(i).
—A tu izquierda se ve un poco del château —dijo Toby, y redujo la velocidad porque apareció un claro entre los árboles. Vieron abruptos tejados de pizarra, ladrillos de un negro púrpura, cristal cilindrado, la dureza especial del siglo XIX.
—Sí… —dijo Wani—. ¿Pero ya no es vuestro?
—Mi abuelo lo vendió después de la guerra —dijo Toby.
—¿Y ahora quién vive ahí? —dijo Nick, cuyo corazón siempre cautivaban la casa de un guarda en una carretera secundaria o un pináculo entre árboles, y un renacimiento del gótico más que el gótico en sí—. ¿Podemos entrar?
—Es una residencia para gendarmes jubilados. He estado dentro; es bastante deprimente —dijo Toby, y siguió conduciendo por la calzada llena de baches.
—Oh —dijo Nick, sin convicción.
—¿No os causan problemas? —quiso saber Wani.
—A veces se ponen un poco pendencieros —dijo Toby—. Una o dos veces tuvimos que llamar a la policía.
Y miró por el espejo para ver si Nick se reía de su broma. ¡Oh, las bromas de Toby! A Nick le daban ganas de estrujarle en un abrazo de protesta.
—¿Entonces la casa adonde vamos…? —dijo Wani.
—La casa solariega… era la mansión original de la heredad. Es muy antigua, como del siglo dieciséis, creo… Bueno, ya la verás. No es tan grande como el castillo, pero mucho más bonita. Al menos es lo que pensamos todos.
—Bueno… —rezongó de nuevo Wani, con una leve sugerencia de que quizá hubiese preferido la casa más grande, pero estaba dispuesto a jorobarse con la solariega—. ¿Y todavía pertenece a Lionel?
—Hablando con propiedad, sí —dijo Toby.
Wani miró por la ventanilla como si conociese el valor de cada cosa.
—O sea que algún día, amigo mío, todo será tuyo —dijo, con una mezcla de rivalidad y satisfacción.
—Bueno, mío y de mi hermana, por supuesto.
A Nick le costó imaginar el futuro al que aludía Toby.
—¿Y quiénes están aquí ahora? —preguntó Wani.
—De momento, sólo nosotros, me temo —dijo Toby—. Mi madre, mi padre, yo y Catherine… ah, y Jasper.
—Oh, su noviete…
—Sí, es agente inmobiliario, ¿lo conoces?
—Creo que sé quién es —dijo Wani.
—Parece que Jasper y mi padre han hecho buenas migas. Creo que pondrá la casa en venta cuando nos vayamos.
Nick soltó una risa resoplante desde el asiento de atrás y pensó que Jasper era un manipulador tremendo, que se había camelado a la familia con su flequillo y su voz chunga; y Wani también: con qué impecable habilidad hacía un rápido reconocimiento social de todo lo que estaba oculto para Toby, su antiguo amigo. Miró la parte posterior de ambas cabezas, los rizos negros de Wani, la nuca rapada y bronceada de Toby, y por un instante sobrecogedor pensó que eran dos extraños para él, y quizá entre sí. Eran sólo unos chicos, pero la altura y la arrogancia territorial del Range Rover les prestaban relieve como hombres de mundo: Toby, deportivo y sin imaginación, y Wani, lánguido, con el aire de suavidad y vigilancia que daba el dinero. Tal vez ser viejos amigos no significaba mucho; compartían suposiciones más que vidas. Wani dijo:
—Oh, a propósito, compré el edificio Clerkenwell.
—Oh, lo has comprado. Qué bien —dijo Toby.
—Cuatrocientas mil libras. Pensé que en realidad…
—Sí… —dijo Toby, poniendo una expresión adusta, como aburrido. Había en ellos dos algo rígido pero aceptablemente adulto en esto, en lo de hablar tan poco. Wani ni siquiera le había mencionado la compra a Nick. Era típico de su secretismo, a la vez grandioso y mezquino, desde que le había dado a Nick las cinco mil libras: le hacía sentir cómo eclipsaba esta suma la excelsitud inconcreta de sus propias transacciones.
—Oh, eso es fantástico, estoy impaciente por verlo —dijo Nick. Descubrió que intentaba estar a la altura, como para mostrar que, por primera vez en su vida, tenía dinero; pero el hecho de tener algún dinero y estar sentado en un coche detrás de Toby y de Wani sólo le servía para comprender el poco dinero que tenía; ahora ellos le cohibían como nunca lo habían hecho cuando no tenía un penique.
—¿Entonces Martine no vendrá a vernos? —dijo Toby.
—Creo que mi madre no puede prescindir de ella —dijo Wani, con un tono de imponderable ironía.
—Algún día no tendrá más remedio —dijo Toby, y soltó una carcajada.
—Lo sé… —dijo Wani—. ¿Y qué me dices de ti, follador, sales con alguien?
—No… —dijo Toby, con una agria sonrisa de independencia, y luego con gratitud, como si la broma nunca se acabara—. ¡Ah! Ahí viene nuestro arrugado sirviente.
Un anciano avanzaba en bicicleta hacia ellos por el pavimento irregular de la carretera, y en el lento sube y baja del pedaleo las rodillas le sobresalían hacia los costados; se detuvo y entró haciendo eses en el arcén de hierba cuando Toby aparcó.
—Bonjour, Dédé… Et comment va Liliane aujourd’hui?
El anciano se apoyó en el coche y miró al interior con cautela y un atisbo de astucia.
—Pas bien —dijo.
—Ah, je suis désolé —dijo Toby, y a Nick le pareció insincero, pero era sólo la teatralidad, la máscara nueva y competente que uno adoptaba al hablar una lengua extranjera. Siguió una conversación bastante larga, en la que Toby se mostró fluido pero apenas se molestó en intentar un acento francés, y en la que dio la impresión de que entre ambos había una buena voluntad y una simplicidad acrecentadas, y las lacónicas respuestas del viejo eran como sellos de autenticidad para los recién llegados, que trataban de oír y seguir lo que estaban diciendo. Wani, por supuesto, era francófono de nacimiento, pero a Nick le producía una grata sensación de triunfo entender las palabras de Dédé. Las bromas comprendidas en un idioma extranjero se volvían divertidas de una forma adicional y ejemplar: las estaba almacenando ya como el marchamo, la jerga de su visita de diez días. Se recostó, con una sonrisa tolerante, gozando del calor y la luz de sol que se filtraba entre los viejos y enormes robles y castaños del lindero, y de la sensación de una sorpresa preparada, de que le conducían hacia un panorama por caminos a trasmano. Había en el aire aquel cosquilleo que se siente en un paisaje de montañas incluso modestas, la inminencia de un descenso, de espacio en lugar de masa.
Toby puso fin a la conversación, todos saludaron a Dédé con un gesto solícito y el coche arrancó. Nick dijo:
—Espero que venga tu abuela.
—No te preocupes —dijo Toby—. Llega el martes. Y también vienen los Tipper; lo lamento.
—Da igual —dijo Wani.
—Cuánto me alegro de que hayáis venido, tíos —dijo Toby, y buscó a Nick con afecto por el retrovisor.
—Es estupendo estar aquí —dijo Nick, con un escalofrío, al girar entre entrepaños de cancillas, coronados de urnas, del antiguo sentimiento, desde el primer día en Oxford, la primera mañana en Kensington Park Gardens, de inocencia y deseo.
La sombría fachada de la casa, cubierta de enredaderas y con pequeñas ventanas, formaba un patio de tres lados, y a la izquierda había un ala más baja y un viejo granero y un establo a la derecha. La propia casa tapaba el panorama, y sólo a través de la puerta de entrada abierta y del vestíbulo en penumbra Nick vislumbró el resplandor al fondo, otra pequeña escotilla de luz. Recogió del coche las bolsas de su equipaje y observó cómo Wani gesticulaba con retraso cuando Toby cargó con sus maletas y entró con ellas en casa: las sandalias que calzaba repiquetearon en las baldosas de piedra, y tenía fornidos y morenos los músculos de las pantorrillas. Pisó aquel suelo un momento, enmarcado y recortado, como lo había hecho en el portal de Worcester, tantos años atrás, en el arco de entrada que conducía del mundo exterior al jardín interior: Toby, que había nacido para utilizar la verja, la logia, la escalera sin mirarlas ni pensar en ellas. Y resurgió otra cosa de aquella primera mañana, más tarde, en Kensington Park Gardens: la sensación de que la casa no era sólo un realce del interés de Toby, sino una compensación por su indiferencia.
Desde el vestíbulo columbraron una serie de habitaciones con cortinas contra la fuerte luz del día, pero aquí y allí rasgadas de sol. Había cuencos de loza, mesas de roble, libros y periódicos, sombreros de paja, el talante lejanamente amenazador de las ocupaciones vacacionales, del ocio de otras personas, de juegos a los que invitarte, de cosas que los Fedden ya habían dicho y hecho y que persistían en las penumbras, entre las viejas butacas mullidas. Las habitaciones eran de techo alto, vigas profundas y paredes de piedra, con lo que uno tenía la impresión de vivir en las profundidades de las mismas, como en las de un castillo o una antigua escuela. Pero de momento estaban desiertas, y todos sus ocupantes estaban en otro sitio.
Toby les precedió por la amplia escalera de peldaños bajos. En el piso de arriba, a lo largo de un corredor de baldosas ocres que recorría toda la longitud de la casa, había dormitorios como celdas bellamente amuebladas. Los de Nick y Wani estaban al fondo.
—Mamá os ha puesto en cuartos fronteros —dijo Toby—. Espero que no estéis hartos uno de otro.
Wani arqueó las cejas, resopló y se encogió de hombros como un francés: los dos hicieron su número de comediantes. Por un instante resultó difícil creer que aquello no era el habitual arreglo discreto para una pareja que no estaba casada, que Toby no estaba al corriente, que no había concebido la primera sospecha. Nick estaba acostumbrado a engañar a adultos pero le entristecía embaucar a Toby. Sabía la herida que infligiría a su buen carácter infantil llegar a descubrirlo un día. Pero era de suponer que Wani estaba encallecido contra preocupaciones semejantes. Nick, al mirarle, tuvo una intuición breve y fría de los distintos matices de alivio que experimentaron respecto a los dormitorios: el de Nick, que estaban próximos; el de Wani, que estaban separados. El de Wani daba a la fachada, y el de Nick, quizá como allegado a la familia, era el cuarto más pequeño y oscuro al fondo de la casa, con vistas a las ramas de un antiguo plátano. «¡Fantástico!», dijo. Siguió deshaciendo el equipaje y colgó los trajes que había comprado, juzgando siempre con cautela lo que los ricos entendían por «informal». El hotel de Munich le había hecho toda la colada y entre las ropas habían intercalado papel crujiente de seda. Advirtió que un grifo que goteaba en el cuarto de baño estaba dejando una mancha herrumbrosa. Junto a la cama había una librería con viejas novelas francesas, varios Frederick Forsyths abandonados, extraños volúmenes de historia y memorias con la corona nobiliaria del ex libris de Kessler. Había un par de cuadritos raros, pintados sobre cristal y con marcos de madera de peral barnizada. Tomó posesión del dormitorio y se convenció a sí mismo de que no debía ceder a un sentimiento nimio de desilusión.
Toby seguía charlando en la puerta del cuarto de Wani, con las manos en los bolsillos del pantalón corto, el bulto innegable, en los tiempos que corrían, por encima de la pretina y un aire de encontrarse a gusto, así como algo pasivo y perplejo. Nick le amaba con aquel cariño de una vieja amistad que acepta un cierto grado de aburrimiento que la sosiega y hasta la sostiene. Era un afecto destilado, que no exigía nada pero tenía principios.
—Ah, nos lo dirá él —dijo Toby.
—Sí. ¿Cómo se llamaba aquel burdel donde estuvimos en Venecia? —dijo Wani. También estaba deshaciendo la maleta, aunque con tanta timidez y lentitud como se había desvestido aquel día en los estanques de Highgate.
—Oh, ¿el ridotto? —dijo Nick—. Sí, aquel pequeño casino, realmente exquisito, que supongo que en realidad era un burdel. Il ridotto della Procuratoressa Venier. Justo detrás de San Marco.
—Eso es —dijo Wani.
—Lo ha restaurado la sección norteamericana de «Venecia en peligro». Llamas al timbre y la señora te lo enseña.
—Ya veo… —dijo Toby—. O sea que no es un burdel en activo…
—Sería difícil imaginar algo menos parecido a una madama que la mujer de «Venecia en peligro». En mi primer número voy a sacar un artículo sobre los mejores burdeles del mundo.
—A tus anunciantes les encantará —dijo Toby.
—¿No crees? —dijo Wani—. Bueno, burdeles preciosos. —Miró a Nick, de quien había sido toda la idea del artículo—. Ya sabes… risottos.
—Deberías haberme llevado —dijo Toby—. No se puede esperar que el bueno de Guest ande husmeando en salones de fulanas.
—No, tú habrías sido mucho más útil —dijo Wani, y le dirigió una sonrisa ecuánime que despertó en Nick unos celos momentáneos y le llevó a preguntarse —nunca había estado claro— si a Wani le gustaba Toby. Bueno, era posible pero improbable, por alguna amplia razón social, que quizá se redujera al hecho de que a Toby no se le podía comprar.
—Los aperitivos son a las seis —dijo Toby—. Pero antes venid a daros un baño. Todos están fuera —dijo, y se alejó por el pasillo con un repiqueteo de sandalias.
Entonces Nick atravesó la habitación de Wani, abrió los postigos flojamente emparejados y echó el primer vistazo al panorama: espolones boscosos que caían a ambos lados como dedos entrelazados, y más allá un brillante meandro del Dronne, con un risco de roca encima, resplandeciente también en el sol de media tarde. Era el fulgor de Francia en el apogeo del verano, de colores simplificados, áridos y sosos, pero titilantes, y sombras desconcertantes, como gasa gris oscuro. Más abajo arrancaban de la casa tres o cuatro terrazas de piedra, unidas por escaleras; desde allí era difícil distinguirlas.
—Sí, voy a cambiarme —dijo Wani.
—Buena idea —dijo Nick, dándose media vuelta, sonriente.
—Ejem. Vale… —dijo Wani, con la renuencia ceñuda de un chico.
—Cariño, me he pasado la mitad de la noche pasándote la lengua por el culo, así que no creo que me escandalice si te quitas la camisa.
Wani lanzó una risita seca y colocó sus diversos pares de zapatillas y mocasines en el suelo del ropero.
—Es por lo que pudiera decir la gente —rezongó.
—¿Porque soy gay, te refieres? —dijo Nick, enarcando las cejas—. Pues no hay nadie en la casa. Y seguiré mirando por la ventana… Voy a asomarme a la ventana.
Así lo hizo, y vio directamente debajo un toldo blanco que cubría, era de suponer, la mesa, la famosa mesa de la que había hablado Gerald —presentando disculpas a Napoleón— como la del primer comedor de Europa. Eran el toldo y la mesa lo que constituían su panorámica, a la que a menudo aludía Gerald como su paisaje, una de las pocas cosas, junto con la música de Strauss, en las que él era pura sensibilidad sin engorros. No era del todo, por supuesto, lo que Nick esperaba; necesitó un minuto para que la realidad borrase y eliminara la vista largo tiempo imaginada, y que era un poco más hermosa.
Más allá del toldo, unos escalones bajaban a la izquierda, bajo la sombra de una higuera frondosa, hacia otra estructura de techo bajo que Nick pensó que debía de albergar la piscina. Y en ese momento apareció Catherine frente a ellos, descalza e insonora, de puntillas sobre las piedras calientes, con una toalla azul sobre los hombros y el pelo todavía mojado. Parecía muy joven, infantil, al cruzar con paso vivo la terraza y otear alrededor; y también con un incierto aire de crisis, pensó Nick, como si hubiera estado vestida de aquel modo en una calle de Londres. Toby salió del edificio y ella dijo: «¿Están aquí?», sin apenas reparar en la presencia de su hermano, como tenía por costumbre, a pesar de que le estaba haciendo una pregunta. «Bajarán dentro de un minuto», dijo Toby, y él también se encaminó hacia los escalones que llevaban a la piscina. Catherine se sentó en su toalla sobre la pared baja de la terraza, se echó hacia atrás el pelo y escaló con una mirada lenta la fachada de la casa hasta que vio a Nick asomado a la ventana del fondo, sonriéndole.
—¡Hola, cariño!
«¡Hola, cariño!». Nick abrió los brazos hacia el panorama y después, con aquella tonta afectación que a ella le gustaba, simuló que arrojaba flores a la multitud arrobada. A Catherine se le iluminó la cara y levantó las manos en un aplauso insonoro.
—¡Bajad ahora mismo! —gritó.
—Ya vamos…
Wani se había puesto el bañador debajo del pantalón blanco de lino, y asomaba como una provocativa sombra negra. Nick estaba un poco preocupado por los tipos de ropa de baño y los distintos registros de la vida piscinesca. Los Speedos que marcaban el paquete, adecuados para cincuenta largos muy poco sociables o una hora científica tomando el sol, quizá pareciesen improcedentes para unos cócteles o para el ping-pong, donde tal vez fueran preferibles unas bermudas asexuadas. Pero quizá no; el culto al sol constituía la mitad del sentido de una casa en Francia, y pudiera ser que los Fedden no pensaran, como en cierto modo pensaba Nick a veces, que si los contornos de su pene eran visibles, el uso que le gustaba darle estaría muy presente en el pensamiento de todos.
