Para las bodas de plata de Gerald y Rachel, Lionel Kessler les hizo dos regalos. El primero llegó por la mañana, en el asiento trasero de su Bentley, y el propio chófer llevó a la cocina la sólida caja de madera.
—El querido Lionel —dijo Toby, antes de que supieran lo que contenía.
—Plata, supongo —dijo Gerald, cogiendo un destornillador, con un aire a la vez codicioso y una pizca aburrido.
Dentro, sujeto en una abrazadera de metal por collares de gomaespuma, había un aguamanil rococó de plata. El jarro tenía forma de concha, y un tritón barbudo sostenía el pico.
—Cielos, Nick —dijo Gerald, por lo que Nick se arrogó su papel de intérprete: dijo que pensaba que podría ser de uno de los plateros hugonotes que trabajaban en Londres a mediados del siglo XVIII, y quizá del propio Paul de Lamerie, puesto que el nombre del más famoso era además el único que se le ocurrió, y con Lionel cualquier cosa parecía posible.
—Maravilloso —dijo Gerald—. Una obra de rara factura.
Miró dentro de la caja para ver si había algo más, como las instrucciones de riego que acompañan a una planta delicada, pero no había nada. Nick explicó que la diminuta escena en relieve de Eros jugando con la espada de la Justicia, significaba «Omnia vincit amor».
—Ah, qué adecuado —dijo Gerald, con tímida pompa, y rodeó con el brazo brevemente el hombro de Rachel. Quizá sospechaba que, en definitiva, era algo que Lionel había encontrado curioseando por Hawkeswood.
Nick siguió contemplando el regalo con una sonrisa, consciente a medias de cómo su padre lo habría inclinado, volcado y agarrado con un paño; recordó las visitas que mucho tiempo atrás habían hecho a Monksbury, donde la plata poseía un color dorado iridiscente, ya que los criados tenían prohibido limpiarla y rasparla.
—Tendremos que llevarlo a que lo examinen para el seguro —dijo Gerald.
El regalo de Toby y Catherine era también una pieza de plata, una bandeja victoriana con un reborde en forma de vieira, en la que habían hecho grabar, en una letra con florituras: «Gerald y Rachel: 5 de noviembre de 1986». No podía por menos de parecer insulsa, y hasta vagamente satírica, al lado del aguamanil, y Gerald la miró con una expresión de falsa modestia, como si celebrara su jubilación o hubiera ganado un torneo local de golf.
—Es preciosa —dijo Rachel. Los dos parecían contentos, pero no emocionados, y a todas luces pensaban que nadie podía desear un objeto parecido.
Un poco más tarde, estaban tomando una copa de champán cuando Nick miró desde la ventana del salón y vio que el Bentley aparcaba por segunda vez. Ahora fue el propio Lionel quien se apeó del automóvil y recorrió la acera acarreando una cajita de embalaje plana. Alzó la vista y le hizo una señal como ahuyentándole, mitad ceño fruncido, mitad beso. Nick, en quien el champán potenciaba el dulce efecto de una primera raya de coca, le devolvió una sonrisa furtiva. Al pensar en la discreta comprensión de solteros entre él y el pequeño aristócrata calvo le brotó una lágrima en el rabillo del ojo: por un momento se sintió un perfecto idiota por estar tan «enamorado» de la familia y de aquel miembro en particular. Un minuto más tarde, Lionel fue recibido en la sala entre gemidos de gratitud. Besó a su hermana y sus sobrinos y estrechó la mano de Gerald y de Nick, que captó el fervor en el brío del saludo. El aguamanil estaba sobre la campana de la chimenea, ornada aquel día con lirios y crisantemos blancos.
—Bueno, había que regalaros plata —dijo Lionel—, pero también quería regalaros esto. Apareció en París la semana pasada, y como todos nos sentíamos un poco mareados…
Acababa de ocurrir algo llamado el bing-bang, Nick no entendió del todo qué significaba, pero todo el mundo con dinero pareció exultante y tuvo la sospecha de que también él iba a beneficiarse. Allí estaba Lord Kessler, con una caja debajo del brazo, para otorgarle su licencia superior.
Fue Rachel la que cogió la caja y la abrió, mientras Nick se colocaba a su lado como si el obsequio fuera suyo, como si lo estuviera dando y quizá también recibiendo; se sentía generoso y posesivo al mismo tiempo. Se abstuvo de lanzar una exclamación cuando Rachel extrajo un pequeño cuadro al óleo. Estaba empeñado en no decir nada.
—Válgame Dios… —dijo Rachel, fascinada, titubeando pero controlada, como si expresar sorpresa fuera dar pie a que se aprovecharan vulgarmente de ella. Levantó el cuadro, para que todos lo vieran.
—Es una preciosidad —dijo, con la taimada sonrisita de quien ha tomado una buena decisión.
—Eres demasiado amable, la verdad… —dijo Gerald, y contempló con seriedad la pintura, confiando en que alguien le dijera qué era. Era un paisaje, de unos veintitrés centímetros de ancho por unos treinta de alto, pintado totalmente con trazos verticales de un pincel fino, de tal modo que los abedules y el prado parecían temblar en la brisa y la tibieza de la mañana primaveral. Una vaca salina descansaba debajo de un talud en primer plano; una mujer con un chal blanco conversaba con un hombre de sombrero marrón en el camino, a una corta distancia. El marco era de un sencillo color dorado mate.
—Ajá, muy bonito —dijo Toby.
Catherine, mirando cómicamente de un lado al otro, como para detectar una trampa, dijo:
—Es un Gauguin, ¿no?
Y Nick, que al fin y al cabo no pudo callarse, dijo al mismo tiempo:
—Es un Gauguin.
—Es uno bonito, ¿eh? —dijo Lionel—. Le matin aux champs. Es un estudio o una versión del cuadro que hay en Bruselas. Se lo arrebaté de las mismísimas fauces a Sony. En realidad, creo que es un poco pequeño para él. No es del todo el cuadro idealmente caro —dijo, y se rio con Nick como si los dos supieran qué cabía esperar de las fauces de Sony.
—En serio… Lionel… —estaba diciendo Gerald, y movía la cabeza despacio y parpadeaba para disfrazar sus cálculos con otro género de asombro—. Esto y la plata… Hum…
Catherine también movió la cabeza y dijo «¡Dios…!», con una alegría y un desprecio simultáneos por su rica familia.
El cuadro pasó de mano en mano y cada cual sonreía y suspiraba, lo ponía a la luz y lo pasaba con un pequeño estremecimiento, como si se hubieran olvidado durante un momento, en el hechizo de la pura posesión física.
—¿Dónde diantres lo pondremos? —dijo Gerald, cuando se lo devolvieron; Nick se rio para encubrir su tono descortés.
Justo entonces sonó un portazo en la puerta principal y Rachel fue a mirar por encima de la barandilla; era un día de llegadas incesantes.
—Oh, sube, querida —dijo—. Es Penny.
—Ah, podrá decirnos lo que opina del cuadro —dijo Gerald, como si atestiguara la valía general de Penny. Se desembarazó del cuadro apoyándolo contra la nariz de Liszt, encima del piano.
—¡Penny! —dijo Catherine—. ¿Por qué? Si no tiene ni idea. —Y se rio sumisamente, porque no celebraban su día.
—Bueno —dijo Gerald, radiante y bravucón—, bueno: su padre es pintor.
Y se volvió para ocuparse del champán; tenía una copa nueva en la mano cuando Penny entró en el salón.
—Hola, Penny —dijo Rachel, con un tono fríamente maternal.
—Felicidades a los dos —dijo Penny, avanzando con su curioso recelo de mandona y su aire, que en sí mismo era casi maternal, de anteponer su deber para con el olvidadizo y perdonable Gerald a cualquier idea de su propio placer—. He venido a hacer el diario.
