Cuando volvió a Kensington Park Gardens no le dijo de inmediato lo de Leo a Catherine. Pensaba que la noticia le imprimía a él un brillo y que era a la vez el pálido portador del luto y el mensajero sobrenatural. Descubrió que alargaba sus miradas y suspiros naturales para dar pie a una pregunta. Pero al cabo de diez minutos aceptó que ella no se había dado cuenta. Estaba desplomada en una butaca, toda rodeada de periódicos y con vasos de agua y tazas de té medio vacíos en la mesa de al lado. La miró desde detrás y ella parecía tan pequeña y pasiva como una niña enferma. Alzó la vista y dijo, afanándose en adoptar un tono vivaz:
—Oh, Nick, después del noticiario hay un Especial elecciones.
Lo dijo como si le hubiera costado un gran esfuerzo averiguarlo, como si aquello fuera en sí una buena noticia.
—De acuerdo, querida —dijo Nick—. Estupendo, lo veremos.
Miró alrededor de la habitación, buscando el precedente, el protocolo de sus congojas respectivas.
—Esto… ¡sí…, de acuerdo!
No le pareció bien asaltarla con la noticia de una muerte. Pensó que, como todas ellas, la nueva poseía su propio empuje y de alguna manera se tornaría rancia e indecible si se dejaba sin notificar demasiado tiempo.
Subió a su dormitorio con un ligero encorvamiento mental causado por el peso del estado de Catherine. Era arduo vivir con una persona tan desvalida y negativa, y mucho peor si la habías conocido crítica y divertida. Bueno, algunas veces quizá lograba que tus problemas pareciesen livianos; otras, los amplificaba, mediante una melancolía comprensiva y turbadora. Había pedido prestado a Rachel un libro del doctor Edelman, el médico que trataba a Catherine, Un sendero de montaña: reacciones clínicas a la depresión maníaca. Había despotricado contra el estilo del doctor y corregido su gramática para protegerse de un temor supersticioso que el libro le despertaba: el de encontrar los síntomas en sí mismo, ahora que sabía cuáles eran. Desde luego le parecía hallarlos en todas las personas más volubles, más irascibles y más extrañamente letárgicas que conocía.
El libro contenía datos valiosos, pero sembró en Nick una incertidumbre imaginativa respecto a dónde estaba Catherine cuando él la miraba y hablaba con ella: no en el lugar negro y reluciente de sus antiguas depresiones, sino en algún otro paraje indeterminado, supervisado por la nueva y fuerte dosis de litio del doctor Edelman. Ella carecía de la energía y la motivación para describirlo. Dijo que no podía concentrarse en un libro, ni siquiera en un artículo. A veces se comportaba con aquel rápido descaro suyo, pero era un reflejo: ella misma lo observaba con desconcierto y una especie de ansia. La mayor parte del tiempo se quedaba sentada y aguardaba, pero sin el color de una sola expectativa. Nick se vio hablando con una atroz vehemencia, como a un anciano sordo; y era tanto más atroz porque ella no le pareció condescendiente.
Aquella noche hubo diversas llamadas telefónicas. Llamó la madre de Nick y habló emocionada de las elecciones, a las que se aferraba como a una ocasión de compartir la vida de Nick en Londres. Él estuvo frío y serio con ella, y vio que, como otras tantas veces, casi le reprochaba que no supiese la cosa importante que era incapaz de decirle. Nunca había oído hablar de Leo, y pensó que si intentaba hacerlo se crearía entre ambos un estado de mutuo rencor por aquel hecho. Ella le contó la actuación de Gerald en la radio local, como si Nick necesitase oír alabanzas de Gerald.
—Ha dicho que no queremos esos talleres lesbianos —dijo ella, no sin percatarse de su propia valentía al emplear la palabra. Después el propio Gerald se puso en la otra línea y ella colgó como si la hubieran pillado.
—¿Todo bien? —dijo Gerald, con displicencia, sin duda deseoso de hablar de él mismo. Era la larga espera vespertina de los resultados, cuando más a prueba estaba su confianza, y buscaba comprensión casi como si hubiese perdido.