Catherine les besó a los dos de una forma muy distinta: embistió con la cara contra la de Wani y rugió «¡Hola!», mostrando que en realidad no le conocía ni esperaba gran cosa de él. Envolvió a Nick en su toalla y al hacerlo apretó su cuerpo enjuto contra el de Nick, con el bañador húmedo, y él se escabulló riéndose mientras la abrazaba.
—Gracias a Dios que por fin has llegado —dijo.
—¿Cómo estás, cariño?
—Estoy bien. Gerald tiene una aventura, ¿lo sabías?
Nick parpadeó y retrocedió ofendido, pero después procuró mantener la sonrisa.
—¿Gerald?
La imagen que tenía de los diez días siguientes estaba cambiando; tendría que averiguar quién lo sabía y cuánto sabía Catherine, por supuesto. Se sintió horriblemente culpable por saberlo él y no hacer nada, y su principal deseo en aquel primer momento fue exculparse.
—No hablas en serio —dijo, postergando unos segundos la pregunta en verdad irreversible: ¿con quién?
—Sí, es cierto. Está viviendo una aventura con Jasper.
Nick abrió la boca.
—¡Cariño! ¡Qué escándalo!
—Sí, es un escándalo.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace una semana. Hay una habitación repulsiva a la que llaman fumoir y se meten dentro a jugar al ajedrez y fumar puros. Bueno, ya lo verás. Como nadie soporta entrar allí dentro, no sabemos con certeza qué se traen entre manos.
—Esperemos que la prensa no se entere —dijo Nick, con una vertiginosa sensación de indulto, mezclada con la de un riesgo real y renacido.
—Es como que te bese un retrete.
—Oh…, ¿los puros…?
—A propósito —le dijo Catherine a Wani—. Aquí tenemos un pozo séptico, conque nada de tirar cosas raras por el inodoro.
—No…, de acuerdo… —dijo Wani, y se rio y frunció el ceño. No era más que una brusquedad cómica, un impulso de contrariar a aquel exquisito recién llegado y a la vez, pensó Nick, clarividencia, como si Catherine supiera que un drogata siempre estaba encerrado en el retrete. Bajó delante de ellos la escalera, pasaron por debajo de las amplias hojas de la higuera y salieron al perímetro embaldosado alrededor de la piscina.
Como la piscina ocupaba otra terraza alargada, orientada al sur, el resplandor del agua parecía llegar a la lejanía y recortarse contra ella. En el extremo cercano estaba el vestuario, una construcción campestre, de ventanas cerradas con postigos y huellas mojadas de pasos que entraban y salían por la puerta. Tumbonas con gruesos almohadones, mirando hacia distintas franjas horarias del sol, yacían abandonadas en torno a la piscina, pero cerca del borde, bajo una enorme sombrilla roja, Rachel estaba tendida con los ojos cerrados y los tirantes del bañador negro caídos sobre la parte superior de los brazos. Tenía la boca entreabierta y podría haber estado dormida, o en la zona limítrofe de voces en que la mente soleada coquetea unos segundos con el sueño. Estaba más hermosa y vulnerable de lo que Nick hubiese esperado; nunca la había visto desvestida: pensó que era una estampa privada que acaso ella no quería que presenciara Wani. Gerald estaba recostado a pocos pasos de ella, con el agua del hielo de una bebida en un vaso a su lado, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, la cabeza inclinada sobre un libro en el regazo, pero inequívocamente dormido, pues las páginas del libro se alzaban como un peine tembloroso. Más allá de los Fedden, Jasper, despatarrado sobre la barriga en la repisa de azulejos azules, justo debajo de la superficie de la piscina, contemplaba el panorama y daba una impresión de aburrimiento adolescente. Llevaba unas bermudas enormes y multicolores, con una nalga rosa y la otra verde lima, que se deslizaban y se inflaban, se deshinchaban y se le adherían mientras él pataleaba con indolencia en el agua. Nick vio que Wani le miraba. Toby salió entonces de la caseta del vestuario y Catherine, queriendo atribuirse el mérito, gritó: «¡Ya están aquí!», y los despertó a todos.
—Qué aspecto más decrépito tenéis todos ahí tirados —dijo, y lanzó una risa socarrona, al estilo «loco» que ahora se consentía. Gerald empezó a hablar de inmediato, Rachel se retorció, desperezándose, y se incorporó, y los dos chicos rivalizaron al agacharse para besarla. Jasper cruzó chapaleando la piscina. Nick no había visto a la familia desde hacía algún tiempo, por supuesto, y al verla allí, en el letargo casi desnudo de su mundo privado, vio lo que tenía de hermoso y vio algo más, como si fuera una de las intuiciones relumbrantes de Catherine: una disposición para el dolor de la que ni siquiera eran conscientes.
En la cena bajo el toldo, Nick y Wani recibieron la segunda fase de la bienvenida, consistente en que sintieran que la vida había sido insípida y prosaica sin ellos, y en lo agradable que iba a ser ahora que habían llegado. Todos manifestaron sus frustraciones e incitaron a los recién llegados a hacer las cosas que ellos estaban deseando hacer. Al cabo de una semana de punto muerto familiar, de aburrimientos entreverados, habría un arranque de actividad, una altiplanicie de logros. Wani accedió cortésmente a todo lo que le propusieron, aunque pareció algo remiso ante el proyecto que tenía Toby de descubrir un lago subterráneo. Gerald dijo:
—Lo que sí tenemos que volver a hacer son los veinte kilómetros de la excursión a Hautefort, y dedicarle un día entero si hace falta.
Jasper apretó la rodilla de Nick por debajo de la mesa y le dijo que había una tabernita en Podier que «un hombre de criterio como tú» tenía que visitar; y Catherine, quizá satíricamente, dijo que siempre había querido probar el ala delta. Después dijo que iba a pintar un retrato de Nick, pero todos objetaron que robaría al modelo demasiado tiempo. A Rachel le correspondió decir, con su deje irónico, que confiaba en que Nick y Wani se sintieran con libertad para no hacer nada.
—Sí, desde luego —dijo Gerald, insincero. Era perezoso, pero no le agradaba la pura indolencia, que consideraba un fallo de la autoafirmación. Era evidente que su caminata anual por uno de los Trollope más gruesos, al borde de la piscina, le resultaba un fastidioso ejercicio pasivo, aunque expresó que era un volumen magnífico y divertidísimo.
—Creo que la excursión les gustaría —dijo—. No la hemos hecho desde el ochenta y tres.
Se sirvió una copa de vino hasta el borde y pasó la botella por la mesa iluminada por velas.
—¿Qué os pareció Venecia? —preguntó Rachel. Miraba a Nick, pero este clavó la mirada en Wani, para transmitirle la pregunta.
—¡Fascinante! —dijo—. Un lugar fascinante.
—Ya sé… ¿no es fascinante? —dijo Rachel—. ¿Nunca habíais estado?
—Verá, yo nunca había estado —dijo Wani. Aunque apenas conocía a Rachel y a Gerald, había asimilado de inmediato su modo afirmativo y repetitivo de charlar.
—¿Dónde os alojasteis?
—En los Gritti —dijo Wani, encogiéndose de hombros y haciendo una mueca, como diciendo que habían optado por el camino más cómodo.
—Cielo santo… ¡Bueno…! —exclamó Rachel, rindiendo un homenaje deslumbrado a la magnificencia del alojamiento, pero de algún modo conviniendo en que podrían haber hecho una elección más perspicaz y mejor informada.
—Usted también se habrá hospedado allí alguna vez —dijo Wani.
Rachel movió la cabeza.
—Creo que una vez, quizá…
—Hum, ¿dónde nos alojamos, Gata? —dijo Gerald.
—No lo sé —dijo Catherine. Después de la crisis de nervios del año anterior, sus padres la habían llevado a Venecia para un tenso intento de recuperación, del que ahora aseguraba que casi no se acordaba.
—Debo decir que lo pasamos de maravilla —dijo Gerald, con una jovial memoria flaca.
—Sí, es un lugar increíble —dijo Jasper, y le sonrió, con luz de vela en los ojos, como si rememorase algún momento íntimo.
—Oh, ¿cuándo estuviste por última vez? —dijo Nick, como de pasada.
—Ooh, hará como… ¿tres años? —dijo Jasper, bajando la cabeza, y al hacerlo se le desplomó el flequillo.
—¿Y dónde te alojaste tú? —preguntó Wani, y observó la respuesta como si él también se imaginara alguna intimidad: sábanas humedecidas por el sudor, toallas sucias. Jasper pareció considerar muy deprisa varias respuestas posibles, y dijo:
—La verdad es que unos amigos nuestros tienen un apartamento allí.
—Ah, bueno, qué suerte tienes —dijo Rachel, con suavidad, dejando flotar la duda de si le creía o no.
—¿Cerca de San Marco? —dijo Nick.
—No muy lejos —dijo Jasper, y se encargó de devolver la botella de vino a Gerald, que vació lo que quedaba y dijo:
—Nos encantaron los Caravaggio.
Nick no dijo nada y no sabía con certeza si quería que Wani se pusiera en ridículo. Wani tuvo la suficiente prudencia de decir:
—No estoy seguro…
Rachel parpadeó y dijo:
—No, querido, no eran Caravaggio…
—Eran Carpaccio —dijo Catherine, y golpeó la mesa con la mano. Gerald esbozó una sonrisa dolida y dijo:
—Por lo menos te acuerdas de ellos.
Wani, que nunca se alteraba, con un encanto casi siniestro dijo:
—Lo que me impresionó muchísimo fue la arquitectura rococó de Munich.
Dejaron que esta declaración resonara unos momentos mientras cada cual manipulaba con el tenedor pensando qué responder. Wani paseó la mirada por la mesa con una ausencia de autoironía que se parecía mucho a la de su padre, y en el resplandor ascensional de las velas la honda escultura de su cara era también muy semejante a la de su padre. Lo que a Nick le conmovía era, en parte, la apropiación que sin darse cuenta hacía su amante de todas las cosas útiles que él decía, y en parte la evidencia de que Wani pensara que en Francia, en la terraza de una hermosa mansión, entre la propia «familia» de Nick, podía asumir el papel de esteta con tanta confianza como Nick lo hacía en Lowndes Square. La historia real de su estancia en las dos ciudades, la coca, el sexo, las «sábanas pegadas», era su delicioso secreto; la historia adicional de tesoros que no habían visto, del dinero y el tiempo malgastados, la cruda revelación de la verdad de que Wani era bastante ignorante, era el secreto exclusivo de Nick. Dijo:
—Sí, es cierto que te encantó aquello.
—Tú estuviste en Munich, querido… —le dijo Rachel a Gerald.
—Oh, sí —dijo Gerald, con la expresión cariñosa y avergonzada que ponía cuando evocaba su más humilde vida anterior a Rachel.
—Badger y yo paramos en Munich, en efecto, en nuestro famoso viaje en coche a Grecia. Ahora que lo pienso, Badger debió de impedirme visitar esa parte más rococó de la ciudad… el…
—Hay una iglesia fabulosa —dijo Nick.
Toby, que estaba callado desde que abandonaron la piscina, dijo:
—¿Qué diferencia hay entre el rococó y el barroco?
—Oh —dijo Wani, dirigiendo a su amigo una sonrisa tolerante—. Pues el barroco es más musculoso; el rococó es más ligero y más decorativo. Y asimétrico —recordó, como arrastrando algo en el aire con un gesto de la mano izquierda, y batiendo sus largas pestañas para que Nick pensara que había asimilado de él mucho más que sus lecciones condensadas de estilo; era sorprendente que los demás no vieran al instante cómo era Wani—. El rococó es la delicuescencia final del barroco —dijo, como si no pudiera ser más sencillo.
—Ajá, un tema extraordinario —dijo Gerald, vagamente.
—¡Puaf! —dijo Catherine—. No soporto estas cosas, no son más que chorradas.
—Bueno, no es que esperemos que a ti te gusten, hija mía, si nos gustan a nosotros.
—Son engañifas para ricos —dijo Catherine—. Es como la lencería picara.
—Sí… —dijo Toby, como si poco a poco lo captara, pero también se ruborizó.
Wani, que no quería controversia, dijo:
—En realidad, es sólo un gran tema para la revista. ¡Piensa en ilustraciones de lujo! —Y añadió—: La verdad es que fue idea de Nick.
—Ah, bueno, entonces ya lo entiendo —dijo Toby.
—Oh, espero que no sea comprensible —dijo Nick, y todos se rieron de su murmullo chistoso y el atisbo de una paradoja.
Estaba acostado a oscuras y el olor de la serpentina antimosquitos se esparcía por la habitación. La noche era muy silenciosa, las puertas no llegaban al suelo y oía a Wani deambular por la habitación al otro lado del rellano. Quería estar con él como había estado, más o menos, los diez días anteriores, en el lujo despreocupado de los hoteles más suntuosos, pero sentía asimismo el alivio de estar solo: el alivio habitual de un invitado que cierra la puerta y algo más profundo, la soledad olvidada que mide y comprueba la fuerza de un afecto y que, por ser transitoria, constituye una especie de placer. Oyó que Wani apagaba la lámpara y creció la oscuridad en el cuarto de Nick, privada del débil rastro de luz debajo de la puerta. Se preguntó si estarían compartiendo aquella sensación de proximidad espectral, si Wani pensaría en él, tumbado con los ojos abiertos, si aguzaría el oído para oírle, si se estaría masturbando como Nick, consciente de este acto sólo a medias; ni siquiera era masturbación, sino un consuelo juvenil y el reflejo de estar solo, la ciega amistad de la mano… ¿O habría Wani ahuecado la almohada, posado en ella la cabeza y el hombro con un suspiro, recogido las piernas en la postura defensiva que incitaba a Nick a acurrucarse detrás de él y a resguardarle? Sería fácil ir a su habitación, los dos tenían camas amplias, pero ya oía el eco de los pestillos en el largo pasillo, como detonantes para el sentido de peligro de Wani.
Una hora después, despertó de un sueño veneciano y miró con una especie de pánico el cuadrado gris de la ventana y la masa desconocida de la cómoda. Entonces retornaron, como si ascendieran, los sobresaltos y las conexiones de las veinticuatro horas anteriores. Sintió un calor insufrible, apartó la sábana a puntapiés y bebió del vaso de agua apenas visible. En el sueño, Wani se estaba ahogando; estaba en un lado del canal, en cuclillas, con las rodillas dobladas en una tensa postura, mirando por encima del hombro con expresión indecisa pero acusadora, y luego se caía al agua en una zambullida mortal.
Durante todo el viaje había hecho mucho calor, más que el que Nick había conocido en toda su vida; por deslumbrante que fuera Venecia, se habían movido en el hedor a podredumbre de una ola de calor; en las cegadoras avenidas de Munich, la temperatura había llegado a los cuarenta grados. El bochorno les sometía a un estrés que no se confesaban mutuamente. Fueron a la Asamkirche, que a Nick le dejó boquiabierto y suspirando de placer; Wani deambulaba con un aire de buena voluntad provisional, como si aguardase una explicación. Nick ansiaba compartir aquella belleza con él, comunicar con él a través de la estética, pero Wani, por timidez u orgullo, se burlaba un poco de lo que Nick decía. En realidad, a Wani sólo se le podían decir las cosas útiles de una en una; una información excesiva era una ofensa para su amor propio. Nick se demoró en la iglesia y la soledad acrecentó el deleite y el orgullo por su capacidad de reacción. En el palacio de Nymphenburg, entre una marea de autocares, el placer resultaba más arduo, pero sintió que disfrutaba por derecho propio de aquellas maravillas del rococó: quizá hubieran sido engañifas para ricos cuando se construyeron, pero ahora eran algo más, eran celebraciones en sí y de sí mismas.
La primera tarde que pasaron en Munich, Nick entró en una tienda gay llamada Sígueme, cosa que Wani hizo por fin con una risita despectiva. Rodeados de arneses y pornografía asombrosamente infantil, compraron Spartacus, la guía mundial gay, y una abundante provisión de gomas, con las que Wani fingió que no tenía nada que ver: cogió la guía con tiento, como valorando su amenaza, el peso del grueso y lustroso volumen de papel satinado, una biblia herética. Fueron en taxi al Jardín Inglés y llevaban sólo un trecho caminando cuando se percataron de que la gente que les precedía iba desnuda. Eran familias que se iban de picnic a la manera imperturbable alemana, y ancianos con la coronilla rala que estaban solos, como profesores de educación física olvidados, y después una zona ocupada sobre todo por jóvenes sentados y despatarrados, con un aire de tensión disimulada, tan palpable como el polvo y los insectos en el sol sesgado. Un maravilloso riachuelo frío, el Eisbach, fluía alegre entre orillas escarpadas, y Nick se desvistió y entró en la corriente; cuando levantó los pies del fondo de guijarros, fue arrastrado por el agua, riéndose y sin resuello, y saludó con la mano a Wani antes de perderlo de vista y pasar por delante de los céspedes, las risueñas figuras desnudas en la ribera, chicos con guitarras, juegos con pelotas de goma, en una ráfaga de hermoso y frío abandono hacia un bosque y una pagoda lejana… hasta que vio que los chicos se burlaban y le apuntaban, y que las personas que paseaban a perros estaban vestidas y eran severamente normales, como si no tuvieran la menor relación con la feliz especie adanista escondida al doblar el meandro del río. Así que volvió a contracorriente, con los pies curvados y doloridos sobre las piedras resbaladizas, hasta que pudo salir del agua y escabullirse corriendo por la orilla, dando rápidos tirones furtivos al pene embarazosamente encogido.
