8

El nuevo centro de operaciones de Wani era una casa en Abingdon Road de la década de 1830 que había sido rehabilitada por Parkes Perrett Bozoglu. En la planta baja estaba la relumbrante oficina abierta «Ojiva» y el apartamento que ocupaba los dos pisos superiores estaba lleno de rasgos eclécticos, frontones de madera de limero, cristal de colores, orificios sorprendentes; el dormitorio gótico tenía un baño egipcio. El high-tech de la oficina no era tanto la lógica del futuro como otro estilo del repertorio posmoderno. La casa había aparecido en The World of Interiors, cuyo director artístico había dispersado los muebles, colgado un cuadro grande abstracto en el comedor e introducido una serie de lámparas de cerámica como calabazas gigantescas. Wani dijo que no le importaba en absoluto. Él se sentía tan a su gusto y elegante entre el cristal reflectante y el acero de la oficina como entre las aleatorias alusiones culturales del apartamento. Sabía muy poco de arte y diseño y su placer principal residía en el hecho de haber encargado unas reformas muy caras.

A Nick le arrancaban una sonrisa furtiva las pretensiones del piso, pero lo habitaba con el antiguo entusiasmo nostálgico con que había vivido en casa de los Fedden, como una fantasía de prosperidad que compartía y como el hábitat de un hombre de quien estaba enamorado. Notaba que se adaptaba muy bien al confort y a la comodidad, al discreto mundo vislumbrado de las cosas que los ricos habían hecho para ellos. Era un sistema de estrés minimizado, de halago garantizado. Nick adoraba la enorme profundidad comprensiva de los sofás y la singular luz dorada de las lámparas que flanqueaban el lavabo del baño; nunca se había visto mejor que cuando se afeitaba o se lavaba los dientes allí. Por supuesto que la casa era vulgar, como casi todo lo posmoderno, pero descubrió con sorpresa que le agradaba. El recibidor, cuyas lámparas de pantallas grises de cristal, como campanas, arrojaban reflejos borrosos sobre las paredes de mármol color sangre de buey, era como los servicios de un restaurante, aunque, naturalmente, de uno muy lujoso y elegante.

Dormía allí de vez en cuando, en el capricho de la cama con dosel, con incontables almohadas. La curva ojival se repetía en los espejos y bastidores y en los roperos, que parecían confesonarios góticos; pero la mayor suntuosidad estaba en el baldaquino de la cama, compuesto de dos ojivas transversales coronadas por una clave similar a una enorme col de madera. Tumbado debajo, en incómoda postura poscoital, era como se le había ocurrido la idea de llamar «Ojiva» al piso de Wani: poseía la misma corrección, tan inglesa como exótica, que muchas cosas que amaba. La curva ojival era pura expresión, decorativa, no estructural; con ella se podía crear una estructura, pero sólo sostenía una clave o la cruz que remataba una cúpula bulbosa. Wani se mostraba distante después del sexo, como si rumiara un desaire a su dignidad. Ladeaba la cabeza, con pensativo agravio. Nick se tranquilizaba recordando triunfos sociales que había conseguido, cosas inteligentes que había dicho. Hablaba largo y tendido sobre la ojiva a un amigo sensible, que era brevemente la duquesa o Catherine, y luego a un amante distinto de Wani. La doble curva era la «línea de la belleza» de Hogarth, el destello como de serpiente de un instinto, de dos compulsiones contenidas en un movimiento de despliegue. Recorría con la mano la espalda de Wani. No creía que Hogarth hubiese ilustrado el mejor ejemplo al respecto, el hoyo y el bulto; había elegido arpas y ramas, huesos en vez de carne. Era en verdad el momento de escribir un nuevo Análisis de la belleza.

En el piso de abajo estaba la «biblioteca», un homenaje neogeorgiano a Lutyens, con una pared negra y anaqueles con pilastras. Un cuenco de cristal, algunas fotos enmarcadas y una maqueta de un coche ocupaban su espacio entre los montones dispersos de libros. Había libros grandes sobre jardines y estrellas de cine y algunas biografías populares, y libros valiosos por haberlos escrito conocidos de Wani, como por ejemplo Navegación a vela de Ted Heath y la primera novela, bastante buena, de Nat Hanmer, Pocilga. La habitación tenía un auténtico escritorio y sofás georgianos, un televisor de pantalla enorme y un VCR con rebobinado de alta velocidad. Fue allí, unos días después del episodio de Ricky, con su amplia adaptación tácita a la comprensión que Nick tenía de las cosas, donde Wani se había sentado, había quitado el capuchón de su Mont Blanc y extendido un cheque de 5.000 libras a nombre de Nicholas Guest.

Nick había mirado el talón, librado contra Coutts & Co., en el Strand, con una mezcla de suspicacia y júbilo. Lo cogió a la ligera, evasivamente, pero al cabo de unos pocos segundos supo que le había cobrado un apego feroz y temía que se lo arrebatasen. Dijo:

—¿Qué demonios es esto…?

—¿Qué…? —dijo Wani, como si ya lo hubiera olvidado, pero con un temblor teatral que no pudo reprimir del todo—. Estoy hasta la coronilla de pagarte las cosas todo el puto tiempo.

Nick advirtió que era una buena agudeza, y atribuyó a una ternura encubierta la aspereza con que la enunció. Con todo, tenía la sensación de que debía de haber accedido a algo, cuando estaba borracho o emporrado: de que había olvidado su parte de un pacto.

—No parece que esté bien —dijo, viéndose ya como el que ejerce de pagador si iba con Toby o quizá con Nat, al Betty o a La Estupenda; así pues, poseedor de una tarjeta de crédito…

—Sí, pero no se lo digas a nadie —dijo Wani, e introdujo un vídeo en la ranura del magnetoscopio, cogió el mando a distancia y apuntó con él desde donde estaba, ceñudo e impaciente, para que la máquina se pusiera en marcha—. Y no te lo fundas todo en una semana con el tonto ese.

—Claro que no —dijo Nick, aunque la idea y el cálculo que hizo le informaron enseguida de los límites de las cinco mil libras. Si tenía que pagarse sus propios gastos, casi no era suficiente. Visto a esta luz, era casi cicatero por parte de Wani, era una especie de burla—. Lo invertiré —dijo.

—Inviértelo —dijo Wani—. Me devuelves el dinero cuando hayas ganado tus primeras cinco mil.

Nick soltó una risita motivada por la pura ignorancia. Todo era un poquito más arduo si tenía que devolver aquella suma. Pero no quiso quejarse.

—Pues gracias, querido —dijo, doblando el cheque con aire reflexivo, y avanzó hacia Wani para darle un beso. Wani le acercó la mejilla, como un padre agradecido pero ocupado, y cuando Nick salía de la habitación ya estaba en la pantalla la escena de Bulto desmedido que era la favorita de Wani, y el hombre de negro estaba haciendo su doloroso experimento con el rubito excitado.

—¡Oh, mi nene…! —se rio Wani, pero Nick sabía que no le estaba llamando.

Wani pasaba un par de noches a la semana, sin oponer reparos, en la casa de sus padres en Lowndes Square. Al principio Nick se había mostrado irónico a este respecto, y picado porque Wani no parecía lamentar la ocasión perdida de pasar la noche juntos. Tenía un instinto familiar débil; o si surgía era con otra familia distinta de la suya. Pero no tardó en saber que para Wani era tan natural como el sexo e igual de irrefutable en sus exigencias. Otras noches de la semana Wani quizá entraba y salía de los urinarios de restaurantes elegantes con su envoltorio de coca y volaba casa en el WHO 6 para una sesión punitiva de fantasía sexual; pero las noches en familia se iba a Knightsbridge con una actitud de conformidad inapelable, casi de alivio, a cenar con su padre y su madre, un número indeterminado de conocidos itinerantes y, por regla general, su novia. Entonces Nick volvía celoso a Kensington Park Gardens con los hospitalarios Fedden, que parecían creerse la historia de que las otras noches trabajaba en su tesis en el ordenador de Wani y utilizaba un catre en su apartamento. Nunca le habían invitado a Lowndes Square, y la casa, la figura despiadada de Bertrand Ouradi, los exóticos protocolos de la familia, el descomunal monosílabo de la propia palabra «Lowndes», todo ello junto producía en la mente de Nick una impresión de imponente injundia.