—¿Cómo ha ido el discurso? —preguntó Nick.
—Como la seda —dijo Gerald—. No puedo decir lo mismo del hotel… ¿qué? Dios, estos hoteles de provincias.
Nick sintió un apremio punitivo de hacer que Gerald escuchase su problema, pues había conocido a Leo y se había puesto cautamente de su parte; pero sabía que no le prestaría atención porque era el mal momento, la mala semana y, en verdad, la muerte intempestiva.
Elena había preparado canelones que Nick y Catherine comieron en la cocina, debajo de la galería familiar de fotos y dibujos; ahora se extendía por encima de la puerta de la despensa y caía por el otro lado, donde la caricatura que Marc había hecho de Gerald ocupaba el lugar de honor. Gerald aún no había recibido el galardón de una marioneta en Su vivo retrato por el parecido, pero era una de las principales esperanzas para el nuevo Parlamento. Catherine tenía la mirada clavada en la comida mientras la engullía, como quien realiza una tarea sin sentido a modo de castigo, y Nick la comparó con la Catherine ansiosa de seis años que sólo tenía la mitad de las paletas en la boca, y una sonrisa de emoción tan intensa que casi resultaba dolorosa; y con un artículo de Harper de diez años antes, donde unos hijos de ricos servían de modelo para trajes de noche y guantes blancos le tapaban sus primeras cicatrices en los brazos. Con todo, en realidad era la pared de Gerald, y su mujer y sus hijos aparecían como apéndices decorativos de la vida del héroe, que se desarrollaba en una secuencia de apretones de mano con los famosos. El de Gorbachov era el último trofeo, no un apretón de manos sino una breve conversación en la que el dirigente soviético traslucía su tedio de oír juegos de palabras explicados por un intérprete. Nick dijo:
—¿No te acuerdas de cuándo te sacaron esa foto?
—No. Sólo recuerdo la foto —dijo Catherine. Miró por encima del hombro con un gesto de disculpa. Fue como si todas las fotos fueran a caerle en tropel alrededor de las orejas. Nick dijo:
—Mi madre dice que hay una caricatura de Gerald en el Northants Standard; la va a mandar por si queremos incluirla.
—Oh… —dijo Catherine. Le miró con serenidad—. No entiendo de caricaturas.
—Te encantan las sátiras, querida, sobre todo las que se refieren a Gerald.
—Sí. Pero imagínate que la gente tuviera ese aspecto. Hidrocéfalo, es la palabra. Dientes monstruosos de Gerald…
Y le tembló la mano. Pareció sobresaltada al recordar estas palabras.
Después subieron al salón y Nick, de improviso también tembloroso, se escanció un copioso scotch. Se sentaron juntos en el sofá, en el intenso pero desinhibido silencio que ella generaba. Nick rememoró el día en que Leo había entrado en aquella habitación y le había sorprendido, emocionado y hasta puesto algo nervioso cuando tocó Mozart al piano. Los dos tomaron entonces un vaso de whisky, la única vez en que vio beber a Leo. Recobró la hermosa crudeza de aquel tiempo, la vida del instinto que se abría ante él, el placer de las calles y del propio Londres que se desplegaba en el frío del otoño; todo hormigueaba de novedad y riesgo, fulgor de escarcha y brillo del calor corporal, la conmoción de encontrar y estrechar lo que quería entre millones de desconocidos. La sensación de escandalosa originalidad que le causaba hacer el amor con un hombre se había ido apagando semana tras semana hasta convertirse en el triunfo ordinario de un idilio. Vio a Leo cruzando el salón, una escena que brillaba y menguaba, como observada en un espejo convexo. Era la noche en que se había adentrado con cautela y muchas miradas irónicas en la fantasía de posesión más profunda de Nick: tener a su amante en casa, y poseía ambas cosas en virtud del gusto y del deseo.
Había escampado y el cielo se aclaró un poco a medida que la tarde iba cayendo. Una pálida luz neutra se esparció a lo largo de las ventanas fronteras, pareció que buscaba, fracasaba en su búsqueda y lo intentaba de nuevo. Nick formuló la frase:
—He recibido una noticia tristísima hoy, me han dicho que Leo ha muerto, ¿te acuerdas…?
