17

(i).

Los fotógrafos no tardaron mucho en descubrir los jardines comunales, aunque se desperdigaron para cubrir las cuatro entradas. Instalaron sus escaleras de tijera y, por encima de las verjas y los arbustos periféricos, oteaban con prismáticos o las lentes de los teleobjetivos, soñando con instantáneas. La caída de las hojas les favorecía. Era una noticia, pero también una cuestión de paciencia. Hablaban por móviles, con expresión confidencial. Eran rivales que a fuerza de coincidir tantas veces se habían hecho amigos y compartían su indiferencia hacia las víctimas tomando cordialmente el té en la tapa de un termo. Brindaban sardónicos con leche y azúcar. Entonces se abría la puerta de la casa y Toby, quizá, que había trabajado una temporada con aquellos tipos y que ahora los esquivaba, salía y se dirigía hacia una de las salidas y luego giraba y corría hacia otra; los fotógrafos rodeaban el trayecto largo jurando y traqueteando; uno o dos se subían a coches. Geoffrey Titchfield había empezado a patrullar los jardines cada hora, después de que varios buitres, como él los llamaba, hubieran utilizado las escaleras para colarse.

—Ustedes no son del vecindario —les dijo—. Debo pedirles que salgan inmediatamente.

Sir Geoffrey estaba enfadadísimo por todo aquel episodio. Aquellas incursiones en los jardines habían puesto de manifiesto, como la amenaza de un desorden más amplio, el aprieto de su ídolo, que para él constituía una conmoción tremenda.

Los postigos o cortinas de la fachada de la casa permanecían cerrados, y en el interior, por tanto, el día tenía el color de una resaca horrorosa o de algún otro obstáculo para levantarse. La luz eléctrica se combinaba con la difusa del día en un fulgor enfermizo. Todos los periódicos llegaron como de costumbre, en su larga y arrítmica caída sobre el felpudo, donde yacían como una amenaza y eran abordados por fin con una renuencia de largo brazo. Y allí estaban, el parlamentario millonario, su mujer elegante, su rubia o su rubia y sonrosada secretaria. «Hija apenada habla del enredo del ministro». Al parecer ella había hablado con Russell y Russell había hablado con un viejo amigo del Mirror, y a partir de ahí no hubo modo de pararlo. Por extraño que pareciese, la «Cathy desconsolada» sonreía en todas las fotos con una convicción sublime. Esto fue el primer día.

El segundo, Gerald, molesto por el degradante barullo en los jardines, donde constituía una figura ridícula para los demás vecinos, que paseaban a sus perros y daban raquetazos en las pistas de tenis, se puso su sombrero de fieltro de ala más ancha y un abrigo cruzado y oscuro, y compareció en la puerta principal ante el equipo de rodaje callejero. Furgonetas aparcadas, focos, cámaras a hombros, esponjosos micros jirafa, el tropel de reporteros: todo cobró vida y sentido con la aparición de Gerald. La casa recién blanqueada reflejaba las bombillas de los flashes. Como era habitual en él, Gerald parecía sacar fuerzas de la atención que le dedicaban. Era la estrella de aquella película, hiciera lo que hiciese. Nick, que miraba desde detrás de una cortina del piso de arriba, le vio salir a la acera y le oyó decir en voz alta, con un tono cordial y engolado: «Gracias, caballeros, no tengo nada que decir». La prensa formaba a su alrededor la mitad de una elipse cuyo centro presidía el sombrero. Le llamaron Sir y Gerald y señor Fedden y ministro. «¿Va a dejar a su mujer?». «¡Aquí, Gerald!». «Señor Fedden, ¿es usted culpable de utilizar información privilegiada?». «¿Dónde está su hija?». «¿Dimitirá, ministro?». Nick vio cómo disfrutaban de su burla impasible, de su breve pero decisivo ejercicio de poder. Le pareció aterrador. Se preguntó cómo afrontaría él la situación. Gerald se movía despacio, con una sorda paciencia, férreo en la defensa de su caso y convencido de conocer la forma correcta, por humillante que fuera el fondo, de avanzar hacia el Range Rover; al cual se subió por fin y puso en marcha, casi atropellando a fotógrafos, rumbo a la Cámara de los Comunes, para presentar su dimisión.

Nick dejó caer la cortina, rodeó con cuidado las dos camas gemelas del cuarto de huéspedes y salió al rellano, mejor iluminado. Rachel salía en aquel momento de su habitación.

—¡Perdona por esta penumbra absurda! —dijo—. Creo que soy de lo más reacia a que me saquen una foto.

Lo dijo con un tono tan enérgico que disuadía de cualquier amago de compasión.

—Comprendo.

Rachel vestía un traje de lana negro y rojo, un collar y cuatro o cinco anillos, y sin duda habría salido muy bien en una fotografía. Nick miró, más allá de Rachel, la habitación blanca en sombras. Había una primera puerta, que daba a una pequeña antesala donde estaba el cuarto de baño, y la segunda puerta, que siempre había enclaustrado a la pareja en una grandeur de intimidad. Nick vio el extremo de la cama y una mesa redonda con fotos de los hijos en marcos de plata. Apenas había pisado aquel dormitorio desde su primer verano, cuando lo inspeccionó sin hacer ruido, con las manos detrás de la espalda, como un intruso en el templo del amor conyugal; sus propias fantasías amorosas habían tomado posesión envidiosa del lugar, como ocupantes ilegales, en ausencia del matrimonio.