Despertó de nuevo y dedicó un largo rato distraído a comprobar que esto no había sucedido. Había estado reviviendo en la cama los vivos colores de los minutos antes de dormirse, y el episodio de las vacaciones había resbalado y seguido su propio curso veloz hacia una anécdota más peregrina que la tarde que habían vivido, el ardoroso y tenaz intento de Wani de ligar con el chico que vagaba por los jardines con un cubo y gritando: «¡Pepsi!»; su asombro al ver que no se dejaba comprar. Nick dio la vuelta a la almohada, tosió y volvió a tumbarse. Se hundió entre nubes iluminadas, rosas y grises, el aterrizaje en el aeropuerto de Burdeos aquella mañana. Había habido una tormenta pero estaba amainando, y de golpe vieron lo cerca que estaba el suelo, la luz del sol que surcaba con un guiño lento los estanques, invernaderos y canales, vetas de oro que destellaban en ardiente connivencia a través del vaho.
(ii).
La mañana del lunes, Wani preguntó si podía hacer algunas llamadas telefónicas. «¡Pues claro!», dijo Rachel, y Gerald dijo: «Por favor… ¡querido amigo mío!», señalando con un gesto el cuarto con aspecto de armario donde estaban el teléfono y el fax sin estrenar.
—Es que tengo que atender unos negocios —suspiró Wani, disculpándose de una forma inteligente por lo que Gerald más apreciaba en él. Entró en la cabina y cometió la torpeza, puesto que todo el mundo le observaba, de cerrar la puerta. La noche anterior les había hablado de la compra que acababa de hacer en Clerkenwell y había pedido el consejo de Gerald sobre aspectos de la venta y la reedificación que proyectaba: un muro se había derrumbado y de pronto habían visto en qué cosas podrían entenderse. Cuando Wani salió del cuarto preguntó a Gerald si le podía prestar el Range Rover para ir a Périgueux, y esta vez mencionó un «asunto» más vago de la revista. Nick conocía aquel ceño de irritación fingida, el audaz desprecio a los obstáculos que se interponían en el camino del placer, y se puso nervioso. Pero Gerald carraspeó y, como si estuviera cayendo en la cuenta de su propia amabilidad y sensatez, dijo:
—Pues sí…, ¿por qué no? Faltaría más… —Y luego añadió—: ¡Cualquier cosa por los negocios!
—Es que allí puedo encontrar a un fotógrafo muy bueno, y después de las cosas fascinantes que usted dijo sobre la catedral…
—Oh, St. Front —dijo Gerald, recelosamente halagado—. Sí, la verdad…
Nick estuvo a punto de decir: «Ah, pero ya sabe que es un refrito completo del siglo diecinueve…».
—¿Volverás para la hora de comer? —dijo Rachel. Wani dijo que sí. No sugirió que se llevaría a Nick, y Nick sintió a la vez celos y alivio. Desde la puerta principal vieron cómo el coche se alejaba del patio delantero. Era uno de aquellos momentos en que la familia, si hubiera estado en Londres, habría iniciado una investigación osada y curiosa sobre la persona ausente; pero allí no pareció pertinente.
Salieron a la terraza y Gerald asintió varias veces a Nick y le dijo:
—Encantador, tu amigo.
—Desde luego —dijo Nick, viendo que Gerald quería que lo corroborase, y advirtiendo que Wani había pasado a ser más amigo suyo que de Toby.
—No sé muy bien si mencionar a su prometida —dijo Gerald.
—Oh, yo lo he hecho —dijo Rachel—. Y todo va bien. Me lo ha contado todo. Parece ser que se casan la primavera que viene.
—Ah, estupendo —dijo Gerald, mientras Nick se daba media vuelta, con un aporreo de protesta en el corazón, para contemplar el panorama.
El correo de la mañana trajo varios paquetes gruesos de papeles para Gerald, que se los llevó a la habitación del fondo, suspirando irritado. Estaba claro que sin la ayuda de Penny no se sentía con ánimos de afrontar el trabajo, y estaba asimismo claro, en teoría, que no podía invitarla a la casa. Había convertido en despacho la habitación del fondo; Nick no sabía seguro qué hacía allí dentro, pero Gerald siempre salía con una sonrisa vigilante, incluso caminando un poco de puntillas, como alguien a punto de comunicar una noticia. La cuestión de Penny le pesaba a Nick, y después le parecía tan remota e infundada como una imaginación suya. Gerald se mostraba sumamente cariñoso con Rachel, y cuando estaban tumbados juntos al sol parecían sumidos en su propia historia íntima, así como desconcertantemente sexy y jóvenes. Con todo, había algo difícil y complaciente en Gerald, como si las vacaciones fuesen a la vez una licencia y una penitencia.
Nick salió a explorar los rincones escondidos de la pequeña finca. Descubrió que la mañana y la libertad para disponer de ella le pesaban mucho en ausencia de Wani. Bajó los escalones desmoronados que llevaban de una terraza a otra, como si descendiera los de su propia melancolía. Las gradas inferiores, donde el desnivel era más pronunciado, eran menos visibles desde la casa y tenían un aire de incuria: el reseco suelo de piedra asomaba por entre la hierba fina. Era evidente que Dédé y su hijo apenas se molestaban con aquellos retazos; quizá sólo los invitados, en sus paseos sin rumbo, se aventuraban a bajar hasta allí. El lugar parecía tanto un jardín como bancales de cultivos en desuso; se oía un gemido distante de maquinaria agrícola y el correteo de lagartos sobre hojas muertas. En cada nivel había nogales cargados de fruta verde semioculta. Nick franqueó una abertura en un seto y descubrió viejos cobertizos de piedra, una pila de leña recubierta de hierba, un tractor herrumbroso. Estaba haciendo lo que siempre hacía, fisgar y memorizar, adueñarse del paraje al conocerlo mejor que sus anfitriones. Si Rachel hubiera dicho: «¡Ojalá tuviéramos todavía los zancos de muelles!», Nick habría exclamado, como un niño dolorosamente ávido: «Pero si los tenemos, están en el viejo cobertizo, con la mantequera rota y las escarapelas del premio de las cebollas clavadas en las vigas». Se le ocurrió que el signo de una auténtica posesión era una especie de negligencia, era tener una vieja leñera de la que prácticamente te habías olvidado.
Cogió su libro y bajó a la piscina. El calor trepaba y la alta tapadera de una nube delgada se había disuelto enseguida en el azul. Jasper y Catherine estaban ya en el agua y Jasper parecía complacido de que le vieran forcejeando con ella, casi follándosela; le hizo un guiño a Nick cuando este entró en la caseta para cambiarse. El guiño pareció seguirle dentro. Había una desnuda atmósfera sugerente en el vestuario, que siempre resultaba frío y secreto después del deslumbramiento de la piscina, y parecía albergar algún recuerdo cifrado o la promesa de un encuentro. Nick habría poseído allí a Wani la noche anterior si Gerald no hubiese estado merodeando, hasta fisgoneando. Había un primer recinto con un fregadero, una nevera y juguetes de piscina de colores vivos, colchonetas y anillas, una vieja máquina de remar colocada en posición vertical; detrás estaba el vestuario, con un banco formado por un listón de madera y perchas de ropa, y la ducha situada justo enfrente, detrás de una cortina azul. Sólo el retrete algo maloliente tenía una puerta que podía cerrarse con llave.
Nick salió con su Speedo nuevo y recorrió el borde de la piscina. El agua daba la réplica resplandeciente a la mañana, un juego hipnótico de luz y profundidad. Unas cuantas hojas muertas flotaban en el agua, y otras que se habían hundido parcheaban el fondo azul de cemento. Las libélulas hacían incursiones fulgurantes. Nick se acuclilló y removió la superficie con la mano. En el otro extremo, Jasper había aupado a Catherine hasta dejarla sentada en el reborde de azulejos, con el agua circulando entre las piernas, y la agarraba como si quisiera hacer lo mismo que el agua. Ella hizo un rápido comentario de que Nick estaba en la piscina y luego le llamó: «¡Hola, cariño!». Jasper se volvió, se soltó del borde asidero y dirigió a Nick su sonrisa infalible, pero no dijo nada: flotaba con movimientos perezosos, sin dejar de mirarle. Poseía un repertorio exiguo, un equipo de arranque, de mañas de seductor, y era evidente que le satisfacía lucirlos, con independencia de los resultados. Nick lo juzgó engorroso y resistible, lo cual no excluía que Jasper figurase en sus fantasías más punitivas: de hecho las volvía tanto más punzantes. Jasper batió los pies hacia él y al principio, en el tumulto de refracciones, pareció que estaba desnudo; después, cuando salió chorreante del agua, vio que llevaba un bañador de color carne y con un corte transversal transparente.
—¿Qué te parece el taparrabos de Jaz? —dijo Catherine, dando por supuesto que a Nick le gustaba Jasper.
—Sí, no me lo pongo cuando está su madre —dijo Jasper, considerado. Posó para Nick, encogió el estómago moreno y le lanzó su sonrisa número dos.
—¿Qué te parece? —dijo Catherine, sonriendo nerviosa, un poco sin resuello, en su tono de fijación sexual.
—Hum —dijo Nick, mirando el pulcro paquete donde colgaban, desplomadas, las viriles joyas de la corona, como él las llamaba.
—Habría que decir, querida, que es decepcionante el poco espacio que deja a la imaginación.
Hizo un mohín de tristeza y se encaminó a la tumbona de la otra punta de la piscina, donde había dejado su libro.
Estaba leyendo las memorias de la infancia de Henry James, A Small Boy and Others, y más salido que un mono al cabo de tres días sin un beso siquiera de Wani. Era una combinación sin esperanza. El libro mostraba al James más esquivo y senil, y exigía un compromiso absoluto, improbable en un lector que estaba preocupado por su novio y espiaba a medias, a través de unas gafas de sol, a otro chico que se le estaba insinuando y que a todas luces trataba de excitarle. De vez en cuando el libro se ladeaba y bamboleaba en el regazo, y el peso de las páginas de papel de barba presionaba sobre su erección a través de la tela de nilón negra y lustrosa. Anotaba expresiones curiosas para su posterior empleo: «un oblongo compuesto farináceo» era el eufemismo de James para decir «gofre»: la pegadiza vaguedad de compuesto era sublime. Se preguntó qué estaría haciendo Wani en Périgueux. Sospechaba que estaría buscando un camello, lo cual representaba una vergüenza y un peligro: ojalá que Wani no estuviera tan enganchado; después, él también se sintió frustrado, al cabo de tres días de abstinencia, y pensó en lo agradable y delicioso que sería meterse una raya. Era asombroso, llegaba de verdad a lo más hondo de la mística de Wani, el hecho de que supiese encontrar la coca en cualquier ciudad de Europa. En Munich, Nick había esperado en un taxi delante de un banco, y había contemplado durante diez minutos tensos la rusticidad biselada de sus muros y los arabescos de hierro macizo en sus puertas, mientras Wani estaba dentro «viendo a un amigo». Era probable que el fotógrafo de Périgueux fuese otro amigo de aquellos. De la piscina llegaron chillidos infantiles cuando Jasper se lanzó en bomba sobre Catherine. Nick estaba encantado de que Wani no hubiese presenciado cómo se oreaba o se empapaba de agua el taparrabos; más tarde, con la primera raya, le habría gastado bromas al respecto. Tenía muchas ganas de darse un baño, pero la joven pareja abrazada, que hacía pie en el fondo, se reía y chapoteaba mientras se besaban: la piscina era suya, como un dormitorio. Estaban enloquecidos con el sexo, enamorados de su propia osadía; Nick presintió que Jasper quizá le invitase a participar si se metía en el agua. Su papel consistía en ser el tío Nick, adulto y escéptico, lo cual parecía volver cada vez más provocativo al perplejo Jasper. Pensó que seguramente podría poseerle si quisiera, pero no quería darle aquella satisfacción. Un minuto después, Jasper y Catherine salieron como si nada, con el voluminoso calentón de Jasper apuntando hacia el cielo, entraron en la caseta y cerraron la puerta. James decía que aunque Edgar Alian Poe había sido una figura de su infancia, no había estado «personalmente presente»: en efecto, «el extremismo de la ausencia personal acababa de sobrevenirle». Pasó un minuto tras otro, se oía ahora el silbido de la ducha y Nick, tumbado, espantaba una mosca de la pierna y sentía que el descontento de aquella mañana se convertía en envidia e impaciencia. «El extremismo de la ausencia personal»: a veces el maestro tenía tanto tacto que era casi brutal. Recordó lo que Rachel había dicho sobre la boda de Wani, y la imagen de Wani haciéndole a Martine lo que Jasper le estaba haciendo a Catherine le despertó unos celos amargos; bueno, seguramente era un desatino, pura palabrería. Las palabras se deslizaban y se atascaban sin sentido delante de sus ojos.
(iii).
Al día siguiente, Toby les estaba enseñando a Nick y a Wani a jugar a la petanca: estaban en la plazuela polvorienta y compacta del patio delantero. Wani, que se había mostrado inexperto en el juego, descubrió que era bueno y ahora corría, abstraído y serio, detrás de la bola, y ladraba y sonreía cuando un lanzamiento suyo desalojaba del cochonnet a las otras bolas. «Bien tiré!», dijo Toby, con un género de felicidad más tierna, la de recomponer una antigua amistad mediante un juego, y con un desconcierto cómico, pues solía ganar a la petanca. Aplaudieron el buen tiro que hizo Nick por chiripa, pero el combate se dirimía entre Wani y Toby. En cuanto se hubo agenciado la coca, Wani se volvió más natural y popular.
—Sí, parece que se está aclimatando —dijo Gerald, atribuyéndose el mérito, como el gerente de un hotel reputado por su régimen beneficioso.
—Ya sé… —dijo Rachel, que era la que había sido alcanzada de lleno por el encanto principesco de Wani—. Parece que se está mentalizando con las vacaciones.
El asentimiento general admitía las reservas que antes habían tenido, y el grupo se descubrió un talante solidario justo a tiempo, antes de que llegaran los Tipper y Lady Partridge. Nadie más que Gerald quería ver a los Tipper, y Nick iba de un lado para otro y se detenía en el camino de entrada, aburrido del juego, pero ya sentimental respecto a sus pequeñas ocupaciones en la casa y su esotérico éxito por estar en la Francia profunda, en una mansión deliciosa, con sus dos bellos amigos.
Toby acababa de lanzar el cochonnet a través del terreno de juego cuando un gran Audi blanco con Sir Maurice Tipper al volante cruzó la verja como una exhalación y pasó por encima de la bola. «Cojonudo», dijo Toby, y saludó y sonrió, resignado. En los asientos de atrás viajaban su abuela y Lady Tipper, que tenían ese aire pasivo de las mujeres de todas las clases sociales, cotorreando sin parar mientras las llevaban apenas sabían dónde. Lady Partridge gesticulaba de una forma general hacia la casa, como diciendo que era aquella. Nick corrió a abrirle la puerta, y en la momentánea vaharada de aire frío, pareció que el olor a cuero y laca contaba la historia de toda la jornada.
—Lo sé —dijo Lady Partridge, afincando los pies en el suelo antes de enderezarse, y buscando atención, pero no ayuda—. Siempre he venido en tren.
—¿Habéis tenido un buen vuelo, abuela? —dijo Toby, besándole en la mejilla.
—Todo ha ido perfectamente bien —dijo Lady Partridge, con su indiferencia habitual a los besos—. Hay un buen trecho desde el aeropuerto. Sally me ha venido explicando todo lo que hay que saber sobre óperas.
Y dirigió a los tres chicos una sonrisa astuta. Sally Tipper dijo:
—Los asientos de primera eran exactamente iguales que los de la clase turista, sólo que te dan porcelana más fina. Maurice va a escribirle a John sobre esto.
Observó a su marido, que se acercó a estrechar la mano de Toby y dijo: «Tobias», con tono de fría compasión.
—¡Bienvenido, bienvenido! —dijo Toby, con un débil floreo de buenos modales, evitando la mirada del hombre que habría podido ser su suegro, y fue al maletero para hacerse cargo del equipaje. Los Tipper dispensaron a Nick un saludo displicente, y tuvo el presentimiento, como en ocasiones anteriores, de ser un elemento que ellos no podían ni aceptar ni pasar por alto. Catherine salió de la casa como para inspeccionar algún daño.
—Oh, ¿cómo estás, Cathy? —dijo Sally Tipper.
—¡Todavía loca! —dijo Catherine.
En eso aparecieron Gerald y Rachel.
—Bien, bien… —dijo Gerald—. Nos habéis encontrado…
—Al principio pensamos que era ese magnífico château que hay en la carretera… —dijo Lady Tipper.
—Ah, no —dijo Gerald—, ya no estamos en el château, nos apañamos aquí.
Hubo una complicada ronda doble de besos que concluyó cuando Sir Maurice se vio delante de Gerald y le dijo:
—¡Oh, no, ni siquiera en Francia…!
