Nick salió temprano a votar y se llevó a Catherine en el coche. Ella estaba despierta desde las seis para oír a Gerald en Good Morning, Britain. En el largo mes de la campaña electoral se había negado a ver la televisión, pero parecía incapaz de hacer otra cosa desde que Gerald y Rachel se habían ido juntos a Barwick.
—¿Cómo ha estado? —dijo Nick.
—Sólo ha salido un minuto. Ha dicho que los tories han reducido el paro.
—Eso es un poquito exagerado.
—Es como cuando Lady Tipper dice que los años ochenta son una década maravillosa para los trabajadores.
—Bueno, pronto terminará.
—¿Qué? Oh, la campaña; sí. —Catherine contempló la llovizna—. Los ochenta no van a durar siempre.
Dentro del largo túnel arbóreo de Holland Park Avenue, era como si el alba hubiera sido aplazada, aunque fuese pleno verano y horas después de la salida del sol. Era exactamente el clima desalentador que temían los políticos en campaña.
—Gerald tiene que recobrar su escaño, ¿no? —dijo Nick. En Kensington Park Gardens nadie había sido capaz de formular esta pregunta sencilla.
Pareció que Catherine alzaba la mirada hacia un consuelo imposible desde las profundidades de su melancolía.
—Sería realmente maravilloso que no lo hiciera.
En el centro electoral entregaron sus tarjetas y la mujer sonrió y se ruborizó cuando vio el apellido Fedden y las señas. Nick pensó que se tomaba excesivas confianzas. En 1983, Catherine había ensuciado su papeleta y esta vez prometió votar por el candidato antiyuppie, visionario y vegetariano. En el interior de la cabina de contrachapado, Nick giró entre sus dedos la gruesa contera hexagonal del lápiz. Votar le producía siempre una sensación acrecentada de irresponsabilidad. Estaban en el aula grande de una escuela primaria, con las paredes tapizadas de dibujos de niños y un alfabeto inhabitual de gran tamaño (N para niñera, K para kiwi). Era un día de fiesta inmerecida. Nick vislumbró por un momento las cien pequeñas normas y rutinas del centro y le invadió el deseo de hacer novillos. Además, lo que sucedía dentro de la cabina era un secreto eterno. El lápiz se cernió sobre el candidato laborista y el de la Alianza, y después trazó la cruz, con el ceño muy fruncido, en la casilla del candidato verde. Sabía que los conservadores iban a recuperar el poder.
Sin embargo, había dudas en determinados ámbitos, y se pensaba que los laboristas habían hecho una gran campaña. Nick también consideraba que sus anuncios de prensa eran más ocurrentes que los de los tories. «En Gran Bretaña, entre los pobres hay gente más pobre y entre los ricos hay…, bueno, más conservadores», era uno de los eslóganes que incluso habían hecho reír a Gerald. Este opinaba que hacer campaña era, a escala nacional, una actividad sobrevalorada, y fastidiosa, y hasta contraproducente, en los distritos electorales.
—Mira, lo mejor que yo podría haber hecho el once de mayo, cuando se convocaron las elecciones, habría sido largarme un mes de vacaciones a algún sitio —le dijo a Catherine—. Lo más probable de safari.
Se hartó de que Catherine dijera que eran unas «elecciones televisivas».
—No sé por qué te emperras en eso, Gata —dijo, mirándose en el espejo antes de una «ocasión de foto» para la prensa local—. Todas las elecciones son televisivas. Y es puñeteramente bueno que así sea. Significa que no tienes que ir a hablar con los votantes. De hecho, si intentas hablar con ellos se mueren de aburrimiento porque ya lo han oído todo en la tele.
—Hum, debe de ser por eso —dijo Catherine.
A Gerald le sorprendió que no le hubiesen pedido su presencia en más programas de radio importantes y conferencias de prensa televisadas en donde la propia Dama había conservado un predominio incansable. El momento estelar de Gerald había sido un Question Time[16] en la BBC 1, donde sustituyó en el último minuto al ministro del Interior indispuesto, pero donde en gran parte expuso sus opiniones personales. Hizo muchas chanzas aduladoras con Robin Day, al que conocía de la vida social, y esto irritó al portavoz de Defensa laborista, que libraba una batalla cuesta arriba sobre el desarme nuclear. Nick y Rachel vieron el programa en casa. Visto en la pantalla de la tele, en el salón de su propia casa, Gerald parecía otra persona, con las facciones engordadas y aguzadas por las luces del estudio. Jugaba enfurruñado con la pluma estilográfica mientras los demás tertulianos hablaban. El pañuelo del bolsillo del pecho se hinchaba hacia arriba como la llama de una antorcha. Abogó en favor de Europa, teniendo como tenía una casa en Francia donde veraneaba. Dijo que creía que había decenas de miles de trabajos disponibles si la gente se molestaba en buscarlos (gritos, que él paladeó, de «¡Qué vergüenza!»). Animadas groserías y un antagonismo pueril eran el objetivo del programa y asimismo su limitación. Rachel se rio un par de veces, con un desdén cariñoso. La mezcla especial de pereza y ambición que había en Gerald pareció cristalizar bajo la cámara en una fatuidad brutal. Alguien del público que se parecía a Cecil, el provocador de Barwick, le acusó de ser demasiado rico para preocuparse de la gente normal; y mientras Gerald deploraba de plano esta afirmación, se vio cómo se hundía y se aposentaba en sus facciones coloradas como una especie de aclamación.
