15

—¡Ay, caramba! —dijo Treat—. ¡Ensalada mariquita!

—La verdad es que está buenísima —dijo Nick.

Treat le observó, por encima de su cóctel, para ver si bromeaba.

—¿Todas son mariquitas?

—¿Qué es esto? —dijo Brad.

—Es como una lechuga machote —dijo Nick—. Acaban de poner una o dos mariquitas encima.

—¡Lechuga machote…! —dijo Treat, con un reproche coqueto.

—Son maricas simbólicas —dijo Nick.

—Voy a tener que probarlas —dijo Treat.

—Alguna vez deberías hacerlo, desde luego —dijo Nick.

—¿Qué es esto? —dijo Brad.

—Treat quiere probar la ensalada mariquita —dijo Nick.

—Oh… oh, ya veo, «ensalada mariquita»: ¡ay, caramba!

—Acabo de decir eso —dijo Treat.

Nick paseó una sonrisa por el restaurante, aliviado al ver a dos escritores famosos en una mesa y a una actriz famosa en otra. Brad Craft y Treat Rush, hasta entonces dos meros espondeos de connotación norteamericana, habían resultado ser una pareja hambrienta de mundanidad. Brad era, en efecto, grande y musculoso, guapo y agradable, aunque un poco duro de mollera. Treat era el conversador; más o menos de la estatura de Nick, con un reluciente flequillo rubio que mantenía a raya con un meñique puntiagudo. Habían viajado para asistir a la boda de Nat Hanmer y pasarían todo octubre en Inglaterra. («¡Cualquier cosa para huir del otoño de Nueva Inglaterra!», dijo Treat). Era el día en que tenían que hablar de la película, pero a las claras estaban ocupados, con un ojo siempre mirando a la plaza de fuera, en una inspección a fondo de Londres, y hacían muchas preguntas chapuceras sobre personas y títulos. La gracia, al parecer, consistía en hacer preguntas; no les importaban gran cosa las respuestas. Planteaban la amenaza de aburrirse fácilmente. Nick confiaba en que Gusto les divertiría. Vio a Treat observando la cocina a través de la pared de cristal azul, que convertía al chef y a sus segundones sudorosos en un cabaret ligeramente erótico de trabajo duro.

—¿Conoces a ese tal Julius Money? —dijo Brad.

—Bueno, me lo han presentado —dijo Nick.

—¿No es un gran apellido? Y apropiado, supongo, ¿no?

—Oh, sí —dijo Nick—. Tiene una enorme casa jacobea en Norfolk, con una pinacoteca fabulosa. En realidad, siempre he pensado…

—Oh, ¿y qué me dices de Pomona Brinkley? —dijo Treat—. La conocimos. ¿Qué ha sido de ella?

—No la conozco —dijo Nick.

—Era estupenda —dijo Treat.

—Oh, sí, conocimos al tal Lord John… Fanshaw? —dijo Brad—. ¡Lo sabe todo de ti! Dijo que eras el hombre más encantador de Londres.

—Sí —dijo Treat, y demoró de nuevo la mirada en Nick.

—Creo que debió de estar pensando en otra persona —dijo Nick, con timidez, y no quedó claro que nunca había oído hablar de aquel lord.

—Conoces muy bien a Nat, ¿verdad? —dijo Treat.

—Oh, sí —dijo Nick, con una confianza más untuosa—. Estudiamos juntos, en Oxford. Aunque en estos tiempos creo que veo más a su madre que a él. Es una gran amiga de mi amiga Rachel Fedden.

Observó cómo el nombre hacía una débil tentativa de recabar reconocimiento.

—Es un encanto.

—Sí, es encantador. Sabrás que ha tenido… ha tenido muchos problemas.

—¿Sí…? —dijo Treat—. Es una pena que no sea pariente.

—Pues… —dijo Nick—. ¿Dónde le habéis conocido?

—Oh, lo conocimos el otoño pasado en casa de los Rosenheim, en East Hampton, ¿no? Donde, por supuesto, también conocimos a… Antoine.

—Y a Martina —dijo Brad.

—Sí, Martine —dijo Nick.

—Sí, a Brad le encantó Antoine —dijo Treat. Se llevó la paja a los labios y succionó con expresión deliberada el líquido de color pardo rojizo.

—Sí, qué chico más majo —dijo Brad.

—Entonces, ¿no habéis vuelto a verle?