Pero la frase permaneció cerrada dentro de su cabeza, como una confesión penosa.
Escuchó los trinos de los pájaros en los jardines, con un oído más analítico que de costumbre para las notas de advertencia, de protesta y sumisión embarullada. La larga luz neutra se tornó más tierna y ardiente al tocar los mangos dorados de los morillos de la chimenea y las lianas de mármol blanco de la campana. Luego alcanzó las patas giradas de una vieja silla de madera y les prestó el brillo de una nueva e insospechada presencia, como de personitas, de personas semejantes a bolos, con barrigas y collares y sombreros de Punchinello, reluciendo feroces y estoicos con su verdad única: que durarían más siglos que los jóvenes que los estaban mirando.
En el noticiario de las nueve hablaron ya de una aplastante victoria tory. Nick se tomó otro whisky enorme y sintió que un alivio familiar empezaba a suavizar los rebordes aciagos del día. Pensó que estaba perdiendo la consideración que merecía la pérdida; la indulgencia, como un triste premio especial, que se les concedía a los alumnos cuando llegaba la noticia al colegio. Incluso ponderó por un momento la conveniencia de meterse una raya, pero supo que no quería la extemporánea exaltación de la coca. La bebida mostraba más respeto por la noche y parecía dispuesta a mediar durante tres o cuatro horas entre las exigencias de la pena y los asuntos corrientes.
Las elecciones se desarrollaron con su propio tempo insatisfactorio. Los expertos pasaron siglos en los platos, aguardando los resultados para procesarlos y analizarlos. El tedio de las cuatro largas semanas de campaña alcanzó su expresión más pura en las tentativas que hacían de resumir y predecir. Ensayaron diversas máximas y tradiciones antiguas, con un efecto consolador de pantomima. Salieron reporteros apostados en una docena de ayuntamientos, sin nada aún de lo que informar. A sus pies, desenfocados, los que hacían el recuento en sus largas mesas se apresuraban para terminarlo, y así pareció que otro juego florecía a la espalda de la contienda principal. Más tarde iban a emitir la declaración de Barwick, y durante cinco segundos Nick vio la sala del cabildo en el Market Hall y las figuras no del todo conocidas que trabajaban allí; luego pasaron un clip que mostraba a los principales candidatos en campaña. El estilo de Gerald era de una confianza escueta, atravesaba la plaza a zancadas, lanzando miradas de «Buenos días», como un jefe que entra en una oficina, y sin escuchar nada de lo que estaban hablando. Por el contrario, la inexperta mujer de la Alianza se enzarzó en un debate bienintencionado con Tracey Weeks, y tardó en comprender, y ante la cámara fue reacia a reconocerlo, que a Tracey le faltaba un tornillo. Era triste que la pobre Tracey representase ante el país al electorado de Barwick; Nick se distanció de su ciudad natal con una risa precavida, aunque tenía curiosidad de verla en la tele. Barwick despedía un sereno aire provinciano, sorprendida pero no abrumada de que el mundo exterior hubiese reparado en ella. No era exactamente la localidad que Nick conocía.