Cuando llegó el momento de hacer campaña en Barwick, Gerald pensó que había menos necesidad que nunca de tomarse la molestia. Despreciaba los sondeos. Todos los escaños de Northamptonshire eran baluartes tories, incluso Corby, con sus acerías cerradas.
—Hasta los parados saben que están mejor con nosotros —dijo Gerald—. De todos modos, ahora tienen un ordenador ahí arriba, y si descubren cómo funciona podrán localizar a todos los indecisos chungos y bombardearlos con material.
—¿Qué material? —quiso saber Catherine.
—¡Pues fotos de mí! —dijo Gerald. Nick se preguntó si aquel tono caballeresco sería una forma de prepararse para la posible derrota. En la última semana había una cosa llamada «el jueves tambaleante», en que todo el mundo en la oficina central sucumbía al pánico. Las encuestas indicaban que los laboristas tomaban la delantera. Toby comentó que su padre parecía muy despreocupado.
—Uno debe limitarse a cultivar —contestó Gerald— la cualidad que Mitterrand ha atribuido a la primera ministra, y que considera que es la suprema virtud política.
—Ah, sí, ¿cuál es? —dijo Toby.
—La indiferencia —dijo Gerald, de un modo casi inaudible.
—Bien… —dijo Toby; y luego, con una insistencia algo taimada—: Pero yo creía que ella estaba escalando la pared.
—Escalar la pared, qué disparate.
—Es como el juego del adverbio —dijo Catherine—. «Tarea: escalar la pared. Método: indiferente».
Al oír esto, Gerald se fue, con una sonrisa de conmiseración, a dictar su diario.
En el despacho, Nick examinó el correo y dictó un par de cartas a Melanie. En ausencia de Wani se había aficionado a dictar y había descubierto que podía improvisar frases largas y flexibles, llenas de sugerencias y de impacto sintáctico, de un modo parecido a como el Henry James anciano había creado sus novelas más difíciles dictando a una mecanógrafa mientras deambulaba. Melanie, que estaba acostumbrada a los memorándum enjutos de Wani, y hasta a componer con sus propias palabras la esencia de una carta, sacaba la lengua, de pura concentración, mientras anotaba las oraciones anticuadas de Nick y los desconcertantes puntos y comas. Aquel día estaba contestando a un par de locas norteamericanas ricas, que tenían una productora cinematográfica quizá tan extravagante y nominal como Ojiva, y que mostraban interés por el proyecto de Los despojos de Poynton, aunque con ciertas reservas sobre el argumento. Pensaban que le hacía falta una inyección de sexo: besuqueos y acción, como había expresado Lord Ouradi. Las locas, por su parte, parecían más bien actores porno porque se llamaban Treat Rush y Brad Craft. «Queridos Treat y Brad», empezó Nick: «Hemos leído con no poco interés vuestra última propuesta, coma, con su, coma, para nosotros, coma, tan abiertísima, abrir paréntesis, en efecto, coma, tan sorprendente, coma, visión nueva de la, abrir comillas, vida sexual, cerrar comillas, de, L mayúscula en cursiva, Los despojos, punto y coma…».
Una pequeña conmoción en la puerta, Simon que levanta la vista y que va a abrir, Melanie que deja el bloc. Una chica negra, de pelo muy corto, como un chico con mucha pechuga y una mujer blanca y delgada que la acompaña… Por lo general, era alguien que se equivocaba de puerta, o bien chicos del mercado que traficaban con walkmans o cedés baratos. No mucha gente, triste es decirlo, llamaba adrede a la oficina de Ojiva. Melanie volvió.
—Oh, Nick, quiere verte, esto, una tal Rosemary Charles. Lo siento…
Melanie se movía con su propio esnobismo, en parte disculpa, en parte reproche; se interpuso en el camino, cuadrando los hombros, con sus tacones altos, y Nick tuvo que recostarse en la silla para mirar por detrás de ella, atravesando toda la longitud del despacho, y las dos palabras «Rosemary Charles», que se mecían en el aire, con un significado ingrávido, durante unos segundos extraños cobraron su propia oscuridad y peso. Se levantó y fue al encuentro de Rosemary y la otra mujer, que parecía estar allí como un testigo de la confusión de Nick. Fue un vértigo momentáneo, una retirada cortada. Les dirigió una sonrisa que era de bienvenida y mostró la debida atención nada frívola a la visita, y bueno… creía saber, más o menos, para qué iban a verle. Sintió que la culpa asomaba en su simulación de que lo ignoraba. Tomó la mano de Rosemary y la miró con un placer y una curiosidad permisibles; ella se presentaba aún clara ante él al cabo de cuatro años, cuando era bonita y suave y esponjosa y tenía una mirada astuta; ahora era hermosa, la llovizna le plateaba el pelo crespo de la coronilla y adelantaba la mandíbula con la misma semisonrisa tensa de sorpresa que su hermano esbozó cuando llamó por teléfono a Nick una mañana, sin previo aviso, y le cambió la vida.
