobre el renacimiento del gótico en Italia, trataba de la Línea de la Belleza y estaba ilustrado con fotos suntuosas de broches, espejos, lagos, de santos y patas de sofá rococós. Lo leyó con el corazón palpitante, retrocediendo una o dos veces para volver a cabalgar la ondulación de una frase elegante. A su lado, mientras leía, había otros admiradores… el profesor Ettrick, restaurada ya su confianza en un alumno al que había visto poco… Anthony Burgess, en Monaco, que hacía un alto maravillado durante el examen de su ejemplar gratuito de colaborador… Lionel Kessler, relajándose quizá en un diván Luis XV, todo rodeado de guirnaldas con líneas de belleza, que examinaba la grata evidencia de que su joven amigo inteligente y difamado era una persona de provecho. Nick siguió leyendo, con una sonrisa confiada, las últimas páginas, las breves crónicas brillantes sobre juegos de mah-jong y soldados de juguete del Raj. La contraportada interior, para su satisfacción, era un anuncio de Je promets. Y a continuación el ángel que responde con el ala levantada. Nick le concedió a todo la nota máxima, su timidez inicial se vio arrollada por la convicción opuesta de que habían producido una obra maestra.

Extraño, tambaleante estado de culminación. Cinco minutos más tarde pensó que ojalá tuviera que leerlo todo entero de nuevo; pero era imposible. Subió un ejemplar al apartamento y lo abrió al azar varias veces, descubriendo en su esplendor un resplandor, una malignidad vidriosa. Sí, estaba muy bien. Resplandecía. El lustre estaba perfeccionado y era intenso: el fulgor del mármol y el esmalte. Era el brillo de algo terminado.

Cuánto le habría gustado que Wani hubiera podido verlo; se lo había perdido por cinco minutos. Podría habérselo llevado a Yorkshire, regalado números a los invitados, a Toby, a Sophie, a la duquesa, a Brad y Treat. Nick se imaginó a Roddy Shepton, enorme con su frac y chistera, echando una ojeada cautelosa mientras esperaba que le sirvieran una copa. Se imaginó al propio Wani, arrastrando los pies de una habitación a otra, con frío desafío, para enseñarles la única obra hermosa que había logrado crear con todos sus millones: confirmaría o desmentiría las leves expectativas que tenían de que iba o no a hacer algo en la vida. La aclamación refleja por cualquier cosa publicada por una criatura del círculo de los ricos sería sonora, pero estaría atemperada por el asco que les inspiraba su enfermedad y por el incómodo recuerdo de los orígenes de Ouradi. Dejaría ejemplares en dormitorios y cuartos de baño. Nick suspiró al pensar en el destino de aquellas revistas y entonces pensó que era un idiota, puesto que Wani no se las había llevado; y en realidad cabía imaginar cosas peores. Tuvo miedo, por ejemplo, de no haber extremado la atención al inspeccionar las bolsas de Wani; no le habría sido difícil esconder otros paquetes de coca en los bolsillos o en calcetines enrollados. La crisis de mayo le había curado el hábito por la fuerza, pero el aplazamiento, el regreso a Londres y sus placeres de pronto finitos, debió de estar lleno de tentaciones. Nat, por su parte, estaba ya limpio, pero entre sus amigos había media docena de consumidores asiduos que con facilidad y despreocupación podían ofrecer a Wani una raya. Y tenía el corazón muy débil. Sería una especie de suicidio. Nick se apostó en la ventana de la cocina, sin ver apenas la trasera de las casas de enfrente mientras imaginaba una llamada telefónica, quizá de Sharon, o del propio Gerald, con su lacónica diligencia: un ataque cardíaco masivo.

Cuando entró en la sala, la revista estaba encima de la mesa. Era un lanzamiento peculiar porque tal vez no hubiese un segundo número. Estaría bien que la gente lo supiera y la valorase tal cual era, no como un augurio o precursor de algo venidero. Era sólo Ojiva. Allí depositada, en una habitación de su casa, a mediodía de un día templado de otoño, podría haber sido la lápida conmemorativa de Wani, con el ala del ángel protegiendo el espacio en blanco que deberían rellenar su nombre y sus actos.

