6

—Dios, eres idiota —dijo Leo. Miró con fastidio distintas partes de Nick, sin poder dar una ubicación exacta a su descontento. Al final se chupó el pulgar y le frotó la mejilla, como si Nick fuese un niño. Esta palabra, idiota, un insulto ínfimo, ya la había empleado antes, y señalaba algún complejo de reproches menores, envidia de clase o compasión, las frustraciones obvias de tener que enseñar a un chico como Nick. Como siempre, este también buscó en aquel trato algo distinto, que era la indulgencia censuradora que Leo tenía con su alumno: seguía ansiando una ternura intachable, pero perdonaba a Leo, que por una vez era el que estaba nervioso. Estaban en la acera de Willesden, a diez metros de la puerta de su casa.

—Eres un puto niñato —dijo Leo.

—No sé a qué viene eso.

Leo movió la cabeza.

—¿Qué voy a hacer contigo?

Habían quedado después del trabajo, en la acera de enfrente de las oficinas municipales, y Leo llevaba un traje gris oscuro con hombreras cuadradas, una camisa blanca y una corbata ancha pero sobria. Era la primera vez que Nick veía aquella hermosa metamorfosis laboral, y no pudo por menos de sonreír. Estaba enamorado hasta un punto de idolatría, pero Leo parecía tomar las sonrisas, las miradas apreciativas, como una especie de sarcasmo.

—Estás guapísimo —dijo Nick.

—Sí, y tú también —dijo Leo—. Vale, vamos a entrar. Pero ¿qué te dije?: no tomes el nombre de Dios en vano. No digas: «¡Oh, Dios mío!». No digas siquiera: «¡Santo Dios!». —Canturreaba estas expresiones como si fueran una desconcertante imitación de Nick—. No digas: «Putas pelotas de Cristo».

—Procuraré.

Nick caía siempre bien a las madres, tenía fama de joven agradable y le agradaba la compañía inofensiva de personas más mayores. Le gustaba cautivar, y apenas se daba cuenta cuando, en su excitación, derivaba hacia la falta de insinceridad. Pero también conocía el estado de suspense, de desenfado simulado, de llevar amigos a casa, la vigilancia juguetona con que había que descabezar ciertos temas antes incluso de que surgieran: participabas en la conversación sólo de un modo distraído y esporádico, porque ibas treinta segundos, un minuto, diez minutos por delante de ella, detectando los engorros magnéticos hacia los cuales siempre se torcía y enfilaba.

—Mi hermana lo sabe, más o menos —dijo Leo—. Tienes que verla.

—Rosemary.

—Es bonita.

Nick le siguió por el corto camino de cemento y le dijo al oído: «No tan bonita como tú, seguro», uno de los ligeros coqueteos bromistas que veía caer en picado a tierra, bajo su propio peso idólatra.

La señora Charles vivía con su hijo y su hija en la planta baja de una pequeña casa adosada de ladrillo rojo; había dos puertas adyacentes en el estrecho hueco del pórtico. Leo manipuló en el cerrojo de la derecha, que era de esos que exigían sondeos y tirones delicados, repliegues infinitesimales, para que girase la llave. Nick reflexionó unos instantes sobre el vidrio coloreado de la ventana empotrada y la vieja cruz del Domingo de Ramos clavada encima del timbre. Se imaginó a Leo haciendo todos los días aquel tanteo rutinario; y advirtió su propio esfuerzo de adaptación, su conmoción subrepticia al ver la calle y la casa: quizá fuese un idiota, al fin y al cabo. Al entrar le asaltó un recuerdo, tan vivo como el olor a comida en el recibidor, de las tardes escolares de servicio social en que entraba en las casás de los ancianos y los inválidos y cada visita caritativa era una lección sobre la vida y también —al menos para Nick— el sutil esnobismo de la estética.

Con una mirada fotográfica vio la cocina minúscula, los lienzos de pared con puertas correderas de cristal esmerilado, las cortinas anaranjadas, el calendario eclesial con su Jesús flotante, la evidencia de pocos accesorios, papeles amontonados, cables peligrosos, cuencos metidos dentro de otros y el fogón con platos perlados de vaho y de sudor en la rejilla, encima de una cacerola hirviendo; y en el centro la madre de Leo, una mujer menuda, cincuentona, de párpados caídos, el pelo alisado y su propia sonrisa caritativa.

—Bienvenido —dijo, y su voz tenía el cálido timbre antillano que Leo reservaba sólo para un efecto especial o un camuflaje transitorio.

—Gracias —dijo Nick—. Mucho gusto en conocerla.

Estaba tan acostumbrado a vivir de vislumbres y aproximaciones que siempre había habido algo erótico en conocer a la familia del hombre de quien estaba enamorado, como si tuviera un nuevo flechazo vicario comprobando rarezas genéticas, la curva compartida de la nariz o una forma de andar indolente. En la densa atmósfera de Kensington Park Gardens parecía vivir en la presencia constante y difusa de Toby, entre personas que eran referencias vivientes a él y por lo tanto un tormento a la vez que una especie de consuelo. Claro que nunca había hecho algo más que abrazar a Toby y besarle en la mejilla; en dos ocasiones le había avistado el pene en un urinario de la facultad. Allí, en un apartamento diminuto del ignoto vecindario de Willesden, estaba hablando con la madre del hombre que no sólo le consideraba «un polvo cojonudo», sino también un «chupapollas cachondo con un diploma en lamer el culo». Lo cual sin duda iba mucho más allá que abrazarse y fisgar. Nick la miró en un rapto de revelación y gratitud.

Y entonces apareció Rosemary, que volvía temprano del trabajo, para ayudar a su madre, al parecer, con aquel invitado de quien les faltaban datos. Era recepcionista en la consulta de un médico, y vestía blusa y falda debajo de un impermeable con cinto. La presentación en el recibidor fue torpe y tuvieron que rodear la bicicleta de Leo. Quizá fuese timidez, pero pareció que desdeñaba a Nick. Buscó la belleza de Rosemary y juzgó que era una versión suave y sedosa de Leo, sin el detalle devastador de una barba que crecía hacia dentro. Después los dos hermanos fueron a cambiarse. Nick no se hizo idea del plano de la casa, pero al fondo había habitaciones subdivididas, y una sensación de vecindad tan fuerte que hacía la bicicleta totalmente necesaria; tembló y emitió un débil ruido metálico cuando tropezó con ella, que aguardaba allí consciente de su velocidad retenida.

—Ah, esa bicicleta —dijo la señora Charles, como si fuese una innovación profana—. Ya le dije…

Entraron en la habitación delantera, donde había una mesa de comedor y sillas, con patas bulbosas al estilo Jacobo, encajadas al lado de un tresillo cubierto por una piel reluciente de un color rojo anaranjado, o algo parecido. Había un fuego de gas, con un faldón de cobre abollado, debajo de una repisa repleta de recuerdos religiosos. La vida eclesial de la señora Charles entrañaba sin duda mucho papeleo y media mesa estaba recubierta de archivadores y una tirada considerable del folleto «Acoger a Jesús hoy». Nick se sentó en un extremo del sofá y curioseó cortésmente los cuadros, un amplio «mural» enmarcado de una playa con frondosas palmeras y una reproducción de La sombra de la muerte, de Holman Hunt. Había también retratos fotográficos de Leo y Rosemary de niños, por los que Nick advirtió que sentía un interés casi pedófilo.