—Sí, hola —dijo ella, sin una pizca de hostilidad, quizá tan sólo con la dureza de la resolución que la llevaba allí. Ella también le buscaba, por supuesto, después del túnel de cuatro años: cómo era él y cuánto había cambiado.
—Te presento a Gemma.
—Hola —dijo Nick, cordialmente—. Nick.
—Espero que no te importe —dijo Rosemary—. Hemos ido a tu casa. La mujer nos ha dicho dónde estabas.
—¡Es estupendo verte! —dijo Nick, y vio que ellas captaban la frase como una molestia prevista. Había algo atroz en las dos amigas, con su propósito no declarado y su aire de apoyarse una a otra en un desafío más grande que el que Nick les plantearía nunca—. Pasad, pasad.
Gemma paseó la mirada por el despacho.
—¿Hay algún lugar privado donde podamos hablar? —dijo. Era de Yorkshire, mayor que Rosemary, con el pelo teñido de negro, una camiseta y unos vaqueros también negros y zapatos Doc Martens.
—Desde luego —dijo Nick—. Podemos ir arriba.
Las condujo fuera y de nuevo dentro y subieron al apartamento, él con una sonrisa responsable que amenazaba con transformarse en sonrisita de suficiencia, como si se enorgulleciese de aquel apartamento kitsch y de su posible efecto sobre las dos mujeres. Él lo vio todo con una mirada nueva. Ellas se sentaron en la biblioteca de reposición, de «renacimiento georgiano».
—Mira todos esos libros… —dijo Gemma.
En la mesa baja estaban expuestos todos los periódicos, como en la sala de lectura de un club. ECHADLA FUERA suplicaba el Mirror. TRES VECES UNA MUJER, berreaba el Sun. Rosemary dijo:
—Es sobre Leo.
—Bueno, eso pensé…
Ella bajó la mirada, no estaba a gusto en la habitación, en el borde del sofá; luego clavó la mirada en Nick unos segundos. Dijo:
—Pues verás, mi hermano murió hace tres semanas.
Nick oyó las palabras y percibió que el timbre antillano y la exactitud de su tono afirmaban que era una noticia privada. Leo también empleaba aquel tono: el cockney para defenderse, el crepitante y ardoroso jamaicano para el placer, sólo algunas veces, infrecuente y hermoso como su rubor negro.
—Ya casi hace cuatro semanas, cielo —dijo Gemma, con su propio deje de solidaridad sombría—. Sí, el dieciséis de mayo.
Miró a Nick como si los días adicionales le hicieran más culpable o más inútil.
—Lo siento muchísimo —dijo Nick.
—Intentamos localizar a todos sus amigos.
—Bueno, porque, ya sabes… —dijo Gemma.
—A todos sus amantes —dijo Rosemary, con firmeza. Nick recordó que ella era o había sido recepcionista de un médico; estaba habituada a los hechos. Abrió la cremallera de su bolso y rebuscó dentro. Nick pensó que aquella desmañada atención a lo práctico las protegía a las dos; a él le asustaba la solemne noticia aterradora que ella acababa de comunicarle y a ella también la acobardaba el poder de sus palabras, aun cuando (como él creyó ver) el uso y la afirmación que contenían de algo que cambiaba día tras día y pasaba de algo nuevo a algo conocido les prestaba cierta blandura o insipidez. Nick dijo, con una conciencia de buena educación que le retrotrajo al encuentro de hacía años.
—¿Cómo está tu madre?
—Bien —dijo Rosemary—. Está bien…
—Tiene su fe —dijo Gemma.
—Tiene la iglesia —dijo Nick—, y también te tiene a ti.
—Bueno… —dijo Rosemary—. Sí, me tiene a mí.
Lo primero que ella le entregó fue un sobrecito de color crema dirigido a Leo con letras mayúsculas en tinta verde. A Nick le resultó conocido y a la vez desconocido, como una carta encontrada en un libro viejo. Estaba fechada el 2 de agosto de 1983. Ella asintió y él la abrió mientras le observaban: era como aprender un juego nuevo y tener que perder con un talante deportivo. Desdobló una cartita escrita con su mejor caligrafía y la foto se le cayó a las rodillas.