Más tarde, estaba abajo cuando Catherine le gritó: «¡Sale Polly!», y él volvió corriendo y se apoyó en el respaldo del sofá: el funcionario responsable del escrutinio ya estaba hablando. Polly Tompkins se presentaba por Pershore, de tradición tory pero con un fuerte voto socialdemócrata en 1983: no tenía asegurado el escaño, y Gerald, que admiraba a Polly, advirtió de que su edad podría influir en su contra. Nick había leído un artículo sobre los candidatos jóvenes: de los ciento cincuenta, más o menos, por debajo de los treinta años, las expectativas eran que media docena escasa serían elegidos. De pie en el centro del escenario, gordo y sofocado dentro de un traje cruzado, Polly podría haber tenido cuarenta y cinco; parecía camuflado con su futuro de elegido. Nick dudó de si quería que ganase o no. Era un espectáculo, y lo contemplaba con una crueldad tranquila, como si fuera un combate de boxeo. Le gustaría ver cómo lo tumbaban. Nick supuso que los candidatos debían conocer ya el resultado, puesto que habían asistido al recuento; pero quizá no, si era muy reñido. Polly miraba hacia el desafío de los focos, los invisibles millones de espectadores que de repente dirigían la mirada hacia él. Se anunció el minúsculo voto laborista y Polly emitió un desalmado mohín conmiserativo. A continuación pronunciaron su nombre, «Tompkins, Paul Frederick Gervase» —(«conservador», en murmurado paréntesis)—, «diecisiete mil doscientos treinta y ocho votos»: la palabra votos resonó sobre un rugido de victoria tan veloz que el propio Polly no pareció haberlo articulado; hubo un momento de inexpresión en su cara y después se le vio ceder al bramido, sonreír como un chico y levantar los puños en el aire… estaba monstruoso, Catherine dijo: «Dios…» con su tono más insulso, pero Nick sintió que la sonrisa se le volvía nostálgica, con un placer inesperado, cuando el funcionario luchó contra el ruido: «Y en consecuencia proclamo al dicho Paul Frederick Gervase Tompkins legítimamente elegido…». «Paul Tompkins», dijo el reportero, con energía, mostrando con su tono ecuánime que había conocido a Polly cuando era la loca de pesadilla del Worcester MCR, «de sólo veintiocho años de edad…», mientras Polly, al estrecharlas, trituraba las manos de los perdedores, y luego retrocedió, miró alrededor con una especie de confusión taimada, aprovechando la indulgencia del público, su primer baño de popularidad y estiró un brazo para pedir a una mujer que se acercase desde el fondo del escenario. Ella se le puso al lado, se acurrucó contra él y enlazaron los dedos, y él levantó en el aire los brazos de ambos. «Una gran noche también para la mujer de Paul Tompkins», dijo el comentarista, «casado sólo hace un mes con Morgan Stevens, una de las lumbreras de la oficina central de los conservadores; sé que ha trabajado sin descanso entre bastidores en esta campaña…». Polly continuó agitando los puños, patosamente trabados con unos gemelos, por encima de las cabezas, y la solapa chocaba contra sus carrillos y algo que no podía ocultar en su cara, algo más profundo que el desprecio, la locura de la confianza en uno mismo. Ya había llegado el momento de tomar la palabra, pero ordeñaba las ovaciones groseramente; parecía un poco payaso. Se adelantó, sin aflojar la suave presión sobre la mano de Morgan y luego dio un paso atrás y la besó, no al estilo de una boda, sino como quien besa a una tía carnal. Apenas había empezado a hablar cuando de golpe la pantalla regresó al estudio.
—¿Morgan es una mujer de verdad? —dijo Catherine.
—Una excelente pregunta —dijo Nick—: pero creo que sí.
—Tiene nombre de hombre.
—Bueno, había una bruja famosa que se llamaba Morgan Le Fay.
—¿Sí?
—De todas formas, se ha casado con un hombre que se llama Polly, así que todo está bien.
Ahora anunciaban los resultados tan rápido que era difícil seguir los nombres individuales. La noticia de una victoria aplastante cobró forma en diagramas vertiginosos.
—Creo que la última vez también arrollaron —dijo Catherine—. Salió aquel libro al respecto.
—Sí, arrollaron —dijo Nick.
Ella miró a la pantalla, donde el famoso oscilómetro[17] estaba prácticamente parado.
—Pero no ha habido cambios —dijo ella—. Quiero decir que los laboristas tienen dos escaños más. Eso no es una victoria aplastante.
—Ah, entiendo —dijo Nick.
—Quiero decir que una victoria así es un desastre, lo cambia todo.
—Así que pensabas… —Nick creyó ver que Catherine, a su manera distraída pero literal, se había convencido de que había sido un triunfo arrasador laborista—. Es una metáfora muerta, querida. Sólo significa una victoria rotunda[18].