—Pues verá, joven —dijo la señora Charles, con una dicción tan clara que parecía a la vez inquieta y picara—, Leo no me cuenta casi nada. Pero creo que usted es el chico que vive en la casa blanca grande, que es del diputado, ¿no?

—Sí, soy yo —dijo Nick, con una risa despectiva hacia sí mismo que pareció desconcertarla. Leo debía de haber dado aquellos datos para impresionarla, aunque en otras ocasiones eran objeto de un vago escarnio.

—¿Y qué le parece? —preguntó la señora Charles.

—Bueno, tengo mucha suerte —dijo Nick—. Vivo allí sólo porque estuve en la universidad con su hijo.

—Entonces, ¿la conoce?

Nick le devolvió la sonrisa con un leve jadeo de incertidumbre.

—¿Cómo? Se refiere a la señora Fedden…

—¡No…! La señora Fedden… ya me figuro que conoce a la señora, si es que pronuncio su nombre correctamente.

Nick se sonrojó y luego sonrió al ver la forma sencilla pero hábil, hasta religiosa, con que había encarrilado la gran pregunta.

—No. A ella. A la Dama misma. ¡A la señora T!

—Oh… No. No. No la conozco. Todavía no… —Se sintió obligado a continuar, con bastante indiscreción—: Sé que les encantaría recibirla en casa; él, bueno, Gerald Fedden, la ha invitado por lo menos una vez. Es muy ambicioso.

—Ah, tiene que conocer a la señora T.

—Bueno. Se lo diré sin falta cuando la conozca —dijo Nick, mirando agradecido a Leo cuando entró en el cuarto. Llevaba una sudadera y un pantalón vaquero, y Nick tuvo una vivida imagen de él eyaculando. Después vio la gruesa secreción que descendía despacio y babeando por el tirante respaldo anaranjado del sofá. Tuvo la deliciosa sensación de que el sexo le había lavado el cerebro; al cerrar los ojos, un falo perseguía a otro, como un dibujo de un empapelado en la oscuridad, y en cualquier momento la imaginería del coito anal, su nuevo triunfo y destreza, podía galopar en un montaje surrealista por la calle, un aula o una mesa de comedor.

—¿Y me está permitido suponer que usted frecuenta la iglesia?

Nick cruzó las piernas para ocultar su excitación y dijo:

—Pues me temo que no, la verdad. De momento, en todo caso.

La señora Charles parecía acostumbrada a estas decepciones y casi con un tono alegre, como si adoptara una perspectiva muy larga, dijo:

—¿Y sus padres?

—Oh, ellos son muy religiosos. Mi padre es coadjutor y mi madre adorna muchas veces la iglesia con flores… por ejemplo.

Confió en que esto compensara, y no solamente realzase, su propia delincuencia.

—Me alegra mucho saberlo. ¿Y qué profesión tiene su padre? —inquirió, acentuando el estilo de entrevista, lo que movió a Nick a preguntarse si ella sabría de alguna manera, por subconsciente que fuera, que él intentaba unir su vida con la de su hijo. Era un enigma, Nick, en muchos contextos; a menudo le entrevistaban oblicuamente, para ver de qué pie cojeaba.

—Es anticuario —dijo—. Sobre todo de muebles y relojes antiguos, y porcelanas.

La señora Charles miró a Leo.

—¡Vaya, exactamente igual que Pete!

—Sí —dijo Leo, cuya actitud de plena reserva no ayudaba mucho. Arrastró una silla y se sentó a la mesa, detrás de ellos—. Hay muchos anticuarios por ahí.

—Exactamente el mismo oficio —dijo la señora Charles—. Adelante, eche un vistazo. Aquí tenemos algunas antigüedades buenas. ¿No conoce a Pete?

—Sí, lo conozco —dijo Nick, mirando alrededor, y se preguntó qué habría dicho Pete antes que él de aquello, y qué le habrían explicado de Pete a la madre.

—El mundo es un pañuelo —se maravilló ella.

—Bueno, me lo presentó Leo…

—Ah, es buena persona, el viejo Pete. Verá, le llamamos siempre el «viejo». Pete, aunque no puede tener más de cincuenta.

—Tiene cuarenta y cuatro —dijo Leo.

—Fue una gran ayuda para mi hijo. Le ayudó con los estudios en la universidad y con el empleo en el ayuntamiento. Y no sacó nada a cambio… al menos no en este mundo. Siempre le digo a Leo que es su hada padrina.

—Algo así —dijo Leo, con la amargura de un niño sometido a las pasmosas repeticiones de las expresiones más preciadas de los padres: preciadas porque aplican un lustre brillante a algún desmentido inquieto. El desmañado chiste inconsciente del «hada» debía de resultar especialmente fatigoso.

—Leo no tuvo un padre decente y como es debido —dijo la madre con franqueza, y de nuevo con un taimado aire de satisfacción por haber sido tan puestos a prueba—. Pero el Señor vela por los suyos. Y dígame, ¿no le parece un buen chico?

—Sí, es… ¡un chico estupendo! —dijo Nick.

—¿Qué hay para el té? —dijo Leo.

—Espero que tu hermana lo traiga enseguida —dijo la señora Charles—. Vamos a ofrecer a nuestro invitado las chuletas picantes especiales, con arroz. En este país —le comentó a Nick— no se fríen tanto las chuletas, las hacen a la parrilla, ¿no?

—Pues… No lo sé. Creo que las dos cosas. —Pensó en su madre, como si encarnara aquella tradición supuesta; pero continuó, de un modo encantador—: Pero si ustedes las fríen en lugar de asarlas, ¡entonces también es algo que hacemos en este país!

—Ja… —dijo la señora Charles—. Bueno, desde luego es una manera de verlo.

En la mesa, la torre inclinada del «Acoger a Jesús hoy» limitaba los movimientos del brazo izquierdo de Nick. Atacó su plato con un apetito vacilante, pero predatorio. La comida era una osada combinación de picante insulso y ardiente, y se preguntó si Rosemary habría exagerado los chiles para mofarse de sus buenos modales. En señal de aprecio puso los ojos redondos, lo que a la vez encubría su sorpresa por aquella cena a las seis menos cuarto; un absurdo reflejo social, el útil choque de las diferencias de clase, quizá una preocupación infantil por un cambio de costumbres, todo ello mezclado con un sentimiento de alienación interesante. En Kensington Park Gardens cenaban tres horas más tarde, y a la cena se llegaba a través de una secuencia de otras distracciones, charlas y trasvases, jardinería y tenis, discos de gramófono, whisky y ginebra. En la familia Charles no había sitio para diversiones, no había un jardín propiamente dicho y no había alcohol. La comida se servía directamente después del trabajo, se entonaba una extensa bendición de la mesa y a continuación comían y les quedaba toda la velada por delante. Nick adivinaba algunas cosas de aquella familia gracias a los hábitos de la suya propia que estaban a medio camino entre las dos; pero otras tendría que aprenderlas con el tiempo. Nunca había estado con una familia negra. Vio que el primer amor había llegado con un haz de otras primeras veces a las que aferraba como un racimo maravilloso pero preocupante.

