9

El afinador llegó por la mañana y después, para practicar de dos a cinco, llegó la pianista, la pequeña Nina Noséquémás, como la llamaba Gerald: era un día fatigoso. El afinador era un sádico vestido con un cárdigan que chasqueó la lengua, desaprobador, ante el estado del piano, de cuyo tono, demora minúscula y máquina de metal, como de una campana, que constituían sus encantos principales, emitió un diagnóstico general pesimista. («Oh», dijo Rachel. «Sé que a Liszt le gustaba tocarlo…»). De vez en cuando el afinador interrumpía su ascenso implacable por el teclado para producir, con el aire de un concertista frustrado, acordes y arpegios enjundiosos, que eran aún peores que el afinado. La pequeña Nina, a su vez, les volvió locos con sus fragmentos de Chopin y Schubert, que se prolongaban el tiempo suficiente para tocarles y arrullarles el corazón, antes de deprimírselo una y otra vez. Tenía mucho temperamento y una mano izquierda aterradora. Tocó el comienzo del scherzo n.° 2 de Chopin como un recadero que arranca una motocicleta. Cuando hubo terminado, Nick ayudó a Elena a subir y colocar las viejas sillas doradas de salón de baile desde el trou de gloire. Los sofás fueron desplazados según una distribución nueva, altos arreglos florales subieron la escalera transportados por las piernas de Elena, y la habitación cobró una apariencia desazonadora de estar ya preparada. Nick tenía otra tarea pendiente, la de telefonear a Roonie, y vigiló el avance del reloj hasta las seis, con tantos nervios como si fuese él quien daba el recital.

Salió a una cabina de teléfono en Ladbroke Grove, pero era una cabina adosada a otra y pensó que quizá el hombre que la ocupaba oyera lo que decía; era casi como si le estuviese esperando, puesto que de toda evidencia se limitaba a estar dentro, sin hablar por teléfono. Y estaba tan cerca de casa que podía comprometer a Gerald. Bajó la cuesta y entró en una calle que parecía menos propicia para el trapicheo y donde un hombre que bien podría haber sido un drogadicto estaba saliendo de una cabina telefónica en la esquina. Nick entró después de salir él y en aquel semisilencio enrarecido rebuscó en su cartera el papel con el número escrito y pensó que ojalá ya hubiera esnifado una raya de coca, o por lo menos tomado un gin-tonic, antes de este encargo. Ojalá lo hubiera hecho Wani, como de costumbre, en su coche, con el talkman. Después de haberle dado el dinero, a Wani le gustaba imponerle retos, que por lo general eran tareas que él podría haber hecho más fácilmente. Wani afirmaba que nunca había utilizado una cabina de teléfono, como tampoco había subido nunca a un autobús, experiencia que, según él, debía de ser horripilante. Nunca había respirado aquel aire horrible, de plástico negro, orines viejos, humo rancio, el aliento concentrado del micrófono…

—Sí.

—Oh, hola…, ¿eres Ronnie?

—Sí.

—Ah, ¿qué tal? Soy Nick —dijo Nick, con una sonrisa urgente a un punto situado en la parte inferior de la pared. Era como llamar a alguien que te habías querido ligar en una fiesta, sólo que daba mucho más miedo—. ¿Te acuerdas…? Soy un amigo de, um, Antony…

Ronnie se lo pensó un buen rato, mientras Nick le alentaba jadeando en el auricular.

—No conozco a ningún Antony. No. ¿No te refieres a Andy?

Nick soltó una risita ahogada.

—Ya sabes… un chico que es libanés, tiene un Mercedes blanco… a veces se hace llamar Wani…

—Muy bien, sí… ¡ya caigo! Sí, Ronnie… —dijo Ronnie, y se rio con afecto, o con un deje de ridículo, de tal forma que Nick no supo por un momento qué pensaba de Wani, cualquier opinión sobre él era verosímil—. El del teléfono portátil. ¿Es libanés? No lo sabía.

—¿Wani? Bueno, nació en Beirut, pero fue a la escuela aquí y de hecho vive en Londres desde los diez años —dijo Nick, atascándose como de costumbre en una subordinada de la oración principal.

—… bien… —dijo Ronnie, al cabo de un ratito—. Bueno, supongo que entonces querrás verme. Para algo.

Como Wani había dicho, lo fantástico de Ronnie era que siempre ligaba lo mejor. Ronnie tenía material de primera, era camello de gente famosa y aunque el precio, una libra veinte el gramo, era un poco carillo, lo compensaba la rebaja que dejaba a tres cincuenta el cuarto de onza. (La cuarta parte de una onza, siete gramos, era el único equivalente del sistema métrico que Nick había conseguido memorizar en su vida). El inconveniente de Ronnie era una extraña dilación que habría parecido somnolencia de no haber sido también una especie de vigilancia. Nunca se apresuraba, nunca llegaba puntual y tenía una desconcertante memoria porosa. Nick sólo le había visto una vez, cuando dieron una vuelta a la manzana en el Toyota rojo y había observado la manera sencilla de realizar el trueque. Ronnie era un jamaicano a lo cockney en una barriada obrera, con la cabeza alta rapada y los ojos melancólicos. Hablaba mucho de sus cuitas con novias, quizá sólo para dejar las cosas claras. Su voz era un murmullo íntimo, y como les estaba dando algo que ellos querían, a Nick le había parecido que Ronnie era a la vez seductor y perdonable.

Hoy todo tenía un aura mucho menos feliz. Ronnie le pidió que llamara diez minutos más tarde, y entonces la pauta de la primera llamada se repitió casi al pie de la letra, y de nuevo otros diez minutos después, para comprobar que Ronnie estaba en camino. Después de cada llamada, Nick daba vueltas por las calles y se sentía un delincuente tan inequívoco como vulnerable, con trescientas cincuenta libras enrolladas con gomas dentro el bolsillo. La zona parecía de repente infestada de coches de la policía. Un helicóptero sobrevoló el lugar durante varios minutos. Nick se preguntó cómo explicaría aquel dinero a la policía y luego pensó que lo más probable era que aguardasen para hacer algo hasta que él subiera al coche. Se preguntó si Gerald lograría que el hecho no apareciese en la prensa, si conseguirían que Gerald saliera en los periódicos, era algo más que vulgar y peligroso, podía perder su escaño si se divulgaba que en su casa se consumían drogas. ¿Cuántos años sería la sentencia? ¿Diez? Por un primer delito… Y bueno, Dios, ¿cómo iba a sobrevivir en la cárcel un mariconcillo con acento de Oxford? Se repartirían su culo entre todos. Se vio a sí mismo sollozando en un retrete sin puerta. Pero quizá le ayudaran unas referencias del profesor Ettrick, o hasta de alguien del Ministerio del Interior: ¡tal vez Gerald no le abandonase por completo! Estaba ya en el sitio convenido, en el chaflán del Chepstow Castle, con un adelanto de uno o dos minutos. Se sentó en una de las mesas de picnic al aire libre. El pub estaba cerrado, una luz tamizada se filtraba por las planchas de plástico mientras las obras continuaban dentro fuera de horas, una nueva cervecería había comprado el local, estaban derribando los pequeños mostradores antiguos para hacer el pub más espacioso y menos acogedor. Pasaron veinte minutos. Era muy sospechoso el modo en que le miraba aquel hombre en la parada del autobús que no cogía ninguno. Ronnie se estaba volviendo descuidado, su teléfono sin duda estaba pinchado, sería lo que se llamaba un palo cuando todos en la calle, el ciego, el chico de la pizza, la mujer con el perro, revelaran en cuestión de un segundo su condición de agentes de paisano. El coche aparcó, Nick se acercó, subió y dieron la vuelta a la manzana.

—¿Cómo van las cosas, Rick? —dijo Ronnie, sin mover su cabeza tristona, pero paseando la mirada de derecha a izquierda y de allí al retrovisor. Nick se rio y carraspeó:

—Muy bien, gracias —dijo. Iban en los asientos bajos del Celica, Ronnie zanquilargo, con los brazos en las rodillas, como un chico en un gokart, girando con los dedos largos el volante, más por el travesaño que por los bordes.

—¿Sí? —dijo Ronnie—. Pues qué bien. ¿Y qué tal va ese Ronnie?

Nick volvió a reírse, nervioso.

—Oh, está bien. Muy ocupado.