—Por eso supimos dónde encontrarte —dijo Rosemary. Él había enviado la carta, dentro del sobre en blanco, a Gay Times, dudando de que pudiera sobrevivir y de que su deseo pudiese adquirir forma y dirección, y alguien con un bolígrafo verde lo había enviado al destinatario: veía la historia de su propia acción y la veía tal como Leo la había visto, pero a distancia y completa. Recogió la foto con la curiosidad cautelosa que sentía por su identidad de antaño. Era una foto de Oxford, un retrato cuadrado, de tamaño pasaporte, recortado de un grupo más grande: la cara de un chico en una fiesta que de algún modo confiesa su secreto a la cámara. Sólo echó un vistazo a lo que había escrito, con el membrete en relieve de los Fedden: el pequeño tamaño, destinado a tarjetas de agradecimiento, porque no tenía mucho que decir. La letra misma parecía pintoresca y estudiada, aunque se acordaba de que Leo la había elogiado: «¡Hola!», comenzaba, ya que aún no conocía el nombre de Leo. El trazo horizontal de la hache se rizaba detrás de los verticales como el rabo de un perro. Vio que había mencionado a Bruckner, a Henry James, todas sus aficiones: con mucha inocencia, pero no había importado, pues en efecto no volvieron a mencionarlo cuando los dos se vieron. En la parte superior, Leo había apuntado a lápiz: Mono. ¿Rico? ¿Demasiado joven? Más tarde lo había tachado con una firme raya roja.
Dobló la carta y miró a las dos mujeres. Fue la presencia de Gemma, la desconocida en la habitación, la que se lo dio a entender; durante un minuto ella se le antojó como el hecho mismo de la muerte. Gemma no le conocía pero sabía lo de la carta, lo del idilio, lo del tierno Nick de cuatro años antes, y la timidez y el rencor no sirvieron de nada en la nueva atmósfera moral, como la de un hospital, donde todo se sabía y los diagnósticos justificaban los temores.
—Ojalá hubiera vuelto a verle.
—No quería que le vieran —dijo Rosemary—. No, más tarde.
—Entiendo… —dijo Nick.
—¡Ya sabes lo presumido que era!
Era una pequeña prueba para la congoja de la hermana, una pulla indulgente y con un giro de irritación auténtica, por los problemas que causaba Leo, vivo o muerto.
—Sí —dijo Nick, imaginando a Leo con una camisa de su hermana. Y se preguntó si la camiseta de hombre que ella llevaba puesta sería de Leo.
—Siempre tenía que estar presentable.
—Siempre estaba guapo —dijo Nick, y la exageración liberó de repente sus sentimientos. Trató de sonreír pero notó que se le derrumbaban las comisuras de la boca. Se controló con un suspiro tosco y dijo—: Claro que hacía un par de años que no le veía.
—Sí… —dijo Rosemary, pensativa—. Nunca sabíamos con quién salía.
—No —dijo Gemma.
—Tú y el viejo Pete erais los únicos a los que invitó a venir a casa. Hasta Bradley, por supuesto.
—No sé lo de Bradley —dijo Nick.
—Mi hermano compartía un apartamento con él —dijo Rosemary—. Sabrías que se mudó.
—Bueno, sabía que quería hacerlo. Eso fue por la época en que… No sé seguro lo que ocurrió. Dejamos de vernos.
No pudo decir la frase habitual y acusadora de me dejó plantado, era una mezquindad y casi carecía de sentido ante el hecho de su muerte.
—Creo que pensé que salía con otro.
Aunque esto tampoco era toda la verdad: era el cuento doloroso que se había inventado por entonces, para proteger el atisbo que tuvo de otro suceso mucho peor: que Leo estaba enfermo. Pero allí estaba Bradley. Parecía un hombre práctico y fornido, no un imbécil como Nick.
—Bradley no está bien, ¿verdad? —dijo Gemma.
—Sabes que el viejo Pete murió… —dijo Rosemary.
—Sí, lo sé —dijo Nick, y carraspeó.
—Tú, de todas formas, estás bien, cielo —dijo Gemma.
—Sí, estoy muy bien —dijo Nick—. Estoy bien.
Ellas le miraron como dos inspectores que aguardan una confesión o un cambio de idea.
—Tuve suerte. Y luego tuve… cuidado. —Puso la carta encima de la mesa y se levantó—. ¿Os apetece un café? ¿Queréis tomar algo?
Gemma y Rosemary se lo pensaron y por un momento parecieron reacias a aceptar.
En la cocina, Nick miró por la ventana mientras el agua se calentaba. La lluvia caía, fina y plateada, sobre los arbustos oscuros del jardín y la trasera de ladrillo de las casas de la calle contigua. Miraba las ventanas familiares pero desconocidas. En un salón brillante, una sirvienta pasaba la aspiradora. En el umbral del oído aulló una ambulancia. Después la cafetera vibró y se apagó con un chasquido.
Llevó el café en una bandeja.