—El diario puede esperar —dijo Gerald, con un acento de permisividad temeraria, y le dio una copa—. Echa un vistazo a lo que acaba de regalarnos Lord Kessler.
A Nick le sorprendió que evitase toda oportunidad de besarla.
—Es un Gauguin. La rencontre aux champs —dijo Gerald, dándole su propio título, más anecdótico. Todos volvieron a mirarlo, educadamente—. No puedo evitar pensar en nuestros deliciosos paseos por Francia —dijo Gerald, mirando alrededor en busca de consenso.
—Oh… Ya —dijo Rachel.
—No es nada parecido —dijo Catherine.
—No lo sé —dijo Gerald—. Ella podría ser tu madre que va a Podier y se topa con… ooh… con Nick en el camino.
Nick, complacido de que le hubiera puesto en el cuadro, dijo:
—Por lo visto me han prestado el sombrero de Sally Tipper.
Catherine sonrió con impaciencia.
—Sí, pero la cuestión es que son campesinos, ¿verdad, tío Lionel? Veréis, esto es de cuando fue a Bretaña, que se llamaba así, para alejarse todo lo posible de la ciudad y la corrupción de la vida burguesa. Trata de las penalidades y la pobreza.
—Tienes toda la razón, querida —dijo Lionel, que nunca toleró la hipocresía respecto al dinero—. Aunque supongo que lo envió al viejo París burgués para venderlo.
—Exacto —dijo Gerald.
—Es curioso, parece una vaca de Hereford —dijo Toby—. Aunque supongo que no lo es.
—Probablemente es una Charolais —dijo Gerald.
—Las Charolais son de un color completamente distinto —dijo Toby.
—En todo caso, es muy bonita —dijo Penny, en quien el hecho de ser hija de Norman Kent había producido una inoculación perfecta contra el arte.
—Estábamos pensando dónde colgarlo —dijo Rachel.
Pasaron cinco minutos probando el cuadro en sitios diferentes; Toby lo sostenía mientras los demás fruncían los labios y decían: «Verás, yo creo que tiene que ir ahí…». Toby volvió a ser un chico que participa en un juego familiar, haciendo muecas, y que a las claras piensa en otra cosa.
—¿Allí, jefe? —repetía, con un redomado acento cockney que le parecía divertido. Descolgó dos o tres cuadros y puso el Gauguin en su lugar. Lo malo era que la forma de los otros cuadros se veían en la pared de detrás. A Rachel no parecía importarle mucho, pero Gerald dijo:
—La Dama no puede ver esto.
—Oh… —dijo Rachel, con un leve chasquido de la lengua.
—No, hablo en serio —dijo Gerald—. Por fin ha accedido a honrarnos con su compañía y todo tiene que ser perfecto.
—Me extrañaría mucho que la Dama lo notase —dijo Lionel, con franqueza. Pero Gerald replicó:
—Créeme, se fija en todo.
Y soltó una risa bastante pesarosa.
—Decidiremos más tarde —dijo Rachel—. Podríamos optar por un feroz egoísmo y colgarlo en nuestro dormitorio.
—Aunque es probable que él meta allí a la Dama —dijo Catherine, por lo bajinis.
Después de la comida llegaron dos hombres de Special Branch[12] para verificar cuestiones de seguridad con vistas a la visita de la primera ministra. Recorrieron la casa como una pareja de alguaciles extrañamente discretos que toman nota y valoran. Nick les oyó subir hasta lo alto de la escalera y sonrió sentado ante su escritorio, con el corazón acelerado y diez gramos de coca en el cajón superior, mientras ellos se asomaban para examinar los emplomados. Lo que más les preocupaba era la verja trasera, y le dijeron que habría un policía de guardia toda la noche en los jardines comunales. Esta medida lo volvía todo un poco más arriesgado, y cuando se fueron esnifó una rayita para serenar los nervios.
Más tarde, cuando bajó y se asomó a la fachada de la casa vio a Gerald y a Geoffrey Titchfield hablando en la acera. Los dos tenían un aire de exaltación contenida, como mariscales ante una gran ceremonia, que no admiten sus sentimientos, casi lánguidos a fuerza de nervios inexpresados. Cada vez que alguien pasaba por delante, Gerald le dirigía un saludo y una sonrisa, como si supieran quién era. Había pronunciado un discurso muy celebrado en la Conferencia del mes anterior y desde entonces había adoptado un porte de grandeza accesible.
Geoffrey apuntaba a la puerta de entrada, la puerta eternamente verde que Gerald acababa de mandar que repintasen de un intenso azul tory. Fue el momento en que Nick captó por primera vez la magnitud de la manía de Gerald. Catherine, en una vena de fantasía absurda pero bien orientada, había dicho que a la primera ministra le escandalizaría una puerta verde y que había leído en un artículo que todos los ministros del gabinete tenían puertas azules; incluso tenía una Geoffrey Titchfield, que sólo era el presidente de la asociación local. Gerald se burló de esto, pero un poco más tarde fue andando al supermercado Mira en busca de unas galletas saladas y volvió algo trastornado.
—¿Qué te parece, Nick? —dijo—. Los Titchfield sólo tienen el apartamento del jardín, pero su puerta es indiscutiblemente azul.
Con el tono más voluble que pudo, y consciente de su propio fervor nostálgico por el grandioso verde mate, Nick dijo que dudaba de que fuera un detalle importante. Pero al día siguiente Gerald volvió a la carga.
—Verás, no sé si Cat tiene razón en lo de la puerta —dijo—. La Dama podría considerarla un poco fuera de lugar. ¡Podría pensar que intentamos salvar la puta selva tropical o algo así! —Lanzó una risa nerviosa—. A lo mejor piensa que la han llevado por error al municipio de Greenham —prosiguió, en un tono a caballo entre la sátira y una demencia real. En este momento Nick supo, puesto que el color de la puerta se había convertido en un emblema del éxito de Gerald, que al señor Duque le pondrían a trabajar con un bote de pintura azul conferencia.
Entonces salió Penny, con su carpeta llena de papeles, y Nick, desde su asiento en la ventana, la observó hablar con los dos hombres. Había estado mecanografiando el diario que Gerald le dictaba todos los días en una cinta y que la familia detestaba incluso más desde la semana de trabajo que Penny pasó con ellos en Francia, cuando ella dejó bien claro que ninguno de los familiares aparecía en el diario: era el registro estricto de la vida política de Gerald, una especie de «archivo», dijo ella, «una importante fuente histórica». Penny llevó a cabo su tarea con una devoción tan fatua que no hizo sino acrecentar la irritación de la familia.
Catherine entró en el salón y fue a sentarse con Nick detrás de las cortinas recogidas con un cordón.
—Aborrezco tener la casa invadida —dijo. Había algo un poco menesteroso, semisecreto en los asientos junto a la ventana, las casas de juegos infantiles, espiando en la habitación y la calle.
—Sí, es horrible —dijo Nick, distraído.
—Mira, ahí fuera está Gerald pavoneándose.
—Creo que está charlando con el bueno de Titch. Ya sabes que es su gran día.
—Todos los días es su gran día. Apenas tiene uno pequeño. En todo caso, también es el gran día de mamá. Y tiene que pasarlo con toda la caterva de miepars[13] —dijo Catherine, para quien estas dos sílabas eran ya un mantra de tedio y absurdidad—. Y para colmo tiene que hacer de anfitriona de la Otra Mujer en su propia casa. Se ve que está deseando poner un gran letrero: «¡Esta noche, actuación especial!».
—«Una sola función»…
—Dios, eso espero. Ese Titch adora a Gerald. ¿Te has fijado? Cada vez que pasa andando por delante de casa es como si la sonriera con cariño, por si hay alguien de dentro mirando.
—¿Sí…? —dijo Nick, sin olvidar del todo que en una ocasión él había hecho lo mismo—. Creí que la fiesta se iba a celebrar al principio en Hawkeswood.
