16

Nick atravesó Knightsbridge y cruzó Albert Gate para entrar en el parque. Columpió los brazos y las pantorrillas y los muslos le dolieron de vigor culpable. Hay muchas cosas en que pensar y el parque también parecía pensativo, los castaños alzándose sobre charcos de sus hojas caídas, los grandes plátanos, que cambiaban más despacio, todavía descollando, morenos y dorados; pero lo único que él quería hacer era seguir caminando. Un grupo de amazonas jóvenes bajaron trotando por Rotten Row, y Nick cruzó detrás de ellas, sobre la arena húmeda y crujiente. No le importó la brisa del noreste. Era la estación del año en que circulaban por la atmósfera sugerencias y recuerdos, y una paradójica sensación de renacimiento. Pensó en reunirse con Leo después del trabajo, siempre temprano, con el escalofrío de la promesa en el aire. Una o dos veces se habían citado en el quiosco de música, allí a lo lejos, con el tejido ojival de cobre: era extraño que aquella forma particular flotase sobre sus columnas delgadas, por encima del beso rápido, el contacto presuroso, la rara evitación nerviosa de sus citas. Tomó la larga diagonal que pasaba por delante del monumento de Watts a, o de, la energía física: el jinete de muslos enormes tiraba de las riendas y miraba, en un fermento de descubrimiento, hacia Kensington Palace.

Nick le dirigió la mirada fatua que mostraba que, como crítico, lo advertía, y como londinense lo daba por sentado.

Pensó en el edificio Clerkenwell. Lo que Wani había comprado eran tres estrechas propiedades victorianas que formaban un bloque en la esquina, y una de ellas, situada detrás de las otras, se extendía muy hacia dentro de un taller con techo alto de hierro y cristal. Eran de construcción sólida, de un ladrillo ennegrecido que se tornó rojo ciruela cuando las demolieron. Había timbres de comercios moribundos, un biselador de cristal, un impresor «de la iglesia y judicial». Había ventanas cegadas con tablas, un cableado industrial, el ligero vandalismo de costumbre. Wani le había llevado a ver las viviendas, y el único impulso de Nick fue el de arreglarlas y vivir en ellas. Entró en los sótanos y los desvanes, levantó trampillas, trepó hasta el emplomado y miró abajo, a través del empinado tejado de cristal, al taller donde Wani se paseaba con su hermoso traje, agitando en la mano las llaves del coche. Nick imaginó a sus amigos celebrando fiestas y bailando en aquella habitación. Algo en la actitud impaciente y ciega de Wani le dijo que esto nunca ocurriría. Se sentía como un niño cuya desesperada súplica visionaria no tiene posibilidades de convencer a sus padres. Y, por supuesto, los edificios se demolieron: durante uno o dos meses, la trasera de otros inmuebles que no se habían visto en un siglo recibió la luz del sol, y empezaron a erigir Baalbek House, llamado así por Wani como si hubiera escrito un poema. Nick, en verdad, nunca había visto un diseño más rimbombante que el de aquel edificio. Sus ideas fueron desechadas con la risa gruñona de quien está empeñado en otra visión del éxito y sigue desafiante un consejo más barato. Y ahora aquel inmueble monstruoso, con sus ventanas de espejo y su revestimiento de mármol granate, sería de Nick para toda la vida.

Cuando dobló hacia Kensington Park Gardens, recordó lo que Wani le había dicho de Gerald y redujo el paso, como para oponerse a una extraña aceleración del aprieto. Le intimidaba encontrarse con Gerald, que podía ser agresivo cuando se equivocaba y sarcástico cuando necesitaba ayuda. El Range Rover estaba estacionado delante de la casa, lo que podía significar que había vuelto pronto del Parlamento. Parecía un indicio revelador. Como otras muchas veces, Nick no sabía lo que en teoría debía saber, o en realidad lo que sabía, ya que «contabilidad creativa» sólo era para él una expresión jocosa. Detrás del Range Rover había un hombre con una chaqueta de cuero rojizo, apoyado en el techo de un coche aparcado, que hablaba con otro hombre sentado al volante. Levantó la vista cuando Nick se acercaba y continuó hablando mientras sus ojos, en una secuencia fluida, parecieron detectarlo, retenerlo, examinarlo y desdeñarlo. Nick se detuvo ante el número 48 y miró atrás mientras buscaba las llaves: el hombre le miraba y alzó la barbilla como para llamarlo, pero no dijo nada. Sonrió, de un modo turbador. Su amigo, dentro del coche, le entregó una cámara por la ventanilla y él enfocó y sacó tres fotos en dos segundos; Nick se quedó hipnotizado por la indolente precisión de los disparos, y tan sorprendido que no supo qué sentía. Se sintió víctima, se sintió halagado, harto importante y absolutamente insignificante, puesto que era evidente que no sabían quién era. Pensó con dignidad que no debía responder a preguntas, y le desconcertó que no le hicieran ninguna. Tardó un siglo en abrir la puerta azul.