Era el maravilloso mundo aproximativo en que vivía el auténtico Ronnie y quizá a él le gustaban así las cosas, todos sus clientes con apodos, palabras mal entendidas, comportarse con prudencia y tacto. Miró otra vez por el espejo y al mismo tiempo se llevó la mano izquierda al bolsillo del chaleco y luego se la acercó a Nick con la pulcra mercancía invisible dentro. Nick estaba preparado pero tuvo que tantear en busca del rollo de billetes que llevaba en el bolsillo. Ronnie aceleró con el semáforo en ámbar y Nick se sorprendió de estar cometiendo la infracción de no llevar puesto el cinturón de seguridad. Ronnie tampoco lo llevaba, así era el mundo en que se movía, y pensó que podría ofenderle si ahora se lo ataba. El trayecto casi debía de haber acabado y lo más probable era que ya no hubiese una colisión. Aun así, qué horrible que te ligaran por una infracción de tráfico y que luego te interrogasen y luego te cachearan… Dio un ligero codazo contra el brazo de Ronnie y él cogió el dinero y lo escondió, de nuevo sin mirarlo.

Aparcaron detrás de la iglesia, al final de Ladbroke Grove, en la ensombrecida medialuna urbana con una hilera de plátanos.

—Muchas gracias —dijo Nick. En realidad tenía mucha prisa, pero no quería parecer descortés. Ronnie miraba fuera por el parabrisas, meditabundo.

—Esta iglesia es vieja, Rick —dijo—. Tiene que ser vieja.

—Sí… Bueno, es victoriana, supongo, ¿no? —dijo Nick, que de hecho lo sabía todo al respecto.

—¿Sí? —dijo Ronnie, y asintió—. Dios, sí que hay cosas viejas por aquí.

Nick no sabía muy bien adonde iría a parar. Dijo:

—No es tan vieja… ¿hacia la década de 1840?

Sabía que no todo el mundo tenía un sentido de la historia, una imagen útil, como él, de los siglos como una serie de habitaciones que continúan en otras. Durante medio segundo vislumbró lo que sabía de la iglesia, que los retablos eran obra de Aston Webb, que fue construida en el solar de la tribuna de un estadio de carreras desaparecido hacía largo tiempo. Era una nudosa rareza gótica en una calle de estuco.

—Te digo que me voy a mudar aquí, por mis cojones que lo hago —dijo Ronnie, con su murmullo de protesta.

—Um, deberías —dijo Nick, sin saber si le estaba animando o compartiendo un chiste irónico, pero emocionado, de todos modos, por la idea de tenerlo por vecino. Era atractivo, Ronnie, a su manera espectral y ojerosa…

—Te digo que no te líes con esa mujer. —Meneó la cabeza y se rio con una risa desprovista de ilusiones—. Espero que no tengas problemas de faldas, ¿eh, Rick?

—Oh… no… No tengo —dijo Nick—. Siguen mal las cosas, ¿eh?

—Como te digo —dijo Ronnie.

Nick veía que Ronnie podía ser un tanto difícil y que el oficio que ejercía quizá pusiera nerviosa a cierta clase de chica. Tuvo ganas de agacharse, sacarle el pene probablemente largo y hermoso y procurarle el consuelo que un hombre comprende perfectamente, allí mismo, en el coche, en la sombra veteada al otro lado del parabrisas. Pero Ronnie tenía que seguir su ronda: tendió la mano a Nick, poniéndola en un ángulo descendente desde el codo levantado en el aire.

Nick se apeó del coche y se volvió para recorrer los doscientos metros que le separaban de casa. En la calle, la sensación de peligro le oprimió de nuevo y la gente con la que se cruzaba y que volvía del trabajo le miraba con un ceño despectivo al ver que llevaba un paquetito, un craso error, una sentencia rigurosa, agarrado fuerte en la mano dentro del bolsillo, dispuesto, en el momento temido, a tirarlo por una alcantarilla. Pero cuando aparecieron los escalones de la casa y miró a derecha e izquierda, tuvo la creciente y extasiada sensación de que lo había conseguido. Nadie lo sabía, por supuesto, era totalmente seguro, nadie había visto nada, sólo era un coche desconocido que pasaba un segundo por el fondo de la calle. Y ahora una marea de placer quería liberarse. Atravesó el vestíbulo corriendo, subió la escalera de piedra, ya había voces en el salón, la queja y la cháchara de los tópicos iniciales de los invitados, subió la conocida, crujiente escalera del desván y entró en la habitación calurosa y en silencio donde le esperaban los trinos de pájaros a través de la ventana y la cama reflejada en el espejo del ropero. Cerró la puerta, pasó el cerrojo y en el curso de cinco minutos risueños se cambió de camisa, se puso unos gemelos, se anudó una corbata y se calzó el pantalón del traje, todo ello intercalado en la acción de esparcir, dividir y esnifar una raya de prueba del material nuevo; escondió el resto en el escritorio, desenrolló el billete de banco y volvió a enrollarlo por la otra cara, limpió la mesa pasando el dedo y se pasó el dedo por las encías. Después se enfundó la chaqueta, se ató los zapatos, bajó de un salto y habló agudamente con Sir Maurice Tipper del partido internacional de fútbol.

Nick se sentó en el extremo de una fila, como un acomodador. Desde allí divisaba el rellano del primer piso, donde la menuda Nina Glaserova, con su larga melena pelirroja atada en una trenza sobre la espalda, miraba fijamente no a la habitación sino a un punto claro en el roble oscuro del umbral. Sus ojos parecían traspasarlo y contemplar un espacio donde Chopin, Schubert y Beethoven aguardaban a que se les hiciera justicia. Nina escuchaba cómo Gerald contaba su historia —el padre, un disidente notorio; encarcelado; le anularon la beca de viaje— sin dar muestras de que la reconociera como propia y sin saber, desde luego, que el término «disidente» no era, por lo general, uno que Gerald aprobase; se invocó sin énfasis la libertad artística y hubo una broma que Nina no entendió, aunque la indujo a alzar la vista y mirar a la sala, a las filas de desconocidos que se reían, gente de postín quizá, y a los que era su misión embelesar. Los aplausos comenzaron, Nick le hizo con la cabeza un gesto de aliento y, tras un segundo de pausa, ella avanzó por el pasillo entre el público, con un aire tan marcado de niña huérfana que pareció que sonaba un suspiro de ternura alarmada como si fuera trasfondo de los aplausos. Hizo una reverencia breve, se sentó y empezó de inmediato: fue casi divertido, así como emocionante, cuando resonó el arranque de motocicleta del scherzo de Chopin.

Había unas cincuentas personas en la sala, una amplia coalición de familiares, colegas y amigos. Nina Glaserova era una incógnita, y las esperanzas de Gerald en ella eran tanto políticas como artísticas. Confiaba en un éxito, pero no estaba haciendo un gran esfuerzo social. Al lado de Nick, un hombre de labios finos, miembro del gabinete ministerial, buscó a tientas la hoja del programa, como si la música fuese una sorpresa ligeramente desagradable, y armó una pequeña refriega con la silla y el papel. Una o dos personas cerraron con un chasquido los estuches de las gafas, en su tentativa bienintencionada de ponerse a tono con la marea desatada de sonido. Todo fue tan súbito y tan serio que el piano temblaba, la resonancia palpitaba en las tablas del suelo y hubo indicios en algunas caras de que podía ser de mala educación hacer tanto ruido dentro de una casa.

Nick veía la curva alejada de la primera fila, cuyo extremo ocupaba Lady Partridge al lado de Bertrand Ouradi y su mujer, seguidos de Wani, cuyo perfil acusado se recortaba contra la tapa levantada del piano. Justo detrás de ellos, Catherine se recostaba en el hombro de su novio Jasper, y Polly Thompson, como sin darse cuenta, se aplastaba contra Jasper por el otro lado. Luego estaba Morgan, una joven férrea de la oficina central a la que Polly había llevado como si su presencia no hubiese de sorprender a nadie. Para ver a Nina, Nick tenía que estirar el cuello por encima del coco grande y blanco de Norman Kent, que era tan sensible a la música como a los conservadores, y no paraba de moverse en su asiento. El cuello raído de su chaqueta vaquera producía su efecto entre doce matices distintos de raya diplomática. Penny ocupaba el asiento contiguo y se apretaba contra él para calmarle y agradecerle su asistencia. Nick se preguntó qué pensaría Norman de Nina, se preguntó qué pensaba de ella él mismo, tan asediado por el sonido, por aquel fenómeno tan asombroso, que no sabía si era una buena pianista. Ahí llegaba de nuevo la obertura, el estruendo admonitorio, el brinco imprudente y exacto. Se veía a todas luces que la habían sometido a una instrucción feroz, era como una de esas implacables niñas gimnastas que surgían al otro lado del telón de acero y se combaban y saltaban sobre el teclado. A medida que adquiría peso la tristemente interrogante sección media, Nina cobraba una velocidad intrépida. Recalcaba sus efectos con tanta gesticulación que uno dudaba de que conociese la causa. Nick había copiado para el programa unas antiguas notas que diesen un aspecto profesional al concierto, y había incluido una descripción del scherzo en si bemol menor de Schumann como «desbordante de ternura, audacia, amor y desprecio». Se repetía estas palabras para sus adentros mientras miraba la cabeza de su amante a través de las filas.

