5

Nick eligió un momento antes de la cena para pagar el alquiler. Era siempre engorroso. «Oh… vaya…», dijo Rachel, como si los dos billetes de diez libras fuesen un módico despilfarro, como una caja de bombones o las flores que trae un invitado a cenar, que también eran un poco incordiantes. Buscó un sitio donde posar el cuenco de albaricoques macerados.

—Si estás seguro…

Nick se encogió de hombros y resopló.

—Cielos —dijo. Acababa de gastar cinco libras en un taxi, estaba cometiendo toda clase de imprudencias y le habría encantado no pagar.

—¡Pues gracias!

Rachel cogió el dinero y empezó a doblarlo, agradecida, sin saber dónde ponerlo. Entonces entraron Gerald y Badger Brogan, que venían de jugar al tenis: se oyó el sordo repique de sus pies en la escalera de hierro que subía del jardín y entraron en la cocina, como dos chicos grandes y acalorados. Sólo durante un segundo Gerald advirtió la transacción que se estaba realizando.

—¡Lo he machacado! —dijo, y tiró la raqueta sobre el banco.

—Dios, Fedden, eres un mentiroso —dijo Badger—. Ha ganado seis a cuatro, Rache, en el tercer set.

Gerald movió la cabeza, con el sabor de la victoria.

—Le he dado un buen repaso.

—Seguro que ha sido un partido muy igualado —dijo Rachel, prudente.

Ninguno de los jugadores aceptó del todo esta opinión.

—He preferido no discutir algunas decisiones arbitrales francamente increíbles —dijo Badger. Dio una vuelta por la mesa, cogiendo una cuchara y volviéndola a dejar, y luego un triturador de ajos, sin darse cuenta. Nick sonrió como divertido por el drama del partido, aunque de hecho se sentía cuestionado por la desenvoltura con que se comportaba Badger y el espíritu competitivo que despertaba en Gerald y quizá por su contrapartida, el derecho más antiguo y profundo al afecto de Gerald.

—¡Hola, Nick! —dijo Badger, con su tono sagaz, sarcástico.

—Hola, Badger —dijo Nick, todavía cohibido por burlarse de un virtual desconocido a causa de la franja gris amarillenta en su pelo moreno, y por tener que alistarse al culto que la familia rendía a Badger como un personaje, aunque le costaba menos, a fin de cuentas, que al sobrio, crítico, al sonido casi hostil de «Derek».

Badger, a su vez, estaba a todas luces perplejo por la presencia de Nick en la casa de su viejo amigo, y hacía cómicos intentos de comprenderle. Formaba parte de su maliciosa conducta general: andaba rondando todo el día, hacía preguntas cuya respuesta estaba implícita, reverdecía antiguos escándalos y escarbaba en busca de nuevos. Dijo:

—¿Y qué has estado haciendo hoy, Nick?

—Oh, lo de costumbre —dijo Nick—. Ya sabes, la mañana en la biblioteca, esperando a que llegasen libros de los anaqueles; clase de bibliografía por la tarde: «¿Cómo describir variantes textuales?».

Fue todo lo insulso que pudo con Badger, como una vieja encuadernación marrón, aunque para él «variantes textuales» emitía destellos de lo que había hecho en realidad, que era saltarse la clase y disfrutar dos horas de sexo con Leo en Hampstead Heath. Eso habría sido más escandaloso de lo que Badger podía encajar. La primera noche de su estancia había descrito a un viejo amigo de Oxford, de Gerald y él, como el más espantoso chupapollas.

—¿Un ACL, Badge? —dijo Gerald.

—Gracias, Banger[8] —dijo Badger, empleando un viejo mote interesante del que Nick no veía cómo librarse, y al que Gerald tenía la sensatez de no poner reparos. Los dos amigos, con su ropa blanca de tenis, bebieron sus vasos altos de agua de cebada con limón, abriendo la boca y riéndose entre sorbos. Gerald tenía todavías la piernas morenas, y sus ceñidos shorts Fred Perry le marcaban las nalgas confusamente firmes. Badger era más flaco y astroso, y su camiseta Aertex estaba más sudada, y torcida a fuerza de usarla para enjugarse la cara. Llevaba unas playeras viejas y cutres, mientras que Gerald parecía rebotar o levitar un poco con sus zapatillas nuevas de suela gruesa.

Elena salió apresurada de la antecocina con un trozo o una extremidad de carne de venado, envuelta en una pasta manchada de sangre y compuesta de harina y agua. El asunto completo del ciervo, sacrificado en Hawkeswood cada septiembre y enviado a la casa de los Fedden para que lo colgaran durante quince días en el office, era una dura prueba para Elena y un fácil triunfo para Gerald, que siempre fijaba una serie de cenas para hacer propaganda de la res y comerla. Elena depositó el pesado plato en la mesa en el preciso momento en que Catherine bajaba de su cuarto, con las manos levantadas como anteojeras para no ver la escena.

—Um… ¡mira eso, Gata! —dijo Badger.

—Afortunadamente ni siquiera tendré que veros comerlo —dijo Catherine, aunque lanzó al plato una mirada rápida, con una especie de regodeo en su repugnancia.

—¿Vas a salir, entonces, Gata? —dijo Gerald, y su entusiasmo se vio en el acto enfriado por un ceño ofendido.

—¿Beberás algo con nosotros, querida? —dijo Rachel.

—Quizá, si hay tiempo —dijo Catherine—. ¿Son todos parlamentarios?

—No —dijo Gerald—. Tu abuela no es parlamentaria.

—Gracias a Dios, la verdad —dijo Catherine.

—Y tampoco lo es Morden Lipscomb.

—Vienen dos diputados —dijo Rachel, y no quedó claro si consideraba que eran pocos o más que suficientes.

—¡Sí, Timms y Groom! —dijo Gerald, como si fueran la compañía más alegre del mundo.

—¡El hombre que nunca dice «hola»!

—No seas absurda —dijo Gerald—. Seguro que yo se lo he oído decir…

—Si viene Morden Lipscomb no me quitaré la chaqueta, hace que se me hiele la sangre.

—Morden es un hombre importante —dijo Gerald—. Goza de la confianza del presidente.

—Y Nick estará para hacer bulto, supongo —dijo Catherine.

Nick parpadeó y Gerald dijo:

—Nick no hace bulto, niña, forma parte de la…, parte de la casa.

Catherine dirigió a Nick una mirada ligeramente burlona, a través del espacio que separa a los niños buenos de los malos.

—Es el pequeño cortesano perfecto, ¿no? —dijo ella.

—Oh, Elena —dijo Rachel—. Catherine no cenará con nosotros, seremos uno menos en la mesa…, sí, uno menos.

Elena entró en el comedor para retirar unos cubiertos y volvió un momento después con una objeción.

—Señora Fed, son trece.

—Ah… —dijo Rachel, y luego se encogió de hombros, a modo de disculpa.

—Sí, bueno, no creo que aquí haya triscadecáfobos, ¿verdad? —dijo Gerald. Todos estaban muy versados en los nombres de fobias, puesto que en diversas épocas Catherine había sufrido de ejmo, dromo, keno y nictofobia, entre un rosario de otras más corrientes; era una especie de juego para ellos, pero le traía sin cuidado a Elena, que se quedó allí mordiéndose el labio.

—Ya ves que tendrás que quedarte —dijo Badger, extendiendo la mano patosamente para agarrar a Catherine—. ¿Cómo puedes resistirte a ese venado precioso?

—Umm. Parece salido de un hospital de campaña —dijo Catherine, y lanzó a Nick una minúscula mirada intimidante, y él vio que probablemente era la ecmofobia, el horror a los objetos puntiagudos, la que le hacía imposible servir y trinchar un anca de ciervo. La familia conocía su problema en el pasado, pero por suerte lo había olvidado cuando pareció que no reincidía. Nick era el único que sabía lo del reciente desafío de los cuchillos de trinchar. Dijo:

—No me importa no cenar si estropeo el número de comensales.

Le gustaba la pompa bien regada de las cenas en la casa, pero sabía que estaba demasiado enamorado para hacer algo más que sonreír a la luz de las velas y pensar en Leo. Estaría callado y distraído. Y sentía ya un cosquilleo en el aire, el más que real recuerdo de haber estado con su novio.

—No, no —murmuró Rachel, con un impaciente tic de la cabeza.