—Oh, bueno, era la idea que tenía Gerald, seguro. Pero, por supuesto, el tío Lionel no recibirá allí a la Otra Mujer.
—Claro…
—Es bastante curioso —dijo Catherine, con frialdad—. Ha tenido ese sueño de que ella venga aquí. Es casi lo que le mantiene vivo. Y es la única cosa que pura y simplemente no puede ocurrir.
—No entiendo bien por qué Lionel…
—Oh, es por todo el vandalismo que ella ha hecho con todo. De todos modos, por eso está renovando la instalación eléctrica, para que nadie pueda entrar en su casa.
Nick se rio, con tono de protesta, porque conocía las claras y profundas lecturas que Catherine hacía de la narrativa familiar, pero dijo:
—Oh, Dios, sí…, ¿por qué crees, si no, que les regaló aquel cuadro?
—No lo sé. Para compensarles, quieres decir —dijo Nick, considerando esta idea, que confirmaba su borrosa impresión anterior de que a Gerald no le había gustado que le regalaran el Gauguin. Quizá lo vio como la ratificación de un misterioso desaire.
—Dios, esa señorita Penique[14] es un castigo —dijo Catherine, a quien se le antojaba que en los cristales de la ventana del salón se concentraba un universo de agentes irritantes. Penny estaba tomando un dictado improvisado de Gerald, con la cartera sujeta entre las rodillas—. Supongo que debe de estar locamente enamorada de él, ¿no crees?
—Oh, en el sentido más noble y puro —dijo Nick.
—Tiene que estarlo, querido, para teclear todas esas chorradas.
—Hay personas que sólo viven para su trabajo. Norman es un trabajador obsesivo, como todos sabemos demasiado bien, y ella lo ha heredado. Cuanto más a fondo se meten más felices son.
Catherine resopló.
—Dios, la idea…
—¿Sí…?
—Pues… pensar en Gerald y Penny metidos a fondo.
—Oh… —dijo Nick, chasqueando la lengua, y se sonrojó.
—Te he escandalizado —dijo Catherine.
—Qué va —dijo Nick.
—La verdad es que ella se ha agenciado un novio.
—¿En serio? —murmuró Nick, con un impulso de pérfida compasión por Gerald, el hombre más mayor y condenado—. ¿Lo conoces?
—No, pero ella me lo contó todo sobre él.
—Ah, ya veo…
Geoffirey Titchfield se marchó y cuando Gerald le gritó alguna orden amistosa, él miró hacia atrás y le hizo un saludo medio en serio. Penny y Gerald se quedaron solos. Fue un momento en que Nick vio que podrían cometer una imprudencia: un beso, o tocarse de una forma reveladora que daría un escalofrío de realidad a la broma difamatoria de Catherine. Era otro más de los secretos de la casa que guardaba, como una conciencia somnolienta. Gerald levantó la vista mientras hablaba, de un suelo al otro, y Nick le hizo una seña para indicarle que les observaban.
En las horas que precedieron a la fiesta, la atmósfera se hizo más densa de un modo incómodo. Los proveedores habían tomado posesión de la cocina y hacían muecas a espaldas de Elena mientras ella se emperraba en seguir cumpliendo sus obligaciones; de la marquesina del jardín, donde estaban probando el equipo de sonido, llegaban graznidos y quejidos estentóreos; en el comedor, las sillas estaban amontonadas unas contra otras, a la espera de órdenes. El porte de Gerald se tornó animado y fijo y se burlaba de otros por su nerviosismo. Catherine dijo que no aguantaba ver una caja de cartón en la sala, y salió para «mirar propiedades» con Jasper. Hasta Rachel, que delegaba con confianza aristocrática, se mordía el carrillo mientras Gerald le explicaba dónde se sentaría la Dama, con quién hablaría y cuánto tendría que beber. Casi dio a entender que la apoteosis de la velada sería cuando él bailase con la primera ministra. Rachel dijo:
—Pero tú y yo abriremos el baile, ¿no, Gerald?
Él, en respuesta, le dijo, desde una distancia rápidamente cubierta:
—Pero, amor mío, ¡pues claro!
Y le dio un abrazo pudoroso y emprendió con Rachel, que trastabillaba, unos cuantos pasos inesperados.
Hacia las seis, Nick salió de paseo. El atardecer era melancólico y húmedo. Hojas mojadas tapizaban la acera. Le habían contagiado los nervios de la casa por la visita de la primera ministra y se preguntaba qué decirle y se imaginaba ya el día siguiente, cuando la fiesta hubiese terminado y empezara la fase placentera de recordarla y analizarla. Se oyeron los estallidos y explosiones de los fuegos artificiales de los jardines vecinos. Algunos cohetes se elevaron por encima de los tejados y arrojaron sus estrellas sobre la nube que colgaba baja. Apresuraban en la oscuridad a unos niños bien abrigados con prendas de lana. Nick siguió un itinerario de zigzag improvisado, una intención vislumbrada y corregida; nadie que le observase la habría adivinado, y cuando dobló la esquina y bajó trotando la escalera hacia los urinarios de la estación tenía el ceño fruncido, como si todo aquello fuese una sorpresa y una molestia incluso para él.
Fruncía el ceño de nuevo cuando descendió a paso ligero Kensington Park Road, por haber hecho algo tan vulgar y arriesgado; de repente era tarde, la espera y las dudas y luego la acción muda y prevista habían devorado el tiempo; su retraso le delataba… Nada «arriesgado» en el sentido nuevo, por supuesto, sino temerario e ilegal. Que le hubieran pillado habría sido un mal comienzo de la velada. Simon, en el despacho, le había dicho que «Rudi». Nureyev solía ligar en aquellos urinarios, mucho tiempo atrás, sin duda, pero para Nick la perspectiva de un estelar pas de deux embrujaba y redimía el sitio cada vez que lo visitaba. Ahora, amargado y práctico, el calor de una mala conducta clandestina se disolvía en el aire de noviembre. Subió corriendo a su cuarto, la prisa constituía su disculpa y en la casa reinaba una brillante quietud, un brillo auténtico, proyectado, pagado y llevado a buen término.
Cuando bajó aún quedaba un poco de tiempo hasta la llegada de los invitados. Salió a la carpa del baile y rodeó el crujiente cuadrado de parquet, en cuyo frío hueco unos quemadores suspendidos formaban espacios caldeados. La carpa era como una ampliación onírica del plano de la casa. Volvió a ella, a través del puente improvisado, recorrió el pasillo ornado de guirnaldas y farolas y deambuló por las habitaciones, entre las luces, las velas y el olor de lirios, con una sensación casi de estar en la iglesia o por lo menos de recuerdo de una ceremonia. En el espejo del recibidor, su figura era un fulgor y una sombra, con el traje de etiqueta nuevo y zapatos relucientes. Saludó a Rachel y Catherine en el salón y charlaron como si los tres fueron los únicos invitados, felizmente desvirtuados, transformados por la seda y el terciopelo, las joyas y el maquillaje, en criaturas de salón. Las explosiones de fuegos artificiales les sobresaltaban. Desde abajo llegaron estallidos repetidos y sofocados de corchos de botellas de champán, a medida que los camareros se preparaban.
—¿Voy a buscaros una copa? —dijo Nick.
—Sí, vete. Y quizá encuentres a mi marido —dijo Rachel.
Él miró en el comedor, atestado de mesas separadas, igual que un restaurante, donde Toby estaba de pie, con una tarjeta en la mano. Ensayaba su discurso en silencio.
—Que sea breve, querido —dijo Nick.
—Nick… ¡Cojones…! —dijo Toby, con una sonrisa preocupada—. Tú sabes que una cosa es hacer un discurso para tus tías y tíos y, en fin, tus compañeros de estudios, y otro muy distinta hablar para la jodida primera ministra.