A la mañana siguiente, Nick fue en coche a Kensington Park Gardens para recoger sus cosas. Caía una llovizna intermitente y se preguntó si los sombreros de boda se estarían estropeando en Yorkshire. En la ancha calle desierta había ese vacío accidental de una calle de Londres, una tregua momentánea en que las aceras, las fachadas, las ventanas perladas de lluvia tienen un aura de déjà vu. Entró en el número 48, presuroso en su nueva destreza para pasar inadvertido: la refutó, sin necesidad, cerrando de un portazo.

Dentro, en el vestíbulo: el sonido… el estruendo impasible de Londres reducido a un zumbido casi inaudible, como si la propia luz gris fuera levemente acústica. Nick sintió que se había aventurado en la atmósfera inalterada de la casa, más perdurable que los problemas de aquel año, tal como había estado antes de él y como estaría después de que él se hubiese ido. Iluminaba el hueco de la escalera la luz pálida del farol dorado, pero en los rincones del comedor se acentuaban las sombras ordinarias, que colgaban como humo de la cornisa cóncava del techo. Resonaba el reloj de pared Boulle, con ciega vigilancia. Nick subió la escalera de piedra y entró en el salón. Sólo era cuestión de encontrar sus bártulos, los cedés mezclados con los de ellos, como sucede en una familia, un libro que él les había prestado y al que había visto descender poco a poco, sin que lo hubieran leído, hasta la base del montículo. De pie junto al piano, pensó en tocar un último andante de Mozart; pero habría sido un acto sensiblero, así como irrisoriamente torpe. El retrato de Toby le miraba, como un emblema de la adolescencia, con su fulgor hormonal y su ceño expectante. Infundía urgencia a la necesidad de seguir adelante. Se detuvo delante de la chimenea, con sus pertenencias apretadas contra el pecho. Pasó un camión por la calle y las ventanas vibraron un instante dentro de sus marcos, en sintonía con el rugido del vehículo y el traqueteo de su puerta trasera, y luego el vasto cuasi silencio volvió a instaurarse. ¿Y qué otra cosa?: el olor de la casa, el de la tapicería, la madera barnizada, los lirios, un olor casi eclesial; notó que sus sentidos captaban y abandonaban las mil impresiones a las que se había habituado.

Y todo aquello apuntaba al pasado. Hablaba de Gerald y Rachel sin interrupción visible. Bajó a la cocina, donde el orden y la abundancia, los tarros, el tablón de anuncios, el trapo doblado, eran indicios de un sistema amplio y profundo. Él era ya un intruso que miraba las fotos de aquellas celebridades ausentes.

Volvió a bajar al sótano, a coger unas cajas de cartón del trou de gloire. En aquel trastero, debajo de la cocina, se guardaban las sillas doradas del salón de baile, y se almacenaban interesantes mesas antiguas y espejos empañados, y allí el duque guardaba sus pinturas, escaleras de mano y cajas de herramientas, junto con una tetera y un calendario; era su madriguera, y Nick casi pensó que lo encontraría allí, en el subconsciente de la casa. Pulsó el interruptor y le sobresaltó el empapelado, que era violeta, con un dibujo como de hierro forjado negro, sólo en parte oculto por todos los trastos. Siempre le asombraba. Evocaba una época anterior a Gerald y Rachel, y una idea distinta del concepto que ellos tenían de una gran diversión. Al igual que los padres de Nick, los Fedden parecían haber evitado los años sesenta, con sus posibilidades novedosas y los errores que valía la pena cometer. Tal vez en los tiempos de Highgate hubiesen tenido varillas de incienso y un almohadón en el suelo, pero allí la habitación violeta era el trastero. Encontró unas cajas viejas de vino y las subió patosamente arriba. Se preguntó quién habría vivido en la casa antes de los Fedden. Bien pudiera ser que hubiera habido sólo tres o cuatro propietarios en los años transcurridos desde el auge de la especulación en los prados y barriadas de Notting Hill. Era una casa que propiciaba la visión que sus inquilinos tenían de sí mismos. Nick pensó en la teatralidad de Gerald, en las fiestas, el lamentable apogeo de la visita de la primera ministra. Había sido tan sólo un año antes, en otra boda lloviznosa en otoño…

Se detuvo en el rellano del segundo piso, depositó las cajas y entró en el dormitorio de Gerald y Rachel. Desde la ventana se veían los jardines bajo la lluvia sesgada, las grandes hojas pardas de los plátanos que caían y volaban. Era una vista más grandiosa pero más estrecha que el panorama al que se había acostumbrado arriba, con la copa del árbol, otros tejados y más allá un campanario. Los jardines empequeñecían en aquella estación del año: se veía la valla del fondo y la calle de fuera. Se volvió y caminó con pasos quedos sobre la alfombra clara hacia la cama. ¿En qué lado dormía cada uno?; el sitio de Rachel, a todas luces, era donde había novelas y tapones para los oídos. Enfrente estaba colgado el pequeño paisaje de Gauguin que les había regalado Lionel. En la mesa redonda de nogal, además de un cuenco de espliego y unas cajas de loza, estaban las fotografías en sus marcos de plata, marfil o terciopelo rojo.