—Elena, ¡nos arriesgaremos! —dictaminó Gerald—. Sì… va bene… Nick, tú solo tendrás que ser la excepción… um…

Elena volvió al comedor con aquella expresión de sometimiento desdichado que nadie más que Nick advertía o consideraba.

—No vivimos en la Calabria del siglo diecisiete —dijo Gerald, cuando el teléfono empezó a sonar y él lo arrancó de la pared y gruñó «Fedden», con su nuevo estilo serio—. Sí… Hola… ¿Qué?… Sí, sí está… Sí, muy bien… Ejem, lo mismo digo —concluyó, y tendió el auricular a Nick—. Es Leo.

Nick se puso colorado como si sus pensamientos de un momento antes hubieran sido audibles para todos los presentes; en la cocina, fortuitamente, se hizo el silencio y Gerald le miró de una forma que Nick pensó que era severa y decepcionada, pero que quizá no pasaba de ser abstraída, el ceño de una secuencia de pensamiento interrumpida. Catherine dijo:

—Si es Leo, hablarán horas.

Y Rachel asintió, comprensiva, y dijo:

—Sí, ¿por qué no vas a hablar al estudio?

Gerald miró otra vez a Nick como diciendo que la realidad bestial de la vida gay, de las llamadas telefónicas entre chupapollas, era algo más de lo que nunca hubiese creído que tendría que afrontar; pero luego asintió y dijo, cordialmente:

—Faltaría más, es el teléfono rojo.

—Ah, línea directa —dijo Badger, cuyos sensores para captar el escándalo olfateaban algo raro en el aire. Pero cuando Nick cruzó el vestíbulo lo que le sorprendió fue que Rachel supiese lo que pasaba y le protegiera. Gerald nunca se percataba realmente de nada referente a los demás, eran piezas móviles del proceso social, coincidían con él o le contrariaban, su famosa hospitalidad encubría una extraña carencia de aptitudes particulares, personales: Nick vio todo esto con claridad, en una ráfaga liberadora, cuando empujó la puerta del estudio. Después de lo cual, fue bellamente surrealista hablar en murmullos sexy al lado del escritorio, oír la voz de Leo en la única habitación de la casa que ponía de manifiesto el gusto de Gerald, que consistía en un ausencia de gusto, butacas de piel verde, guardafuegos tapizado, lámparas de latón, el decorado de su propio tipo de conspiración masculina.

—Bueno, ha sido una gozada —dijo Leo, empleando medio en broma, medio pretencioso, una palabra de Nick—. Una auténtica gozada.

—¿Lo has pasado bien, querido? —dijo Nick.

—No me ha molestado —dijo Leo.

Nick resplandeció, se rio entre dientes.

—Pensé que era soportable.

—Supongo que tú sí puedes soportarlo —dijo Leo—. Tú no tienes que montar en bici.

Nick se volvió para mirar a la puerta entornada.

—¿Ha sido demasiado para ti? —dijo, sorprendido, y con la sensación, cada vez más recurrente las últimas semanas, de una enorme libertad reclamada por medio de nimios detalles, de que todo lo que decía era bien acogido.

—Eres un chico muy malo —dijo Leo.

—Hum, eso dices siempre.

—¿Qué estás haciendo?

—Pues… —dijo Nick. Era una delicia estar hablando con Leo, pero no sabía muy bien por qué le había llamado, y como era la primera vez que lo hacía, había despertado en Nick una expectación intranquila; después, se le ocurrió pensar que probablemente Leo sólo estaba disfrutando el simple placer de hablar con su amante, de hablar por hablar, así como también decía que le encantaba follar.

—Estoy sentado delante del escritorio de Gerald con la polla empinadísima —dijo Nick.

Hubo una pausa y Leo murmuró:

—No me pongas cachondo. Tengo aquí a mi vieja.

El estudio estaba ya en penumbras y Nick tiró de la cadena que encendía la lámpara de mesa. Gerald, como un bígamo calzonazos, tenía fotos enmarcadas en plata de Rachel y de la primera ministra. Había una agenda grande de escritorio abierta en las páginas finales de «Notas», donde Gerald había escrito: «Barwick: Agente (Manning); esposa Verónica NO Janet (mujer de Parker)». Al preguntar jovialmente a Parker cómo estaba Veronica y a Manning cómo estaba Janet había observado semblantes muy confusos. Nick conocía a Janet Parker, por supuesto, era directora en Rackhams y cantaba en la ópera.

—¿Qué vas a hacer después? —quiso saber Leo.

—Oh, tenemos una gran cena —dijo Nick. Comprendió que esperaba impresionar a Leo con la vida en Kensington Park Gardens y al mismo tiempo estaba dispuesto a repudiarla—. Lo más seguro es que sea muy aburrida… Me han pedido que me quede sólo para hacer bulto.

—Oh —dijo Leo, dubitativo.

—Habrá un montón de horribles vejestorios tories —dijo Nick, en un intento de remedar el lenguaje y el punto de vista de Leo, y soltó una risita.

—Entonces, ¿irá la abuela?

—Desde luego —dijo Nick.

—Vieja bruja —dijo Leo; el insulto pasajero cuando se conocieron en la entrada, no percibido en aquel momento, reapareció más tarde como una magulladura—. Tendrías que invitarme para continuar nuestra fascinante conversación —dijo.

El tema de que Leo fuera a verle había surgido en varias ocasiones desde su primera cita; luego había gravitado y decaído. Nick dijo:

—Oye, seguro que puedo escaquearme.

Y en verdad parecía como si la lógica de la velada —los comensales, la etiqueta, la superstición— fuese sólo la expresión de una fuerza natural más honda, una lógica amorosa que le arrastraba fuera de la casa y le arrojaba de nuevo en los brazos de Leo.

—Seguro que puedo escaquearme —repitió. Al decirlo, sin embargo, sintió que también estaba bien no ver a Leo, un idilio en la separación, mientras que la fabulosa conmoción de la tarde juntos se eclipsaba. Días como aquel tenían su propia pauta, sus altibajos: sería feo cambiar de plan.

—No, diviértete —dijo Leo, quizá con el mismo instinto de sensatez—. Tómate una copa de vino.

—Sí, supongo que lo haré. A no ser que tengas una idea mejor…

Nick se columpió en la silla del escritorio con una sonrisa tensamente malévola; el cordón del teléfono rojo se estiró y se encogió. La silla era una cavidad de respaldo alto y cuero negro, de comandante de nave espacial.

—Eres insaciable, en serio —dijo Leo.

—Porque te quiero —dijo Nick, un sonsonete con la verdad.

Leo aprovechó esta oportunidad para una confesión resonante; fue un breve y profundo silencio, tan táctico como indiscutible.

—Eso se lo dices a todos los chicos —dijo; una frase de insolencia insulsa que Nick sólo toleraba como un forma de timidez. Revolvió la frase en su mente y encontró lo que necesitaba.

—No, sólo a ti —dijo.

—Sí —dijo Leo, con un tono que sonó muy relajado, y fingió un gran bostezo—. Sí, seguramente pasaré por casa de Pete un poco más tarde para ver cómo está.

—Bien —dijo Nick, rápidamente—. Bueno… ¡dale recuerdos!

Hubo un aguijón de inquietud; escondido, inesperado.

—Lo haré —dijo Leo.

—¿Cómo está Pete? —dijo Nick.

—Bueno, un poco alicaído. Esa enfermedad le ha quitado toda su vitalidad.

—Oh, pobre —dijo Nick, pero pensó que no podía prejuntar nada más, por delicadeza con sus propios sentimientos. Paseó la mirada por la mesa, para concentrarse en dónde estaba y no en intimidades imaginarias en el apartamento de Pete. Había un grueso texto escrito a máquina con una tarjeta impresa. «Del despacho de Morden Lipscomb», sobre «Seguridad nacional en una era nuclear», que Gerald había señalado con marcas y subrayados en las dos primeras páginas. «N.B.: amenaza nuclear», había escrito.

—Vale, cielo —dijo Leo, en voz baja—. Bueno, te veré pronto. Nos veremos el fin de semana, ¿vale? Tengo que colgar, mi madre quiere hacer una llamada.

—Te llamaré mañana.

—Sí, bueno, una delicia charlar.