—Uy, tiempos extraños —dijo Rachel, de nuevo como si hablara casi con un desconocido, con alguien desaprobado por instinto y con quien una crisis le hubiese juntado: Nick buscó la ironía tierna que siempre rociaba las pequeñas expresiones de ambos, pero no estuvo seguro de haberla encontrado. Quizá ella supiese que él había sabido desde el principio lo de Gerald y Penny, y su sequedad era una forma de amarga vergüenza.

—Sí… —dijo él. Sentía por ella una pena dolorosa, pero no sabía cómo expresársela; era una inhibición extraña. En un sentido, era el momento de una intimidad nueva, y confiaba en poder establecerla. Vislumbraba que algo hermoso para los dos surgía del naufragio del matrimonio de Rachel: florecería, y le infundiría fuerza, la antigua alianza de ambos, dando mil vueltas de burla secreta en torno a la pedantería de Gerald. Nick vacilaba, pero estaba preparado.

Ella le miró, afirmando los labios y cediendo; después apartó la mirada. Pasó sin darse cuenta por delante del retrato que Norman Kent había hecho de Catherine, aunque para Nick desempeñó su papel en el momento que se avecinaba.

Quisiera que fueras a buscar a Catherine —dijo Rachel, cuando empezaba a bajar.

—Oh… —dijo Nick, siguiéndola, con una risa nerviosa de la que se arrepintió.

—Tendría que estar aquí con su familia —dijo Rachel, sin volverse—. Necesita cuidados. No puedo decirte cuánto me preocupa que esté con ese hombre.

—Naturalmente que le preocupa. Claro que sí —dijo Nick, con presteza, pensando que hacía falta otro tono para consolar a una mujer que le doblaba en edad. Creyó aprenderlo mientras hablaba, y vio que todas las cuitas de Rachel hallaban una válvula de escape en aquella preocupación única—. Seguro que está a salvo con él, pero si quiere iré, con mucho gusto —dijo, apretando el paso, y después se quedó rezagado tras ella, en su inquieto apoyo y respeto. Lo cierto era que le asustaban los reporteros y fotógrafos: no sabía cómo tratarlos ni tratar a nadie que no manifestara aquel apoyo y respeto. Y le inspiraba mucha prevención Russell, que al parecer había divulgado la fotografía ansiada de Gerald casi por casualidad y ahora «cuidaba de Cath» en su apartamento de Brixton y no permitía que la viera nadie.

Rachel llegó al rellano del primer piso.

—Me refiero a que yo no puedo ir; me seguiría toda la jauría de la prensa.

Era como si estuviera en peligro incluso descendiendo hasta aquel nivel. El mundo exterior se le había revelado no sólo ajeno sino también hostil. Y a su mundo de puertas adentro le habían privado de bienestar bruscamente. Se volvió y tenía la cara rígida, separada de los labios móviles; Nick creyó que quizá fuese a llorar, y en cierto modo confió en que lo hiciera, pues sería algo natural, así como una señal de confianza; él podría estrecharla, lo que nunca había hecho. Vio la rápida presión sensual de su barbilla contra la hombrera del traje de lana, el pelo con vetas grises cruzado sobre la boca; ella le abrazaría con un estremecimiento de aceptación liberadora, y un rato después él la llevaría al salón y se sentarían a decidir qué hacer con lo de Gerald.

—No, no debe… —dijo Nick—. Es evidente.

Observó que ella parpadeaba con rapidez y optaba por otra vía de escape:

—¡Como eres tan bueno para expulsar a la gente!

Nick no contestó a esta pulla, la primera que ella le lanzaba en su vida. Dijo: «Oh…», casi con recato, mirando a la alfombra, a las patas de la mesa Sheraton, al umbral encerado del salón. Se sintió muy abatido, y ella continuó:

—Verás, contamos contigo para que te ocupes de Catherine.

Intentó recordar cuándo había oído aquel mismo tono. Era uno de los adorables e inesperadamente divertidos instantes en que Rachel mostraba una franqueza exasperada sobre algún funcionario del partido, algún simplón de la Conferencia.

—Bueno, he procurado… —dijo él—, como supongo que sabe. —Rachel no lo confirmó—. Pero verá, ¡ella es una adulta, dirige su propia vida…!

Soltó la débil risa de una creencia sensata, que era todo lo que hasta entonces había necesitado para recabar el acuerdo de Rachel.

—¡Eso dices tú! —dijo ella, con una risa completamente distinta, un jadeo único y recio.

Nick se apoyó en la barandilla de caoba y tanteó las nuevas condiciones. Dijo, con mucho comedimiento:

—Creo que siempre he sido tan buen amigo de ella como ella me permitía. Ya sabe que hace y deshace amistades… y todas la decepcionan. Así que supongo que si todavía confía en mí será porque he hecho algo bien.

—Sí, no me cabe duda de que te aprecia mucho, como todos nosotros —dijo Rachel, con un tono cortante pero condicional, como si no importara demasiado—. En realidad, se trata de que hagas lo más conveniente para ella, o sea, no sólo… confabularos en cualquier cosa que ella quiera hacer. Sufre una enfermedad muy grave.

—Sí, por supuesto —murmuró Nick, endureciendo la cara ante la reprimenda. Rachel aguardaba, como auscultando sus propios sentimientos; él la miró de reojo, la vio parpadear de nuevo y tragó aire, pero sólo exhaló un suspiro seco y rencoroso. Añadió—: La dejé con Gerald… la otra noche. Debería haber sido una medida segura.