Cuando hubo acabado Chopin, Nina saludó, salió disparada y Nick volvió a verla en el rellano, aguardando como alguien que se dispone a dar un salto, demasiado joven y altruista para preocuparse mucho por los aplausos o para saber qué hacer con ellos. Gerald aplaudía a su manera, alta, regular y hueca. Un par de personas se levantaron, el hombre del gabinete examinó el punto siguiente en el orden del día y la señora que estaba detrás de Nick dijo:

—No, por desgracia estaremos en Badminton este fin de semana.

Siguieron un par de impromptus de Schubert, el do menor y el mi bemol mayor, que era como una corriente de agua y que exige una suave e inquebrantable regularidad. Nick había oído a Nina tocar esto una docena de veces desde el mismo principio, hasta gritarle mentalmente que continuase. Pues ahora lo hizo, observando cómo sus propias manos recorrían el teclado de arriba abajo, como autómatas asombrosos a los que ella hubiese dado cuerda y puesto en movimiento, en perfecta sincronía, para producir aquel flujo de sonido argénteo. Tocaba un poco como si se tratase de un ejercicio, pero al escuchar te dabas cuenta de que la pieza era la vida misma, por su ímpetu y su evanescencia. Sus modulaciones eran como instantes de mareo. Nick juzgó que tocaba con una brusquedad tan excesiva la sección mediana del si menor que estropeaba la coherencia visionaria de la pieza.

Se percató de que estaba mirando a la madre de Gerald y al padre de Wani, que formaban una curiosa pareja. Bertrand estaba sentado con la coraza resplandeciente de su traje, muy rígido, por respeto al protocolo tedioso del acto, y sólo su fino bigote negro traicionaba su impaciencia, frunciendo y flexionando los labios en forma de besitos inconscientes. A su lado, Lady Partridge, con la cabeza escorada hacia arriba, la cara como una máscara de colorete y polvos de maquillaje, como alguien que acaba de volver de unas vacaciones de esquí, estaba claramente en otro sitio. De vez en cuando miraba de refilón a su vecino, y a la mujer de esta, vestida sin gracia. Nick sabía que le disgustaba estar sentada al lado de lo que ella siempre llamaba un «mo-ro», pero también parecía encender algo en ella la proximidad de tanto dinero.

Como antes del concierto se había decidido prescindir de un intermedio, después de Schubert Gerald se levantó y dijo con su tono penetrante y cordial, el de un jefe entre amigos, que seguirían hasta la pieza final, la sonata «Adiós» de Beethoven, y que a continuación todos podrían beber algo más y degustar un salmón bastante bueno, propuesta que por sí misma mereció aplausos. Nina reapareció con aire desairado y doblemente resuelto, Nick la aplaudió con energía y cuando ella tocó las tres primeras notas descendentes, «Le-be-wohl», un escalofrío le recorrió la espalda. El hombre situado a su lado lo miró con recelo. Pero para Nick escuchar música, gran música, que era una pura necesidad, y en aquella casa, donde el suelo temblaba ante la súbita determinación del allegro y el piano se estremecía sobre sus ruedas bloqueadas de latón…, bueno, aquello era una experiencia extraordinaria. Se sintió conmovido y reconfortado a la vez: la música expresaba la vida y la explicaba y no tenías más remedio que pedir otro bis. Si Nick creía en algo era en esto. No todo el mundo allí, por supuesto, pensaba lo mismo: Lady Kimbolton, la incansable recaudadora de fondos para el partido, mantenía un meticuloso ceño fruncido mientras miraba con discreción su libreta de citas; sacudió las pulseras, que le bajaron por el brazo cuando de nuevo prestó atención: la atención gris, mera buena conducta, de la clase gobernante; lo mismo podría haber estado en la iglesia, en un acto conmemorativo por algún colega al que no amaba, en un mundo de expresiones sin significado, lo opuesto a Beethoven. Gerald, en la otra punta de la fila de Nick, amaba la música y a ratos seguía el compás con la cabeza, a destiempo, como alguien que se aferra a una idea, pero Nick sabía que después diría que había sido «espléndido» o «divertidísimo»; hasta de Parsifal había dicho que era «divertidísimo», cuando «espléndido» parecía lo más adecuado. A otros simplemente les conmovía lo que oían: era Beethoven, al fin y al cabo, y la pieza contaba una historia de separación, ausencia y regreso que nadie podía no seguir ni sentir.

La parte de la ausencia era la mejor, y la pequeña Nina, en quien apenas se podía pensar sin el «pequeña», creció de un modo casi visible al interpretarla. Era un andante espressivo, no terminaba nunca, Nina no exageraba la emoción, sino que de hecho se la veía sometiendo las suyas a la sabiduría de Beethoven, y así transmitía luminosamente la letargia de la ausencia, la soledad nostálgica y los paroxismos ahogados del anhelo. Nick buscó de nuevo con la mirada a Wani, la porción de su perfil, los rizos morenos que se le agolpaban detrás de la oreja, y se preguntó si estaría conmovido y, si lo estaba, de qué forma. Observaba su oído pero no podía saber lo que oía. En Wani era difícil distinguir entre atención plena y abstracción completa. Nick centró la mirada en él y todo lo demás giraba, y sólo Wani, o el pedazo de Wani que alcanzaba a ver, vibraba mínimamente contra la doble curva brillante de la tapa del piano. Se sintió flotar hacia otro lugar, hermoso, especulativo, incluso peligroso, un lugar que la música creaba y mantenía abierto, pero separado de ella. Poseía el aura de uno de esos sueños perturbadores en que nada se conocía con certeza y que no ofrecía un asidero a la memoria después de haber despertado. ¿Qué era en realidad su entendimiento con Wani? La consecución del amor parecía necesitar el cultivo de la indiferencia. El nexo profundo entre ellos era tan secreto que en ocasiones era difícil creer que existiese. Se preguntó si lo sabría alguien, si alguien tendría siquiera una chispa de visión, una intuición descartada por su propio absurdo. ¿Cómo podía saberlo alguien? Pensó que siempre debía de haber indicios de un amorío secreto, alguna ternura o respeto involuntarios, una manera especial de no advertir la presencia del otro… ¿Se sabría alguna vez lo suyo o se llevarían el secreto a la tumba? Durante un minuto no pudo moverse, como hipnotizado por la imagen de Wani. Hizo falta un pequeño escalofrío para romper el hechizo.

Hubo una extraña respiración ronca de Norman Kent, que lloraba sin parar, quizá sobreactuando un poquito, se quitó las gafas y se enjugó la cara con la mano. Nick admiró este espíritu, la sensibilidad desafiante, y también se sintió ofendido, pues a menudo lloraba al oír música, pero en esta ocasión no había conseguido hacerlo. Penny descansó la mano en el hombro de su padre y afrontó aquel desdoro familiar. Nick vio que ella se había ruborizado, cosa que hacía con facilidad. Entonces la música emprendió el galope exaltado del final. La maravillosa marca, vivacissimamente, fue un trapo rojo para Nina y la música desfiló en una cascada delirante de gorjeos y estampidas. A Nick le pareció ver a Beethoven, o más bien a Nina, dando zancadas de un lado a otro en una sonora habitación con suelo de madera, loca de impaciencia por el feliz regreso. Norman lanzó un gruñido de diversión compungida y Penny se volvió, como liberada por el giro de los acontecimientos, y miró con dulzura, aunque todavía sonrojada, a Gerald, que captó su mirada, bajó los ojos y también se puso un poco colorado. Bueno, era grande la antigua tensión entre los dos hombres sobre tercas cuestiones de principios; durante años, sólo la obstinación de Rachel les había hecho olvidar esos principios para verse, saludarse e intercambiar bromas tozudas. Era doloroso para Penny, desde luego, y ahora quizá estuviera formulando su propio ruego de que se reconciliaran. Mecanografiar todos los días el diario de Gerald, a partir de una cita grabada, debía de haberle dado unos vislumbres útiles de sus sentimientos.