Y en el silencio posterior de la habitación, agitado, mudo, Nick se aferró a aquel simpático pero proletario y cínico delicia. Claro que Leo se sentía inhibido porque estaba en su casa, quería decir algo más. Bastaba con recordar aquella tarde. Era de lo más agradable el simple hecho de que hubiera llamado. La charla era una recompensa romántica, pero no había nada seguro en materia de palabras, había ortigas entre las amapolas. Durante uno o dos minutos, Nick sintió la separación como una tragedia, un drama del atardecer que se espesaba; vio a Leo libre en su bicicleta mientras él estaba en aquel despacho atroz con sus archivadores, sus licoreras y la fotografía ampliada, recién llegada de los enmarcadores, de los ciento un diputados tories nuevos.

En la cocina descubrió que la gente se había dispersado para ducharse y cambiarse, y aquellos ritmos ajenos e imparables le hicieron sentirse como un fantasma. Rachel estaba sentada a la mesa y escribía con su estilográfica las tarjetas con los nombres de los comensales en letra cursiva. Levantó la vista hacia Nick y hubo una ligera tensión en su mirada, así como una solicitud obvia, un deseo de no ofender en un momento de afabilidad.

—¿Todo bien? —dijo ella.

—Sí, gracias… muy bien —dijo Nick, obligándose a sentir que, por supuesto, la vida era una maravilla, sólo que había más cosas de las que esperaba… y también menos.

—¿Debo poner Badger o Derek, tú que crees? Creo que pondré Derek, sólo para indicarle el sitio.

—Bueno, para eso son las tarjetas —dijo Nick.

—¡Exacto! —dijo Rachel, y sopló sobre la tinta. Volvió a dirigir a Nick una mirada breve—. Oye, querido, puedes traer amigos aquí siempre que quieras.

—Oh, sí… gracias…

—Quiero decir que nos disgustaría muchísimo que pensaras que no puedes hacerlo. Esta es tu casa durante todo el tiempo que estés con nosotros.

Y fue aquel «nosotros», la benevolencia general, lo que sorprendió y disgustó a Nick; y además la admisión práctica de que no estaría allí eternamente.

—Lo sé, muy amable por su parte. Lo haré, por supuesto.

—No lo sé… Catherine dice que tienes un… nuevo amigo especial —dijo Rachel, y se mostró severa durante un segundo, magnánima pero en desventaja: ¿cómo debía llamar a una persona así?—. Sólo quería que supieras que será bien recibido.

—Gracias —repitió Nick, y sonrió a través del rubor de que el asunto se supiese. Aquella franqueza le desconcertaba. Se sintió aliviado y engañado. No sabía muy bien si podía hacer uso de la libertad que le estaban ofreciendo: se vio más bien invitando a casa a algunos condiscípulos de la facultad, de piel blanca y simpáticos, a tomar un té sin sentido o a pasar una velada entre amigos, ensombrecida por su propia cobardía.

—Somos unos viejecitos cluecos —dijo Rachel—, ahora que Toby se marcha. ¡Así que hazlo por nosotros!

Era una exageración encantadora, en una mujer de cuarenta siete años, con trece invitados a cenar, pero asimismo reconocía una verdad: no decía que ella le consideraba como a un hijo; no le elevaba ni condescendía, sino que admitía una costumbre, una necesidad de que hubiese en la casa un joven y sus amigos. Juntó las tarjetas, cruzó la habitación y Nick le dio un beso que ella pareció juzgar totalmente apropiado.

De hecho, Toby y Sophie asistieron a la cena. Llegaron temprano y Nick tomó un gin-tonic con ellos en el salón. Pareció que llevaban consigo su propia atmósfera de satisfacción, el talante de su vida juntos en el apartamento de Chelsea, y de un futuro más amplio en que quizá se repantigaran en un sofá o apoyaran un codo en el manto de la chimenea de una habitación tan grande como aquel salón. Toby interpretaba con mucha dulzura el papel de «marido» al que le atosigan un poco, y Sophie le reclamaba de la forma pueril con que alguien experimenta su poder, con pequeñas exasperaciones e indirectas. Imitó cómo Toby rechinaba los dientes cuando estaba dormido. Nick se rio sin ganas ante aquel atisbo del dormitorio, pero la falta de sutileza de Sophie le resultó extrañamente tranquilizadora. Ella vería a Toby roncar y removerse, pero el alcance romántico de los sentimientos de Nick por él, la urdimbre de sacrificios y disparates y noches perfumadas de Oxford subsistía intacta. Toby también fue muy amable con Nick. Abandonó su sitio junto a la chimenea y se sentó en la alfombra, tan cerca de la silla de Nick que este habría podido alargar la mano y acariciarle la nuca. Por un momento, Sophie pareció desorientada, pero enseguida tomó el control de la situación.

—Ah… vosotros dos deberíais veros más —dijo—. Es bueno veros juntos.

Un minuto después, con un aire vagamente cohibido, Toby se levantó y fingió que buscaba un libro.

—¿Y qué ha sido de tu gran amigo…? —quiso saber Sophie.

—Oh… ¿te refieres a Leo?

Leo —dijo Sophie.

—Oh, es… ¡encantador!

De nuevo surgía el tema: Nick no se había acostumbrado todavía a la idea de que otras personas le interrogaran tan alegremente sobre algo tan secreto, tan arraigado en sus temores y fantasías. Toby también desvió la mirada de la librería, con su risita alentadora.

—Un hombre tan… encantador —dijo Sophie, cuya conversación no tendía a desarrollarse, sino a asentarse, de buena o mala gana, en un punto fijo.

A Nick le alegró el piropo y al mismo tiempo desconfió del mismo.

—Pues a él le encantó conocerte —dijo.

—Aah… —ronroneó Sophie, como diciendo que a la gente le solía gustar conocerla.

—Es un gran admirador de tu trabajo, Pips —dijo Toby.

—Lo sé —dijo Sophie, y se quedó sentada en actitud modesta. Se había cortado y peinado hacia atrás, al estilo Diana, el pelo rubio oscuro, y le temblaba cuando movía la cabeza. Llevaba un modelo rojo sin tirantes que no le sentaba muy bien.

—Sabrás que le han dado un papel en una obra de teatro —dijo Toby.

—Oh, chsss… —dijo Sophie.

—No, todos tenemos que ir a verla. Nick… ven al estreno, iremos juntos.

—Por descontado —dijo Nick—. ¿Qué papel es?

Sophie tembló y dijo:

—Bueno, tú también podrías saberlo. —Lo dijo como si la apremiasen a anunciar otro tipo de compromiso—. Hago Lady Windermere

—Fantástico. Creo que lo harás muy bien.

Era un sorprendente papel estelar, pero Nick la veía como la farisaica joven esposa que corta tallos de rosas en su salón de Westminster, y que declama esos espantosos soliloquios suyos…

—No sé qué tal saldrá. Es uno de esos directores ultramodernos. Es… es gay, también, de hecho. Dice que va a hacer una lectura deconstructivista de la obra. A mí no me molesta, por supuesto, porque ya he hecho deconstrucción; pero a mis padres quizá no les guste.

—No puedes preocuparte de lo que piensen tus padres —dijo Nick.

—Tienes razón —dijo Toby—. De todos modos, tu madre es muy abierta. Siempre va a conciertos y a cosas a la última.

—No, con ella no habrá problema.

Toby se rio.

—Claro que el comentario más famoso de tu padre es que ojalá que Shakespeare no hubiese nacido.

—No sé si ese es su comentario más famoso —dijo Sophie, con un tonillo de pique. De hecho, si Maurice Tipper hubiera hecho un comentario célebre seguramente habría sido sobre el margen de beneficios y unos buenos dividendos para accionistas—. Sólo lo dijo después de que los mosquitos le comieran vivo en la función de Pericles, en los jardines del Worcester College.

—Ah… —murmuró Nick, que de la obra sólo recordaba la tímida jactancia de Toby como un Lord de Tyre, cuando Sophie hizo de Marina.

—Dices cosas horribles de mi pobre papá —dijo Sophie, con un tono muy afectado, como si mentalmente ya estuviera en el escenario.

Entró Catherine, ataviada para salir esa noche con un vestido minúsculo de lentejuelas, sobre el cual llevaba una gabardina sin abrochar gris claro. Calzaba zapatos negros de tacón alto y medias con un brillo blanquecino.

—¡Dios! —dijo Toby.

—Hola, querida —dijo Catherine, confidencialmente, a Sophie, y se agachó para darle un beso. Era evidente que, para Sophie, Catherine era el aspecto más dificultoso de su relación con Toby, y Catherine lo sabía y la trataba con la misma especie de condescendencia idiota que Sophie, por lo demás, le habría prodigado.

—Precioso tu vestido —dijo.