Una de las noches en que estaba solo, Nick fue a ver Tannhäuser y en el entreacto se encontró con Sam Zeman. Rivalizaron en chismorreos sobre la edición que estaban utilizando, un torpe híbrido de las versiones de París y Dresden; Sam le sacaba ventaja en los hechos importantes, recordados con exactitud. Nick dijo que quería consultarle algo, y acordaron almorzar juntos la semana siguiente.

—Ven temprano —dijo Sam— y prueba el gimnasio nuevo.

La banca Kessler acababa de reconstruir sus locales de la City, con un atrio de cristal y acero y un parque high-tech emplazado detrás de la fachada del viejo palazzo.

Llegado el día, Nick se presentó temprano en el banco y aguardó debajo de una palmera del atrio. La gente entraba deprisa, saludando con un gesto al conserje, que todavía llevaba un frac y un sombrero de copa. Los empleados subían y bajaban en las escaleras mecánicas a la vista, con un aspecto a la vez de esclavos y de personas sumamente importantes. Nick observó a los mensajeros motorizados, con sus chupas y sus impermeables sudados y sus gruesas botas. Se sintió avergonzado y agitado por la proximidad de tanta gente trabajando, con su vestuario, el personaje que encarnaban, su aire de enterados. El propio edificio poseía el brillo de la confianza, y hacía y conservaba un ruido interminable y auténtico de los ventiladores de aire, el barullo de voces y el traqueteo impersonal de las escaleras. Nick estiró el cuello para atisbar las regiones donde Lord Kessler tal vez estuviese atendiendo sus negocios, que en aquellas esferas era sin duda una cuestión de parpadeos e ironías, de telepatía. Sabía que habían conservado la antigua sala de juntas con paneles de madera, y que Lionel tenía allí colgados algunos cuadros notables. De hecho había dicho que Nick debería ir un día a ver el Kandinsky…

Sam le llevó al sótano oloroso a cloro, donde estaba el gimnasio y la minúscula piscina.

—Este sitio es un regalo de los dioses —dijo. A Nick le pareció muy pequeño y que apenas se podía comparar con el Y; vio que iba a un gimnasio como si fuera un lugar gay, pero aquello no lo era. Un viejo con chaqueta blanca repartía toallas y parecía avezado a las obscenidades de los banqueros. Nick hizo un recorrido somero, en realidad sólo para complacer a Sam, que estaba pedaleando en una bici y rellenaba el crucigrama del Times. Pensó que no conocía bien a Sam y tuvo la vaga sensación de que le estaba tutelando. La amistosa inteligencia del Sam de Oxford se había endurecido y despedía un destello como el del edificio, una semisonrisa alerta de conocimiento secreto. Todo alrededor había hombres levantando pesas. Nick no supo muy bien si estaban cultivando su agresividad o aplacándola. En las duchas gritaban jactancias esotéricas de una cabina a otra.

Nick había visto que almorzaban en un antiguo y rumoroso comedor de la City, con tabiques de roble y camareros de frac. El restaurante al que le llevó Sam eran tan fulgurante, ruidoso y enorme que tuvo que gritar los detalles de sus cinco mil libras. Cuando Sam los entendió, se retrajo un segundo, como para mostrar que había creído que se trataría de algo importante.

—Bueno, qué divertido —dijo.

Casi todos eran hombres en el restaurante. Nick se alegró de llevar puesto su mejor traje y deseó haber llevado una corbata. Había hombres de más edad y de mirada penetrante que parecían un poco hostigados por la velocidad y el bullicio, y cuya dignidad parecía amenazada por los jóvenes feroces que ya tenían la mano encima de un nuevo tipo de éxito. Algunos jovencitos eran hermosos y excitantes; Nick se imaginaba que el sentimiento de poder se traducía en ellos en una especie de impulso sexual implacable. Otros eran los feos y los inadaptados del patio de recreo de la escuela que habían hecho del dinero su mejor amigo. No era tanto una cosa de colegio de pago. Como todo el mundo tenía que gritar allí, había una gran sílaba tosca en el aire, algo como «ah» o «ay». Sam se mantenía a distancia de ellos, pero no los repudiaba. Dijo:

—He visto un Frau ohne Schatten maravilloso en Frankfurt.

—Ah, sí… Bueno, ya sabes lo que pienso de Strauss —dijo Nick.

Sam le miró decepcionado.

—Oh, Strauss es bueno —dijo—. Es muy bueno respecto a mujeres.

—¡Eso bastaría para dejarme frío! —dijo Nick.

Sam se rio del comentario, pero continuó:

—Toda la música de orquesta es sobre hombres y todas las óperas sobre mujeres. Las únicas piezas masculinas interesantes que escribió son dos papeles, el de Octavio, por supuesto, y el del compositor en Ariadna.

—Sí, exacto —dijo Nick, ligeramente presionado—. No es universal. No es como Wagner, que lo comprendía todo.

—No es en absoluto como Wagner —dijo Sam—. Pero sigue siendo un genio.

No abordaron el tema del dinero de Nick hasta el final del almuerzo.

—Es sólo una pequeña herencia —dijo Nick—. Pensé que sería divertido ver lo que se puede hacer con esto.

—Um —dijo Sam—. Bueno, lo que renta ahora es el sector inmobiliario.

—No compraré mucho con cinco mil —dijo Nick.

Sam soltó una risa.

—Yo compraría acciones de Eastaugh. Están urbanizando la mitad de la City. El precio de la acción es como la pared norte del Eiger.

—Que sube rápido, quieres decir.

—O tienes Fedray, claro.

—¿Cómo, la empresa de Gerald?

—Unos resultados increíbles en el último trimestre.

La idea interesó a Nick, pero en última instancia le intranquilizaba.

—¿Cómo se hacen esas cosas? —dijo, con un jadeo por decir esta bobada, pero también con una cierta audacia, después de cuatro copas de Chablis—. No sabía si querrías encargarte tú.

Sam depositó la servilleta en la mesa y llamó con un gesto al camarero.

—De acuerdo —dijo, radiante, para mostrar que era un juego, otra bobada más, pero esta vez de su cosecha—. Iremos por el beneficio máximo. Veremos hasta dónde llegamos.

Nick, con expresión seria, se disponía a sacar la cartera, pero Sam cargó la comida en su cuenta de gastos.

—Un inversor importante de fuera de la ciudad —dijo. Tenía la MasterCard platino de la Kessler. Nick observó el procedimiento con una gota de anticipación en la mirada. Ya en la acera, Sam dijo—: Muy bien, querido, mándame un cheque. Yo me voy por aquí —dijo, como si Nick hubiera dejado claro que se iba en la dirección opuesta. Se estrecharon la mano y al hacerlo Sam añadió—: Digamos que la comisión es de un tres por ciento.

De este modo pareció que el acuerdo era solemne. Nick se sonrojó y sonrió entre dientes porque nunca había pensado en ello: le importó muchísimo. Sólo más tarde lo consideró algo bueno y optimista, que tenía estampado, como era debido, el sello de negocio.

Wani seguía «formando su equipo» en Ojiva, y Nick callaba el asombro que le producían tanto su confianza como su cachaza. Una mujer llamada Melanie, vestida como para un cóctel de Dallas, fue a mecanografiar, y arteramente prolongó a lo largo de la tarde las tareas de archivo y las llamadas de teléfono. Cada vez que su madre la llamaba decía que había «ajetreo». Wani tenía un talkman maravilloso, que era un teléfono portátil que podía llevarse consigo en el coche o a un restaurante, y a Melanie la instó a que le llamara si estaba en una reunión para darle algunas cifras. Luego estaban los chicos, Howard y Simon, que en realidad no eran pareja, pero siempre los mencionaban juntos, y actuaban al alimón con un desparpajo de condiscípulos inseparables. Howard era muy alto y de mandíbula cuadrada, y Simon era bajo y con cara de búho, y fingía que no le importaba ser gordo. Si alguien los tomaba por amantes, Simon chillaba de risa y Howard explicaba con tacto que sólo eran buenos amigos. A Nick le gustaba charlar con ellos cuando se dejaba caer por la oficina, y le complacía ver en sus miradas indicios de que les atraía.

