Sólo una pared separaba la escalera de servicio de la principal, pero había una enorme diferencia entre ellas: la de servicio, estrecha, peligrosa porque no tenía barandilla bajo la luz lóbrega de un tragaluz, con los escalones combados en forma de una abrupta hondonada, giraba apretujada en un profundo hueco gris; por el contrario, la principal, con su gran vuelo, un milagro de vigas voladizas que se bifurcaban y volvían a juntarse, estaba adornada con retratos colgados de príncipes obispos, y al pisarla temblaba el pasamanos, con sus espigas de hierro forjado. Era una gloria, por fin, un placer que iba en aumento, y en cada recodo había unas puertecitas, rojas como los paneles de madera, activadas por palancas debajo de los zapatos de tacón alto y con escarapela del príncipe-obispo, que daban acceso a la escalera de servicio y su penumbra pérfida. Qué rápido, sin darse cuenta, uno pasaba de la una a la otra, en pos del orgulloso Conejo Blanco, un famoso astro del porno cuyo esfínter parpadeaba mientras tañían las campanas, murmuraban los gentíos y revoloteaban las palomas por la ventana de la buhardilla donde Nick despertó y se dio media vuelta de nuevo en su cuartito, en el confortable hastío del hogar.
A su espalda, a la luz filtrada por una cortina, los hábitos inveterados de la casa se le impusieron sin decir una palabra… Wani, por supuesto… sí, Wani… en el coche… y aquella vez con Ricky, fue un escándalo… aunque la casa, históricamente, era un altar erigido al deseo de Toby, casi extinto ya, surgía sólo en estados de nostalgia depravada… aun así, parecía posible… el Toby de tres años antes… en Hawkeswood… la mañana después de la gran fiesta… llamándole a la habitación del rey, sudoroso de resaca bajo una sábana revuelta… «¡Joder, qué noche…!», y luego se precipitó al cuarto de baño… la única vez en que lo vio desnudo… su culo grande, inocente, de remero… ¿ocurrió aquello?… ¿ocurrió lo que sucedió después?… y Wani aquella noche… se encontraron en la escalera… quién lo habría soñado… terciopelo verde oscuro… oh, Dios, Wani en el apartamento… atado a los postes de la cama ojival…
Debía de ser la señora Creeley la que estaba con la madre de Nick en el camino de entrada. Hablaban del coche de Nick, el pequeño Mazda, «un bonito cacharro», lo había calificado el padre de Nick, para minimizar la inquietud de que el hijo se hubiera agenciado una cosa semejante. NG 2485: a la señora Creeley la ilusionaba la matrícula, la señora Guest no estaba tan segura. («Debe de irte muy bien, querido», había dicho ella, con el mismo tono con el que diría: «No tienes buen aspecto, querido»). Palomas torcaces en los árboles, en las gruesas piceas de la fachada, haciendo sus arrullos meditabundos, quién sabría si de aprobación o reproche. Las dos mujeres se alejaron por la grava con su cotilleo, como una lenta red de arrastre: hablaban de la venta del campo, eran sólo sílabas atenuadas por las palomas en la débil brisa que entraba por la ventana abierta; la charla se engranaba y sonaba, rítmica y disparatada, y la brisa levantaba y bajaba la cortina con un soplo indolente que acallaba las voces. Levantarse tarde: una concesión, consagrada por el tiempo, de vacaciones escolares, las raras visitas de fin de semana. Su padre se habría ido a la tienda: a Nick quizá le había despertado el ruido familiar de la puerta del garaje, el portazo del coche, y luego había vuelto a entrar de costado en sueños de escaleras. La señora Creeley se marchó, Nick no oyó a su madre entrar en casa, lo más probable era que llevase un pantalón de jardinería, una blusa vieja que podía ensuciarse. Aquella noche llegaría Gerald, y la casa estaría lista para una inspección por dentro y por fuera… Un poco más tarde se oyó el clop clop pausado de un caballo, sonidos tan abstractos y relajantes como el trajín de otras personas en la pista de tenis de casa… de su otra casa. No estaba seguro, pero le parecía bien que los cuatro cascos de un caballo no produjeran un tono o resonancia iguales, como si a distancia diera una extraña impresión de paseo, una síncopa, hasta que al final sólo se oía el débil sonido de un casco.
Estaban en el lindero de la ciudad, donde ellos, meticulosos e hipermétropes, habían elegido estar, en Cherry Tree Lane, casas decentes de la posguerra con mucho jardín y sólo una vista de campos detrás, y caballos que de vez en cuando se asomaban para mascar los sauces llorones y las espuelas de caballero. Y había ocurrido lo que se temían. Sidney Hayes había comprado la casa de al lado y obtenido acceso desde la calle al campo donde guardaba sus caballos, y también consiguió permiso para edificar, con extrema rapidez, cinco casas por cada media hectárea. Todo el mundo se había opuesto a estos planes, y a Nick incluso le habían encargado la fastidiosa tarea de hacérselo saber a Gerald, parlamentario elegido en aquel distrito, y él, por supuesto, dijo que pararía aquello, pero enseguida se desinteresó porque no se habían cometido infracciones, sino más bien al contrario, había un auge del sector inmobiliario, la propiedad de una vivienda estaba al alcance de todos, y hasta con la nueva urbanización que se les echaba encima el valor de «Linnells» iba a dispararse. Todo esto proyectó una sombra continua y nebulosa sobre la vida de Don y Dot Guest. Tenían más comodidades que nunca y los negocios habían mejorado, pero de un lado a otro de su adorado campo de visión iba a materializarse, en forma de ladrillos y pizarras, una inquietud largo tiempo frenada.
A pesar de su larga y muda presencia a lo largo de su vida, a Nick se le hacía cuesta arriba ocuparse de la casa, de sus paredes rosáceas y sus ventanas de marcos metálicos; le faltaba poesía. En Linnells, como había dicho Gerald de Hawkeswood, lo importante era el contenido: un revoltijo de muebles, abarrotadas familias de figuras de Staffordshire y Chelsea, tres relojes rivales funcionando en una sola habitación donde se sentaba la auténtica familia, supervisada y hasta un poco oprimida por sus propias pertenencias. Lo cual cambiaba, de un modo imprevisible, cuando entraba en la tienda algo que Don quería tener en casa, o cuando de repente surgía un comprador para algo que ya estaba en ella. Así que el mercado los exprimía, a su manera aceptable, divertida, y accedían a desprenderse de una cómoda o un reloj de pared que en la joven vida de Nick habían adquirido ya la categoría de reliquias. Durante años había tenido una cama de nogal bonita y amplia, una acogedora cama matrimonial de acoplamientos imaginados: las volutas y los abanicos en la veta de nogal eran los retoños submarinos del pensamiento adolescente, la pálida vida de estanque de cientos de remoloneos matutinos. Pero una Navidad, justo la siguiente a aquella en la que salió del armario, al llegar a casa descubrió que le habían quitado la cama de debajo y la habían vendido y sustituido por otra sencilla, moderna, individual y —con su consiguiente efecto inhibidor— chirriante. Más o menos hacia el año anterior, a medida que el negocio florecía, Don había empezado a pedir «precios de Londres», que en el vocabulario de la familia había sido siempre sinónimo de «extorsión». Como entretanto los precios de Londres habían subido, los de Guest seguían siendo más baratos y bien valían un viaje desde la ciudad. La víspera, después de dar a sus padres la ingrata sorpresa del coche, Nick había tenido la suya propia: la desaparición del escritorio. «No adivinarías lo que me han pagado», dijo su padre, con una cara de insólita y, todavía, avergonzada avaricia.