—Oh… gracias —dijo Sophie, con una sonrisa y un pestañeo.

—¿Vas a salir, hermanita? —dijo Toby.

Catherine se dirigió hacia la mesa de bebidas.

—Voy a salir esta noche —dijo—. Russell me lleva a una inauguración en Stoke Newington.

—¿Y dónde queda eso? —dijo Toby.

—Es una zona muy conocida de Londres —dijo Catherine—. Está muy de moda, ¿verdad, Soph?

—Sí, claro… querido, ya has oído hablar de Stoke —dijo Sophie.

—Estaba bromeando —dijo Toby; y Nick pensó que era cierto, uno nunca esperaba que lo hiciera, y cuando lo hacía nunca estabas seguro de si bromeaba. Y entonces se le pasó por la cabeza, con una punzada, la idea de una fiesta, no aquella fiesta, sino una ruidosa, con latas de cerveza y humo de marihuana, por la cual se movía con su amante ejerciendo como tal, y envidió a Catherine. Era una imagen de una fiesta de Oxford, pero mezclada con algo conocido sólo por la televisión, una casa llena de personas negras. Toby dijo—: Voy a subir a ver si encuentro un par de pantalones. ¿Vas a ir a la fiesta de Nat, Nick?

—¿Qué fiesta es esa? —dijo Nick, con otra punzada más suave al pensar en otro tipo de fiesta, una de pijos heteros, en la cual no se consideraba necesaria su presencia.

—Oh, va a dar una fiesta de los setenta… —dijo Toby, con desánimo.

—No, no estoy invitado —dijo Nick, con una sonrisa de superioridad, pensando en la intimidad amorosa que había experimentado con Nat en Hawkeswood, cuando los dos estaban sentados en el suelo y emporrados—. ¿Es en Londres?

—Eso es lo malo. Es en el maldito castillo —dijo Toby.

—Sí… ¿No es absurdamente pronto para una fiesta de los setenta? —dijo Nick—. Quiero decir que si los setenta fueron tan espantosos, ¿por qué hay gente que quiere revivirlos?

Anhelaba la oportunidad de ver el castillo: una fortaleza fronteriza, con interiores de Wyatt.

—Bueno, a los chicos de colegios privados les encanta revivir su pubertad, ¿verdad, Soph? —dijo Catherine, regresando con una bebida en un vaso muy alto.

—Me consta —dijo Sophie, enfadada.

—Algunos se pasan la vida reviviéndola —dijo Catherine. Estaba de pie frente a la chimenea, con una mano en la cadera, y ya parecía moverse al compás de la música de un futuro muy alejado de tonterías semejantes.

Toby se encogió de hombros, disculpándose, y dijo:

—¡Sólo espero tener todavía aquellos pantalones de discoteca!

Nick estuvo a punto de decir: «Oh…, ¿los morados…?», puesto que sabía dónde estaban, porque lo había revuelto todo en la habitación de Toby, leído su diario del colegio, olido el forro, como de gasa, del bañador que se le había quedado pequeño y hasta se había probado el pantalón morado (pisando como un idiota las largas perneras). Pero se limitó a asentir y se calló el resto.

Gerald bajó con un traje oscuro y el característico conjunto de camisa rosa, cuello blanco y corbata azul. Parecía reconocer, con una sonrisa indulgente, que había establecido una norma indumentaria que era improbable que los demás igualaran. Siguió sonriendo mientras cruzaba la habitación, como una señal de su decisión de no reaccionar ante el aspecto de Catherine. El impermeable que llevaba encima del minivestido producía la impresión de que estaba casi desnuda. Cuando Badger entró fue menos circunspecto.

—¡Dios santo, chica! —dijo.

—No, en realidad tu ahijada, tío Badger —dijo Catherine, con el desparpajo forzado de una niña mucho más pequeña. Badger frunció el entrecejo y rezongó.

—Pues sí —dijo—. ¿No prometí proteger tu moralidad o algo así?

Se frotó las manos y la miró de arriba abajo.

—No sé si alguien pensará que eres la persona más adecuada para eso —dijo Catherine, dando un sorbo de ginebra, y se sentó de costado en una butaca baja.

—¿No te estás pasando con ese licor, Gata? —dijo Gerald.

—Es mi primera copa, papá —dijo Catherine; pero Nick vio por qué Gerald estaba inquieto: ella estaba esta noche más desafiante que de costumbre. Observó cómo la miraba Badget, con el pico de pelo canoso peinado hacia atrás después de la ducha, y había en él algo indecoroso y un cierto desapego; según Toby, en diversos lugares de África no le conocían como Badger, sino con uno de los varios nombres que querían decir hiena. En efecto, daba vueltas y estaba ávido de algo. Se le consentían las bromas lascivas a su ahijada porque eran, por supuesto, algo imposible, una payasada.

Catherine se quedó el tiempo suficiente para saludar a todo el mundo y comprobar su afirmación de que Barry Groom nunca decía hola. Gerald le siguió la corriente y dijo: «Hola, Barry», y no sólo le agarró la mano sino que la cubrió, a modo de confirmación, con la otra, como si hiciera campaña para recabar votos: ante lo cual, Barry, mirando alrededor de la habitación con una sonrisa suspicaz, dijo:

—Gerald, me sorprendes. —Y le retuvo la mano el tiempo suficiente para que se sintiera incómodo—: Una puerta principal verde no es que emita, digamos, la señal correcta.

Suscitó una risa, más cordial y más compleja de lo que esperaba; hubo una segunda que tardó en asimilar, cuadró los hombros. Siguió a Gerald por la habitación, haciendo gestos vanidosos y críticos con la cabeza cuando le presentaba a alguien, pero no decía hola. Cuando Catherine le estrechó la mano, dijo: «¡Ajá! ¡Una hermosa criatura!», con una presunción vagamente amenazadora de seducirla. Catherine le preguntó dónde estaba su mujer y él dijo que aún estaba aparcando el coche.

Estaba bien que Catherine quisiera estar presente, ser presentada y ayudar a recibir a los invitados, pero para la familia fue también un poco siniestro. Puso nervioso a todo el mundo con aquella gabardina dentro de casa, y pareció que jugaba con las esperanzas de su padre de que se marchara de un momento a otro. Él la miraba distraídamente de cuando en cuando, como si le hubiera gustado decir algo pero hubiese decidido que la excentricidad de la gabardina era preferible a la piel desnuda de debajo. Se la presentó a Morden Lipscomb, con visible renuencia.

El viejo y canoso norteamericano, con su ínfima y granítica chispa de encanto, le estrechó la mano y sonrió burlonamente, como si afrontase una antigua indiscreción que se propusiera desmentir en redondo. Toby y Nick estaban observando a Catherine y Toby dijo:

—Dios, mi hermana parece una de esas chicas que tratan de hacerte entrar en una sala de striptease.

—Parece contratada para desnudarse en una despedida de soltero —dijo Sophie.

Lady Partridge entró con aquel aire de ofensa social que Nick le había visto antes; quería parecer que estaba allí a sus anchas y también quería que su llegada fuese un acontecimiento; su sordera añadió una incertidumbre quejumbrosa sobre cuál de los efectos estaba causando. Badger fue a buscarle una bebida y coqueteó con ella, y ella aceptó el coqueteo. Badger le gustaba, pues le conocía desde que era niño, y le había cuidado una vez en que tuvo paperas y estaba pasando las vacaciones con ellos, episodio del que todavía hablaban como una piedra de toque de su amistad y de una forma un tanto escabrosa, porque al parecer a Badger se le habían puesto las pelotas tan grandes como pomelos. Nick les había oído bromear al respecto unos días antes de aquella semana, y había pensado que era como las bromas que él hacía con sus padres, que eran pequeños puntos de referencia procaces del pretérito, antes de que todo cambiase y se volviera indescriptible.