Cogió la de Toby representando a un noble de Tiro cuyo nombre Nick no recordaba. Era el leal ministro que se ocupaba de los asuntos cuando Pericles realizaba sus viajes; sólo aparecía al principio y al final, y se pasaba los actos intermedios ganduleando impaciente por la caseta del criquet, que se utilizaba como sala de descanso para aquellas funciones al aire libre. Era junio, fuera olía al lago y a hierba cortada, y a creosota y linaza en la caseta enrarecida. Toby se quitó la pesada túnica y atajaba bolas imaginarias con un bate de criquet mientras aguardaba a que saliera Sophie, que interpretaba a Marina. Alguien le había fotografiado entonces. Llevaba unos leotardos oscuros y sus zapatos de ante. Su torso desnudo parecía muy blanco contra la línea que alrededor del cuello marcaba el maquillaje. Tenía una cara femenina hermosísima, una cara de bailarín, y su cuerpo era musculoso y lo bastante prominente para divertir a otros. A Nick le asignaron el papel breve pero memorable de Cerimón, el noble de Éfeso que revive a la reina Zaisa cuando las olas devuelven su féretro a la orilla; fue una de las experiencias más intensas de su vida: «Sostendré siempre / que la virtud y la astucia eran dotes más valiosas / que la nobleza y la opulencia…», con el corazón desbocado y lágrimas en los ojos; y después se acabó, hizo un digno mutis por el foro, con una sensación de flotar y de flacura, una adaptación forzosa a la escena fuera del círculo del escenario iluminado y el público que a oscuras estaba ya esperando lo que venía a continuación. Se desprendió de la barba gris, se arrancó la capa y se tomó una celosa botella de Guinness mientras Toby, «inconscientemente», flexionaba sus bíceps para Sophie: estaban preocupados el uno por el otro y porque aún no habían terminado. Toby no era muy buen actor, pero el papel sólo era un poco retórico, nada psicológico, y le dedicaron calurosos aplausos; tenía algo que encajaba bien. Hizo como si en vez de actuar estuviera remando o pasando un balón de rugby. No fue modesto ni vanidoso.

Nick sabía que nunca volvería a ver la foto y le costó depositarla de nuevo en la mesa. Brilló a la luz pluvial como un emblema del porqué había ido a vivir en la casa. No estaba claro en el caso de Toby, como tampoco en el de Leo y Wani, si la fantasía podía retener el tiempo, si aquel resplandeciente estudiante de segundo curso, con piernas de deportista y un culo maravilloso, le seguiría excitando cuando viese al Toby gordo de cinco años después. Bueno, quizá no mentalmente, sino en una imagen, en una foto; hacía falta cierto coraje estético para desafiar a los hechos. Hizo algo tonto y solemne, y dejó sobre el cristal la huella leve y borrosa de sus labios y de la punta de la nariz.

Ya en su habitación, cogió de las estanterías todos los libros que le cabían en las manos y los arrojó dentro de cajas, como si fueran ladrillos. Se pertrechó contra su gusto por la nostalgia; se había terminado la ociosidad de los viejos tiempos, las cosas eran más urgentes e inseguras. La espera de los resultados del test ya ensombrecía la semana siguiente. El estímulo, el alivio prematuro de asumirlo y avenirse a conocer lo peor, se esfumó abruptamente en los días siguientes; al pensar en ello ya se sentía sumido en una soledad inalcanzable. Era el tercer test al que se había sometido, y este hecho y el misterioso número tres parecían reducir y aumentar por momentos la posibilidad de un resultado positivo.