—Ah, segura, sí —dijo ella—. Para empezar, no tendría que haber estado allí.

—Le prometo que yo no sabía adónde me llevaba…

—No te llevaba a ninguna parte. La llevabas tú, si te acuerdas, en tu horrible cochecito.

—¡Oh…!

—Perdona —dijo, y Nick no supo muy bien si ella se estaba retractando en el acto o confirmando tristemente sus palabras. Su primer impulso fue perdonarla, frunció el ceño con ternura, el reflejo de un chico que no soportara haberse equivocado—. Ya viste su estado. Quién sabe lo que le estará pasando si no se ha llevado el librio con ella.

—El… el litio…

—Es más bien una cuestión de responsabilidad, ¿entiendes? Me refiero a que siempre hemos supuesto que comprendías tus responsabilidades con ella… y con nosotros, claro.

—¡Oh, bueno, sí…! —dijo, y esbozó una sonrisa ante aquella estocada.

—Nos figurábamos que, por ejemplo, nos lo dirías si pasaba algo muy malo.

Su tono firme, sus tics enfáticos eran nuevos para Nick; parecían marcar un cambio en su relación que no sería fácil revertir. Estaba acostumbrado a que ella asintiese dócilmente, a que pusiera reparos extrañamente satisfechos…

—Hasta anoche, por ejemplo, no supimos nada de aquel episodio tan grave de hace cuatro años.

—¿A qué se refiere? —dijo Nick, moviendo la cabeza. El «supimos» era bastante desconcertante, la manifiesta solidaridad con Gerald.

—Creo que sabes muy bien a qué me refiero. —Le escudriñó, con un aire de aversión compleja que se amplió en forma de una resistencia a expresarlo en palabras—. No teníamos ni idea de que hubiera intentado… hacerse daño a sí misma mientras estábamos fuera.

—No sé lo que les han contado. De todos modos, no se hizo ningún daño. Me pidió que me quedara con ella, y yo lo hice y estaba bien, sólo acababa de pasar por uno de sus altibajos.

—No nos dijiste nada —dijo Rachel, pálida de furia.

—¡Por favor, Rachel! Catherine no quería disgustarles, no quería estropearles las vacaciones. —Retornó la coartada medio olvidada, y la sensación opresiva de no tocar fondo—. Me quedé con ella y la convencí hablando.

Era el balido de una baladronada.

—Sí, dijo que te portaste de maravilla —dijo Rachel—. Por lo visto, te puso por las nubes con Gerald la otra noche.

Nick miró al suelo y al ritmo de las barandillas blancas y doradas, en forma de S. Más allá de ellas, y debajo, oyó el chirrido en la cerradura de la puerta y una voz diciendo desde la calle: «¡Aquí, amor!», y el brinco de la aldaba cuando volvieron a cerrar de un portazo.

Rachel se quedó donde estaba, en su propia casa y su indignación, y Nick se separó un poco, asiendo todavía a regañadientes el hilo de la acusación de Rachel, y bajó unos peldaños para mirar por encima de la balaustrada. Pero no era Catherine. Era Eileen, la «antigua» secretaria de Gerald. Alzó la vista hacia el hueco de la escalera. Llevaba un abrigo oscuro y un bolso negro en la mano. Parecía alguien que acude a una fiesta elegante la noche que no es. Nick pensó que debía de haber querido estar presentable para la prensa.

—Hola, Eileen —dijo.

—Pensé que sería mejor que viniera a ocuparme de las cosas.

—Buena idea —dijo Nick.

—Me he dicho que echaría un vistazo.

—Bueno, es estupendo.

Nick sonrió con la cortesía real pero limitada de alguien a quien están interrumpiendo; puso en ello una cordialidad decisiva. En la familia siempre se había bromeado con que Eileen estaba chiflada por Gerald, quien se mofaba de una forma indecorosa de su eficiencia y espíritu previsor. Eileen formaba parte de la idea más temprana que Nick tenía de la casa, en aquel primer verano mágico de posesión al que Rachel daba vueltas ahora como si fuera una piedra. Ella se había ocupado de las cosas entonces. Se adelantó y puso la mano en la compacta voluta inferior de la baranda de la escalera.

—He traído el Standard —dijo. Lo llevaba agarrado con la otra mano, casi detrás de ella, protegiéndolos de él—. No creo que les haga mucha gracia.

Subió unos peldaños y Nick bajó, a su vez, con una vaga sensación de recibir una citación judicial, y lo cogió. Pensó que debía actuar con especial diligencia y recibir el impacto en lugar de Rachel. Con un aire competente y un pie en el peldaño de arriba, agitó el periódico para aplanarlo. Vio su foto y pensó: «Ahora mismo la miraré con atención», y miró el titular, que no tenía sentido, y volvió a mirar la foto y la que había de Wani junto a ella. Apenas había sitio para el artículo mismo. El texto y las fotos nublaban el sentido que pudiera tener. Sintió una extraña piedad por Bertrand: «Hijo playboy de Lord tiene sida». Esto era el subtítulo. «Nexo sexual gay con la casa del ministro». Era difícil de asimilar todo aquello. No fluía muy bien. Nick tuvo una extraña sensación subliminal de que la barandilla no estaba allí y de que el suelo del vestíbulo se había levantando para ir a su encuentro, como un desmayo en el que conservas la plena conciencia. Sabía que era una noticia pésima. Después comprendió de dónde procedía y empezó a leer el artículo como si le estuvieran golpeando el esternón.

(ii).

—¡Joder, Nick…! —dijo Toby, a la mañana siguiente.