Nick bajó a examinar con timidez el automóvil. Le gustaba darse aquella pequeña sorpresa preparada, era lo bastante novedosa para que la emoción del primer día resurgiera con un hermoso resplandor cada mañana. Al igual que el nuevo regalo de un niño, el coche iluminaba un día monótono e infundía ganas de levantarse y salir, aunque sólo fuera para estar sentado en la cocción a fuego lento del tráfico de Londres y sentir el latido de la posesión. No sólo a sus padres, sino también a él le habían chocado el color, el morro como una sonrisa burlona, la matrícula y todas las demás cosas que él no habría elegido. Pero había sido eximido del cuidado de elegir y ser discreto, era el coche que Wani había querido que tuviese, y Nick había accedido. El coche era su naturaleza inferior, envuelta en una cinta de regalo, y enseguida se acostumbró a ella y descubrió que, al fin y al cabo, no era ni tan mala ni tan baja. El primer automóvil era un gran día para un chico, y ojalá sus padres hubieran aplaudido al verlo, pero no era una reacción muy propia de ellos. Nick explicó, con una sonrisa inquieta, que había comprado el Mazda por motivos de trabajo, que representaba la supresión de un impuesto, una tontería que ni él mismo entendía. Procuró entretenerlos con el mecanismo del techo y abrió el capó para que su padre viese los cilindros y otras piezas, lo cual hizo asintiendo y tarareando: los relojes, no los coches, despertaban su grasiento interés. Nick no sabía por qué eran incapaces de compartir su excitación, pero al cabo de diez minutos tuvo que reconocer que en cierto modo había sabido que no lo harían: la hilaridad de su llegada había sido un autoengaño. Recordó un oscuro incidente de la infancia, cuando le robó diez chelines a su madre para comprarle una gallinita de porcelana; había negado el hurto con tal torrente de lágrimas que ya no sabía a ciencia cierta si lo había o no cometido; casi había llegado a convencerse de su inocencia. El episodio todavía le nublaba el pensamiento como un intento fallido, oscuramente culpable, de agradar. Lo mismo sucedió con aquel coche; ellos no entendían de dónde había salido y en un sentido tenían razón, porque conocían bien a Nick: les estaba ocultando algo muy importante. A juicio de Rachel, el Mazda era sin duda vulgar y peligroso en potencia; pero para Don y Dot, su reluciente hocico rojo en el camino de entrada era algo más, era la conmoción de saber quién era Nick, y la decepción consiguiente.
Gerald estaba en Barwick por diversos asuntos, en primer lugar por la feria del verano, que se inauguraba a las dos en punto, y más tarde una cena en el Crown para celebrar la jubilación del representante electoral; entre medias le esperaban en Cherry Tree Lane para tomar una copa. Era el último fin de semana antes de su partida a Francia, y su mal genio habitual por cualquier cosa relacionada con Barwick lo atemperaba sólo la perspectiva de pronunciar discursos en al menos dos de los actos previstos. Rachel se había quedado en casa y Penny había acompañado a Gerald para apuntar el nombre de la gente en papelitos y evitar los embrollos que tantos sinsabores habían causado en el pasado.
La feria de Barwick, a la que Nick no había asistido desde sus tiempos escolares, se celebraba en el Abbots’ Field, un parque cerca del centro de la ciudad. En una tarde normal de sábado el campo tenía dos atractivos nimios: un fragmento de la en otro tiempo gran abadía agustina, y unos urinarios donde las réplicas maníacas y las partes borradas de los grafitis habían llegado a interesar a Nick en la adolescencia aún más que la tracería curvilínea de coro de los monjes. Nunca había establecido contactos en los urinarios, nunca había intervenido en los grafitis, pero cada vez que pasaba con su madre junto a una pared llena de ellos y escuchaba las continuas descargas de las cisternas del urinario desatendido, se le ponía una expresión tensa y diplomática, sentía el parentesco de una multitud de desconocidos. Aquel día el campo estaba circundado de puestos, había una bolera rodeada por balas de paja, un motor de tracción emitía silbidos estridentes y la orquesta que había ganado la medalla de plata combatía eufónicamente contra el ruido exasperante de un viejo tiovivo. Deambulando por allí, Nick se sentía a la vez notorio e invisible. Se paró a conversar con amigos de sus padres, que se mostraron cordiales pero un tanto secos, de un modo perceptible, debido a lo que sabían o intuían de él. La amistad, una actitud de compasión intensa y solidaria, en realidad no se la dirigían a él, sino a sus padres. Esto le hizo pensar por un momento en cómo hablarían de él; debía de ser difícil para su madre vanagloriarse de su hijo. Ser una especie de asesor artístico de una revista inexistente era tan oscuro e insatisfactorio como ser gay. Olfateaba un falso respeto que quizá no fuese más que buena educación; una renuencia a verse arrastrados a una conversación veraz. Vio a Leverton, su antiguo profesor de inglés, con quien había estudiado Otra vuelta de tuerca y que le había enviado a Oxford, y habían charlado sobre el doctorado de Nick. Nick le llamaba ahora Stanley, con un sentimiento residual de transgresión. Presintió una especie de nostalgia, por detrás de las gafas de montura negra de Leverton, del más amplio terreno especulativo en que Nick se movía, y también de otras cosas. En el antiguo timbre de entusiasmo vigoroso vibraba una nueva preocupación por mantenerse a la altura.
—¡Venga a vernos! —dijo Stanley—. Venga a hablar a los de último curso. Tenemos un grupo Hopkins muy animado este año.
Más tarde Nick saludó a la señorita Avison, que muchos años atrás le había dado clase de bailes de salón; la madre de Nick le había dicho que aquello era algo que él agradecería siempre. La señorita Avison se acordaba de todos los alumnos que había tenido, y no se daba por enterada de que habían crecido y cambiado y de que no habían bailado un vals ni un two-step en veinte años. Nick se sintió por un instante un chiquillo idolatrado y sumamente obediente.
Los altavoces chisporroteaban y gemían. Nick estaba en el extremo más lejano del campo, entreteniéndose detrás de un grupo de chicos lugareños, y fingía admirar un puesto de primitiva cerámica local. La alcaldesa hizo un discurso muy insulso, pero confió en la buena voluntad del público y en la expectativa de que su alocución terminaría mucho antes. Las familias erraban por el césped con un aire sólo a medias atento. A la oradora, en la tarima baja, se le veía la cadena, el brillo de las gafas, y el vestido azul vivo, con un lazo blanco, de la primera ministra; y Gerald estaba de pie detrás, con una impaciencia sonriente. Ella dijo algo desafortunado sobre el hecho de no haber podido conseguir que una celebridad inaugurase la feria aquel verano, pero que al menos la persona a la que habían invitado era puntual, «¡A diferencia de cierta estrella de la tele el año pasado!». A continuación, Gerald tomó de un brinco el micrófono como quien arrebata los mandos de un autobús a un borracho.
