7

Nick se adelantó en el sendero y mantuvo la cancela abierta para que pasara Wani, con lo que el mundo exterior, durante varios segundos, tuvo una visión de piel desnuda antes de que la cancela, con su letrero de «Sólo hombres», volviera a cerrarse tras ellos. Era un recinto pequeño, un patio de cemento, con bancos alrededor de las paredes bajo una estrecha franja de tejado. Era como un patio del mundo clásico reducido a tuberías y chapas de cinc. Había algo lejanamente clásico, también, en la desnudez prolongada, y algo inglés, escolar e incómodo en el cemento, el estaño y el olor a agua de estanque. Nick cruzó el espacio abierto, por delante de los libros y toallas de un par de personas que tomaban el sol, vio que aquello los retrataba, alguien le saludó, las conversaciones se alargaron y se adormecieron, y notó la mirada del pequeño gentío, como yemas de dedos ociosos, resbalar sobre él y posarse, con mayor ternura y curiosidad, en Wani. Este, con anteojos de espejo azul hielo, era una figura de belleza inédita y quizá sólo Nick, al sentarse y llamarle por señas, vio la cautela en su media sonrisa.

—Um, muy primitivo —dijo Wani, como si el lugar confirmase una sospecha que tenía sobre Nick.

—Lo sé —dijo Nick, y sonrió entre dientes; era precisamente lo que le encantaba del lugar.

—¿Dónde ponemos las cosas?

—Déjalas aquí, estarán bien.

Pero a Wani le asustó la idea. Tenía las llaves del Mercedes en el bolsillo del vaquero, y el reloj, como le había dicho a Nick más de una vez, costaba mil libras.

—Sí, quizá no entre.

Y quizá Nick, que nunca había poseído nada, era culpable de no imaginar las inquietudes de los millonarios.

—En serio, no hay problema. Mete tus cosas aquí —dijo, ofreciéndole la bolsa de plástico donde había guardado la toalla y el pantalón.

—Este reloj vale mil libras —dijo Wani.

—Mejor que no se lo digas a todo el mundo —dijo Nick.

Había un anciano secándose cerca de ellos, achaparrado, arqueado y totalmente moreno, y Nick le recordó del año anterior, era un ocupante del lugar, del recinto, del malecón y del estanque, y más en especial del patio interior tapado donde los días calurosos los hombre se soleaban desnudos, cadera con cadera. Tenía arrugas pero era guapo, y Nick pensó que, liso y uniformado, con la mitad del perfil alerta, su foto habría podido acompañar la necrológica de un general o un vicemariscal del aire. Le saludó con un gesto amable, como a una correosa personificación del espíritu del lugar, y el anciano dijo:

—Así que George se ha ido. Steve acaba de decírmelo, se fue anoche.

—Oh, lo siento. No, yo no conocía a George —dijo Nick, pero al decir «ido», el viejo no quería decir que se había ido de vacaciones. Era George el que necesitaba la necrológica.

—Usted conocía a George. —Miró también a Wani, que se estaba desvistiendo de un modo lento y abstracto, con pausas para pensar antes de cada calcetín y cada botón—. Estaba siempre aquí. Sólo tenía treinta y un años.

—Es la primera vez que vengo —dijo Wani, cortés pero frío. El viejo frunció el ceño y asintió, aceptando su error, pero quizá teniéndoles en menos por no conocer a George.

—¿Cómo está el agua? —dijo Nick, tras una pausa, y encogió el estómago al quitarse la camisa porque quería que el hombre le admirase. Pero él no le contestó, y quizá no hubiese oído la pregunta.

Una vez en el malecón Nick volvió a adelantarse, con su bañador azul, y abrió los brazos para abarcar el panorama, la extensión verde y plata del estanque, los sauces jóvenes y los espinos que lo rodeaban por entero y el Heath detrás, columbrado sólo como trechos de ladera soleada. Nick estaba complacido con su cuerpo y se pavoneaba de una forma perdonable, estirando y levantando los pies contra los glúteos mientras corría sin moverse del sitio. Sobre la superficie del agua se movían como puntitos las cabezas de los bañistas. Había algo sociable e inquisitivo en ellos. En el centro del estanque estaba la vieja balsa de madera, escenario de interminables contactos fáciles y plataforma flotante de algunas de las fantasías más constantes de Nick. Había media docena de hombres sobre ella en aquel momento, y él pronto se les uniría. Se dio media vuelta y sonrió para animar a Wani, que se demoraba junto a la barra curvada hacia abajo de la escalerilla y miraba las cabezas lejanas de los nadadores como si se preguntara cómo demonios habían llegado hasta allí. Al parecer, nadar era una rara ausencia en la lista de cosas que hacía muy bien. Era una crueldad leve e interesante haberle llevado allí, tan fuera de su elemento.