Las cajas se llenaban de inmediato, demostrando la fórmula inaprensible que relacionaba la longitud de la estantería con la cabida de las cajas. Bajó una de ellas y al posarla en el suelo del vestíbulo oyó el sonido de la cerradura de la puerta de atrás, pies que se restregaban en el felpudo, un paraguas sacudido. ¿Elena? ¿O Eileen otra vez? Fuera quien fuese era de lo más inoportuno. A Nick le incomodaba tanto el sigilo furtivo como el aplomo que mostraban. Entró en la cocina con un aire aburrido.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Penny, con un sobresalto entrecortado. Puso delante del pecho el bulto rosa del paraguas. Después, furiosa porque le habían asustado—: Hum, hola, Nick —dijo, y fue al fregadero, también con un aire aburrido—. Creí que te habías ido —dijo.

—Creo que pensé que te habrías ido tú —dijo Nick, con voz muy suave. Los dos habían participado en las contiendas, y él pensó que acaso al final habían descubierto un terreno común. Había una posibilidad exterior de que ella le compadeciese un poco, cosa que hasta entonces él no había captado; y para él, la conmiseración era siempre fácil.

Ella posó el paraguas mojado, como una flor abierta, y atravesó la habitación.

—Me voy dentro de cinco minutos. He venido a recoger mis cosas. —Casi dio la impresión de que Nick le estuviese cerrando el paso—. No estuviste en la boda —dijo.

—Decidí perdérmela.

—Sí. Bueno, yo no les conozco, por supuesto.

—Oh, Nat es majísimo.

—Ajá.

—Creo que todavía nadie conoce de verdad a Beatriz. ¡Ni siquiera el propio Nat!

—Es argentina, ¿no?

—Sí, es una viuda rica. Su primer marido se rompió el cuello jugando al polo. —Titubeó y dijo—: Parece ser que está embarazada de cuatro meses.

Penny emitió un resoplido adusto.

—Por lo menos yo he evitado eso —dijo, y tras esta minúscula revelación sarcástica, pasó a su lado y salió de la habitación.

Nick no la había visto desde la noche en el apartamento de Badger, y tuvo que reconocer que ella no carecía de interés, tenía un imprevisto encanto aciago. Una semana antes, sólo conocían el nombre de Penny su familia, sus amigos del colegio y la universidad y sus contactos laborales; ahora, millones de personas en todo el mundo habían oído hablar de su vida sexual. La observó mientras ella recorría el pasillo; se atenuó un poco la idea que él tenía de ella como una pobre ambiciosa y sin sentido del humor. Esbozó una débil sonrisa arrepentida, y un minuto después entró a buscarla en el estudio de Gerald. Ella estaba de pie leyendo un fax de un metro de largo, que dobló con torpeza y dejó en su sitio.

—¿Adónde vas, entonces? —dijo, cortante, como si fuera ella misma la que le expulsaba.

—Oh, de momento paro en casa de Wani. Sí. —Lanzó una mirada compungida por sobre las murallas de su propio escándalo, pero no recibió una onda de respuesta desde las de ella—. Voy a empezar a buscar un sitio para mí solo.

—No tienes problemas de dinero.

Nick se encogió de hombros.

—Me ha ido bien, la verdad, desde hace un año o así. Con una pequeña ayuda de mis amigos… ¿Y tú?

—No tengo gran cosa.

—No, me refiero a dónde vives.

—Oh, por el momento he vuelto a casa de mis padres.

—Bien… ¿Cómo se ha tomado Norman todo esto?

—¿Cómo crees que se lo ha tomado? Muy mal, claro.

Desplazó varios papeles encima de la mesa y los puso, como sin darse cuenta, sobre el fax doblado.

—Detesta a Gerald, por supuesto, y siempre le ha detestado.

Nick movió la cabeza despacio, como si fuera algo incomprensible.

—Nunca he podido creerlo. Sólo porque es un tory.

—Tonterías. Gerald le arrebató a Rachel; eso es lo que nunca le ha perdonado.

—Eso fue hace siglos —dijo Nick, y se volvió hacia la ventana para ocultar su sorpresa.

—Bueno, mi padre es así. Cuando era joven creía que iba a ser muy feliz y muy rico. Y entonces apareció Gerald.

Fue una aparición de cuya fuerza Penny podía dar fe. Nick se rio un segundo, vagamente conmovido. Dijo:

—Todos sabemos lo competitivo que es Gerald.

Penny buscó en un cajón un momento antes de decir:

—Hum… Fue más que competitivo, fue algo patológico: robarte a la novia y luego follarse a tu hija. No por nada le llamaban Banger[20].

Él dijo, con un pequeño gemido de incredulidad:

—Sabes lo de su nuevo puesto de director.