En el aire libre se perdieron unos aplausos difíciles de evaluar; también hubo un par de gritos y bocinazos para recordar a Gerald que aunque tuviese una amplia mayoría en aquel distrito aún había electores intranquilos acerca de las ventas de casas municipales y los recortes de impuestos. «Me gustó mucho que eligieran a Derek Nimmo», le dijo una mujer a Nick. Este sabía a qué se refería, asimilaba sin protestar las pullas de la gente sobre Gerald, pero seguía sintiendo el viejo orgullo secreto de conocerle. Miró alrededor, siguió con los ojos el culo increíble del hijo de Carter, sonrió con lealtad a los chistes de Gerald y percibió en ellos una mezcla de compasión y condescendencia muy similares a las suyas. Qué decadente se sentía allí. ¿Y cómo cabía esperar sinceramente que Gerald, que estaba a las puertas del gabinete y gozaba del favor de la Dama, orador gracioso del hemiciclo de la Cámara, se molestase mucho por un auditorio de críos berreando y pensionistas sordos? Catherine decía que Gerald despreciaba a sus votantes.
—Gerald sería totalmente feliz si no tuviera que ser diputado por algún distrito —dijo—. Ya sabes que aborrece Barwick, ¿verdad?
Nick se había reído al oírla, pero se preguntó si sus «queridos mamá y papá» profesarían aquella aversión. «El de hoy es un clásico día inglés», estaba diciendo Gerald, «y un clásico escenario inglés». Y Nick se rebeló contra el juicio de Catherine. Sin duda hay algo más debajo de esta alegre impostura: no puede serle indiferente; mientras dice estas perogrulladas se convence de que son, al fin y al cabo, hermosas palabras, le arrastra una ola de retórica y amor propio. Contó un chiste sobre un francés que se va de vacaciones en bicicleta que al público le pareció chistoso; y cuando acabó de contarlo, en el momento preciso, logró sugerir que lejos de ser un empresario rico que bajaba de Londres para aborrecerles él era, de hecho, el espíritu de Barwick, el Pickwick de Barwick, que inauguraba la feria para ellos como si estuviera en su propia casa. Cortó la cinta, que no delimitaba nada, con un ímpetu decisorio: se oyó en el micrófono el chasquido deslizante de las tijeras.
Acto seguido, se llevaron a Gerald para un recorrido cuasi regio de la feria, cohibido por la alcaldesa, que asumió con desparpajo el papel de consorte. Nick quería supervisar quién entraba en los urinarios, pero también sufrió la atracción del grupo de Londres y se acercó a donde estaba Penny.
—Todo ha ido bien —dijo.
—Gerald ha estado excelente, desde luego —dijo Penny—. No nos termina de gustar la alcaldesa.
La observaron mirando los precios en el puesto de mermeladas como si intentaran engañarla y tuviera que regatear; ante lo cual, Gerald, que no conocía el precio comercial de nada más que el champán y de un corte de pelo, compró impulsivamente dos tarros de mermelada por cinco libras y posó con ellos para la prensa local. «¡Levántelos un poco, señor!», y Gerald, siempre tranquilizado por la presencia de fotógrafos, los sostuvo en las manos ahuecadas, en un gesto casi lascivo, hasta que Penny se adelantó, agente silenciosa de un deseo, y se los arrebató; él los sujetó un momento mientras se los entregaba y murmuró:
—Je dois me séparer de cette femme commune.
En la tómbola compró diez boletos y se quedó por las cercanías a la espera del sorteo. Los premios eran botellas de todo género, desde salsa HP hasta Johnnie Walker. No estaba vestido en absoluto para el campo, y su llamativa camisa azul de cuello blanco, su corbata roja y su traje cruzado de raya diplomática sobresalían como un sello de Westminster entre las mangas de camisa, los vaqueros y los vestidos de algodón baratos. Saludó con la cabeza y sonrió a una mujer que estaba a su lado, y le dijo:
—¿Lo está pasando bien?
—No puedo quejarme —dijo ella—. Voy detrás de esa botella de licor de cereza.
—Estupendo… pues buena suerte. Supongo que yo no ganaré nada.
—Tampoco lo necesita, ¿no?
—¡Muy bien, señor Fedden! —dijo el hombre de la tómbola.
—¡Hola! Me alegro de verle… —dijo Gerald, lo cual era su manera de cubrir la posibilidad de que se conocieran de antes.
—¡Allá vamos, entonces! Salsa HP para usted, me figuro, ¿no?
—Con la suerte nunca se sabe —dijo Gerald, y luego, mando el tambor hexagonal empezó a girar—: ¡Algo para cada uno! ¡Habrá un premio para todos!
—Ah, eso ya lo hemos oído antes —dijo un hombre con gafas de montura dorada que a todas luces entraba en la categoría de socialista sabelotodo, de los que hacen preguntas llenas de estadísticas inverificables.
—También a usted me alegro de verle —dijo Gerald, centrando la atención en los números.
—¡Ajá! —dijo el hombre.
La mujer que quería el licor de cereza ganó media botella de ginebra Mira Mart y se rio y se sonrojó con virulencia, como si ya se la hubiese bebido y estuviera deshonrada. Salió un premio de limonada y otro de Guinness. Después Gerald ganó una botella de Lambrusco.
—Ah, estupendo… —dijo, y soltó una risa burlona.
—Tengo entendido que le gusta tomar una gota de vino, señor —dijo el tombolero, al entregarle la botella.
—¡Desde luego! —dijo Gerald.
—No se la quede —le susurró Penny, a su lado.
—¿Cómo…?
—No hay que quedarse con el premio. No está bien visto…
—Lo ven como algo horrible —murmuró Gerald; luego tronó, considerado—: No creo que deba arrebatar la victoria a mis propios votantes. —Sonaron tímidos aplausos—. Barbara… ¿puedo convencerla…?
La alcaldesa pareció detectar al menos tres insultos en aquella proposición: a su rango, a su gusto y a su bien proclamada abstinencia. Nick tuvo además la corazonada de que no se llamaba Barbara. ¿No era Brenda Nelson? La botella permaneció un momento en las manos de Gerald, como si la presentara un sommelier socarrón. Después se precipitó a depositarla en la mesa de caballete.
—Que la aproveche algún otro —dijo, moviendo la cabeza.
Con todo, era evidente que se había apoderado de él la idea de que debían permitirle ganar algo. Al ver su oportunidad, estiró el cuello alrededor como si hubiese perdido a alguien y se abrió camino entre el gentío. Penny, pacientemente, le siguió trotando, con la mermelada en las manos, seguida por Nick, un poco rezagado en la estela de risa y agitación que dejaba Gerald a su paso.
El deporte del lanzamiento de bota era desconocido en Surrey en la juventud de Gerald, al igual que en el Notting Hill contemporáneo; las únicas botas de goma que había tocado en su madurez eran las verdes que sacaba del pasillo del sótano para fines de semana invernales con amigos del campo. Pero en Barwick, que aún conservaba un mercado periódico de ganado y donde volaban por la calle briznas de paja sueltas, las botas, negras, con la suela lastrada y el tacón flojo, no eran algo embarazoso, y su lanzamiento era un popular pasatiempo. Gerald se acercó al arco endeble formado por dos postes y una pancarta, debajo de la cual habían trazado una raya con tiza blanca.
—¡Ahí voy yo! —dijo. Puso una expresión de deportista, porque era la primera vez que jugaba, pero se le vio un destello de temple.
—Son veinticinco peniques la tirada, señor, o una libra cinco tiros.
—Ooh, pagaremos un pavo —dijo Gerald, con la voz especial de pijo que ponía al emplear una palabra de jerga. Rebuscó en los bolsillos, pero ya se había gastado toda la calderilla. Sacó la cartera y estaba ofreciendo, con gesto dubitativo, un billete de veinte libras cuando Penny se adelantó y depositó en la mesa una moneda de una libra.
—Ah, estupendo… —dijo Gerald, observando a un par de adolescentes que no se habían herniado: la bota cayó con un plaf al suelo, pocos centímetros más lejos—. ¡Vamos allá…!