—Qué triste es esto —dijo. Siempre lo había considerado una palabra ligera, pero su efecto ahora era más grande que la mera declaración comedida y con tacto. Parecía envolver el hecho aciago en una sombra de presciencia y, por ende, de aceptación.
Rosemary arqueó las cejas y frunció los labios. Había algo obstinado en ella, y Nick pensó que quizá sólo fuese una forma recia y valiente de timidez, una timidez distinta de la suya, que se refugiaba en el halago y la evasiva.
—¿Así que conociste a Leo a través de corazones solitarios? —dijo ella.
—Sí, eso es —dijo Nick, pues era evidente que ella lo sabía. Nunca había sabido con certeza si era un modo vergonzoso u ocurrente de conocer a alguien. Tampoco sabía qué pensaban las mujeres al respecto (Gemma le dirigió una sonrisa suspirante)—. Fue un golpe de suerte increíble que me eligiera a mí —dijo.
—Sí… —dijo Rosemary, con una expresión de sarcasmo fraternal que quizá no fuera tal, sino un aviso de que no debería andar jactándose de su suerte.
—Me refiero a que recibió cientos de respuestas.
—Bueno, recibió muchas.
Buscó de nuevo en su bolso y sacó un fajo de cartas atadas con una gruesa goma.
—Oh —dijo Nick.
Rosemary retiró la goma y se la enrolló en la mano. Por un momento, Nick se sintió en la consulta de la médico, o bien era ella la que le visitaba, con el fardo de notas profesionales que había tomado en todas sus visitas. Tanto el hermano como la hermana eran ordenados y discretos.
—Pensé que quizás algunos te dijeran algo.
—Oh, no lo sé…
—Para que podamos decírselo.
—¿Qué hizo? —dijo Gemma—. ¿Fue a probarlos a todos?
Rosemary clasificó las cartas en dos montones.
—No quiero ir persiguiendo a gente que está muerta —dijo.
—¡Ahí está! —dijo Gemma.
—Supongo que no conoceré a nadie —dijo Nick—. Es muy improbable…
Para él, tristemente, todo era demasiado formal; sólo acababa de conocer la noticia.
Lo curioso es que todos los sobres estaban escritos con la misma letra, con mayúsculas verdes o, en ocasiones, violetas. Era como un admirador enloquecido que asediase a Leo. El nombre le surgía, incesante, de entre la resma de cartas.
—Debió de resultar raro que le llegase un diluvio de cartas —dijo. Muchas llevaban el sello de la tirada especial que aquel verano habían dedicado al ejército.
—Nos dijo que era algo relacionado con el ciclismo, con un club de ciclistas —dijo Rosemary.
—Su bici era su primer amor —dijo Nick, sin saber a ciencia cierta si era una mera ocurrencia o la dolorosa verdad—. Inteligente por su parte.
—Creo que estas no las vio. Tienen una cruz encima.
—Incluso hay una de una mujer —dijo Gemma.
De modo que Nick empezó a revisar las cartas a sabiendas de que era inútil, pero atrapado por la necesidad de honrar o confortar a Rosemary. La veía muy puntillosa en el procedimiento, por ingrato que fuese. No tenía que leerlas con detalle, pero las dos o tres primeras le interesaron de un modo inquietante, como afanes personales de sus rivales anónimos. Ocultó este interés detrás de un soso mohín de atención y lentos movimientos de cabeza. Todavía recordaba con claridad los términos del anuncio y la tolerante horquilla de edad, «de dieciocho a cuarenta». «¡Hola!», escribía Sandy, de Enfield: «¡Tengo casi cuarenta, pero he visto tu pequeño anuncio y me he dicho que te escribiría, a ver qué pasa! ¡Estoy en el mundo loco de la papelería!». Prendida a la hoja con un clip rosa había una foto de un hombre corpulento de cincuenta años. Leo había escrito: Casal coche. ¿Edad? Y a renglón seguido, probablemente después de haberlo visto: Demasiado inexperto. Glenn, «cerca de los treinta», de Barons Court, era agente de viaje y mandaba una Polaroid de él en traje de baño, en su apartamento. Decía: «¡Me encantan las fiestas! ¡Cualquier sexpecialidad en la cama! (¡O en el suelo! ¡O a media altura en una escalera! ¡Guau…!)». ¿Excesivo? Se preguntaba Leo, antes de hacer el descubrimiento: Una polla invisible. «Querido amigo», escribía Ambrose, un negro de Forest Hill, de apariencia seria: «Me gusta tu anuncio. Creo que tenemos algún amor que compartir». Ambrose se resistía hasta el «¡Paz!» final a poner los signos de admiración que daban a las otras cartas su aire de afectación idiota. A Nick le gustó su aspecto, pero Leo había escrito: Culo. Aburrido. Nick hizo una furtiva tentativa de recordar las señas.