Nick sabía que debía prevenirles, pero no sabía por dónde empezar.

—Así que Nat es una especie de lord, ¿no es eso? —dijo Brad.

—Sí —dijo Nick—. Es marqués.

—¡Oh, Dios mío…! —dijo Treat, entre dientes.

—¿Cómo? Entonces es el marqués… ¿no se llama Chirk?

—Chirk es el apellido. Su título es marqués de Hanmer.

—¿Brad…? ¿Has visto quién está allí?

—Entonces, ¿cómo tenemos que llamar a su padre? —dijo Brad, moviendo la cabeza mientras giraba en su silla.

—Su padre es el duque de Flintshire. Yo lo llamaría simplemente Sir.

—Treat, Dios mío, tienes razón… ¡es Betsy!

—Quiero que ella trabaje en mi película —dijo Treat—. Es una gran actriz inglesa.

—No sé si conoceréis al duque —continuó Nick, sin saber cuánta pompa tomaba prestada del mero empleo de esta palabra. Pretendía hablar de la aristocracia con un tono factual, a causa de la vergüenza por el recuento de condes que llevaba su padre—. No sale nunca del castillo. Ya sabéis que es un tullido.

—Vosotros, los británicos… —dijo Treat, desistiendo sólo a medias de su mirada infantil a Betsy Tilden. Ella pareció que se erguía para él, como una maravilla y un desafío, y Nick le vio acercarse a ella. Betsy era demasiado joven para el papel de la señora Gereth, y totalmente inadecuada para el de Fleda Vetch—. ¡Sois tan brutales!

—¿Perdón…? —dijo Nick.

—Ya sabes: «es un tullido». Caray.

—Oh… —dijo Nick, y se sonrojó como si le hubieran criticado su esnobismo acechante, y no cualquier otra cosa—. Lo siento, pero el propio duque dice eso de sí mismo. No ha caminado desde que era un chico. —Le contrarió un poco que le llamaran la atención sobre un punto de delicadeza que, de un modo perceptible aunque oblicuo, afectaba a aquel almuerzo. Carraspeó y dijo—: Veréis, hay algo que debo deciros… Ah, ahí viene.

Levantó una mano cuando Wani apareció en la recepción junto a la puerta, y al levantarse oyó murmurar a los dos americanos: «Oh, Dios mío…».

Fue al encuentro de Wani, sonriente y capaz, pero enredado en un ovillo de emociones: compasión, desafío, un deseo de apoyarle y un temor a que la gente le viera. La chica le sostuvo el bastón mientras le ayudaba a quitarse el abrigo. «Hola», dijo Wani; no pareció que quisiera que Nick le besara. Recogió el bastón, que era muy elegante, negro y con una empuñadura de plata, y golpeó con él el suelo de mármol. Su manejo del báculo seguía sin resultar muy convincente; era como un aprendiz de actor que interpreta a un viejo. El bastón en sí parecía tanto atraer como rechazar la atención. La gente lo miraba y miraba a otro lado.

Los americanos se levantaron, Treat sujetando la servilleta contra el pecho.

—Eh, Antoine, ¡qué alegría verte!

—¿Cómo estás? —dijo Brad, con un resuello deportivo. Posó un momento una mano en la espalda de Wani, y como Nick hizo lo mismo en el otro lado pareció que le estaban felicitando, aunque lo que palparon eran los huesos de la columna a través de la lana del traje. Wani se sentó, sonriendo con una cortesía distante, como si aquello fuera una reunión semanal, de formato y resultado conocidos. Hubo una breve pausa de adaptación silenciosa. Nick sonrió a Wani, pero la presencia de los invitados renovó la conmoción, y una burbuja le ascendió por la garganta.

—¿De qué estabais hablando? —dijo Wani. Su voz era, si cabía, más lánguida que antes, pero con un deje que no podía forzarse.

—Les estaba explicando a Brad y a Treat lo de los Chirk —dijo Nick.

—Ah, sí —dijo Wani, como si fuese una historia muy vieja y tonta—. Es un ducado sólo del siglo diecinueve, claro.

—Sí… —dijo Brad, mirándole como si pareciera compartir, de puros nervios y desatención, la opinión de que era absurdamente reciente.

Treat se rio animadamente y dijo:

—Para mí ya es bastante antiguo. Servirá igual.