Tras un silencio algo largo, Leo dijo, como si apenas se conocieran:

—¿Qué tal en la facultad?

—Oh, muy bien —dijo Nick, perplejo pero después conmovido por la frialdad de Leo. Cada vez que estaba frío o áspero con él, Nick se sentía como un crío; luego le daba muchas vueltas y descubría en ello un poco de amor frustrado. Leo le intimidaba, pero también le veía por dentro, y cada vez que efectuaba aquel pequeño proceso se sentía más enamorado. «Hasta ahora no ha sido muy emocionante. Supongo que es distinto de todo a lo que estaba acostumbrado». Siempre salía del traspatio sin sol donde estaba el departamento de inglés con dos o tres anécdotas remodeladas que daban un brillo retrospectivo al tiempo que pasaba allí; pero no era fácil que Leo se interesase por ellas y a menudo se desperdiciaban. O bien las almacenaba con una oscura sensación de rencor.

—Antes estuvo en la Universidad de Oxford —dijo Leo.

—¿Y ahora dónde está? —preguntó la madre.

—En la Universidad de Londres —dijo Nick—. Estoy haciendo el doctorado.

Leo masticó y frunció el ceño.

—Sí, ¿en qué era?

—Oh… —dijo Nick, con un despectivo bamboleo de la cabeza, como si le costara articular las palabras—. Estoy haciendo una tesis sobre el estilo en la… ¡oh, en la novela inglesa!

—Aaaah, sí —dijo la señora Charles, asintiendo con serenidad, como diciendo que aquello era algo infinitamente superior pero también, por supuesto, una perfecta insensatez.

—Um… —empezó Nick, pero ella le interrumpió.

—¡Le chifla estudiar! —dijo—. No sé qué edad tendrá.

Nick lanzó una risita torpe.

—Tengo veintiún años.

—Y ya no parece un niño pequeño, ¿verdad, Rosemary?

Por toda respuesta, Rosemary arqueó una ceja y pareció que cortaba la comida de una forma muy irónica. Nick se estaba poniendo colorado y tardó un momento en advertir la vergüenza de Leo, el misterioso rubor negro, ceñudamente desmentido. Llevaba el secreto desvelado en la cara, y Nick comprendió de pronto que a Leo sí le importaba la diferencia de edad entre ellos, y que incluso una referencia inocente al respecto parecía delatar su fantasía. Al viejo Pete le justificaba ser mayor, una condición oscuramente venerable; era mucho más difícil justificar la amistad con un chico estudioso de veintiún años.

Nick tuvo que seguir hablando, aunque él mismo oyó que desafinaba:

—Claro que uno echa de menos a sus amigos… cuesta un poco adaptarse… ¡Espero que al final todo será maravilloso!

Como hubo otra pausa bastante crítica, continuó:

—El departamento de inglés era antes una fábrica de colchones. ¡Por lo menos la mitad de los tutores parecen alcohólicos!

Ambos comentarios habían sido celebrados en Kensington Park Gardens, y Nick había tenido que reprimir una sonrisa por su propia estupidez. Pero todas las familias son tontas a su manera, y ahora tuvo que afrontar un silencio perplejo y posiblemente ofendido. Leo masticaba despacio y le dirigió una mirada totalmente neutra.

—¿Colchones, eh? —dijo.

Rosemary clavó la mirada en su plato y dijo:

—Supongo que deberían ayudarles.

Nick lanzó una risa de disculpa.

—Oh… por supuesto…, deberían. Tienes toda la razón. ¡Ojalá les ayudaran!

Al cabo de un rato, la señora Charles dijo:

—Ya se sabe, todos los hombres así tienen ese tipo de problemas, todos y cada uno tienen un agujero enorme en el centro de su vida.

—Ah… —murmuró Nick, estremeciéndose con educada aprensión.

—Y ese agujero puede llenarlo, con sólo que lo supieran, el Señor Jesús. Es por lo que rezamos, por lo que siempre rezamos. ¿No es así, Rosemary?

—Eso hacemos —dijo Rosemary, moviendo la cabeza para indicar que era innegable.

—¿Y cuál es vuestro porcentaje de éxitos? —dijo Leo, con un sorprendente tono sarcástico, que quedó explicado cuando la señora Charles se inclinó hacia Nick con una expresión confidencial. No se podía parar a una madre cuando estaba persiguiendo su «idea».

—Rezo para que todos los que están a oscuras encuentren a Cristo, y rezo por los dos hijos que he traído al mundo para que los enganchen. En el altar, me refiero.

Y se rio con cariño, y Nick no supo qué pensaría o sabría ella en realidad.

Leo se rascó la cabeza y tiritó de frustración, aunque también en él había algo de cariño, puesto que iba a decepcionar a su madre. Rosemary, que era a todas luces la mano derecha de la madre, se vio vinculada con Leo y protestó, categórica, que ella estaba preparada para cuando apareciera el hombre perfecto.

—Es lo único que me separa del altar —dijo, y cuando posó la mirada en Leo fue como si barajase la idea de la traición y una vez más desistiera.

Una vez servidos el helado y la fruta, la señora Charles le dijo a Nick:

—Veo que ha estado mirando aquel cuadro de allí, el de Jesús en la carpintería.

—Oh…, sí —dijo Nick, que en realidad había procurado no mirarlo, pero que no había conseguido apartar de él una mirada recelosa, ya que estaba colgado directamente delante, justo encima del hombro de Leo.

—Pues ese cuadro antiguo es muy famoso.

—Sí, lo sé. Vi el original no hace mucho… Está en Manchester.

—Sí, supe que no era el original cuando vi uno idéntico en la Church House.

Nick sonrió y parpadeó, sin saber muy bien si ella se estaba burlando.

—El original es enorme, de tamaño natural —dijo—. Es de Holman Hunt, por supuesto…

—Ajá —murmuró y asintió la señora Charles, como si le hubiesen mostrado a una nueva luz más verosímil una atribución un tanto improbable. Era la clase de pintura tercamente literal y morbosamente simbólica que a Nick menos le gustaba, y era aún peor al tamaño natural, donde su ramplonería pedía a gritos que la admirasen.

—He oído decir que es el mismo que pintó La luz del mundo, donde el Señor llama a la puerta.

—Oh, sí, eso es —dijo Nick, como un maestro complacido por el mero interés que muestra un niño, y que deja para más tarde las cuestiones de gusto—. Bueno, para verlo sólo tiene que ir a la catedral de San Pablo.

La señora Charles asimiló este dato.

—¿Has oído, Rosemary? Tú y yo vamos a ir cualquier día a la catedral de San Pablo a ver ese cuadro con nuestros propios ojos.