Y soltó una risa débil.
Los Tipper no eran veraneantes normales. Llegaron estupendamente pertrechados, con cuatro maletas pesadas y con conteras de acero, y un gran número de bolsitas que había que manejar con cuidado, pero les faltaba algo inadvertido por ellos. Se susurraban preguntas uno a otro, y daban una impresión de inquietud o irritación encubiertas. Cuando bajaron, la primera tarde, Sir Maurice dijo que esperaba un montón de faxes y preguntó si estaban seguros de que habría suficiente papel en la máquina. Estaba claro que aguardaba con ansiedad la llegada de los faxes. Wani fue a hacerle la pelota y le dijo que él también esperaba algunos, dándole a entender que no perdería de vista la máquina, pero Sir Maurice le dirigió una mirada cortante y dijo que confiaba en que los faxes de Wani no entorpecieran la llegada de los suyos. Eran sólo las cuatro y media, pero Gerald festejó con un trago la presencia de los recién llegados, y Lady Partridge, escudándose en la licencia de su hijo, le acompañó con una ginebra y Dubonnet. Los Tipper pidieron un té y se sentaron debajo del toldo, mirando el panorama con recelo. Cuando Liliane, lenta, estoica y claramente indispuesta, salió con las bandejas, Sally Tipper le dio instrucciones sobre las distintas almohadas que necesitaba. Sir Maurice hablaba con Gerald sobre una adquisición que les interesaba a ambos, aunque Gerald no parecía muy serio con un vaso alto, desbordante de fruta, en el puño. Lady Tipper se quejó a Rachel del olor a perritos calientes en el Royal Festival Hall. Rachel dijo que sin duda todo cambiaría ahora que se habían desembarazado de Red Ken, pero Lady Tipper movió la cabeza, como sorda a cualquier consuelo. Nick, ingenuamente, trató de interesar a Maurice Tipper en bellos parajes locales que él tampoco había visto todavía.
—¡Mira quién fue a hablar! —dijo Sir Maurice, con una rápida sonrisita a Gerald y Toby para demostrar que a él no era fácil engañarle. Estaba acostumbrado a una deferencia absoluta, y la mera simpatía despertaba sus sospechas. No le resultaba nada natural la democracia de una estancia con amigos en una casa rural. Nick miró su cara tersa y clerical y sus gafas con montura dorada a la luz de una nueva idea: que poseer una inmensa fortuna podía no estar asociado con el concepto del placer; al menos, con el placer tal como lo buscaban y lo definían inconscientemente el resto de los allí presentes.
Sally Tipper lucía en costoso embrollo su abundante pelo rubio, y exhibía mucho tintineo, cascabeleo y traqueteo de joyas. Movía mucho la cabeza y asentía a menudo. Era prácticamente un tic: de desagrado o de una conformidad casi más exasperada. Su sonrisa surgía y se esfumaba de golpe, sin gradaciones de humor. Antes de la cena dijo que le gustaría tomar el aperitivo dentro, cosa que no auguraba nada bueno, pues, para los Fedden, toda la gracia y el fetiche de la casa solariega estribaban en hacer a la intemperie todas las cosas posibles. Se sentaron en el salón con las lámparas del techo encendidas, como en una sala de espera. Nick había visto los nombres «Sir Maurice Tipper y Lady Tipper» con letras de oro en la placa de donantes del Covent Garden, y a ella la había visto allí en persona, en ocasiones acompañada de Sophie, pero nunca de su marido. Pensó que podrían disponer de un tema de conversación para toda la semana, y dijo en voz baja que el Tannhäuser reciente no había sido muy bueno.
—Muy bueno… Lo sé… Yo pensé… —dijo Lady Tipper, y meneó la cabeza con dolido desafío a todos los criticones y quejosos—. Pues, Judy, eso no deberías perdértelo —prosiguió, en voz alta—. Lo conocerás, el coro de los peregrinos.
Lady Partridge, pertrechada por el hecho de estar en famille y un tanto achispada, dijo:
—Es inútil preguntarme, querida. Nunca he puesto el pie en una ópera, excepto, y de eso hace treinta años, una vez que… me llevó mi hijo.
Y señaló a Gerald con un gesto abstruso.
—¿Qué vio, Judy? —dijo Nick.
—Creo que fue Salomé —dijo Lady Partridge al cabo de un minuto.
—¡Qué maravilla! —dijo Lady Tipper.
—Sí, fue espantosa —dijo Lady Partridge.
—¡Oh, mamá! —dijo Gerald, que la estaba escuchando con una sonrisa distraída de la charla sobre acciones con Sir Maurice.
—Aplaudo su gusto, Judy —dijo Nick, con el énfasis necesario para hacerse oír, y oyó lo imbécil que sonaba.
—Hum, creo que era de Stravinski.
—No, no —dijo Nick—, era del horrendo… Richard Strauss. Oh, por cierto, Gerald, he encontrado una cita de lo más maravillosa, de Stravinski, por cierto, sobre el horrendo.
—Perdona, Maurice… —murmuró Gerald.
—Robert Craft le pregunta: «¿Admite usted alguna de las óperas de Richard Strauss?». Y Stravinski responde… —Y Nick lo remachó, lo dirigió como con batuta, en la extraña sobreexcitación de la disputa sobre Strauss—: «Me gustaría que todas las óperas de Strauss fueran admitidas en cualquier purgatorio que castigue la banalidad triunfante. Su sustancia musical es pobre y barata; no puede interesar a un músico hoy».
—¿Qué? —bufó Gerald.
—Bueno, ¡yo también prefiero a Strauss que a Stravinski, en todo momento! ¡Lo confieso! —dijo Lady Tipper. Sir Maurice miró a Nick, en la euforia de su críptica victoria, con una aversión desconcertada.
A la hora de la cena, Gerald ya estaba bastante borracho. Parecía tener la intención de llevarse consigo a Maurice Tipper y convertir su primera noche juntos en una juerga alcohólica, seguida al día siguiente del vínculo compungido de una resaca compartida. Pero Sir Maurice bebía con la misma suspicacia con que hacía negocios, tapando el vaso con un parpadeo de diversión menguante cada vez que Gerald se inclinaba sobre su hombro con la botella. La cara de Gerald inclinándose hacia la luz de la vela emitía un resplandor de alegría obstinada. Se sentó y resumió por segunda vez la división del Périgord en zonas llamadas verde, blanca, negra y púrpura.
—Y estamos en la blanca —dijo secamente Maurice Tipper.
La conversación, como a menudo sucedía con los Fedden, derivó hacia la primera ministra. Nick vio que Catherine puso una expresión de fastidio cuando su abuela dijo:
—¡Puso a este país en pie! —En su fervor, olvidó sin duda en qué país se encontraba—. ¡Les dio su merecido en las Malvinas!
—Quieres decir que es una vieja sargenta asquerosa —rezongó Catherine.
—Es, desde luego, un enemigo tremendo —dijo Gerald. Sir Maurice se mantuvo inexpresivo—. A mí no me gustaría que me tuviera enfilado.
—Así es —dijo Sir Maurice.
Wani consiguió de algún modo que los demás le mirasen, y dijo:
—Eso dicen, pero yo siempre he visto un lado distinto en ella. Una mujer inmensamente bondadosa… —Permitió a sus oyentes que le vieran buscar alguna anécdota conmovedora, pero acabó diciendo, con discreción—: Hace absolutamente lo que sea por ayudar a… a las personas que quiere.
Maurice Tipper expresó tanto respeto como rencor con un carraspeo oscuro, y Gerald dijo:
—Claro que tú hablas de ella como de una amiga de la familia.
Lo dijo con una sonrisa resuelta, al tiempo que reconocía a Wani el hecho, tan transparente, de que barría para casa.
—Pues… ¡sí…! —dijo Wani.
—¡Yo la amo! —exclamó Sally Tipper, confiando quizá en que se entendiera que el amor incluía la amistad, así como la trascendía.
—Lo sé —dijo Gerald—. Son esos ojos azules. ¿No te gustaría nadar dentro de ellos, eh?
Sir Maurice no parecía dispuesto a llegar tan lejos, y Rachel dijo con tono ligero, pero sentidamente:
—No todo el mundo está tan enamorado como mi marido.
Nick miró por encima de las cabezas al vasto paisaje nocturno, donde las luces de granjas y carreteras invisibles de día brillaban con una prominencia misteriosa. Habló muy poco, aferrándose al romanticismo ignorado del lugar y la hora, las suaves ráfagas en los árboles, las estrellas que asomaban entre el gris por encima de los bosques recortados. Resultó ser Wani el que salvó la velada. Era obvio que admiraba a Maurice Tipper y que intentaba tanto divertirlo como impresionarle, cosas ambas nada fáciles. Después del plato principal, se concedió una tregua elocuente en el cuarto de baño, y durante la media hora siguiente imprimió el sentido de rumbo y esparcimiento que los demás habían buscado a tientas. Hasta Catherine se rio de la exagerada imitación que Wani hizo de Michael Foot, y también se rio Lady Partridge, en los intervalos en que despertaba de una cabezadita, con una tos y una mirada furtiva.
Por la mañana, antes de que hiciese demasiado calor, los Tipper bajaron a la piscina, ella con un puñado de filtros solares y un sombrero enorme, y él con el nuevo Dick Francis en una mano, como un señuelo para el maletín en la otra. Era la hora en la que a Nick le gustaba hacer sus cincuenta largos: al menos inventó esta tradición para centrar su despecho por los recién llegados. Cuando bajó, un poco más tarde, Lady Partridge, una nadadora entusiasta, pero que apenas se movía, estaba a mitad de camino del extremo somero, al parecer sin enterarse de que Sally Tipper, a su lado en el agua, le estaba haciendo preguntas sobre su prótesis de cadera: la miraba de soslayo a ratos, con ligera aprensión. Maurice Tipper se había apoderado de una mesa y una silla sujetas debajo de una sombrilla y, con un pantalón corto y ceñido, de color galleta, leía un fajo de faxes y hacía anotaciones en ellos. Los labios le temblaban y los apretaba con la sarcástica expresión alerta que constituía su propio estilo de felicidad. Nick, desposeído, se retiró a su rincón predilecto en una terraza situada más abajo a leer la obra de James en compañía de un lagarto.
A mediodía hubo llamadas y voces arriba, donde estaban organizando un grupo para el almuerzo. Nick fue a despedirles. Toby había levantado los asientos de repuesto de la trasera del Range Rover y estaba comprobando si estaban bien sujetos; se tomaba la molestia adicional que retrasa una partida y disimula el alivio de la persona que se queda.
—No queremos que salgan volando por el parabrisas —le dijo a Lady Tipper.
—Creo que este restaurante os parecerá aceptable —farfulló Gerald, chistosamente, e indicó con una señal a Maurice Tipper que se pusiera a su lado en el asiento delantero.
—No puede tomar nada muy condimentado —dijo Sally Tipper—. Sus dichosas úlceras… —Tuvo un tic mientras ponía una cara larga—. Me temo que la cena de anoche le sentó fatal.
—Oh, os cuidarán, harán lo que sea por vosotros —dijo Rachel, con una dulzura inquebrantable. Gerald, perplejo y atribulado por la incapacidad de sus nuevos invitados de advertir las bellezas de la casa solariega, los llevaba a Chez Claude, en Périgueux, que normalmente era el festín de la última noche de las vacaciones, con la esperanza de arrancarles alguna palabra encomiástica.
—Veremos si coincidís con nosotros en que merece una tercera estrella Michelin —dijo Gerald.
—No somos muy glotones —dijo Sally Tipper.
Catherine y Jasper salieron por fin y Wani se apretujó contra ellos, excitado, en la tercera fila. Toby cerró las puertas como un guardia, y la comitiva arrancó, con un suave rugido superior, embutida en los asientos altos, para lo que a Nick se le representó como una excursión al infierno: no el Chez Claude estrellado ni el campo coronado de torrecillas, sino la atmósfera que acarreaban consigo los viajeros. Toby rodeó con el brazo el hombro de Nick y entraron en la casa silenciosa, ambos un poco azorados y cohibidos.
Toby preparó bocadillos para el almuerzo con un entusiasmo deliberado, juntando pollo frío con lechuga, aceitunas y aros de tomate que al primer mordisco se escabullían hacia los bordes y acababan cayéndose. Era un desastre, un batiburrillo, cantidades de salsa pringada en el pan, era como si Toby le dijera a Nick, que una vez había trabajado en una bocadillería: «No soy marica, no tengo estilo, no es culpa mía». Llevaron los bocadillos a la piscina y se sentaron a comerlos debajo de una sombrilla, con las salsas y los tomates escurriéndose fuera y la lechuga cayéndoles encima de las rodillas.
—Hum, delicioso y tranquilo, ¿no te parece? —dijo Toby al cabo de un ratito.
—Sí —dijo Nick, y sonrió. Los dos llevaban gafas de sol y tenían que buscar la mirada del otro.
—¿Te apetece una cerveza? —dijo Toby.
—¿Por qué no? —dijo Nick. Toby entró en la caseta del vestuario y volvió con un par de Stellas de la nevera. Aquello parecía el anuncio de un deseo de hablar, pero no sabía por dónde empezar.
—¿Y cuándo se van Maurice y Sally? —dijo Nick, aunque conocía la respuesta.
—Qué curioso que lo preguntes —dijo Toby—. Yo estaba pensando lo mismo.
—A ella la aguanto, más o menos.
Toby le miró casi con reproche:
—Te estás portando como un héroe con ella. Es una gran loca de la ópera, por supuesto.
Nick intentó dilucidar, a través de los dos pares de gafas, si Toby lo había dicho en broma: pero al parecer lo había dicho con igual inocencia tanto respecto de las locas como de la ópera.
—Él es un completo ignorante —dijo.
—Oh, es un bastardo —dijo Toby, que, a diferencia de su padre, rara vez decía palabrotas. Nick lo hizo por él.
—Es un cabrón.
—Sí, y bien grande.
—O sea, ¿a qué han venido, en realidad?
—Oh, por negocios, desde luego… —A Toby le incomodó oírse criticando a su padre—: Verás, creo que papá pensó que íbamos a formar una gran familia feliz; pero luego pasó lo de Sophie, y… de todos modos, se comporta como si nada hubiera ocurrido.
—Negocios, como de costumbre —dijo Nick, reacio a entrar de nuevo en lo de Sophie— Supongo que Tipper es muy poderoso, ¿no?
—No hay duda de que es uno de los más grandes.
—¿De qué es dueño, exactamente?
—¡Anda ya, Nick…! Santo cielo, habrás oído hablar de TipperCo, es un consorcio enorme.
—Sí, claro…
—Fue una gran historia de adquisición de acciones en los años setenta, se hizo muy impopular pero ganó millones.
—Ya…
—Sí, aquella semana seguramente estabas estudiando a Chaucer.
Como siempre que Toby le pinchaba, Nick experimentó un minúsculo escalofrío amoroso; se sonrojó y soltó una risita de aquiescencia. Toby, por supuesto, lo sabía todo de aquel asunto, pero uno se olvidaba de que lo sabía. Era algo tan maravilloso en su género que él hubiera escrito artículos en los periódicos como que su padre hubiese tenido algo que ver con la política de inmigración o con quién iba a la cárcel.
—He echado un vistazo a algunos de los faxes, pero estaban en un idioma extranjero.
—Oh, me gustaría saber de qué eran.
—Ya sabes, números y cosas.
—¡Ajá! Sí, yo también he echado una ojeada. Hay muchas cuestiones inmobiliarias, en las que supongo que también mi padre está interesado.
—Sam Zeman dice que a Gerald le va de maravilla.
—Sí, está tramando algo.
—Supongo que es un intrigante…
—Oh, sí. Bueno, ya sabes lo pesado que se pone.
—Sí, es cierto…
—Quiero decir que aquí se aburre como una ostra.
—Siempre dice que esto le encanta.
—Le encanta la idea de esta casa. Ya sabes…
Era una idea interesante en sí misma, y en cierto sentido fue formulada, al igual que las cosas juiciosas que Toby decía en Oxford, como si la hubiera sacado de un amigo de la familia.
—Es probable que eche de menos Londres —dijo Nick, preguntándose si Toby tendría un pálpito de a lo que se refería.
—Creo que añora el trabajo —dijo Toby.
Nick lanzó una risa dubitativa, pero no dijo nada. Se levantó y se quitó la camiseta.
—Buena idea —dijo Toby, e hizo lo mismo, y se estiró sin necesidad. Para Nick creció un poco la carga sexual de la tarde. Toby seguía siendo hermoso, aunque se estaba abandonando. La belleza en él se mantenía en un equilibrio misterioso con la desidia. Metió la barbilla y las comisuras de la boca se le bajaron de un tirón cuando se contempló el cuerpo. Era una lástima, pero también un extraño consuelo, y hasta un poco excitante, que estuviera engordando, mientras que a Nick le parecía que Wani, cuya tersa esbeltez había formado parte de su encanto, estaba cada vez más flaco y hasta más aguileño. Toby se sentó, miró a Nick y dio un par de sorbos rápidos de la botella, cohibido por lo que quería decir: —Sí, estás en bastante buena forma últimamente, Nick —dijo—. Me había fijado.
Nick sacó pecho, aplanó el estómago. «Sí», dijo y dio un trago rápido y orgulloso de su botella.