Nick se mordió el carrillo.

—Sí…

—No tenía la menor idea de esto. Ninguno de nosotros.

Empujó el ejemplar del Today hacia el otro lado de la mesa del comedor y volvió a sentarse.

—Bueno, Cat sí lo sabía. Claro. Se dio cuenta cuando estuvimos todos en Francia, el año pasado.

Empleaba el apodo familiar con una sensación de que su permiso para hacerlo probablemente había expirado.

Toby le dirigió una mirada dolida que parecía buscar a Nick y encontrarlo en el manoir, debajo del toldo, o junto a la piscina, donde se habían emborrachado juntos aquella larga tarde calurosa.

—Podrías habérmelo dicho, ¿sabes? Podrías haber confiado en mí.

Toby le había confesado sus secretos aquel día, sus problemas con la intimidad; había entrado en el feudo de Nick, que era el examen de sentimientos, y esto había sido para él un triunfo de la intimidad.

—Y que sean dos de mis mejores amigos. Me siento un maldito idiota.

—Siempre he querido decírtelo, querido. —La cara de Toby pareció cerrarse de nuevo al enternecimiento—. Pero Wani se negaba en redondo. —Miró con timidez a su viejo amigo—. Sé que la gente se lo toma muy mal cuando descubren que le han ocultado un secreto. Pero en realidad los secretos son más bien impersonales. Sólo son cosas que no se pueden decir, al margen de a quién no se pueden decir.

—Hum. Y ahora esto. —Toby extrajo el Sun del montón de periódicos encima de la mesa—. «Revolcón gay en la casa veraniega de un parlamentario».

Lo arrojó lejos de él, con expresión de desdén y un asomo de reto.

—La verdad es que es bastante encantadora la idea que tienen de lo que es un revolcón —dijo Nick, procurando situarlo en sus justas proporciones.

—¿Encantadora?… —dijo Toby, incrédulo, pero también con un deje de remordimiento por estar hablando de aquel modo con alguien en quien siempre había confiado. Se levantó y recorrió con paso torpe toda la longitud de la mesa. Subsistía en el comedor una prolongación del estado de ánimo de la mañana después, con la luz de sol que se filtraba por la parte superior de los postigos y las lámparas doradas de pared que despedían un fulgor carmesí. Estaba de espaldas al retrato de Lenbach de —¿quién era?— su bisabuelo: un corpulento personaje burgués con una chaqueta negra abotonada muy prieto. Nick, con su buen ojo para la estirpe familiar, vio a Toby adquiriendo un parecido con su antepasado. Toby también llevaba un traje oscuro, una camisa azul y una corbata roja. Iba a una reunión, y aquella charla se parecía un poquito a una. Parecía compartir con su bisabuelo un respeto por la importancia obvia de los negocios, así como una digna incapacidad de prever los escándalos de aquella semana.

—Dios, lo siento, Toby —dijo Nick.

—Sí, bueno —dijo Toby, con un gran suspiro que parecía sopesar un fardo e insinuaba una amenaza. A su alrededor estallaban intimidades insospechadas. Se apoyó en la mesa y miró un periódico para ocultar su desconsuelo.

—Primero papá y Penny, con la historia de ese fraude, y después tú y Ouradi, con la plaga…

—Bueno, tú sabías que Wani tenía sida.

—Hum, sí… —dijo Toby, inseguro. Cuadró los periódicos en una pila, con una firmeza distraída. Eran la asombrosa evidencia de su situación—. Y mi puñetera hermana mayor descarriándose.

—Fue más bien ella la que nos metió en esto.

—Es como si odiara a papá.

—Es difícil…

—Y a ti también te odia. ¿Cómo es posible que haya hecho esto?

Era la conversación de mucho tiempo atrás junto al lago, la explicación solemne…

—No creo que nos odie —dijo Nick—. Desde que salió de la nube del litio, ha estado siempre en el disparadero de decir la verdad. Si lo piensas, siempre lo ha estado. Estoy convencido de que nunca ha querido hacernos daño. La han empujado quizá personas que sí odian a Gerald; ahí está la cosa.

—De todos modos, es una putada —dijo Toby, oponiéndose enseguida a la inversión de papeles. Y Nick captó aquel hecho sorprendente, la mirada fija que anuncia lágrimas, el tic desdichado de la boca.

—Es una putada —convino. Le estremeció su predisposición a explicarle la historia de Toby al propio Toby. Al pobre le habían engañado, o bien no habían confiado en él, lo cual era una forma de engaño, todos los que le rodeaban: era atroz, y Nick descubrió que le afloraba a las comisuras de la boca una sonrisa de extraño regocijo.

—Las fotos de más calidad son, de lejos, las del Independent —dijo Toby—. Han conseguido un alto nivel constante.

—Sí, en comparación el Telegraph es muy opaco.

—Pero el Mail es algo mejor.

Toby pasó las páginas. Al «analista cáustico» le habían dado una doble página para explorar toda la situación, aprovechando su conocimiento desde dentro de «los Fedden». La foto de Toby estrechando a Sophie en la pista de baile de Hawkeswood era de Russell. Toby miró al suelo y no cruzó la mirada Nick cuando dijo:

—No sé muy bien dónde estamos.

—Sí —dijo Nick—. Todo está bastante en el aire, ¿no?

—La verdad, no sé cómo puedes quedarte aquí.

Miró a Nick durante varios segundos y la deliciosa mirada castaña, que siempre se dulcificaba o desmayaba, esta vez no lo hizo.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Nick, ceñudo, como si Toby le insultara al insinuar que era capaz de quedarse donde estaba.