—Bueno, nado y trabajo un par de veces a la semana —decía Nick, recostado en la silla, con un arrebol de vergüenza que para él era todavía el precio de la jactancia; y Simon decía: «Oh, supongo que yo debería probar eso». Todos se comportaban como si no se hubiesen fijado en la belleza de Wani y como si le tomaran totalmente en serio. Si aparecía su foto en las páginas de sociedad de Tatler o Harper’s and Queen, Melanie hacía circular la revista como si fuese un certificado de validez para toda la empresa.

Nick confiaba en que ninguno de los tres supiese que dormía con el jefe, y con diez o más años de práctica aprendería a cortar de raíz casi cualquier conversación que suscitara un rubor sospechoso. En parte anhelaba la aclamación escandalosa, pero Wani exigía un secreto absoluto y a Nick le gustaba guardar secretos. Reinventaba a modo de tapadera sus aventuras precedentes, y a Howard y Simon les contó una versión distinta del incidente con Ricky, en la cual sustituyó a Wani por un francés que Nick había conocido en el estanque el verano anterior.

—¿Así que era guapo, el tal Ricky? —dijo Simon.

En el caso de Ricky la guapura no venía al caso, sino su expresión de estúpida certeza, su lujuria permanente, el modo de empezar a fondo, como si el primer beso fuese un beso antiguo interrumpido y reanudado con plena intensidad. Nick dijo:

—Oh, un bellezón. Ojos oscuros, cara redonda, nariz grande y bonita…

—Umm —dijo Simon.

—Quizá una pizca demasiado puntualmente, aunque no del todo lamentablemente calvo.

Tras una pausa pensativa, Simon dijo:

—Esa es una de las tuyas, ¿no?

—¿Qué…? —dijo Nick, con una cara vagamente dolida.

—Lo de una pizca demasiado… ¿cómo era?

—No me acuerdo de qué he dicho… ¿«Una pizca demasiado puntualmente, aunque no del todo lamentablemente calvo»?

Howard se recostó e hizo el gesto de quien se somete a un viejo truco fácil, y dijo:

—Entonces, ¿tenía barba?

—Lejos de eso —dijo Nick—. No, no…, habló, como a la mejilla y al mentón, del gozo del acero matutino.

Todos se rieron, satisfechos. Nick tenía por costumbre deslizar aquellas perlas perifrásticas de las obras tardías de Henry James en lugares inadecuados de su conversación, y a los chicos les maravillaban y hacían un débil esfuerzo en recordarlas; en realidad sólo querían que Nick las dijera, a su manera briosa pero ponderada.

—¿De dónde sale eso?

—¿La calvicie? De The Outcry, una novela de Henry James de la que nadie ha oído hablar.

Los chicos se lo tomaron con filosofía, porque de hecho no habían oído hablar de ninguna novela de James. Nick sintió que estaba prostituyendo al maestro, pero en verdad había un elemento de autoburla en aquellas frases: lo analizaba en su tesis. Se hallaba en el apogeo de un idilio juvenil con el escritor, enamorado de sus ritmos, sus ironías y sus rarezas, y lo que más amaba eran sus momentos más excéntricos.

—Parece como si Henry James, por lo que dices, llamara bello y maravilloso a todo el mundo —dijo Simon, con cierta acritud.

—Oh, bello, majestuoso…, maravilloso. Supongo que es más bien lo que se dicen los personajes unos a otros, sobre todo cuando están siendo malévolos. Os diré que en los últimos libros lo hacen cada vez más, cuando en realidad son cada vez más feos… en un sentido moral.

—Sí… —dijo Simon.

—Cuanto peores son tanto más ven la belleza mutua.

—Interesante —dijo Howard, secamente.

Nick lanzó una mirada cariñosa a su pequeño auditorio.

—Hay un fragmento maravilloso en su obra de teatro The High Bid, en que un hombre le dice al mayordomo de una casa de campo: «Es decir, ¿de quién eres la bella pertenencia?».

Simon gruñó y miró alrededor para ver si Melanie les oía.

—Bueno, y entonces, ¿cómo tenía el ariete?… Ricky, digo.

Pues lo cierto era que valía la pena describirlo y embellecerlo. Nick se preguntó por un momento cómo lo habría expresado Henry. Si había manoseado con tanta malicia barbas y calvicies, el fino par de rasgos distintivos de su propia apariencia, ¿qué coqueteos y mariposeos no habría ejecutado para evocar los sólidos veinte centímetros de Ricky?

—Oh, era… de dimensiones —dijo Nick, y observó cómo Simon extraía toda la excitación posible de este comentario.

Siguió parloteando de este modo, mezclando sexo con erudición y disfrutando de sus deslealtades hacia la estricta verdad. De hecho, ahí estaba la gracia. Y parecía casar con el aire de fantasía que reinaba en la Ojiva, la lejana sensación de un tema evitado.

Nick no habría sabido definir del todo qué papel desempeñaba él allí, y sólo lo supo cuando de pronto fue invitado a comer un domingo en Lowndes Square. Había estado bailando en Heaven hasta las tres de la madrugada y seguía luchando contra la cara tumefacta, el tembleque de piernas, el mareo y el estupor de una resaca de cerveza y brandy cuando Bertrand Ouradi le estrechó muy fuerte la mano y dijo:

—Ah, así que tú eres el esteta de Antoine.

—¡Yo soy! —dijo Nick, devolviendo el apretón de manos con la mayor firmeza que pudo, y sonrió confiando en que hasta un esteta podría ser algo bueno si lo aprobaba el querido hijo de Bertrand.

—¡Ja, ja! —dijo este, y se alejó por el suelo ajedrezado de mármol del vestíbulo—. Bueno, necesitamos a nuestros estetas.

Extendió los brazos, con un grácil encogimiento de hombros, y pareció que señalaba los cuadros relucientes y las torcheres Imperio como los emblemas de su posición. Fue como si dijera que tenía a sueldo a un pequeño esteta para él solo. Nick le siguió, gesticulando por el gran lustre que poseía todo. Tenía la sensación de que sólo había una cosa en la casa que alguna vez le gustaría ver.

—Enseguida vuelvo —dijo Bertrand, con un minúsculo gesto de disuasión, cuando Nick descubrió que sin darse cuenta le estaba siguiendo al retrete. La diligente mujercilla morena que le abrió la puerta le condujo arriba, y él la siguió, sonriente y condenado. O sea que Wani debía de haberle llamado su esteta, era el modo en que se lo había presentado a sus padres…

Le introdujeron en la confusión rosa y oro de un salón. Wani le llamó.

—Ah, Nick… —dijo, como un anciano que rememora, y se acercó a estrecharle la mano—. Te presento a Marti ne, que estaba impaciente por conocerte… —(Nick se detuvo junto al sofá donde ella estaba sentada, y no sólo le dio la mano, sino que le hizo una reverencia exagerada)—. Y no conoces a mi madre.

Nick tuvo conciencia de sí mismo en el espejo alto que había colgado encima de la chimenea, ligeramente ladeado de tal modo que la habitación parecía internarse en una media distancia luminosa. Mantuvo una amplia sonrisa de autodefensa, y sólo captó su propia mirada durante un segundo insensato. Era una sonrisa deslumbrada, quizá incluso la de alguien que está a punto de enhebrar una secuencia de agudezas. Monique Ouradi dijo que había estado en la misa de la catedral de Westminster y le devolvió la sonrisa, pero parecía no estar preparada del todo para la mera comunicación social.