Y Nick la vio, con los zapatos lustrosos y el sombrerito negro, como una azafata aposentada en una silla del rincón, llegar allí, tras una serie de esperas en paradas de autobús, y con la paciencia nerviosa de un peregrino; la vio como caída del cielo, subir la escalera y entrar en la formidable iglesia que él pensaba que —irónicamente, y en virtud de la historia del arte— le pertenecía más que a ella, una simple cristiana crédula.

—O si no podemos ir usted y yo, desde luego… ¿eh? —le dijo a Nick, con una timidez que le impedía llamarle por su nombre.

—Me encantaría —dijo Nick rápidamente, aprovechando la oportunidad de ser amable y simpático que le había sido denegada antes.

—Iremos juntos a echarle un buen vistazo —dijo la señora Charles.

—¡Estupendo! —dijo Nick, y captó el destello de burla en los ojos de Leo. Su madre dijo, ladeando la cabeza:

—¿Verdad que en esos cuadros antiguos siempre hay algo ingenioso?

—Muchas veces sí —convino Nick.

—Y sabe qué es lo ingenioso en este de aquí… —dijo ella, y le dirigió la mirada tolerante pero astuta de quien conoce la respuesta a una pregunta capciosa.

Para Nick lo ingenioso era quizá que la Virgen, arrodillada junto al arca que contiene los presentes de los Reyes Magos, y al ver el portento de la crucifixión en la sombra que su Hijo proyecta en la pared del fondo del recinto, tiene la cara completamente oculta a nuestra visión, de tal forma que el centro de consciencia del cuadro, como quizá hubiera pensado Henry James, es en efecto un espacio en blanco; y que esto seguramente era un toque anticatólico. Dijo:

—Pues los detalles son increíbles…, esas virutas de madera parecen casi de verdad, y todo es tan fiel…

—No, no… —dijo la señora Charles, con un desdén afable—. Mire la figura de Jesús ahí de pie: ¡está haciendo una sombra en la pared que es exactamente su misma imagen en la cruz!

—Oh… sí —dijo Nick—, es cierto… ¿No se titula, precisamente…?

—Y, por supuesto, es para mostrar que la muerte de Jesucristo y su resurrección están anunciadas en la Biblia desde los tiempos antiguos.

—Bueno, desde luego ilustra esa idea, aunque no la demuestra —dijo Nick, con un tono quizá erróneo de cavilación ecuánime.

Leo le lanzó una mirada quejumbrosa y creó una escapatoria.

—Sí, me gusta cómo Le ha pillado bostezando —dijo; y estiró los brazos hacia delante y hacia arriba, escoró la cabeza con un bostezo que era igual que el de Jesucristo, salvo en que Leo estaba empuñando con la mano izquierda una cuchara de postre manchada de helado. Era la clase de afeminamiento que se observa a veces en niños receptivos, y Rosemary le miró con el asombro silenciado y la previsión socarrona de una buena chica cuyo hermano ha sido insolente y temerario. Pero dijo:

—Um, me entran temblores cuando hace eso.

Leo chistó y rio entre dientes mientras su sombra, en la luz vespertina, menos brillante, de la habitación, se estiraba, se encogía de hombros y se tambaleaba de un lado a otro de la pared, por encima de la silla.

Al terminar la cena, Leo fue a buscar su bicicleta y salieron a la calle casi de inmediato. Nick sentía alivio pero estaba avergonzado: bromeó acerca de que se lo llevaban a rastras en mitad de una frase, como si Leo fuese un perro revoltoso atado con una correa. Pero a la señora Charles no pareció importarle.

—Ah, os vais ahora —dijo, como si ella misma se sintiera aliviada. O quizá, pensó Nick, mientras en silencio aligeraba el paso al lado de Leo, ella hubiese intuido el alivio de él, y después de entristecerle un segundo le había puesto en su contra… El tono de la madre fue casi desdeñoso y tal vez pensó que Nick era un falso… Bueno, él fue condescendiente, en un sentido… Estas inquietudes sordas le invadieron. Empezó a incubar un rencor contra ella por creerle condescendiente.

Leo caminaba a paso vivo, como si hubieran acordado adónde iban, pero no dijo nada. Nick no sabía si estaba de mal humor, enfadado, abochornado, desafiante… pero sí que todas estas emociones podían aflorar, desbordar, apagarse y mutar muy deprisa, como el líquido de una botella, y que era más juicioso dejar que se calmase en vez de adivinar su estado de ánimo y correr el riesgo de equivocarse de abridor. La conciencia que Nick tenía de su propia sensatez era un pequeño refugio cuando Leo se ponía difícil o se mostraba distante. Percibió el frescor de después del crepúsculo, la estela no disipada de una nube oscura por encima de los tejados y la presencia del otoño, leve pero penetrante, en el frío cobalto de más allá. En las cuatro semanas que llevaban juntos, aquellos paseos vespertinos, con el tintineo de la bicicleta a su lado o entre ellos, habían acentuado el color de idilio. Le preocupó que el silencio fuese una especie de comentario, y al llegar al final de la calle estrechó a Leo contra él, con un rápido abrazo y dijo:

—Um, gracias por esto, querido.

Leo resopló suavemente.

—¿Por qué me das las gracias?

—Oh, por llevarme a tu casa. Por presentarme a tu familia. Significa mucho para mí.

Y descubrió que esta pequeña confesión liberaba un sentimiento que hasta entonces no había experimentado. Estaba muy conmovido.

—Pues ahora ya sabes cómo son —dijo Leo. Se detuvo y miró a la calle principal de enfrente, entornando los ojos igual que su madre. El tráfico nocturno arrancó desde los semáforos, aceleró al bajar la cuesta hacia ellos, los rebasó y luego se tornó escaso y hubo de nuevo el vacío de una espera.

—Son maravillosas —dijo Nick, con la única intención de ser amable; pero oyó que la palabra pendía en el silencio entre semáforos, como entre comillas y también subrayada: la maravilla de la efusión, del conocimiento experto, de Kensington Park Gardens. A Leo le pareció absurdamente inesperado y pestañeó, pero después sonrió y dijo, con una risa seca:

—Si tú lo dices… querido.

El «querido» que Nick ansiaba cobró un dudoso deje irónico.

Nick tenía un gran plan alocado para aquella noche, pero de momento dejó que Leo decidiera: iban a volver a Notting Hill y llegar a tiempo para la proyección de las siete y cuarto de El precio del poder en el Gate: acababan de estrenarla y Leo lo sabía todo de la película, incluida su duración increíble, ciento setenta minutos, cada uno de los cuales a Nick le parecían una unidad borrosa de calor, contacto y excitación corporales. Estarían tres horas arrimados en la oscuridad cálida. Leo dijo que Al Pacino era un gran actor y habló de él casi con amor, cosa que para Nick era imposible: para él, Pacino no era aquella clase de ídolo. Había una entrevista con el actor en Time Out que probablemente Leo había leído, pues Nick tenía la impresión de que sus ideas sobre las películas las sacaba en gran parte de las reseñas condensadas que publicaba la revista. Aun así, el cine era el feudo de Leo, patrullado casi sin humor en contra de las pretensiones de Nick, era uno de los intereses que había declarado al principio, y Nick concedió: «No, es un genio», que era una palabra que emocionaba a los dos. Aguardaron al autobús con esta idea en la cabeza.