Al terminar la sonata resonó un firme aplauso, al que imprimió un nuevo brote de entusiasmo el hecho de que fuera el último; de repente veían todo el recital a una luz más radiante, era el momento de tomar una copa, todos habían aguantado bien. Norman Kent dio palmadas por encima de la cabeza cuando Nina volvió a la sala, Catherine gritó un frenético «¡Bravo!» y Jasper la imitó y sonrió como si ella hubiera hecho una broma en clase. Nina se quedó tiesa delante del público durante unos segundos y luego se sentó y tocó el Preludio de Rachmaninov en do menor sostenido. Era una pieza que los espectadores más mayores solían conocer bien, y aunque no tenían un deseo especial de volver a escucharla, se avinieron a hacerlo, intercambiando sonrisas distraídas. Después hubo aplausos muy contundentes, la obra había durado un buen rato, una o dos personas volvieron la cabeza hacia la mesa de bebidas y hacia la salida y empezaron a hablar, y Nina volvió a entrar y tocó la Toccata de Bach y la fuga en re menor, en la famosa transcripción de Busoni. En esto Lady Kimbolton miró su reloj como si estuviera prácticamente ciega, levantando el brazo hacia la luz, y unas cuantas personas empezaron a abanicarse con los programas. Esto se contagió como una especie de motín al que se sumó el tintineo de pulseras. Cuando Nina volvió la vez siguiente, Gerald se había levantado y estaba diciendo: «Um… aah», como si pusiera orden en una reunión con gesto afable, pero ella volvió a sentarse y tocó la danza del sable de Jachaturian. A Nick todo esto le pareció muy natural, a Nina debían de haberle dicho que tuviera tres encore preparados, pero aún cabía la posibilidad de que tuviese cuatro, y a una señal de Gerald salió detrás de ella, la felicitó y le dijo que parase. Nina se quedó en el rellano y miró la ostentosa curva de la escalera mientras los aplausos amainaban enseguida y comenzaba el ávido fragor de la fiesta.

—¡Hola, Judy!

—Querido.

Lady Partridge permaneció rígida mientras él le besaba la mejilla sonrosada; Nick nunca supo si ella consideraba que un beso era un homenaje o una licencia. Le sonrió entre dientes, como si ella se estuviera divirtiendo tanto como él.

—Pareces muy alegre —dijo ella.

Nick se miró en el espejo y vio que tenía los ojos brillantes, como si compartiera consigo mismo un cálido secreto.

—Bueno, el recital ha sido un éxito, creo.

—Tú crees —dijo Lady Partridge; y después, sólo para resultar agradable—. Me ha gustado la última pieza. Creo que la había oído antes.

—Oh, la Jachaturian.

Ella le lanzó una mirada muy cortante.

—Tenía brío.

—Um, sin la menor duda.

Nick se rio por lo bajinis, encantado, y al cabo de un segundo Lady Partridge también sonrió con picardía, como si hubiera dicho algo más inteligente de lo que creía.

Pasó una camarera y ambos se sirvieron nuevas copas de champán.

—Gente extraordinaria… —estaba diciendo Lady Partridge. Por lo general estaba feliz y atareada en el mundo político de Gerald, trataba con gentileza a los colegas de su hijo y sentía un estremecimiento virulento cuando, en medio de la monótona conversación sobre el trabajo que, por desgracia, constituía la mayor parte de la vida social de esos colegas, le inyectaban una dosis de ideología pura y sin mezcla, la necesidad en verdad irrefutable de reducir el sector industrial, frenar la inmigración, racionalizar la «salud mental» (¡qué abusos y desperdicios en este capítulo!) y devolver los servicios públicos a manos privadas. Eran como ensayos para la tele, y hasta más elocuentes. Erradicaban cualquier duda. Nick dijo:

—Ese es Lord Toft, ¿no?… El hombre que construye todas las carreteras.

—Bernie Toft no tiene nada de extraordinario —dijo Lady Partridge. El propio Sir Jack, por supuesto, había tenido negocios de constructoras—. No sé por qué Gerald tiene que invitar a ese artista espantoso.

—Oh, ¿se refiere a Norman? No es muy bueno, ¿verdad?

—Es un socialista fanático —dijo Lady Partridge.

Los dos miraron hacia donde Norman Kent estaba de pie junto al piano, aferrado a él de un modo simbólico, y era probablemente consciente de que el retrato que había hecho de Toby estaba colgado a su espalda, como si el cuadro fuese un elemento de su propio retrato. La mayoría de los invitados le evitaban con una sonrisa preocupada y fingían buscar a otra persona, pero Catherine y Jasper estaban hablando con él. Norman alzó una voz emotiva:

—Claro que tienes que pintar y pintar, mi querida amiga —dijo, y zarandeó a Catherine por el hombro.

—¿Sabes por casualidad quién es ese joven que está con mi nieta? —dijo Lady Partridge.

—Sí. Es Jasper, su nuevo novio.

—Ah… —Lady Partridge asintió un par de veces, desilusionada, pero dijo—: Parece mejor que el último, en todo caso.

—Sí, está bien…

—Hasta parece que tiene zapatos.

—¡Sí, increíble! —El principal sentimiento que Jasper le inspiraba a Nick, muy claro para él en aquel momento, era que necesitaba que le atasen boca abajo en una cama durante un par de horas—. De hecho, es agente inmobiliario.

—Guapísimo —dijo Lady Partridge, a su extraña manera lujuriosa—. Me figuro que vende muchas casas.

Trudi Titchfield pasó con una mueca, como si no esperase que la recordaran.

—Una fiesta estupenda —dijo—. Es un lugar precioso para una fiesta. Por desgracia, nosotros sólo tenemos el apartamento con jardín. Bueno, tenemos el jardín, pero las habitaciones son algo bajas.

—Sí —dijo Lady Partridge.

Trudi bajó la voz.

—No falta mucho para una fiesta muy especial. ¿Las bodas de plata…? He oído que vendrá la primera dama.

—No creo que venga la reina —dijo Lady Partridge.

—No, no la reina… la primera ministra —dijo Trudi, en un susurro radiante—. ¡La reina! No, no…

Lady Partridge parpadeó con majestad.

—Todo muy secreto —dijo.

Pasó Sam Zeman y dijo:

—¡Me estás haciendo rico, amigo mío!

Era un comentario encantador y divertido, pero no se paró a dar detalles. Quizá sólo fuese el lenguaje codificado de los negocios, pero Nick presintió que habían consumido sus existencias de amistad en el gimnasio y el restaurante, y que nunca volverían a estar próximos.

En la gente arracimada en torno al bufé (todo cortesía hiriente y crueldad furtiva), la pequeña Nina se estaba mezclando con el público, que en general era lo bastante afable para decirle «¡Bravo!» y preguntarle cómo demonios había aprendido a tocar así. Ella hablaba un inglés sencillo e inexpresivo, y los ingleses le hablaban de la misma manera, pero más alto. «¿Así que su padre está en la cárcel? ¡Pobrecilla!» Justo delante de Nick, Lady Kimbolton saludaba a los Tipper. El nombre de pila de Lady Kimbolton era Dolly, y hasta sus amigos más íntimos encontraban formas de evitar el saludo natural.

—Buenas noches, Dolly —dijo Sir Maurice, con una pequeña reverencia satírica.

—¡Hola! —dijo Sally Tipper—. Bueno, ha sido muy agradable.

—Lo sé, desgarrador —dijo Lady Kimbolton—. Supongo que habréis leído el Telegraph esta mañana.

—Yo sí —dijo Sir Maurice—. ¡Enhorabuena!

—Me gusta mucho escuchar música en casa —dijo Lady Tipper—. Como en los tiempos de Beethoven y Schubert.

—Lo sé… —dijo Lady Kimbolton, escorando a un lado y a otro su cara práctica y cuadrada para ver lo que había en la mesa.

—Nigel debe de estar contento —dijo Sir Maurice.

—Maurice y yo hemos asistido últimamente a una serie de conciertos en casa de amigos. Es una iniciativa excelente —dijo Lady Tipper, que tenía notorias aficiones artísticas.

—Lo sé, parece que hay una auténtica manía de conciertos —dijo Lady Kimbolton—. Este es el segundo al que vengo este año.

—Me han dicho que Lord Kessler… ¿sabes?, tuvo al Cuarteto Medici en Hakeswood, para una velada maravillosa con Giscard d’Estaing.

—Creo que fue en realidad eso lo que le dio a Gerald la idea —dijo Nick, interviniendo con una broma cuando llegaron a la mesa.

—Ah, hola…

—Hola, Dolly —dijo Nick. Sabía que podía hacer un bosquejo muy gracioso sobre la creciente preocupación de Gerald por la idea del concierto, que había alcanzado su apogeo de angustia competitiva cuando Denis Beckwith, un guapo dinosaurio de la derecha que disfrutaba de una nueva aclamación en estos días, había contratado a Kiri Te Kanawa para cantar Mozart y Strauss en la fiesta de su octogésimo cumpleaños. Pero algo indujo a Gerald a andar con pies de plomo. «Ya sabes lo competitivo que es», dijo.