—La verdad es que Sharon nos sacó del apuro… la duquesa —dijo Nick, y contó a Wani la historia.

—Sí, fue una transfusión providencial de vinagre —dijo Wani; todos soltaron una carcajada, como al oír un chiste contado por un tirano, y pareció que había en el comentario un rastro de crueldad contra sí mismo y por ende, de un modo oscuro, contra ellos—. Pediremos ahora mismo.

Wani se volvió y levantó una mano hacia Fabio, y entretanto Brad y Treat se miraron con una claridad inexpresiva durante unos tres o cuatro segundos. Fabio acudió de inmediato y, como siempre, pareció adivinar y aplaudir sus decisiones, repetir y memorizar cada plato que pedían; y quizá Nick fue el único que notó la nueva vivacidad en su tono y la rápida decadencia de su risa. Brad preguntó por la ensalada mariquita y Fabio correspondió con un chiste evasivo y rodeó la mesa aplastando contra el pecho las cartas del menú recuperadas. Nick dijo que el restaurante iba muy bien y sonrió para insistir en que ellos habían colaborado en su éxito, ya que Wani y él estuvieron en la inauguración el año anterior y lo habían convertido en su local; y Fabio dijo:

—No podemos quejarnos… ejem, Nick, no podemos quejarnos.

Lo dijo mirando a Wanren el segundo quejarnos con algo frío en los ojos, y luego miró a los recién llegados que aparecieron en la puerta, que, como cabía esperar, eran los Stallard. Nick observó cómo Fabio iba a recibirles y cómo su frialdad desaparecía: oyó las zalamerías mutuas de un maître y unos clientes elegantes. Bueno, a Fabio debió de haberle estremecido ver a Wani tan cambiado; pero hubo algo más en su reacción, miedo y desagrado, como si la presencia de Wani ya no fuese buena para el negocio.

Sophie y Jamie se acercaron y Jamie dio una palmada a Wani en el hombro y Sophie, más que besarle, arrugó la nariz a través de la mesa. Jamie acababa de interpretar el romántico papel protagonista en una comedia de bajo presupuesto de Hollywood, y habían ensalzado su portentosa recreación de un antiguo alumno de Eton, corto de luces pero guapo y con el pelo lacio. Sophie estaba embarazada y, por consiguiente, reposando, aunque los gruesos paquetes que llevaba en una cesta parecida a una cuna bien podrían haber sido guiones de películas. A Treat y Brad les entusiasmó conocerles, puesto que Jamie seguía siendo un candidato posible para Owen Gereth en Los despojos; se intercambiaron tarjetas de visita y concertaron con gran alegría encuentros que no habrían de producirse. Nada se dijo sobre la salud de Wani, aunque Sophie, cuando se marchaban hacia su mesa, miró hacia atrás agitando un dedo y con una rastrera sonrisa de pésame.

—Guau, qué tío más majo —dijo Brad.

Atribuyéndose el mérito de la presentación, Nick dijo:

—¿El bueno de Jamie…? Sí…

—¿Os conocéis de hace mucho?

—Sí… bueno, también estudiamos juntos en Oxford. En realidad es mucho más amigo de Wani.

Pero este pareció desmentir una intimidad mayor. Estaba muy inmóvil en su asiento, con las manos flacas encima del mantel. Llevaba abotonada la chaqueta con hombreras, pero le caía hacia delante como un abrigo holgado. Ahora le granjeaban atención la piedad y el respeto, así como en otro tiempo su encanto y su belleza. Su demanda de atención era constante, pero se había vuelto más intensa y silenciosa. Nick pensaba que en cierto sentido conservaba un aspecto magnífico, si bien admitirlo equivalía a hacer una comparación insoportable. Tenía veinticinco años. Dijo:

—Stallard siempre ha sido un personaje absurdo, y ha encontrado la compañera perfecta en la encantadora señorita Tipper.

—Oh… —dijo Brad—. ¿Ella es… esto…?

—Era un buen partido para él. Es la hija del noveno hombre más rico de Gran Bretaña, y él es hijo de un obispo.

—Los obispos no ganan tanto, supongo —dijo Treat, y sorbió otro poco de la paja del cóctel.