—¿Sales con alguien en este momento?
Le conmovieron aquellos pequeños avances hacia la intimidad, la sensación de que hablar con franqueza con un amigo era una especie de experimento para Toby, un lujo desconcertante. Era un eco de los tiempos de Oxford, en que Nick había inventado ocasiones, urdido conversaciones y empujado a Toby a una charla solemne y un tanto perpleja sobre sus sentimientos y su familia. Fue una pena tener que contestarle ahora, con el mayor desenfado que pudo:
—No, la verdad. —Suspiró—. Tienes razón, ¡debería estar enrollado con alguien! ¡Es un escándalo! —Y acto seguido, con imprudencia—: ¿Y qué me dices de ti? ¿Le has echado el ojo a otra?
—No —dijo Toby—, todavía no. —Dirigió a Nick una sonrisa triste y dijo—: Aquel puñetero asunto con Sophie… —Meneó la cabeza despacio, invocando la conmoción que supuso—. Quiero decir, ¿qué se torció, Nick? Íbamos a casarnos.
—Ya sé… Ya sé… —dijo Nick, olfateando una oportunidad de decir la verdad, lo cual era a veces un placer cuestionable.
—No me digas, enrollarse con uno de mis mejores amigos.
—Creo que a la larga llegarás a verlo como una fuga afortunada —dijo Nick, consciente de que ya se lo había dicho cuatro o cinco veces.
—Puñetero Jamie —dijo Toby.
—Sophie, por supuesto, hizo una estupidez —dijo Nick, con una rectitud fraternal y una ternura secreta—. Pero imagínate tener que pasar todas tus vacaciones de verano con Maurice y Sally.
—Maurice, por descontado, me reprocha que haya perdido a Sophie. Pensaba que hacíamos una buena pareja.
—Eras una buena pareja para ella, querido: un partido cojonudo.
—Hum, gracias, Nick. —Toby dio un trago de cerveza y paseó la mirada por el agua. Fue como si el lenguaje de Nick activara una secuencia mental. Dijo—: ¿Sabes? Supongo que el aspecto sexual del asunto no era gran cosa.
Pareció que también decía esto con una expresión amarga y culpable.
—Oh…
—Verás, ella lo llamaba «actos».
—Concuerdo en que no es muy prometedor.
—Sophie era un poco… cría. Creo que en realidad el sexo no le gustaba mucho.
Nick no pudo evitar decir:
—¿No sería?…
Toby suspiró.
—Decía que yo le hacía daño y… No sé.
Había varias explicaciones posibles: que Sophie, hija de los gélidos Tipper, fuese a su vez frígida; o, por supuesto, que el badajo de Toby fuera demasiado grande, o que no supiera qué hacer con él o que fuera en conjunto demasiado grande y pesado para una joven menuda. Nick dijo:
—Pues si el sexo no iba bien, es otra razón para pensar que tuviste suerte.
Le sorprendió que el hombre que había sido el objeto de sus ansias durante tres años o más, y que formaba una parte incansable de sus fantasías, no fuese quizá, a fin de cuentas, muy diestro en el sexo, o no todavía, que fuera torpe por inexperiencia o por la mala elección de la compañera. Él, por el contrario, había tenido la fortuna de que le instruyese alguien muy ejercitado y de un ardor insaciable. Y durante unos segundos, en el calor meridional, le conmovió y estremeció el recuerdo de aquel primer otoño londinense.
Toby caviló al respecto, vació la botella y fue a la caseta en busca de otras dos.
Más tarde se dieron un baño, sin decir en ningún momento de una forma explícita si estaban compitiendo o no. A Nick le agradó vencer a Toby en una carrera de natación, y luego le entristeció. Sus secretos de drogas y sexuales le producían a la vez alegría y tristeza, como un padre adúltero que juega con un hijo que no sospecha nada. Le pareció una eventualidad extraña, teniendo en cuenta que durante años la idea de retozar con Toby casi desnudos en el agua habría sido de un romanticismo asfixiante. Se incorporó y se sentó en el borde medio sumergido, mientras el agua le lamía las pelotas, contempló la vista y luego miró al otro lado, hacia el vestuario, los escalones sobrevolados por la higuera, la tapia alta al final de la casa, las ventanas cerradas contra el sol. La rijosidad de la tarde, la atmósfera de deserción, la oportunidad amplia y callada: observó cómo Toby salía del agua con un salto magnífico y zarandeaba con la mayor inocencia su gran trasero.
Tomaron otra cerveza tumbados al sol.
—Qué tal lo estarán pasando —dijo Toby.
—Me alegro mucho de no haber ido —dijo Nick—. Seguro que es un sitio precioso, pero…
—Ha sido estupendo pasar un rato contigo, tío —dijo Toby, como si de verdad hubieran aprovechado el tiempo—. Por cierto, ¿te llevas bien con Wani?
—Sí, desde luego —dijo Nick—. Ha sido muy generoso conmigo.
—Me ha dicho que tiene mucha confianza en ti.
—¿Te ha dicho eso…? Sí… Es una persona muy especial.
—Siempre lo ha sido. Pero te irás acostumbrando. Le conozco como a la palma de mi mano.
—Sí, sois amigos desde hace muchísimo, ¿no?
—Puf, sí —dijo Toby.
Nick se untó de crema solar y Toby se la extendió por la espalda, bastante azorado y describiendo en todo momento lo que estaba haciendo. Después se tumbó de bruces en la tumbona y Nick, por primera vez en su vida, se le sentó a horcajadas encima, le vertió la fina loción por los omoplatos y empezó a esparcirla, con brío pero a conciencia. Sintió el cosquilleo premonitorio de un dolor de cabeza a causa del sol y la cerveza; notaba la boca reseca y los párpados pesados y tenía una erección de lo más inoportuna. Sus manos friccionaban con suavidad la espalda de Toby, en una extraña imitación práctica de mil fantasías. El corazón empezó a latirle fuerte cuando abordó la curva de la región lumbar, e imprimió a sus manos un ritmo de masaje, un poco de método, a medida que avanzaba hacia la ondulación del culo y la pretina baja y algo floja del bañador. Y que Toby se dejara hacer producía en Nick una sensación evocadora y enardecida de cómo podría haber sido la continuación. Terminó, descabalgó y se tumbó enseguida en la incómoda postura sobre el vientre. Durante unos minutos, a intervalos muy espaciados, los dos chicos se dijeron cosas que sólo pedían respuestas musitadas, como una pareja en la cama.
A Nick le despertó un extraño sonido ronco, como el de un motor que no arranca. Acompasaba este ruido una respiración profunda, vocalizada. Se volvió, miró alrededor, adormilado, y vio que Toby había sacado de la caseta la máquina de remo. Tenía un asiento móvil, estribos y una barra de mano que tiraba de una cuerda enrollada y bruscamente retráctil. Nick se puso de costado y observó a Toby con la sospecha de que se estaba exhibiendo: cada tirón le impulsaba hacia atrás y hacia delante, y después soltaba los remos. Remaba con gran potencia. El sol le daba en la espalda y de los sobacos le manaba un reguero de sudor. Los músculos del estómago se le encogían y relajaban, una y otra vez. La respiración era intensa y forzada, y sus labios en forma de embudo componían un beso rígido. Era surrealista remar con tanta fuerza sobre tierra seca, al lado de una lámina de agua azul e inmóvil. La máquina hacía un ruido como de un serrucho o una garlopa lejanos, una molestia y una tregua rítmicas. Y Nick recordó un atardecer en Oxford en que caminaba por los Meadows hacia el Isis y pasó por delante de los cobertizos donde ya estaban guardados los botes de ocho remos, aunque todavía pululaban por allí uno o dos remeros, como retenidos por la hora tardía, por el clima de libertad y disciplina junto al río. Los botes chorreantes, transportados en brazos por el camino ancho y arenoso, lo habían sembrado de gotas y charquitos. Avanzaba despacio hasta que vio lo que esperaba ver, a Toby en un bote individual de remos, sin camisa, radiante, surcando el agua ondulada a una velocidad increíble.
Nick estaba leyendo debajo del toldo cuando oyó los portazos del coche y voces cansadas, hoscas. Durante treinta segundos le atenazó su antiguo reflejo de posesión y consideró unos intrusos a los auténticos propietarios. El gran tarro de cristal se hizo añicos y la tarde calurosa se derramó para siempre. Catherine llegó haciendo ruido y se encorvó, simulando agotamiento y náusea.
—¿Buena, la comida? —dijo Nick.
—¡Oh! ¡Nick! Dios…
Empezó a farfullar y buscó a tientas a Nick, el borde de la mesa.
—Siéntate, querida, siéntate.
—Los Tipper. —Catherine arrastró una silla sobre las baldosas y se desplomó en ella—. No te lo vas a creer. Son unos ignorantes de mierda. Y unos ruines de… de…
—¿Mierda…?
—¡Unos ruines de mierda! Él le ha dejado pagar a Gerald toda la comida. Eran más de quinientas libras. Lo he calculado, ¿sabes? Y ni le ha dado las gracias.
—Creo que en realidad no les apetecía ir.
—Y luego hemos ido a Podier y hemos entrado en la iglesia…
—¡Hola, Sally! —dijo Nick, poniéndose de pie con una sonrisa jubilosa, para anular el efecto de lo que pudiera haber oído—. ¿Lo han pasado bien?
Parecía una pregunta inesperada y hasta ligeramente ofensiva, y ella se alisó el pelo varias veces mientras la asimilaba. Después dijo, severa:
—Supongo que sí. Sí. ¡Lo hemos pasado bien!
—Oh, bueno. Creo que es un restaurante fabuloso, ¿no? Bueno, llegan a tiempo para beber algo. Toby está preparando un zumo. Hemos pensado que hoy podríamos tomar las bebidas fuera.
—Hum. Bien. ¿Y qué habéis hecho durante todo el día?
Sally le miró con una pizca de censura. Nick sabía que exudaba el contento malicioso de alguien al que han dejado toda la tarde solo y ofrecía indicios somnolientos de que podría haber empleado el tiempo en algo, pero que de hecho lo había gastado de un modo más envidiable y más inexplicable: en nada.
—Me temo que hemos sido muy holgazanes —dijo, cuando Toby, colorado a fuerza de dormitar al sol, salió con la jarra. Nick cayó en la cuenta de lo que quería darle a entender a ella: el indolente y profundo lazo que le unía con el hijo de la casa.
Como Gerald y Rachel tardaron un rato en aparecer, los Tipper se sentaron con los jóvenes a beber algo. Toby entregó a Maurice un vaso de zumo tan atiborrado de frutas y verduras que él lo dejó sin probar encima de la mesa. Después de parpadear mucho, Catherine inclinó la cabeza hacia un costado, pensativa.
—Usted es muy rico, ¿verdad, Sir Maurice? —dijo, al cabo de un rato.
—Sí, lo soy —dijo él, con un resoplido de franqueza.
—¿Cuánto dinero tiene?
Maurice puso una expresión adusta, aunque no del todo disgustada.
—Es difícil decirlo con certeza.
—Nunca se puede saber exactamente, ¿no? —dijo Sally—. Crece tan aprisa, sin parar… en estos tiempos.
—Una cifra aproximada, entonces —dijo Catherine.
—Si me muriera mañana.
Sally se mostró solemne, pero interesada.
—¡Querido mío…! —murmuró.
—Ciento cincuenta millones, pongamos.
—Ajá… —asintió Sally, desilusionada.
La cara de Catherine no delató asombro.
—Ciento cincuenta millones de libras.
—Bueno, no son liras, jovencita, te lo aseguro. Ni tampoco bolivianos de Bolivia.
Catherine hizo una pausa para que disfrutaran de su confusión y Toby dijo algo tibio sobre los mercados, lo que sólo mereció que Sir Maurice se encogiera de hombros, para dar a entender que no cabía esperar que se pusiera al nivel de ellos hablando de estas cosas.
Catherine removió con un dedo en su bebida un pecio de pepino en forma de medialuna y dijo:
—Me he fijado en que dejó una limosna en la iglesia de Podier.
—Oh, damos a infinidad de iglesias y obras de caridad —dijo Sally.
—¿Cuánto dan?
—No recuerdo exactamente.
—¡Conociendo a Maurice, seguro que una fortuna!
Sir Maurice tenía la expresión sumamente satisfecha de una persona a la que están censurando.
—Ha dado cinco francos —dijo Catherine—. Que son unos cincuenta peniques. Pero podría haber dado… —Levantó el vaso y lo paseó sobre el panorama de colinas y el lejano vislumbre del río— un millón de francos sin notarlo, ¡y haber salvado sin ayuda de nadie el nártex románico!
Eran dos vocablos con los que Maurice Tipper nunca se había enfrentado por separado, y no digamos juntos.
—No sé si sin notarlo —dijo, con bastante indulgencia.
—No puedes dar para todo —dijo Sally—. Ya sabes, tenemos Covent Garden…
—No, de acuerdo —dijo Catherine, tácticamente, como si hubiera dicho una tontería.
—¿Qué es todo este…? —dijo Gerald, saliendo en pantalón corto y alpargatas, con una toalla encima del hombro.
—La joven me está criticando un poco. Por lo visto soy un poco tacaña.
—No con esas palabras —dijo Catherine.
—Me temo que se trata de que hay algunas personas muy ricas —dijo Sally.
Gerald, a todas luces harto de sus huéspedes, y mirando con el semblante tenso hacia los escalones que conducían a la piscina, dijo:
—Mi hija tiende a pensar que deberíamos regalar todo lo que hemos ganado trabajando.
—Todo no, por supuesto. Pero estaría bien ayudar cuando puedes —dijo Catherine, y les sonrió, enseñando los dientes.
—Bueno, ¿tú has metido algo en el cepillo? —preguntó Sir Maurice.
—No llevaba dinero encima —dijo Catherine.
Gerald prosiguió:
—Mi hija vive su vida bajo la extraña ilusión de que es pobre, en lugar de… bueno, lo que es. Me temo que es imposible discutir con ella porque no para de repetir lo mismo.
—No es eso —dijo Catherine, de una manera irritada y vaga—. Lo que no entiendo es por qué, cuando tienes, pongamos, cuarenta millones, estás absolutamente obligado a convertirlos en ochenta.
—¡Oh…! —exclamó Sir Maurice, como ante un error absurdamente infantil.
—Se convierten solos, como si dijéramos —dijo Toby.
—Quiero decir, ¿quién necesita tanto dinero? Es sólo una cuestión de poder, ¿no? ¿Para qué lo quieren? O sea, ¿qué sentido tiene poseer poder?
—El sentido que tiene el poder —dijo Gerald— es que puedes hacer del mundo un lugar mejor.
—Exacto —dijo Sir Maurice.
—¿Así que empiezas queriendo hacer cosas concretas, o sólo conocer la sensación de poder, saber que si quieres puedes hacer cosas?
—Es lo del huevo y la gallina, pienso —dijo Sally, con convicción.
—Es una buena pregunta —dijo Toby, al ver que Maurice empezaba a hartarse.
—Si yo tuviera poder —dijo Catherine—, Dios no lo quiera…
—Amén a eso —murmuró Gerald.
—Creo que impediría que la gente tuviera ciento cincuenta millones de libras.
—Ahí tienes —dijo Sir Maurice—. Has contestado a tu propia pregunta. —Se rio brevemente—. La verdad, no me esperaba una conversación parecida en un sitio como este.
—Es cháchara de escuela de arte, me temo, Maurice —dijo Gerald, marchándose, pero sin la certeza de que aquel menosprecio rutinario agradase a su huésped más que la comida en Chez Claude.
(iv).
Durante la cena de esa noche sonó el teléfono. Todos los comensales en la terraza parecían preparados para una llamada, y una sonrisita de abnegación se esparció por la mesa mientras oían a Liliane respondiendo al teléfono. Nick, por su parte, no esperaba que le llamase nadie, pero pensó que a los Tipper los llamaban de su casa debido a un oportuno desastre. Liliane se acercó al borde de la luz de velas y dijo que era para la señora. La conversación en la mesa se tornó espaciada y con una vaga preocupación cómica por las palabras sueltas de Rachel que se distinguían; tendría que haber cerrado la puerta del cuarto. Unos minutos después, Nick vio encenderse la luz del dormitorio de Rachel; su trucha a la parrilla, a medio comer, y su plato intacto de ensalada cobraron un aire de crisis. Cuando volvió y dijo: «Sí, por favor», con una gentil sonrisa al ofrecimiento de Gerald de servirle más vino, pareció que alentaba y a la vez prohibía las preguntas.
—No habrá sido una mala noticia, espero —dijo Sally Tipper—. Siempre recibimos alguna en vacaciones.
Rachel suspiró, titubeó y sostuvo la mirada de Catherine, una mirada alerta y aprensiva.
—Tristísimo, querida —dijo—. Es el padrino Pat. Me temo que ha muerto esta mañana.
Catherine, sin percatarse de que tenía el cuchillo y el tenedor suspendidos en el aire, se olvidó de masticar mientras miraba fijamente a su madre, y le rodaron lágrimas por las mejillas.
—Oh, cuánto lo siento —dijo Nick, más conmovido por la aflicción instantánea de Catherine que por la noticia misma, y pensó que surgía la cuestión del sida, incontenible y de golpe, y que en cierto modo era responsabilidad suya, por ser el único gay reconocido que estaba presente. Con todo, el resto de la familia hizo un esfuerzo colectivo por obviar el tema.