Cogió la bota y la sopesó en la mano. La gente le rodeó para ver el espectáculo de cómo el diputado local, con su corbata roja y el traje a medida de raya diplomática, agarraba una bota vieja de goma y se disponía a lanzarla por los aires.
—Así que sabe tirar, ¿eh, Gerald? —dijo un lugareño, quizá con buena intención.
Gerald frunció el ceño, como diciendo que apenas le hacían falta instrucciones. Ya había visto el fallido tiro alto de los chicos. Hizo el suyo desde la altura del pecho, en una embarullada imitación de un jugador de dardos o un lanzador de peso, con la suela hacia delante. Pero había subestimado el peso del calzado, que aterrizó entre las dos primeras líneas.
—Tiene que lanzarla, tal como suena, ¿entiende? —dijo una mujer robusta, pero como preocupada, y trazó un arco grande con un gesto. Un niño le devolvió la bota y Gerald probó de nuevo, con una sonrisa nada divertida, como si dijera que aceptar consejos de trabajadoras con rulos y un pañuelo en la cabeza formaba parte de su función de parlamentario. Imitó con diligencia el gesto de molinete que había hecho la mujer, pero quizá a causa de la restricción que la chaqueta ceñida del traje impuso a la parte superior del arco, imprimió a la bota un efecto de giro y dio dos o tres vueltas en el aire antes de caer en la hierba, con un impacto sordo.
—Algo mejor este tiro —murmuró alguien—. ¡Se va acercando!
Otro hombre lanzó un grito frenético: «¡Viva los conservadores!». Nick comprobó con un ligero asombro que en el público primaba la buena voluntad hacia Gerald, así como una sensación común de agrado al ver a un famoso realizando una tarea, aunque fuera la más sencilla del mundo; y fue como si Gerald sacara fuerzas de esto para su tercer intento.
Se desabrochó la chaqueta, cosa que mereció la aprobación del público y, sin levantar el brazo por encima del hombro, imprimió a la bota un vigoroso vuelo hacia arriba, un poco excesivo para lo que hacía falta, pero aterrizó más allá de la marca de los veinte metros. Hubo aplausos y consejos diversos sobre cómo agarrar la bota, por la parte de arriba, por el medio o por el tacón, y Gerald dócilmente probó las tres maneras. El cuarto intento fue tan desastroso como darle a la bola con la madera de la raqueta en el tenis. Hubo cierta exasperación entre los espectadores, otra vez mezclada con una especie de solicitud, y una voz muy irónica, que resultó ser la del socialista sabelotodo, dijo:
—Así me gusta, hay que estar dispuesto a hacer el ridículo.
En su último tiro, con un brusco resoplido al soltar el misil, Gerald lo impulsó en un arco largo y bajo, y aterrizó y rebotó bamboleándose hacia un lado, en la zona no delimitada allende los veinte metros. El chico corrió hasta allí para clavar un tee de golf azul en el punto de contacto. Hubo aplausos y la prensa y el público tomaron fotografías.
—Espero haber ganado un premio —dijo Gerald.
—Ah, no lo sabrá aún, Gerald —dijo un lugareño servicial. Que los votantes se tomaran la licencia de llamar por su nombre de pila a su diputado era quizá una ampliación de la falsa camaradería del tiempo de elecciones, la ciega forja de amistades, y una especie de timidez, fingida o no, cubrió la momentánea frialdad de la cara de Gerald, al verse convertido en una propiedad pública, el amigo de la gente.
—Señor Trevor —le murmuró Penny, a la altura del codo—. Pozo séptico.
—Hola, Trevor —dijo Gerald, con un tono como si fuera el jardinero.
—Las cinco en punto —dijo Trevor—. A esa hora lo sabremos: el que la haya lanzado más lejos se lleva el cerdo.
Y señaló un pequeño corral, hasta entonces oculto por la multitud, en donde un Gloucester Old Spot estaba hocicando una pila de tronchos de col.
—Cielos… —dijo Gerald, riéndose incómodo, como si le hubieran enseñado una pitón en una cubeta.
—¡Desayuno, comida y té para un mes! —dijo Trevor.
—Sí, la verdad… Aunque no comemos cerdo —dijo Gerald, y se estaba volviendo para irse cuando vio que el hombre de gafas con montura dorada se acercaba a la raya de tiza y sopesaba la bota de goma en la mano, con aire de entendido.
—¡Ah, Cecil va a enseñarle un par de cosas! —gritó la mujer de rulos, que acaso, después de todo, no era tan amistosa con Gerald: nunca se sabía con aquella gente. Cecil era menudo, pero correoso y resuelto, y lo hacía todo con una fina sonrisa. Gerald aguardó a ver lo que ocurría, y Nick y Penny le rodearon e intentaron hablarle de otra cosa.
—Apuesto a que tiene algún truco —dijo Gerald—. ¿Qué…?
El truco de Cecil consistía en coger carrerilla y luego, con una revolución completa del brazo, mandar la bota volando como hacia un bateador que la esperaba; la bota descendió en picado hasta un punto situado un metro más allá de la marca última de Gerald y el chico corrió a clavar un tee de golf rojo. Cecil demostró que tenía además otra maña, la de lanzar desde más abajo del hombro, sin elevar demasiado la bota, y la depositó un poco más cerca que la del tiro anterior, pero aun así más lejos de donde estaba el tee azul. Dominaba el tranquillo del peso y la dirección del proyectil, su trayectoria, sin que en el aire se desviara y diera vueltas. Perfeccionó y varió estos métodos, y con el último lanzamiento superó en tres metros su propia marca. Después, secándose las manos, con la sonrisa nerviosamente controlada, se acercó y se detuvo no al lado de Gerald, pero cerca.
—Ah, lástima, pero ahí queda eso —dijo Trevor—. Ahora, como dice que no quiere el animal…
—Oh, al diablo ese bicho —dijo Gerald, con voz jovial, y miró primero a Penny y después a Nick y por último a la figura hirsuta y despreocupada de Cecil. Empezó a quitarse la chaqueta, con minúsculas y rápidas sacudidas de cabeza, le salieron los colores y bromeó sobre su propio temperamento, con una expresión a la vez ceñuda y sonriente—. Creo que esto no puede quedar sin respuesta —dijo, con su tono de debate, gracioso pero combativo. Fue ovacionado y también recibió algunos silbidos cuando se despojó de la chaqueta y aparecieron los tirantes azules y oscuras flores de sudor: dio la sensación, según cómo se mirase, de que Gerald estaba demostrando un tremendo espíritu deportivo o de que se estaba poniendo en ridículo, como había dicho Cecil. Penny, siempre vigilante, tomó la chaqueta moviendo una ceja en señal de precaución, pero que se parecía lo bastante a una sonrisa para constituir un apoyo público. Tuvo que buscar en el bolso otra moneda de una libra.
—¡Así que ha ganado el cerdo! —dijo la madre de Nick, conduciendo a Gerald al cuarto de estar de Linnells—. Vaya por Dios…
—Ya sé… —dijo Gerald. Estaba todavía un poco acalorado por el esfuerzo, quizá necesitado de una ducha, con el pelo embadurnado, un poco exaltado aún por la adrenalina—. He jugado cinco rondas pero al fin le he pillado. Ha sido una victoria convincente.