—¡Todos competimos! —dijo Dolly Kimbolton, reclamando del camarero su plato de salmón.

—Estupendo, estupendo… —dijo Gerald, al pasar por detrás de ellos.

—Qué buena idea la de presentarnos a una nueva artista —dijo Sally Tipper.

—Me gustó lo último que ha tocado —dijo Sir Maurice.

Gerald miró alrededor para ver dónde estaba Nina.

—Pensamos que en vez de buscar un gran nombre…

La señora de «Badminton» se abalanzó sobre un panecillo.

—Tiene mucha razón —dijo ella—. He oído que Michael va a contratar a la Royal Philarmonic para su fiesta de verano.

—¿Michael…? —dijo Gerald.

—¿Oh?… ¿Heseltine? Sí, sí… —Se encorvó, con falso gesto de disculpa mientras retrocedía—. Sí, la condenada RPO en pleno. Lo que debe de costar. Pero han tenido un buen año —añadió, con un tono de desafío tierno.

—Creí que nosotros habíamos tenido un año bastante bueno —murmuró Gerald.

Nick había estado esquivando a Bertrand Ouradi, pero al volver de la mesa con el plato se topó con él.

—¡Ajá, mi amigo el esteta! —dijo, y a Nick le recordó un fastidioso camarero extranjero, quizá, o un taxista, por quien era identificado con una simple broma. Pero acertó a decir:

—¿Cómo está?

Bertrand no respondió, como indicando que la pregunta era a la vez trivial e impertinente. Recorrió con la mirada la habitación donde la gente se agrupaba en los sofás y en mesitas traídas por el servicio y enseguida cubiertas con unos paños blancos. No sabía dónde ponerse, entre aquellos rebuznantes esnobs ingleses; su expresión era de orgullo y cautela.

—Qué puñetero calor, ¿no? Ven a hablar conmigo —le dijo a Nick, y se lo llevó, de nuevo como un camarero, lanzando miradas medio impacientes por encima del hombro, entre las mesas de la cena, no al frescor del gran balcón trasero, sino a un asiento en la ventana que daba a la calle. Allí sentados, rodilla con rodilla, escondidos en parte por las cortinas amarradas por un cordón, disponían de un grado de intimidad inquietante.

—Puñetero calor —repitió Bertrand—. Gracias a Dios que esa fiera tiene puñetero aire acondicionado —dijo, señalando el Rolls-Royce Silver Shadow granate estacionado abajo, en el bordillo.

—Ah —dijo Nick, sin poder reaccionar a tan penosa jactancia. En la ventanilla trasera del coche había relucientes almohadones blancos colocados en perfecto orden; no veía la matrícula, pero la idea de que debía de ser BO[10] y algo le arrancó una sonrisita; la endureció un poco más para transformarla en una sonrisa espectral de admiración. Una de las neurosis de Catherine era el horror al granate; superaba su fobia al diptongo au, o la aumentaba quizá, con algún presentimiento aún peor. Nick entendió a qué se refería Catherine.

Bertrand le hizo preguntas sobre el recital y prestó atención a las respuestas como si fuese una provechosa sesión informativa profesional.

—Una técnica asombrosa —repitió—. Todavía es muy joven —dijo. Movió la cabeza y diseccionó el salmón. Por colocado que estuviese, Nick dudaba en interpretar muy a conciencia el papel de esteta, dudaba de si ser él mismo, por si su tono resultaba demasiado revelador e íntimo. La influencia de Bertrand era tan fuerte a su manera como la de la coca, y descubrió que le hablaba con aspereza. No sabía decir si en realidad Nina era tan buena, a pesar de los intensos sentimientos que ella le había inspirado. El hecho de que fuera una intérprete tan joven condicionaba las reacciones. Nick fingió que era Lady Kimbolton y dijo:

—El Beethoven ha sido desgarrador.

Pero no era un adjetivo que Bertrand considerase utilizable. Le miró de hito en hito y dijo:

—Lo último que ha tocado era puñeteramente bueno. Nick miró por la habitación en busca de Wani, que estaba sentado a una mesa con su madre y una mujer de mediana edad que parecía bastante azorada y confundida bajo la mirada de largas pestañas del chico. En Wani era casi un señuelo posar en una mujer una mirada vacía pero seductora. Aún no había hablado con Nick desde su llegada: había habido un giro y un gesto de saludo, un suspiro como quien dice: «Esta gente, estos compromisos», cuando estaban ocupando sus respectivos asientos. Si le incomodaba ver a su amante y a su padre departir cara a cara, era lo bastante inteligente para no manifestarlo. Bertrand dijo:

—Este hijo mío, ¿con quién está coqueteando ahora?

Nick soltó una risa fácil y dijo:

—Oh, no sé. Con la mujer de algún diputado, supongo.

—¡Coquetear, el coqueto no hace otra puñetera cosa! —dijo Bertrand, con un burlón aleteo, a su vez, de las pestañas. Pulcro y peripuesto como era, casi pareció tener pluma. Nick se imaginó la tarea cotidiana de afeitarse por arriba y por abajo de la línea del bigote, el gozo del acero matutino, seguido del gozo del vestidor que era como una sección de un comercio.

—Puede que coquetee, pero ya sabe que nunca mira de verdad a otra mujer —dijo, y le estremeció su propia maldad.

—Lo sé, lo sé —dijo Bertrand, como enfadado de que le tomasen en serio, pero a la vez quizá tranquilizado—. Bueno, ¿y qué tal… en la oficina?

—Oh, bien, creo.

—¿Todavía tenéis allí a todos esos chicos monos?

—Um…

—No sé por qué tiene que tener a todos esos puñeteros guaperas amariconados.

—Bueno, creo que son muy buenos en su trabajo —dijo Nick, tan horrorizado que casi pareció que se disculpaba—. Simon Jones es un excelente diseñador gráfico, y Howard Wasserstein es un magnífico editor de guiones.

—Entonces, ¿cuándo va a empezar el puñetero rodaje de la película?

—Ah… eso se lo tiene que preguntar a Wani.

Bertrand se metió otra patata en la boca y dijo:

—Ya lo he hecho… Nunca me dice nada. —Agitó la servilleta—. A todo esto, ¿de qué es, la puñetera película?

—Bueno, estamos pensando en adaptar Los despojos de Poynton, um…

—Muchos besuqueos, mucha acción —dijo Bertrand.

Nick sonrió débilmente y pensó con rapidez y descubrió que la novela carecía por completo de estos dos elementos. Dijo:

—Wani espera que James Stallard acepte trabajar en ella.

Bertrand le dirigió una mirada cauta.

—¿Otro chico mono?

—Pues en general hay coincidencia en que es muy guapo. Es una de nuestras jóvenes estrellas en ascenso.

—He leído algo sobre él…

—Bueno, hace poco se casó con Sophie Tipper —dijo Nick—. Es la hija de Sir Maurice Tipper. Salió en todos los periódicos. Por supuesto, ella salía con Toby… el hijo de Gerald y de Rachel.

Presentó todo este rollo hetero como si fuera una prueba de distracción; confiaba en no ser siempre tan cobardemente tranquilizador.

Bertrand sonrió como si nada le sorprendiese.

—He oído que él ha dejado escapar a un pez gordo…

Nick se sonrojó por alguna razón y empezó a hablar de la revista con la vivacidad de un vendedor bisoño, aún no comprometido y aún no cínico; le dijo que él y Wani iban a hacer un viaje en busca de temas; y esto fue lo más cerca que estuvo de declarar el hecho inconfesable de su rollo. Por un segundo se imaginó que le decía la verdad a Bertrand, en toda su belleza picara, se imaginó describiendo, como si se tratase de una encomiable iniciativa de negocios, al chapero skinhead que la semana anterior habían llevado a casa para un trío. En ese momento sintió una especie de tristeza; bueno, las cosas perdieron su brillo, como él sabía que ocurriría, su estado de ánimo viraba hacia la grisura, hacia una desazón gris. Se sintió condenado a ella con Bertrand. Era lo que había ocurrido en Lowndes Square: la certidumbre secreta se había esfumado al cabo de media hora y daba paso a un estado de duda en cierto modo fortalecido. La broma manejable de Bertrand se convirtió en una penitencia. Nick se sentía impotente, inquieto, conciliador a regañadientes, en compañía de un hombre que se le antojaba opuesto a él en todo, un compacto atadijo de ego dentro de un traje flamante. Sucedió algo horrible con una camarera que deambulaba sirviendo vino. Era negra, y Nick ya había advertido las chispas de malestar y las mímicas de tolerancia que circularon por la habitación cuando ella atendía a los invitados. Bertrand le tendió su copa y ella la llenó de Chablis: la observó mientras la llenaba, y cuando ella sonrió y se volvió, interrogante, hacia Nick, Bertrand le dijo:

—No, puñetera idiota, ¿tú crees que yo bebo esto? Quiero agua mineral.