En cuanto hubo leído la carta se la devolvió a Rosemary, quien la puso boca abajo en la mesa, junto a la cafetera. Como Nick no tuvo éxito, la sensación de juego disminuyó enseguida. Lo cierto era que todos aquellos hombres habían deseado a su novio, habían solicitado lo que Nick había al fin conseguido. Algunos eran agresivos y explícitos, pero siempre había la nota vulnerable del cortejo: pedían a un desconocido que los apreciara o los deseara o los considerase el fiel retrato de la descripción que hacían de sí mismos. Reconoció a uno de ellos por la foto y murmuró: «¡Ah…!», pero luego se encogió de hombros y la dejó, con un carraspeo. Era un español que aparecía en todas partes, que había sido un hermoso hilo oscuro en la madeja de los tempranos días de gimnasio y noches de bar de Nick, casi un emblema del ambiente para él, de la rutina y la compulsión del medio gay, y sabía que el chico habría muerto: le había visto un año antes en la zona de baño del estanque, desafiando su propio miedo y el miedo que inspiraba a los demás. Se llamaba Javier. Tenía treinta y cuatro años. Trabajaba para una constructora y vivía en West Hampstead. Los hechos mismos de su carta de seducción emanaban el aire de una necrológica.
Nick se detuvo y bebió café.
—¿Estuvo enfermo mucho tiempo? —preguntó.
—Tuvo neumonía el pasado noviembre y estuvo a punto de morir. Luego, en primavera, las cosas, bueno, empeoraron mucho. Al final pasó unos diez días en el hospital.
—Se quedó ciego, ¿verdad? —dijo Gemma, a la manera torpe con que la gente maneja y expone hechos que no pueden aceptar ni olvidar.
—Pobre Leo —dijo Nick. El alivio de no haberlo presenciado se mezclaba con la pesadumbre de que no le hubieran llamado para hacerlo.
—¿Has traído las fotos? —dijo Gemma.
—Si quieres verlas… —dijo Rosemary, al cabo de una pausa.
—No lo sé —dijo Nick, avergonzado. Era un reto; y después se sintió impotente ante la marcha del momento, como le había ocurrido en su primera cita con Leo; lo afrontó como algo que iba a suceder, y cogió el sobre de Kodak. Miró un par de fotos y las devolvió.
—Puedes quedarte con una, si quieres —dijo Rosemary.
—No, gracias —dijo Nick.
Se sentó, mirando el café con gesto endurecido. Al cabo de un ratito, Gemma dijo:
—Qué bueno está este café, ¿no?
—¡Oh…! —dijo Nick—. Te gusta. Es de Kenia, medio torrefacto… Lo compro en Myers, en Kensington Church Street. Lo importan ellos. Es más caro, pero creo que vale la pena.
—Oh, es fuerte y delicioso —dijo Gemma.
—Mejor que no mire las demás cartas ahora —dijo Nick.
Rosemary asintió.
—De acuerdo —dijo, como si se aprestara para otra cita, una cancelación—. ¿Puedo dejártelas…?
—No, por favor —dijo Nick. Sintió que le presionaban muy fuerte y muy rápido, como en un experimento con sus emociones.
Gemma fue al cuarto de baño; murmuró las instrucciones para sí misma mientras probaba la puerta y entró como si hubiese encontrado a una amiga. Hubo un lapso de silencio entre Nick y Rosemary. El funesto suceso disculpaba cualquier cosa, por supuesto, pero la dureza con que ella le trataba era otra conmoción a la que habituarse: añadía un elemento desconcertante a la desdicha del día. Era la hermana de su amante, y de un modo natural la consideraba amiga suya, sentía por ella un cariño espontáneo y una compasión nueva, además de la simple cortesía. Pero al parecer no era un sentimiento recíproco. Esbozó una sonrisa de tanteo. Ahora veía una semejanza física tan grande que era como si le pidiera al propio Leo que fuese amable con él después de una pelea. Pero ella desechó este impulso de ternura, incluso dirigido a Leo.
—¿Así que llevabas uno o dos años sin verle? —dijo.
—Sí…
Ella le miró con cautela, como si empezara a concederle a Nick un derecho homosexual a su hermano y se preguntase adónde la llevaría aquel cambio de actitud.
—¿Le echaste de menos? —preguntó.
—Sí… Sí, desde luego.
—¿Te acuerdas de la última vez que le viste?
—Pues sí —dijo Nick, y miró al suelo. Las preguntas eran sentimentales, pero el modo de hacerlas era indiferente, casi tedioso—. Todo fue muy difícil.
—No había hecho testamento —dijo ella.
—Oh, bueno… ¡era tan joven! —dijo Nick, y frunció el entrecejo porque descubrió que de nuevo estaba al borde de las lágrimas, al pensar que ella iba a ofrecerle algo de Leo; Rosemary, por supuesto, se mostraba fría porque también para ella todo era muy difícil.