—Y te presento a mi tío Emile y a mi primo, el pequeño Antoine —dijo Wani, cuando dos personas inesperadas entraron a su espalda en el salón. Todo convergía sobre Nick, pero él no podía asimilarlo. Estrechó la mano del tío Emile, quien dijo: «Enchanté», con una voz como de tos, y Nick le respondió lo mismo. Wani descansó la mano en la cabeza de su primito y el chico levantó la vista hacia él con expresión de embeleso antes de estrechar también la mano de Nick. Este notó que le asomaba una lágrima a los ojos al pensar en la absoluta inocencia del niño respecto a las resacas.

Nick había decidido en el taxi que sólo bebería agua, pero cuando Bertrand entró diciendo: «¡Y ahora, bebidas!», al instante le vio sentido a tomar un Bloody Mary. Bertrand se encaminó hacia la bandeja de bebidas, en una mesa alejada, y en aquel preciso instante un anciano con chaquetilla negra se precipitó con una bandeja y asumió el control de la escena. Nick les miró con la paciente conjetura del resacoso, con una sensación de desplazamiento misterioso y de lenta revelación. Bertrand sólo pudo indicar con un gesto un acto que sería realizado de inmediato por otra persona: ¡hubo una aprobación patente, seguida de un pronto e indudable alivio! Aquello lo explicaba todo.

Lo mejor era, en verdad, reclinarse con una postura vital en una esquina del sofá y que la familia continuase su charla, como un peloteo de un lado para el otro… En las altas ventanas frontales, los visillos blancos se mecían suaves hacia la habitación. Fuera, en el balcón, había dos árboles puntiagudos dentro de unas tinas, y más allá los plátanos de la plaza, altos como los de un bosque, ocupaban toda la visión. Los pensamientos de Nick, erráticos, se encaramaron en ellos.

El pequeño Antoine tenía un coche de juguete con un mando a distancia, y Wani le estaba incitando a que lo estrellara contra las patas de las réplicas de mesas y sillas Luis XV. Era un Ferrari de un color rojo intenso y con una antena en forma de látigo. Nick se acuclilló para ver cómo daba vueltas por el cuarto, y lanzaba gruñidos histriónicos cuando chocaba contra el zócalo o se quedaba atascado debajo del buró. Fingía que disfrutaba del juego y gritaba para demostrarlo, pero los otros dos chicos no le hacían mucho caso. Wani casi le arrebataba el mando a Antoine de vez en cuando y provocaba una colisión a toda velocidad. Bertrand hablaba con el tío Emile y un par de veces se hizo a un lado para no estorbar la trayectoria del bólido, torciendo un poco el gesto. Nick, desde el ángulo privilegiado del espejo ladeado, los veía a todos como a actores en un escenario.

Los padres eran fascinantes: Bertrand bajo y apuesto, como un astro anticuado de cine, y Monique también, muy elegante y austera, con su melena negra y su broche de diamantes, ponía de manifiesto su procedencia foránea como un retorno en el tiempo a lo chic de veinte años antes. Despedía un brillo tenue el traje oscuro de Bertrand, cruzado y de hombros cuadrados, con un pañuelo carmesí en el bolsillo del pecho; el hombre parecía descomponerse en un diseño de cuadrados y rombos, con su mandíbula recta, más recia que la de Wani, y la misma nariz larga de halcón, que también formaban parte del dibujo. Sobre el labio superior, lleno, lucía un fino bigote negro. Sus zapatillas livianas de charol a Nick le parecieron una nota oriental. Wani también tenía varios pares, con suelas de goma acanaladas, «para caminar sobre mármol», según explicaba. La voz de Bertrand, con su fuerte acento, despreocupado pero coercitivo, dominaba el salón.

Martine estaba sentada en el otro extremo del mismo sofá que Nick, en lo que parecía ser su «sitio», adyacente al de la madre de Wani. Cuchicheaban en francés, en una especie de apática conspiración femenina, mientras los hombres tronaban, fruncían el ceño y estrellaban coches. Nick les sonrió con indulgencia. Martine, con su largo noviazgo, debía de haberse convertido en un elemento fijo, una pariente pobre que aguardaba pasivamente el tiempo que hiciera falta para convertirse en millonaria. Por razones que Nick sólo intuía, daba la impresión de que le causaba timidez hablarle. Que Wani hubiese asegurado que ella estaba deseando conocerle no había sido más que un ilusorio impulso social; él tenía por costumbre inculcar lánguidamente sus deseos. Pero al parecer Martine, con su actitud dulce nada expectante, siempre había pensado por sí misma. Así que tardó un par de minutos en empujar hacia Nick un plato de aceitunas sobre la mesa baja de cristal y le dijo:

—¿Y tú qué tal estás?

—¡Oh, muy bien! —dijo Nick, parpadeando, con una sonrisita—. La verdad es que me siento un poco delicado —añadió, y agitó el vaso—. Esto ayuda. Es un milagro lo bien que sienta.

Pensó en las cosas increíbles que uno decía.

Ella, por su parte, era demasiado delicada para hablar de la resaca de Nick.

—¿Va bien el trabajo? —dijo.

—Oh, sí… gracias. Bueno… Estoy intentando terminar mi tesis este verano, y por supuesto voy muy atrasado —dijo, como si ella debiera estar al tanto de sus debilidades, visibles en su cara, allí donde estaba sentado—. Soy tremendamente perezoso y desorganizado.

—Espero que no —dijo ella, como si él hablara en broma—. ¿Y sobre qué es esa tesis?

—Oh… es sobre… Henry James…

Había desarrollado una renuencia, que era en sí misma jamesiana, a decir cuál era exactamente el tema de su tesis. Tenía mucho que ver con la sexualidad escondida, cosa que juzgaba que era mejor evitarla.

—Pero ¿no dice Antoine que también trabajas con él en la Ojiva?

—Oh, la verdad es que no hago gran cosa.

—¿No estás escribiendo un guión de cine? Eso es lo que él dice.

—Bueno, me gustaría. En un sentido, sí… Tenemos algunas ideas.

Dirigió una sonrisa educada más allá de Martine, para incluir también en la conversación a la madre de Wani.

—En realidad, siempre he querido hacer una película de los despojos de Poynton… —Monique se recostó con un gesto comprensivo al oír esto, y Nick se sintió alentado a continuar—. Creo que podría ser una maravilla, ¿no? Sabrán que Ezra Pound dijo que era una novela sobre muebles, con intención despectiva, por supuesto, pero ¡fue eso precisamente lo que despertó mi interés!

Monique dio un sorbo de su gin-tonic y le miró con una incierta preocupación; luego, como si buscara un sentido a la frase, paseó la mirada por las mesas y las sillas. Era indudable que no tenía la menor idea de qué estaba hablando Nick.

—¿Entonces quieres hacer una película sobre muebles? —dijo Martine.

Monique dijo, alzando la voz cuando el Ferrari le pasó rozando los tobillos:

—Vimos la última película, que era tan bonita, de Una habitación con vistas.

—Ah, sí —dijo Nick.

—Casi todo transcurría en Italia, que a nosotros nos encanta, era una delicia.

Martine le sorprendió ligeramente diciendo:

—Creo que es tan aburrido ahora que toda la acción transcurre en el pasado.

—Oh… ya veo. Te refieres a todos esos dramas de época…

—Los dramas de época. Todas esas películas. ¿No se hartan de ellas los actores ingleses? Se pasan todo el tiempo en traje de etiqueta.

—Es cierto —dijo Nick—. Aunque en realidad, hoy en día todo el mundo se pasa la vida en traje de etiqueta, ¿no?

Pensaba en especial en Wani, que tenía tres esmóquines y había asistido al baile de beneficencia de la duquesa con frac y corbata blanca. Comprendió que le estaban atacando, puesto que el proyecto de Poynton exigiría obviamente un gran vestuario.

—Estoy segura de que mi hijo hará una película preciosa con tu ayuda —dijo Monique Ouradi, con lo que Nick pensó que le estaba animando en un sentido más amplio, de ese modo inescrutable con que a veces lo hacen las madres.

—Sí, quizá no le conozcas tan bien —convino Martine—. Tendrás que empujarle, incitarle.