La chica retrocedió durante sólo un segundo ante la sequedad del tono, la reprimenda por el servicio, y a continuación se disculpó con una voz dura y poco sincera. Nick dijo:

—¡Oh, seguro que podemos darle un poco de agua, tenemos agua a raudales!

Lo dijo con una suavidad preocupada, como para dulcificar el tono de Bertrand, para disculparse también él mismo, para poner un soplo de risa en un momento tenso; Bertrand, entretanto, tendía la copa hacia ella, con una postura rígida, inexpresiva salvo en un continuo parpadeo de desprecio. Ella mantuvo su dignidad un momento más, mientras la sonrisa de Nick instaba a la chica a no dar importancia al asunto y a Bertrand a transigir con ella.

—¿No tienes ni puñetera idea? Llévate esto —dijo Bertrand, sin embargo, y miró a Nick como si quisiera reclutar su apoyo o despertar en él una indignación parecida. Después, cuando la camarera se hubo ido, sin decir una palabra, Bertrand bajó la mirada, suspiró y sonrió apenado, casi con ternura, a Nick, como diciéndole que le habría gustado ahorrarle aquella escena, pero que él no le tenía miedo a nadie.

Nick sabía que tenía que marcharse, pero aún no había terminado el plato principal; lo utilizó como un refugio vergonzoso para no armar una escena por su cuenta. Otras personas debían de haber oído el incidente. Escondidos en el asiento bajo una ventana debían de parecer conspiradores. Bertrand hablaba ahora de inmuebles, y sopesaba los méritos del barrio W11 comparados con los del SW3; al parecer, él también estaba pensando en trasladarse al barrio. Miró el salón como si se lo probara. «Bueno, esto es muy agradable», dijo Nick, con tristeza, y miró por la ventana a la calle conocida y al espantoso cochazo granate de Bertrand, a la vida vespertina, a medias reconocida, de las casas de enfrente y al hombretón rubio que surgió de una de ellas, quitó el candado de la gran motocicleta negra que estaba en la acera, se montó encima, se puso y se abrochó el casco, arrancó una vida más impetuosa de la máquina y tres segundos después se había ido. Sólo un zumbido, un ruido que se apagaba, se oía entre el alboroto de las charlas en el salón. Era como si los llamamientos de Chopin hubieran sido respondidos y la libertad conquistada por una tercera persona afortunada.

—Aah… —decía Gerald, deambulando como un camarero, el mejor de todos—. Espero que todo esté bien.

Tenía una botella de agua en una mano y una botella de Taittinger recién abierta en la otra, como si se pusiera a cubierto.

—¡Maravilloso! —dijo Bertrand, fingiendo que no advertía estas cosas, y luego hizo un gesto típicamente francés de halagada sorpresa—. Qué amable por su parte, servirme usted mismo.

—Esas chicas jóvenes no siempre saben lo que están haciendo —dijo Gerald.

—Gerald, naturalmente ya conoce a… al señor Ouradi —dijo Nick.

—La verdad es que no nos han presentado —dijo Gerald, con una reverencia y una sonrisa secretista—, pero estoy realmente encantado de que haya venido.

—Pues ha sido un concierto maravilloso —dijo Bertrand—. La pianista tenía una técnica asombrosa. Para ser tan joven…

—Asombrosa —convino Gerald—. ¡Pues la ha visto aquí en su primer concierto!

Con un efecto de crujiente maquinaria diplomática, apareció Dolly Kimbolton y Bertrand se levantó y le entregó a Nick su plato, con el cuchillo y el tenedor en precario equilibrio.

—¡Hola! —dijo ella.

—¿Conoce a Lady Kimbolton? El señor Bertrand Ouradi, uno de nuestros grandes apoyos.

Se estrecharon la mano, y Dolly se inclinó hacia delante con el aire de una atareada directoría de colegio que hace una redada de los rezagados para una enorme labor colectiva. Bertrand dijo, con su tono de claro y pueril engreimiento:

—Sí, hago mi aportación. Una aportación considerable al partido.

—¡Espléndido! —dijo Dolly, y le dedicó una sonrisa en la que el fervor político consiguió disimular casi por completo algún instinto más antiguo sobre los tenderos de Oriente Próximo.

—No sé si podríamos tener todos una pequeña charla… —dijo Gerald, alzando la botella de champán—. Y creo que quizá necesitemos esto.

Era evidente que la sugerencia no incluía a Nick, que, como otras muchas veces, no era visible y desde luego no era importante, y que cuando los otros tres se fueron le dejaron con el plato sin terminar de Bertrand en la mano, como si fuese el suyo.

Cerró la puerta, pasó el cerrojo y fue al encuentro de Wani, que le dio unas palmadas y le besó en la nariz cuando se volvió hacia él.

—¿Dónde está la coca? —dijo Wani.

Nick fue al escritorio, descontento pero enganchado en el asunto de la droga, que si tenía la paciencia necesaria quizá volviera a hacerles felices. Sacó la lata del cajón de abajo. Wani dijo:

—Una lata es el sitio más obvio donde esconder eso.

—Cariño, nadie sabe siquiera que tengo algo que esconder. —Le pasó el paquete a Wani y le dirigió una sonrisa de reproche—. Es como nuestro maravilloso idilio secreto.

Wani sacó la silla y se sentó al escritorio, y nubecillas y brillos de posibles réplicas cruzaron por sus facciones. Miró la pila de libros de la biblioteca y eligió Henry James and the Question of Romance, de Mildred R. Pullman, que tenía una lustrosa funda de poliéster protegiendo su oscura solapa.

—Esto servirá —dijo. Nunca había estado en la habitación de Nick, y a todas luces no ejercía sobre él ningún tipo de magia como la que Nick había sentido en la habitación de Wani en Lowndes Square. Bueno, no era de los que se fijan en estas cosas. No le dio las gracias a Nick por haber ido a buscar a Ronnie ni denotó que intuyese el drama de miedo que había representado. Para recordárselo, Nick dijo:

—He tenido una agradable charla con Ronnie. Parece ser que quiere mudarse a esta zona.

Wani no dijo nada; estaba vertiendo sobre el libro un poco del polvo basto.

—Es muy majo, ¿no crees? —continuó Nick—. Ha sido un ajetreo… llamarle, esperarle, volverle a llamar… ¡Y por supuesto ha llegado tarde…!

—Sólo te gusta porque es guiri —dijo Wani—. Seguro que te pone.

—No especialmente —dijo Nick, cuya ráfaga de excitación sexual por Ronnie sólo había formado parte de la agitación delictiva, una tensión y un alivio al mismo tiempo, la sensación de que Ronnie no sólo aceptaba su dinero sino también a él; y además, cerrar el trato—. Ojalá no emplearas esa palabra. Me empeño en creer que no eres tan irredimible como tu padre.

Wani meditó esto un momento.

—¿De qué te estaba hablando papá? —dijo.

Nick suspiró y empezó a caminar por el cuarto, donde los dos estaban de nuevo, en la luz ligeramente promisoria y la profundidad del espejo del ropero. Se había imaginado tantas veces que Wani estaba allí, para siestas secretas y también, en alguna otra exención, libre y abiertamente, como su amante y compañero. Dijo:

—Oh, también quiere trasladarse aquí, según parece, —lanzó una risa resoplante—. Debería ponerle en contacto con Jasper.

—Ese Jaspers es un putillo sexy —dijo Wani, con un tono que no era del todo el suyo habitual.

—¿Sí…? A mí todos los chicos blancos me parecen iguales —dijo Nick.

—Ja, ja. —Wani examinó su obra—. Bueno, ¿y qué más ha dicho?

—¿Tu viejo? Sólo me estaba sonsacando cosas sobre ti y sobre la película. No tiene ni idea de lo que va, por supuesto, pero creo que ha decidido que yo tengo la clave del misterio. He hecho lo que he podido para convencerle de que había un misterio.

—Quizá seas tú el misterio —dijo Wani—. No sabe qué pensar de ti.

Era probable que esto fuese cierto, pero también tremendamente injusto. Nick ansiaba hacer una declaración y ahora sentía violencia también contra Wani: el pulso le latía en el cuello cuando estaba detrás de él, y después le colocó las manos en los hombros. Toda la noche había tenido necesidad de tocarle, y el contacto, cuando se produjo, fue convulsivo. Wani manipulaba con esfuerzo y un poco a la defensiva con su tarjeta de oro, haciendo rápidos movimientos de incisión de un lado a otro de las facciones parcialmente visibles de Henry James: no el gran maestro calvo, sino el joven James de veinte años, tierno y brillante, con una mirada de lince y una onda indomable en el pelo moreno. Nick apretó el cuello de Wani con cada frase:

—Ojalá no tuviéramos que esconderlo, tengo ganas de decírselo a alguien, ojalá se lo pudiéramos decir a la gente.

