—«Esto no es la vida de un héroe», dijo de la primera pieza un crítico, «sino más bien una vida de perro». O más bien un desayuno de perro, bien puede uno creer después de oír la interpretación de la música de batalla que hacen Rudolf Kothner y la Tallahassee Symphony.
Era una mañana de sábado en la cocina de Kensington Park Gardens, y un joven agudo estaba comparando grabaciones de Ein Heldenleben sobre «Construir una biblioteca».
—Ja, ja —dijo agriamente Gerald, que había estado hundiendo y alzando los hombros, dirigiendo primero con un bolígrafo y luego con una raqueta de tenis. Amaba aquellas mañanas domésticas en que se sometía a Rachel, confeccionaba listas, realizaba pequeñas tareas inventadas en la cocina y la bodega. Hoy era incluso mejor, con su compositor predilecto en la radio; se demoraba y obstruía el paso, oscilando la cabeza de un lado para otro, y sin que le importase lo más mínimo que intérpretes rivales repitieran un pasaje, más alto todavía, una y otra vez. Mostró un gran interés por la descomposición de los adversarios del héroe en criticones (flautas), vituperadores (oboe) y llorones (corno inglés), y los mandó a todos a la despensa con un vigoroso derechazo cuando venció el héroe.
—Pero pasemos a «Las obras de paz del héroe» —dijo el comentarista—, donde Strauss se echa flores y recrea material de sus poemas y canciones sinfónicas anteriores.
No me gusta el tono de ese fulano —dijo Gerald—. ¡Ah, ahora…! Nick… —dijo, cuando la música se exaltó y alcanzó un volumen fortísimo.
Nick estaba sentado a la mesa, con el ingenio muy vivo después de una taza de café y dispuesto a decir toda clase de cosas. Hoy, en especial, le exasperaba el aplomo engreído de Strauss, que no tenía en cuenta sus propias frustraciones, las dos semanas tensas en que el sueño de Leo como un futuro posible se había desvanecido como humo. Pero se contentó con poner una cara cadavérica. En su polémica vigente sobre Strauss se mostraba siempre alegremente combativo y se sorprendía adoptando posiciones cada vez más vertiginosas: después de lo cual tenía que tomarse una tregua para argumentarlas con razones sólidas. El simple hecho de encontrar oposición hacía que emergieran a la superficie sentimientos latentes y opiniones polarizadas que de otro modo quizá no se hubiese molestado en formular. Para él se volvía imperioso vilipendiar a Richard Strauss, y lo hacía de buena gana pero de una forma un tanto histérica, como si hubiese en juego algo más que cuestiones de gusto. Veía el extraño fervor de toda aquella contienda en la tenacidad con que negaba el franco placer que le producía parte del material de Strauss y las cosas mágicas que hacía con él… Por ejemplo, ahora esta melodía rotunda que resonaría en su cabeza durante varios días. Observó cómo Gerald también exultaba y se henchía, y una vaga vergüenza ante la escena le ayudó a decir, cuando la música se apagó rápidamente:
—No… no… eso no vale.
—Herbert von Karajan al frente, con las cuerdas de la Filarmónica de Berlín en forma superlativa.
—Exacto, es la que hemos puesto, ¿no? —dijo Gerald—. ¿La de Karajan, Nick?
Era, en efecto, Nick, durante los meses de verano, el que se había ocupado del armario de los discos y el que los había puesto en orden alfabético.
—Um… creo que sí…
—Pero cabe preguntarse, ¿no? —prosiguió el joven comentarista—, si la pura opulencia del sonido y esos tempi amplísimos no tiran por la borda esta lectura y se pierde esa gota esencial de autoironía sin la cual la pieza puede degenerar muy fácilmente en una orgía de vulgaridad. Oigamos a Bernard Haitink y la Concertgebouw en el mismo pasaje.
Gerald tenía la expresión seria y agraviada de alguien herido en un debate que sopesa su respuesta con torpe dignidad. Pasó de nuevo la marea arrasadora de la orquesta.
—No creo que esta versión me guste tanto —dijo. Y un poco más tarde—: No veo qué hay de vulgar en ser glorioso.
—Oh, si le preocupase la vulgaridad nunca escucharía a Strauss —dijo Nick.