En el vestíbulo todo parecía en calma. Elena estaba en la cocina y Nick la saludó y aguardó una señal del ama de llaves. Estaba preparando la «comida y mitad», la ración separada, como la de un niño o un inválido, que dejaba para Gerald cuando regresaba tarde de la Cámara.

—¿Ha visto lo que pasa fuera? —dijo Nick. Elena tocó la masa del pastel de una forma expresiva, pero sólo dijo:

—No lo sé.

—¿Está Gerald en casa?

—Se ha ido a trabajar.

—Oh, bueno…

—La señora Fed arriba con su Lord —dijo Elena. Irradiaba rencor y Nick no se arriesgó a explorar la causa, si era Gerald o lo que le estaban haciendo: parecía algo lo bastante grande para abarcar a todo el mundo.

—¿Llevas la bandeja? —dijo ella.

La tetera empezaba a hervir y la bandeja estaba preparada con dos tazas y lebkuchen, el pequeño dulce que a Rachel le gustaba. Nick calentó el recipiente y vertió dos cucharadas de Lapsang. Era el juego con un Petit Trianon rosa en forma de corona en cada taza y platillo, mate y claro ahora debido a la furia del lavaplatos. Sirvió el agua, la removió bien, puso la tapa y recogió la bandeja. Elena le dirigió una mirada más amable, pero movió la cabeza.

—Es la calle de la vergüenza —dijo—. La calle de la vergüenza, Nick.

Era la frase de Private Eye sobre Fleet Street con la que Gerald había chinchado una vez a Toby, pero Nick no supo con certeza si ella se refería a esto o si quería decir que habían echado abajo Kensington Park Gardens.

La puerta del salón estaba abierta y Nick redujo el paso antes de entrar. Lionel estaba diciendo:

—Si ha sido un puñetero estúpido tendrá que apechugar con las consecuencias. Si no, tenemos infinitos recursos para demostrar su inocencia.

Su porte era tan sereno como siempre, pero desprovisto de la cordialidad habitual: daba la impresión de que esperaba la primera opción y la mancha que recaería sobre la familia. Nick agitó la bandeja y entró. Rachel estaba de pie junto a la campana de la chimenea y Lionel sentado en una butaca, y por un segundo Nick pensó en la escena de Retrato de una dama en que Isabel descubre a su marido sentado mientras que la señora Merle está de pie, y ve en el acto que comparten una mayor intimidad de lo que había creído.

—Ah, Dios mío… —dijo Rachel, cuando Nick avanzó con un ligero amago de servilismo que no fue interpretado como una broma. Lionel le saludó con los ojos y prosiguió:

—¿Cuándo vuelve?

—Tiene una votación muy tarde —murmuró Rachel. Y Nick, al posar la bandeja, vio que, si bien no había sorprendido un secreto, había captado la nota de una amistad más antigua y sin reservas que la que había oído hasta entonces, el entendimiento entre hermano y hermana.

—Muchísimas gracias —dijo Rachel.

—¿Te han sacado una foto? —dijo Lionel.

—Sí —dijo Nick, y por alguna razón añadió—: No de mi mejor lado, me temo.

—Sí, son odiosos —dijo Lionel, resolviendo a las claras mostrar por su talante y por el modo de sentarse, cómodo y derecho, que no había motivos para preocuparse—. A mí me habían avisado y he venido por los jardines.

—Menos mal que hay jardines —dijo Rachel—. No pueden cubrir sus cuatro salidas.

Nick sonrió y vaciló. No había una taza para él, pero ansiaba que le incluyeran. Dijo, con tacto:

—¿Puedo hacer algo?

—Oh…

Lionel y Rachel se miraron, buscando una respuesta entre sus convenciones e incertidumbres. Quizá fuese demasiado vergonzoso, incluso con la prensa fuera, que Rachel hablara al respecto.