—Tristísimo —dijo Gerald, y explicó—: Pat Grayson, el actor de televisión… ¿lo conocéis? Un amigo muy viejo de Rachel.
Nick vio en esto algo que ya distanciaba y se acordó de que Gerald había llamado a Pat «estrella de cine» en Hawkeswood tres años antes, cuando el actor estaba saludable y en pleno éxito.
—¿Quién ha llamado, cariño? —preguntó Gerald a Rachel.
—Oh, era Terry —dijo Rachel, con tanto tacto y tan en privado que casi resultó inaudible.
—Vemos tan poco la tele —dijo Sally Tipper—. ¡No tenemos tiempo! Entre el trabajo de Maurice y todos nuestros viajes… Y la verdad es que no la echo de menos. ¿Dónde actuaba, vuestro amigo?
Toby, claramente conmovido, dijo:
—Era el protagonista de Sedley. Divertidísimo, por cierto.
—Oh, comedias —dijo Sally Tipper, con un tic.
—¿A ti qué te parece, Nick? —dijo Gerald—. No era una comedia, exactamente…
—Era una especie de comedia de suspense —dijo Nick, que quería que Pat les gustara antes de que descubrieran la verdad—. Sedley era el granuja encantador que siempre se salía con la suya.
—Bueno, un donjuán —dijo Gerald.
—Cuando le conocí me pareció un perfecto encanto —dijo Wani—. Debió de ser en casa de Lionel… ¡era desternillante!
—Ya sé… —dijo Rachel, distraída, y acarició la mano de Catherine por encima de la mesa, liberando y conteniendo el pequeño episodio de congoja. Lo más probable era que Rachel hubiera llorado en su habitación y que ahora extrajese cierta entereza del hecho de tener que velar por su hija.
Gerald, con su forma alicaída y ceñuda de comprender los sentimientos ajenos, sin que le conmovieran lo más mínimo y sin poder evitar que hasta le repeliesen un poco, lanzó débiles suspiros y ruidos sordos desde la cabecera de la mesa.
—Pobre Gata —dijo—. El tío Pat era su padrino. No era tío suyo de verdad, claro…
—Un furioso izquierdista —dijo Lady Partridge, pero con una risita de indulgencia póstuma, como si esto hubiera sido otro rasgo granujiento en Pat—. Catherine tenía dos: uno conservador hasta la médula y otro un socialista fanático. Padrinos.
—Bueno, puede que fuese un socialista furibundo cuando mamá lo conoció —dijo Toby—. Pero había que oírle hablar de la Dama.
—¿Qué…? —dijo Gerald.
—¡Quería a la Dama!
—Por supuesto —dijo Gerald, cordialmente, sin querer arriesgarse a contar delante de los Tipper los viejos chistes sobre los amigotes izquierdistas de Rachel—. Su madrina, naturalmente, es Sharon… esto… Flintshire… ya sabéis, sí, la duquesa.
—Usted y Pat eran viejos amigos —dijo Wani, con su instinto para los contactos sociales—. Estuvieron juntos en Oxford.
—Era el Benedick de mi Beatriz —dijo Rachel, con una bella sonrisa que parecía consciente del foco de simpatía—, ¡y el Hector Hushabye de mi Hesione!
—¡Ajá, estupendo! —dijo Gerald, eclipsado y una pizca incómodo.
Lo cual bastó para intrigar a Maurice Tipper, que dijo, a la manera displicente de una persona suspicaz a la que no se puede sorprender:
—¿Y cómo murió?
Gerald emitió una especie de jadeo y Rachel dijo en voz baja:
—De neumonía, me temo. Pero llevaba un tiempo pachucho, el pobre Pat.
—Oh —dijo Maurice Tipper.
Rachel miró a la distancia por debajo de la ensaladera de barro vidriado.
—Pilló un virus extraordinario en Extremo Oriente el año pasado. Nadie sabía qué era. Se cree que es algo rarísimo. Fue pura mala suerte.
Nick sintió cierto alivio de que se mantuviera este embuste siniestro y miró al ignorante Jasper, que asentía sin atreverse a mirar a los ojos a su novia. Después le vio hacer una mueca anticipatoria.
—¡Mamá, por el amor de Dios! —dijo Catherine—. ¡Tenía sida! —Lo dijo con la voz entrecortada por una viscosidad que su ira trató de combatir—. Era gay… le gustaba el sexo anónimo… le gustaba…
—Querida, tú no sabes eso… —dijo Rachel. No se veía claro sobre cuánta porción de la historia confiaba en arrojar dudas.
—Pues claro que le gustaba —dijo Catherine, cuya visión del sexo gay era a la vez trágica y caricaturesca. Paseó por la mesa una sonrisa incrédula. Nick también se sintió incluido en su desprecio.
—¡Así y todo…! —dijo Gerald, con una sonrisa y una inhalación profunda, como si el momento desagradable ya hubiera pasado, y levantó y ladeó la botella con un gesto interrogante hacia su madre.
—¡Oh, es lamentable! —gritó Catherine, con el arranque y la mirada fija de alguien arrebatado por una extraña mezcla nueva de emociones—. Lo menos que podemos hacer por él es decir la verdad, ¿no?
Y golpeó la mesa con fuerza, pero todavía de un modo algo infantil y cómico; hubo algunas sonrisas nerviosas. Derribó la silla hacia atrás, sobre las baldosas, y corrió al interior de la casa.
—Ejem… ¿no debería…? —dijo Jasper, y soltó una risita.
—No, no, iré yo —dijo Rachel—. Dentro de un minuto.
—La experiencia sugiere esperar un poco —dijo Gerald, como explicando otra costumbre local a sus huéspedes.
—Una muchacha emotiva —dijo Maurice Tipper, con una sonrisa de desagrado.
—Es una muchacha muy emotiva —dijo Jasper, con una cobarde mezcla de jactancia y burla.
—Está totalmente desequilibrada —convino Lady Partridge, confidencial.
Gerald vaciló, mirando su copa de vino en el aire, pero se puso de parte de su hija.
—Yo creo que lo único que le pasa es que tiene muy buen corazón —dijo; a Nick, sin embargo, le pareció que era justo lo que Catherine no tenía. Rachel dijo, con una pizca de frialdad:
—¿Sophie nunca se enfada?
Sir Maurice pareció considerar impertinente la pregunta. Su mujer dijo:
—Si lo hace, no lo muestra. A menos que esté en el escenario, claro. Entonces es todo pasión.
Nick pensó en la actuación de Sophie en El abanico de Lady Windermere, donde lo único que tenía que decir era: «Sí, mamá».
Después de la cena, los cuatro chicos estaban en el salón, aunque Jasper se mostraba inquieto y no tardó en subir a merodear por el cuarto de Catherine. Wani leía el Financial Times de Sir Maurice y Toby estaba sentado con la perplejidad que produce una muerte, balanceando una copa de coñac, y de vez en cuando probaba ante Nick una formulación distinta de la misma idea:
—Dios, es horrible, pobre Pat. No puedo creerlo.
Nick dejó el libro que acababa de empezar y sonrió para mostrar que era un tostón.
—Lo sé —dijo—. Es horrible, sí. Me apena muchísimo.
Pensó en el rato que habían pasado los dos junto a la piscina después del almuerzo, y la ternura lujuriosa que sentía por Toby pareció que brillaba y llenaba el salón. Le excitaba la aflicción de Toby, la necesidad que parecía sentir del consuelo de Nick y de las cosas sabias que este pudiera decir. También a Nick le había impresionado la muerte de Pat y tenía un sentimiento de culpabilidad, reconocido a distancia, por no haber hecho nada por Pat, si bien Pat, en otro sentido, tampoco había hecho nada por él; a Nick no le había gustado el afeminamiento reservado que constituía el estilo de Pat y había sido altanero y hasta mojigato con él: así pues, lo que todavía era más vergonzoso, se sentía un poco desembarazado por su muerte, ya que borraba el recuerdo de su descortesía.
—¿Cómo lo llevará Terry? —dijo, para centrar los pensamientos de Toby.
—Sí, pobre chico, Dios, es horrible, esta maldita plaga.
—Sí.
—Más te vale no contraer esa putada —dijo Toby.
—No la pillaré. He tomado serias precauciones desde… bueno, desde que conocimos su existencia —dijo Nick. Lanzó una mirada a Wani, tapado, por encima de las rodillas, por la hoja levantada, grande y rosa, de periódico, con sus titulares sobre precios récord de acciones y de casas. De vez en cuando aplanaba de un golpe una página—. No te preocupes por eso —dijo Nick.
Toby parecía un poco abochornado.
—No sabía que Pat se acostaba con muchos.
—Bueno… —dijo Nick. Sabía muy bien, porque Catherine era indiscreta, que a Pat le gustaba el sexo muy rudo—. No te creas todo lo que dice Catherine. Vive en un mundo de su propia hipérbole.
—Sí, pero era muy próxima a Pat, Nick… la llevaba a cenar muy a menudo. Ella se quedó a dormir en Haslemere tres o cuatro veces. Si ella dice que a Pat le gustaba el sexo anónimo…
Nick vio que habían entrado los Tipper. Habían subido a su habitación y ahora bajaban, mudos y juntos, como si se sintieran obligados a pasar allí otra media hora. Estaba claro que a Maurice le había disgustado mucho la escena de la cena y una sospecha de anomalía parecía gravitar ahora sobre toda la tropa. Los chicos se levantaron y Nick depositó su libro boca abajo en el brazo de su butaca. Sally lo miró para desviar su incomodidad hacia un objeto neutral, y dijo:
—Ah, veo que es el libro de Maurice.
—Ejem…, oh —dijo Nick, seguro de sí mismo pero confundido por el razonamiento de Sally; era un estudio de la poesía de John Berryman—. Creo que no…
—¿Ves esto, querido?
Maurice sacó sus gafas relucientes para examinarlo.
—¿Qué? Ah, sí —dijo. Se dirigió hacia Wani, que se apresuró a doblar el Financial Times.
—Le invito a leerlo —dijo Nick, con una risita franca—, pero en realidad es mío… Me lo han mandado esta mañana. Lo estoy reseñando para el THES.
—Oh, ya veo, no, no —dijo Sally, con una sonrisa fríamente diplomática—. No, Maurice es dueño de Pegasus… He visto sólo que lo han publicado ellos.
—No lo sabía.
—He comprado el sello —dijo Sir Maurice—. He comprado el grupo entero. Viene en el periódico.
Y se sentó y miró el jarrón de cardos y lunarias en la chimenea.
—Voy a subir a ver si mi hermana está bien —dijo Toby, como si todo aquello le hubiese empujado a hacerlo.
Nick pensó que no podía acompañarle. Volvió a sentarse, enfrente de Sally, pero no del todo en contacto con ella, como huéspedes en la sala de un hotel.
—Me temo que esa noticia ha estropeado la velada —dijo.
—Sí. Ha sido muy inoportuna —dijo Sally.
—Es horrible perder a un viejo amigo —dijo Nick.
—Hum —dijo Sally, con un tic, como diciendo que habían tergiversado lo que ella había dicho—. ¿Así que tú también lo conocías?
—¿A Pat? Sí, un poco —dijo Nick—. Era un auténtico encanto.
Sonrió y la palabra parecía persistir e insistir, como un código.
—Como he dicho, nunca lo vimos —dijo Sally.
Cogió un número de Country Life y se puso a leer los anuncios inmobiliarios. Tenía una expresión dura, como si estuviese regateando los precios, pero también cohibida, por lo que pareció posible que quisiera hablar de lo que había ocurrido. Alzó la mirada y dijo, con un gran tic:
—Quiero decir que debieron de ver lo que se avecinaba.
—Oh… —dijo Nick—. Ya. No lo sé. Quizá. Siempre se espera que no pasará. Y aunque uno sepa que ocurrirá, no es menos horrible cuando ocurre.
Ya no sabía con certeza si ella sabía que él era gay; siempre había supuesto que era la causa de la frialdad de Sally, su forma de no prestarle atención, pero ahora empezaba a sospechar que ella no lo veía en absoluto. Notó que el amplio tema se estaba fraguando, con su lógica y su ímpetu. Habría el estrés social de revelarlo ante aquella gente en aquel sitio, y la cuestión más amplia del sida que les concernía más o menos a todos ellos. Dijo:
—Creo que le he oído decir que su madre tuvo una larga enfermedad definitiva.
—Eso fue totalmente distinto —intervino Sir Maurice, tajante.
—Fue un bendito alivio cuando al final nos dejó —dijo Sally.
—No se la causó ella misma —dijo Sir Maurice.
—No, es cierto —suspiró Sally—. O sea, tendrán que aprender, ¿no?, los… homosexuales.
—Es una manera dura de aprender —dijo Nick—, pero sí, hemos aprendido a tener cuidado.
Sally Tipper le miró fijamente.
—Bien… —dijo.
Sir Maurice pareció no notarlo, pero ella ofreció un pequeño espectáculo de asimilación. Nick intentó expresarlo en el lenguaje de ella, pero no se le ocurrió cuál sería la palabra.
—Verá, hay cosas muy sencillas que deben hacerse. Por ejemplo, la gente ha empezado a usar protección… ya sabe, cuando está… cuando está follando.
—Ya —dijo Sally, moviendo otra vez la cabeza. Nick no estaba seguro de que ella le entendiese. ¿Servían de algo aquellos alegres eufemismos? Sally tenía un aire de estar dispuesta a asumir los hechos y al mismo tiempo un aire de afrenta perpleja y asustada.
—¿Es lo que hacía, supongo, su amigo el actor? ¿Follar?
—Casi sin duda —dijo Nick. Sir Maurice hizo un sonido ronco y dispéptico, como si masticara menta—. Pero, como todos sabemos —continuó Nick, halagador, y con una especie de fervor cauteloso, ahora que había llegado el momento—, hay otras cosas que se pueden hacer. Me refiero a que existe el sexo oral, que puede ser peligroso, aunque sin duda lo es menos.
Ella lo encajó con estoicismo.
—Besarse, quiere decir.
Sir Maurice fulminó a Nick con la mirada:
—Me temo que eso que dices me inspira una repugnancia física —dijo, y pareció que se reía, dentro de su aversión—. Lo que no me cabe en la cabeza es que haya alguien que se sorprenda. Todo ese asunto se ha desmandado. Se lo han estado buscando.
Aleccionada durante un minuto por su conversación inhabitual con Nick, Sally dijo, con un tono enfurecido:
—¡Oh, Maurice es medieval en este aspecto, es como la reina Victoria!
Fue un pequeño intento de libertad, con un tono tan idiota que casi invitaba a corregirla.
—No me avergüenzo de lo que pienso —dijo Sir Maurice.
—Pues claro que no, querido —dijo Sally.
—Pues yo tampoco, a decir verdad —dijo Nick.
—¿Qué piensas tú, Wani, como persona más joven, y en el otro lado de la barrera? —preguntó Sally.
Wani había estado observando a Nick con maliciosa paciencia.
—Supongo que Nick debe de tener razón… todo el mundo tendrá que tener más cuidado. Ya no hay excusas para el contagio. —Sonrió, juicioso—. Me parece muy triste que lo sufran niños pequeños… incluso bebés que nacen con sida.
—Es tristísimo —dijo Sally.
—Es probable que esté anticuado en estas materias, pero me educaron para creer en la abstinencia sexual antes del matrimonio.
—Es exactamente mi opinión al respecto —dijo Sir Maurice, con tanta vehemencia como si Wani le estuviera contradiciendo.
Estremecido por las ironías y el asombro, Nick se limitó a decir:
—Pero si nunca vamos a casarnos…
—Es como si el mundo en que vivimos hubiera enloquecido sexualmente, ¿no? —dijo Sally, como si fuese la conclusión general de los Tipper.
—Sí… —dijo Wani.
(v).
A la mañana siguiente, junto a la piscina, hubo un breve intercambio de gritos entre Gerald y Catherine. Nick no pudo oír muy bien de qué hablaban. Le sorprendió aquella discusión tan poco tiempo después de la muerte de Pat, cuando Gerald podría haberse tomado la molestia de andarse con tiento; pero también parecía tener cierta lógica, como un torpe efecto secundario del suceso. Nada más se dijo al respecto en todo el día.
Por la tarde, cuando Nick subió a su cuarto, Catherine subió un poco detrás de él, por lo que no quedó claro si le estaba siguiendo; al mirar atrás en el largo pasillo, Nick vio la expresión conspiradora de su amiga. Dejó la puerta abierta y un momento después ella entró en el dormitorio.
—Hola, cariño —dijo Nick.
—Hum, hola otra vez, cielo —dijo Catherine, lanzándole una mirada rápida, seguida de otra misteriosa alrededor del cuarto.
—¿Estás bien?
—Oh, sí…, bien. Estoy bien.
Nick sonrió con ternura, pero ella pareció casi irritada por la pregunta, y él pensó que quizá ya se había recuperado de lo de Pat, gracias a su extraña economía emocional, consistente en albergar sentimientos muy intensos y en eliminarlos luego. Llevaba un pantalón corto, blanco y ceñido, y una camiseta gris sin mangas que era de Jasper y en la que sus pechitos se movían despiertos. Hasta entonces nadie había entrado en la habitación de Nick y reinaba un ambiente íntimo, una tensión agradable, como en una primera cita. Ella se sentó en la cama y probó los muelles.