—Tienes que zambullirte —dijo—. Te va a resultar una tortura entrar poco a poco.

Sonrió mirando el bañador negro y ceñido de Wani, la tersura y la delicadeza de su cuerpo marrón claro y la habitual provocación de su pene, ahora erguido sobre los huevos, como un intrépido signo de admiración. Luego se zambulló él, para mostrar lo fácil que era, y sintió el choque del agua fría justo por debajo de la fina capa caliente de la superficie. Pataleó en el agua y le hizo señas a Wani, que estaba encorvado como un esquiador, pero que se apretaba la nariz con una mano, y que por fin se lanzó al estanque. Al emerger abrió la boca, chapoteando, y durante un segundo tuvo una expresión de miedo manifiesto. El agua le había desenrollado a medias los rizos negros, que le tapaban los ojos y las orejas. Nick cabeceaba a su lado y notó que Wani le agarraba más arriba del codo; movió las piernas y las deslizó entre las de Wani, para calmarle, y con la mano libre le alisó el pelo, lo cual pareció serenar a su amigo, que se alejó nadando braza, recto y presuroso, como si nada hubiese ocurrido.

Durante unos minutos avanzaron formando un tosco círculo, a lo largo de las cuerdas blancas tendidas entre boyas que marcaban el límite de la zona de baño. Nick suponía que más allá el agua debía de ser muy somera sobre el cieno profundo y blando. Wani, de hecho, nadaba bastante bien, con la cabeza en alto y la expresión cómica de alguien forzado a mostrar un espíritu deportivo; se detuvo en una de las boyas y se agarró a ella para descansar, con una sonrisa de aliento entrecortado y moviendo la cabeza como si dijera: «Sé hacer esto», y también: «Me las pagarás». Nick se puso las gafas que llevaba colgadas alrededor del cuello y se sumergió como un pato. Bajo el centelleo amarillento de la superficie, el agua era de un color verde barroso que se transformaba en un marrón sucio, un universo de colores de cristal de botella. Se retorció, pensando en qué jugarreta gastarle a Wani. Burbujas, fulgores de la superficie ondulada, motas removidas de hojas negras giraron y pasaron zumbando entre las piernas de Wani, que flotaban con un pedaleo indolente, en una espléndida simulación de que no esperaban un ataque submarino. Y quizá aquello fuese demasiado infantil, teniendo a Wani completamente a su merced; en lugar de agarrarle o hacerle cosquillas salió como un resorte en busca de aire y se le rio a la cara. Le habría besado si un caballero vigilante no estuviera pasando tan cerca de ellos.

Cuando empezaron a nadar de nuevo, Nick se adelantó y volvió, victorioso, decorando con florituras su ritmo constante y observando en todo momento si había alguien más allí. Era difícil saberlo entre aquellas cabezas alisadas en el agua; pero a través de la mancha de las gafas cada figura que aguardaba en el muelle o trepaba a la plataforma emitía el brillo de una posibilidad nueva. Nick se acercó una vez a la plataforma y la rodeó nadando de espaldas, mientras él y una pareja de pie en la plataforma se preguntaban si se conocían.

Wani estaba cansado, después de una vuelta casi completa al estanque, y flotaron un minuto hablando, y Nick miraba a derecha y a izquierda con los ojos desnudos. El sitio le encantaba, pero estaba decepcionado, era quizá demasiado pronto en la temporada, comparaba la calma del día y el frío del agua con la concurrida ola de calor de los domingos del año anterior, la plataforma enloquecida de tantos zarandeos y zambullidas, los urinarios repletos y bulliciosos, los maricas en la hierba de fuera, apiñados como una ciudad en una docena de barrios rivales.

A la plataforma había llegado un grupo nuevo que lanzaba gritos y salpicaba. Nick sintió el tirón de la curiosidad y vio la ocasión de lucir a Wani y de lucirse ante él, una deliciosa vanidad doble.

—Tienes que seguir moviéndote —le dijo, y batió los pies rumbo al centro del estanque. Un par de hombres morenos con bañadores negros, de pie en la plataforma, repelían torpemente a una reinona grande, rubia y musculosa que intentaba subirse a la rígida tarima de descanso. Otros dos hombres que estaban acuclillados en el borde cayeron al agua, medio se tiraron, como niños, y luego regresaron para sumarse al asalto. Siguieron treinta segundos de refriega, que algunos se tomaron más en serio que otros o dieron más importancia al aspecto que tenían. Nick contempló la escena con una intensidad risueña, buscando dónde encajaba.