Como Nick no paraba de pensar en Leo, Leo parecía ser el elemento, el contexto invisible en que aquella gente dispar y deprimente se reunía, se enzarzaba y se felicitaba. El hecho de que no lo supieran lo hacía tanto más divertido y hermoso. Se preparó otro gin-tonic al estilo de Gerald, quinina perdida en enebro, y deambuló sin que le importara que no le dirigiesen la palabra. Miró los cuadros con un nuevo interés, como si se los explicara a Leo, su alumno agradecido. El otro parlamentario y su mujer, John y Greta Timms, estaban de pie delante del Guardi con el aire de quien se ha equivocado de fiesta, de quien quiere algo más de marcha, él con su traje gris y ella con la audacia irremediable de un vestido azul de premamá con un lazo blanco en el cuello; era como si la misma primera ministra estuviese embarazada. John Timms era subsecretario del Ministerio de Interior; debía de ser unos años más joven que Gerald, pero poseía una gravedad precoz y una suficiencia imperturbable. Si Barry Groom nunca decía hola, John Timms, al principio, parecía que no pestañeaba. Tenía la mirada fija y casi sensual, y hablaba con una estabilidad hipnótica de tono y de ritmo, con independencia de lo que dijera: era como si admitiera continuamente que estaba inspirado, pero que no era excitable en ningún sentido turbio. Estaban hablando de la guerra de las Malvinas, la necesidad de conmemorarla con un monumento y de celebrarla con un día festivo.

—Un Trafalgar de nuestra época —dijo Timms, y su mujer, en quien la certeza del marido produjo un tipo de apremio más vibrante, dijo:

—¿Por qué no revivir el día de Trafalgar? ¡Hay que revivir el día de Trafalgar! Nuestros hijos se están olvidando de la guerra contra los franceses…

John Timms miró alrededor como halagado por el celo de su cónyuge y amándola por ello, pero no dispuesto a llevar la cosa tan lejos. No le habían presentado a Nick (en realidad los Timms estaban hablando ellos dos solos) y descansó en él la mirada un momento, como si le percibiera, le sondeara y recelase.

—¿No le gustaría ver un monumento permanente a las Malvinas? —dijo.

—Hum, no sé… —dijo Nick, no sin respeto, y se maravilló de lo exiguos que eran sus pensamientos sobre el tema. La convicción de Timms al respecto era un prodigio en sí mismo. Se imaginó que Leo estaba a su lado y que tenía un hecho notable o una objeción que oponer, una de las que Nick nunca recordaba. Catherine pasó por delante, probando cada uno de los centros de poder del salón.

—Estábamos hablando de las Malvinas —dijo Nick.

—Tengo entendido que la primera ministra es partidaria de un desfile anual —dijo John Timms—, y también de un monumento prominente. Fue un auténtico triunfo suyo.

—Y de los hombres —dijo Greta Timms, con sus densos efluvios hormonales—. Los hombres fueron intrépidos.

—Cierto que fueron intrépidos, querida mía —dijo John Timms—. Fueron impávidos.

—No —dijo Catherine, tapándose los oídos, con una sonrisa burlona—. No vale, no aguanto esas palabras esdrújulas. ¿Me entiendes?

—Oh… —dijo Greta Timms—. ¡A mí siempre me han parecido espléndidas!

—Bien, me voy —dijo Catherine, girando hacia la habitación con la gran sonrisa que quizá toda su vida parecería desprevenida y vulnerable. Un coro ronco de adioses, un jocoso «¿Ah, se va?», y la miraron con alivio, con el súbito buen humor con que se manda a un niño a la cama temprano—. ¡Adiós, abu! —dijo, muy fuerte, besando a Lady Partridge en la mitad del salón—. Te veré mañana, papá.

Y, recogiendo el bolso, salió caminando con sus tacones altos. Lady Partridge espió a Morden Lipscomb para evaluar su sorpresa: si se mostraba divertido por aquella imagen de una portera de club de sexo, su abuela, por el hecho de serlo, estaba dispuesta a reclamar parte del gracioso mérito. Pero Lipscomb miraba decepcionado a Gerald.

Lady Partridge fue acompañada hasta la mesa de la cena por Lipscomb. En realidad, en casa de los Fedden no «acompañaban a la mesa», pero la procesión desde el salón, bajando la escalera y hacia la luz de las velas, despertaba un recuerdo o una inquietud en los invitados. Lipscomb, con una patosa formalidad del nuevo mundo, ofreció el brazo a la anciana señora y la madre de Gerald, que tenía un aire disparado después de dos gin-tonic, se apretó contra él como una antigua llama. En el comedor, Lipscomb miró alrededor, con una curiosidad comedida, mientras la gente encontraba su sitio.

—Sí, siempre me ha parecido una habitación magnífica —dijo Lady Partridge, arrastrando el paso hacia su silla.

—¿Y esos son sus antepasados, Lady Partridge? —preguntó Lipscomb.

—Sí… sí… —dijo ella, con una gentileza aturdida.

—No, no son sus antepasados —dijo Rachel, en voz baja pero firme—. Son mi abuelo y mi tía abuela.

A Nick le colocaron en mitad de la mesa, con Kent a su derecha y Jenny Groom a su izquierda: el sitio más aburrido, pero no le importó porque tenía compañía propia. Atacó el pastel de cangrejo como si compartiera una broma.

—¿Cómo se siente usted aquí? —quiso saber Jenny Groom, con el aire de quien está habituado a sorpresas desagradables.

—Raro pero cómodo —dijo Nick; y como a ella no le gustó esta respuesta, añadió—: No, soy un viejo amigo de Toby.

—Oh, el hijo de Gerald, se refiere… ¡Y he oído que trabaja en el Guardian!

A Nick le pareció que el escándalo de que Toby fuera becario del Guardian eclipsaba su propia disidencia, ya era suficiente para una casa.

—Bueno, pregúntele a él. Está sentado allí —dijo Nick, lo bastante alto para importunar a Toby mientras escuchaba a Greta Timms ensalzando las virtudes de la familia: Toby esbozó una media sonrisa de agradecimiento pero le dijo: «Sí, ya veo» a Greta para mostrar que le seguía dedicando su atención.

—Oh, por supuesto. Se parece a su padre —dijo Jenny, ceñuda—. ¿Y qué hace usted?

—Estoy haciendo un doctorado en la Universidad de Londres sobre… sobre Henry James —dijo Nick, viendo que la cuestión del estilo podría extraviarla por completo.

—Oh… —dijo Jenny con cautela—. Sí. Nunca he leído nada de James.

—Pues… —dijo Nick, sin que le importara si lo había leído o no.

—O, espere, ¿no leí un libro? Doctor Johnson o algo así.

—No… no creo que…

—No, ¡no es Doctor Johnson, obviamente!

—Quiero decir que eso es de Boswell.

—Estaba situado en África… Ya sé: Mr Johnson.

—Oh, Mister Johnson es una novela de Joyce Cary.

—Exacto. Sabía que había leído algo de él.

Cuando sirvieron el venado, Gerald gritó:

—¡No toquen los platos! ¡No toquen los platos! —Sonó como si hubiera ocurrido algo malo—. Tienen que estar al rojo blanco para el venado.

La cosa era que la grasa se congelaba de un modo repulsivo si los platos no estaban ardiendo.

—Sí, mi cuñado tiene un parque de ciervos —le explicó a Morden Lipscomb—. Algo bastante raro en estos tiempos. —Los invitados miraron con humildad sus raciones—. No, es carne de ciervo… —continuó Gerald, con su manera furiosa de contestar a preguntas que quisiera que alguien le hubiese hecho. —Es anterior en la temporada a la hembra del gamo, y muy superior. —Iba escanciando el borgoña él mismo—. Creo que esto le gustará —le dijo a Barry Groom, que lo olió irritado, como si supiera que se le suponía más dinero que gusto.

Nick intercambió una breve sonrisa con Rachel, más allá en la mesa. Pareció que se burlaban ligeramente no sólo de Barry, sino también de Gerald. Nick dio su primer sorbo de borgoña con un escalofrío por el entendimiento establecido con Rachel, como una libertad consentida a un niño por una madre confiada: la supuesta conspiración contra el padre. Se preguntó si Gerald y Rachel se pelearían algunas veces. Si lo hacían, era en la intimidad blanca de la alcoba, que, como su pequeño vestíbulo, estaba insonorizada por dos puertas gruesas; en cierto modo, se convertía en algo sexual.