—Si se lo dices a alguien se lo has dicho a todo el mundo —dijo Wani—. ¿Por qué no pones un anuncio a toda página en el Telegraph?

—Bueno, ya sé que eres muy importante, por supuesto…

—No creerás que estaríamos en una fiesta como esta si la gente supiera lo que hacemos, ¿no?

—Um. No veo por qué no.

—Tú crees que te estarías codeando con Dolly Kimbolton si ella supiera que eres un mariquita.

—Ella sabe que soy un… ¡qué absurda es esa palabra!

—¿Tú crees?

—Y además, codearse, como dices tú, con Dolly Kimbolton no forma una parte indispensable de mi vida. Nunca he pretendido no ser gay, eres tú el que lo pretendes, querido. Estamos en 1986. Las cosas han cambiado.

—Sí. Todos los maricones caen como moscas. ¿No crees que, si lo supieran, la madre y el padre de Antoine se preocuparían un poco?

—No se trata de eso, ¿no?

Wani hizo una pequeña mueca.

—Se trata en parte —dijo—. Sabes que tengo que andar con pies de plomo. Conoces la situación… ¡Toma! —Levantó las manos como si hubiese puesto en equilibrio algo—. ¡Aquí tienes tu línea de la belleza! —Y miró a un lado del espejo, primero a Nick y después a sí mismo—. Creo que disponemos de un buen rato —dijo, en un súbito y débil llamamiento, pero se quedaba corto para lo que Nick quería.

Algo ocurría cuando os mirabais juntos en el espejo. Le hacías, como siempre, una pregunta, y os preguntabais algo el uno al otro; y el espacio, sombreado pero lustroso, la habitación adicional en la que estabas, como en un escenario, vibraba de ironías y confesiones sentimentales. O al menos eso le parecía a Nick. Ahora era como una puerta de acceso al pasado, al momento en que había pensado: «¡Oh, qué bien!», cuando Ouradi, después de haberse perdido el comienzo del trimestre, apareció en la clase de anglosajón y le pidieron que tradujera un fragmento del rey Alfredo e hizo una versión muy decente; Nick ya se había fijado en él y esperaba que, siendo extranjero y habiendo llegado tarde, buscase un amigo en aquel grupo de dieciochoañeros sin pulir. Pero Wani había vuelto a desaparecer de inmediato, hacia algún otro mundo no del todo visible a través de la niebla vespertina sobre el lago del Worcester College. Y el «¡Oh, qué bien!», el «¡Sí!» de su llegada, la visión de su hermosa cabeza y de su pene pequeño y provocativo, era lo único que Nick, en realidad, había tenido de Wani en aquellos años de Oxford en que él también estaba disfrazado, detrás de libros y vasos de cerveza, «declarado» como un esteta, una especie de poeta, «¡el hombre al que le gusta Bruckner!», pero temeroso de sí mismo. Y allí estaba ahora con Wani, posando para aquel retrato transitorio, casi retándole en el espejo, y fue de nuevo como la primera semana: con la tensión de que desapareciese.

—¿Alguna vez duermes con Martine? —dijo. Le dolió preguntarlo, y la cara se le puso tirante de celos a la espera de la respuesta.

Wani miró alrededor, buscando su cartera.

—Qué pregunta más extraordinaria.

—Bueno, tú eres una persona de lo más extraordinario, cariño —dijo Nick, pensando, con su horror a la discordia, que había sido demasiado brusco, y le pasó una mano por los mullidos rizos negros.

—Toma un poco de esto y cállate —dijo Wani, y le agarró de la entrepierna cuando dio la vuelta a la silla, como niños en un patio de recreo, y quizá con la misma avidez y confusión. Nick no se resistió. Esnifó su raya y se apartó. Wani, a su vez, volvió a enrollar el billete, agachó la cabeza y estaba a punto de lanzarse en picado sobre la coca cuando oyeron el débil chasquido de pasos, muy cerca, ya en el recodo del rellano más alto; y una voz muy queda, indistinguible. Wani se volvió en redondo y miró al cerrojo, y Nick, con el corazón desbocado, rememoró que había girado la llave. Wani esnifó su raya por un orificio nasal, se embolsó el billete y el envoltorio y dio la vuelta al libro, todo en cuestión de segundos—. ¿Qué estamos haciendo? —masculló. Nick movió la cabeza.

—¿Qué estamos haciendo…? Hablando del guión…

Wani lanzó un suspiro absurdo, como si aquello pudiera servir. Nick nunca le había visto tan inquieto; y de algún modo supo, mientras le sostenía la mirada, que Wani le castigaría por haber presenciado aquel instante de pánico. No eran tanto las drogas como el atisbo de una intimidad culpable. Y ahora que ya estaba hecho, sin duda lo sospechoso era haber cerrado con llave la puerta.

—No, sólo diez minutos, pequeña —dijo la misma voz. Nick sonrió y cerró los ojos, era el falso deje con que Jasper arrastraba las palabras, sonó el crujido familiar de los tablones fuera del cuarto de baño, un vestido rozó la pared y oyeron cerrarse la puerta del cuarto de Catherine, y casi al instante el chirrido de la llave. Nick y Wani asintieron despacio y por sus caras desfiló una secuencia de sonrisas de alivio, divertidas, premonitorias.

Para Wani, el primer impacto de la coca era siempre un trallazo erótico, y para Nick también. Se habían besado la primera vez que la tomaron juntos, y fue su primer beso, y la boca de Wani sabía a vino agrio, y le horadó con la lengua, con los ojos tímidamente cerrados. Todas las veces siguientes fueron recreaciones de aquella emoción del comienzo. Cualquier cosa parecía posible: el mundo no sólo era factible, conquistable, sino amable: mostraba su debilidad y sabías que se te rendiría. Veías tu propio encanto reflejado en los ojos del mundo. Nick besó a Wani de pie en el centro de la habitación: dos o tres minutos celestiales que se habían hecho esperar, una colisión fulgurante, una fisura secreta en el final del día. Los dos vestían traje, Wani el «gris» italiano y ligero, en realidad casi negro, como los de su padre, pero holgado y seductor, y Nick el de raya diplomática, tan fina como una aguja, que Wani le había comprado y que le daba aspecto de joven profesional agresivo moderno, de banquero, de hombre de negocios, hasta de agente inmobiliario…

Curioso cómo se transmitía el sonido en una casa vieja: a través de unos resquicios de chimenea cegada, a lo largo de unas vigas. Una cadencia casi inaudible para la pareja cautelosa o el solista confiado, en plena actividad sexual, se filtraba como el mazazo eficiente de un operario a través del techo de abajo o, como en aquel caso, de un chirrido reiterado en la habitación contigua. Al acariciar el pene de Wani a través de la bragueta abierta, al besarle el cuello para que la piel se le erizase, Nick se reía pero también estaba avergonzado, casi escandalizado de oír lo que hacían los vecinos (cosa que nunca había hecho) y de que se metiesen en faena tan pronto y tan aprisa. Ellos no perdían tiempo en preámbulos; Nick se preguntó si a Catherine le gustaría, si Jasper no estaría siendo brutal con ella, que seguramente necesitaba un trato muy delicado. Notó que la presión de Wani en el hombro aumentaba y le empujaba hacia abajo, y se arrodilló sobre una pierna, miró hacia arriba con seriedad y después se puso de rodillas y se metió la polla en la boca. Wani no era grande pero sí muy guapo, y sus erecciones, al menos hasta que la coca hacía su efecto muy dentro, eran juvenilmente empinadas y rígidas.

Nick le trabajaba la minga con soltura y un ritmo regular, y la suya la tenía abotonada en una diagonal tiesa, algo más que se hacía esperar, y el crujido del suelo delator se repetía en secuencias rápidas, como un ratón maniático, y luego con una intermitencia impresionante; Nick casi se dejó llevar, pero también era una distracción, como las voces en la escalera, una especie de freno o de advertencia. Debían de haber movido la cama o quizá estaban follando en el suelo. Se los imaginó, a Catherine de una forma vaga e inquieta, y a Jasper con mucha más nitidez.

Las manos de Wani acariciaban y agarraban el pelo de Nick, tiraban de él con una fuerza desagradable.