Hubo entonces una especie de tregua y todo el mundo volvió a subirse a bordo, y cuando Nick pasó por delante vio un panorama de piernas colgando, pollas retraídas en ángulos raros, cabellos con mechas y pieles lustrosas, un retablo flotante de hombres contra el cielo. El sexo los cohibía a medias, y a medias se olvidaban de la imagen que ofrecían; eran deportistas descansando en atónita camaradería, pero algunos se retorcían y enlazaban las manos y respiraban lascivamente en la cara de otro. Batían el agua con los pies, de un modo indolente pero resuelto. Uno de los que estaban en segundo plano se adelantó, Nick le tendió una mano, saltó chorreando a la plataforma y dos locas fondonas se separaron para hacerle sitio. Se quedó respirando y sonriendo en un flojo pero curioso abrazo con los hombres que estaban en el centro. Tuvo una sensación de algo fugaz y armónico, ansiado y repetido; eran los árboles del entorno, quizá, y el agua plateada, la reminiscencia de una infancia solitaria y la necesidad de que le izaran hasta un corro de hombres que esperaban.

—¿No te vi en Bang la semana pasada? —dijo el hombre situado a su lado, que había puesto una mano tranquilizadora en el hombro de Nick y la dejó allí posada.

—Creo que no —dijo Nick, que de hecho nunca había estado en Bang. Pero guardaba un recuerdo del hombre, alguna excitación sin ubicar. Tardó un momento en comprender que solía verle en el Y, quizá el año anterior, en las duchas del local; y otro momento en confirmar que, así como Nick, poco a poco y sin seriedad, había ganado peso, el español, si es que lo era, moreno y flaco, con grandes tetillas rosas, había adelgazado perceptiblemente y se había convertido en una bella y misteriosa versión al aguafuerte de sí mismo. Se recostó ligeramente en Nick y pareció casi que negaba este hecho innegable, o quizá que le desafiaba a Nick a denunciarlo, pero al que él no aludiría en absoluto, como no fuera con una mirada persistente y miedosa. Nick se despegó de él, como por casualidad, y lo que afloró, brillante, de la memoria borrosa fue el culo redondo del hombre y los diminutos rizos negros que le asomaban cuando se agachó: una imagen que a Nick también le recordaba a Wani. Escudriñó el agua, inexpresivo, y pensó que quizá sí había entrado en el Bang; justo entonces se reanudó el jolgorio, de pronto el español se lanzó en bomba, todo el mundo gritaba y la plataforma misma chirriaba y crujía. Nick daba saltos alrededor, riendo y gritando por los inevitables salpicones de la gente que se lanzaba al estanque. Y allí, en aquel revolcadero, estaba la cara de Wani, casi lloroso en su concentración para esquivar los brazos y las piernas temerarias de los otros bañistas y encontrar una ocasión de salir del agua.

—¡Hola, querido! —dijo Nick, y arrodilló una pierna para ayudarle. Wani no respondió ni sonrió.

Unos minutos más tarde casi se había restaurado la calma. Estaban sentados junto a un cincuentón con un frondoso vello entrecano en el pecho y una nerviosa actitud sociable. Su amigo, mucho más joven, malasio quizá, nadaba a cierta distancia de la plataforma, ligando con otros ostensiblemente, y el bañador se le bajaba cada vez que se sumergía.

—Ah, ese chico me da algunos quebraderos de cabeza —dijo el hombre—. Miradle.

Wani sonrió, educado, y se volvió hacia Nick; no estaba acostumbrado a tratar con gente así en un lugar público, casi nudista y accesible a todo el mundo.

—Pero no me entendáis mal… es todo muy divertido.

El hombre agitó una mano alegre, como si el chico le estuviese prestando la más mínima atención, y dijo:

—Me quiere mucho, ya veis. No sé por qué, pero así es.

—¿Y cómo se llama? —dijo un hombre de voz ronca que estaba acuclillado detrás de él.

—Se llama Andy.

—Andy, ¿eh? —dijo el hombre—. Andy, ven aquí —gritó, poniéndose de pie—. ¡Enséñanos el culo!

—¡Lo hará! —dijo su viejo protector—. ¡Lo hará!

La plataforma se estremeció y, en el extremo opuesto al que ocupaban ellos, un hombre elegante y musculoso salió del agua y aterrizó en los tablones con un ruido promisorio. Nick vio que Wani le miraba con disimulo por debajo de sus largas pestañas, como evaluando un nuevo tipo de problema o de posibilidad; Nick, por su parte, le había visto allí el año anterior. Tenía una calvicie incipiente, los ojos oscuros, la cara redonda, la nariz larga y bonita y la expresión perezosa pero centrada de quien sólo piensa en el sexo. Nick recordaba su mirada ociosa, las enormes pupilas oscuras que parecían llenarle los ojos, y el bulto curvo dentro del bañador negro. Al sentarse, el estómago le formaba una ondulación tersa y parecía destinado a ser gordo, pero de momento la grasa mantenía un fácil equilibrio con el músculo.