—¡Ooh…! —exclamó Gerald, de pronto otra vez alegre.
—Quizá la temprana sinfonía en fa —dijo Nick—. Pero incluso eso…
—Voy a casa de Russell —dijo Catherine, atravesando la habitación con un sombrero y los dedos en las orejas, no se sabía muy bien si para no oír las acciones del héroe o las objeciones de su padre, Gerald.
—Vale, Gatita —dijo Gerald, de hecho, y estampó el pie contra el suelo, exultante, cuando entraron las trompas estentóreas. Era un caso claro de «me-la-suda», la expresión de Catherine para todas las partituras de música romántica. Salió al vestíbulo y oyeron el portazo en la entrada.
El problema era aquella superfluidad colosal, aquel despilfarro de técnica brillante gastada en un material barato, la sensación de que habían cortado los nervios morales y abandonado el cuerpo grande y abotargado a una vida de exceso sin valor. Y luego estaba el puro mal gusto de aplicar el alto lenguaje metafórico de Wagner a las banalidades de la vida burguesa, ¡un absurdo del que Strauss sólo a intervalos parecía consciente! Pero Nick no podía decir esto, sonaría mojigato, parecería que le importaba demasiado. Gerald diría que era sólo música. Nick trató de leer el periódico un par de mininos, pero extrañamente estaba tan excitado que no lograba concentrarse.
—Y luego el corno inglés, que de ser un adversario gemebundo al final se convierte en un caramillo pastoril, introduce la patética melodía que anuncia la partida inminente del héroe de este mundo. Para ver cómo no hay que tocarlo, volvamos a ese disco de medio pelo de la Radio Orchestra de Caracas, a cuyo solista no parecen haberle hablado de esta importante transformación de carácter…
—Gerald, ¿has conseguido hablar con Norman? —preguntó Rachel, con un tono insistente, como si ella tampoco estuviese muy segura de lograrlo. Pero una pregunta o una orden de Rachel tenían una prioridad automática, y él dijo:
—Sí, querida, sí…
Y fue hacia ella para ayudarla con el cesto lleno de rosas amarillas de tallo largo que había traído del jardín. Rachel no necesitaba ayuda y la pequeña pantomima galante casi pasó inadvertida, como si fuera su lenguaje común.
—Penny va a venir a charlar un rato. Norman dice que es demasiado altruista para trabajar para los tories.
—Estará contentísima si le dan un trabajo —dijo Rachel. Norman Kent, cuyos retratos temperamentales de Toby y Catherine colgaban en el salón y en el rellano del segundo piso, respectivamente, era uno de los amigos «izquierdistas» que a Rachel le quedaban de sus años de estudiante, y al que se había mantenido tercamente fiel; Penny era la hija rubia y sonrojada de Norman, que también acababa de terminar sus estudios en Oxford. Se había hablado de que empezara a trabajar con Gerald.
—¿Catherine todavía está arriba? ¿O abajo? —preguntó Rachel.
—¿Em…? No. No está arriba ni abajo, está fuera. Se ha ido a ver al hombre de la Cara[6].
—Ah. —Rachel cortó expresivamente los tallos de rosas—. Bueno, espero que vuelva para el almuerzo con tu madre.
—No estoy seguro… —dijo Gerald, que sin duda consideraba que el almuerzo sería mucho más llevadero sin Catherine, sobre todo porque asistirían Toby y Sophie. Escuchó las últimas recomendaciones sobre Ein Heldenleben y apagó pensativo la radio.
—Está bien, ese chico, ¿eh, Nick? —dijo.
—¿Quién… Russell? Creo que es buen chico.
Tras haberle dado un testimonio ferviente dos semanas antes, cuando ni siquiera le conocía, no tenía más remedio que seguir siendo vagamente positivo ahora que le había conocido y sabía que no lo soportaba.
—Oh, bien —dijo Gerald, contento de que este punto quedase aclarado.
—A mí me pareció bastante siniestro —dijo Rachel.
—Entiendo a lo que se refiere —dijo Nick.
—Una cosa que hemos aprendido, Nick —dijo Gerald—, es que todos los novios de Catherine son maravillosos. Criticarlos es la peor traición. Cuanto menos atractivo el individuo, más acérrimamente le admiramos.