—Tranquilo —dijo Nick—. Todos gritaremos: «¡Eso, eso, bien dicho!».
Toby se rio, sombrío.
—¿No crees que en el último momento tendrá que asistir a una cumbre o algo así?
—La cumbre es esta, me temo. Lo es, desde luego, para tu papá.
Nick pasó entre las mesas, en cada uno de cuyos puestos había una servilleta en forma de mitra y tarjetas escritas con tinta negra. Sin títulos, por supuesto. Se inclinó sobre la que iba a ser la silla de Sharon Flintshire.
—Me encantan estas fotos de la feliz pareja.
—Sí —dijo Toby—. La Gata le ha puesto un poco de arte.
Catherine había apoyado en el aparador una cosa semejante a un proyecto académico, en que unas fotografías ampliadas de Gerald y Rachel antes de casarse flanqueaban una foto formal de boda, con fotos posteriores de la familia debajo. Parecían los carteles anunciando el elenco de una farsa del West End que llevaba mucho tiempo en cartelera.
—Tu madre era guapísima —dijo Nick.
—Sí. Y papá.
—Están jovencísimos.
—Sí, a papá ya no le hacen tanta gracia estas fotos. No quiere que la Dama le vea en su época hippy.
A juzgar por las fotos, la época hippy de Gerald había alcanzado su apogeo contracultural en un par de patillas de boca de hacha y una corbata floral.
—No puedo calcular la edad que tenían.
—Bueno, papá cumplirá cincuenta el año que viene, así que tenía… veinticuatro años; y mamá le lleva un par de años, por supuesto.
—Aquí tienen nuestra edad —dijo Nick.
—No perdieron el tiempo —dijo Toby, con una pequeña sonrisa triste.
—La verdad es que no lo malgastaron para tenerte a ti, querido —dijo Nick, haciendo el cálculo divertido—. Debieron de concebirte en la luna de miel.
—Creo que sí —dijo Toby, tan orgulloso como avergonzado—. En algún lugar de Sudáfrica. Sé que mamá se casó virgen, y tres semanas después estaba embarazada. Allí no hubo otros jugueteos.
—No, por cierto —dijo Nick, pensando en los años que sus padres habían tardado en traerle al mundo, y con una sonrisa interior por sus propias libertades.
Toby consultó de nuevo el discurso y se mordió el labio. Nick le observó con afecto: chaqueta desabrochada sobre faja carmesí, zapatones negros, el pelo tan corto que la cara parecía más gorda, como una aproximación vergonzosa de su padre, aunque tal como Gerald era ahora, no cuando tenía veinticuatro años. Obedeciendo a un lento impulso, Nick dijo:
—Puede que yo tenga lo que necesitas. Si te apetece un poco de… ejem… ayuda química.
—¿Tienes…? —dijo Toby, con asombro pero interesado.
Y Nick le murmuró que se había agenciado un poco de coca.
—¡Dios, increíble, muchísimas gracias! —dijo Toby, y sonrió con aire culpable.
Mandaron a un camarero que llevara champán al salón y ellos se fueron arriba, con un cierto nerviosismo por el «ensayo». Para Nick, los nervios obedecían al hecho de compartir un secreto. Entraron en el antiguo dormitorio de Toby y cerraron la puerta con llave.
—La casa está llena de polis —dijo Toby.
—¿Qué vas a decir en tu discurso, entonces? —dijo Nick, vertiendo un poco de polvo en la mesilla de noche. El cuarto despedía un aura especial de deserción, no la muda paciencia de un dormitorio vacío, sino la quietud de una habitación donde un chico había crecido y después la había abandonado, y en la que todo se asentaba tal cual era en el silencio. Había una cómoda de caoba y un espejo de marco dorado, muebles muy hermosos, y las fotos escolares y deportivas de Toby, con un joven y desprevenido sentimiento de clase para todas las cosas; y el ropero en que Nick una vez se había atrevido a disfrazarse; objetos todos que incluso para él habían perdido sentido.
—He pensado que podría hacer un chiste sobre la Conferencia —dijo Toby—. Ya sabes, el siguiente paso hacia delante y mamá y papá cumpliendo años y más años, como la Dama.
—Hum… —Nick arrugó el entrecejo por encima de la tarjeta de crédito que estaba utilizando—. Yo creo, querido, que se trata de que hagas el discurso como si la Dama no estuviera presente. Y todo lo que digas debería ser sobre… tu padre y tu madre. Es el día de los dos, no el de ella, y no sólo el de Gerald.
—Oh —dijo Toby.
—Hasta podrías hablar más de Rachel.
—Bien… Dios, ojalá lo escribieras tú.
Toby deambuló inquieto por el dormitorio. En el piso de abajo se oyó el timbre y la llegada de los primeros invitados.
—O sea, ¿qué se puede decir sobre mi madre?
—Puedes hablar de lo mucho que ha tenido que aguantar con Gerald —dijo Nick, con un oscuro presentimiento de que la propia Rachel no conocía ni la mitad del asunto—. No, no hables de eso —añadió, con prudencia—; basta con que el discurso sea corto.
Se imaginó a Toby de pie, hablando, transmitiendo su inquietud a un público al que la bebida ya habría inducido tanto a la brusquedad como al afecto.
—Recuerda que todo el mundo te quiere —dijo, para ayudarle a pasar por alto a los diversos monstruos que asistirían.
Toby se encorvó, esnifó la raya y retrocedió; Nick aguardó a que se produjera la disolución amorosa, sin saber muy bien qué color adoptaría en Toby.
—Hace siglos que no esnifo —dijo Toby, mitad protesta, mitad disculpa, y añadió—: Hum, está muy buena. —Y un minuto después, en radiante capitulación—: Es material de primera, Nick, para mi gusto. ¿De dónde diablos lo has sacado?
Nick resopló con energía y limpió la mesa con el anverso del dedo.
—Oh, en realidad me lo ha conseguido Ouradi.
—Vale —dijo Toby—. Sí, Ouradi siempre liga lo mejor.
—Tú esnifabas con él en los viejos tiempos.
—Sí, lo hicimos un par de veces. Pero yo no sabía que tú también tomabas.
Toby se le acercó dando brincos y Nick tuvo que reprimirse para no besarle y palparle la polla, como habría hecho en el caso de Wani. Dijo:
—Toma, quédate con el resto.
Era como un tercio de gramo.
—Dios, no, no puedo —dijo Toby, con el brillo de la posesión pintado al instante en la cara.
—Sí, cógelo —dijo Nick—. Yo ya tengo bastante, pero tú podrías necesitar más.
Le tendió la esquela de amor diminuta que, como siempre con Ronnie, estaba hecha con una página de una revista de chicas; un pezón ampliado la cubría como un sello. Toby la cogió y se la guardó, tras pensarlo un momento, en el fondo del bolsillo del pecho.
—¡Dios, esto es fantástico! —dijo—. Sí, creo que esta noche todo saldrá bien, ya verás, va a ser un discurso corto. —Y siguió perorando con la simple exultación de un primer toque de cocaína. Cuando bajaban la escalera dijo—: Y, por supuesto, querido, si quieres más me lo pides… No voy a tomar todo esto.
—No me hará falta —dijo Nick.
Entraron con paso airoso en el salón donde Lady Partridge interrogaba a un funcionario del fisco sobre atracadores y Badger Brogan coqueteaba delicadamente con Greta Timms, embarazada de su séptimo hijo. Nick dio un rodeo por la habitación, sonriendo y casi inmune a la inquietud que advertía en otros, la jovialidad creciente, la desatención en las miradas, la sensación de un vacío que aguardaba a ser colmado por la llegada de la celebridad. Miró alrededor en busca de una bebida. El hilo de coca en la garganta le duplicaba la sed. Dos camareros acudieron con bandejas cargadas, lo que le produjo risa: eran la respuesta exacta a una sed duplicada. Eligió, por motivos de belleza, al moreno y de labios llenos. «Gracias… ah, hola», dijo Nick, por encima de la copa en alto, conociendo al camarero antes de saber quién era: nada más que un segundo, mientras todo brillaba y quedaba en suspenso, los ojos mirándose, las burbujas ascendiendo en una docena de copas altas.