Wani estaba sentado con las rodillas flexionadas y el pelo alisado hacia atrás, en ondas relucientes que se esponjaban y se atiesaban a medida que se iban secando. Había recuperado parte de su aplomo social, y con ello una actitud oblicua de menosprecio, como con miedo de que le reconocieran o le abordasen. El hombre mayor hablaba con Nick; Wani estaba en el medio.

—Se está volviendo tan caprichoso —dijo.

—Ajá… —dijo Nick.

—KY ya no es tan bueno, según parece. Tenemos que comprar otra sustancia que se llama Melisma. Después Melisma, al parecer, tampoco le gusta. Nos pasamos a Crest. Pero hay que andar con cuidado, ¿verdad?, con esos preservativos. Nunca creí que llegaría el día… ¿Qué usas tú?

—De todos modos, tienes que tener al chico limpio y bonito —dijo el hombre de voz ronca, que a todas luces estaba muy interesado en Andy—. Crest es una especie de pasta de dientes, colega —dijo, y poco después se tiró al agua y nadó en dirección a Andy.

—Yo soy Leslie, a todo esto —dijo el hombre más mayor.

Wani giró la cabeza y asintió.

—Hola. Antoine.

—Pero ¿de dónde eres?

—Soy libanés —dijo Wani, con una rápida sonrisa seca, con su más cortante acento inglés. Nick observó su perfil aguileño y sonrió con malevolencia. Le gustaba que otro hombre reconociera el glamour de Wani, porque resurgía, rápida, celosa, la pasión que había sentido por él desde Oxford, que era lujuria ampliada y difuminada por el misterio. En cuanto volvió a bajar la mirada se le vieron las extraordinarias pestañas. Nick recordaba que a veces, después de una clase, o después de cenar, una de las noches infrecuentes en que no le reclamaban sus otros universos, Wani volvía a la habitación de algún estudiante pobre, con su estante de libros en rústica y un póster de Dylan, y que hablaba con él un poco más sobre Cultura y anarquía o Norte y sur, intercambiando notas mientras tomaban un nescafé, y hacía un intento dulcemente respetuoso de mostrar que compartía las preocupaciones de aquellos otros compañeros, y al igual que un monarca de visita no se percataba en absoluto de la torpeza y la deferencia de aquellos condiscípulos. Wani, que en realidad sólo soportaba el café natural, con una jarrita de leche caliente al lado. Algunos de los más esnobs de la facultad, como Polly Tompkins, se burlaban de sus extravagancias y decían que sólo era el hijo de un tendero, un vendedor inmigrante de naranjas y limones, «una furcia proletaria del Levante», era la expresión que usaban; Wani era un chico libanés muy mono que había sido enviado a Harrow y se había transformado en un caballero inglés que hablaba arrastrando las palabras. Algunos pensaban que también se había vuelto maricón, sin más fundamento que sus pantalones prietos y su apabullante apostura.

—¿Y a qué te dedicas? —dijo Leslie.

—Tengo una productora cinematográfica —dijo Wani.

—Oh… —dijo Leslie, anonadado y a la vez intrigado. Y luego, con una reacción algo indirecta—: ¿Has visto Una habitación con vistas? Quisiera saber qué te pareció, tú que estás en el mundo del cine.

—No la he visto, me temo —dijo Wani, con otra sonrisa debilísima y glacial.

—¿No la viste en el Volunteer la semana pasada? —dijo Leslie al cabo de un ratito; Wani pareció totalmente en blanco, pero la pregunta se dirigía al hombre de ojos oscuros, que todo este tiempo había estado recostado en el codo, con una rodilla levantada y el paquete escorado de tal forma hacia ellos que no podían no verlo. Era difícil saber si su sonrisa incierta era la respuesta a la conversación que estaba escuchando o si ni siquiera les estaba mirando. Sus ojos parecían evocar una escena de gratificación inminente, que se desarrollaba en una pantalla colgada entre él y la tarde. Había en él una paciencia confiada, ni el menor esfuerzo o prisa lascivos. Pero cuando le dirigieron la palabra fue como si ya hubieran hablado y existiera un entendimiento entre ellos. Nick le miró y pensó que consentía y absorbía las miradas, y después miró al agua brillante con una punzada de tristeza por la idea de que cuando terminasen de hablar tendría que abandonar la soleada elipse de la plataforma y nadar de regreso al mundo real. Wani también volvió a mirar al hombre, pero asimismo a la escalerilla del muelle, con el titileo de quien medita fugarse. Cuando se estaban secando y vistiendo en el recinto techado, Wani asintió y dijo:

—Ya viene otra vez nuestro amigo Ricky.