—Están a tope —murmuró—. Los puercos…

Nick miró hacia arriba y le vio sonriendo, en su rapto erótico, no a él directamente sino a los dos en el espejo; y también (supo Nick) miraba a través del espejo y del ropero a la habitación de al lado, que nunca había visto y que era igual, a los efectos, que el dormitorio de motel de alguna película cutre. «Están a tope… los puercos…». Nick vio que le encantaba decir esto, susurrarlo, y refunfuñó cuando los pequeños embates de Wani contra la cara se ajustaron al ritmo acelerador de la pareja del cuarto contiguo. Se sintió incómodo, arrastrado a cumplir una fantasía que no compartía del todo: probó otra vez, él ya se había corrido varias veces pensando en Jasper, pero Catherine era su hermana y estaba medicada con litio y, en fin… era una chica. Oyó su voz, un staccato de rápidos gemidos… y la respiración de Wani, que se le escurría en el momento justo en que lo tenía cogido. Y entonces se le ocurrió otra idea, un segundo recurso, una silenciosa y cómica venganza de Wani mientras le hacía correrse: era Ronnie al que había invitado, para consolarle por sus problemas de faldas, para dedicarle diez minutos de auténtico cuidado, de hombre a hombre. Exigía una pequeña adaptación, por supuesto, apretar un poco más las clavijas de la fantasía, puesto que el Ronnie que había imaginado doblaba en tamaño, como poco, a Wani. Pero cuando Wani se escabulló y Nick cerró con fuerza los ojos, casi habría podido ser Ronnie el que tenía delante, en vez del hombre que amaba.

Abajo, en el salón, un poco más tarde, la coda de la fiesta se estaba desarrollando y Gerald abría nuevas botellas de champán, como si no hiciese distinción entre los borrachos aburridos que «posaban» y los pocos cómplices del círculo íntimo, congregados en torno a la vacía chimenea de mármol.

Allí estaban los Timms, y Barry Groom, con sus diferentes formas fanáticas de hablar, sus matices de fervor y exasperación; todo ello más ajeno que nunca para Nick en la tregua subsiguiente a las drogas y el sexo. Vio que Polly Tompkins también estaba sentado con ellos, como entre iguales, y ya impaciente de algo superior. Estaba claro que Gerald aún no había leído el nuevo documento sobre la deuda en el Tercer Mundo. «Eche una ojeada a esto», dijo Polly, con el gesto de un catedrático cordial. Lo extraño fue que era el mismo gesto que hacía Gerald, del mismo modo que el cuello blanco de Polly era el de Gerald. Era una imitación taimada, levemente amorosa, y como era un amor imposible, también un poco burlona. A decir verdad, todo lo que había de agradable en Polly era puro cálculo.

Morgan, la mujer que había llevado Polly, se reunió con el grupo de Gerald, que estaba comentando el escándalo de que Oxford se hubiera negado a conceder un título honorífico a la primera ministra. John Timms, con su intensa creencia en las formas, consideraba el incidente escandaloso, pero Barry Groom, al que no le preocupaba nada Oxford, dijo: «Que los jodan, es lo que yo digo», con un tono tan franco y cortante que Morgan se sonrojó, pero luego hizo una intervención igual que un hombre. Lo único conmovedor en ella era su absoluta inseguridad respecto a cuándo o a por qué algo era divertido.

—Al parecer piensan que la señora no está para aprender —dijo Gerald. Morgan miró desconcertada a las caras que se reían.

Desde el balcón, en el anochecer de julio, los jardines se alejaban, una franja tras otra de verde oscuro, como algún misterioso Hodgkin, hasta un punto donde una pareja débilmente luminosa estaba reclinada en la hierba. El increíble verdor de Londres en verano. La gran altitud pálida del cielo después del ocaso, los trinos de pájaros que luego se callaban, una soledad invencible que se extendía desde el pasado como el oriente que poco a poco oscurecía. La oscuridad escalaba el cielo y los colores capitulaban; el verde se convirtió en una docena de grises y negros, la pareja lejana se fue difuminando hasta desaparecer.

—¡Eh, hola…!

—Oh, hola, Jasper.

—¿Cómo estás, cariño? —dijo, casi pellizcándole en las costillas.

—Muy bien. ¿Y tú?

—Ooh, tirando. Un poco cansado…

El joven Jasper, que seguramente no era más joven que Nick, pero con aquel aire arriesgado de recién salido del colegio, rápido e indolente al mismo tiempo, su coquetería, la suposición de que te conocía, como si por haberse llevado a Catherine a la cama o al suelo hubiera conquistado igualdad de derechos, una historia instantánea, con el antiguo amigo íntimo de ella… Jasper no podía saber que los habían oído arriba, pero su sonrisita de suficiencia que iba y venía te estaba invitando a adivinar que había estado haciendo algo. Todavía conservaba el tono rosa del sexo. Se recostó en la barandilla junto a Nick y a todas luces estaba bastante borracho.

—¿Catherine está bien?

—Sí… Un poco rendida, ya se ha ido a la cama. No le molan mucho esta clase de fiestas.

A Nick le asombró la presunción mixta de este comentario y dijo:

—¿Van bien las cosas entre vosotros?

—Ooh, sí —dijo Jasper, con un mohín provisional, una mueca ceñuda, para decir lo muy cachonda que era su relación—. La verdad, es un encanto de mujer.

Nick no pudo contenerse. Al cabo de un momento dijo, con la voz más agradable posible:

—La estás cuidando, ¿verdad, Jasper?

—Ya fue a hablar el tío Nick —dijo Jasper, picado y algo furtivo.

—Quiero decir que de momento parece muy serena, pero sería un desastre si volviera a dejar la medicación.

—Creo que ya tiene todo eso resuelto —dijo Jasper, tras una pausa, ajustando el tono y todo el acento. Se recostó y se pasó la mano derecha por el lustroso flequillo castaño, que de inmediato se le volvió a caer; luego se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sólo dejó el pulgar fuera: gestos de ligero fastidio que pretendían quizá insuflar compromiso y arrojo al dubitativo agente inmobiliario—. Te pone por las nubes, Nick —dijo.

Polly Tompkins había salido al balcón, quizá celoso de ver a Nick con el chico al que había acorralado en vano un rato antes. Nick les presentó con un tono algo divertido que no encarecía los méritos de ninguno de los dos.

—Creí que me estabas esquivando —dijo.

Jasper aguardaba tan campante a ver de qué iba aquello, y si aquel hombre grande y gordo, de chaqueta cruzada, que podía tener cualquier edad comprendida entre veinticinco y cincuenta años, formaba parte de la conspiración gay o de la hetero.

—Eres tan mariposa en sociedad que no he podido engancharte con mi red —dijo Polly, y miró a Jasper como diciendo que si Nick no podía, él sí podría utilizarlo para algo.

—Bueno, he sido un ciempiés en sociedad durante años —dijo Nick.

Polly sonrió y sacó un paquete de tabaco.

—Pareces íntimo de nuestro amigo, el señor Ouradi. ¿De qué estabas hablando con él, si se puede saber?

—Oh, ya sabes… de cine… de Beethoven… de Henry James.

—Um… —Polly miró el paquete de Silk Cut (uno de diez cigarrillos, para personas poco perseverantes), pero no lo abrió—. O Lord Ouradi, me figuro que tendremos que llamarle pronto.

Nick se esforzó en no aparentar sorpresa mientras repasaba los motivos por los que Polly quizá le estuviera tomando el pelo. Dijo:

—No me extrañaría: hay una especie de gravedad social invertida en estos tiempos, ¿verdad? La gente sube como un cohete.

—Creo que Bertrand merece algo más que eso —dijo Polly, venciendo la tentación, y se guardó el tabaco.

—No es inglés, de todos modos, ¿no? —dijo Nick, a la ligera, y bastante orgulloso de esta objeción. Al fin y al cabo, fue Polly quien había llamado a Ouradi tendero levantino.

—Eso no es un problema insuperable —dijo Polly, con una rápida sonrisa compasiva—. Bueno, tenemos que irnos. Sólo quería despedirme. Morgan madruga mañana. Tiene que volar a Edimburgo.

—Bueno, amigo mío —dijo Nick—, no se te ve el pelo. Me he cansado de calentarte el sitio en Shaftesbury.

Era una deferencia, un especie de detalle sentimental para con la clase de amistad que en realidad nunca habían tenido.

Y Polly hizo algo nimio pero extraordinario; miró a Nick y dijo:

—Claro que no coincido ni de lejos con lo que acabas de decir… sobre el título nobiliario.

No se ruborizó ni frunció el ceño ni hizo una mueca, pero su cara alargada y gorda pareció endurecerse como por la acción de un fijador de amenaza y desmentido.

Entró en el salón, seguido de Jasper, que se volvió para saludar a Nick con un leve movimiento de cabeza, con su propia impresión inconsciente de Polly, y así el manierismo pareció ensancharse, como una nota de desprecio que era un signo de lealtad.