—Me acuerdo de ti —dijo entonces, con bastante sequedad, como si fuera un camarero memorable por haber dejado caer alguna cosa.
—Oh… buenas noches —dijo el chico, con un tono agradable que a Nick le empujó a sentirse perdonado—. ¿Dónde nos hemos visto?
Y Nick supo así que, en efecto, le había olvidado.
Hubo una conmoción en la ventana y Geoffrey Titchfield, como un viejo lacayo, impregnado de la nobleza de sus amos, dijo:
—Ah, ha llegado el coche de la primera ministra.
Se dirigió a la puerta, tan exaltado por sus propias palabras que no advirtió el barullo que habían ocasionado. Los invitados se miraban a la cara para tranquilizarse, uno o dos parecieron refugiarse en los rincones, desistiendo de antemano, y entre los hombres hubo empujones escasamente amistosos. Nick les siguió al rellano, con la sensación de que la primera ministra no era una persona discreta, se picaría si no había un gentío, una manifestación popular. Le tenían apretado contra la barandilla en el primer giro de la escalera, mirando sonriente hacia abajo como un llamativo comparsa anónimo en un cuadro histórico. La puerta principal estaba abierta y la fría humedad de la calle agudizó la emoción. Las mujeres tiritaban, con una feliz incomodidad. La noche era el elemento quisquilloso sobre el que habían triunfado. El «analista cáustico» se coló dentro del grupo y estuvo a punto de tropezar, entre risas y chisteos. Gerald estaba ya en la calle, en humilde alineamiento con los chicos de Special Branch. Rachel estaba en el límite del vestíbulo, aureolada por la luz lloviznosa y el tubo diáfano de plata de su vestido. Se oyó la voz famosa, hubo unos segundos de extraño e intenso silencio y apareció la Dama.
Entró con su paso elegante y brioso, resabio de una turbación reprimida hacía mucho, de una torpeza transmutada en poder. Miró hacia delante, hacia la casa desconocida, y todo lo que vio fue una confirmación. La recibió el espejo alto del vestíbulo, y reflejadas en él vio la cara de los presentes, algunos de los cuales, por grandiosos que fueran, tenían una expresión que trascendía el orgullo, una especie de embeleso que era a la vez insolente y tímido. Pareció complacida por el recibimiento y respondió a él de un modo alegre y pragmático, como la realeza moderna. No dio muestras de que se hubiese fijado en el color de la puerta.
Arriba se había restablecido la calma, pero era algo especial, la calma comprometida del avance después de haber terminado la obertura y haberse alzado el telón. La gente recobró la compostura. Hubo una especie de improvisada cola de recibimiento cuando la Dama entró en la habitación (su marido, tras ella, se deslizó con modestia hacia una bebida y un viejo amigo). Barry Groom, recuperándose de su escándalo a causa de una call-girl en la primavera, agachó la cabeza con una humildad horrible cuando la primera ministra le tomó la mano; más tarde dijeron que Barry llegó incluso a decir hola.
A Wani le saludó con buen humor, como a alguien visto recientemente en otro sitio; obtuvo el resplandor del reconocimiento, pero renunció a reclamar la necesidad de volver a hablar con ella pronto, aunque le retuvo la mano y no se supo si iba a besarla. Gerald, celosamente, la instó a seguir adelante, y le murmuraba nombres. Nick la observó con un interés primitivo cuando ella se le acercaba; por distinguida que se mostrase y enjoyada que estuviera, carecía de modales. Su peinado era tan perfecto que Nick empezó a imaginárselo mojado y colgándole encima de la cara. Llevaba una falda larga y negra y una chaqueta de hombros anchos y color blanco y dorado, con bordados increíbles, como un uniforme de Ruritania[15], y en cuyo escote exhibía un magnífico collar de perlas. Nick lo examinó, así como el busto cuadrado y la gordura maternal del cuello. «Qué guapa es», dijo Trudi Titch-field, en un ensueño desinhibido. Nick fue presentado a toda prisa, casi elidido, siguiendo el ritmo de la larga frase social, pero con un detalle, o una trola, sorprendente: «Nick Guest… un gran amigo de nuestros hijos… un joven profesor universitario», con lo que se vio ensalzado y también comprometido, ya que los docentes no eran la gente predilecta de la primera ministra. Nick asintió y sonrió y sintió cómo le enfocaban sus ojos azules, con brevedad y recelo, antes de tomar la iniciativa y exclamar: «¡Hola, John…!», dirigiéndose a John Timms, que de pronto se había colocado al lado de Nick. «Primera ministra…», dijo John, sin estrecharle la mano pero aferrando a la Dama, en cierto sentido, con el fervor y la gracia de su tono. Al final de la fila estaban los hijos, una pareja desparejada y con los ojos como platos, Toby todavía maravillosamente alegre y Catherine, que podría haberse enfurruñado o formulado una pregunta embarazosa, y que en lugar de esto estrechó la mano de la primera ministra con un «¡Hola!» efusivo y la miró como un niño a un mago.
—Ah, y le presento a mi novio —dijo, señalando a Jasper pero sin acordarse de decir su nombre. «Hola», dijo la Dama, con la suficiente sequedad para sugerir que ya se merecía un trago, cosa que Tristão, con sus ojos de gacela y su sonrisa relajada, estaba listo para ofrecer.
Nick bajó trotando de esnifar una raya rápida y sorprendió a Wani saliendo del dormitorio de Gerald y Rachel.
—Dios, ten cuidado, cariño —dijo.
—He entrado sólo a usar el retrete —dijo Wani.
—Hum —dijo Nick. Estaba tan borracho y colocado que en absoluto se tomaba el peligro en serio—. Usa el mío si lo necesitas.
—La escalera —dijo Wani.
A Nick le encantaba la manera en que la coca disipaba la nube de champán, clarete, Sauternes y más champán. Sumaba los puntos y los anotaba en concepto de crédito en una cuenta nueva de placer. Deparaba claridad, como una cura; casi, al principio, como la sobriedad. Rodeó con un brazo los hombros de Wani y le preguntó si se lo estaba pasando bien.
—Nos vemos tan poco —dijo. Empezaron a bajar la escalera y algo captó la atención de Nick en el tercer o cuarto peldaño, alguien que se movía en el suntuoso dormitorio blanco del que Wani había salido. Se aceleró su instinto de guardián de la casa, de vigilante que previene problemas. Jasper salió del dormitorio con un aire formal, como si tuviera las llaves y mostrara el lugar a un comprador. Saludó a Nick con un gesto y le guiñó un ojo.
—Subía a la habitación de Cat —dijo.
—Así que —dijo Nick, cuando él y Wani siguieron bajando, con un titubeo pensativo a cada peldaño, como si el hechizo de un pensamiento compartido pudiera detenerlos en seco— te has llevado cuesta arriba a la puta de la casa…
—Hay que escalarla, compadre, hay que escalarla.
—Sí —dijo Nick, con un resuello y un tic amargo en la boca. Buscó la culpa en la cara extrañamente rosada de Wani; vislumbró, como cartas barajadas, a los dos juntos en el cuarto de baño, el amor de Wani a la corrupción, todas las licencias que acompañaban a la última raya—. O sea que ya no es nuestro secreto —dijo.