Nick miró por encima del hombro y vio aparecer al hombre sexy rodeando la valla del patio nudista; con el mayor desenfado se estaba soltando el cordón del bañador.

—Oh, sí. No sabía que se llamaba Ricky —dijo Nick.

—Bueno, tiene pinta de llamarse Ricky —dijo Wani, que se quitó el bañador sentado y se envolvió en una toalla.

—¿Estás empalmado o qué? —dijo Nick.

—No seas crío —dijo Wani. Lanzó a Nick una mirada que era en parte un desafío y en parte una súplica meditabunda—. ¿Por qué no le preguntas si le apetece venir a casa con nosotros?

—¿Quién, «Ricky»?

—¿No se viene a estos sitios para eso? Pensé que no veníamos a hacer ejercicio.

Nick se rio y dijo:

—No hace falta que enloquezcas la primera vez que te saco de casa.

Wani se ruborizó un poco, pero le sostuvo la mirada.

—Podría ser muy divertido —dijo—. Debería haberlo pensado. Es un tipo muy normal.

Nick volvió a mirar a Ricky, que se paseaba con indolencia junto al sendero que llevaba a los urinarios, y que también perduraba en su memoria como un material inexplorado. Al mismo tiempo notó un campanilleo de advertencia. Wani ignoraba en qué podían estarse metiendo, al igual que Nick. Cuando volvió a mirarle, Wani estaba de pie, en calzoncillos, y se enfundaba el pantalón.

—Seguro que sería divertido —dijo Nick, secamente. Al oír esto, pareció que Wani, con un arqueo de cejas y una agria compresión de los labios, renunciaba a la idea. Sacó el reloj del bolsillo y se lo puso.

—Si no se lo preguntas pronto no tendremos tiempo —dijo—. Lo siento, creí que te gustaba.

—Sí, es cachondo —dijo Nick, y se percató de que se describía a sí mismo, en su afán inesperado. Detestaba ver la hermosa boca de Wani curvada de aquel modo y sentir el peso de su desdén, tan divertido y excitante cuando recaía sobre otros. De Wani, que sabía que las tácticas locales de disputa y persuasión le confundían y le disgustaban, sólo quería amor, y aquel día quizás una especie de obediencia.

—De acuerdo, voy a buscarle —dijo, fingiendo que para él preguntar era, por supuesto, obtener, y a sabiendas de que nunca podría consentir que se lo preguntara el propio Wani.

—Me refiero a que ya sé que no es uno de tus negritos.

—Oh, que te jodan —dijo Nick, y se marchó hacia los lavabos, con los vaqueros puestos pero sin camisa. Sintió la desventaja de estar vestido entre los desnudos; y el suelo mojado de los lavabos, cuando entró, era desagradable bajo los pies descalzos.

La puerta de una de las cabinas estaba cerrada y el hombre estaba de pie delante del mingitorio elevado de hojalata, con la espalda ancha y lustrosa y el culo mirando hacia fuera, pero giró la cabeza, con su extraña manera inexpresiva, para ver quién había entrado. Y aquella mirada y el olor del sitio, a orina y a desinfectante, la atmósfera permisiva y todas las normas cambiadas por un consentimiento intenso pero furtivo, asaltaron a Nick y lo derritieron. Se acercó y se puso detrás del hombre, y unos segundos después las gotas frías del agitado burbujeo de la cisterna les salpicó la punta de sus sendas erecciones. Nick se subía y se bajaba el prepucio despacio y miró el glande romo de la otra verga. Luego miró al hombre a los ojos y fue como cuando habían charlado en la plataforma, algo totalmente previsible, la razón por la que estaban allí, tan trivial como profunda. Era como algo que nadaba en aquella mirada negra, junto con pequeños destellos de conjetura. El hombre ladeó la cabeza hacia la cabina abierta y Nick se preguntó si podría hacerlo, rápida o parcialmente, antes de «ligárselo», o tratar de ligarlo para que fuera a casa con ellos, pero se oyó el chasquido del cerrojo, la otra puerta se abrió a medias y el pequeño Andy, el pícaro malasio, salió y cruzó los urinarios para lavarse las manos. Nick vio en el espejo que sus ojos traviesos se apagaban hasta perder toda expresión. Entonces, como por arte de magia, sonó el ruido de la cisterna, la puerta se abrió de par en par y un hombre de pelo canoso, que no era su amigo Leslie ni tampoco su admirador de voz ronca, salió del cubículo con aire preocupado.