—Sí… sí, lo sé.

—Es bastante increíble, ¿no? Con el asunto de las acciones en la espalda…

—Oh, le necesitan —dijo Penny.

—Sí —dijo Nick. Recordó a Penny la primera vez que estuvo en la casa, sin nada más que un buen título académico en las manos, inocente y maleable, un poco engreída en la mesa iluminada por velas; ahora sus ojos parecían cansados y protegidos del fulgor de las luces—. Es bastante increíble dimitir deshonrado un día y que al siguiente te ofrezcan un empleo de ochenta mil libras al año.

Temió que a ella le hubiese dolido la palabra «deshonrado».

—Así funciona el mundo, Nick. Gerald no puede perder. Tienes que entender eso.

Se sentó ante el escritorio y miró alrededor. Él tuvo la sensación de que ella barría de la mesa toda brizna de sentimiento; era una incursión secreta.

—Supongo que quieres estar sola —dijo él. Se colocó delante de Penny para echar una ojeada al fax, que vio que contenía la letra indescifrable de Gerald: terminaba con un simpático ideograma que podría haber sido «Amor» o «Tuyo» o «Hola», y una G grande con una línea de cruces. Entonces advirtió que Penny le dirigía una mirada tensa, con una expresión que agradecía el texto y los besos y unos parpadeos apresurados mientras decidía.

—No me he rendido, Nick.

—Oh… —dijo él.

—No me rindo.

—Ya.

—Me da igual lo que diga mi padre, o la Dama, o el redactor jefe del Sun.

Nick la miró con respeto, pero dijo:

—Pensaba que él prácticamente había renunciado a ti.

—¿Qué?… Oh, ya; bueno, públicamente sí. Es lo queremos que piense la gente.

—Has dicho «queremos».

—Estamos muy enamorados.

Nick miró al suelo, quizá con impaciencia. Parecía que todo se empeñaba en continuar como estaba: primero fue Rachel la que no quería abandonar a Gerald, y ahora era Penny la que no renunciaba. Gerald debía de poseer algo extraordinario, algo que Nick era incapaz de comprender. Vio cómo la historia evolucionaba a través de un futuro oscuro; innumerables artículos del «analista cáustico».

—Pero ¿cómo podéis soportar el secreto? —dijo, con una curiosidad auténtica por qué respondería otra persona a esta pregunta.

—Quizá no sea un secreto.

—Hum…

La ceja arqueada de Nick y su risa seca suscitaron el rubor de Penny, pero ella no pareció cambiar de idea.

—De todos modos, me tiene sin cuidado —dijo.

—Bueno…

—Catherine siempre se ha burlado y reído de Gerald —dijo Penny, como si no aguantara del todo el género de conversación que ella había empezado. Nick dijo, dubitativo:

—Creo que es bastante mutuo.

El mundo de Penny sólo parecía tener sentido para ella como un campo de fuerzas de aversiones.

—Sé que ella siempre me ha odiado —dijo, con una risa desabrida que tampoco excluía totalmente a Nick; no lo sacó a relucir, pero Penny parecía saber todo lo que él había pensado y había dicho sobre ella a lo largo de los años.

—Sabes que eso no es cierto —dijo Nick, rezongando por la inutilidad de decirlo—. Creo que a quien más odia en este momento es a sí misma.

Penny hundió la barbilla y le dirigió una mirada muy anticuada.

—Me parece que se regodeaba con todo el asunto.

—Eso no es regodearse, Penny. Al principio parece emocionante, pero después ser una maniática se convierte en una especie de tormento para ella.

Comprendió que la principal fuente de información que Penny tendría sobre Catherine sería Gerald; de igual manera, la de Nick, aparte de su intuición de amigo, era la prosa vigorosa del doctor E. J. Edelman.

—Eso no es nada comparado con el sufrimiento que ha causado —dijo Penny, impenitente.

Nick movió la cabeza, asombrado, y pensó que quizá fuera mejor dejarla sola. Ella estaba tan agitada que no le miró cuando dijo:

—Supongo que se lo dijiste tú, ¿no?

—¡Desde luego que no! —dijo Nick.

—Pues es lo que piensa Gerald.

—Verás, es típico de Gerald pensar que ella no habría podido averiguarlo sola. En realidad, Catherine es la más inteligente de todos nosotros.

—Me di cuenta de que sospechabas algo cuando estuviste con nosotros en Francia —dijo Penny.