Wani le dirigió una mirada que era desdeñosa pero no agresiva. Nick quizá estuviese en la fase clara y lúcida, pero Wani estaba mucho más lejos, en la etapa en que el cuelgue giraba y se estancaba y parpadeaba ante una habitación o un amigo apenas reconocidos. Nick dejó que Wani se marchara y el fuerte latido de la coca se convirtió en un breve galope de pánico. Sonrió a la defensiva, y pareció que la sonrisa buscaba y hallaba un tema más feliz, en la floración incipiente de la droga. Era difícil saber lo que importaba. No tenía el menor sentido pensar en ello en aquel momento. La música empezó a sonar fuera, en la carpa, y todo tenía un aire de aventura.
Encontró a Catherine en un rincón del salón, de palique con el dentudo y viejo Jonty Stafford, el embajador jubilado, que se inclinaba sobre ella como un cordial disparatero.
—Sí, yo creo que Dubrovnik te gustaría —estaba diciendo, con una sugestiva caída de los párpados—. El Hotel Diocleciano, un encanto enorme.
—Oh —dijo Catherine.
—Siempre nos dan la suite nupcial, ¿sabes?, que tiene una cama gigantesca. Allí se podría hacer una orgía.
—No la noche de bodas, se supone.
—Hola, Sir Jonty.
—Ah, aquí tenemos a tu galán joven y guapo, ¡estamos listos, ahora sí que estoy perdido! —dijo Sir Jonty, y se fue tras el trasero de otra mujer que pasaba, y que resultó ser el de la primera ministra. Lo contempló durante un momento, moviendo la cabeza—: Maravilloso, ¿eh?… La primera ministra…
—Creo que acaba de insinuársete un viejo muy borracho —dijo Nick.
—Bueno, es agradable que alguien se fije en ti —dijo Catherine, dejándose caer en un sofá—. Siéntate. ¿Sabes dónde está Jaz?
—No lo he visto —dijo Nick.
El fotógrafo andaba suelto y su flash brillaba en los espejos. Se infiltraba y se mezclaba con los invitados, se les acercaba con una sonrisa, como un pelma a quien se le recuerda vagamente, con su pajarita y su esmoquin, y entonces, ¡paf!: los pilló juntos. Más tarde volvió donde ellos, porque la mayoría de sus fotos captaban un parpadeo empañado o un hombro girado, y los sorprendió de nuevo. Esta vez se apretujaron y le encararon, o fingieron que no le habían visto y posaron con una majestad desenfadada. Nick se sentó en el sofá junto a Catherine y se repantigó con una pierna recogida y una sonrisa en la cara por su propia elegancia. Sintió que podría posar toda la noche. Se sentía de maravilla, adoraba aquellas noches, y aunque habría sido grato rematar la fiesta con sexo, poco parecía importar que no lo hiciese. Sacaba el mayor partido de esta privación.
—Hum, hueles bien —dijo Catherine.
—Oh, es sólo el viejo Je Promets —dijo Nick, y sacudió los gemelos ante Catherine—. ¿Todavía no has pasado tus doce segundos con la primera ministra?
—Estaba a punto de hacerlo, pero Gerald no me ha dejado.
—He oído un poco de lo que hablaban en la cena. Se las da de muy hogareña e indulgente consigo misma.
—Glotona —dijo Catherine.
—A todos les encanta dárselas de buenazos, lanzan suspiros de alivio, hablan toda la noche de la margarina comparada con la mantequilla, y de repente ella les embiste con la política agrícola común.
—No le has dicho lo que piensas al respecto.
—Aún no… —dijo Nick—. La controlan muy de cerca, ¿no crees? Ella manda, pero va donde le dicen.
—Sí, aquí no es la jefa —dijo Catherine, haciéndole a Tristão una seña atrevida—. ¿Qué te apetece beber?
—¿Qué me apetece? —dijo Nick, respondiendo a la sonrisa formal de Tristão con una astuta, y recorrió con los ojos el cuerpo del camarero—. ¿Qué preferiría?
—¿Champán, señor? ¿O algo más fuerte?
—Champán, de momento —dijo Nick, arrastrando las palabras—, y un rato después algo más fuerte.
La visión del placer se agudizó frente a él, la deliciosa sinergia de las drogas y el alcohol, la sensación de riesgo reforzaba insensatamente la de seguridad, la nueva convicción de que ahora, al cabo de todos aquellos años, podría hacer lo que quisiera con Tristão. El propio camarero se limitó a asentir, pero al inclinarse para alcanzar una copa vacía se apoyó con rapidez y firmeza en la rodilla de Nick. Este observó cómo se perdía en la habitación llena de gente y durante varios segundos largos todo formó una perspectiva única, allí y Hawkeswood, los dorados, los espejos, una habitación tras otra, los faldones entrevistos de una idea fugitiva: que después llegaba a ti, en sí misma, y era lo que deseabas. La persecución no era sino una manera impaciente de aguardar. Gerald tenía razón: todos tendrían su premio. Cuando Tristão volvió e inclinó hacia ellos las copas en la bandeja, Nick alzó la suya en un brindis que era a la vez general y secreto.
—Por nosotros —dijo.
—Por nosotros —dijo Catherine—. Deja de ligar con ese camarero. —Un minuto después dijo—: Fedden parece bastante animado esta noche. No parece él, la verdad.
Miraron a Toby, arrellanado en el sofá de la primera ministra, en el otro lado del salón, contándole algún chiste inimaginable. Justo al lado de la Dama, el amplio almohadón abollado era una zona de recepción donde los suplicantes se posaban para una audiencia de uno o dos minutos, antes de ser cortésmente desalojados; Toby, sin embargo, explotando quizá el triunfo de su discurso después de la cena, llevaba allí un buen rato.
—No me extrañaría —dijo Nick— que Wani le hubiese dado un poco de polvo de la risa para el trance.
—Oh, Dios —dijo Catherine, con menosprecio, y luego se rio al pensarlo—. Ya sabes cómo es Toby, le ofrecerá un polvo, o como se llame.
—Ha bebido mucho, ¿no? Pero no parece que le haga efecto.
—Es muy divertido ver a los hombres con ella. Se le acercan con sus mujeres, pero se ve a la legua que son un incordio… mira aquel, sí, el que le da la mano: «Sí, primera ministra, sí, sí», no consigue del todo presentarle a su mujer… Es evidente que se muere de ganas de que ella se pierda para poder tener un encuentro picante con la Dama… Ahora que ella se ha sentado en el sofá él está furioso… ¡pero sí! Ya lo tiene… se está acuclillando… se arrodilla en la alfombra…
—Quizá le obligue a besarla…
—Oh, seguro que no…
—¡Su anillo, querida!
—Oh, quizá. Es un anillo muy grande.
—Bueno, está regia con ese traje, ¿no?
—¿Regia?… Querido, parece una cantante de country.
Catherine emitió un alarido breve y la gente se volvió hacia ella con diversos grados de humor e irritación. Tenía aspecto de estar muy acelerada por dentro. Sostenía su vaso tembloroso delante de la cara.
—¡Estas flautas de champán son enormes! —dijo.
—Sí, son como tubas de champán, ¿no? —dijo Nick.
En los jardines comunales empezaron a estallar fuegos artificiales muy estruendosos, morteros y truenos. Las ventanas vibraron y las explosiones rebotaban en las casas. La gente gritaba jovialmente y se asustaba, pero la primera ministra no se arredró, sino que fortaleció su voz con un diapasón firme, como si afrontase el desafío de una Cámara alborotada. A su alrededor, sus cortesanos se sobresaltaban como faisanes.
—Lo que de verdad me asombra —dijo Nick— es la fantástica mariconería de los hombres. La mariconería heterosexual.
—Yo casi me la espero —dijo Catherine—. Ya sabes, teniendo a Gerald…
—Querida, Gerald es como un peón con buzo, es un minero en un piquete comparado con esos tíos. Mira al viejo, hum, ministro de…, ¿de qué es ministro?