Se quedaron solos y Nick pensó que había algo casi romántico en la paciencia de ambos, y en la tardanza con que el hombre le agarró el pene, y en el gesto con que Nick le ciñó la mitad de la cintura y le puso una mano entre las nalgas. El hombre le respiraba en la cara y Nick musitó:

—Espera… espera… ¿cómo te llamas?

—Ricky —dijo el hombre, e intentó besarle de nuevo.

Nick se rio mientras echaba hacia atrás la cabeza.

—Quisiera saber si te apetece venir a casa conmigo y con mi amigo. Ya sabes, para una juerguecita…

—Pues… —Ricky, a las claras, pensó que era un incordio, ahora que ya le tenía trincado—. ¿Es muy lejos?

—Sólo… Kensington.

—¿Kensington? Joder… No sé, colega.

Y achuchó otra vez a Nick, haciendo un gesto impaciente hacia la cabina que les esperaba. Nick le estrechó con desmaña y rezongó de lo mucho que le gustaría tirárselo allí mismo; pero sería un escándalo con Wani esperando a la vuelta de la esquina. Dijo:

—Tenemos un coche fantástico.

—¿Sí? —dijo Ricky—. ¿Quién es ese amigo tuyo? ¿El moreno de rizos?

Pellizcó y retorció con suavidad la tetilla de Nick, que jadeó y dijo:

—Ya le has visto…

Ricky reflexionó, asintió y soltó a Nick. Tardaron un momento en adecentarse.

—¿No es un poquito creído, tu amigo? ¿No se le derrite la mantequilla en el culo?

—No te creas… Es un poco tímido —dijo Nick.

—Lo tendremos en cuenta, entonces —dijo Ricky.

Cuando salían, Nick dijo:

—¿Puedes hacernos un favor?

—Si está en mi puñetera mano…

Nick hizo una mueca.

—¿Podrías decir que estás casado…? O por lo menos que tienes novia…

Ricky se encogió de hombros y movió la cabeza.

—Tengo una novia.

—¿Ah, sí?

Nick se detuvo un segundo, con la barbilla hundida, mientras Ricky le clavaba la mirada y después le guiñó un ojo.

—Pillo las cosas al vuelo, ¿eh?

Nick chistó y se sonrojó.

—Admito que eres un puto lince —dijo, casi con la misma voz de Ricky.

Fuera, en el camino, Wani caminaba aprisa, con la expresión preocupada de una persona famosa, y Nick y Ricky le seguían. Era evidente que Ricky nunca se apuraba, él era su propio espectáculo indolente. Mantenía la mirada en la bonita imagen trasera de Wani, lo cual a Nick le inspiró orgullo y también aprensión. No tenía una idea muy clara de lo que iban a hacer, y no distinguía entre los nervios que formaban parte de la excitación y una especie de rencor. El nerviosismo de Wani se manifestaba en su actitud de frío desapego. Recorrieron la amplia orilla de hierba, y uno de los hombres que se soleaban le gritó algo a Ricky, que asintió y le dirigió una sonrisa sucia; Nick también sonrió, como si supiera de qué iba la cosa.

En el camino de arriba, Wani, que jugaba con las llaves del coche, columpiando la correa de piel, dijo: «Conduce tú, Nick», y se las lanzó. Era típico de Wani emitir una orden como quien hace un regalo. Nick había sido un pasajero frecuente del WHO 6, pero sólo una vez lo había conducido él solo, para un corto trayecto desde el río a Kensington que se convirtió en un fastuoso periplo vespertino por Brompton Road, Queen’s Gate, a lo largo del Park, dando vueltas y más vueltas y con la curiosa sensación (con la capota bajada y el rugido del aire fresco) de que le tomaban por Wani, de ser WHO, aquel enigma encantador. Todo esto se marchitó bastante cuando volvió a ocupar la plaza del conductor. El automóvil estaba aparcado cerca de la valla rústica, bajo los limeros, y sus exudaciones pegajosas ya habían salpicado el parabrisas. Apretó el botón que levantaba la capota y miró en el espejo cómo se replegaba detrás, y la luz del sol cayó de soslayo, a través de las hojas, sobre las esferas y los pomos y el nogal ambarino. Los otros dos, sin hablar, aguardaban a que arrancase. Entonces Wani hizo a Ricky una señal de que subiera atrás, donde se sentó con las piernas muy abiertas, puesto que había poco sitio para estirarlas.

—¿Estáis bien ahí? —dijo Nick, inspeccionando el contorno espachurrado de su paquete y extrañamente afligido tanto por el esplendor como por los inconvenientes del vehículo.