—Me acordaré —dijo Nick, riéndose, y como vio en su memoria increíbles imágenes excitantes de Wani en la cama, Martine era como una persona que se interpone en el rayo de un proyector de diapositivas, mitad expuesta y mitad coloreada, y resultaba un poco ridícula.

El Ferrari volvió a colisionar contra la zapatilla de Bertrand y el pequeño Antoine lo hizo acelerar y aullar mientras intentaba escalarla, hasta que Bertrand se agachó, cogió el juguete y lo sostuvo en el aire como si fuese un insecto furioso. Antoine salió de detrás del sofá y se frenó, al captar el arranque de pura cólera en la cara de su tío, y después resopló de risa al ver cómo aquella cara se crispaba en un gruñido de pantomima.

—Ya basta de Ferrari por hoy —dijo Bertrand, y se lo devolvió al niño sin temor a que no le obedeciera.

Nick se puso de repente nervioso al pensar en Bertrand enfadado, y todas aquellas imágenes desnudas de su hijo se derritieron en forma de aprensiones. Wani dijo:

—Tendrás muchas ganas de hacer un recorrido por la casa.

—Oh, sí —dijo Nick, y se levantó con una sonrisa de complacencia. Pensaba que Wani había exagerado la frialdad y el disimulo, que apenas le había hablado y que tampoco ahora, al convocar a Nick en una oleada de intenciones secretas, su expresión delataba nada, ni siquiera el afecto que la familia podría haber esperado de dos antiguos amigos de la facultad.

—Sí, llévale a verla —dijo Bertrand—. Enséñale todos los puñeteros cuadros y las puñeteras cosas que tenemos.

—Me encantaría —dijo Nick, al ver la ventaja oculta del personaje del esteta, incluso en una casa donde las buenas cosas tenían el brillo de reproducciones.

—¿Voy yo también? —dijo el pequeño Antoine, que a todas luces apreciaba tanto como Nick el contacto y la sonrisa de Wani; pero Emile, enfadado, le obligó a quedarse.

—Empezaremos por arriba —anunció Wani cuando salieron del salón y empezó a subir los peldaños de dos en dos. En el segundo rellano dijo en voz baja—: No me has dicho dónde estuviste anoche.

—Oh, fui al Heaven —dijo Nick, con una ligera aprensión a decir la inocente verdad.

—Me preguntaba —dijo Wani, sin mirar alrededor— si te follaste a alguien.

—Pues claro que no me follé a nadie. Estuve con Howard y Simon.

—Entonces se entiende, supongo —dijo Wani, y concedió a Nick una sonrisa diminuta—. ¿Qué hiciste, entonces?

—Tú has estado en un club nocturno, cielo —dijo Nick, con una voz cuyo sarcasmo quería casi erradicarse a sí mismo—. Te han fotografiado en varios con tu novia. No paramos de beber y de bailar.

—Um. ¿Te quitaste la camisa?

—Creo que eso se lo voy a dejar a tu imaginación celosa —dijo Nick.

Atravesaron el rellano y entraron en el dormitorio de Wani. Este deambuló por el cuarto, con un aire apenas perceptible de estar haciendo una concesión, de que contaba con que Nick no mirase con excesiva atención lo que había allí, y entró en un cuarto de baño al fondo. Nick le siguió despacio.

Le interesaba todo lo que había en el dormitorio, estaba vivo y muerto al mismo tiempo, fotos de grupo de Harrow, de Oxford, del Martyrs’ Club, con sus chaquetas rosas, Toby y Roddy Shepton y los demás; y los libros, los Arnold y el Shakespeare de Arden y los lomos anaranjados y agrietados de las ediciones de Penguin de Middlemarch y Tom Jones, los colores y las letras conocidos, las series y las ideas de toda aquella etapa de sus vidas, allí encalladas y destiñéndose como en otros mil dormitorios de adultos, donde nunca volverían a mirarlas; y la cama señorial del joven, casi de matrimonio; y el espejo donde Nick observó con timidez su propio avance… parecía encontrarse en perfecto estado. La perplejidad de una resaca… la progresiva hilaridad de la nueva bebida… Entró en el cuarto de baño.

Wani había sacado la cartera y estaba aplastando y cortando una dosis generosa de coca en el ancho reborde del lavabo.

—Muchas antiguallas ahí dentro —dijo.

—Ya sé —dijo Nick—. ¿No es un poco pronto para eso?

Se hallaban en una pendiente deliciosa con la coca, pero a veces Wani era un poco serio, un poco prematuro con ella.

—Me ha parecido que te hacía falta.

—Bueno, sólo una rayita —dijo Nick. Miró también alrededor del cuarto, con una despreocupación tensa. No quería bajar a comer con una imprudente e inexplicable euforia y hacer el ridículo de una manera distinta. Pero no era factible rechazar una raya. Le gustaba la etiqueta del acto, el corte con una tarjeta de crédito, el paso del billete enrollado en un canuto muy estrecho, el procedimiento educado y seco, «todo hecho con dinero», como decía Wani: formaba parte de una seducción más amplia, y una vez comenzada le enganchaban su encanto y su promesa. Con cuidado de no darle un codazo mientras trabajaba, abrazó a Wani con ligereza por detrás y le introdujo una mano en el bolsillo izquierdo del pantalón.

—Oh, joder —dijo Wani, con tono distante. En cuestión de tres segundos la tenía tiesa y Nick también, apretado contra él. Todo lo que hacían era clandestino y por lo tanto audaz y por lo tanto infantil, ya que en realidad no era en absoluto una audacia. Nick no sabía cuánto podría durar; no soñaba con que terminase, pero a los veintitrés años era idiota y degradante aquella práctica del sexo a hurtadillas, como rateros, que decía Wani. Pero aun así, una mañana de resaca, alelado de lujuria, veía belleza en hacerlo a escondidas. Había varias monedas de una libra en las profundidades de franela del bolsillo, y brincaban alrededor de la mano de Nick mientras acariciaba la polla de Wani.

Wani dividió el polvillo en dos largas rayas.

—Será mejor que cierres la puerta —dijo.

Nick tardó un ratito en soltarle.

—Sí, sólo tenemos un minuto.

Empujó la puerta y se adelantó para coger el billete enrollado de veinte libras.

—Cierra con llave —dijo Wani—. Ese niño me sigue a todas partes.

—Ah, ¿quién puede reprochárselo? —dijo Nick, con gentileza.

Wani le miró de hito en hito; muchas veces le disgustaban los elogios. Se agacharon por turnos, esnifaron la raya y se quedaron de pie un minuto, oliendo y asintiendo, leyéndose mutuamente la cara para comparar y confirmar el efecto. Las facciones de Wani parecieron suavizarse y esbozó una sonrisa leve pero involuntaria que Nick amaba ver en el instante del apogeo y la capitulación. Le sonrió a su vez, extendió la mano para acariciarle el cuello y con la otra mano frotó juguetonamente la erección oblicua de Wani. La coca era buenísima. Dijo:

—Es un percal de puta madre.

—Dios, sí —dijo Wani—. Ronnie siempre lo liga.

—Espero que no me hayas dado demasiado —dijo Nick; pero durante los treinta segundos siguientes, mientras agarraba a Wani y le besaba sensualmente, supo que todo se había vuelto posible, y que el largo almuerzo exigente sería un vals y que jugaría con Bertrand, el magnate, y que les cautivaría a todos. Suspiró y remangó el brazo izquierdo de Wani para ver su famoso reloj.

—Será mejor que bajemos —dijo.

—Vale —dijo Wani; retrocedió y rápidamente se bajó los pantalones.

—Querido, nos están esperando…

Pero la mirada de Wani era para él tan insondablemente interesante, un mandato y una rendición en otro nivel más profundo, las crudas necesidades de un hombre tan distante, la tonta sensación de privilegio en su romántico secreto… Con todo, Nick se arrodilló y le dio la vuelta a Wani con las manos y le bajó hasta los muslos el calzoncillo holgado y anticuado.