—Oh, Dios —dijo Catherine, casi al borde de las lágrimas.
—O sea, la tierra se derrumbó una vez, como todos sabemos. Y da la fuerte impresión de que va a quedarse como está.
Barwick apareció media hora después. Hubo un zumbido en el estudio, como si supieran que estaba a punto de ocurrir algo. Nick y Catherine se inclinaron hacia delante en el sofá. «Bienvenidos a Barwick», dijo el joven reportero barbudo: «Estamos en el espléndido Market Hall edificado por Sir Christopher Wren». («No, no es cierto», dijo Nick). «Esperamos una declaración dentro de un minuto. Barwick, por supuesto, lo retiene Gerald Fedden desde las últimas elecciones —secretario del Ministerio del Interior—, un disidente relativo, pero que podría aspirar a un puesto en el gabinete del próximo gobierno; obtuvo una mayoría de más de ocho mil votos en 1983, pero se espera que la Alianza haya conseguido un gran aumento aquí: Muriel Day, una popular figura local…». La cámara encontró a los dos rivales, ambos dialogando con su gente, Gerald bromeando como si no pasara nada y Muriel Day ensayando ya la sonrisa de quien sabe perder. El candidato laborista, quizá haciéndose falsas ilusiones sobre el resultado, pronunciaba un discurso de tres páginas.
Nick se derrumbó riéndose en el sofá, para quitar hierro al asunto. Mirando a la pantalla se sentía torpemente responsable, como si el lugar de donde viniera, la misma habitación que de colegial había medido y dibujado, estuviera a punto de emitir un veredicto sobre la otra en la que se encontraba entonces. Era engorroso, pero no podía hacer nada. Observó cómo el suceso se aclaraba enseguida, la actividad abstraída terminaba, la gente acometía otras tareas, los funcionarios mantenían una breve conferencia, y del ajetreo del día, cajas de metal y mesas alquiladas, puro proceso sin poesía, surgía una especie de teatro, tan denso de precedentes que parecía instintivo.
El viejo Arthur State estaba diciendo, con suma lentitud: «Yo, Arthur Henry State, en mi calidad de funcionario responsable del escrutinio en la jurisdicción parlamentaria de Barwick, en el condado de Northamptonshire…», y sin duda alargaba su texto con diversas y pintorescas oraciones heráldicas, mientras Catherine observaba a su padre en el podio, detrás del orador. Nick la miró de perfil. Tenía un aire exhausto, como si mirase a un objeto que constante pero inexplicablemente le obstruyera el paso; pero con una mueca de emoción también: era importante, aunque aquella noche había otros poderes en juego. Podía suceder algo. El candidato laborista se llamaba Brown y por lo tanto salió el primero: había obtenido ocho mil trescientos veintiún votos («Es más que los tres mil de la última campaña») y fue vitoreado de un modo desafiante. Le siguió Muriel Day, y ella también había recibido muchos más votos que su antecesor, dos mil quinientos más: once mil quinientos siete. Recibió los aplausos con una sonrisa de gratitud pero distraída, casi silenciando a sus partidarios para que oyeran el resto del resultado, pues Arthur siempre aguardaba a que se hiciera un silencio absoluto y volvía al principio de cualquier frase en la que fuera interrumpido. Era un personaje serio, y Gerald tenía una expresión que Nick conocía bien, la de una sonrisa condescendiente y tonta que ocultaba un proceso de aritmética mental. El suspense lo agravó la figura imposible de pasar por alto pero en cierto modo olvidada de Ethelred Egg («El monstruoso Partido Loco de Atar»), que sólo había logrado treinta y un votos pero parecía contar con un montón de seguidores. Le echó arrestos a la derrota y agitó su chistera verde e hizo cabriolas con su ropa de payaso. Era inevitable ver un ligero parentesco entre él y Gerald, cuyo cuello blanco y corbata rosa estaban medio tapados por una gran escarapela azul con largas lengüetas o cintas debajo y el pañuelo de bolsillo forcejeando encima. «Oh, pierde, pierde…», murmuró Catherine. «Fedden», dijo Arthur State, «Gerald John» («Conservador…»), y como hubo el graznido de un claxon lo repitió, la extraña y momentánea revelación igualitaria del segundo nombre de pila citado, «once mil ochocientos noventa y tres», con lo cual Gerald sonrió y se ruborizó por un segundo y quizá pensó que al fin y al cabo había perdido. La ovación que siguió fue un sonido curioso, ya que contenía un fuerte «Guooo…» ante la suerte de un hombre que acababa de conseguir algo.