—Estaba muy preocupado por Rachel —dijo Nick—. Es una vieja amiga.

—Bueno, no sé si ella siente lo mismo por ti.

Penny esbozó una breve sonrisa sarcástica y después se encorvó en la silla y puso los codos encima de la mesa.

—Y ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer —dijo, y encontró la ocasión, con la más insulsa de las fórmulas, para despedirle otra vez.

Nick cerró de un tirón la puerta azul de la fachada, dio dos vueltas al cerrojo Yale y a la cerradura Chubb y manipuló con las llaves para sacarlas del llavero. Abrió el buzón, las arrojó dentro y las oyó tintinear sobre el suelo de mármol. Luego atisbo por el buzón y las vio donde habían caído, inaccesibles. Le quedaba la llave de la puerta de atrás, con la que aún podría entrar, pero no tardó en tirarla también. Más le costó desprenderse de la lustrosa Yale de bronce de los jardines comunales; tenía un aire de entrañar secretos. Seguramente podría quedársela, nadie se acordaría; sería bonito ser todavía de hecho, aunque no de derecho, un vecino. Los ojos se le movieron con tics de indecisión indolentes. A duras penas se veía regresando al lugar, frecuentarlo, mirar a las ventanas de arriba de los Fedden en busca de atisbos de la vida que llevaban sin él. Doloroso e inútil. Levantó la tapa e introdujo la mano, con la llave dentro, y aguardó un segundo antes de soltarla sobre el felpudo.

El cochecito estaba atiborrado de cajas y montones de ropas dobladas en perchas. Asentado sobre sus muelles, el vehículo soportaba todas aquellas pertenencias tan pesadas como pasajeros. Nick estaba a su lado, todavía pensando, y de pronto echó a andar calle abajo. La acera tenía ya tramos secos, pero el cielo era amenazador y se movía deprisa. Las altas fachadas blancas despedían un brillo opaco. Se le ocurrió que el test saldría positivo. Le dirían las palabras que todos los días les decían a otros en aquella silenciosa consulta cuya mesa, alfombra y moderna butaca cuadrada formaban una parte indisoluble del momento. Había una fotografía grande y apacible en un marco y una vista de la chimenea del hospital desde la ventana. Él era joven, sin mucho adiestramiento en estoicismo. ¿Qué haría en cuanto saliese de la consulta? Siguió caminando despacio, algo sofocado, viendo visiones a plena luz del día. Intentó racionalizar el miedo, pero su empuje era demasiado fuerte y original. Estaba dentro de él mismo, pero el mundo de alrededor, los coches estacionados, el taxi que circulaba, el campanario de la iglesia entre los árboles también habían cambiado. Habían sido revelados. Era como una sensación narcótica, pero sin la conciencia de juego. El motociclista que vivía en la acera de enfrente salió con su traje de cuero y se ocupó de su moto. Nick le miró y después miró a otro lado, con un pesar que le frenó, le paralizó y le mantuvo aparte. Aquel hombre no podía ayudarle en nada. Ninguno de sus amigos podía salvarle. Llegó el momento y supieron la noticia en la habitación donde estaban, en un momento determinado de la jornada prevista y que seguía su curso. Al despertar a la mañana siguiente, al cabo de un rato volvieron a pensar en el suceso. Nick les escudriñaba la cara mientras ellos exploraban sus propios sentimientos. Parecía que no tardaban mucho en olvidarle. Descubrió que ansiaba conocer cómo les iban sus asuntos, sus éxitos, las novelas y las ideas nuevas que los pocos que le recordaban quizá dijeran que él nunca conoció, que no vivió para descubrirlas. Era la visión matinal de la calle desierta pero proyectada mucho más adelante, sobre tardes como aquella pero décadas después, en el bullicio absorto de sus ocupaciones. Era una emoción sorprendente; una especie de terror, compuesto de emociones de cada etapa de su corta vida, emancipación, morriña, envidia y compasión de sí mismo; pero pensó que esta compasión formaba parte de una piedad más amplia. Era un amor al mundo increíblemente incondicional. Contempló la casa una vez más, se volvió y siguió andando. Miró con perplejidad al número 24, la casa final, ataviada con sus guirnaldas y volutas de estuco. No era sólo aquel chaflán lo que le parecía tan hermoso, sino, en aquellas circunstancias, el hecho mismo de que existiesen esquinas.