En el camino de vuelta toparon con el pequeño Antoine, que les había estado buscando ansiosamente y había entrado en cada habitación parodiando una exasperación feliz. Había hecho falta descargar dos veces la cisterna del baño para deshacerse del preservativo, y habían salido del dormitorio treinta segundos antes de que se les acabase el tiempo. El chico los reclamó y quiso saber de qué se reían.

—Le estaba enseñando mis fotos antiguas al tío Nick —dijo Wani.

—Eran divertidas —dijo Nick, apenado por el generoso impulso de mentir y a la vez, absurdamente, por la oportunidad perdida de ver las fotos.

—Oh —dijo el pequeño Antoine, quizá con una pesadumbre similar.

—Echa un vistazo rápido aquí dentro —dijo Wani, y empujó la puerta del cuarto que había encima del salón y que era el dormitorio de sus padres. Pasó una mano por los interruptores y todas las luces se encendieron, las cortinas empezaron a cerrarse automáticamente y, como muy a lo lejos, sonó la «Primavera» de las Cuatro estaciones. Era evidente que al pequeño Antoine le gustó esta parte y pidió permiso para volver a hacer lo que Wani había hecho mientras Nick inspeccionaba la alcoba con una expresión divertida. Todo era lujoso y simuló que le consternaba ver sus propias pisadas profundamente hundidas en la alfombra. La opulencia del dormitorio radicaba en la mezcla de pompa relumbrante, las cortinas decoradas con guirnaldas, los espejos enormes, el ónix y el oro brillante, junto con otras cosas más antiguas, toscas y mejores que quizá se habrían traído de Beirut, alfombras persas y fragmentos de estatuas romanas. Encima de una pequeña cómoda había una efigie, supuestamente de Wani, esculpida en mármol blanco, a la misma edad aproximada que la que tenía Antoine ahora, con la cara más ancha y rechoncha de un niño. Era una obra encantadora y Nick pensó que si pudiera apropiarse de cualquier cosa en la casa, de cualquier objeto, elegiría la efigie. Bertrand y Monique tenían vestidores separados, cada uno de los cuales, por su orden y abundancia, era como un departamento de un comercio.

—Mira también esto —dijo Wani, mostrándole un gran cuadro amarillo del palacio de Buckingham que colgaba en el rellano.

—Es un Zitt, ya veo —dijo Nick, leyendo la firma trazada al desgaire en la esquina derecha del cielo.

—Está comprando bastantes cosas de Zitt —dijo Wani.

—Ah… bueno, es absolutamente espantoso —dijo Nick.

—¿Sí? —dijo Wani—. Pues procura decírselo con dulzura.

Bajaron al comedor precedidos por el pequeño Antoine, que meneaba la cabeza de un lado a otro y repetía para sí «absolutamente espantoso». Wani le atrapó por detrás y simuló que se regodeaba en estrangularle.

A Nick le colocaron a la derecha de Monique, al lado de Antoine y enfrente del tío Emile. Este tenía el aspecto de un hermano que había prosperado menos, abolsado y melancólico en vez de flamantemente triangular. Pero resultó que de hecho era el hermano de Monique, que realizaba una visita de duración indefinida procedente de Lyon, donde dirigía un renqueante negocio de chatarra. Informado de estos datos, Nick sonrió a toda la mesa como si le estuvieran contando un chiste muy cómico que tardaba en entenderse; sólo el leve ceño fruncido de Wani le movió a sospechar que quizá tuviera un aire demasiado exaltado, a raíz del recorrido por la casa. Era el mágico estado opuesto al temblequeo y la estulticia de la resaca de media hora antes. Todos sus secretos de amantes parecían fundirse y resplandecer. Aunque para el propio Wani, que se controlaba con severidad, apenas había valido la pena tomar la coca. La pareja de viejos estaba sirviendo rodajas de melón y naranja cortadas en forma de un primoroso abanico. Estaba claro que los cítricos gozaban de un gran aprecio en la casa; tanto allí como en el salón, había un obelisco intrépidamente erigido de naranjas y limones en una mesita. El efecto era al mismo tiempo humilde y señorial. Otro Zitt, de la Bolsa y la Mansion House, pintado de color malva, colgaba entre las ventanas.

—Veo que estás admirando el nuevo Zitt de mi marido —dijo Monique, con un tonillo travieso, como si valorase una segunda opinión.

—¡Ah, sí…!

—En realidad es un pintor impresionista, ¿sabes?

—Um, y casi, en cierto sentido, también expresionista —dijo Nick.

—Es sumamente contemporáneo —dijo Monique.

—Es un colorista audaz —dijo Nick—. Muy audaz…

—Entonces, Nick —dijo Bertrand, extendiendo la servilleta y sujetando el muestrario giratorio de sus cuchillos sobre el lustre vítreo del tablero de la mesa—, ¿cómo está nuestro amigo Gerald Fedden?

El «nuestro» habría podido referirse sólo a ellos dos, o bien a una amistad con la familia o a una sensación, aún más incierta, de que Gerald estaba de su parte.

—Oh, está estupendamente —dijo Nick—. En plena forma. Ocupadísimo, como siempre…

La expresión de Bertrand era divertida pero persistente, como mostrando que podían sincerarse mutuamente; después de no haberle hecho el menor caso durante la primera media hora, ahora le enfocaba con el rayo de su confianza, con el instinto de un hombre que se sale con la suya.

—Vives en su casa, ¿no?

—Sí. ¡Fui a pasar unas semanas y llevo viviendo allí casi tres años!

Bertrand asintió y se encogió de hombros, como si aquello fuese un arreglo normal. Quizá el tío Emile acabara siendo un visitante parecido.

—Sé dónde vives. Estamos invitados al concierto, al que nos encantará asistir, sea donde sea, la semana que viene.

—Oh, bien —dijo Nick—. Creo que será muy gracioso. El pianista es una joven estrella checoslovaca.

Bertrand frunció el ceño.

—Sé que dicen que es una buenísima persona…

—No, la verdad… ah, se refiere a Gerald… ¡Sí, desde luego!

—Va subir hasta lo más alto de la escalera. O casi hasta arriba. ¿Qué opinas al respecto?

—Oh… oh, no lo sé —dijo Nick—. No entiendo nada de política.

Bertrand hizo una mueca.

—Ya sé que tú eres el puñetero esteta…

A Nick le presionaban a menudo para que emitiese su dictamen de allegado sobre el carácter y las perspectivas de Gerald, y por lo general él contestaba con mucha palabrería pero le era leal. Dijo:

—Sé que está locamente enamorado de la primera ministra. Pero no está muy claro si es una pasión correspondida. Puede que ella se esté haciendo la dura.

El pequeño Antoine tuvo la furtiva reacción retardada de un niño que se supone que no ha oído algo, y Bertrand intensificó la expresión ceñuda sobre su plato de melón. A Nick se le ocurrió pensar que quizá estuviese en una casa con criterios muy serios sobre el decoro sexual. Pero fue Monique la que dijo:

—Ah, todos están enamorados de ella. Tiene los ojos azules y los hipnotiza.

Su mirada oscura recorrió sentidamente la mesa hasta su marido, y después se posó en su hijo.

—Es sólo una especie de amor cortesano, ¿no? —dijo Nick.

—Sí… —dijo Wani, asintiendo, con una breve risa.

—Conoce a la señora, me figuro —dijo Bertrand.

—No la he visto nunca —dijo Nick, humilde pero alegremente.

Bertrand imprimió a sus labios una expresión transida y rellenita y clavó la mirada un momento en una distancia imaginaria antes de decir:

—Ya sabes, por supuesto, que es buena amiga mía.

—Oh, sí, Wani me dijo que usted la conocía.

—Claro, ella es una gran figura de nuestro tiempo. Pero también es una mujer muy amable. —Puso la cara sensiblera de un bruto que alaba la bondad de otro—. Siempre ha sido muy amable conmigo, ¿verdad, amor mío? Y, por descontado, tengo intención de devolverle el halago.