Nick se llenó el vaso y salió al balcón. Le repuso el frío sorprendente que hacía fuera. La apretada victoria de Gerald en las urnas era un drama y un incordio, y sería difícil encontrar qué decirle cuando volviera a casa. La enhorabuena podría sonar sarcástica o impropiamente risueña, incluso para Gerald. De todos modos había ganado y todo podía seguir como estaba previsto. Su sonrisa radiante flotó durante un rato contra los árboles oscuros y después se apagó, tan perecedera como todas las noticias. Poco a poco los árboles cobraron forma y detalle a la luz de las casas y del débil reflejo de las nubes nocturnas. Nick amaba los jardines; cuando paseaba entre ellos y la casa, a través de la verja privada, pareció que elevaba la vista por su buena suerte, en los altos plátanos a un lado y el acantilado de estuco blanco al otro. Sería agradable salir allí ahora, pero llovía mucho y hacía frío. No había que tener miedo, en lontananza se divisaban maravillosas extensiones de verano.
Rememoró que había llevado a Leo allí, en un manojo de nervios y de sombras, la noche en que por fin se habían conocido; y también a bastantes otros hombres, hacía dos veranos, al camino de arena que había detrás del cobertizo del jardinero: había sido una treta suya, que ejecutaba con aplomo y cuyo encanto y peligro disminuyeron un poco. Había en ella algo básico y asocial, no ofrecerles una bebida ni una ducha: así estaba bien. Y quizá había sido un homenaje secreto a Leo, un recuerdo honrado y rozado en cada encuentro desenfadado. Leo nunca supo cuánto le había imaginado Nick antes de conocerle; ni cómo el primer beso, el primer contacto corporal habían estremecido a un chico que hasta entonces los había vivido todos mentalmente. Leo no era imaginativo: eso formaba parte de su encanto y su belleza. Pero poseía una especie de genio, por lo que a Nick respectaba. Aquella gran marca roja en la carta que le había escrito catapultó a Nick a la vida.
Hizo girar el whisky dentro del vaso y tiritó. Reinaba un talante de homenaje y perdón: ¿cómo envidiar a los muertos? Y había otra cosa, una necesidad de perdonarse, aunque ahuyentó el pensamiento. Cuando Rosemary le había preguntado por la última vez en que había visto a su hermano, él había parpadeado al recordar la lúgubre pequeña imagen de una despedida en Oxford Street. La espesa y ciega multitud, que en su bullicio podía ocultar toda clase de intimidades, aquella vez las había impedido. Leo se alejó en su bicicleta, se saltó el semáforo en rojo y dobló la esquina sin mirar atrás. De hecho, la gente escondía lo que Nick rememoraba: la última de varias despedidas infelices no señalada por indicio alguno como la definitiva. En las semanas siguientes tuvo que recrear aquella secuencia rutinaria de actos y clarificarlos a la luz de lo que habían deparado. En aquel momento no era nada más que una huida en el tráfico.