Dot Guest recorrió con la mirada la habitación atestada de muebles, señaló con un gesto un asiento tras otro y pareció pensar que la casa era, en conjunto, demasiado pequeña para Gerald. Él asestaba puntapiés a cosas, era una criatura indómita, era casi como si el cerdo hubiese entrado a empujones detrás de él. Fue a la ventana trasera y dijo:
—Qué preciosa vista. Es como si estuvieran en el campo, ¿no?
Con cortesía y mucha timidez, Dot despejó un espacio en una mesita y murmuró:
—Sí… es como… si estuviéramos…
Miró agradecida a Don, que entraba con ginebra y tónicas en una bandeja de plata. Gerald se había olvidado por completo del campo.
—Bueno, vaya día, quién lo habría pensado —dijo—; lanzamiento de bota: otra flecha para mi arco.
Y se derrumbó sobre la butaca de Don como si viviera allí, sólo para que ellos se sintieran a gusto.
—Muchas gracias, Don —dijo, estirando el brazo para coger la bebida—. Creo que me la he ganado.
—¿Dónde está el cerdo? —dijo el padre de Nick.
—Oh, se lo he dado al hospital. Es evidente que en estas ocasiones no hay que quedarse con el premio. ¡Salud!
Nick observó cómo todos se refugiaban en el primer sorbo. Se sintió avergonzado por la pequeñez de las bebidas y por el hecho de que su padre las hubiera preparado en la cocina y servido como si fueran néctar. Los padres miraban a Gerald con orgullo y nerviosismo. Eran muy pequeños, pulcros, casi infantiles, comparados con Gerald, tan radiante, repantigado y más grandioso que la vida local. Don lucía una pajarita de un vivo color rojo. Cuando era niño, Nick adoraba las corbatas de su padre, el truco de magia que le parecía el nudo, los contrastes estéticos y las repercusiones de los distintos colores y dibujos: había tenido predilecciones entusiastas y horror a un par de corbatas, y había vivido el drama cotidiano de aquellas rayas de seda estampada y terylene con motas, tan superiores a las anchas corbatas multicolores de otros papás. Pero ahora le incomodaba el pliegue escarlata debajo de la acicalada barba blanca; pensó que su padre parecía un poco lerdo. Dot dijo:
—Qué suerte que haya tenido tiempo de venir a vernos. Sé que tiene que estar ocupadísimo. Y está a punto de marcharse de viaje, ¿no?
Era una de las preocupaciones «profesionales» de la madre de Nick, una parte de la gran preocupación que representaba el mismo Londres, además de los guardias reales que se desmayaban y el tedio de asistir a La ratonera, el modo como los parlamentarios daban abasto a su ingente volumen de trabajo; a Nick le había pedido que lo averiguase cuando se fue a vivir a casa de Toby. La madre consideró cínica y, por consiguiente, mentirosa la conclusión de Nick de que Gerald no hacía su trabajo en absoluto, sino que se servía de informes elaborados por secretarias y ayudantes que hincaban los codos en su lugar.
—Sí, nos vamos el lunes —dijo Gerald, y se encogió de hombros, con un gran alivio. Nick le vio ya, aburrido y sugestionable, empezar a rumiar de inmediato sobre los placeres superiores de la casa solariega.
—Me pregunto de dónde saca tiempo para todo —dijo Dot—. Con tantas cosas que debe leer. Me preocupa… Nick dice que soy una tonta… Lo más seguro es que usted no duerme, ¿verdad? ¡No veo cómo podría! Es lo que dicen de… la Dama, ¿no?
Nick había inculcado a sus padres el apelativo la Dama de Gerald, pero le violentó que lo empleasen en su presencia. Sin embargo, pareció que Gerald lo tomaba como un homenaje, tanto a la primera ministra como a él mismo.
—¿Cuatro horas cada noche, como mucho? —dijo, con una risa admirativa—. Sí, pero ella es un fenómeno…, ¡una energía increíble! Yo soy un mero mortal, necesito mis horas de sueño, no me avergüenza decirlo.
—Está guapa sin haber dormido, entonces —dijo Dot, devotamente, y Don asintió, demasiado tímido todavía para hacer la pregunta que les quemaba a los dos: ¿cómo era ella?
Gerald, a sabiendas de que querían preguntárselo, mostró que no había perdido de vista la pregunta original.
—Pero tienen razón, desde luego. —Los elevó al rango de confidentes—. El papeleo puede ser abrumador a veces. Tengo la suerte de que leo rápido. Y tengo una memoria de elefante. Puedo tragarme el Telegraph en diez minutos y el Mail en cuatro; le coges el tranquillo.
—Ah —dijo Dot, y asintió despacio—. ¿Y cómo está su hija? —Se comportaba de un modo atento y educado, y Nick vio que indagaría sobre las cosas que la inquietaban, y confió en que Gerald le diese más información de la que él podía darle—. Sé que ha estado preocupado por ella, ¿verdad?
—Oh, ella está bien —dijo Gerald, con ligereza, y viendo cierta utilidad en la idea de tener problemas, añadió—: Tiene altibajos, ¿no es así, Nick? Mi buena Gata. No es fácil para ella. Pero ya ven, esa cosa que toma, el librium, es una auténtica bendición. Como un fármaco milagroso…
—Esto… litio —dijo Nick.
—Oh, sí… —dijo Dot, mirando azorada a uno y a otro.
—Ahora mi Gata es mucho más feliz. Creo que ya hemos capeado el temporal.
—Está haciendo un gran trabajo en St. Martin’s —dijo Nick.
—Sí, hace collages y maravillas —dijo Gerald.
—Ah, arte moderno, sin duda —dijo Don, dirigiendo a Nick una sombría mirada irónica.
—No te hagas el ignorante, papá —dijo Nick, y vio que su padre era incapaz de separar la alabanza del reproche.
—De todos modos, parece que es beneficioso para ella —dijo Gerald, a quien le gustaba la excusa terapéutica para los grandes esfuerzos abstractos de Catherine—. Y tiene un novio fantástico con el que todos estamos muy contentos. Porque no siempre hemos tenido suerte en ese terreno.
—Oh… —dijo Dot, y bajó la mirada hacia su bebida como para decir que ellos tampoco.
—Bueno, la verdad es que estamos muy orgullosos de ella —dijo Gerald, ampulosamente, con lo que pareció un poco avergonzado—. Y Rachel y yo estamos encantados porque este año vamos a reunimos todos en Francia. La primera vez desde hace años. Y también vendrá Nick, como saben…, por lo menos una temporadita…, hace mucho que debería haber venido.
Y Gerald apuró lo que le quedaba del gin-tonic.
—Oh, no lo habías dicho, querido —dijo Dot.
—Oh, sí —dijo Nick—. Bueno, voy a ir con Wani Ouradi, ya sabéis, el chico con el que trabajo en esa revista… vamos a Italia y Alemania para buscar cosas que nos hacen falta y luego pararemos unos días, espero, en… la casa en el camino de vuelta.
—Será una experiencia maravillosa para ti, chico —dijo Don. Y Nick pensó que los pobrecillos hacían lo que podían, pero por un minuto casi les reprochó que no supieran que iba a viajar por Europa con Wani, y que le obligaran a contarles un proyecto tan cargado de un sentido oculto. No era culpa de ellos no saberlo; Nick no podía contarles cosas, y por tanto todo lo que decía o hacía poseía un carácter de sorpresa, grande o pequeña pero nunca benigna del todo, puesto que eran réplicas de la sorpresa original, la de que él era, como decía su madre, un «eso».
—Porque Nick suele cuidarles la casa, ¿no? —dijo ella—. Cuando están fuera.