Toby frunció los labios, se enderezó y se abrochó la chaqueta. Dio la impresión de que, aunque podría haberlo hecho mejor, había resuelto un expediente, y su satisfacción incómoda le impulsó veloz hacia la puerta.

—Tengo que hablar con mamá —dijo—. Perdona.

Nick se quedó sentado un rato, pensando que el enfado de Toby era lo peor de todo, la única cosa que no tenía precedentes; y hojeó los periódicos en los que aparecía su imagen. Estaba cruzando la puerta principal de aquella casa y además, cuatro años más joven, con pajarita y el esmoquin del tío Archie, parecía muy borracho. Era fascinante, si te parabas a pensarlo, que no se hubieran apoderado de la foto de él y el parlamentario. Pero tenían todo lo demás, el sexo, el poder, el dinero: era lo único que querían. Y era también lo que quería Gerald. Había una extraña coincidencia al respecto. Nick sintió que su vida estaba horrible e inútilmente expuesta, pero una minúscula parte de sí mismo observaba con indiferencia y desprecio lo que estaba ocurriendo. Le corroía la desazón por la vergüenza que había causado a sus padres, pero sentía que él, por su parte, no había aprendido nada nuevo. Su larga conversación por teléfono con su padre, y después con su madre, había sido tanto más dura porque no se mostraba nada sorprendido; para ellos era «una bomba», exigía una explicación más detallada, casi una contraofensiva. Nick se había oído a sí mismo hablando con tono frívolo, lo cual hirió aún más a sus padres, ya que, por supuesto, llegado el caso, sus instintos más profundos les instaban a brindarle seguridad y protección. Se lo tomaron con absoluta seriedad, pero le crisparon con sus claras afirmaciones de que ya se esperaban algún tipo de problema, habían presentido que algo no iba bien. Nick combatió esto, no estaba conmocionado y no captaba toda la conmoción que estaba siendo alimentada por la prensa. Él había sabido lo de Penny y había sabido lo suyo con Wani. El auténtico horror era la prensa. «La codicia expulsa a la prudencia», escribió Peter Crowther, como si nadie lo hubiera pensado nunca. Veía formulada y explicada al mundo por aquel pérfido gacetillero la historia de amor de los años pasados con los Fedden, una historia profunda, que evolucionaba, y hondamente privada.

Llamaron al timbre y, como nadie fue a abrir, Nick salió y atisbo por la mirilla: surgieron y luego se ladearon, cuando volvió a llamar, las facciones furiosas y engreídas de Barry Groom. Nick abrió la puerta y miró más allá del parlamentario a la calle ahora casi desierta.

Hola, Barry, entra… Sí, prácticamente ya se han ido todos.

—No gracias a ti —dijo Barry. Pasó por delante de Nick y al fruncir las cejas y la boca formó dos finas líneas paralelas—. He venido a ver a Gerald.

—Sí, desde luego. —No estaba claro si Barry le trataba como a un criado o un obstáculo—. Sígueme —dijo, y prosiguió, con gracejo, mientras giraba al fondo del vestíbulo—: Lamento lo de todo este horrible asunto.

Lo dijo con una extraña y suave fruición. Por un segundo, pareció que Barry se lo tomaba como si lo tuviese merecido, y luego se le avinagró otra vez la cara.

—¡Cállate, estúpido mariquita! —dijo. Era una frase pintoresca, y por ello tanto más expresiva.

—¡Oh…! —Nick lanzó una mirada al espejo grande del vestíbulo, como en busca de un testigo—. No es que sea muy…

—¡Cállate, hijoputa! —dijo Barry, apretando con fuerza la mandíbula, y le adelantó en el pasillo al dirigirse hacia el estudio de Gerald.

—¡Oh, que te jodan! —dijo Nick. De hecho sólo masculló las palabras, porque pensó que Barry podía volverse y darle un puñetazo en la cara; Gerald abrió la puerta y se asomó como un director de escuela.

—Ah, Barry, me alegra que hayas venido —dijo, y clavó en Nick una momentánea mirada de reproche.

«Ignorante, soso, avaro, feo hijoputa…», se dijo Nick para sus adentros, en la hilaridad sobresaltada de que Barry le hubiera insultado. Deambuló por el vestíbulo, parpadeando de asombro ante los cuadros de mármol blanco y negro del suelo. No sabía seguro, cuando entró en la cocina, si Elena habría oído este arranque. Siempre protestaba, con debilidad pero sinceramente, por los cojones desprevenidos de Gerald: era muy seria respecto a todo aquello.

—Hola, Elena —dijo Nick.

—Así que ha venido el señor Barry Groom —dijo Elena. Era una mujercita, pero ocupaba la cocina de una pared a la otra. La patrullaba—. ¿Quiere un café?

—Ahora que lo pienso, no ha dicho nada. Pero me inclino a creer que no.

—¿No quiere?

—No… —Miró a Elena con una ternura cautelosa, dudando de si gozaría de un saldo de los años en que había sido diligente y atento con ella—. Por cierto, no me quedo a cenar esta noche.

Elena arqueó las cejas y frunció los labios. Las nuevas revelaciones sobre Nick y Wani debían de ser increíbles para ella. No estaba claro si se había enterado siquiera de que Nick era gay. Él dijo:

—Es un poco lioso, ¿no? Un pasticcio… un embrollo.