—Ajá…

—Me refiero en un sentido práctico, económico. La vi el otro día y… —Agitó con impaciencia la mano izquierda para mostrar que no pensaba entrar en detalles sobre lo que habían hablado; pero después prosiguió, con franqueza—: Haré una donación considerable a los fondos del partido y… quién sabe qué entonces. —Ensartó y engulló un gajo de naranja—. Creo que hay que corresponder, amigo mío, cuando te han ayudado…

Y asestó puñaladas en el aire con el tenedor vacío.

—Oh, sin duda —dijo Nick—. No cabe duda de que usted lo hace.

Nick comprendió que sin darse cuenta se había convertido en el foco de algún agudo rencor de Bertrand.

—En esta casa no oirás ninguna queja sobre la señora.

—Bueno, tampoco en la mía, ¡se lo aseguro!

Nick miró alrededor las caras dóciles de los demás y pensó que, en realidad, en Kensington Park Gardens, el culto a «la señora», el estado de conjetura mesmerizada en la que ella sumía a Gerald, estaban compensados, al menos, por los monólogos de Catherine sobre las personas sin techo y las sardónicas alusiones de Rachel a «la otra mujer» en la vida de su marido.

—Así que es de fiar, nuestro amigo Gerald —dijo Bertrand, más ecuánime—. ¿Qué cargo ocupa, exactamente?

—Es secretario de Interior —dijo Nick.

—No está nada mal. Un puñetero ascenso rápido.

—Bueno, es ambicioso. Y tiene el…, el ojo de la señora.

—Tendré una charla con él cuando vaya a su casa. Le conozco, por supuesto, pero puedes presentarnos otra vez.

—Cómo no. Con mucho gusto —dijo Nick. El hombre con chaquetilla negra retiró los platos y justo entonces Nick notó que el poder constante de la coca empezaba a decrecer; era otra cosa que le arrebataban y el júbilo se tornó espaciado y dudoso. Al cabo de cuatro o cinco minutos se restauraría una monotonía más tediosa que la que la droga había reemplazado. Sin embargo, poco después sirvieron el vino y hubo una sensación entretenida de alivio y dependencia. Nick advirtió que Bertrand sólo bebía agua mineral.

Nick intentó durante un rato hablar con Emile de chatarra, lo cual puso a prueba hasta el límite su francés de Corneille; pero Bertrand, que había estado observando con una sonrisa falsa y un patente sentimiento de abandono, le interrumpió:

—Nick, Nick, no sé lo que tú y Wani os traéis entre manos, no me gusta hacer demasiadas preguntas…

—Oh…

—Pero espero que pronto empiece a entraros algún dinero.

—Sí, papá —se apresuró a decir Wani, mientras Nick se sonrojaba horrorizado por el abismo sobre el que acababa de saltar.

—¡Soy el esteta, recuerde! —dijo—. No entiendo el lado crematístico de las cosas.

Trató de sonreír a través de su sonrojo, pero vio que los pequeños desafíos de Bertrand tenían por objeto ponerle en evidencia a una luz muy pasiva.

—Tú eres el que escribe… —dijo—. Bertrand; escribir era algo tolerable, una partida en un presupuesto, pero sometido a examen y seguramente prescindible.

Nick pensó que los guionistas eran importantes, y aunque aún no tenía nada escrito que enseñar, dijo: «Es lo que hago yo». Comprendió con retraso, y con no poca rabia, que habría tenido que improvisar, salir en defensa de Wani, dar cuerpo a lo que su padre debía de creer que sólo eran fantasías.

—Ya sabes que voy a sacar esa revista, papá —dijo Wani.

—Ah… bueno —dijo Bertrand, con un resoplido—. Sí, una revista puede estar bien. ¡Pero hay una enorme diferencia, hijo mío, entre dirigir una revista y que tu puñetera cara aparezca en una de ellas!

—No será una de esas —dijo Wani, a caballo entre el enfado y los buenos modales.

—De acuerdo, pero entonces no se venderá.

—Va a ser una revista de arte: fotografía de gran calidad, lo mismo que el papel y la impresión; todo género de cosas extraordinarias y exóticas, edificios, extrañas esculturas indias. —Buceó mentalmente en la lista que Nick le había confeccionado—. Miniaturas. De todo.

Nick pensó que incluso con su resaca habría hecho mejor la propaganda, pero había algo conmovedor y revelador en la labia de Wani.

—¿Y quién se supone que va a comprar todo eso?

Wani se encogió de hombros y extendió las manos.

—Será preciosa.

Nick intercaló la nota olvidada.

—La gente querrá coleccionar la revista igual que querría coleccionar las cosas que aparecen en sus páginas.

Bertrand tardó un momento en ver si esto era un disparate o no. Después dijo:

—Todo ese rollo de la gran calidad suena a un montón de dinero. Así que tendréis que cobrar diez o quince libras por la revista.

Bebió un sorbo irritado de su vaso de agua.

—Anuncios de máxima calidad. Ya sabes, Gucci, Cartier… Mercedes —dijo Wani, buscando nombres mucho más relumbrantes que Watteau o Borromini—. Hoy día la gente quiere artículos de lujo. Ahí está el dinero.

—Así que tenéis ya un nombre para esa puñeta.

—Sí, la vamos a llamar Ojiva, como la empresa —dijo Wani, con franqueza. Bertrand frunció sus labios regordetes.

—«¡Oh, jiba!», ¿no es eso? —dijo, de mal humor, pero complacido por haber hecho un chiste—. Tendréis que repetírmelo porque nadie ha oído hablar nunca de esa puñetera «ojiva».

—A mí me ha parecido oír «orgía» —dijo Martine.

—¡Orgía! —exclamó Bertrand.

Wani miró al otro lado de la mesa, y como aquel nombre nunca oído había sido idea original suya, Nick dijo:

—Verá, es una curvatura doble, como la que se ve en una ventana o una cúpula.

Hizo con las manos en el aire la forma de la mitad de un reloj de arena y Monique, en ese momento, en uno de sus esporádicos gestos de connivencia, trazó la misma figura que Nick y le sonrió como si le hiciera una zalema.

—Primero hacia un lado y después hacia el otro —dijo.

—Exacto. Procede de… bueno, de Oriente Próximo, de hecho, y se ve en la arquitectura inglesa desde el siglo catorce en adelante. Es como la línea de la belleza de Hogarth —dijo Nick, con una creciente sensación de necedad—, salvo en que hay dos, claro está… Supongo que la línea de la belleza es una especie de principio inspirador, ¿no?…

Miró alrededor y, con un gesto expresivo, abatió la mano. Quizá este principio no estuviese allí.

Bertrand posó el cuchillo y el tenedor y esbozó una sonrisa desinflada. Pareció saborear su ironía de antemano, así como la incertidumbre, las educadas sonrisas de anticipación en la cara de los presentes.

—Escucha, um… Nick, yo vine a este país hace casi veinte años, en 1967, cuando no era una puñetera buena época en el Líbano, dicho sea de paso, sólo para ver las oportunidades que había en el famoso Londres marchoso de los sesenta. Así que miro alrededor, lo que molaba entonces eran los supermercados que empezaban a abrir, ya sabes, el autoservicio, sírvase usted mismo… vosotros estáis acostumbrados a eso, seguramente entráis en uno todos los puñeteros días: ¡pero entonces!…

Nick reconoció con una sonrisa tonta y obediente lo acostumbrado que estaba. No sabía seguro si la conversación sobre la Ojiva había terminado o si le estaban obsequiando con una extensa digresión aleccionadora. Dijo, con frialdad:

—No, ya veo que… ha sido toda una revolución.

Al igual que otros egotistas, Bertrand se limitó a lanzar una mirada fugaz y dubitativa a la posibilidad de una ironía dirigida hacia su persona y, de todos modos, la pisoteó.

—¡Pues claro! Una puñetera revolución.

Se volvió para indicar al viejo criado que escanciase más vino a los demás y observó con un aire de ejercitada paciencia cómo el borgoña caía en las copas de cristal tallado.