Cuando llegó el autobús, Nick subió de un salto y se sentó mirando a la espalda de Leo, que tardó siglos manipulando con la bicicleta antes de montarse, y que se fue haciendo cada vez más pequeño en la calle iluminada. El autobús paró en la siguiente parada y la bicicleta apareció casi flotando, y Leo enderezó su postura encorvada para lanzar una mirada a Nick: por un instante pareció que pedaleaba en el aire, y Leo guiñó un ojo, se agachó y pasó de largo con un chasquido de las marchas. Esta vez Nick se alegró del guiño, levantó la mano y sonrió, y los viajeros de enfrente, a la luz pública del autobús, le lanzaron una mirada de vaga sospecha.

El autobús bajó por fin Harrow Road y empezó el largo descenso de Ladbroke Grove. Se imaginó a Leo lanzado como una bala y le perdió una y otra vez en los brillos y sombras del tráfico nocturno. ¿Dónde estaba ahora? Nick se encontraba todavía en el ajeno tramo alto de la calle, con el canal y las viviendas municipales, y anhelaba llegar al otro extremo, al suyo propio, a la seguridad y la protección del estuco blanco y los jardines privados. Se preguntó qué pensaría Leo al hacer la transición, que se producía en la densa parte media, al lado del mercado y la estación, bajo puentes estruendosos donde la gente pululaba y gritaba… Después había un trecho de elegancia intranquila, antes de que el Grove ascendiera, utilizando de un modo palpable la cuesta como metáfora social, y diera vida al indicio de un huerto o un seto en el nombre mismo de la calle. No se engañaba pensando que Leo era sensible a estas cosas: era una figura desgarradora de poesía, pero él mismo no era poético y estaba claro que juzgaba algo bobas y hasta repulsivas las incitaciones y vacilaciones estéticas de Nick. Este cometía a veces el error de pensar que Leo no sentía las cosas con intensidad, y por eso la conmoción, cuando brotaron su amor y su necesidad de él, rabioso de que dudaran de su sensibilidad, le quitó el aliento y casi le dio miedo. Rememoró la cena, la visita, y vio que por supuesto también había significado mucho para Leo, pero que el secretismo lo aplastaba y desmentía todo: si Nick hubiera sido una mujer, el encuentro habría tenido un sentido ritual y la madre de Leo habría podido soñar por fin con los escalones que llevaban al altar. Para Nick, el tema principal de la visita había sido el amor a Leo, que le obsesionaba tanto como el amor a Jesús de la señora Charles; pero ella se había concedido el permiso de expresar su fijación, se lo había impuesto como una misión, mientras que la de él, por el contrario, ardía sólo en rubores y miradas secretas. Ella le había eclipsado por completo.

Cuando llegó al cine encontró a Leo cerca del principio de la cola.

—Ya estás aquí —dijo, mirando a la gente de detrás y asintiendo—. Sí, es el estreno —dijo, como si fuera un tostón y él fuese un mártir de los estrenos. Y cuando llegaron a la taquilla descubrieron que el cine estaba casi lleno y no podrían sentarse juntos. Nick se encogió de hombros.

—Ah, bueno… —dijo, retrocediendo hacia la pareja que había detrás y que intentaba enterarse—. Vendremos el fin de semana.

Pero Leo dijo:

—Sí, las compramos… Dios, ya estamos aquí.

Y lanzó a Nick una mirada de inquietud amistosa.

—Yo pensaba que, si no vamos a estar juntos… —dijo Nick en voz baja, ya que el único motivo de ver una película de gangsters superviolenta y que duraba tres horas era tener el peso y el calor de Leo contra él, y su mano en la bragueta abierta. Se habían tocado así, con una cautelosa lentitud enloquecida, en La ley de la calle, bajo el patrocinio soñador de Matt Dillon, y en Y la nave va, de Fellini, que había sido una pésima elección de Nick y un singular telón de fondo para un orgasmo. Por lo demás, habían hecho el amor en parques y urinarios públicos, y una vez en la trastienda de Pete, de cuyo local Leo conservaba una llave, y que les dio una sensación aún más furtiva que aquellas sesiones de manubrio en el cine. Lo bueno de los cines es que parecían compartir la larga historia común de felices toqueteos y besuqueos, y a Nick le gustaba eso.

Pero ahora estaba solo otra vez, lo sentía muy vivamente, al aceptar la entrada «mejor», en el medio de la fila trasera. Ya estaban apareciendo los anuncios cuando recorrió la fila bajo las diversas miradas iracundas, tanteando, agachándose, pidiendo disculpas, como un intruso patoso en un mundo de parejas abrazadas. Se infiltró hasta el asiento y vio su espacio invadido a medias por los abrigos y bolsos y miembros torcidos de los amantes. Los ciento setenta minutos se extendían por delante como un castigo de hacía mucho tiempo, una prueba monstruosa. De hecho, constituían la duración de una película que no deseaba ver, y por un momento le atenazó una rebeldía llorosa que él mismo consideró asombrosa en un adulto. Vio que podía levantarse, irse a casa y regresar al final de la proyección. Pero le asustó lo que diría Leo. Había muchísimo en juego. Hubo un anuncio de Bacardi y el resplandor del mar tropical y la arena blanca iluminaron el auditorio. Miró al lado izquierdo, cerca de la pantalla, para tratar de localizar a Leo, pero no lo encontró. Entonces divisó la silueta cuadrada de su cabeza y por un momento el perfil extrañamente lejano y atento en el que jugueteaban los reflejos de la luz. Naturalmente, la escena de las palmeras y la rompiente era muy parecida a la del mural de la señora Charles. Ahora retozaban en pantalla heterosexuales bellísimos.

Los críticos ya habían dicho de EL precio del poder que era «operística», lo que quizá era sólo su manera de decir que era latina, ruidosa y grandilocuente. La acción, que transcurría en Miami, era tan violenta y fastuosa, tan relumbrante y desalmada, que a Nick empezó a preocuparle cómo se las arreglaba la gente para sobrevivir allí, y luego cómo se las arreglaría él. En su estado de desafecto pasaba de la película a dudas y objeciones paranoicas. Vio que reaccionaba como su madre, para quien cualquier película en la tele con una escena de sexo o la palabra mierda cobraba una presencia casi hostil, y que a partir de entonces la veía con un cordial recelo. Le alarmó que El precio del poder tratase de cocaína. Tenso, recordó que Toby la había esnifado en Hawkeswood con Wani Ouradi. La película confirmó sus peores sospechas. No había ni rastro del placer delicioso del que había hablado Toby. La droga era dinero, poder y adicción: una joven actriz rubia la esnifaba en cantidad sin la menor alegría.