Se aferraba a este hecho como una prueba de que Nick era digno de confianza para otras personas importantes a las que al parecer, por hache o por be, les tenía sin cuidado que fuese un «eso».
—El pobre Nick siempre ha cargado con ese mochuelo. Este año, el ama de llaves y su hija vienen a instalarse en casa y podrán hacer una limpieza a fondo sin que nadie las estorbe. Para ellas serán casi como unas vacaciones.
Gerald hizo un gesto de liberalidad con el vaso vacío.
—¡Como las vacaciones que yo suelo pasar! —dijo Dot, que ansiaba darse el capricho de un hotel, pero estaba condenada a pasar cada mes de septiembre en la casa de campo de su cuñada en Holkham.
Don le sirvió otro cóctel a Gerald y se preparó otro minúsculo para él; procuraban no ir a un ritmo tan vivo. Dijo:
—Es buen chico ese Ouradi, ¿no?
—¿No le conoce?… ¿No?… Oh, es un perfecto encanto. Mi hijo Tobias y él eran grandes amigos en Oxford… bueno, los tres erais muy amigos, ¿no, Nick?
—Yo no lo conocí bien hasta más tarde —dijo Nick con cautela, recordando el cuarto de baño de la casa de los Flintshire en Mayfair, y cómo la coca les entumecía los labios mientras se besaban. Le produjo un hormigueo pensar en el otro universo que le estaba aguardando.
—A alguien de su posición sólo puede irle bien —dijo Don.
—Tengo la impresión… —dijo Gerald, con un parpadeo condescendiente—. Sé que hay depositadas en él grandes esperanzas. El padre es todo un personaje, por supuesto.
—¿No es el de los supermercados?
—¿Bertrand? ¡Oh, un gran hombre! —dijo Gerald, que empleaba el adjetivo con gran libertad, como si esperase que se le pegara a él también—. Es decir, un destacado hombre de negocios, sin lugar a dudas… Es tristísimo, y no lo supe hasta el otro día, pero perdieron al primer hijo, ¿saben?
—Oh, vaya…
—Sí, le atropelló un camión en la calle. En Beirut, claro está. Murieron los dos, el niño y su niñera, o como la llamen allí. Bertrand Ouradi me lo contó hace apenas unos días.
Nick tuvo que fingir que ya lo sabía y asintió sombríamente para confirmárselo a sus padres, que murmuraron su pesar, pero sin que pareciera importarles mucho, como si una muerte en Beirut fuese lo que cabía esperar.
—Sí, fue algo horrible —dijo Nick. Era una absoluta sorpresa. Lo primero que pensó fue que sus engreídos alardes de intimidad con Wani parecían una gran estupidez. El misterio de la familia, apenas vislumbrado, era mucho más intenso y oscuro que la pequeña conspiración sexual entre los dos. Y Wani sobrellevaba aquel fardo… Al instante le resultó más conmovedor, más glamouroso y más perdonable.
—Su novia parece una jovencita encantadora —dijo Dot—. La he visto en la peluquería.
—¿Sí…?
—¡En el Tatler, me refiero!
—Ah, sí…
—Claro que Nick salió en el Tatler, después de aquella maravillosa fiesta que dieron ustedes. Ha sido tema de conversación durante meses cuando cenamos fuera.
Era una de las jactancias favoritas de su madre, una estricta figura retórica, puesto que sólo cenaban fuera unas tres veces al año.
—¿Quién es el otro que vemos? ¿Ese grande y gordo al que conoce Nick? Lord Shepton: siempre sale.
—¿Qué le parece ese chisme que se ha traído Nick? —dijo Don, con inquieto entusiasmo.
—Bueno, es una monada —dijo Gerald.
—¿Dijiste que te lo había regalado, querido? No lo terminé de entender bien…
—Te lo dije, mamá —dijo Nick—. Es como un coche de empresa. Puedo usarlo mientras trabajo para él.
—Debe tener muy buen concepto de ti —dijo Don, dubitativo—. Bueno, es otro mundo, ¿no? —Nadie ratificó esta opinión, y al cabo de un momento prosiguió—: ¿Y qué tal su hijo?
—Oh, está en plena forma. Ahora ha montado su propia empresa, veremos cómo le va.
—¡Veíamos muchas veces su nombre en el periódico! —dijo Don, como si los párrafos de media página de Toby sobre las perspectivas bursátiles hubieran sido para los Guest lo más notable del día.
—Bueno, creo que eso fue un pequeño paso en falso. A él le gusta la vida al aire libre, ya saben, se siente muy encerrado en una oficina… Bueno, sólo duró cinco minutos, e hizo bien en probarlo.
—Oh, desde luego…
—Duró un poco más —dijo Nick.
—¿Sí? Seguramente Nick tiene razón —dijo Gerald—. ¿Cuánto fue? Seis meses en el Guardian, donde no creo que se sintiera nada a gusto, y después un año o así en el Telegraph, en la sección de la City… Sí.
—Parece que algunos amigos de la facultad de Nick han ganado ya una fortuna —dijo Dot—. ¿Quién era el que dijiste que se había comprado un castillo?
—Oh… —dijo Nick, lamentando sus bravatas al respecto—. Sí, uno de ellos. Un castillo muy pequeño… Trabaja en reaseguros.
—Ah —dijo Dot. Nick confió en que ella no le preguntase en qué compañía concreta—. ¡Van tan aprisa en estos tiempos, eh! —dijo, como si a Gerald también le dejase sin respiración pensarlo.
—Le va muy bien al hijo de Lord Exmouth —dijo Don.
—Ah, sí —dijo Gerald—. ¡Nuestra sangre azul de aquí!
De repente, cuando mencionaron a la aristocracia autóctona, se había convertido en un vecino de Barwick.
—Así es —dijo Don—. Bueno, como cuido los relojes de Monksbury, he visto cada cierto tiempo al joven Lord Davis desde que él era un niño.
—¿Sí…? —Gerald le miró con atención por encima de la montura de las gafas—. No visitará a los Noseley, supongo.
—No desde que murió la señora —dijo Don—. Trabajé muchísimo allí, uf, ya hará unos diez años, calculo. Y cuánta carcoma había en la abadía de Noseley. ¡Les costó Dios y ayuda librarle de los diablillos!
Nick se levantó para ofrecer un plato de aceitunas rellenas e hizo pequeños ruidos de camarero para distraer a su padre y que no dijera lo que él sabía que iba a decir a continuación.
—Muchísimas gracias —dijo Gerald.
—No, es un placer hacer cosas en esas grandes mansiones —dijo Don—. Aunque no se den mucha prisa en pagar tus honorarios. —Miró alrededor, con cariño—. Hay tantos por aquí. Nick está cansado de oírlo, ¡pero tengo dos condes, un vizconde, un barón y dos baronesas en mis libros!
—Todo un censo —dijo Gerald—. Habrá que ver si podemos conseguirle un duque.
—Por descontado, lo que es fabuloso es la calidad del mobiliario en todas esas casas —dijo Nick, en un arranque de vergüenza—. Muebles que llevan allí siglos.
—Ciertamente… —asintió Gerald, como si también se tomara esta observación muy en serio. Arqueó y bajó las cejas, con perplejidad, ante su vaso vacío.
Don dijo:
—Nick me ha dicho que usted tiene algunos muebles preciosos en su casa de Londres.
—Oh…
—Muchas obras francesas, tengo entendido.
—En efecto, muchas, sí —dijo Gerald, que no tenía ni idea de dónde habían salido la mayoría de ellas.
—Y también algunos cuadros magníficos.