—Los obispos no ganan nada de nada —dijo Wani; y un segundo después lanzó una sonrisa en torno a la mesa sobre la imbecilidad de los obispos. Los otros tres también sonrieron, con nerviosa connivencia. La cara de Wani, demacrada y con manchas, había adquirido nuevas posibilidades expresivas: inesperadamente, poseía el repertorio de alguien no sólo más viejo sino totalmente distinto, alguien que pasaba inadvertido en la calle. Debía de haberse mirado al espejo, haciendo muecas y arqueando las cejas, y haber visto a aquel desconocido inaguantable que le devolvía los visajes. Era evidente que no se le podía considerar responsable de las últimas ironías y sobresaltos en su cara, aunque había momentos en que parecía explotarlos. Los pómulos eran delicados, el hueso frontal pesado y hasta brutal: era la cara de su padre, que en el pasado había surgido alguna vez a la luz de una vela y que ahora se mostraba expuesta a la luz del día.

—Sabréis que al padre de Wani le han concedido el título de lord —dijo Nick.

—Oh, guau —dijo Brad—. ¿Eso significa que tú también serás lord algún día?

Hubo varios segundos de silencio hasta que Wani dijo:

—No es hereditario. A propósito, ¿qué demonios estás bebiendo, Treat?

—¡No preguntes…! —dijo Brad, abochornado.

—Es… ¿cómo se llama?… ¿Humphrey? Humphrey es el último invento. Es un «lunes negro».

Wani volvió a esbozar su sonrisa radiante y de un efecto sarcástico.

—No ha tardado mucho —dijo. Humphrey era el venerable barman de Gusto, que llevaba la cuenta (hasta cierto punto) de deudas largas y guardaba secretos de futuras estrellas—. Aprendió el oficio en el Queen Mary. No hay nada que no sepa sobre cócteles.

—Pues es, ¿qué es? Ron moreno, aguardiente de cerezas y anisete. Y mucho zumo de limón. Sabe como un laxante anticuadísimo —dijo Treat.

—Ya no puedo beber —dijo Wani—. Pero cuando oigo esto, no me importa.

Hubo una breve pausa. Treat se pasó el dedo por el flequillo y Brad suspiró y dijo:

—Sí… Yo quería preguntar…

A los dos, bien educados, pareció aliviarles que se sacara a colación el tema.

Wani hundió la barbilla.

—Oh, un desastre —dijo, frunciendo el ceño a uno y a otro—. Totalmente increíble. Una de mis puñeteras empresas perdió dos tercios de su valor entre la hora de la comida y la del té.

—Oh… oh, ya —dijo Brad, y soltó un risa torpe—. También nosotros sufrimos la racha.

—Cincuenta billones borrados de la Bolsa de Londres en un día.

Treat le miró con ecuanimidad, para indicar que la había captado pero que no iba a cuestionar aquella evasiva, y dijo:

—Eh, el Dow bajó quinientos puntos.

—Dios, sí —dijo Wani—, bueno, toda la culpa fue vuestra.

Brad no discutió, pero dijo que la pérdida de empleos en Wall Street era terrible.

—Oh, qué cojones —dijo Wani—. De todos modos, se recobra. Ya lo ha hecho. Siempre se recupera. Siempre.

—Es un momento de preocupación para todos —dijo Nick, responsable.

Wani lanzó una mirada burlona y dijo:

—Todos nos quedaremos tan campantes.

Y después fue imposible abordar el tema de su enfermedad mortal. Nick vio que esto dejaba perplejos a los americanos, que le habían conocido como un hombre a punto de casarse. Ahora a la inquietud natural se le sumaba una rememoración furtiva.

Durante la comida, Brad, al igual que Wani, bebió sólo agua y Nick y Treat compartieron una botella de Chablis. Treat tocaba mucho el brazo de Nick y le hablaba en apartes sigilosos sobre lo que podrían hacer más tarde. Nick procuraba que la conversación general no decayera. La frialdad adoptada por Wani les hizo titubear a todos. Parecía jugar con la preocupación que sentían por él. Brad y Treat hacían preguntas y se maravillaban de su suerte por tener a Wani para responderlas. Si Nick contestaba a una pregunta, Wani le escuchaba y luego añadía un pequeño codicilo rotundo o una corrección. Su técnica consistía en mantener un tema y mostrar que lo dominaba, para a continuación desecharlo con un risueño desprecio por el interés que les había despertado. Comió muy poco y se filtró en la conversación una sensación del asco que le inspiraba la comida cara, y él mismo por ser incapaz de comerla. Miraba las finas tajadas de pollo y los calabacines traslúcidos como deplorables símbolos del mundo del placer, y agarraba la mesa como si combatiera la tentación de eliminar todo aquel panorama dando un lento tirón al mantel.