—Están diciendo cosas horribles de Gerald —dijo, a su elocuente manera pasiva.

Nick se mordió el carrillo y dijo:

—Wani… Ouradi me dijo algo de eso.

—Oh, ya se sabe, entonces —dijo Rachel.

—Se sabrá, querida —dijo Lionel.

Rachel sirvió el té y pareció perdida en esta sombría idea; pasó a Lionel una taza y el plato de lebkuchen.

—¿Y qué hay de Maurice Tipper? —dijo.

Lionel mordisqueó con un crujido su galleta, como una ardilla vigilante, y se lamió el azúcar de los labios antes de decir:

—Maurice Tipper es un asesino a sangre fría.

—Eso sí que es cierto —dijo Rachel.

—Me figuro que sólo ayudará a Gerald si al hacerlo se ayuda a sí mismo.

—Hum… He visto a Sophie en el almuerzo —aventuró Nick—. Me pareció bastante evasiva.

—¡Gracias a Dios, Tobias no se casó con esa niña tan falsa! —dijo Rachel, aferrándose a esta consolación obsoleta, y se rio con una nueva amargura y alivio.

—¡Desde luego! —dijo Nick.

—Puedes hacer dos cosas —dijo Lionel—. Una, evidente, es que no hables con nadie. ¿Y podrías salir a comprar el Standard?

—Por supuesto —dijo Nick, de repente más nervioso al pensar en los fotógrafos.

—Y una tercera cosa —dijo Rachel—. ¿Podrías buscar a mi hija?

—Ah, sí… —dijo Lionel.

—Ahora está de lo más alta —dijo Rachel—. No se sabe qué va a hacer.

—Bueno, lo intentaré —dijo Nick.

—¿No está tomando pastillas? —dijo Lionel, firme e incierto a la vez.

—No lo remedian del todo —dijo Rachel—. Hace dos meses apenas podía hablar; ahora casi no se calla. Es una tensión.

Los dos miraron a Nick y él dijo:

—Veré lo que puedo hacer.

Percibió una cierta dureza hacia él, una petición de que demostrase su utilidad para la familia. Luego pensó que la brusquedad podía ser una señal de confianza. Se había restablecido rápidamente una estructura de mando, durante largo tiempo envuelta en terciopelo.

Catherine llegó a casa hacia las seis. Proyectaba comprarse una casa en las Barbados y había tenido una larga conversación al respecto con Brentford. Nick supo por el olor de su pelo, cuando ella le besó, que había fumado marihuana; parecía eufórica y colocada. Dispararon flashes cuando ella abrió la puerta de la calle, pero los tomó como si fueran un fenómeno natural, los meteoros de su propia atmósfera.

—¿Qué pasa ahí fuera? —dijo, sin apenas esperar una respuesta—. ¿Otra visita de la primera ministra?

—No exactamente —dijo Nick, siguiéndola al piso de arriba, y pensó que lo que estaba ocurriendo, fuera lo que fuese, hacía muy improbable otra visita de la Dama—. No sabíamos dónde estabas —dijo.

Rachel estaba al teléfono en el salón, hablando con Gerald en Westminster, y al parecer estaba escuchando las informaciones tranquilizadoras que necesitaba; era extrañamente apaciguable. Sonrió con indulgencia al retrato de Toby y dijo:

—Pues claro, querido, compórtate con normalidad. Procuraremos… Te veremos… Sí, sí.

Nick se acercó a las ventanas de la fachada, que parecían muy grandes y relucientes en el atardecer. Era perturbador saber que había hombres esperando fuera, cuya paciencia apenas se había puesto a prueba. Las cortinas nunca estaban cerradas, y aun liberadas de las cintas con brocado que las sujetaban, su curvatura rígida las mantenía separadas. Nick se inclinó para cerrar las contraventanas, que rara vez se usaban y que se plegaron con chasquidos alarmantes.

Cuando Rachel explicó lo que ocurría, Catherine mostró un entusiasmo distante.

—Extraordinario… —dijo.

—En realidad, podría ser bastante grave —dijo Nick.

—No te refieres a la cárcel, ¿verdad?

Podía ser la maría la que le prestaba aquella sonrisa de elucubración benévola.

—No —dijo Rachel, enfadada—. Además, no ha hecho absolutamente nada malo. Está clarísimo que tiene que ver con ese hombre odioso, Tipper.