Gerald les dirigió una mirada de caridad meditabunda, ligeramente teñida de impaciencia y hasta de una especie de desdén: o eso le pareció a Nick, que entendía a las dos partes, como si estuviera presenciando una discusión consigo mismo.
—Creo que deberían visitarnos, ¿no te parece, Nick? O incluso venir cuando no estamos. Vengan cuando estemos en Francia y siéntanse como en casa. Está a su entera disposición. Así podrían echar un vistazo a todos los muebles y decirnos qué es cada cosa.
—Vaya, es amabilísimo de su parte —dijo Don, sonriendo, seducido por la idea.
—Oh, creo que no podríamos —dijo Dot, cuyo miedo de las libertades en general incluía incluso las que podía permitirse—. Aunque es inmensamente amable, por supuesto…
Parecía abrumada por la propuesta, y se mordía la mejilla mientras miraba a Don. Nick a veces consideraba a su madre obtusa y mezquina, deploraba su estulticia y al mismo tiempo tenía tal sintonía con sus estados de ánimo, con las corrientes de entendimiento entre una madre y un hijo único, que era capaz de rastrear sin esfuerzo las huellas de sus inquietudes. Visitar Kensington Park Gardens, hospedarse en la casa y husmear, vacilante, sus rincones, satisfaría su curiosidad, pero también daría forma y detalle inolvidables al mundo en que vivía Nick, con su tolerancia y sus dispendios, sus bodegas de vino y sus amas de llaves que apenas hablaban inglés, y el ministro del Interior que se presentaba de improviso, cosa que Nick les había dicho que sucedía a veces. Sería un torrente de conocimientos y, en general, como ella misma decía, era preferible no saber nada más.
—Piénsenlo, de todos modos —dijo Gerald, y Nick supo, mientras sus padres murmuraban entre sí, radiantes, que no se volvería a hablar del asunto.
Entró en la plaza del mercado y redujo la velocidad al acercarse a RELOJES D. N. GUEST ANTIGÜEDADES. «¡Esa es nuestra tienda!», dijo, y levantó un brazo como si le mostrara el palacio del dux o alguna otra maravilla que Gerald se dispusiera a visitar.
—¡Indudablemente! —dijo Gerald. Nick sólo pudo mirarla de soslayo, pero para él poseía una presencia, como una sorpresa que hubiese preparado para otra persona que nunca podría sentirla tanto como él. Aquel lado de la plaza estaba en penumbra, aunque el sol aún brillaba en el lado opuesto, sobre la fachada de estuco blanco del Hotel Crown. Un cielo sin nubes sobre los tejados, todos los comercios cerrados, una ciudad de provincias vacía en un atardecer de pleno verano; no del todo vacía, ya que había gente en fin de semana paseando antes de la cena y fisgando dentro de las tiendas cerradas, con cara de sacar todo el provecho posible del lugar, y algunos mozos, «patanes», que vagaban bajo los soportales del mercado. La lonja era la joya de la ciudad, una jaula de cristal y piedra sobre una arcada alta, que los lugareños seguían atribuyendo, contra toda evidencia, a Sir Christopher Wren. Había sido el orgullo de la infancia de Nick, había hecho en el colegio un proyecto sobre el edificio, con planos y elevaciones medidos y a la edad de once años, en su paraíso arquitectónico personal, lo consideraba a la altura del Taj Mahal y el edificio del Parlamento de Otawa. El momento en que aceptó que no era obra de Wren fue tan desolador y emocionante como la pubertad. Aceleró al rodear la plaza, los mozos les miraron y Nick saboreó el triunfo de volver a casa con aquel bonito trasto ronco. Era como si arrastrase detrás, como una larga bufanda, los logros del sexo, los valores bursátiles, los títulos y las drogas. No, su superioridad era real, era casi solitaria, un mundo de placeres y privilegios que aquellos chicos ni siquiera imaginaban y, por consiguiente, no podían envidiar. Aparcó delante del Crown y Gerald se apeó de un salto y se pasó una mano por el pelo, escindido entre su fardona apariencia deportiva y un sesgo de dignidad comprometida, y hasta de alguna anomalía peor, al dejarse ver en semejante coche con un joven gay. Penny le aguardaba, con su rubor, su sonrisa tensa y su severidad obediente, y él se dirigió con gratitud a su encuentro. «¡Que os divirtáis!», dijo Nick, y circundó otra vez con estrépito la mitad de la plaza, pensando en cuánto le gustaría a él hacerlo.
Estacionó en un punto del espacio central donde los jueves había mercado y apagó el motor. Un minuto después tendría que volver a casa, para cenar y hacer un análisis post mortem de la visita de Gerald. Durante la cena tendría la sensación de que se abrían nuevos horizontes de inquietud…, la sospecha, una vez que Gerald se había ido, de que no confiaban en él por completo: a pesar de sus nervios y sus buenos modales tenían un oído muy fino para la fatuidad, eran más sensibles de lo que reconocían; habrían advertido que Gerald no les había preguntado absolutamente nada sobre ellos, y en adelante sus padres perderían varios grados de tranquilidad al pensar en la vida de Nick en Londres. Miró de nuevo la tienda, que parecía cerrada a cal y canto, vacía pero llena de sentido, y con todas las cosas en penumbra más allá de las sillas en el escaparate. Le produjo una extrañeza inédita ver su apellido escrito en la vitrina y sintió que su orgullo escolar y su esnobismo de Oxford prensaban entre los dos su nombre, N. GUEST, justo en el centro del rótulo. Observó a un grupo de chicos que pasaron despacio por detrás del coche y movió la cabeza para seguirlos en el retrovisor; creyó ver que se entretenían haciendo cabriolas a una distancia coloreada por el espejo. Se oyó el estruendo metálico de un puntapié asestado a una lata y un eructo que resonó en toda la plaza. Pensó en qué habría pasado si se hubiera quedado allí, tan lejos de los elementos esenciales del paraíso, la ópera, las entregas de Ronnie… Recreó por un momento la ficción de aquella vida alternativa; allí había personas cultivadas, por supuesto, con libros y gramófonos: cuando intentó imaginarlas adquirieron la forma de sus profesores de secundaria en Barwick, la figura de Leverton y su grupo Hopkins. Quizá habría podido contar con uno o dos condiscípulos. Estadísticamente tenía que haber quinientos o seiscientos homosexuales en Barwick, más o menos escondidos detrás de aquellos escaparates y ventanas superiores ilegibles. Los urinarios del Abbots’ Field se habrían convertido en un imán tedioso, en un símbolo atroz.
En la otra punta de la plaza, medio deslumbradas por el sol vespertino, llegaban unas parejas a cenar en el Crown, las mujeres con falda larga y recién peinadas, y los hombres con traje, y se saludaban unas a otras con palmaditas y «usted primero» y confusas tentativas de besos sociales (no entre los hombres, desde luego), todas ellas excitadas por la perspectiva de escuchar más tarde a su parlamentario, pero también sosegadas por la comprobación, acrecentada a lo largo del tiempo, de lo acertado de ser conservadores. Y, cojones, allí estaba Gary Carter, siguiendo el rastro de su noche de sábado, con una chaqueta vaquera corta, tejanos nuevos y muy prietos y aquel corte de pelo supersexy; llamó a un camarada que estaba debajo del arco del mercado y en cierto modo se le insinuó, con la graciosa mariconería incuestionable de un hetero guapo en una ciudad provinciana. Al parecer, también a las chicas les gustaba el culo de los chicos; prueba de buen gusto, aunque Nick no sabía muy bien para qué lo querían. Gary cruzó el mercado, salió por el otro extremo y empezó a deambular a lo largo de la acera del fondo. Era hora de irse; Nick presentía la atmósfera de Linnells aguardando, con toda su inocencia impasible de aquello de lo que le estaban privando. Luego se estremeció, sobresaltado ante el zarandeo de aquellos sueños de ciudad pequeña. De un modo u otro había que abandonarla; pensó en su larga adolescencia, el aburrimiento y la lujuria, los éxtasis estéticos, retenidos en la luz ámbar, que el sol espesaba, de la plaza atardecida; pensó en cuánto había amado aquel lugar y en cómo suspiraba por Londres a través de kilómetros imaginarios de trigales, granjas porcinas y apartaderos industriales. Decidió pasar por delante de Gary, despertar su interés y grabar en la memoria una imagen de él para más adelante. Puso el coche en marcha y al mirar alrededor, estirando el cuello, para meter la marcha atrás y salir a la calzada vio la carpeta del discurso de Gerald en el asiento trasero.