—Un pasticcio, si —dijo ella, con una risa dura. En el curso de los años, se habían regocijado bastante con el italiano que hablaba cada uno. Elena entró en la antecocina y habló con Nick sin volverse, por lo que él tuvo que seguirla.

—¿Cómo ha dicho?

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —dijo, alzando la vista hacia las latas en los estantes.

—¿En Kensington Park Gardens? Oh, el verano pasado hizo cuatro años, cuatro años y… medio.

—Cuatro años. Un buen tiempo.

—Sí, ha sido un buen tiempo… —rezongó él, ante el modismo equívoco. Ella levantó el brazo y Nick, no mucho más alto, extendió el suyo—. ¿Los borlotti?

Le depositó la lata en la mano y ella tuvo que darle las gracias al menos con un gesto; la siguió otra vez fuera del cuarto, como aguardando otra tarea. Ella encajó las judías debajo del abrelatas y giró la manivela, algo que Nick le había visto hacer veintenas, centenares de veces, con el puré de tomate, los fagioli y todas las cosas que ella prefería envasadas que frescas. Y de repente él tuvo una evidencia.

—Elena, he decidido que es hora de presentar mi dimisión —dijo.

Ella le dirigió una mirada inquisitiva, para asegurarse de que le había comprendido; después asintió de nuevo, en señal de entendimiento. Casi le hizo sonreír la atinada fórmula que él había empleado. Volvió a la mesa, y el enfrascamiento en el trabajo expresó su propósito, pero quizá también encubrió una especie de pena por la noticia. Al propio Nick le había estremecido. Miró a Elena, esperanzado. Detrás de ella, en la pared, estaban todas las fotos de familia, y ella parecía mantener, encorvada y eficiente, una relación marginal pero íntima con ellas; de hecho aparecía en una que mostraba a Toby, señorial, en su cochecito: Elena había estado allí desde el principio, en los tiempos legendarios de Highgate… Empezó a picar unas cebollas, pero volvió a levantar los ojos y dijo:

—¿Se acuerda del día en que llegó?

—Sí, claro —dijo Nick.

—El día en que nos conocimos…

—Sí, me acuerdo —dijo él, y soltó una risita afectuosa y se sonrojó un poco, ya que nunca habían hablado de aquel minuto de confusión en el vestíbulo. Le agradó que ella lo hubiese mencionado. Ni siquiera era apenas una situación embarazosa, pues todo lo que había hecho era comportarse de un modo encantador con ella; la había tratado no como a una igual sino como a alguien superior.

—Creyó que yo era la señora Fed.

—Sí, es cierto… Bueno, no conocía a ninguna de las dos. Pensé: una mujer guapa…

Elena cerró fuerte los ojos por culpa de las cebollas; por un momento pareció que se deslizaba hacia otra emoción. Después dijo:

—Yo me dije aquel día, este… sciocco, se ve que no sabe nada, oh, es muy simpático, señora, pero está…

Se golpeó la frente con un dedo.

—¿Pazzo…? —dijo Nick, aprovechando una última ocasión morbosa.

—No es buen chico —dijo Elena.

Nick subió a su habitación y se quedó mirando al alféizar. Sobre él, crecía y disminuía, indiferente, la luz del final de una mañana de finales de octubre. Estaba absorto en sus pensamientos, pero eran una pura abstracción sin palabras, luminosos y tristes. Luego surgió una forma simple de palabras, casi como si estuvieran escritas. Habría sido mejor escribirlas en una carta, donde se podían poner de un modo hermoso, con un control completo. Habladas, se arriesgaban a sufrir temblores y desviaciones. Bajó a ver a Gerald.

La puerta del estudio estaba entornada y le oyó hablar con Barry Groom. Se quedó en el pasillo, como pensó que había hecho muchas veces en aquella casa, en calidad de oyente accidental. Se tomaban decisiones todo el tiempo, en una habitación contigua, en una llamada telefónica entreoída con leve curiosidad. Le gustaba el ruido de los negocios y la política, era como las palabras tranquilizadoras de un adulto, como la charla de unos padres en un viaje nocturno, que al niño somnoliento en el asiento de atrás le parece sin sentido, fragmentaria y consoladora. A veces, por supuesto, se enteraba de un secreto, de una sorpresa que aún estaba germinando, y era un placer muy personal, el fulgor incentivado de su propia honradez. Barry estaba diciendo:

—No entiendo cómo puedes permitirlo.

Gerald emitió un murmullo lúgubre y una tos seca, pero no dijo nada.

—¿Pero qué hace aquí ese mariquita? ¿Por qué has tenido a ese bujarrón apalancado en tu casa todo este puto tiempo?

Las últimas palabras eran cada vez más altas, y a Nick se le aceleró el pulso mientras aguardaba cuatro y cinco segundos a que Gerald saliera en su defensa. Estaba acalorado de indignación, sentía una excitación nueva y combativa. Barry Groom no sabía nada de la vida que llevaban en aquella casa.

—Supongo que debería decir que fue un error de criterio —dijo Gerald—. Atípico… Suelo ser bastante perspicaz juzgando caracteres. Pero sí… fue un error.

—Un error por el que has pagado un alto precio —dijo Barry, implacable.

—Era amigo de los chicos. Siempre hemos practicado una política de puertas abiertas con los amigos de los hijos.