La pareja a la izquierda de Nick estaba repantigada en un abrazo que evolucionaba lentamente. Divisó una mano posada en un muslo que una falda muy corta puso al descubierto, y cuando la mano se volteó, miró a otro sitio, con un tic culpable. Tuvo la insólita sensación de que el cine era una sala: un largo espacio estrecho con las molduras polvorientas de yeso de un viejo teatro. En vez del olvido del espectador sintió una especie de pálpito. Cuando la pantalla resplandecía, recorría con ojos ansiosos las filas de las cabezas en sombras, pero Leo era pequeño y él también, y no volvió a tener una visión tan clara de su amigo. Como Leo había elegido la película, se figuró que la estaría disfrutando, asimilando, adaptándose, según transcurría, a las nuevas pautas de dureza. Una película que conmocionaba bajaba enseguida el umbral y el público se volvía inconmovible. Pensó que si hubiera estado sentado con Leo quizá se habría reído y gemido ante los disparos y la sangre, como todo el mundo. Pero estaban separados, como acaso habían estado alguna vez en aquel mismo cine antes de que conocieran la existencia del otro, sentados a oscuras en asientos cercanos. Era irracional, quizá, pero la flagrante irrealidad de la película parecía proyectar una sospecha de irrealidad sobre todo lo demás, y su historia con Leo, que era tan extraña, tan nueva, tan inconfesada, estaba expuesta a una duda grosera pero penetrante. Se preguntó si se habría fijado en Leo un año antes, en el arrastrar de pies algo impaciente de la salida, o si se habría llevado su imagen a casa para fantasear con ella. Bueno, lo más seguro era que no, puesto que una de las afectaciones de Leo era quedarse sentado ante los ultimísimos títulos de crédito, las lentes, las compañías de seguros, el agradecimiento al alcalde y a la policía de… oh, en algún lugar, oscuramente, una solución y un enigma al mismo tiempo.

Y, en efecto, hasta que terminaron los créditos no apareció Leo en el vestíbulo, parpadeando, asintiendo y cordialmente perplejo al ver la cara atribulada de Nick.

—Muy bien, cariño —dijo en voz baja, y le agarró de la parte superior del brazo para conducirle fuera—. Eso es lo que yo llamo esnifar coca —dijo, aludiendo a una escena en la última hora de la película en que Pacino desgarraba en su escritorio una enorme bolsa de plástico llena de cocaína y zambullía la nariz en ella, esclavo al fin de su propio instrumento de poder. A Nick le había parecido completamente ridículo—. ¿Te ha gustado, entonces?

Nick tarareó y carraspeó como un inquieto mensajero de una mala noticia.

—No mucho —dijo, y esbozó una débil sonrisa.

—Ha sido muy divertida —dijo Leo—. El final es indignante.

—Sí… lo es —convino Nick, titubeando pero con firmeza, al recordar el absoluto baño de sangre final. Como otras tantas veces, tuvo el presentimiento de que una discrepancia artística, casi irrelevante para la otra persona, iba a ser el vehículo de algo que le importaba más de lo que podía expresar. Pero Leo dijo:

—No, lo siento, cariño, ha sido una basura. Y nos hemos perdido los besos y arrumacos.

—Lo sé —dijo Nick, con una malicia que incluía y en cierto modo disolvía tres horas de remordimiento; en su alivio, no vio por dónde iba y asió y sacudió una de las puertas de cristal ya cerradas con llave del cine.

Leo salió y se metió en la calleja cortada donde había dejado la bicicleta, y cuando Nick le siguió le echó los brazos al cuello y le besó en la frente, casta pero tiernamente; después se le quedó mirando, un poco ceñudo y sonriente al mismo tiempo, con humorístico reproche.

—Nicholas Guest.

—Mm…

Nick se sonrojó pero sostuvo sumisamente la mirada de Leo.

—Te preocupas demasiado. ¿Lo sabías?

—Lo sé…

—¿Sí? Confías en el tío Leo, ¿no?

—Por supuesto que confío en ti —replicó Nick en voz baja, como si le hubieran hecho una pregunta más sencilla.

—Pues entonces no te preocupes tanto. ¿Lo harás por mí?

Y recobró toda su suavidad cockney.

—Sí —dijo Nick, mirando un poco inquieto, no obstante, a derecha y a izquierda, porque Leo le tenía sujeto contra la pared igual que un atracador y que un amante; le preocupaba lo que pensaría la gente. Tras el alivio, aquel breve diálogo suscitó una insatisfacción difusa.

—No lo olvides nunca.

—No lo olvidaré —murmuró Nick, y Leo se retiró. No sabía seguro qué era lo que no debía olvidar, tenía un oído agitado para la sintaxis, pero sonrió por el rumbo general del pequeño catecismo tranquilizador. Era una delicia que Leo viese al instante lo que iba mal, aunque su tono paternal no lo remediase del todo. Nick descubrió que tenía la confianza suficiente, a pesar del corazón acelerado, para mencionar su plan.

—Seguro que no están, ¿eh?

—Sí, segurísimo. Bueno, quizá esté Catherine.

—Catherine, vale, es tu hermana, ¿no? —dijo Leo, y le guiñó un ojo.

La pesada llave, de punta afilada, de la cerradura embutida ya había hecho un corte en el bolsillo del pantalón de Nick, y el manojo entero se había enredado en los hilos sueltos y colgaba contra la parte superior del muslo. Al tirar del manojo, unas cuantas monedas nuevas de una libra cayeron cosquilleándole la pierna y rodaron por el suelo embaldosado del pórtico. Leo se abalanzó sobre ellas.

—Eso, tíralas —dijo.

En el vestíbulo había siempre una luz encendida que aquella noche montaba una vigilancia algo fantasmagórica. Nick cerró la puerta tras ellos y se guardó el manojo en el bolsillo, y esta vez, en cuanto dio dos pasos, las llaves encontraron un camino de salida pierna abajo y cayeron al suelo ajedrezado de mármol. Leo se miró en el espejo de la entrada y arqueó una ceja pero no dijo nada. En la consola había llaves de automóvil de repuesto, prismáticos de ópera, uno de los sombreros de fieltro gris de Gerald, una carta «en mano» dirigida a los honorables señor y señora Fedden; y los dos juntos, como una naturaleza muerta indiferente, reflejados en el espejo, a Nick le parecieron tan maravillosos como molestos. Se quedó inmóvil un momento y aguzó el oído. La luz, procedente de un farol de latón colgado en el hueco de la escalera, proyectaba sombras pronunciadas dentro del umbral del comedor y revelaba sólo el corpiño de satén negro de una Kessler del siglo XIX. Los honorables pernoctaban esa noche en Barwick por una cuestión del distrito electoral, y al mismo tiempo que se lo ratificaba a sí mismo volvió a redactar la frase con que les explicaría la presencia de Leo si, por casualidad, se presentaban de pronto parloteando. Tuvo conciencia de que ellos, calmosos pero desafiantes, eran los dueños de la casa y de todo lo que había en ella, de su escalera de piedra y sus cornisas trepadoras que se hundían con cierta crueldad en las sombras de arriba. Le dio a Leo un beso de pasada en la mejilla y le llevó a la cocina, cuya luz tartamudeó y pestañeó al encenderse.