El asunto de la película tardó en plantearse y Nick tuvo reparo en mencionarlo porque era un proyecto suyo. Había dedicado meses a escribir un guión y era casi como si hubiese escrito el libro en que se basaba: lo único que quería eran elogios. A menudo se imaginaba que veía la película desde la alta platea del cine Curzon; que absorbía el unánime suspiro agradecido del público ante la fiel plasmación de lo que había escrito; de hecho parecía que también había dirigido la película. Le desvelaba la beatitud de la crítica de Philip French. Por alguna razón se había estrenado otra película de James, Los bostonianos, y la locura estaba en que el protagonista era el actor que hacía de Superman.

—Uno se imagina —dijo Nick— demasiado bien la ironía del maestro, por no hablar de su emoción encubierta, ante esa idea…

Los otros, sin embargo, quizá se lo imaginaban con menos nitidez que él.

—Oh, nos encantaron tus cartas, por cierto —dijo Treat, con un nuevo apretón del brazo—: ¡tan británicas!

—Bueno, supongo que deberíamos hablar de… nuestra película —dijo Brad. En ese momento les pusieron delante los postres, meras exquisiteces con lagunas de coulis rosa de treinta centímetros de diámetro. Wani miró su plato como si el postre y la película fueran creaciones igual de inverosímiles—. O podríamos dejarlo para la semana que viene…

—Como queráis —dijo Nick, y el corazón le dio un vuelco. De repente le pareció increíble que su hermoso proyecto, el mejor fruto de su pasión por Henry James, dependiese de la cooperación de aquellos dos estúpidos. Ya presentía que no era una cuestión de cambios, sino una defección más amplia del proyecto.

—Quiero decir que nos encanta lo que has hecho, Nick.

—Sí, es estupendo —dijo Treat.

Brad vaciló, mirando la cuadrícula de caramelo hilado que sobresalía de su parfait de frambuesa.

—Verás, hemos hablado bastante de lo que dice la carta. Sólo que el problema de la historia es que el chico no consigue a la chica y luego ese rollo por el que se están peleando… los despojos, ¿vale?… no se tiene en pie. Es una mierda.

—¿Sí…? —dijo Nick, y procuró mostrarse encantador—. Pero es como la vida, ¿no? Quizá se parece demasiado a la vida para una… película convencional. Es sobre alguien que ama más las cosas que a las personas. Y que acaba quedándose sin nada, por supuesto. Sé que es deprimente, pero es probable que sea un libro muy sombrío, aunque en esencia es una comedia.

—Sí, no he leído el libro —dijo Treat.

—Oh… —dijo Nick, y se ruborizó con un bochorno vicario, por la vergüenza que debería haber sentido Treat. Su idea disoluta de pasar un tiempo a solas con él se esfumó con un suspiro y un encogimiento de hombros.

—¿Has leído el libro, Antoine? —dijo Treat.

Wani tenía los labios rosados y engullía cucharadas llenas en su cuarta parte de helado que succionaba de la cuchara y tragaba con sensuales espasmos, como un niño con amigdalitis; dijo:

—No. Le pago a Nick para eso.

—No sé qué pensar —dijo Brad— sobre la idea de incluir sólo una corta escena de amor entre Owen y… perdón…

—Fleda —dijo Nick—. Fleda Vetch.

—¡Fleda Vetch! —dijo Treat, con una breve carcajada—. ¿Qué clase de nombre es ese? ¿No suena como la chica más fea del instituto?

—Creo que más bien es un nombre conmovedor —dijo Nick; y Brad le miró con reprobación desde el otro lado de la mesa.

—Parece un nombre de bruja —rezongó Treat, como si accediera a callarse, pero luego prosiguió—: La verdad, no me imagino diciéndole a Merryl Streep: «Oh, señorita Streep, tenemos un papel fantástico para usted, ¿le gustaría interpretar a la encantadora Fleda Vetch?» Pensaría que yo acababa de vomitar en el teléfono.

Todos se rieron salvo Wani, que dijo, con mucha calma y un tono superior, como si Fleda fuera alguien a quien verían en la boda de Nat Hanmer:

—Se llama Fleda Vetch.