—Estoy bien —dijo Ricky, como si le llevaran así todos los días.

Subieron la empinada cuesta hacia Highgate y a Nick le asombró una vez más la potencia agazapada bajo la punta del pie. Parecía que devoraban la calzada, en cuatro bramidos irreflexivos. Captó la mirada de Ricky por el retrovisor y dijo:

—¿Y a qué hora vuelve tu novia?

—La verdad es que volverá bastante tarde —dijo Ricky, con mayor convicción que cuando decía la verdad, y añadió, con un cloqueo tolerante—: Ha ido a ver a su tío Nigel.

Esta patraña surtió un efecto visible en Wani, que carraspeó, se volvió en el asiento y dijo:

—Qué bien.

Lo absurdo de la situación, algo muy incómodo, formó en Nick un nudo repentino, y en lo alto del repecho, en vez de doblar a la derecha para bajar la cuesta hacia el centro, dobló hacia el otro lado y empezó a ascender de nuevo rumbo al pueblo de Highgate. Lo más probable era que no hicieran falta explicaciones, pues por lo que a Wani respectaba podrían haber estado en Lincolnshire, y Ricky habría seguido allí sentado con su media sonrisa de anticipación fueran a donde fuesen, pero dijo:

—Quiero echar un vistazo rápido a una cosa.

En la cima giró bruscamente a la izquierda para orillar la larga hilera sombreada que él sabía que debía ser The Grove. Estaba totalmente seguro de que nunca había estado allí, era algo que se imaginaba que había hecho, una investigación histórica, sentimental… pero al atisbar entre la hilera de árboles las bellas casas antiguas de ladrillo, rodeadas por altas verjas, la casa donde Coleridge había vivido y muerto, y después, cuando pasaron despacio por delante, las mansiones georgianas más grandes, con tramos de escalera y patios para carruajes, tuvo la impresión fantasmal de que ya había estado allí antes, de que le habían llevado a aquel lugar una noche que no podía localizar para algún suceso irrecuperable.

—Aquí vivió Coleridge —dijo, con un brillo de compasión destinado también a emocionar a Wani, y prolongado para desafiar su desinterés.

—Vale —dijo Wani.

—Sólo quiero ver dónde vivían los Fedden. Son viejos amigos míos —le explicó a Ricky—. Sé que era el número treinta y ocho.

—Este es el dieciséis —dijo Wani.

Era una de las rutinas sentimentales de los Fedden hablar de los «tiempos de Highgate», y Gerald evocaba la primera casa donde habían vivido con un tono de nostalgia y de sentido del propio ridículo, como si rememorase residencias de estudiantes. Rachel solía decir que era «un lugar querido», la casa donde había criado a sus hijos, y en su tocador subsistía una foto con un marco en plata de Toby y Catherine, a los dieciocho años, sentados en los peldaños de la entrada.

Para Nick, el lugar poseía un oscuro romanticismo vicario, como primer hogar de su segunda familia. Cuando llegaron allí había un contenedor lleno hasta los bordes de leña astillada, y un Portaloo azul en el jardín delantero.

—Um —dijo Wani—. Vale… —Y se volvió para lanzar a Ricky una mirada de aliento, por si se estaba aburriendo—. No queda gran cosa.

La casa estaba siendo sometida a una restauración tan concienzuda que parecía una demolición. El tejado era como otra casa, hecha de andamios y chapas. Casi todo el estuco de las paredes había sido arrancado y se veían los arcos sepultados de ladrillo encima de cada ventana. Por la puerta de entrada se veía el jardín al otro lado. En los entrepaños de estuco blanco que quedaban junto a la puerta lateral estaba pintado un dedo negro y las palabras ENTRADA DE SERVICIO: debajo, con un aerosol rojo, algún ingenioso había escrito ENTRADA DE HIJOPUTAS, con una flecha que apuntaba en dirección opuesta.

—Creo que con esto basta —dijo Wani. Un obrero con mono de trabajo y un casco azul salió por la puerta principal y les miró como si fuera el portero y tratase de decidir si eran importantes. Era uno de los miles de coches cargados de riqueza fácil que zumbaban y revoloteaban por Londres, derribando y lanzando cosas al aire. Se merecían deferencia o desprecio, o la ácida mezcla de ambas cosas que inspiraba el dinero joven. Nick hizo un saludo amable al hombre cuando pasó de largo. Además del malestar que sentía y de la atribulada lección del contenedor y el andamio, tenía la sensación de que el constructor sabía exactamente qué estarían haciendo media hora más tarde.