—Le incineramos —dijo—. Creo que es lo que habría querido, aunque no se lo preguntamos. No queríamos.
—Hum —dijo Nick, y descubrió que, en efecto, estaba llorando. Cuando Gemma volvió dijo:
—Tienes que ver el cuarto de baño. —Rosemary sonrió de un modo leal pero reprimido—. ¿O está trucada esa fotografía?
—¡Oh…! —dijo Nick—. No… no, es auténtica, me temo.
Se alegró del absurdo cambio de tema.
—¡Hay una foto de él bailando con Maggie!
Era una de las fotos de las bodas de plata: Nick con la cara colorada y mirando a la cámara, la primera ministra con un aire precavido del que Nick no se había percatado en el momento. No estaba seguro de que Gemma captase la especial autoironía de la galería de arte en el retrete. Lo había aprendido de sus amigos del colegio.
—¿La conoces, entonces? —preguntó ella.
—No, no. Sólo me emborraché en una fiesta —dijo Nick, como si pudiera sucederle a cualquiera.
—Vamos, apuesto a que le votaste, ¿verdad? —quiso saber Gemma.
—No le voté —dijo Nick, con plena severidad. Rosemary no mostró interés en esto, y él dijo—: Recuerdo que prometí decírselo a tu madre si alguna vez llegaba a conocerla. —¿Oh…?
Nick sonrió con aprensión.
—Me refiero a cómo ha encajado todo esto.
—Ya te acuerdas de cómo es —dijo Rosemary.
—Le escribiré —dijo Nick—. O podría acercarme en coche a verla.
Se la imaginó en casa, con sus folletos y su sombrero en la silla. Tenía la sensación de que sus encantos, años atrás, no habían obrado efecto sobre ella y ahora estaba dispuesto a hacer algo para compensarlo.
—Seguro que ha estado maravillosa.
Rosemary le dirigió una mirada amarga y al levantarse y recoger sus cosas pareció decidirse a decir:
—Es lo que dijiste entonces, ¿no? Cuando viniste a vernos.
—¿Qué…?
—Leo nos dijo que habías dicho que éramos maravillosas.
—¿Sí? —dijo Nick, que lo recordaba a duras penas—. Bueno, no es tan malo ser así.
Hizo una pausa, sin saber si le habían acusado de algo. Presintió que había una intención de reproche inminente por todo lo que había sucedido: habían confiado en contar con él y al fracasar estaban en cierto modo más disgustadas.
—Por supuesto, ella no sabía que Leo era gay, ¿no? Hablaba de llevarlo al altar.
—Pues ahora ya ha estado en el altar —dijo Rosemary, con una risita áspera, como si fuese culpa de su madre—. Casi, de todos modos.
—Fue una forma terrible de descubrirlo —dijo Nick.
—Ella no lo acepta.
—No acepta la muerte…
—No acepta que fuese gay. Es pecado mortal, ¿entiendes? —dijo Rosemary, y su acento jamaicano era ahora satírico—. Y su hijo no pecaba.
—Sí, yo nunca he entendido el pecado —dijo Nick, en un tono que ellas no captaron.
—Oh, los mortales son los peores —dijo Gemma.
—Así que, por lo menos, no piensa que el sida es un castigo.
—Sí, puede serlo —dijo Rosemary—. Pero Leo lo atrapó en la taza de un retrete de la oficina, que está llena de socialistas ateos.
—O le contagió un bocadillo —apuntó Gemma.
Había algo muy indecoroso en la burla de ambas. Nick intentó imaginar la casa sorprendida por la culpa y el reproche, la dureza desvalida de las deudos… no lo sabía. Rosemary dijo:
—Lo tiene otra vez en casa.
—¿Qué quieres decir?
—Tiene las cenizas en un frasco, encima de la chimenea.
—¡Oh! —A Nick le turbó tanto esta noticia que dijo, casi en tono de guasa—: Sí, me acuerdo, hay una repisa allí, encima del fuego de gas, con figuras de Jesús y de María y…
—Están Jesús, la Virgen María y San Antonio de Padua… y Leo.
—¡Pues está en excelente compañía! —dijo Nick.
—Sí —dijo Gemma, moviendo la cabeza, con una risa triste—. ¡No lo soporto, no puedo entrar allí!
—Ella dice que le gusta pensar que él sigue en casa.
Nick tuvo un escalofrío, pero dijo:
—Supongo que cuando ha perdido a un hijo no se le pueden recriminar sus fantasías.
—La verdad es que no ayudan —dijo Rosemary.
—Bueno, no nos ayudan a nosotras, cielo, ¿eh? —dijo Gemma, y frotó con vigor la espalda de Rosemary.
A esta se le empañaron los ojos un momento, igual que los de su madre, con la terquedad de la familia. Dijo:
—No lo aceptará en él y no lo aceptará tampoco en nosotras.
Y casi al instante se puso el bolso en el hombro para irse.