—¿Quieres un whisky?

—¡Qué más me da! —dijo Leo, por una vez—. Sí, estaría bien. Muchas gracias, Nick.

Deambuló por la cocina como si en realidad no la viera y se paró a examinar las fotos de las paredes. Habían comprado, ampliado y enmarcado una de Toby, publicada por el Tatler, el día de su vigésimo primer cumpleaños: un grupo de familia sonriendo como locos en la que el ministro del Interior parecía percatarse de su condición de intruso. Justo encima de esta foto, Gerald, de estudiante, con frac, estrechaba la mano de Harold MacMillan en el sindicato de Oxford. Leo tampoco hizo comentarios, pero cuando Nick le tendió el vaso frío vio en sus ojos y en su muy débil sonrisa que estaba tomando nota y acumulando datos. Quizá calculaba el grado de afrenta que representaban todo aquel dinero y aquellos símbolos tories. Nick sintió que su prestigio como amigo de la familia y poseedor de las llaves era muy incierto.

—Vamos arriba —dijo.

Subió los peldaños de dos en dos, con mucha prisa, y cuando miró atrás en el rellano vio que Leo se entretenía por la misma razón que él se apresuraba; entró en el salón y pulsó interruptores que encendieron lámparas sobre mesitas y encima de cuadros, para que cuando Leo entrase con su parsimonia viera la habitación tal como Nick la había visto por primera vez hacía dos años, todas las sombras y los reflejos y el brillo dorado. Se puso delante de la chimenea, ansioso de que fuera un triunfo, pero imitando la curiosidad reprimida en la cara de Leo.

—No estoy acostumbrado a esto —dijo Leo.

—Oh…

—No bebo whisky.

—Ah, no, bueno…

—¿Quién sabe el efecto que me hará? Podría ser peligroso.

Nick esbozó una sonrisa tensa y dijo:

—¿Eso es una amenaza o una promesa?

Extendió la mano y tocó la cadera de Leo; la dejó allí posada unos segundos. Normalmente, juntos y a solas, habrían estado toqueteándose, estrechamente abrazados; si bien era cierto que a veces Leo se reía de la urgencia de Nick y decía: «¡No tengas miedo, cielo! ¡No me voy a ningún sitio! ¡Soy tuyo!». Leo posó el vaso en la repisa de la chimenea y miró el Capriccio with S. Giorgio Maggiore, sin duda un cuadro que no tenía mucho sentido después de La sombra de la muerte.

Era difícil imaginar a Rachel arengando a sus invitados para que le encontraran el toque ingenioso. Debajo del cuadro había invitaciones apoyadas, solapándose y formando casi el largo arabesco de una frase social: El señor y la señora Geoffrey & Condesa de Hexham — Lady Carbury «recibe» a — Michael y Jean — el ministro… y aquellas otras, de un grosor increíble, con los bordes biselados, Su Majestad ordena a Lord Chambelán que solicite…, y que solían quedarse allí hasta mucho después de los acontecimientos a que se referían, y que asimismo producían en Nick una duradera emoción engolada. Aunque ahora vio, muy rápidamente, que aquel placer exigía una complicidad voluntaria en la costumbre que tenía Gerald de pavonearse. Se volvió, fingiendo que las tarjetas de invitación no estaban allí, y Leo dijo, con un desdeñoso chasqueo de la lengua:

—Dios, los esnobs.

Nick se rio.

—La verdad es que no lo son —dijo—. Bueno, él quizá un poco. Son…

Era difícil de explicar, difícil de saber, en el denso bloque del matrimonio, quién consentía qué cosas. Cada uno de los dos era la coartada del otro. Y Nick comprendió que Leo empleaba la palabra con un sentido más amplio para referirse a los ricos, que vivían en lugares bonitos, que para referirse a los esnobs. Le asombró pensar que quizá estuviera a punto de disfrutar el deleite completo de ir a Kensington Park Gardens y hacer el amor en una cama como un rechazo complicado pero aplastante. Vio cómo Leo daba otro sorbo, adrede, y se encaminaba hacia las ventanas. Procuró actuar de acuerdo con el consejo que le había dado quince minutos antes, de que confiase en el tío Leo. El salón estaba concebido y puesto para recibir gente, en una escala generosa, y por un segundo, como si hubieran abierto una puerta gruesa, oyó el bullicio de charla y risas acumuladas, el consensuado fragor social, en lugar del tictac del reloj y el silbido del silencio.

—Esto es un bonito pedazo de nácar —dijo Leo, señalando una cómoda de nogal—. Y eso es Sèvres, si no me equivoco, con aquel azul.

—Creo que sí —dijo Nick, pensando que aquella alusión a un interés común también invitaba al viejo Pete, un tanto críticamente, a entrar en la habitación. Pete habría soltado alguna aguda insolencia gay para lidiar un momento tan engorroso como aquel.

—La verdad es que tienen algunas piezas bonitas —dijo Leo, de una forma categórica y algo plúmbea, y por tanto quizá tímida. Se volvió, asintiendo—. Has prosperado.

—Querido, nada de esto es mío…

—Lo sé, lo sé.

Leo se sentó al piano y, tras un momento de reflexión, depositó el vaso encima de un libro que había sobre la tapa.

—¿Qué es esto…? Mozart, muy bien, no está nada mal —dijo, examinando la portada de la música en el atril, pero la volvió a dejar en el andante eternamente abierto—. ¿En qué está esto? —dijo, como si el tono requiriese alguna táctica especial, como un tiro de golf—. En fa mayor…

—Es un curioso piano viejo —dijo Nick. Pensó que si Leo tocaba el piano, y sobre todo si lo tocaba mal, despertaría a los demonios inconscientes de la casa y aparecerían entre bostezos y protestas.

—Ah, muy bien —murmuró Leo, educadamente; y empezó a tocar, mirando la página con un ceño distraído. Era el gran segundo movimiento de la K533, sobrio, sagaz, con resonancias de Bach, que Nick había descubierto e intentado tocar la noche en que perdió la oportunidad de reunirse con Leo, hasta que Catherine se había quejado y él se disculpó y empezó a aporrear música de Waldorf. Disculparse por lo que más deseabas hacer, admitir que era pernicioso, aburrido, «una vulgaridad y un peligro»: eso era lo peor de todo. Y la música parecía saberlo, conocer la curva irresistible de la esperanza y su inversión hueca. Leo lo tocó con bastante corrección y Nick, detrás de él, le animaba a seguir, lo empujaba a través de esas notas rápidamente corregidas y los titubeos tensos que son una tortura de las repentizaciones y que, sin embargo, resaltan la recompensa cuando todo discurre claro y bien. Cuando Leo de pronto cometió un brusco error, dio un grito despectivo, tocó algunos acordes al azar y extendió la mano hacia el vaso.

—Debo de estar borrachísimo —dijo, no necesariamente en broma.

Nick soltó una risita.

—Tocas bien. Yo no sé tocar eso. No sabía que tocabas.