Con toda seguridad, Penny tendría otra copia en el hotel, aunque probablemente sin los chistes, subrayados y recordatorios escritos a tinta: las anotaciones en el texto delataban a un orador tan confiado en sus dotes. En la parte superior de la primera hoja, un círculo en rojo rodeaba los nombres de «Archie» y «Veronica». Lo que había que hacer era encontrar a Penny y que ella se las ingeniara para deslizar el discurso en las manos de Gerald. Ya estarían sirviendo bebidas y Nick se imaginó uno de aquellos «salones» tristemente decorosos donde se estaría celebrando la reunión y que se utilizaban para conferencias de negocios de bajo nivel y cenas de rotarios. Sólo llevaba puestos unos pantalones de lino y una camisa de manga corta, pero podría colarse como un tramoyista que lleva un accesorio olvidado, podría, a los efectos, resultar invisible, y que los conservadores de Barwick mantuvieran su estupor en suspenso.
En el vestíbulo concurrido él seguía siendo el chófer, el mensajero, y si alguno de los invitados le reconoció, socios de la ópera, hombres que le habían empastado los dientes y tomado medidas para los blazers del colegio, no dio señales de haberle reconocido. Aunque fuera un desaire fue también un alivio. Preguntó en recepción y la chica creía que Gerald había salido al aparcamiento de la parte trasera; creía que quería airearse. Nick se deslizó fuera y recorrió el largo pasillo que doblaba y subía y bajaba a través de diversos anexos incómodos hacia la trasera del edificio. En el empapelado rojo y en relieve colgaban grabados de caza y viejos mapas Speed del condado, y la alfombra también era roja, con una opresiva voluta negra, como un estampado monstruoso. Se cruzó con parejas sonrientes a medias, que se tranquilizaban mutuamente respecto al coche cerrado con llave, el pelo arreglado, las pastillas que palpaban en el bolsillo. Parecía gustarles aquel pasadizo, su rudimentaria parodia histórica, los olores a cerveza y a cordero asado en los espacios entre las puertas contra incendios. Y en la esquina siguiente divisó a Gerald, mirando a derecha e izquierda, como si planeara una fuga, un último y veloz minuto de su vida real antes de que comenzase el espectáculo; Nick no gritó debido a la gente que había entre ellos, pero le vio empujar una puerta lateral y franquearla.
Como el letrero decía «Privado», Nick también miró alrededor: seguramente llevaba por otro camino a la sala Fairfax. Dentro había un corredor de servicio, un poco menos iluminado, y vio la cabeza de Gerald por la ventanilla alambrada de otra puerta de batiente; y la de Penny también, riéndose: era una buena señal, significaba que todo estaba controlado. La puerta estaba aún retrocediendo, a ráfagas perezosas, y quizá por eso el ruido que hizo Nick al abrirla no les alertó: no era más que un nuevo desplazamiento rítmico del aire enrarecido. Se echó hacia atrás a medias, dio un traspiés, dejó caer la carpeta y con todo este alboroto logró que ninguno de los dos supiera que había visto que Penny tenía una mano, como una adolescente enamorada, metida en el bolsillo posterior del pantalón de Gerald.
Sin embargo, lo había visto y la conmoción, prosaica pero enorme, le mantuvo distraído durante la cena, cuando tuvo lugar la conversación indirecta sobre Gerald que él había previsto. Se mostró de acuerdo, no sin cierta acritud, con los jocosos comentarios de sus padres y habló de Gerald como si nunca le hubiese apreciado, lo cual les inquietó aún más. Vieron después de cenar, a su manera ceremoniosa y excitada, la reposición estival de Sedley que emitió la ITV, y Dot (para entonces ya bastante achispada) dijo: «¡Mi hijo le conoce! ¡Es un gran amigo de Patrick Grayson!», y Nick pensó cómo no te darás cuenta de que es un viejo mariconazo.
Cuando se acostaron, increíblemente temprano, cuando aún perduraba la hermosa luz crepuscular del verano, Nick les gritó: «¡Que durmáis bien!», y cerró la puerta con una sensación desconcertante de duelo, como si Gerald y Rachel fueran sus verdaderos padres y no la recta pareja de viejos acostados en sus camas gemelas en el cuarto de al lado. Más tarde oyó roncar a su padre a través de la pared y el crujido de la cama de su madre; la imaginó subiéndose las mantas hasta más arriba de las orejas. Rachel había confesado un día a Nick que Gerald también roncaba, aunque se lo dijo de aquella forma que tenía a veces de declarar una deficiencia, movida por la cortés conciencia que poseía de su buena estrella («Sé que nunca saldremos en Tante Claire»): «Puede ser un poco escandaloso», había dicho. Nick extrajo de lo que había visto diversas conclusiones a las que se resistía; tenía avidez de sensaciones desagradables y luego era reacio a ellas. Pensó que quizá estaba siendo un poco gazmoño. Pensó en las visitas periódicas de Gerald a Barwick con Penny, casi siempre sin Rachel. Era un sistema, un secreto tan rutinario que debía de haberse vuelto seguro. Y, por supuesto, el útil camuflaje de la «aversión» a Barwick, las sesiones de consultas con sus electores, los aburridos encuentros con Archie Manning… ¿Y qué pasaría en Londres? Era de presumir que allí no se verían, habría un riesgo demasiado grande de que los descubrieran. ¿O acaso no era una relación muy seria? ¿Era posible que Penny fuera la clase de chica que hacía esas cosas? Quizá hubiese alguna otra explicación de lo que Nick había vislumbrado en el hotel. Imposible encontrar una. Se preguntó si Gerald estaría roncando, y la imagen de lo que era probable que estuviera haciendo se perfiló de un modo alarmante en su imaginación sexual. O si estaba roncando, su compañera lo juzgaría un castigo tolerable de una aventura ilícita… Nick se detuvo y rebobinó con desagrado sus figuraciones. Un poco después despertó y la casa estaba de nuevo silenciosa, y le invadió el sobresalto de lo que estaba sucediendo, su desprecio adulto a la perfecta banalidad del hecho y su dolorosa desesperación infantil. Vio que ya se había convertido en un secreto propio, algo que asumir a regañadientes, un amargo conflicto de deberes. Acostado en la cama, escuchó el silencio, un silencio que era ilusorio, una tapadera que cubría otros sonidos… el suspiro del álamo gris, el tardío y semiconsciente rumor de la cisterna llenándose encima de su cabeza y, dentro de sus oídos, suaves percusiones lejanas, como puertas que se cerraban en alas inexistentes de la casa.