Pero después, mucho más recientemente, haría tres o cuatro meses, una noche lluviosa de finales de febrero, algo más había acontecido en lo que no pensó del todo aquella mañana. Wani debía de estar ya en París y Nick había ido al Shaftesbury en un apremio súbito de ligar, el ardor en el pecho y el dolor en los muslos. Entró en el pequeño bar del fondo, con su calefacción de gas y una atmósfera no combatiente, donde te servían más rápido. Se fijó en un par de amigos en su primera campaña semisociable entre la gente y, mientras aguardaba a que le sirvieran, observó al negrito con un sombrero de lana que, de espaldas a él, hablaba con un hombre blanco de mediana edad. Vio cómo los vaqueros sin cinturón se separaban de la cintura para dar un atisbo del calzoncillo azul, y tuvo un recuerdo agudo e inesperado de Leo, la doble curvatura al final de la espalda y el culo musculoso. Había tristeza en el parecido, pero la imagen permaneció callada: poseía más el calor de una bendición que el escalofrío de una pérdida. A Nick le complació comprobarlo. El pub era un potencial completo: miró por encima del mostrador el bar principal, que hormigueaba de pavoneos sexy. Aquel muchachito era demasiado delgado, en realidad, para excitarle, y demasiado raro: tenía una barba tan tupida que la veías desde detrás, el negro tocaba a lo gris detrás de las orejas. Con todo, Nick miró al fulano con el que estaba hablando y cruzó la mirada con él un segundo, con una ínfima sonrisa de connivencia. Después, en lugar de pedir la conveniente pinta de costumbre, pidió un ron con Coca-Cola.
Se alejó con la copa, habló con un conocido, comprobó su aspecto en uno de los muchos espejos del pub y vio al negro de perfil, que se volvió brevemente, sin darse cuenta, hasta mostrar la cara entera, y luego se giró de nuevo para contestar a su amigo. Incluso entonces, la idea nostálgica de que se parecía a Leo detuvo por unos segundos el reconocimiento de que era Leo. La barba que encanecía ocultaba sus rasgos demacrados, y llevaba el sombrero calado hasta las cejas. Aun después de que Nick descartase la posibilidad y mirase a otra parte, por si el hombre topaba con su mirada en el espejo y respondía con una percatación sobresaltada, y volvió a mirar, ya consolidado en la falacia de que no lo había reconocido. Se abrió camino hasta la otra sala. Había una fiesta de chicos franceses y un hombre que le había gustado en el Y y todo el bar era un tremebundo barullo colectivo, y avanzó por el medio con una sonrisa educada, como quien llega tarde y sobrio a una fiesta loca. El corazón le dio un vuelco y el ardor expectante en el pecho se le había transformado en una sensación afín, un arrechucho de culpa y remordimiento. Era un simple reflejo, un instinto, lo que le había inducido a alejarse. Un minuto más tarde vio que era igual de fácil que le hubiese empujado hacia Leo; pero era un cobarde. Le tenía miedo; temía que le rechazara y albergaba muchas dudas sombrías sobre lo que le estaba sucediendo. Quizá debiera volver a comprobar si era Leo en verdad: de pronto le hizo feliz pensar que no podía haber sido. Al abrirse paso para irse, intuyó el vago fastidio de la gente que se apartaba para que pasara; pero se detuvo y entabló conversación, osada pero desatenta, con el hombre al que había conocido en Y. Sabía que tenía un azulejo tatuado en la nalga izquierda y le había visto con una erección perceptible en las duchas, pero estos bonitos recuerdos parecían cada vez más sin sentido. Apuró su copa con sorbos distraídos. Luego bajó a los urinarios y descubrió, cuando orinaba de costado en el canalón hediondo, que el hombre le había seguido; en consecuencia, se quedó un rato allí, en una tensa demora mientras entraban y salían otros hombres, hasta que él le hizo una señal hacia el retrete vacío. Nick dijo que era demasiado arriesgado, le disgustó casi lo que estaba ocurriendo, pero también sentía una tímida curiosidad y agradecimiento. El hombre dijo que vivía en el Soho, que podían ir a su casa, cinco minutos andando, y Nick accedió. Era una especie de escudo. De hecho fue un éxito rápido y brillante, una fantasía consumada, pero Nick no pudo disfrutarla.
—Salgamos por la puerta lateral —dijo el hombre, que también dijo su nombre, Joe.
—Oh, vale —dijo Nick. Cruzaron el bar trasero, Nick con la mano en el hombro ancho de Joe, alegremente pegado a su cuerpo, y lanzó una mirada inexpresiva por la sala en busca del personaje con el sombrero de lana —un perfecto desconocido para Joe—, que en otro tiempo había sido su amante.