—Pobrecito Nick, siempre te toca la peor habitación.
—A mí me gusta —dijo él, mirando a derecha y a izquierda.
—Solía ser la mía. Aquí ponían a los niños. Dios, me acuerdo de esos cuadros asquerosos.
—Sí, son un poco espeluznantes.
Eran los cuadritos sobre cristal alemanes: Otoño, donde una mujer con un sombrero de plumas llenaba el delantal de una chica con fruta al alcance de la mano, e Invierno, donde unos hombres con abrigos rojos disparaban y patinaban y un pájaro cantaba en una rama desnuda. Era difícil de explicar de dónde emanaba aquella especie de jovialidad siniestra.
—Aun así, estás bien cerca de tu amigo.
—Sí, oigo roncar al bueno de Ouradi —dijo Nick, con un tono cordial, y se sentó en la mesa.
—La verdad es que no tengo nada en contra de Ouradi —dijo Catherine.
—Es buen chico, ¿no?
—Siempre he pensado que era sólo un chulo mimado, pero tiene un poquitín más de miga. Hasta puede ser muy divertido.
—Sí… —dijo Nick, que se consideraba mucho más divertido que Wani.
—Quiero decir que es muy desigual. Hay veces en que está ausente, en que es como un maniquí de una tienda que dice encantador… duquesa… etcétera, y hay veces en que es el alma de la fiesta.
—Te entiendo —dijo Nick, festejando la imitación de Catherine con una risa cauta—. Te acostumbras a eso.
Catherine se recostó en los brazos y columpió las piernas.
—En todo caso, me alegro mucho de no ser su novia.
—Creo que la suya también se habrá acostumbrado a eso.
—Desde luego ha tenido tiempo de sobra…
Nick bajó la mirada, volvió a ordenar en la mesa los libros, sus cuadernos, las memorias de Henry James que encubrían la guía gay Spartacus de todo el mundo. Supuso que Catherine había ido a verle con algún propósito. Miró alrededor, luego se levantó y cerró la puerta, con el semblante abstraído de quien ya está ocupado con la siguiente cosa.
—Te diré que empiezo a hacerme preguntas sobre el amigo Wani —dijo ella.
—¿Qué quieres decir…?
—Es bastante brillante, en realidad.
—¿Y…?
—Tiene totalmente embobados tus ojos azules.
Nick sonrió débilmente, con inquietud y una vaga sensación de piropo.
—Es muy probable —dijo.
Catherine se sentó y dijo:
—Mi amiguito Jaz tiene una teoría.
—¿Ah, sí? —dijo Nick—. Yo no daría un crédito inmediato a una teoría del amiguito Jaz.
Catherine prosiguió como si no le importase que él le hablara como si fuera su padre.
—Quizá no, pero… Jasper es muy observador, ¿sabes? Quizá no me creas, pero… En fin, cree que es marica.
—¡Oh! —exclamó Nick, decepcionado—. Sí, es lo que dice la gente. Sólo porque se baña muy a menudo y lleva pantalones transparentes.
Lo raro era, pensó Nick, que la gente lo dijese poquísimas veces.
—Jasper dice que le sigue a todas partes y que no para de mirarle a la bragueta.
—Hum… Eso suena un poco vanidoso, querida. Jasper está continuamente intentando enseñarme su bulto. —Quizá esto fuese excesivamente franco—. Debes reconocer que es un poquito coqueto.
El propio Nick estaba sorprendido de su presencia de ánimo, pero aun así soltó una risita y cruzó las piernas, con un desasosiego complicado.
—¿Wani, entonces, no ha dicho nada de Jaz? Supongo que se cuidaría muy mucho de que tú te enterases, ¿no?… ¡por si te haces una idea equivocada! ¡No le gustaría nada! —dijo Catherine, quizá no convencida de su propia teoría.
Nick se había ruborizado, pero la miró con serenidad.
—No lo sé, querida —dijo, y se mordió el labio inferior—. ¿No están ahora mismo juntos los dos solos en la piscina? ¿Quién sabe lo que estará ocurriendo?
—Por lo menos hoy no lleva el taparrabos —dijo Catherine.
—No, por cierto… —Nick, a la defensiva, se excedió en su tosca broma—. Aunque en cuanto entren en el vestuario…
Catherine le lanzó una mirada molesta y ella también se sonrojó un poco. Sabía, por supuesto, que Nick sabía que Jasper se la follaba en el vestuario; era una jactancia callada, pero, por supuesto, ella ignoraba que Nick se había follado a Wani allí la noche anterior, después de la cena atroz, en una tormenta de rabia reprimida. Ella dijo:
—Oh, por favor, no menciones la caseta.
—¿Qué…?
—Gerald me ha estado atosigando con eso esta mañana, y se ha comportado como un verdadero mono.
—Oh, querida… He visto que pasaba algo.
Y era cierto que la imagen de Gerald de pie junto a la piscina, la cabeza gacha, los hombros redondeados en un gesto de desilusión acusatoria, tenía algo de simiesca.
—Por lo visto, la señora ha encontrado un preservativo flotando en el retrete. Estaba disgustadísima, como ya te imaginas. Le ha echado a perder su baño matutino.
—¡Hurra! —dijo Nick, y sonrió a Catherine, mientras su mente recorría una serie de curvas en ángulo recto.
—Pensé que Jasper había pulsado el botón de la cisterna, pero Gerald entró a fisgar y escapamos por los pelos.
—Me sorprende que ella supiese lo que era.
—Da grima, la verdad —dijo Catherine, que se había perdido la clase de educación sexual de la víspera—. Somos todos adultos, por el amor de Dios.
—Sí…
—No se puede hacer en casa, porque se oye el ruido.
—Eso puede ser un problema.
—En realidad, Dios, joder, ¡es extrañísimo…!
Catherine le miró, excitada por la duda, mientras Nick notaba con alarma lo delgada que se estaba volviendo su armadura. Sonrió, sin saber si había sido descubierto o si, quedándose inmóvil en su asiento, podía evitar que le descubrieran.
—Porque estoy segura de que ayer no usamos condón.
—Siempre hay que usar uno —dijo Nick—. No tiene sentido usarlo unas veces y otras no. No sabes dónde ha estado Jasper.
—Oh, Nick, él es un perfecto inocente. Nunca ha estado con nadie más.
—No, bueno…
Catherine abrió la boca.
—¿Y si no fuimos nosotros…?
—Podría estar allí desde el día anterior, supongo —dijo Nick, con una indiferencia infructuosa, observando cómo Catherine emprendía una ronda a lo Agatha Christie de los sospechosos posibles y los totalmente imposibles. Pensó que quizá ella, al estilo de Poirot, ya conocía la respuesta antes de entrar en el cuarto; pero cuando Nick se levantó, fue hasta la ventana y se volvió, vio en la cara de Catherine la conmoción, incluso el asco del descubrimiento.
—Dios, qué estúpida he sido —dijo.
Nick la miró y ella le devolvió la mirada. Sintió la dolorosa idiotez de haber sido descubierto y también una especie de orgullo que aún acechaba, a la espera de permiso para sonreír. Ella no pudo negar la magnitud y el género del engaño. Él creyó ver lo rápido que ella se reponía, la sensibilidad de Catherine para cualquier cosa salaz. Nick dijo:
—Quizá sea bastante brillante, sí.
Catherine volvió a sentarse, tan digna como pudo.
—Ya no creo que lo sea —dijo.
Nick dijo, con prudencia:
—Quieres decir que era brillante cuando pensabas que me estaba engañando a mí, pero no cuando resulta que te está engañando a ti.
Pensó, sin tiempo para elaborarlo, que podía haber brillantez en la ocultación de algo sencillo y hasta sórdido; y podía haber una ocultación tonta y sencilla de algo rutilantemente inesperado. Atrapado, no acostumbrado a aquello, no sabía cuál de los dos casos se acercaba más al de él y Wani.
—Por supuesto, todo está a su favor —dijo.
—Me pregunto cómo puede soportarlo.
—¿El secreto, te refieres? ¿O a mí?
—Ja, ja.
—Bueno, el secreto…
Muchas veces en su vida Nick había sentido que no dominaba los argumentos y que apenas era capaz de exponer su situación, y mucho menos alguna ajena; pero en aquel tema concreto era infalible, aunque sólo fuera por la necesidad periódica de convencerse a sí mismo. Enumeró los hechos con los dedos:
—Es millonario, es libanes, es hijo único, tiene la boda apalabrada, su padre es un psicópata.
—¿Cómo empezó, me refiero? —dijo Catherine, considerando estos hechos demasiado obvios o enrevesados para asumirlos—. ¿Hace cuánto tiempo? O sea… ¡Por Dios, Nick, dímelo!
—Ooh, unos seis meses.
—¡Seis meses! —Y de nuevo Nick no supo decir si este plazo era demasiado largo o insuficiente. Ella le miró fijamente—. ¡Voy a escribir una carta a esa pobre francesa que ha sufrido tanto tiempo!
—No vas a hacer nada de eso. Dentro de un año esa pobre francesa estará felizmente casada.
—Con un maricón libanés cuyo padre es un psicópata…
—No, querida, con un joven muy guapo y muy rico que la hará muy feliz y le dará un montón de hijos guapos y ricos.
Era una perspectiva fatigosamente pródiga.
—¿Y qué pasa contigo?
—Oh, saldré adelante.
—Me imagino que no seguirás dándole por culo cuando esté casado con esa pobre francesita, ¿no?
—Claro que no —dijo Nick, con una sonrisa vidriosa ante la única idea en la que no quería pensar—. ¡No! ¡Seguiré mi camino!
Catherine meneó la cabeza hacia él; ya tenía la moraleja que buscaba:
—¡Hombres! —dijo. Nick se rio, incómodo, como un objeto tanto de compasión como de ataque.
—Pero júrame que no dirás nada a nadie.
Ella lo sopesó, provocativa, y provocar tenía más sentido para ella que para Nick. Ella estaba en el lado de la disidencia y el sexo, pero seguía enfurruñada por su descubrimiento, por que la hubieran engañado y traicionado su confianza. En la pausa que siguió oyeron el débil roce de pasos en la escalera y luego el trote de unas zapatillas de suela dura que Nick conoció al instante, a lo largo del pasillo de azulejos. Se mordió el labio, hizo una mueca e inclinó la cabeza como si rezase, para imponer silencio. Wani subía a su habitación, seguramente para cambiarse, cosa que hacía con más frecuencia que nadie, como en estricta observancia de una etiqueta que otros habían descuidado. Y también por otro motivo, para que su reaparición con un pantalón planchado de lino o una camiseta de seda de color vivo fuese una coartada y casi una explicación de su vitalidad renovada; como si volviera para recibir un insonoro aplauso. Entró en su cuarto y le vieron vacilar, la sombra sobre el brillo de las baldosas debajo de la puerta de Nick, que no solía estar cerrada. Después Wani cerró la suya, y segundos más tarde el pestillo saltó y se posó. Los pestillos allí tenían vida propia, pataleaban y vibraban con una energía acumulada, a saltos acusadores.
Mientras aguardaban allí, comprometidos, mirando atentamente, pero no el uno al otro, sino esperando a que Wani terminase, Nick se lo imaginó metiéndose una raya, con su aire de superioridad e inteligencia, y casi deseó que le oyesen y que también quedara desvelado aquel secreto. Oírlo como si fuera un encuentro de amantes, un ritmo, un rito: evidencia del otro gran amor en la vida de Wani. Pero probablemente estaba en el cuarto de baño. Un avión ligero zumbó y vibró en las alturas, un sonido del verano, que iba y venía en el pensamiento.
Cuando Wani hubo bajado de nuevo, Catherine dijo:
—Los que cambian de pareja son una pesadilla. Todo el mundo lo sabe.
—No creo que lo sepa todo el mundo —dijo Nick.
—Dios, ¿te acuerdas de Roger?
—Era de quita y pon, ¿no?
Nick se sintió disgustado, desairado, pero innegablemente aliviado de que Catherine hubiese decidido ponerle en evidencia hablando de sus novios.
—Siempre hubo algo un poquito raro en cuanto al sexo… como si quisiera que tuvieses un pecho velludo… ya sabes. Y la sensación de que nunca te prestó una atención completa.
—No sé muy bien si queremos eso —dijo Nick, sin creerlo del todo, pero viendo al decirlo que podría ser un conocimiento útil si compartías a tu amante con una mujer y con una droga.
—Te dicen que te quieren, pero hay más motivos que los habituales para no creerles.
De hecho Wani nunca lo había dicho y Nick ya no lo decía, debido al silencio embarazoso que se instauraba cuando lo decía.
—Me sorprende, la verdad, nunca habría pensado que él fuese tu tipo.
—¡Oh! —dijo Nick, y se quedó sin aire al pensar en él.
—Quiero decir que no es negro, ha ido a la universidad.
Nick sonrió despreciativo ante aquel esbozo de sus gustos. Estaba incómodo: no por la conversación sobre el sexo, que era siempre una capitulación placentera, un juego de rubores arrostrados, deleitosos, sino por la revelación de algo más privado que el sexo y extrañamente caballeroso. Dijo:
—Sólo creo que es el hombre más hermoso que he conocido.
—Cariño —dijo Catherine, con un murmullo de protesta, como si él hubiera dicho algo muy pueril e insostenible—. ¿Hablas en serio? —Nick miró su escritorio y se estremeció, irritado—. Veo más o menos lo que quieres decir —dijo ella—. Es como una parodia de una persona guapa, ¿no? —Sonrió—. Dame tu pluma. —Y en la parte superior del bloc de Nick hizo un dibujo rápido, unas pocas curvas, pómulos, labios, pestañas, garabatos de pelo muy entintados—. ¡Mira! No, tengo que firmarlo.
Y garrapateó debajo: «Wonnie por Cath». Nick vio que era un retrato muy fiel y dijo:
—No se parece en nada.
—¿Eh? —dijo Catherine, desafiante, notando que había acertado pero sin saber en qué.
—Lo único que puedo decir es que cuando entra en la habitación… como el otro día, cuando volvió tarde para la comida y habíamos estado cotilleando sobre él y yo te seguía el juego, como si nos pusiéramos de acuerdo… cuando entró, sólo pensé, sí, estoy donde debo estar, con eso basta.
—Eso me parece peligrosísimo, Nick —dijo Catherine—. En serio, creo que está loco.
—Bueno, tú eres un artista, ¿no? —dijo Nick. Siempre que se había imaginado que le contaba a alguien la historia, la idea, había encontrado una coincidencia emocionada y un sentimiento de revelación. Nunca esperó que le cuestionaran cada punto de sus creencias. Dijo:
—Pues lo siento, soy así, a estas alturas ya deberías saberlo.
—Te enamorarías de alguien sólo porque es hermoso, como tú dices.
—No de cualquiera, es obvio. Sería una locura.
Le dolía la manera que tenía Catherine, después de haber obtenido acceso a su fantasía, de empequeñecer la visión. Era como su actitud respecto al dormitorio en que estaban sentados.
—No es algo de lo que podamos discutir. Es la realidad.
Catherine hizo memoria, con ánimo de ayudar.
—A ver, nadie habría dicho que Denton era hermoso, ¿verdad?
—Denny tenía un culo precioso —dijo Nick, con un tono remilgado—. Eso era lo importante entonces. No estaba enamorado de él.
—¿Y qué me dices de aquel chico, Leo? No pienso que fuese precisamente guapo. Estabas loco por él.
Nick dijo, con voz solemne pero débil:
—Pues para mí era guapo.
—¡Exacto! —dijo Catherine—. La gente es hermosa porque la amamos, y no al revés.
—Hum.
—A propósito, ¿has sabido algo de él?
—No, nada desde la primavera del año pasado —dijo Nick, y se levantó para ir al baño.
Desde la ventana del baño se veía, más allá del patio delantero y el camino, la otra vista, no mencionada, hacia el norte: sobre pastos ondulados rumbo a un horizonte blanco; y más allá, a una distancia mental, el norte de Francia, el Canal, Inglaterra, Londres, extendidos bajo la misma luz solar, la cancilla que desde el jardín daba acceso al sendero de grava, y los plátanos, el terreno de los operarios, con la carretilla y el montículo de abono. Le asaltó una ráfaga de aguda nostalgia, como si nunca pudiese volver a visitar aquel escenario de felicidad. Aguardó un instante más, con la determinación reforzada de quien se ha escapado un minuto de una clase, de una reunión, con los oídos todavía zumbando, la cara todavía solemne, a otro universo de pasillos silenciosos, al brillo neutral del día. No podía desentrañarle a Catherine la línea de la belleza porque lo explicaba casi todo, y a ella le parecería un engaño trivial, le parecería una locura, como ella decía. Él no estaría allí, en aquella habitación, en aquel país, si no hubiera visto a Toby aquella mañana en la portería de la universidad, si Toby no le hubiera impreso en cinco segundos una marca de fuego en el ávido vacío de su pensamiento. Cómo persiguió a Toby, la presa encubierta, la valentía insospechada, la timidez risible (como le parecía ahora), los escasos centímetros ganados presionando sobre el buen carácter confiado de Toby, el súbito avance soñado, un buen trecho, cuando Toby le invitó a la ciudad: nunca podría contar a Catherine todo esto. Ella consideraba a Toby un «perfecto zoquete».