—No lo sé, es el monstro de algo. El de la cara rosa. Lo he visto en la tele.
Era uno de los hombres situados directamente detrás de la primera ministra, un showman, que a la vez protegía y exhibía a su jefa. De vez en cuando lanzaba miradas codiciosas al pelo de la Dama. Él llevaba el suyo alisado hacia atrás con fijador en hondas ondulaciones rizadas, sobre las cuales se pasaba una mano que apenas las tocaba. Era uno de los pocos hombres que lucían un esmoquin blanco, y su pose era un espléndido desmentido de una posible pifia. La chaqueta tenía solapas con vueltas de seda color crema; una hilera de fulgurantes botones azules trepaban hasta una pajarita ociosa de terciopelo, seguramente de color violeta. El cuello de la camisa le encuadraba la cabeza en un ángulo altanero, y una faja ceñida de seda le mantenía erecto y acentuaba el arrebol dispéptico de la cara. Catherine dijo:
—Creo que ningún homosexual que se respete vestiría así.
—Oh, yo no diría tanto —dijo Nick, sin saber con certeza cuál de los dos era más irónico—. Es sólo vanidad consentida…
—¡Es el monstro de Vanidad, querido! —dijo Catherine, con otro grito.
Nick fue al cuarto de baño del primer piso y esnifó una raya rápida. Parecía un poco innecesario subir tan furtivamente. Resopló, presionando con un pulgar, por turnos, sendas ventanillas nasales, y lanzó una sonrisita a la imagen de Gerald estrechando la mano de Ronald Reagan. No te daba la impresión de que el americano supiese quién era Gerald: tenía aquel aspecto de benevolencia de nivel medio. La música retumbaba fuera, antes había sido jazz Big Band y ahora era rock and roll de la primera época, como el que cabía suponer que Rachel y Gerald habrían bailado veinticinco años antes. Los fuegos estallaban y chirriaban. Al otro lado de la puerta cerrada con llave se oía el barullo colectivo de la fiesta, con su trasfondo de oportunidades secretas: había allí dos hombres a los que Nick deseaba. El picaporte chasqueó y él limpió, comprobó, accionó la cisterna, se pellizcó la pajarita en el espejo y salió como si nada, sin mirar apenas al policía que aguardaba.
Miró alrededor, porque la duquesa había ocupado su sitio al lado de Catherine. El salón atestado era para Nick el patio de recreo. Se sorprendió a sí mismo mirando atentamente hacia el sofá de la primera ministra. Toby se alejó como un actor que entra en bastidores, todavía sonriendo; Nick no sabía qué le habría dicho ella. Lady Partridge había estado merodeando y se había agachado para tomar la mano de la Dama. Parecía casi tan enmudecida como Nick habría estado si hubiera conocido a un escritor admirado. «Me encanta su obra» era en realidad lo único que se le podía decir. Pero en aquel caso, como Lady Partridge era una anciana, por detrás de la sumisión sobrecogida e infantil se traslucía un pliegue de sabiduría y orgullo maternal. Nick no oía muy bien lo que estaba diciendo…, ¿algo sobre el problema de la basura?… Y estaba bastante seguro de que ella tampoco oía a la primera ministra, pero daba igual, las dos estaban agarradas de la mano, en un acto de homenaje o incluso curativo que para Judy era una novedad emocionante y para la Dama un hábito profundamente familiar. Las dos tenían una buena curda, y podrían haber estado discutiendo mientras tiraban de las manos hacia atrás y hacia delante y alzaban la voz. Había algo en la primera ministra que parecía decir que habría preferido una disputa, pues era en lo que ella se desenvolvía a sus anchas, y cuando Judy se replegó, acuclillándose a ciegas y hacia atrás, levantó su vaso de whisky vació y golpeó con él la pierna del monstro de Vanidad.
Era lo más sencillo de todo: Nick avanzó y se sentó, casi arrodillándose, en el borde del sofá, como alguien que se declara en una obra de teatro. Miró con embeleso la cara de la Dama, la cabeza entera, picuda y coronada, que vio que era una hermosa pero inverosímil fusión del vorticismo y el barroco. Ella le devolvió la sonrisa con una cierta rapidez animal, un reto de un azul vivo. Hubo el suave resplandor del flash —dos, tres veces—, un brillante sentido de la ocasión, el brillo flotante en el ojo como un borrón de sombra, el corazón latiendo aprisa sin ninguna necesidad especial de valentía cuando esbozó una sonrisa y dijo:
—Primera ministra, ¿le apetece bailar?
—Pues mire, me apetece muchísimo —dijo ella, con su voz pectoral, el contralto de la convicción. A su alrededor, los hombres soltaban risitas y reculaban ante una audacia que les había sobrepasado. Nick oyó cómo el episodio completo acumulaba ya comentarios, formaba su historia, cuando avanzó con ella entre tics de sorpresa, el súbito desplazamiento del centro de gravedad, un efecto que ninguno de ellos podría haber causado ni habría podido resistir. Nick, por su parte, esbozó una sonrisa esquinada, sin hacerles el menor caso, íntimamente enfrascado en lo que su acompañante estaba diciendo y la brillante osadía de sus réplicas. Otros hombres les siguieron cuando bajaron la escalera de piedra y cruzaron el pasillo iluminado con faroles, para observarlos y desempeñar sus papeles secundarios.
—No me ocurre a menudo que me saque a bailar un catedrático —dijo la Dama.
Y Nick advirtió que Gerald no lo había entendido muy bien: ella se movía en su propio elemento acelerado, su propia perspectiva enguirnaldada, le importaban un bledo los cuadrados en el papel de pared o las puertas de fachada azules: no se fijaba en nada, pero se acordaba de todo.
La actividad en el parquet era escasa pero frenética cuando ellos entraron, en pleno trallazo del Get Off Of My Cloud. Gerald meneaba el esqueleto con una Jenny Groom que no decía palabra mientras Barry, abrazado a Penny, la empujaba a bandazos por la pista. Rachel, que bailaba un jive relajado con Jonty Stafford, tenía un aire de buenos modales exhaustos. Y entonces Gerald vio a la Dama, su ídolo, que había dicho antes que no quería bailar, pero que ahora, un par de whiskies más tarde, bailaba con Nick en una actitud más bien sexy. Retornó todo lo que Nick había aprendido en sus prácticas con la señorita Avison, recuperado en forma de la tabla de multiplicar, el ágil juego de piernas, la presión ligera de la parte superior del brazo; aunque también recobró una animación más profunda, una sensación de que podía correr y brincar por toda la pista con la primera ministra sin resuello en sus brazos. De todos modos, Gerald puso fin a la escena.
Estaban los tres en el baño de Nick, y Wani masticaba y esnifaba, casi tiritando, como alguien enfermo. Tenía un aspecto melancólico, los ojos desorbitados y una expresión ansiosa y perdida. Dijo que estaba bien, que nunca se había encontrado mejor. Se concentró en desplegar el cuadernillo central de la revista Forum para luego rascar hasta la última brizna de polvillo del monte de vello púbico moreno de la chica. Nick estaba sentado en diagonal en la bañera, con las piernas colgando fuera, y observaba cómo Tristão hacía una meada sumamente larga.
—No tires eso —dijo Wani; era una de sus pequeñas bromas.
Tristão se rio y dijo:
—A él le gusta.
—Ya sé —dijo Nick.
—Ahora ya sé dónde te vi —dijo Tristão, tirándolo, sin embargo, y activó el flujo de la cisterna. Se lavó las manos y habló mirando al espejo—. En la fiesta de cumpleaños del señorito Toby. En la casa grandona. Hace mucho.
—Exacto —dijo Nick, forcejeando para quitarse la chaqueta. Tristão también se quitó el frac, como si ya estuviese convenido lo que pensaban hacer. Esta certeza instintiva hizo sonreír a Nick.