Cuando pensó en Leo después de estar uno o dos minutos sin pensar en él, oyó un gran sonido orquestal en la cabeza. Vio a Leo tumbado encima de su chaqueta, debajo de un arbusto, con la camisa y el jersey remangados hasta debajo de las axilas, los vaqueros y los calzoncillos bajados hasta las rodillas y pequeñas hojas muertas pegadas a los muslos… y oyó el acorde asombroso. Era fuerte y suave al mismo tiempo, un pizzicato abismal, un brinco del bronce más oscuro, y por encima un espeluznante brillo de cuerdas. Sintió que le derribaba y que le levantaba en vilo en un único gesto sin oposición. No pudo repetirlo de inmediato, pero al cabo de un rato vio a Leo que se alzaba para besarle y el acorde de amor volvió a estremecerle la piel. Lo sobresaltó mientras Penny le estaba describiendo el enorme interés de trabajar para Gerald, y Nick dio un salto y sonrió a su amigo invisible, y a Penny entonces le preocupó haber dicho algo gracioso. Él no sabía si aquello procedía de algo conocido o si lo había escrito él mismo. No era, desde luego, el acorde de Tristán, con su germen de catástrofe. Se le ocurrió la idea espantosa de que si existía, era probable que lo hubiese escrito Richard Strauss, para ilustrar algún asesinato con un hacha o una decapitación, alguna atrocidad vulgar. Para Nick, por el contrario, aunque le aterraba, era también inefablemente dichoso.

—¿Y qué tal te va en la Universidad de Londres? —dijo Penny afablemente, como si después de Oxford debiese de ser una triste degradación. Nick y Penny nunca habían coincidido como estudiantes, la palabra Oxford significaba cosas distintas para ambos, pero Penny lo utilizaba como si fuera algo que tuviesen en común.

—¡Oh, muy bien…! —dijo Nick, y añadió, servicialmente—: Verás, no se parece en nada a Oxford. El lugar en sí es bastante deprimente. Acabo de enterarme de que el departamento de inglés era una fábrica de colchones.

—¡No me digas! —dijo Penny.

—Es un poco deprimente. Supongo que no es de extrañar que la mitad de los profes sean alcohólicos.

Penny se rio, extrañamente excitada, y Nick se sintió bastante pérfido. De hecho veneraba al profesor Ettrick, que le había tomado aprecio con una inmediata confianza discreta, y había visto en el tema de su tesis posibilidades que a él no se le habían pasado por la cabeza. Pero no hacía mucho más, y la mayor parte del tiempo que Nick pasaba en la biblioteca los ojos se le iban más allá de la página, en un ensueño profundo y monótono sobre Leo: el gran despliegue de las frases de Meredith o James se hacía más lento y se transformaba en paréntesis subliminales, oraciones subordinadas de media hora de sexo rememorado. Y se sentía culpable, porque quería merecer la confianza del profesor y ser tan inteligente y entregado como quería ser.

—¿Estás trabajando en Henry James? —dijo Penny.

—Eee… sí —dijo Nick.

Pareció contentarse con esto, pero sólo dijo:

—Mi padre ha leído toneladas de Henry James. Creo que le llama el «maestro».

—Algunos lo llamamos así —dijo Nick. Parpadeó, con la humildad exaltada de un prosélito, y cortó un cuadrado de carne parda.

—«El arte crea vida»: ¿no era esto su lema? Mi padre lo cita a menudo.

—«Es el arte el que crea vida, crea el interés, crea la importancia, para nuestra consideración y aplicación de estas cosas, y no conozco ningún sustituto de la fuerza y belleza de su proceso» —dijo Nick.

—Algo parecido —dijo Penny. Sonrió satisfecha a la luz de la vela—. Me pregunto qué habría hecho Henry James de nosotros —continuó.

—Pues… —Nick lo rumió. Pensó que Penny era como un tía altruista que proponía preguntas con una firmeza y una ignorancia virginales. Condescendió a preguntarse qué perspectivas sexuales tendría. A cierto tipo de hombre quizá le agradase dar un poco de color a aquel regordete cuello blanco—. Habría sido muy bondadoso con nosotros, habría dicho lo maravillosos y lo guapos que éramos, nos habría dicho cosas increíblemente sutiles y no se habría percatado hasta justo antes del final de que nos había visto enteros por dentro.

—Porque escribió sobre la alta sociedad, ¿verdad? —dijo Penny, pensando a todas luces que era donde ella estaba y quizá también que pertenecer a ella suponía estar a salvo de que te radiografiaran.

—Bastante —dijo Nick, y recordando su charla en el verano con Lord Kessler y en realidad dándole a él una respuesta largo tiempo meditada—: La gente dice que no entendía nada de dinero, pero desde luego conocía todos los efectos que produce y la forma de pensar de la gente que tiene dinero. —Miró con afecto a Toby, al otro lado de la mesa, que de puro amable que era de vez en cuando intentaba no pensar como un rico, pero que en realidad no conseguía coger el tranquillo—. Odiaba la vulgaridad —añadió Nick—. Pero también dijo que llamar vulgar a una cosa era no poder describirla como es debido.

Penny se quedó como si tratara de entenderlo, pero de hecho estaba escuchando lo que Badger le decía en el otro oído: el súbito rubor y la risita de Penny indicaron a Nick que era una de las pullas sexuales que le dirigía Badger: era casi siempre una manera de llamarle marica.

Toby estaba escuchando a Greta Timms, pero se inclinaba para no perder de vista a Sophie, secamente examinada por Morden Lipscomb.

—No —dijo Sophie, a regañadientes—. Sólo he actuado en una película de cierta importancia.

—¿Y en el teatro? —dijo Lipscomb, con una extraña mezcla de insistencia e indiferencia.

—Pues estoy a punto de trabajar en algo. Es… Me temo que va a ser un montaje algo moderno… Es El abanico de Lady Windermere.

Jenny Groom empezó a preguntar algo sobre Catherine, si estaba tan loca como decían, y los titubeos de Nick al contestar sólo le permitieron oír a medias la verdad que Lipscomb le sacó a Sophie, que no era ella la que interpretaba a Lady Windermere, sino:

—Oh, sólo un papel secundario… ¡No! No demasiado que aprender… Oh, no, ella no, es un papel maravilloso… De todos modos es probable que el director lo estropee todo…

Y que, en suma, ella encarnaría a Lady Agatha, un papel que contenía nada más que dos palabras: «Sí, mamá». Nick pensó que era muy cómico y después le dio pena Sophie. Rachel dijo:

—Querida, qué divertido, iremos todos al estreno.

Pareció que lo decía con sinceridad, y en consecuencia se vio que se implantaba una alianza más, de solidaridad eficiente y casi impersonal, entre la madre y su posible nuera.

Lady Partridge, celosa de la atención de Lipscomb, se fue por las ramas nada evidentes de su prótesis de cadera.

—Oh, me lo hicieron en el Dorset… Pues sí, siempre voy allí, me parecen una maravilla… chicas encantadoras… Sí, las enfermeras… Hay uno o dos médicos de color, pero no es en absoluto necesario tener el menor trato con ellos… ¡No es que yo sea de las que se pasan la vida en el hospital! —le tranquilizó—. Mi marido estuvo ingresado mucho tiempo.

—Ah… —dijo Lipscomb, calculando la distancia que le separaba de un pésame.

Ella levantó su copa, con un suspiro mundano.

—Bueno, he sobrevivido a dos maridos y creo que es suficiente —dijo, como dejando un pequeñísimo resquicio para nuevas proposiciones. Miró a Lipscomb, quizá preguntándose si habría dicho algo, y continuó—: ¡De hecho los dos se llamaban Jack! No podían ser más distintos, como suele pasar… Eran como la noche y el día… ¡Creo que no se habrían llevado bien ni un momento, si se hubieran conocido!

Nick pensó que ella bien podría haber estado hablando por teléfono, oyendo preguntas y respuestas emitidas desde muy lejos.

—Jack Fedden, por supuesto, el padre de Gerald, un hombre curioso, en un sentido… Era abogado, un auténtico hombre de leyes… muy, muy guapo… y Jack Partridge, Sir Jack, claro… No, no era abogado… En absoluto… Era un Iiombre práctico, un constructor, construyó algunas de las nuevas autopistas, como quizá usted sepa… Sí, algunas de las M… la M, um… Hizo un trabajo magnífico…

En la cabecera de la mesa, a Gerald le distraía visiblemente la cháchara de su madre. Nick sabía que Jack Partridge había muerto pero no mucho después de haber sido nombrado «Sir», en uno de los curiosos cambios de arriba abajo habidos en los últimos años; era un tema que quizá pareciera que deslucía a su hijastro por asociación. Gerald hizo una intervención enérgica y dijo:

—Le diré, Morden, que me dejó sumamente impresionado su informe sobre defensa estratégica.

—Ah… —dijo Lipscomb, con una sonrisa que mostraba que no se dejaba halagar tan fácilmente—. No sabía si usted coincidiría con mis conclusiones.