Cuando volvió al cuarto ella había encontrado la guía Spartacus y al tiempo que la hojeaba le miraba a él, con un gesto de fingido asombro, como si aquello fuera lo más idiota de todo.
—Es demasiado histérica —dijo.
—Maravillosa, ¿no crees? —dijo Nick, algo picado, pero agradecido por la distracción.
—Espera… París… Estoy mirando Paraquat. Es increíble este libro.
Examinó la página, a su manera analfabeta y excitable.
—No creo que allí haya muchas cosas —dijo Nick, que ya lo había consultado y se imaginaba con una mezcla de deseo y sátira la única discoteca y el parque que indicaban.
—Pues hay una disco, querido. De once a tres, de miércoles a sábado. «L’an des Roys» —dijo, con su pésimo acento francés—. ¡Tenemos que ir! ¡Qué desternillante!
—Me alegro de que te parezca divertido.
—Se lo propondremos a Ouradi, a ver lo que dice… Dios, aquí hay de todo.
—Sí, es muy útil —dijo Nick.
—¡Zonas de ligue, Dios mío! Mira esto, rue St. Front… Ayer estuvimos allí con los Tipper. Si lo hubieran sabido… ¿Qué significa AYOR?
—¿AYOR? Por tu cuenta y riesgo[11].
—Oh… bien… Bien… ¡Y es de todo el mundo!
—Mira Afganistán —dijo Nick, porque había una advertencia famosa contra la rudeza del sexo afgano. Pero ella siguió pasando páginas. Nick disimuló su interés, el vago y cómico libertinaje que parecía delatar el hecho de tener la guía, y fue a sentarse en la cama.
—Estoy mirando Líbano —dijo ella, al cabo de un minuto.
—Oh, sí… —dijo Nick.
—Suena maravilloso. Clima mediterráneo, cosa que ya sabíamos, y dice que la homosexualidad es una delicia.
—¿En serio? —dijo Nick.
—Sí. «L’homosexualité est un délit» —leyó, con una voz como la del general De Gaulle.
—Sí, délit es delito, por desgracia.
—¿Ah, sí?
—Delicia es délice, délit es delito.
—Bueno, están cerquísima…
—Sí, a menudo lo están —dijo Nick, y se sintió bastante satisfecho de sí mismo.
Catherine se cansó del libro. Sostuvo la mirada de Nick y dijo:
—¿Qué rollo se trae entonces, el bueno de Ouradi?
—Su rollo soy yo.
—Bueno, sí —dijo Catherine, como si pudiera ver más allá.
—De acuerdo, le guste que le folien —dijo Nick, con brusquedad, y se levantó como si fuese lo único que ella iba a sonsacarle.
—Siempre pensé que debía de estar metido en algún lío gay bastante raro.
—Ni siquiera sabías que era gay hasta hace diez minutos.
—Lo sabía en mi fuero interno.
Nick le dirigió una sonrisa de reproche. Al contar la historia por primera vez vio su valor de novedad, que ya se estaba disipando en Catherine, lo rápido que se borraba la conmoción, y sintió la antigua necesidad de no decepcionarla. Era su juego original de hablar juntos de hombres, de alardear y burlarse, y él conocía esta compulsión, el pulso acelerado de la rivalidad y el riesgo de las confidencias. Había expresiones acerca de Wani que había conservado y pulido para alguna ocasión como aquella, y se imaginó que las decía y el efecto que producía tanto en él como en ella, una mera admisión a desgana que se disolvía en el alivio de una confesión. No había nada preciso que confesar. No había que confundir el secretismo de los seis meses anteriores con la opresión de la culpa. Pensó: «No le contaré lo del porno del hotel». Volvió a sentarse, para señalar una precavida transición a la franqueza.
—Bueno, le van mucho los tríos —dijo.
—Puf, no es lo mío —dijo Catherine.
—Vale, no te invitaremos.
Ella esbozó una sonrisa ácida.
—¿Y con quién los hacéis?
—Oh, sólo con desconocidos. Wani me manda a ligar con tíos. O alquilamos un chapero, ya sabes. Un Stricher.
—¿Un qué?
—Así los llaman en Munich.
—Ya —dijo Catherine—. ¿No es un poco arriesgado, siendo él tan secreto?
—Oh, creo que el riesgo es la gracia del asunto —dijo Nick—. Le gusta el peligro. Y le gusta dominar. Yo mismo no lo entiendo muy bien, pero le gusta que haya un testigo. Le gusta todo lo que sea lo contrario de lo que él parece.
—Suena un poco penoso, en cierto modo —dijo Catherine.
Nick continuó, sin saber si su declaración aportaba pruebas a la defensa o a la acusación:
—Es muy chillón.
—¿Una loca chillona, quieres decir?
—Quiero decir que hace mucho ruido. —Decidió que sería mejor no contarle lo de aquella mañana en Munich—. Una mañana, en Munich, yo me partía de risa —dijo—. Creo que no se dio cuenta, pero montó tal escandalera en la habitación que todas las chicas de la limpieza se reían de nosotros en el pasillo de fuera.
Catherine resopló.
—A Russell le gustaba que yo gritara mucho —dijo.
De nuevo Nick permitió la alusión; la asimiló con una débil sonrisa y pensó y dijo, con una mueca:
—Lo malo es que tiene esa terrible debilidad por el porno. —¿Eh…?
—No es que el porno tenga nada de malo, pero a veces piensas que es la auténtica pauta profunda que gobierna su vida.
Catherine enarcó las cejas y lanzó un hondo suspiro.
—Ay, Dios… —dijo.
Nick desvió la mirada hacia la ventana abierta y la puerta cerrada.
—La verdad es que se pasó un poco en Alemania. Ya sabes que hay porno continuamente en la tele de los hoteles.
—Oh… —dijo Catherine, para quien el porno era un misterio masculino incomprensible.
—Se pasaba toda la noche tumbado, viendo las películas… hete|p, por supuesto, que le gustan igual, si no más. Incluso una noche tuve que salir a cenar solo. Él no quería apagar el televisor.
Catherine se rio, y también Nick, aunque la imagen era triste, patética, como ella decía: la de Wani con los pantalones bajados hasta los tobillos, tan atiborrado de coca que no podía tener una erección, sometido como un esclavo a la orgía en la pantalla, mientras Nick, en la sala de la pequeña suite enrarecida, se hacía la cama en el sofá. A través de la puerta oía a Wani hablando a la gente de la película. Catherine dijo:
—Parece una verdadera pesadilla, querido.
—Wani también es muy excitante, pero…
—Quiero decir que más bien te compadezco si le quieres tanto como dices y él te trata de ese modo. Ya ves, hasta me pregunto si es cierto que le quieres.
Nick vio en esto la hipérbole habitual de Catherine y su habitual manera obsequiosa de socavar sus amores.
—No, no —dijo, con una risa despectiva. No era que ella le hubiese revelado la verdad del asunto, sino que al contarle aquellos pequeños detalles divertidos le había contado algo de lo que ahora no podía retractarse. Él también tenía una testigo—. De todos modos —dijo—, probablemente no debería haberte contado todo esto.
(vi).
Los Tipper se marcharon a la mañana siguiente. A las sonrisas secretas de alivio las acompañó también un tenue sentimiento de culpa, y el endurecimiento y desafío resultantes. Gerald estaba melancólico y preocupado, y parecía transportar la culpa a cuestas, sin saber dónde descargarla. Wani fue el único que expresó pesar y sorpresa auténticos; se había sentido a gusto con los Tipper, eran la clase de personas a las que en su educación le habían enseñado a respetar. Fue Rachel la que más se esforzó en ser diplomática; con sus buenos modales flexibles se afanó en detener el torpe curso de los acontecimientos, cuya importancia exclusiva para ella era la que tenía para Gerald.
La partida se realizó a un ritmo vivo. Sir Maurice estaba ofendido, activo, sorprendentemente satisfecho: era lo que buscaba, una antipatía aclarada, una desconfianza en cierto modo tranquilizadora.
—No lo estamos pasando bien —dijo, y este rigor y aspereza le produjeron a su mujer el extraño placer de costumbre; eran la causa que la animaba, los sentimientos de Maurice eran tan incontestables como sus úlceras… Toby cargó con el equipaje, con la compostura seria y complacida de un maletero.
Cuando se hubieron ido, Wani, vigilante y encantador, propuso a Gerald una partida de petanca, y salieron a jugar en el claro donde había estado el coche de los Tipper. Por una vez, el día era nublado y Nick se sentó a leer su libro en el salón. El hormigueo de la libertad le entorpecía un poco la concentración: era consciente del placer de la lectura, de su primacía, pero el deleite parecía brillar a distancia, como a través de una niebla. En eso Lady Partridge entró tambaléandose con su vestido de tirantes, a todas luces contenta de haber recuperado la posesión del lugar, pero también un poco perdida sin el agente irrirante de Sally en el oído. Los Tipper habían sido un tema para ella, la habían disgustado y excitado con la cruda fascinación del dinero. Se sentó en una butaca. No dijo nada, pero Nick sabía que estaba celosa de su libro. Desde fuera, a través de la puerta abierta, llegaban los chasquidos, los chirridos y los gritos de la petanca.
—Ejem, ¿qué estás leyendo? —preguntó Lady Partridge.
—Oh… —dijo Nick, renegando del libro con un movimiento de la cabeza—. Es sólo algo que voy a reseñar. —Ella giró el oído, inquisitiva—. Es un estudio de John Berryman.
—¡Ah…! —exclamó Lady Partridge, y se recostó con la satisfacción sarcástica de las personas que no leen—. El poeta… Un hombre curioso.
—¡Oh… hum…! —boqueó Nick—. Sí, bastante curioso, supongo… en un sentido.
—Siempre lo he pensado.
Nick le sonrió sin despegar los labios y prosiguió, tanteando el terreno:
—Tuvo una vida triste, desde luego. Sufría unas depresiones horribles.
Lady Partridge se relamió, sin hacerse ilusiones, y puso los ojos en blanco: un efecto más atroz del que ella pensaba.
—Como… ejem, la jovencita —dijo.
—Pues sí —dijo Nick—, ¡aunque esperemos que no termine igual! Bebía como un cosaco, ya sabe.
—No me sorprendería que bebiera mucho —dijo Lady Partridge, con un atisbo de solidaridad.
—Y entonces, claro —dijo Nick, remachando, pero con un triste movimiento de cabeza—, se tiró desde un puente al Mississippi.
Lady Partridge reflexionó al respecto, como si lo creyera inverosímil.
—Me gustaba bastante cuando salía en la tele. Estaba fantástico. Quizá nunca hayas visto aquellos… Se iba a la costa. O, bueno, a fisgar viejas iglesias y esas cosas. Ni siquiera esto le salía mal. Tenía eso que llaman una risa contagiosa. Creo que no me equivoco si digo que le nombraron poeta laureado.
—Ah… No —dijo Nick—. No, en realidad…
«¡Cojones!», bramó en el patio alguien con una voz apenas reconocible como la de Gerald. Lady Partridge, insegura, miró hacia otro lado. Nick se levantó con una risa suave y salió al vestíbulo a ver lo que había ocurrido. Gerald entraba en la casa, con un espasmo de emoción en la cara que podría haber sido alegría o cólera, y sorteó a Nick para dirigirse hacia la cocina, donde Toby estaba tomando un café sentado con Rachel. Nick miró por la puerta principal y vio a Wani recogiendo las bolas con una expresión impenitente.
—¿Cariño…? —dijo Rachel, con un deje de furia, pero inspeccionándole con una mirada rápida, para ver si estaba herido.
—Papá —dijo Toby, y meneó la cabeza, decepcionado.
Gerald se quedó mirándoles a los dos y luego se encorvó y esbozó una sonrisita.
—¡Estoy de vacaciones! —dijo.
—Sí, cariño —dijo Rachel—. Tienes que calmarte.
Era solícita, pero firme: su propia calma constituía un reproche. Parado en la puerta, Nick les miró, con los ojos brillantes. Reinaba una sensación colectiva de que podrían domesticar a Gerald.
—¡Que me gane a la petanca un puñetero mo-ro! —dijo Gerald, y abrió la boca asombrado de su propia franqueza, como si hubiera sido una broma.
—Por el amor de Dios, papá —dijo Toby.
—¿Qué…? —dijo Gerald.
—Lo siguiente será llamarme a mí puñetero judío.
—Jamás haría eso —dijo Gerald—. No seas monstruo.
—Bueno, espero que no —dijo Toby, y se puso colorado de emoción—. Wani es amigo mío —dijo, en un arranque de simple decencia, y Gerald le miró, se lo pensó y salió de la cocina. Le oyeron gritar: «¡Wani! ¡Wani, te pido disculpas! ¿Vale…? ¡Sí! Lo siento mucho…». Lo dijo con una alegría improcedente, que fue decayendo en cuanto se volvió para entrar en la casa, como si se tratara de una mera rutina. Volvió a la cocina con una sonrisa tensa, puesto que Wani no había oído el insulto por el que en realidad Gerald habría tenido que disculparse. Entró en la despensa con aire distraído y salió con una botella polvorienta de clarete.
—¿Por qué no vas a darte un baño, Gerald? O a buscar a Jasper para llevarle a dar un paseo —recomendó Rachel.
—Jasper no es un cocker spaniel, ¿sabes? —dijo Gerald, con tono de chanza pero con cierta vehemencia.
—Pues no —dijo Rachel.
Gerald giró con un furtivo entusiasmo el pequeño sacacorchos con mango de madera.
—¡Bueno, revolcón el domingo y visita de Lionel! —dijo, para complacer a Rachel y acallar la exuberante erupción del corcho.
—¿No es un poco pronto para eso, Gerald? —preguntó Rachel.
—Por el amor de Dios —repitió Toby.
—Quiere dejarlo respirar —dijo Nick, riéndose.
Gerald les miró a todos y hubo una extraña carga de desdicha, un instinto familiar, comunicado, no del todo comprendido.
—Me apetece un puto trago, ¿vale? —dijo, y se fue al fondo de la habitación con la botella.
Justo antes del almuerzo, a la sombra del toldo, estaba más alegre, pero también en más libre contacto con sus problemas.
—¡Los putos Tipper! —dijo, contando, despreocupado, con la sordera de su madre—. Dios sabe qué consecuencias tendrá este pequeño episodio… en los negocios, me refiero.
—Seguro que te apañarás de maravilla sin él —dijo Rachel—. Como has hecho hasta ahora.
—Cierto —dijo Gerald—. Cierto.
Paseó una irónica mirada por la mesa que él presidía.
—Me temo que no encajaban aquí, ¿verdad?
—No le han cogido el gusto —dijo Rachel.
—Sí, ¿por qué se han ido? —dijo Jasper.
—Oh, ¿quién sabe? —dijo Rachel—. ¡Ahora, Judy, espárragos!
Gerald resopló y pareció que ponderaba la cuestión, como algún irresoluble conflicto de lealtades, como un pesar ineludible. Nick no pudo no advertir que sus comentarios eran recibidos con frialdad aquel día, y que en ocasiones los pasaban por alto y seguían hablando.
Al final del almuerzo, Gerald reanudó sus quejas; era obvio que estaba enfrascado en sus planes y que escuchaba sólo con la mitad de su atención, después de una botella y media de vino, la charla y las bromas de la familia en la mesa. Había en su tono algo ensayado y poco convincente. Continuó hablando del trabajo y los «documentos importantes» de que debía ocuparse.
—No sabéis lo que es —dijo—. Quizá para vosotros esto sean vacaciones, quizá para mí esto sea una tregua, pero el caso es que el trabajo no se interrumpe nunca. Buenos, ya habéis visto la cantidad de faxes que llegan. Y estoy retrasadísimo con el diario.
Aguardó, suspirando pero vigilante, hasta que Rachel dijo:
—Bueno, ¿por qué no te ayuda alguien?
Gerald bufó y se desplomó en la silla, como diciendo que casi era imposible; pero luego dijo:
—Estoy pensando en si no tendremos que pedir que nos manden a Penny.
—A Penny Espanto no —dijo Catherine—. De todas formas, no puede tomar el sol.
Rachel no la contradijo, sino que se encogió de hombros, permisiva.
—Si de verdad la necesitas, querido, dile que venga, por supuesto.
—¿Tú crees…?
—Es una compañía perfectamente agradable. Si a ella no le importa…
—Oh, no es una compañía agradable —dijo Catherine—. Es una sosaina y una chinche blanca.
—¿O qué tal Eileen? —dijo Toby—. Seguro que vendría corriendo. ¡Ya sabes cómo adora a papá!
Gerald soltó una breve risa distraída ante esta alternativa absurda. Nick le miró con una sonrisa tensa, un sentimiento horrible de connivencia. No había dicho nada, había disimulado con mucha mayor astucia que el propio Gerald: sentía que él había sido, con su pasividad absoluta y su amor a la paz, el que le había facilitado las cosas.
—Sí, no veo claro lo de Eileen —dijo Rachel.
—De acuerdo, entonces… —dijo Gerald, como acatando un deseo general. Había una compleja vergüenza-en-la-victoria que quizá sólo Nick veía. Los comensales empujaron hacia atrás sus sillas, consideraron la brumosa perspectiva de la tarde y Gerald entró en el cuarto del teléfono, con un aire de desgana tensa, como si se dispusiera a notificar una mala noticia.