—Entonces Tipper puede ir a la cárcel —dijo Catherine—. O los dos Tipper, todavía mejor.

Rachel esbozó una sonrisa nerviosa para mostrar que el tema de la broma la tocaba un poco demasiado cerca.

—Sólo están investigando. No han detenido a nadie, y mucho menos acusado.

—Bien.

—Ha venido el tío Lionel y nos ha tranquilizado.

Nick secundó esta declaración con un murmullo y dijo:

—¿Le apetece a alguien una copa?

—De todos modos, querida, tú sabes que tu padre nunca haría una cosa así. Tiene demasiada experiencia. ¡Por no hablar de su honradez acrisolada!

Rachel se sonrojó ligeramente al afirmar esto.

—¿Ha salido en el periódico?

—No en el Standard de esta noche. Y Toby dice que no lo mencionarán en el Telegraph; ha hablado con Gordon. Papá dice que es la clase de asunto que al Guardian le encantaría hinchar de un modo desproporcionado.

—Yo tomaré un… —dijo Catherine, abalanzándose sobre la mesa de bebidas con una sonrisa fascinada, pero al final sólo se le ocurrió un gin-tonic. Nick se lo preparó, enebro disuelto en quinina: cuando ella estaba en la fase eufórica valía más ser precavido con el alcohol, el fastidio, la risa… cualquier causa de excitación. Levantaron el vaso hasta la barbilla y proclamaron «¡Salud!» de una forma significativa.

—La cosa es, querida —dijo Rachel—, que simplemente no debemos hablar con nadie de momento. Juramento de silencio, dice papá.

—No hace falta que te preocupes, no sé una palabra de acciones y valores.

—Es lo que te hacen decir, querida… o tergiversan lo que dices. No tienen principios.

—No son amigos tuyos —dijo Nick, que había sido la manera seca de expresarlo que había empleado Lionel.

—Tienen la ética de una serpiente de cascabel —dijo Rachel.

Catherine se sentó en un sofá, balanceó la cabeza por encima del vaso y miró a uno y otro. Empezó a sonreír y ellos se asustaron, con la sensación de que se burlaba de ellos; pero la sonrisa se ensanchó y vieron que guardaba relación con alguna otra cosa, era el despuntar de una convicción clara, rociada con una pizca de cálculo travieso, de que ellos compartirían su felicidad.

—He tenido un día lleno de emociones —dijo.

Se sentaron a cenar en la cocina. Por lo general, a Nick le gustaban las noches en que a Gerald le retenían en Westminster; reinaba la atmósfera de una degradación placentera y una crisis tolerada con humor; si tenían invitados, o si Gerald y Rachel cenaban fuera, había un punto de emoción en la ausencia de Gerald: era el roce del ala del poder, el signo de exigencias y decisiones más grandes que la cena. Aquella noche su ausencia era más crucial. Era extraño que no hubiese vuelto a casa. Sin duda atribuía una gran importancia al hecho de aparentar normalidad. Catherine dijo:

—¿Sobre qué está votando Gerald?

—Oh, querida, no lo sé… obviamente, es algo trascendental.

—¿No podemos telefonearle?

—Bueno, no contesta al teléfono en su despacho. Y si está en la Cámara, o en algún otro lugar del palacio —dijo Rachel, con un tono imponente—, no podremos contactarle.

—Volverá directamente después de la votación —dijo Nick. Sabía que Gerald tenía el móvil nuevo de Penny; Rachel debía de estar intentando ahorrarle una conversación loca, emotiva y fútil con su hija.

—¿Qué es una adquisición? —dijo Catherine.

—Pues cuando una empresa compra a otra.

—Adquieren la mayoría de las acciones —dijo Nick—. Y así obtienen el control.

—¿Entonces están diciendo que Gerald no tenía esas acciones?

Rachel dijo, como si sensatamente filtrara los hechos para un niño:

—Creo que hay veces en que quizá la gente amaña el precio de las acciones.

—¿Para que valgan más?

—Exacto.

—O menos, por supuesto —dijo Nick.

—Hum… —dijo Rachel.

—¿Y cómo hacen eso?

—Bueno, me figuro que es como si…, hum…

—Esto… —dijo Nick, al cabo de un ratito.

Sonrieron, con recelo, ante su propia ignorancia del mundo de los negocios.