—Verás, yo empecé con una frutería, allá en Finchley. —Meneó el otro brazo, con cariño por aquel lugar y época lejanos—. La compré, traje en avión los cítricos, que por cierto eran producto propio, los cultivábamos, no teníamos que comprar a ningún otro puñetero comerciante. Líbano, un gran sitio para cultivar frutas. ¿Sabes todo lo que ha llegado de Líbano en los últimos veinte años? Fruta y cerebro, fruta y talento. Nadie con una pizca de cerebro o de talento quiere quedarse en el puñetero país.

—Um, se refiere a la guerra civil.

Se había propuesto empollarse los veinte años más recientes de historia libanesa, pero Wani se mostró evasivo y dolorido cuando se lo mencionó, y he aquí que el tema surgía ahora. No quería corroborar el duro juicio de su anfitrión sobre su país natal, que era en sí mismo un campo minado.

—Una bomba nos tiró la casa abajo —dijo Monique, como si no esperase ser oída.

—Oh, qué horrible —dijo Nick, agradecido de que sonase otra voz en el comedor.

—Sí, fue muy terrible —dijo ella.

—Como dice la madre de Antoine —dijo Bertrand—, nuestra casa familiar quedó prácticamente destruida.

—¿Era una casa antigua? —preguntó Nick a Monique.

—Sí, bastante antigua. No tanto como esta, claro… —dijo, y tuvo un pequeño escalofrío, como si Lowndes Square datase de la Edad Media—. Tenemos muchas fotografías…

—Oh, me encantaría verlas —dijo Nick—. Me interesan esas cosas.

—Total, que en 1969 abrí el primer Mira Mart allí arriba, en Finchley —dijo Bertrand—. Sigue donde estaba, puedes ir a verlo cuando quieras. ¿Sabes cuál es el secreto?

—Um…

—Es lo que yo vi, lo que veías en Londres en aquel entonces… hace veinte años. Había supermercados y había tiendas de barrio, tiendas de comestibles que llevaban abiertas cientos de años. ¿Y qué hago yo entonces? Junto las dos cosas, supermercado y comestibles y hago el minimercado, con todo el catálogo de cosas que venden en Tesco o cualquier otro puñetero sitio, pero sin perder el aire de tienda de comestibles, de tienda del barrio. —Levantó su copa y bebió, como brindando por su propia inventiva—. Y sabes el otro secreto, por supuesto.

—¡Oh!… Pues…

—Los horarios.

—Los horarios, sí…

—Abrir temprano y cerrar tarde, que venga gente antes del trabajo y después del trabajo, no sólo las puñeteras buenas amas de casa que salen a comprar un paquete de cigarrillos y a dar palique.

Nick no sabía bien si aquel tono especial era el que Bertrand empleaba para hablar con un idiota o si su simplicidad reflejaba la visión que tenía de los negocios. Dijo, críticamente:

—Pero hay algunos que no son así, ¿no? El de Notting Hill, por ejemplo, adonde siempre vamos. Es grandioso.

Se encogió de hombros, con embotado respeto.

—Bueno, ¡ahora estás hablando de las secciones de alimentos! Son dos puñetas totalmente distintas: los Mira Mart y los Mira Food Halls… Estos últimos son para los puñeteros ricos, los barrios pijos. Hay uno aquí a la vuelta. Ya sabes de dónde salen.

—De Harrods —dijo Wani.

Bertrand le lanzó una mirada rápida y ceñuda.

—Naturalmente. ¡Es la madre de todas las puñeteras secciones alimenticias del mundo entero!

—A mí me encanta ir a la de Harrods —dijo Monique—, a ver los grandes… homards

—Los bogavantes —musitó Wani, sin mirarla, como si fuese una función aceptada la de servir de intérprete a su madre.

—¡Oh, ya lo sé! —dijo Martine, con una sonrisa de rebeldía pusilánime. Nick las vio visitando Harrods a menudo, seguramente se pasaban allí días enteros, estaba a la vuelta de la esquina pero era otro mundo de posibilidades para quien pudiera permitírselas.

Bertrand les concedió cinco segundos pacientes, como un maestro estricto pero imparcial, y dijo:

—Así que ahora, Nick, tengo treinta y ocho establecimientos Mira Food por todo el país. Tengo uno en Harrogate, acabo de abrir otro en Altrincham; y más de ochocientos puñeteros Mira Marts. —Adoptó de pronto una actitud muy cordial; casi se encogió de hombros también ante la fácil inmensidad de su emporio—. Una gran historia, ¿no?

—Increíble. Es muy amable por su parte contarme una historia que debe de conocer tan bien —dijo Nick, poniendo una cara especialmente solemne. Vio el brillante letrero anaranjado del Mira Food de Notting Hill, por donde se dejaba ver a veces el mismo Gerald, con una cesta y una expresión avergonzada, como si todo el mundo le reconociera, a comprar paté y bombones suizos. Y vio el Mira Mart de la esquina en Barwick, con sus productos más tristes en expositores inclinados, lejanos parientes pobres de los obeliscos de Knightsbridge, y el denso olor rancio de una tienda de techo bajo donde se vende todo junto. El emblema de la cadena, por supuesto, era una naranja coronada por dos hojas verdes. Miró a Wani, que más que comer comisqueaba (la coca le quitaba el apetito) con una cara totalmente inexpresiva. Tenía los ojos clavados en el plato o en el reluciente barniz rojo que había justo más allá del plato; podría haber dado la impresión de que escuchaba meditabundo a su padre, pero Nick sabía que se había refugiado en un universo que su padre nunca había imaginado. La sumisión a la tiranía de Bertrand era el precio de su libertad. También el tío Emile miraba hacia abajo, como absolutamente aplastado por la iniciativa y el éxito de su cuñado; Nick, por su parte, comprendió enseguida el encanto de escaparse a Harrods con las mujeres.

Bertrand llegó a decir entonces:

—Todo eso será tuyo algún día, hijo mío.

—¡Ah, mi pobre niño! —protestó Monique.

—Ya sé. Ya sé —dijo Bertrand, molesto, y después esbozó una sonrisita algo espantosa—. Ese día está todavía muy lejos, desde luego. Que haga sus revistas y películas. Que aprenda a hacer negocios.

—Gracias, papá —dijo Wani, pero su sonrisa fue para su madre y su mirada, breve pero elocuente, cuando la sonrisa se apagó, para Nick. Estaba en su salsa con el comportamiento de su padre, su fanfarroneo incuestionado, pero permitir que un amigo lo presenciase mostraba una confianza especial en ese amigo. Wani rara vez se ruborizaba o denotaba alguna clase de vergüenza, aparte de la reprimenda que se murmuraba a sí mismo cuando ofrecía un asiento a una señora o confesaba su ignorancia sobre alguna nimiedad. Nick absorbió su mirada y el calor secreto de lo que comunicaba.

—No, no —dijo Bertrand, con un tic rápido de la barbilla, como si alguien le hubiese criticado injustamente—. Wani es dueño de todos sus actos. Por el momento no parece que le interesen las frutas y verduras. Bien. —Extendió las manos—. Tampoco parece interesarle casarse con esta puñetera preciosidad de novia. Pero esperaremos cómodamente a que pase el tiempo, ¿eh, Wani?

Y se rio para su coleto de su propia franqueza, como si así suavizara el efecto, aunque en realidad lo señalaba y lo intensificaba.

—Primero vamos a ganar un montón de dinero —dijo Wani—. Ya verás.

Bertrand dirigió a Nick una mirada de conspirador.

—¿Pero sabes cuál es el gran, el simple secreto para hacer dinero? ¿El más auténtico y…?

Nick depositó la servilleta con suavidad en la mesa y murmuró:

—Lo siento muchísimo… Tengo que…

Empujó hacia atrás la silla y se preguntó si aquello no sería incluso más maleducado en Beirut que allí.

—¿Eh…? Ah, la puñetera débil vejiga —dijo Bertrand, como si lo esperase—. Igual que mi hijo.

Nick estaba dispuesto a aceptar cualquier acusación que le permitiese salir del comedor; y Wani, con una expresión tediosa, casi impaciente, se levantó también y dijo:

—Te indicaré dónde es.