—Sí, no me importa demasiado cómo se llame —dijo Brad—. Pero… Owen y Fleda…, tenemos que verlos más veces juntos. Necesitamos un poco de… ¡pasión!

—Necesitamos ponerlo muy cachondo —dijo Treat, lanzando una mirada hacia la mesa de Jamie. Después le guiñó un ojo a Nick—. ¿Alguna vez… ya sabes… —dijo, bajando la voz y mirando con timidez hacia otro lado—, en Oxford… o sea, con otros chicos…? Estoy seguro de que alguien me dijo…

—Es hetero —dijo Wani.

—Oh, vale —dijo Treat, bamboleando la cabeza como si dijera ¿quién habla aquí de heteros? Pero había algo más negro que la impaciencia en el tono de Wani. Pálido e inmóvil, miraba al borde más lejano de su plato, pero estaba a todas luces abismado en algún cálculo interior inaplazable. Empujó un poco la silla hacia atrás y el bastón resbaló desde el respaldo y cayó al suelo de mármol con un tintineo: se agachó para buscarlo a tientas y Brad se levantó de un salto para ayudarle, recogió el bastón y se las arregló para amortiguar el percance y tranquilizar al restaurante con su corpulencia amistosa. Wani tenía la boca cerrada y una expresión intensamente personal de rendición inminente. A Nick le recordó por un segundo el dormitorio. Wani se levantó y salió renqueando entre las mesas.

Nick le siguió unos segundos después, mirando al suelo con el ceño fruncido, y respondió con un gesto brusco al frío «¿Signore?» de Fabio. En el baño de mármol negro había dos cabinas, y en una de ellas, con la puerta todavía entornada, Wani estaba encorvado y vomitaba. Nick se puso detrás y aguardó un momento antes de posarle una mano en el costado. Wani se estremeció y susurró: «Oh, joder…», y se agachó, presa de temblores, antes de vomitar de nuevo. Parecía expulsar mucho más que la comida de inválido que había ingerido. Nick le tocó con suavidad, tratando de ayudarle y de desanimarle a la vez. Miró al inodoro por encima del hombro de Wani, con cierta determinación, y vio los trocitos de pollo y las verduras en el charco del helado velozmente regurgitado. Arrancó servilletas de papel del expendedor y dudó de si debía lavarle la cara; se quedó esperando y Wani no puso objeciones. Pensó, con una lúgubre hilaridad, que aquel era el momento más íntimo que habían vivido desde hacía muchos meses. Miró las paredes negras veteadas y dio en pensar en otras noches que habían pasado allí el año anterior, en los dos cubículos donde a veces se oía, despreocupados, el crujido de papel y el raspado de una tarjeta de crédito. Había una útil repisa reluciente encima de la cisterna y esnifaban por turnos. Las noches pasaban con un esplendor irrecordable.

—Bueno —dijo Wani, agarrando el bastón y dirigiendo a Nick una sonrisa aterradora—, se acabaron los postres para Antoine.

Wani había llevado el coche a Gusto y Nick lo condujo de vuelta a Lowndes Square.

—Muchas gracias —dijo Wani, arrastrando en un susurro las palabras.

—De nada, compadre —dijo Nick. Aparcó en la acera de enfrente de la casa y se quedaron sentados un minuto. Wani hacía inhalaciones profundas, como si se preparase para una carrera o una zambullida. No intentó ayudar a Nick con explicaciones; bueno, nunca las había dado, él era su propia ley y sus libertades. Si Nick le preguntaba cómo se sentía, Wani le respondía con una seca impaciencia, tanto por no saberlo como por querer saberlo. Era la injusta prerrogativa de la enfermedad. Nick extendió la mano por encima del volante y barrió el fino polvo de la capa de piel negra que recubría el salpicadero. Cómo cambiaban los coches al envejecer; al principio eran posibilidades plasmadas en algo sólido y veloz, agentes de sueños que retenían un brillo de ensueño, un agudo olor narcótico; luego poco a poco revelaban su insospechada torpeza, su carácter pintoresco, y parecían sumirse en el tenue deshonor que había entre una moda y la siguiente.

—Tengo que comprar un coche nuevo —dijo Wani.

—Sí, está de lo más polvoriento.

—Es una puta antigualla.