—Pero no es lo mismo que vaciar una empresa —dijo Catherine.

—No… —dijo Rachel, con una firmeza titubeante.

—Porque es lo que hace Sir Maurice Tipper. Me lo dijo Toby. Maurice Tipper, vaciador de activos. Es como cuando adquieren algo, por ejemplo una casa vieja y la vacían de todas las chimeneas de mármol antes de demolerla.

—Y dejan a todo el mundo en la calle —dijo Nick.

—¡Exactamente! —dijo Catherine.

—Es, desde luego, lo que se supone que hizo Badger por toda África —dijo Rachel, con una mueca culpable—. No sé si será verdad.

—Oh, Badger… —dijo Catherine, indulgente y desdeñosa a la vez—. Me pregunto qué habrá sido del pobre.

—Viaja mucho —dijo Rachel, como disculpando su vaguedad sobre Badger.

—Voy a ponerme en contacto con él.

—Bueno, podrías.

—Voy a reanudar relaciones con toda una serie de personas que han salido de mi vida. Es tan penoso perder el contacto —dijo Catherine, lanzando una mirada vivaz pero asqueada a su último verano, en que todo lo relacionado con ella había sido lastimoso.

—Seguro que no estará esperando una llamada… —dijo Rachel.

—He visto a Russell hoy, por ejemplo.

—¿Ah, sí? —dijo Rachel, con un hilo de voz.

—¿Te acuerdas?

—Oh, sí.

—Yo también —dijo Nick.

—Me ha preguntado por todos.

—Yo andaría todavía con cautela en el caso de Russell —dijo Nick, con una mirada de apoyo a Rachel.

—¡Pero todo aquello fue antes!… —dijo Catherine, con feliz exasperación. Más tarde, añadió—: Si Gerald dimite, podríais venir conmigo a las Barbados, sería estupendo, hasta que las cosas se calmen.

—Muy amable por tu parte —dijo Rachel—. Aunque no puedo evitar pensar que hay más de un condicional en esa frase.

—Oh, mamá, esa casa tiene una piscina enorme, y además está a la orilla de la playa. ¡Sólo tienes que elegir!

—Sí, seguro que es una delicia.

—Podría ser justo lo que necesita. Un viraje en redondo.

—Tienes una idea de lo más extraña de lo que la gente necesita —dijo Rachel—. Ya lo había notado.

—Bueno, miremos las cosas de frente, desde luego no necesita ese lamentable sueldito de miepar.

—Lo que quizá olvidas es que… tu padre quiere servir a su país.

—Pues cuando volváis, ¡meteos de cabeza en obras de caridad! Seguramente es mucho más útil que ser un monstruo del bienestar social y recortar las becas a todo el mundo. Podría encontrar algo. El trust de Gerald Fedden. Mucha gente cambia completamente cuando sucede algo así. Ya sabes, se va al East End[19].

—Bueno, esperemos a ver qué pasa —dijo Rachel, doblando la servilleta e impulsando hacia atrás su silla.

Nick y Catherine subieron al salón.

—¿Quieres poner música, querido? —dijo Catherine.

—No sé si a tu madre…

—Oh, pon algo bonito. Nada tostonazo. Muy bien, yo elijo.

Fue al armario de los discos y se arrodilló con la cabeza ladeada, tarareando de un modo burlón mientras sacaba un elepé y se disponía a ponerlo. Nick oyó caer la aguja, el crepitar de astillas.

—Baja un poco, querida…

Ella obedeció y chistó:

—¡Tío Nick!

Por los altavoces se oyeron los saltitos siniestros que dan comienzo a las Danzas sinfónicas de Rachmaninov.

—Esto te gusta, escucha —dijo ella.

—Hasta cierto punto —dijo Nick, sabiendo cuán poco quería oírlo.

—¡Si es maravilloso! —dijo ella, mirando desde el escenario a una invisible platea, y levantó los brazos. Era una pieza que él, de adolescente, había adorado y que tocaba continuamente en el primer año en Oxford, para confirmar y ahondar la pesarosa nostalgia que ahora le parecía que había sido el ambiente en que vivía; se desarrollaba para él como aquella canción interminable con un saxo alto. Su melancolía ahora le resultaba dolorosa, hasta malvada. Había observado cómo Catherine giraba por la habitación, con una inconsciencia alarmante. Él también había bailado con aquellos compases, pero a solas, en su cuarto, borracho, al final de días iluminados o no por el contacto con Toby.