—Hum —dijo Barry, que había desheredado públicamente a su hijo Quenton por «cuestión de principios», para que aprendiera desde cero el valor del dinero—. Pues yo nunca me fie de él. Puedo asegurártelo, sin equívocos. Conozco a ese tipo de individuos. Nunca dicen nada; siempre están incubando sus pequeñas críticas. Me acuerdo de una vez, hace años, en que yo estaba sentado a su lado después de la cena y pensé, aquí no encajas, ¿eh?, chupapollas, no estás en tu ambiente. Y te diré algo más: él lo sabía. Noté que lo que quería era estar arriba, con las mujeres.

—Oh… —dijo Gerald, con una débil protesta—. Siempre nos hemos llevado bien.

—Con sus putas ínfulas.

Barry juraba con tono áspero e insulso, como si decir una palabrota fuera la garantía de una verdad intragable. Era exactamente lo que había hecho aquella noche después de la cena, dar la impresión, que Nick aún recordaba, de carecer por completo de estilo.

—Nos odian, ¿sabes?, no pueden procrear, son parásitos de los idiotas generosos que sí procrean. Se te acercan reptando, se arrastran ante los putos Ouradi. No me sorprende lo más mínimo que pervirtiera a esa pobre y encantadora hija tuya, que la explotase, no hay otra palabra para decirlo. Una típica artimaña homosexual, por supuesto.

Gerald murmuró algo que sonó a sumisión malhumorada. Nick estaba tenso junto a la puerta, ligeramente inclinado hacia delante, como a punto de llamar, en una confusión inédita de sentimientos, rabia por el hecho de que Gerald no le defendiese y un odio a Barry extraño y placentero. Barry era un adúltero múltiple y había estado en bancarrota; que te odiase era sin duda un aval de probidad. Pero Gerald… bueno, Gerald, a pesar de todos sus defectos, era un amigo.

—No necesito decirte lo enfurecida que está Dolly Kimbolton por todo esto —dijo Barry—. Ouradi acaba de donar otro medio millón al partido.

Nick se alejó sin hacer ruido y se sentó en su antiguo sitio en el comedor. Volvió a mirar la foto de «Banger». Fedden y Penny Kent abrazándose, sacada desde muchos metros de distancia y tan ampliada que los amantes se transformaban en un dibujo de puntos borrosos.

Gerald acompañó a Barry a la puerta y un minuto después Nick volvió al estudio, llamó y asomó la cabeza. Lanzó una mirada rápida alrededor, como para comprobar que Gerald estaba solo y transformar en un alivio compartido y gracioso el hecho de que Barry ya se hubiese ido. De pie ante el escritorio, Gerald examinaba diversos documentos y miró por encima de sus gafas con lentes de media luna.

—¿Es un buen momento? —preguntó Nick. Gerald refunfuñó, fue un sonido más bien alto y compuesto de «¿qué?», «no», «sí» y un furioso suspiro. Nick entró y cerró la puerta para que nadie pudiera oírles. Aún parecía hormiguear en el estudio lo que acababa de decirse en él. La butaca baja de cuero todavía indicaba dónde se había sentado el visitante. Un proceso continuaba allí, había reuniones y decisiones, una sensación de importancia tan inveterada y asfixiante como el olor del cuero, del humo rancio de puro y de la cera.

—Un buen momento —dijo Gerald, arrancándose las gafas, y dirigió a Nick una rápida sonrisa fría.

—Sí, bueno… —dijo Nick, oyendo la aciaga dilatación de la palabras—. Sólo le robaré un momento.

—Oh… —dijo Gerald, con aire altanero, como diciendo que le llevaría más de un momento despachar el asunto que tenía en mente. Depositó las gafas encima de la mesa y se encaminó hacia la ventana. Llevaba un pantalón de montar, de sarga, y un suéter beige de cuello redondo. Producía un efecto de humillación simbólica mezclada con una determinación militar: la estrategia del retorno debía de estar ya trazada. Nick tuvo una tonta sensación de privilegio por verle en privado y en apuros; y al mismo tiempo, lo cual le turbó más, sintió que le aburría hasta un punto casi opresivo. Gerald miraba el jardín, pero en realidad veía su propio sentimiento de agravio. Nick no sabía si hablar, era tan penoso como había previsto, y agarró el respaldo de una silla, aguardando tenso lo que creyó que Gerald se aprestaba a decirle.

—¿Cómo está Wani? —dijo.

—Oh… —La pregunta manifestaba una especie de fría decencia—. Está muy enfermo, como sabe. No parece que haya mucha esperanza…

Gerald asintió levemente, para indicar que era, por consiguiente, típico de muchas cosas.

—Debe de ser durísimo para sus padres. —Se volvió y miró a Nick, como retándole a que se apiadase—. ¡Pobres Bertrand y Monique!

—Sí…

—Perder a un hijo… —Los dos captaron en esto un eco de Lady Bracknell, y Gerald huyó enseguida del peligro de una broma—. Bueno, uno sólo se lo imagina.

Movió la cabeza despacio y regresó al escritorio. Tenía el semblante grave, en realidad como el de quien contiene la risa, que adoptaba cuando quería expresar una compasión solemne. También hubo, empero, un atisbo sensiblero de que en cierto sentido él había «perdido» a una hija: diluyó la crisis de los Ouradi en la suya.

—Y horrible también para la chica.

Nick tardó un momento en comprender a qué se refería.

—Oh, ¿se refiere a Martine?

—A su prometida.

—Oh… sí, pero en realidad no era su novia.

—Sí, sí, iban a casarse.

—Puede que fueran a casarse, pero sólo era una tapadera, Gerald. Ella sólo era una compañía de pago.