Nick echó una ojeada por encima del hombro al apretado asiento trasero y se acordó de Ricky, el estúpido genio de los viejos tiempos (lo que quería decir, el verano pasado), allí sentado, con las piernas muy separadas.

—Supongo que guardarás la matrícula.

—Dios, sí. Vale mil libras.

—La buena y querida WHO 6.

—Vale… —dijo Wani, frío ante cualquier alusión sentimental.

Nick alzó la mirada y vio a la señora Ouradi mirando desde una ventana del salón. Mantenía abiertos los visillos y miraba las hojas pardas de los plátanos, la sima larga y mate de la plaza. Nick agitó una mano, pero pareció que ella no les había visto; o quizá los había visto pero dejaba vagar la mirada, como tendía a hacer, por el panorama imaginado del pasado o el futuro. Nick se fijó en su austero vestido de lana, en el sencillo collar de perlas. Para él era una criatura de interior, de inimaginables mañanas de exilio y de tardes comedidas; su gesto de sujetar el visillo blanco era como la despedida de un médium a través del cual no se suponía totalmente que ella viese o fuese vista.

—¿Cómo estás de dinero? —dijo Wani.

—Estoy bien, cariño. —Nick se volvió y le sonrió, con la traviesa ternura de un año antes—. Tu regalito inicial no ha parado de crecer, ya sabes.

Deslizó la mano discretamente dentro de la de Wani, que descansaba sobre el muslo. Unos segundos después, Wani retiró la mano para sacar su pañuelo. Toda aquella semana, desde su regreso de París, había habido una pregunta en el aire que sólo el orgullo había impedido que se formulase: no requería palabras, sino algún gesto valiente y enternecedor. En cambio, dijo:

—Deberías marcharte de casa de los Fedden. Busca un sitio para ti solo.

—Sí, es una chaladura —dijo Nick—. Pero vamos tirando… No sé muy bien si se las apañarían sin mí.

—Nunca se sabe… —dijo Wani. Volvió la cabeza y miró a la acera, los feos tiestos de cemento en los jardines de la plaza, un marco de bicicleta encadenado a los barrotes—. Estaba pensando que podría dejarte el edificio de Clerkenwell.

—Oh…

Nick le miró y después miró a otro lado, casi enfurecido de conmoción y reproche.

—Claro que no me refiero a que vivas allí.

—Pues no, no se trata de eso…

—Supongo que es un poco raro dejarte algo que no está acabado.

Nick respiró un par de veces y dijo:

—No hablemos de dejar cosas. —Y continuó, con una delicadeza atroz—: De todos modos, estará acabado para entonces.

Era imposible decir lo adecuado. Wani le sonrió con frialdad un segundo. Hasta entonces sólo había tenido la historia de que Wani estaba enfermo; se había guardado la noticia y causado el sombrío pero emocionante efecto de decir, una o dos veces: «Me temo que se está muriendo» o «Estuvo a punto de morir». Había sido su propio drama, en el que sentía, además de horror y compasión, el porrazo de una especie de engreimiento. Sentado ahora a su lado en el coche, mientras Wani le ofrecía edificios, Nick se sintió humilde y —para su propia sorpresa— furioso.

—Bueno, ya veremos —dijo Wani—. O sea, estoy dando por supuesto que te gustaría.

—Me cuesta pensar en eso —dijo Nick.

—Tengo que dejarlo arreglado, Nick. Veo a los abogados el viernes.

—¿Qué voy a hacer con el edificio Clerkenwell? —dijo Nick, con tono desabrido.

—Ser el dueño —dijo Wani—. Tendrá cerca de treinta y tres mil metros cuadrados de espacio para oficinas. Contratas a alguien que te lo gestione y vives de los alquileres el resto de tu vida.

Nick no preguntó cómo se suponía que iba a buscar un gestor. Posiblemente Sam Zeman le ayudaría a encontrarlo. La expresión «el resto de tu vida» había sido automática, casi ingrávida, un futuro que Wani no iba a tomarse la molestia de imaginar. A Nick se le hizo muy extraño ver el porvenir vinculado a un inmueble de oficinas cerca de Smithfield Market. Wani sabía que él aborrecía el diseño del edificio; había una aguda burla en el obsequio, hasta una especie de lección.

—¿Qué vas a hacer con respecto a Martine? —dijo Nick.

—Oh, lo mismo que ahora. Seguirá cobrando su asignación, por lo menos hasta que se case. Entonces cobrará una suma única.