—Es un poco tostón —dijo Nick, mientras se oía un canto ortodoxo ruso. Catherine sacudió los brazos frenéticamente—. Es como mover el esqueleto en la catedral de San Basilio.

Trataba de deshacerse del bochorno con estas bromitas sosas. Ella sonrió, extendió una mano hacia él y refunfuñó un momento al ver que Nick no se le unía. Él la evocó cuatro meses antes, arrastrando su desesperanza de una habitación a otra, como una niña triste con una muñeca inseparable; y ahora, por obra y gracia de la química, era Makarova. Catherine no percibía la melancolía, las armonías insidiosas y cambiantes: era movimiento y, por tanto, vida. Él dijo:

—La cosa es que hay una pequeña crisis, querida. Verás, es un poco raro andar dando brincos así cuando tu madre está tan preocupada… bueno, todos lo estamos.

Habló adrede como un miembro de la familia, para encubrir su desazón personal por ser a la vez necesitado y excluido por las circunstancias del problema. Catherine no le prestó atención; tarareaba serena, tercamente, y al cabo de un rato dejó de bailar como si fuera una decisión suya. Se acercó a la ventana en saledizo del fondo, y miró a través de su figura reflejada las luces que había más allá de los árboles. Parecían quizá como elementos de un dibujo que, leído con la intuición correcta de la forma y el sentido, podría revelar una instrucción. Cuando se volvió, dirigió a Nick una sonrisa que se cernió sobre diversas carantoñas posibles. Se sentó en el ancho brazo de la butaca de Nick y se deslizó de costado contra él.

—Ya sé —dijo—, vamos a dar un paseo. ¿Tienes aquí el coche?

—Hum, sí —dijo Nick—. A la vuelta de la esquina. Pero… bueno, Gerald volverá enseguida.

—Gerald puede tardar siglos. Ya sabes que a veces no votan hasta medianoche, si están con tejecheos.

—O con trapimanejes.

—¡Exactamente! No tardaremos. Acabo de tener una idea.

Por supuesto, era muy atractiva la de no estar allí cuando llegara Gerald. Rachel entró y Nick tuvo la sensación de que les había pillado en plena juerga, pues Catherine le espachurraba como una adolescente rebelde que intenta seducir.

—Gerald acaba de llamar —dijo Rachel—. Parece ser que van a terminar tardísimo. Es una ley que, ejem, veréis, tiene que vigilar de cerca.

—¿Qué tal está? —dijo Catherine, con cariño.

—Parece que bien. Dice que no hay que preocuparse.

Rachel había recuperado confianza, despedía un fulgor casi placentero, y Nick tuvo la certeza de que acababan de decirle cuánto la amaban. Deambuló por el salón buscando una pequeña tarea que cumplir; encontró pétalos de crisantemo caídos en el tablero de una mesa, los barrió hacia su palma abierta y los dejó caer en una papelera.

—Oh, me gusta esto. ¿No es Rachmaninov?

El vals triste del segundo movimiento estaba cobrando brío. Se quedó mirando por encima de sus cabezas al capricho de Guardi y quizás a algún recuerdo propio. Nick creyó por un momento que ella también iba a ponerse a bailar; de repente se pareció mucho a su hija. Pero en realidad sólo en las charadas o en el juego de los adverbios se tomaba la licencia de ser tonta. Catherine dijo:

—Mamá, Nick y yo vamos a salir media hora.

—Oh, querida… ¿sí?

—Tenemos algo que hacer. No te lo voy a decir, pero… ¡Volveremos!

—¿Es el mejor momento…?

—Sí, me lo pregunto —dijo Nick.

—¡No te preocupes, no voy a hablar con nadie!

Rachel reflexionó y dijo:

—Pues si vas a salir, es obvio que Nick debería acompañarte.

—Iremos en el coche —dijo Catherine—. Nick estará conmigo todo el rato.

Y le atrajo hacia ella en la butaca, con una risa encantada.

Rachel escudriñó a Nick, como garante de aquella excursión. Él pensó que quizá debiera oponer más resistencia de la que estaba ofreciendo. Esbozó una media sonrisa, asintió despacio y cerró los ojos, con una tolerancia cansina. Ella dijo:

—Por favor, no tardéis. Y salid por detrás. Coged una linterna.