Gerald ponderó este hecho y luego alzó los párpados con agria resignación. Los rasgos de la vida gay siempre habían sido tabú para él: Gerald y Nick nunca habían intercambiado una palabra franca ni un chiste cómplice al respecto, y no era una situación muy idónea para empezar a hacerlo. Nick prosiguió, con una risa nerviosa:

—Yo sí le echaré de menos, por supuesto.

Gerald se atareó con unos papeles, los guardó en una carpeta de anillas y bajó el muelle. Miró, como buscando aprobación, las dos fotos enmarcadas, de Rachel y de la primera ministra, y dijo:

—Recuérdame cómo llegaste a esta casa.

Nick no estaba seguro de si la cortesía le obligaba a hacerlo. Se encogió de hombros.

—Pues, como ya sabe, vine como amigo de Toby.

—Ajá —dijo Gerald, asintiendo, pero sin mirarle aún. Se sentó ante el escritorio, en una silla negra de nave espacial. Hizo una mueca de perplejidad exagerada—. ¿Pero eras amigo de Toby?

—Desde luego —dijo Nick.

—Un tipo de amistad curioso, ¿no…? —dijo Gerald. Alzó la vista, como por azar.

—No creo.

—No creo que supiese nada de ti.

—Bueno, ¡yo soy sólo yo, Gerald! No soy un invasor extranjero. Estuvimos tres años en la misma facultad.

En lugar de reconocer este hecho, Gerald se volvió y miró otra vez por la ventana.

—Siempre has estado cómodo aquí, ¿verdad?

Nick boqueó de desilusión por la pregunta.

—Por supuesto…

—Quiero decir, creo que siempre hemos sido muy buenos contigo, ¿no? Te hemos integrado en la familia… en el sentido más amplio. Has conocido a mucha gente notable gracias a ser amigo nuestro. Has tratado incluso con las más altas esferas.

—Sí, es cierto. —Nick respiró hondo—. Por eso, en parte, lamento terriblemente todo lo que ha sucedido… —Y deslizó, con seriedad pero astucia—:… con el último episodio de Catherine.

Gerald pareció muy ofendido por esto; no quería de Nick disculpas conciliadoras, y en especial una que resultaba ser no una disculpa sino una conmiseración por Catherine. Dijo, como entre paréntesis:

—Me temo que nunca has entendido a mi hija.

Nick halagó a Gerald tomando esto como un punto sutil.

—Supongo que es difícil para quien no la ha sufrido comprender ese tipo de enfermedad, no sólo un momento tras otro, sino en sus pautas a largo plazo. Sé que esto no significa que les quiera a usted y a Rachel menos porque les haya hecho todo este… daño. En su fase lunática vive en un mundo de total posibilidad. Aunque en realidad se podría decir que lo único que ha hecho ha sido decir la verdad.

Pensó que quizá había llegado al corazón de Gerald, que se puso ceñudo y no dijo nada; luego, como hacía en las entrevistas de la tele, siguió con su propio discurso, como si no le hubieran preguntado nada ni nadie hubiera formulado objeciones.

—Me refiero a si no te pareció algo extraño, raro, encariñarte con una familia así.

Nick consideró que era insólito; ahí estaba, o había estado, lo bonito, pero dijo:

—Sólo soy el inquilino. Fue Toby quien me propuso que viviera aquí. —Corrió el riesgo de añadir—: También se podría decir que la familia me tomó aprecio.

—He estado pensándolo —dijo Gerald—. Es de esas cosas que uno lee, es una vieja artimaña homosexual. Como no puedes tener una auténtica familia, te encariñas con una ajena. Y supongo que al cabo de un tiempo no pudiste soportarlo, debiste de sentir mucha envidia de todo lo que tenemos, y viniendo de donde vienes quizá también… y eso explica tu terrible venganza contra nosotros. Y la verdad, te diré… —Levantó las manos— que lo único que te pedimos fue lealtad.

Lo extraño, lo maravilloso del asunto era que en ningún momento dijo Gerald lo que consideraba que Nick había hecho. Para él era lo más natural del mundo disfrazar al cordero mascota de chivo expiatorio. No tenía sentido combatir, pero Nick dijo, como alarmantemente distanciado del joven que agarraba el respaldo de la silla, lloroso de sorpresa:

—No tengo la menor idea de lo que está hablando, Gerald. Pero debo decir que es un poco excesivo hablarme de lealtad, precisamente.

Le sorprendió que nunca hasta entonces hubiese pronunciado una sola palabra de crítica contra Gerald. También le sorprendió a este, a juzgar por su retroceso incrédulo y la beligerancia con que dio la vuelta a las palabras de Nick.

—¡No, en efecto, no tienes la menor idea de qué cojones estás hablando! —Se levantó convulsivamente y volvió a sentarse, con una especie de sorna—. ¿Crees en serio que se puede hablar de tus amores en los mismos términos que de los míos? Es decir… Te lo pregunto otra vez, ¿quién eres tú? ¿Qué coño estás haciendo aquí?

El ligero retoque, el endurecimiento de su posición desataron un diluvio de cólera, que al recorrer de una forma visible su cara pareció desconcertarlo, como un ataque físico.

Temblando por el contagio de la locura, Nick dijo lo que había ido a decirle, pero en un tono de sarcasmo barato que en ningún momento tuvo intención de emplear:

—Pues le consternará saber que me voy de esta casa hoy. Sólo he venido a decírselo.

Y Gerald, fingiendo rabiosamente que no lo había oído, dijo:

—Quiero que te vayas hoy de esta casa.