No obstante, media hora más tarde bajaban por Park Lane. El decisivo descenso desde las alturas se había hecho más lento y detenido en la confusión inagotable del tráfico, las obras viarias y la construcción. Las dentelladas de lobo se habían convertido en chasquidos frustrados, los chirridos de media docena de colisiones abortadas. Camiones traqueteantes les apretujaban, les desafiaban y despedían sus humaredas hediondas sobre el descapotable, cuando cuatro carriles se fundieron en uno solo a la salida del Hotel Hilton. Wani había llevado a Nick una noche al bar del piso más alto del Hilton, quizá sin darse plenamente cuenta de su vítrea vulgaridad; era un local adonde su padre le gustaba llevar a invitados, y había una especie de cálculo conmovedor en el hecho de pagar las copas y en la vista señorial sobre los parques, el palacio, las pieles y los diamantes de la noche londinense. Y allí estaban ahora, atrapados, inmóviles, medio asfixiados en la calle, justo frente al hotel. Como Nick conducía, se sentía culpable y patoso, como si fuera culpa suya, así como enfadado y con una leve náusea. Wani tensó la cara y frunció los labios de vergüenza. Hasta Ricky exhalaba suspiros resoplantes. Wani alargó el brazo y descansó una mano en el muslo de Ricky, y Nick no les perdía de vista en el retrovisor. Procuraba mantener una conversación normal, pero Ricky no tenía opiniones sobre ningún tema corriente y mostraba una falta de curiosidad maravillosa por sus nuevos amigos. Había abandonado un empleo en un almacén para dedicarse a no hacer nada, y era evidente que ya no podía encontrar trabajo aunque quisiera, con tres millones doscientos cincuenta mil parados: sonreía al pensarlo. No bebía, no fumaba y nunca leía un libro.

—Quizá te saquemos en una película —dijo Wani, y Ricky dijo: «Muy bien».

Parecía haberse olvidado de que tenía novia, hasta que Nick le hizo otra pregunta sobre ella. Por fin desembocaron en Hyde Park Corner y giraron rumbo a Knightsbridge. Wani dijo:

—¿Cómo se llama tu novia?

—Felicity —dijo Ricky: estaba escrito en el toldo de la floristería Felicity Prior, justo al lado de ellos—. Sí…

Wani se volvió y dijo, con un dolorido tono pícaro:

—Felicity es una chica con mucha suerte.

—Sí, ¿verdad? —dijo Ricky.

Cuando llegaron al local de Wani ya no había nadie en la oficina, los chicos se habían ido y subieron directamente al apartamento, Ricky detrás de Wani y Nick siguiéndoles de cerca, con celos desagradables de los otros dos. Era como la tensión de una primera cita, pero con un compañero adicional que era también un rival y un crítico. Le daba escrúpulo pensar que las pequeñas predilecciones de Wani habían sido puestas de manifiesto, y estaba furioso porque era a él al que le habían confiado los secretos de los dos. No sabía si podría representar aquel drama en presencia de Ricky, a quien sin duda, en otro sitio, le habría encantado follárselo. O quizá no ocurriera eso, quizá sólo harían payasadas. Atravesó la habitación y depositó las llaves del coche encima de la mesita, y cuando miró atrás Ricky y Wani se estaban besuqueando, no habían dicho palabra, había signos de consentimiento, un brillo momentáneo de saliva antes de un segundo beso escandalosamente tierno. Nick soltó una risa entrecortada y miró a otra parte, presa de una desdicha que no había sentido desde la infancia, y tan punzante y vergonzosa que no podía permitir que durase.

Cogió del anaquel los Poemas y obras teatrales de Addison, encuadernados en piel, y sacó el gramo de coca que tenía escondido: era el único que le quedaba de los siete gramos aproximados de la semana anterior. Se arrodilló junto a la mesa de café para prepararlo, y despejó un espacio limpio. El nuevo número de Harper’s estaba abierto en el «Diario de Jennifer», y echó una ojeada a la foto de Antoine Ouradi y la señorita Martine Ducros en el baile de mayo de la duquesa de Flintshire. El pálido reflejo invertido de los dos hombres que se estaban besando flotaba sobre el cristal, al lado de la pareja fotografiada. Si aquello hubiera sido una de las películas de Wani —no las que quería hacer, sino las que le gustaba ver—, Nick se les habría unido al cabo de un momento. A veces había una escena inexplicablemente aburrida en que un hombre arrodillado chupaba por turnos la polla de los otros dos hombres, o incluso intentaba meterse las dos al mismo tiempo en la boca, y Nick veía que Wani necesitaba hacer esto. Cortó y estiró las bonitas rayas blancas de placer y observó cómo Ricky tiraba de la hebilla del cinturón de su amante.