Salieron, y cuando empezaban a bajar la escalera Nick oyó que la intimidatoria pequeña fanfarria interrumpía el vals, y se preguntó si Rachel seguiría escuchándolo ahora que se habían ido. En el vestíbulo se oía aún muy alto. Toda la casa parecía sumida en un deliberado aire romántico.

Catherine no quiso decirle adónde iban, sólo dónde debía girar. Nick suspiró con buen humor y se alegró a medias de que ella no notara su tensión a medida que se alejaban más de la casa donde Rachel se había quedado sola. Cuando giraron en Marble Arch y bajaron Park Lane dijo:

—Es como si fuéramos a Westminster.

—En un sentido —dijo Catherine—. Ya verás.

Su actitud de seducción se había endurecido y transformado en alegría.

—No tiene el menor sentido ir a la Cámara de los Comunes.

—No, no —dijo ella.

Bajaron Grosvenor Place, atravesaron Victoria y enfilaron derecho hacia Westminster. Apareció la portada iluminada de la abadía y aceleraron hacia Parliament Square, la brillante fachada del Big Ben, siempre emocionante para Nick, como el mejor dibujo en un libro infantil, que indicaba las 9.30: daban las 9.30, círculos de hierro que apagaba el fragor del autobús. Dijo, muy aliviado:

—No puedo entrar ahí, ya sabes.

Pero ella le hizo doblar a la izquierda, hacia Whitehall, cruzando Downing Street y la Banqueting House, y después, de repente, hacia el río, y entrar en una calleja tapiada hasta el cielo por un ingente edificio Victoriano. Era un rasgo del paisaje fluvial londinense que Nick había absorbido de un modo casi inconsciente, sin siquiera deducir ni que le dijeran lo que era: tuvo una imagen de su tejado, como un castillo del Loira. Aparcó enfrente, delante de un oscuro ministerio. La calle entera estaba extrañamente oscura, excepto por los doseles de cristal resplandecientes de las entradas del castillo, que de alguna forma evocaban luz de gas y coches de caballos, y en una de las cuales se perfilaba la silueta de un portero con gorra de visera. Por un momento le asaltó una sensación de Londres, inadvertida y perenne como la vibración del tráfico: una sensación de orden y de poder, rítmica e intrincada, incesantemente segura de obediencia. Entonces se acordó.

—Aquí vive Badger, ¿no?

—Ha sido sólo porque mamá lo ha mencionado —dijo Catherine, como si fuese un hallazgo evidente.

Nick comprendió que estaba loca, que aquel trayecto no era una inspiración sino una irrelevancia. Se desplomó y frunció los labios, con un fastidio tierno. Afable, procuró encontrarle un motivo a aquella locura.

—¿Tú crees que Badger puede arrojar una luz sobre este asunto? Es probable que no esté aquí, querida. ¿No estaba en Sudáfrica?

Pero ella había abierto la puerta del coche, sin que su cara ni su voz mostraran el menor indicio de que hubiera siquiera advertido la preocupación de Nick o alguna objeción posible. Tenía una certeza, una fuente de alegría y tensión, como una religión revelada. El principal reparo de Nick era que no le gustaba Badger, que era una antipatía mutua y que a Badger le gustaría aún menos por llevarle a su lunática ahijada. Era un picadero, el duro apelativo de Barry Groom, no una vivienda decente. Tuvo la imagen de habitaciones pequeñas, como de hotel, donde Badger mantenía amoríos tirantes con mujeres mucho más jóvenes; de Badger metiéndose una raya tan falsa como los grabados colgados en la pared y el mueble bar Chippendale.

Pasaron por debajo de uno de los doseles de cristal y cruzaron un vestíbulo de mármol marrón; un portero escuchaba la radio en una garita y les hizo una seña, como si ellos entraran y salieran de allí continuamente. Catherine, con su abrigo oscuro, maquillada, evangélica, tenía la seguridad de acceder a cualquier sitio. Era sólo Nick el que tenía la sensación de estar cometiendo una transgresión. La espera junto al ascensor fue una ocasión razonable pero finita de marcharse de allí: Catherine sonrió y tembló, con las manos metidas en los bolsillos que le abrieron de golpe el abrigo.