—Oh, plenamente —dijo Gerald, con una sorprendente sonrisa burlona que a Nick le confirmó que no había leído más que aquellas primeras páginas—. ¡Cómo no estar de acuerdo!

—Pues… se sorprendería —dijo Lipscomb.

—¿Habláis de los teléfonos? —dijo Lady Partridge.

—De misiles de defensa, mamá —dijo Gerald, en voz alta.

—Ya sabes, abu, la guerra de las galaxias —dijo Toby.

—Estás pensando en ETS[9], Judy —dijo Badger.

—Ah —dijo Lady Partridge, y soltó una risita, no vergonzosa, sino por la atención que se había granjeado.

—El presidente anunció hace seis meses la iniciativa de defensa estratégica —dijo Morden Lipscomb, con gravedad pero un poco impaciente—. Su propósito es proteger a Estados Unidos de cualquier ataque por medio de sistemas de misiles teledirigidos. Se creará, en efecto, un escudo defensivo para repeler y destruir armas nucleares antes de que nos alcancen.

—Una idea deliciosa —dijo Lady Partridge. Pareció satírico, y el plan, en efecto, había sido acogido con tanta sorna como desazón; pero después Nick pensó que no, que a la anciana le complacían las armas y los presupuestos de armamento en general.

—Creo que es una idea irresistible —dijo Lipscomb, posando con autoridad la mano izquierda en la mesa. Llevaba en el índice un anillo de sello, pero no una alianza de casado. Claro que esto no quería decir mucho; el padre de Nick y los amigos de su padre no llevaban anillos de matrimonio porque se consideraban, a pesar de todo su simbolismo, un tanto afeminados. Pensó en la tarjeta: «Del despacho de Morden Lipscomb»; de dónde, si no, podría haber salido: ¿de «la trastienda», «del cuarto de baño», «del armario de Morden Lipscomb»?… Bueno, era una idea. No había duda de que era un hombre con sus propios sistemas de defensa.

Después del pastel, las damas se retiraron. Nick las acompañó con el pensamiento cuando subían la escalera; con una rodilla apoyada encima del asiento, confiaba en que quizá le permitieran subir con ellas. «Vente para aquí, Nick», dijo Gerald. Todos los hombres se agolparon junto a Gerald en la cabecera de la mesa, con un impulso resuelto de camaradería, y ocuparon los asientos de las mujeres ausentes. Nick entregó la servilleta de Lady Partridge, manchada de carmín, a Elena, que había entrado para retirarlas. Le gustaban muchas reuniones de hombres solos, pero ahora echaba en falta la mediación de una mujer, incluso la de Jenny Groom, cuya general impaciencia Nick había decidido que era una flor triste del odio a su marido. Tenía a Barry Groom sentado enfrente, ceñudo, como familiarizado hasta un grado de cansancio con la etiqueta de aquellas ocasiones. Nick miró a Toby en busca de ayuda, pero este estaba sacando una caja de puros y el cortapuros; Gerald ponía en circulación las licoreras. Nick se imaginó a Leo tal como le había dejado, empujando la bicicleta por el manillar, y sonó el acorde de amor, pero cauteloso: no quería que los demás lo oyeran. ¿Cómo describir, incluso a sí mismo, el paso de Leo, su brío, el hermoso despliegue, a medias intencionado y a medias inconsciente, de sus propios efectos?

—Te daré un consejo —dijo Barry Groom, eligiendo imperioso entre las botellas de oporto y clarete, que no llevaban distintivos.

—Oh, sí —dijo Nick, y notó que su erección empezaba a decrecer.

—No dediques nunca a especular más del doce por ciento de tu capital.

—Oh… —boqueó Nick, jocosamente, pero al ver que Barry estaba casi enfadado, de tan en serio que hablaba, continuó—: Doce por ciento. Bien… Intentaré recordarlo. No; parece un buen consejo.

—Doce por ciento —dijo Barry Groom—: es el mejor consejo que puedo darte. —Deslizó las licoreras hacia él, ya que constituían el puente, y las puso fuera del alcance de Gerald. Nick se sirvió oporto y se lo pasó a Morden Lipscomb, en un alarde de prontitud y encanto. Lipscomb estaba cortando un puro y sus labios finos, curvados hacia abajo por la concentración, parecían rumiar algún desdén no dirigido al habano, sino a la compañía que le rodeaba. Se suponía que era el momento de abordarle, en la solemne pero desinhibidora ausencia de las mujeres, pero se mostró reservado, o arisco. Nick compadeció a Gerald, pero no veía manera de ayudarlo. Su forma de congeniar con la gente era a través de la súbita intimidad de una conversación sobre arte y música, de una muestra de sensibilidad; pero intuyó que Lipscomb le rechazaría, como si rechazara Otra clase de intimidad. Volvió a preguntarse qué habría dicho y hecho Leo: tan claras y sarcásticas eran sus opiniones.

Entonces, Derek —dijo Barry, con su cortante tono informal—, ¿cuánto tiempo te quedas?

Badger se demoró varios segundos en una calada persuasiva y expelió una picarona nube de humo.

—Hasta que me eche el bueno de Banger —dijo, señalando a Gerald con un movimiento de la cabeza.

—Ah, conque le llamas así —dijo Barry, con otro movimiento rival.

Badger gruñó, dio una rápida chupada al puro.

—Los tiempos de Oxford… —dijo, a sabiendas de lo susceptible que era Barry—. No, en este momento me están arreglando un piso, y por eso estoy aquí.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está ese piso? —dijo Barry, suspicaz.

Como Badger hizo oídos sordos a esta pregunta, Barry la repitió y Badger dijo por fin, como quien da una pista a un adivinador lento:

—Bueno, está muy cerca de tu lugar de trabajo.

El secretismo era supuestamente una pulla más, aunque concordaba con algo sórdido y supersecreto que había en Badger.

—Es sólo un pisito…, un pequeño pied-à-terre.

—Un folladero, en otras palabras —dijo Barry, bruscamente, para cerciorarse de que la palabra vulgar y su carácter ofensivo hacían mella. Hasta Badger pareció un poco avergonzado. Gerald lanzó un grito ahogado de menosprecio y se enfrascó en una nueva conversación, de aire confidencial, con John Timms y su antiguo mentor sobre el genio de la primera ministra. Nick lanzó una mirada a Toby, que entornó los ojos, con una solidaridad general aunque inconcreta.

—No sabía si la primera ministra estaría con nosotros esta noche —dijo Lipscomb—. Pero ya veo que, por supuesto, esta no es una de esas reuniones.

—Oh… —dijo Gerald, con un aspecto ligeramente culpable—. Lo siento muchísimo. Me temo que ella tenía un compromiso. Pero si quiere que se la presente…

Lipscomb esbozó una sonrisa excepcional.

—Comemos juntos el martes, así que no hace falta.

—Oh, ¿sí? —dijo Gerald, y sonrió también, con una pequeña y cordial máscara de envidia.

Y así prosiguió la velada durante diez o quince minutos, con Nick apostado en la confluencia de dos conversaciones, el invitado «de sobra» que Gerald había predicho con tanta vehemencia. Nick pasaba las licoreras, agradecido, y sonreía débilmente a los reflejos de los candelabros en el tablero de la mesa o en un espacio despejado, justo encima de la cabeza de Barry Groom. Acogió con un gruñido evasivo varios chistes de Badger, que a la luz apaciguadora de la vela parecía casi un amigo entre los demás invitados. Asintió con aire pensativo, sin seguir el hilo, a uno o dos comentarios de Lipscomb que merecieron una pausa general de respeto. El hedor de los puros era la única atmósfera, pero el alcohol confería una seguridad secreta. Había algo tan irritante en Barry Groom que resultaba fascinante: te daban ganas de que volviera a incordiarte. Era un chinchorrero increíble, ¿sería eso?: expresaba todos sus anhelos como una especie de desprecio de lo que anhelaba. Y sin embargo se entendía con Gerald, eran socios y útiles el uno para el otro; y aquello quizá era la verdad imponderable detrás de aquella reunión adulta.

—Esa manera en que habláis del Martyrs’ Club los cabronazos de Oxford —dijo Barry, y frunció el ceño mientras ingería un trago de clarete—. De qué erais mártires, es lo que a mí me gustaría saber.

—Ooh…, de las resacas —dijo Badger.

—Sí, de la bebida —intervino Toby, y asintió con convicción.

—De los números rojos y las distinciones de clase —dijo Nick, jocoso.