—Viniste a buscarme en la cocina. Pensé que estabas muy trompa.
—¿Ah, sí? —dijo Nick, vagamente.
—Luego me sentí muy triste porque dije que te vería más tarde y no fui.
—Sabemos por qué —dijo Wani.
—No te preocupes —dijo Nick—. Seguro que yo también me olvidé.
Tristão puso una mano en el hombro de Nick y este comprendió, sacó el billetero y le dio veinte libras. Tristão ladeó la cabeza y metió su lengua gorda y larga en la boca de Nick, le besó sistemáticamente durante diez segundos, luego la sacó y se apartó. Wani no lo había advertido, atareado con el montículo de coca. Tristão se le acercó y miró por encima de su hombro.
—Me meto en gran lío por esto —dijo.
—Nada de líos —dijo Wani—. No podría ser más seguro. La casa bajo vigilancia policial.
—Sí, me refiero con mi jefe. Sólo una pausa breve, ¿vale?
—A ver si te gusta esto —dijo Wani, palpando la entrepierna del camarero sin volverse a mirarlo.
—¿Quieres decir que necesitas más dinero? —dijo Nick.
—Acabo de darle cincuenta putas libras —dijo Wani, alto, arrastrando las palabras.
Tristão dio unas vueltas por el cuarto y se miró otra vez en el espejo.
—¿Entonces no llevas a tu mujer a la fiesta? —dijo.
—No es mi jodida mujer, oye, guarra —dijo Wani, alegremente.
Tristão sonrió a Nick.
—Te veo bailando con la mujerona esta noche —dijo—. Dando brincos. Creo que le gustas.
Wani echó hacia atrás la cabeza, en una carcajada.
—Voy a preguntarle qué piensa de Nick la próxima vez que la vea.
—Eres buen amigo suyo, entonces, ¿no? —dijo Tristão, y volvió a sonreír a Nick.
—Un amigo cojonudo —dijo Wani, toqueteando, examinando su trabajo—. Un amigo buenísimo… Toma… —Se volvió y le clavó la mirada—. Y tú, ¿no la quieres? ¿No es guapísima?
Tristão hizo un pequeño mohín.
—Sí, está bien. Bien para mí, en todo caso. Cantidad de fiestas, cantidad de dinero. Cantidad de propinas. Cien libras. Doscientas libras…
—Dios, qué guarra eres —dijo Wani.
Nick fue al lavabo y bebió dos vasos de agua.
—Necesito una ra-a-ya —canturreó. Todos estaban ya colocados y se morían de ganas de seguir tomando, con la gran tranquilidad, casi entumecedora, de que les quedaba un montón de material. Era algo más allá del placer, era su propio motor, pura compulsión, aunque les daba la ilusión de elegir y la de elegir con ingenio.
Tristão se encorvó para esnifar su raya y Wani le palpó la polla y Nick le palpó el culo.
—¿Es buena coca? ¿De dónde la sacas? —dijo, dando un paso atrás, y huyó por un momento, esnifando a fondo.
—Se la compro a Ronnie —dijo Wani—. Se llama así. Ah, esto ya está mejor —dijo, apretándose las ventanillas de la nariz—. Adoro a Ronnie. Es mi mejor amigo. En realidad, es mi único amigo.
—Aparte de la primera ministra —dijo Nick.
En la cara de Tristão apareció la primera sonrisita abierta. Ya se estaban tomando en su lugar una docena de decisiones. Dijo:
—Creía que Nick era tu mejor amigo. Él, Nick. ¿no?
—¿Nick? Es sólo una fulana —dijo Wani—. Se lleva mi dinero.
Nick alzó la mirada desde la primera mitad de la raya.
—Quiere decir que es mi patrón —dijo, con una pedantería necesaria.
—No será porque da un puto palo al agua —dijo Wani.
—La verdad es que es el tipo de trabajo que hago —dijo Nick, con descaro.
—¿Qué… un trabajo de puto? —dijo Tristão, y se rio como un idiota.
—De todos modos, como es millonario… —dijo Nick.
—Soy multimillonario —dijo Wani, con una especie de ceño displicente—. Quiero que ahora hagas tu truco.
—¿Qué truco es? —dijo Nick.
—Ya lo verás —dijo Wani.
—Espero que estas drogas no me ablanden la minga —dijo Tristão.
—Si se te ablanda me devuelves mi puto dinero —dijo Wani.
Tristão se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta las rodillas y se sentó en el borde de la sillita con asiento de mimbre. Le colgaba en el aire la polla oscura y pesada. Se metió las manos dentro de la camisa, se la levantó hasta más arriba de las costillas y se retorció las tetillas.
—¿Quieres ayudarme? —dijo.
Wani chasqueó la lengua, se puso de pie detrás de él y se inclinó a mirar mientras pellizcaba y amasaba entre el índice y el pulgar las tetillas del camarero. Tristão suspiraba, sonreía y se mordía el labio reseco. Miraba hacia abajo atentamente, como si para él siempre fuera un prodigio que la minga se removiese y se agrandara y alzase su mástil con languidez entre los muslos hasta flotar en el aire, con una sonrisa rosada del prepucio, un poco replegado.
—Y ahí está todo —dijo Wani.
—¿Eso es todo? —dijo Nick.
—¿Te gusta? —dijo Tristão, cuya cara le pareció de pronto a Nick codiciosa y extraña. Su pene era, por supuesto, la idea latente de la noche, de aquella extraña escenita, una idea que se arrastraba, se descartaba y se elevaba al final como un gran acto estúpido.
—¿O sea que ya lo habías visto? —dijo Nick.
—Oh, siempre quiere verlo —dijo Tristão.
Wani estaba de rodillas, tratando de hacer torpe justicia a lo que siempre quería. Tenía el pantalón bajado, pero el pene, deprimido por el bombardeo o la ventisca de coca, estaba encogido, casi no se veía. Wani se había extraviado, lejos de la humillación: para eso pagaba. Esnifaba mientras lamía y chupaba, y una mucosidad reluciente, veteada de sangre y polvo no disuelto, manaba de su famosa nariz sobre las rodillas del camarero. Era obvio que Tristão nunca se ponía así, había aprendido el peligro gracias al ejemplo de Wani. Ahora se mostró locuaz, como alguien entre amigos. Hizo una señal a Wani y dijo:
—Entonces le vi la primera vez. En la fiesta del señorito Toby. Me dio coca y yo le di por mulo.
—¿Mulo…? Ah, por el culo, ya entiendo.
Nick sonrió con una curiosa mezcla de frialdad e hilaridad, un cierto respeto por las travesuras, por dolorosas que fueran. Le miró mientras Tristão pasaba las manos por los rizos negros de su amante: lo hacía de un modo despreocupado, paciente, familiar, casi como si Wani no se la estuviese mamando, como si fuera un niño precioso y mimado que se hubiese infiltrado entre los adultos, hambriento de elogios y confiado en obtenerlos. Tristão le acariciaba el pelo y le cantaba alabanzas, sonriendo.
—Es el que mejor paga.
—¡No lo dudo! —dijo Nick, y se sacó un condón del bolsillo.
—Vamos allá —dijo Tristão.
Abajo, la primera ministra se marchaba, Gerald había bailado con ella durante casi diez minutos. Emanaba el fulgor de la intimidad y la ligereza del éxito cuando la acompañó al coche, sin que la lluvia le arredrara. Seguían estallando fuegos artificiales tardíos, como bombas y fusiles, y todos miraban hacia arriba. Rachel se quedó en la entrada, con Penny a su lado, mientras Gerald, suplantando al policía secreto, se inclinó y cerró de un portazo la puerta del automóvil, con una reverencia feliz e involuntaria. La lluvia brillaba como alfileres a la luz de las farolas cuando el Daimler arrancó con un ruido semejante a un brusco suspiro.