—¿Estás segura de lo que haces? —dijo Nick. Sabía que tenía que contenerla y al mismo tiempo procuraba situarse a su altura. La convicción de Catherine era un reto para alguien de una cobardía razonable. Nick sintió un vago y reverencial respeto intelectual por sus intuiciones, aunque fuesen locuras. Pensó que su estado quizá se asemejase a la euforia no anuladora de la coca, pero más psíquica. Hubo un tilín de aviso, las puertas se abrieron y Penny salió disparada.

—¡Penny! —dijo Nick. Se entretuvo un momento en encogerse de hombros y esbozar una media sonrisa servicial. Catherine estaba ya en el ascensor, con los ojos entornados, respirando audiblemente. Nick, que se sintió como un asno y luego también experimentó la fatuidad imprecisa de haber descubierto algo sin saber lo que era, sonrió entre dientes y dijo, con un tono atento—: ¿Cómo estás?

Penny se había detenido y se había vuelto, con una expresión a la vez malhumorada y asustada. Se puso muy pálida; después, empezó a colorear sus mejillas redondas un calor rosado que se le esparció (en los tres o cuatro segundos que transcurrieron mientras Catherine daba una patada en el suelo y decía: «¡Vamos, Nick!») por el cuello, la garganta y las orejas.

—Hum, Nick —dijo, con un autoritario desafío a su rubor—, la verdad es que no debería, hum…

Confuso, reacio a ser grosero, pero disfrutando del sonrojo de Penny, en sí mismo y porque no era él quien se ruborizaba, Nick tenía un pie en el ascensor y frenaba el empuje de la puerta con el brazo, que seguía reafirmándose, impasible.

—¿Cómo está Gerald?

—¡Vamos, Nick! —repitió Catherine.

Él se introdujo en el ascensor y Penny movió la cabeza y avanzó un paso:

—No está aquí, Nick, no está aquí… —dijo, mientras se cerraban las puertas.

—¡Bueno…! —dijo Nick. Lanzó una mirada a Catherine y luego miró el espejo, en cuyo reflejo parecían dos desconocidos tímidos. Hasta en aquel enrarecido y viejo inmueble habían inscrito la palabra JODER con rayas inclinadas en la puerta de acero. Pensó en Badger ligando sin cesar con Penny, años atrás, cuando Gerald la había contratado. Era aquella horrible rivalidad heterosexual, robarle la chica no sólo a Nick, a quien le daba lo mismo, sino también a Toby, su mejor amigo, a quien sí le importaba. Se vio esbozando una sonrisita, se miró en el espejo y dijo—: Dios, querida, Badger se va a cabrear. Se supone que no lo sabemos.

Pero el ascensor se detuvo y Catherine salió por delante de él con un ceño burlón, como si fuera imposible tener un amigo tan corto de luces o tan gallina.

La siguió por un pasillo tapizado con una alfombra roja y flanqueado de puertas barnizadas de marrón, con timbres y placas; en un lado, unas ventanas emplomadas, de color pardusco y amarillo, daban a espacios de luz interiores, en aquel momento sólo iluminados por las tenues ventanas traseras de otros apartamentos. En uno se oía una televisión, pero, por lo demás, la más grave discreción amortiguaba el sonido. La sensación subliminal de luz de gas, de adentrarse a través del tiempo en las profundidades de aquel edificio monstruoso, era opresiva pero también, al menos para Nick, cautivadora: la mente se le extravió por un momento a lo largo del friso de madera y las curvas de cuello de cisne de los apliques de luz. La última puerta a la izquierda estaba un poco entornada, aguardando quizá el regreso de Penny. Catherine pulsó el timbre y se quedaron mirando la tarjeta en el marco de latón que decía «Señor D. S. Brogan». Una voz íntimamente conocida gritó: «Está abierto», y Catherine clavó la mirada en la cara de Nick con un brillo justificatorio antes de enlazar el brazo en el suyo. Era mucho peor de lo que Nick había pensado. No quería entrar y habría huido corriendo de no haber estado firmemente sujeto. Se oyó un suspiro sonoro, un suave impacto sordo de pisadas y Gerald abrió de un tirón la puerta. No estaba calzado y no llevaba chaqueta ni corbata, y el cuello blanco de la camisa se erguía torcido porque tenía desatado el gemelo. En la mano izquierda sostenía un cigarrillo. Nick dijo:

—¡Oh, hola, Gerald!

Y Catherine, reluciente de indignación, dijo:

—¡Papá! ¡Dijiste que lo habías dejado!