Barry le clavó la mirada.

—¿Qué, tú también eras socio?

—No, no… —dijo Nick.

—¡No me lo parecía!

Y entonces resonó en el vestíbulo el ruido que hizo al abrirse la puerta de la calle y el portazo con que la cerraron. Inmediatamente después sonó el timbre, tres llamadas perentorias. Hubo un grito de enfado, volvieron a abrir la puerta y Catherine —debió de ser— habló: desde el comedor sólo oyeron la secuencia presurosa de su voz. Nick recorrió con la mirada la cara de los reunidos en torno a la mesa, que parecían perplejos, disgustados o incluso ligeramente intrigados. John Timms miraba sin pestañear hacia la puerta cerrada del comedor; Badger, en su asiento, estaba envuelto en una voluta de humo. «¡Muy bien!» Era Catherine.

—Esa niña agotaría la paciencia de una ostra —dijo Gerald, con evidente franqueza, pero también con un resoplido divertido, una mirada rápida para juzgar el efecto de su alusión.

Entonces volvió a cerrarse la puerta de la calle, esta vez con más tiento, y se oyó una voz de hombre: «Tienes que andar con cuidado, chica…». Nick soltó una risita, tratando de transmitir que era la voz de Russell, pero Gerald había posado el puro y se levantó: «Perdonen…», murmuró y se encaminó hacia la puerta, con una sonrisa cada vez menos risueña.

—Es mi hermana —dijo Toby.

—Como iba diciendo… —dijo Morden Lipscomb.

Cuando Gerald abrió la puerta, el hombre estaba diciendo, en voz baja, aunque acuciante:

—Tienes que calmarte, Cathy, no me gusta esto, no me gusta nada verte así…

Y el corazón de Nick se rindió ante aquel acento caribeño, con instantánea lealtad sentimental; sintió que flotaba hacia él desde el corro de hombres asfixiados por el humo, el parloteo oxfordiano y las quejas de Barry.

—¿Quién es usted? —dijo Gerald.

—¡Oh, Cristo, papá! —dijo Catherine, y era obvio que estaba llorando, pues la última palabra, al alzar ella la voz, sonó entrecortada.

—Y usted, entonces, es el padre de Cathy…

Nick se levantó y salió al vestíbulo, con la sensación de que debía intentar aplacar la brusquedad desencaminada de Gerald, y con la inquietud de que quizá ahora hubiera que nombrar y negociar las cosas que Gerald ignoraba. Él tampoco estaba al corriente de todo. Si alguien te decía que estaban contentos, ¿era un error creerles? Catherine, al pie de la escalera, aferraba con las dos manos la cadena de oro de su bolso y parecía a la vez furiosa y vulnerable: Nick estuvo a punto de reírse, como uno hace durante un segundo ante la última catástrofe causada por un niño, y parece que se burla de él cuando lo que pretende es sosegarlo; aunque él también estaba asustado. Había muchas posibilidades de que tuviera que intervenir. Miró a Catherine, con la curiosidad franca que permiten las crisis; era en verdad pueril, la rápida caída; sólo hacía dos horas que ella había salido. Le temblaba la boca, como si formulase una acusación. Resultaba diminuta con sus tacones altos. Nick conocía al hombre, era el taxista de quien Catherine se había hecho amiga y al que metía en casa cuando Gerald y Rachel estaban fuera: cincuentón, las sienes canosas, fornido, un dulce efluvio de marihuana en el semblante; bueno, todos los taxistas de Orbis vendían hierba. Él era algo completa y críticamente distinto a todo lo que había en la casa.

—¡Hola! —dijo Nick, entre dientes, y le posó una mano en el hombro—. ¿Qué ha pasado, querida? —dijo.

—¿Quién es este hombre? —dijo Gerald.

—Me llamo Brentford, ya que lo pregunta —dijo el hombre, despacio—. He traído a Cathy a casa.

—Muy amable por su parte —dijo Nick.

—¿De qué conoce a mi hija? —dijo Gerald.

—Necesita que la cuiden —dijo Brentford—. Esta noche no puedo ayudarla, tengo trabajo.

—Es el taxista —dijo Nick.

—¿Hay que pagarle? —dijo Gerald.

—A ella no le cobro —dijo Brentford—. Me llama cuando él la deja plantada.

—¿Es cierto eso? —dijo Gerald.

—Muy amable por su parte —dijo Nick.

Catherine lanzó un gritito de incredulidad, se acercó a Brentford y le cogió del brazo, pero él también mantuvo con ella una dignidad cautelosa y no la tocó: la empujó con suavidad hacia Nick y Catherine se apoyó en él, gimiendo pero sin estrecharlo. Sufría sola su congoja, no buscaba el consuelo de Nick sino un lugar donde recostarse; aun así, él la rodeó con un brazo protector.

—¿Ha sido Russell? —preguntó. Pero ella no pudo contestar.

—¿Qué ocurre, querida? —dijo Rachel, bajando deprisa. Gerald se lo explicó:

—Ese puñetero de mierda la ha plantado. Pobre Gata.

Lo cual significaba a las claras, a través de su fingida indignación, que había sucedido lo que más deseaba que ocurriera.

Rachel miró a los tres hombres y hubo un atisbo de miedo en su cara, como si Brentford hubiese llevado a la casa una amenaza mucho más grande que la rabieta de Catherine.

—Ven arriba, querida —dijo.

Barry Groom había salido al vestíbulo y miraba y sacudía la cabeza, tan borracho de pronto que hubo en su agresión retrasos inconscientes.

—¡Oye, tú! —le gritó a Brentford—. No sé quién eres. ¡Cabronazo!

Gerald le puso una mano en la muñeca.

—No pasa nada, Barry.

—Si le pones la mano encima, te…

—Oh, cállese… ¡gilipollas! —dijo Nick, sin querer, sobresaltado por el volumen de su propia voz.

—¡Sí, cállate, pajero! —dijo Catherine, a través de sus lágrimas.

—¡Vamos, vamos! —dijo Barry, y después algo horrible, una sonrisa astuta, se le pintó en la cara.

—Dios, lo lamento muchísimo… —le dijo Nick a Brentford.

—¿Qué hacemos aquí todos plantados? —dijo Gerald.

—Cariño, vamos arriba —dijo Rachel.

—Vamos a acabar el oporto y los puros —dijo Gerald, dando la espalda a Brentford. Tenía que mostrar ante sus invitados que se tomaba aquellas escenas con su buen humor habitual—. ¿La llevas arriba, querida? —dijo, como si hubiese alguna posibilidad de que lo hiciera él mismo.

Catherine se alejó, empezó a subir la escalera y Rachel intentó rodearla con un brazo, pero su hija se lo retiró. Nick condujo a Brentford hasta la puerta.

—¿Seguro que no hay que pagarle? —dijo, aunque dudaba de que tuviera el dinero para un trayecto desde Stoke Newington. Quería que Brentford supiera que no era culpable de aquello de que acusaba a toda la casa.

—Es mala persona —dijo Brentford, en el umbral.

—Oh… —dijo Nick—, sí…

No sabía seguro a quién se refería, pero el meneo de cabeza y el brazo ondeante de Brentford parecían condenarlos a todos.

Nick se quedó en la acera un rato después de que el Sierra se hubiera ido y oyó la risa de las mujeres por una ventana abierta del piso de arriba. Era agradable tomar el fresco, fuera de la casa. Temblaba un poco por haber gritado a un hombre al que detestaba. Pensó en Leo, sonrió y metió las manos debajo de las axilas. Se preguntó qué estaría haciendo Leo, la tarde con él llameó de nuevo y le deparó un cálido asombro; luego la idea de Pete le cubrió como el frío de una nube. Entró y redujo el paso al cruzar por la puerta entornada del comedor: «… ¡el pordiosero apestaba a maría!», estaba diciendo Gerald, lo que suscitó extrañas risas forzadas. Ahora quizá sí pudiese subir a degustar la libertad de ser el invitado que sobra. No había un sitio para él en ninguno de los dos grupos. Era una descortesía marcharse, pues revelaba un deseo anterior de hacerlo; pero no podía volver a sentarse con Barry Groom. Pensó que Gerald quizá también se enfadara con él, pero sin duda se alegraría de que se interesase por Catherine. No se podía decir que aquello fuera eludir la responsabilidad. Empezó a subir la escalera de piedra y antes de detenerse había tarareado varios compases vivos y anticipatorios de la cuarta sinfonía de Schumann.