Estaba muy conmovido y se sintió castigado, como si hubiera vislumbrado sus propias suposiciones incuestionadas. Abría una nueva perspectiva ver a Leo, con sus vaqueros, su sudadera y sus botas de béisbol, extraer a Mozart de aquel sonoro y viejo Bósendorfer. Y pareció que le había distendido y era como un invitado tímido que suelta una ocurrencia brillante, cuyo brillo realzan la destilación y el retraso, y que de pronto descubre que lo está pasando bien. Nick le agarró por detrás y le estampó un beso en la mejilla. Leo se rio y dijo:

—Muy bien, cariño…

—Te quiero —dijo Nick, estrechándole muy fuerte, y resopló ante el calor duro y musculoso de Leo. Este levantó la mano derecha libre y le cogió del brazo. Al cabo de un rato dijo:

—Ese cuadro es horrible.

Era el retrato que Norman Kent había hecho de Toby a los dieciséis años, y era la imagen —más allá del intimidante busto de bronce de Liszt— en la que tendían a posarse los ojos del musicastro sentado al piano. Mientras Leo lo tocaba, había prestado su colorido enfermizo a los pensamientos de Nick.

—Ya sé… Pobre Toby.

—Porque está buenísimo, en mi opinión.

—Oh, sí.

—Nunca me has dicho si te lo tiraste cuando todos estabais en Oxford, Nick aún no había comunicado a Leo que antes de que se enrollaran en los arbustos no se había «tirado» exactamente a nadie.

—No —dijo—. Es un hetero absoluto.

—¿Sí? —dijo Leo, escéptico—. Tienes que intentarlo.

—No creo —dijo Nick. Retrocedió, con las manos todavía en los hombros de Leo, y dirigió una sonrisa lánguida al chico de cara sonrosada que llevaba una blazer. La antigua pesadumbre siempre podía resurgir y por un momento incluso Leo, caliente bajo sus manos, pareció barato y provisional comparado con el esplendor inalcanzable de Toby.

—Pensé que tenía un modo de besarte y mirarte un poco maricón.

—¡No! —murmuró Nick, y luego se rio, tirando de Leo para que se le empinara y recibir besos de verdad, los que Toby nunca le daría.

Pero Leo se resistió un momento más.

—¿Así que a sus señorías no les preocupa que haya una juerga en la casa?

—En absoluto —dijo Nick—. No se oponen lo más mínimo. —Y mentalmente oyó a Catherine decir: «Con tal de que nunca se mencione». Continuó, exagerando un poco—. Tienen cantidad de amigos gays. De hecho me han pedido que te traiga aquí, querido.

—Oh —dijo Leo, con una sutileza de registro digna de la misma Rachel.

Nick estaba desnudo encima del edredón, con un estupor que le aceleraba el pulso. Leo había telefoneado a su madre para decirle que se quedaba a dormir: era un riesgo, una capitulación y por consiguiente un compromiso. Nick oía el silbido de la ducha en el baño, al otro lado del rellano. Como se veía en el espejo del ropero, se metió dentro de la cama. Se quedó allí tumbado, con una mano detrás de la cabeza, en un estado casi doloroso de felicidad y preocupación. En la planta baja, la puerta de la calle estaba cerrada con un triple cerrojo, todas las luces estaban apagadas en el salón y la cocina, y el único farol proyectaba su frío resplandor en el vestíbulo. La puerta del dormitorio de Catherine estaba cerrada, pero tenía la certeza de que ella había salido. Tenían la casa para ellos solos. Habían abierto una rendija de la ventana y oía las agudas carrerillas y gorjeos de un petirrojo que se había aficionado a cantar en el jardín de noche y que él había decidido ansiosamente que era un ruiseñor; una anciana que se paró en la grava a escuchar al pájaro le había disuadido de su error. En consecuencia, seguía sin haber oído nunca a un ruiseñor, pero le costaba creer que cantase mejor que su petirrojo. La cuestión era a qué hora volverían Gerald y Rachel. Pero en realidad era probable que volviesen tarde, pues Gerald pasaba «consulta» por la mañana y luego tenían un trayecto en automóvil de dos horas. Nick sonrió al pensar en su inconsciente generosidad.

El ruido de la ducha había cesado y el petirrojo seguía trinando, con pausas enfurruñadas y reanudaciones implacables. Nick habría preferido que Leo se hubiera acostado sin ducharse; amaba la tenue acidez de su piel, el olor acre de sus axilas, la ranciosa dulzura en el fondo de la entrepierna. Los olores de Leo eran pequeñas lecciones que había que reaprender continuamente, pequeñas conmociones de autenticidad. Pero para el propio Leo eran una fuente de disgusto y casi de vergüenza. Tenía un olfato agudísimo, que se manifestaba en una cola o en una habitación concurrida por medio de un labio superior ofendido o un aristocrático aleteo de los orificios nasales. Insistía en que le gustaban los olores de Nick, y Nick, que nunca había pensado que despidiese alguno, albergaba la nerviosa duda de si era verdad o galantería. Quizá fuese una mezcla amorosa de ambas cosas.

Había una especie de magia en aquello: en estar tumbado en la cama, una cama individual, con todo lo que esto entrañaba, y jugar suavemente consigo mismo mientras esperaba a que llegara su amante. Era la postura de una determinación de toda la vida, unas imaginaciones incesantes, la supremacía del chico en un mundo de sueños donde constantemente aparecían hombres que declaraban su puja; y ahora, aquella vibración en la puerta del cuarto de baño, el chasquido del pequeño cordón, el crujido en el suelo del rellano eran las señales de la aparición real, y dentro de tres segundos la puerta se abriría para que Leo entrase…

Qué negro parecía, con la falda blanca de una toalla de baño ceñida alrededor de las nalgas y sobre la protuberancia en reposo de su polla. Sostenía las ropas dobladas en las manos, como un recluta desnudado y restregado; miró alrededor y luego las puso encima de la mesa, junto a los libros de la librería azul. Se mostró una pizca formal, le guiñó un ojo a Nick pero estaba claro que le conmovían la normalidad y la novedad del momento. Para Nick aquello se tornaba oscuro, poseían el aire de una fuga, de una acción jubilosa acechada por los miedos a los que habían desafiado, de dos amantes que de repente eran dos desconocidos en su primera noche en un hotel extraño. Pero al fin y al cabo era absurdo, sólo se habían fugado al piso de arriba. Le cortó la respiración el orgullo de tener allí a Leo. Retiró el edredón y se desplazó un poco para dejarle sitio.

—Perdona lo de la cama —dijo.

—¿Eh…? —dijo Leo.

—No creo que vayas a dormir mucho.

Leo dejó caer la toalla al suelo y miró a Nick sin sonreír.

—No pienso dormir nada —dijo.

Nick aceptó el reto con un pequeño gemido. Era la primera vez que había visto a Leo desnudo y la primera en que había visto la sombra encubridora de su cara, indolentemente vigilante, fácilmente cínica, inteligente y obtusa por turnos, derretirse en un sentimiento sincero. Leo respiraba por la nariz y en su semblante había una mueca de lujuria y también, le pareció a Nick, de autoacusación: por haber sido tan lento, tan vanidoso, tan ciego.