A Nick le ruborizó su lentitud y después le mortificó que ellas pudieran pensar que se sonrojaba a causa de ellas.
En cuanto las mujeres se marcharon regresó arriba, pero a la luz despiadada de la noticia el apartamento parecía aún más hortera y pretencioso. Pensó, perplejo, que había pasado allí un largo tiempo feliz y engreído. Los bastidores y los espejos, los focos y las persianas parecían emitir abundantes críticas. Es lo que hacía alguien con millones pero sin un gusto especial: convertir el espacio privado en un hotel ostentoso, del mismo modo que esa clase de hoteles halagan a sus clientes siendo vulgares simulacros de suntuosas casas particulares. Un año antes, el apartamento poseía al menos el encanto de la novedad. Ahora exhibía signos de que lo habitaba un chico rico que había olvidado el método de cuidar de sí mismo. Estaban raídos los ribetes de los almohadones donde Wani había pasado horas interminables despatarrado delante del vídeo. Fluidos propios y de otros chicos mancillaban el damasco carmesí. Se preguntó si Gemma lo habría notado cuando, sentada encima, hacía sus necios comentarios hirientes. No la dejaría entrar allí otra vez, con sus botas negras. Nick estaba enfurecido con Wani por haber jodido los almohadones. El escritorio georgiano tenía manchas de bebidas y muescas de navajas que hasta el optimista Don Guest habría considerado difíciles de ocultar. «Esto ya no tiene arreglo, chico», diría Don. Nick pasó los dedos por las pequeñas raspaduras y, sin quererlo, empezó a jadear y a gritar de pena.
Se sentó en el sofá y se puso a leer el Telegraph, como si se supiera que leerlo era beneficioso. Estaba harto de las elecciones, pero le emocionaba que fueran aquel día. Había en ellas algo festivo y primitivo. Oyó a Rosemary diciendo: «Pues se murió, ya ves…», o «Pues ya ves, se murió…», una y otra vez, casi solapando carreras y saltos; el corazón le daba un vuelco a cada sorda detonación de la frase. Le horrorizaba la idea de las cenizas de Leo en la casa y no cesaba de imaginárselas en una inverosímil urna rococó. La última foto que ella le había enseñado era horrible: un Leo con la vida ya a la espalda. Nick le recordó bromeando, en otro tiempo anterior, en la primera libertad sin reservas de un primer amor, sobre la vejez que compartirían, Leo con sesenta y Nick con cincuenta años. Y él ya había llegado; o bien Leo habría tenido sesenta años durante una semana antes de morir. Estaba en la cama, con una bata azul celeste del hospital; era difícil leerle la cara, puesto que el sida se la había arrebatado y escrito en ella su mensaje de terror y extenuación; contra la enfermedad, Leo parecía afirmar frágilmente su carácter con una semisonrisa dudosa. Su vanidad se había convertido en una especie de miedo, el de asustar a la gente a la que sonreía. Era la persona más sola que Nick había visto nunca.
Pensó que tenía que escribir una carta y se sentó ante el escritorio. Sentía la necesidad de consolar a la madre de Leo o aclarar las cosas con ella. Alguna profunda circunvolución de sus sentimientos hacia su propia madre, la persona que en verdad sufría su homosexualidad, le movió a ver en la señora Charles una figura a la que debía apaciguar y consolar. «Querida señora Charles», escribió: «Me ha apenado infinito enterarme de la muerte de Leo». Ya estaba, ya existía, había vacilado, pero lo había escrito y no podía borrarlo. Tenía el presentimiento, un inquieto refinamiento del tacto, de que en realidad no debía mencionar la muerte. «La triste noticia», «la triste noticia reciente…»: «la muerte de Leo» era brutal. Después le preocupó que «Me ha apenado infinito» pudiera sonarle como un borbotón a la madre, así como decirle que era maravillosa. Sabía que sus formas de verdad podían sonar falsas a otros. La madre le asustaba, como mujer afligida que era, y no sabía con certeza qué sentimientos atribuirle. Daba la sensación de que ella lo había asumido todo a su manera, incluso con una pizca de alegría ferviente. La veía impresionada por sus giros cultivados y su mejor caligrafía. Después la vio mirando con recelo a lo que él le había escrito. Sintió los límites de su sabiduría sobre el tono. Era lo que él trabajaba, y sin embargo… Miró por la ventana y al cabo de un minuto se encontró delante la frase de Henry James sobre la muerte de Poe. ¿Cómo era? El extremismo de la ausencia personal acababa de sobrevenirle. Estas palabras, que antaño le habían parecido maliciosas y hasta burlonas, de pronto se le antojaron terribles, hondas, sabias y duras. Comprendió por primera vez que habían sido escritas por alguien cuya vida ya había sido consumida, una y otra vez, por la muerte. Y entonces se vio a sí mismo, quizá al cabo de seis meses, escribiendo sentado una carta similar a los moradores de Lowndes Square.