—Oh… —Nick asintió débilmente ante la sensatez del proyecto, pero después tuvo que decir—: No sabía que le pasabas una asignación.

Wani le dirigió la sonrisa que en otro tiempo había sido de una astucia grandiosa, pero en la que ahora había algo malvado.

—Bueno, yo no —dijo—. Supuse que lo intuirías. Siempre se la ha pagado mamá. O la ha mantenido, más bien.

—Ya… —dijo Nick, al cabo de un momento, pensando en lo poco que Wani le había enseñado de las costumbres libanesas. Parecía buscar la discreta transacción en el espejo ladeado de encima de la chimenea. Volvió a mirar a la casa, pero la madre de Wani había cerrado la cortina y reinaba una quietud absoluta: la puerta negra de la fachada, las ventanas con visillos, la propiedad que brillaba como una cáscara de huevo—. Qué arreglo más encantador, mantener a la novia de tu hijo.

—Por el amor de Dios —murmuró Wani, mirando a otro lado—. Nunca ha sido mi novia.

—No, por supuesto, ya veo… —dijo Nick, y se ruborizó y se apresuró a encubrir su necedad, además de sentir un absurdo alivio.

—Claro está que no debes decírselo a mi padre. Es su última ilusión.

Nick se figuró que no vería mucho a Bertrand durante «el resto de su vida». El pequeño esteta sentía ya la prohibición de aquella cerrada puerta negra: que se abrió cuando la miraba y en la que aparecieron Monique y la vieja sirvienta, vestida de negro, preparadas pero sin avanzar.

—Te están esperando —dijo Nick en voz baja.

Wani las miró y a punto estuvo de cerrar los ojos, con un cómico desdén. Allí estaban todos sus antiguos hábitos, y el aleteo de las pestañas recreó ocasiones del pasado en que Nick se había regodeado en su egoísmo. Extendió la mano en el asiento en busca del bastón.

—¿Cómo vas a volver?

—Creo que caminando —dijo Nick, maquinalmente en forma—. Me vendría bien un poco de ejercicio.

Wani bajó la manija y la puerta se abrió con un chasquido a la fría tarde azul.

—Sabes que te quiero muchísimo, ¿verdad? —dijo Nick, sin intención de decirlo en el segundo anterior a haberlo dicho, pero movido, en cuanto lo dijo, a sentir que aún podría ser cierto. Parecía una forma de reparar su descortesía respecto al testamento de Wani, de mostrar que buscaba a tientas una sensación de equilibrio. Wani resopló, miró a su madre en la acera de enfrente, pero no repitió las palabras de Nick. Nunca le había dicho que le amaba. Pero a Nick le pareció posible que le amase sin decirlo. Dijo:

—Por cierto, debo advertirte de que Gerald parece estar en apuros.

—¿Ah, sí? —dijo Nick.

—No sé exactamente qué ha ocurrido, pero tiene algo que ver con la compra de Fedray del año pasado. Un asunto de contabilidad creativa.

—¿En serio? Supongo que te refieres a lo de Maurice Tipper.

—Creo que puedes tener casi la certeza de que Maurice se ha cubierto las espaldas. Y es probable que Gerald salga bien parado. Pero puede que haya jaleo.

—Vaya… —Nick pensó antes que nada en Rachel y después en Catherine, que en las últimas semanas se encontraba en un estado de agitación desatada—. ¿Cómo te has enterado?

—Me llamó Sam Zeman.

—Claro —dijo Nick, ligeramente celoso—. Tengo que llamarlo.

Se apearon y Nick cruzó la calle despacio; le costaba adaptarse al ritmo de Wani. Besó a Monique y le explicó que Wani había vomitado la comida; ella asintió, frunció los labios y tragó saliva, con un curioso reflejo mimético. Se mostraba digna y distante, pero en cuanto tocó la parte superior del brazo de su hijo, le iluminó la cara el poder sobre él que había perdido desde hacía mucho tiempo, el consuelo animal de que se le permitiera amarle y protegerle, incluso contra una adversidad tan irremediable. Wani, por su parte, con sendas mujeres a cada lado, pareció entregarse a su cuidado; la vigorizante maldad social de las dos horas anteriores le abandonó en el umbral. Olvidaron los modales y la puerta se cerró sin que nadie le dijera adiós a Nick.