—Amamos a Russell —dijo Rachel.
—Físicamente no vale gran cosa —se apresuró a conceder Nick, a sabiendas de que esto formaba parte del encanto de Russell para Catherine, quien lo describía como «un polvo cegador».
—Oh, vamos, es un gángster —dijo Rachel, con una sonrisa despiadada—. Las fotografías que hizo en Hawkeswood eran pura maldad y sacó a todo el mundo con pinta de idiota.
—Un blanco fácil —dijo Gerald, a todas luces refiriéndose a otra cosa. Catherine había mostrado una selección de las fotos en una cena, la semana anterior. Eran en blanco y negro, de mucho grano, sacadas sin flash y con exposiciones largas que transformaban las facciones de la gente en una máscara lasciva. La foto de Gerald y el ministro del Interior en el momento de ser fotografiados para Tatler era una obra maestra menor. No fueron mostradas las de invitados fornicando, enseñando el trasero, meando en la fuente y esnifando cocaína.
—¿Es así The Face? —dijo Gerald—. Una especie de sátira…
—No, la verdad —dijo Nick—. Es más pop… y moda.
—No me importaría ver un ejemplar —dijo Rachel, con cautela. Y Nick subió los cuatro tramos de escalera para buscar uno en la habitación de Catherine. La sensación de actuar como un intruso delictivo, el recuerdo fastidioso de lo que había estado a punto de ocurrir allí tres semanas antes abreviaron su estancia en el cuarto. Echó una ojeada a la revista, cuando pasaba por delante del dormitorio de sus anfitriones, para cerciorarse de que no contenía nada escandaloso. The Face le gustaba, pero había muchas cosas que no comprendía. La foto de un Boy George pálido y con tirabuzones la había sacado Russell. Al volver a la cocina, Nick se sintió de pronto avergonzado, como si hubiera bajado por error una de sus cuatro revistas porno. La entregó, la pusieron encima de la mesa y la miraron juntos.
—Um… totalmente inofensiva —murmuró Gerald.
—Sí…, es sólo una cosa de niños —dijo Nick, supervisando para interpretar y desviar. No servía de mucho como guía de su propia cultura juvenil, pero sabía que no era sólo una cosa de niños. Se detuvieron en una doble página de moda que mostraba a algunas modelos sexy, semidesnudas, fingiendo una afeminada pelea de almohadas. Gerald frunció el ceño débilmente, como negando todo interés por las mujeres, y Nick comprendió que su paradigma para esta inspección era algún encuentro difícil con sus padres, que se hubieran ruborizado ante el estilo sexualizado de toda la revista y la habrían calificado de «bobada» o «porquería» porque no eran capaces de mencionar el sexo por su nombre. Nick miró a los despatarrados hombres guapos y también se puso espantosamente colorado.
—Siempre pienso que la tipografía es una pesadilla —dijo.
—¿No es una pesadilla? —dijo Rachel, agradecida—. Uno se siente extraviado.
Los tres se pusieron a leer un artículo que empezaba: «“¡Saca a ese mamón de aquí!”, dice Papi Mambo de Choque».
—Muy bien —dijo Gerald, arrastrando las palabras con desdén y pasando páginas de anuncios de clubs y álbumes. Parecía vagamente consternado, no por la revista en sí, sino porque Rachel la hubiera visto—. Aquí no hay ninguna obra del joven genio.
—Pues… sí, hizo la cubierta.
—Ah… —Gerald la examinó de un modo afectadamente profesoral—. Oh, sí, «Foto Russell Swinburne-Stevenson».
—No sabía que tuviese un apellido —dijo Rachel.
—Y mucho menos dos —dijo Gerald… como si el chico no fuese quizá tan malo.
Miraron la sonrisa de carmín y el sombrero insólito de Boy George. No era nada sexy para Nick, pero expresaba una amplia insinuación sexual.
—Boy George es un hombre, ¿no? —dijo Rachel.
—Sí —dijo Nick.
—No como George Eliot.
—En absoluto.
—Muy buena pregunta.
Sonó el timbre; fue tanto un rápido y estridente sonido de carraca como un pitido metálico.
—¿Ya ha llegado Judy? —dijo Rachel, bastante enfadada.
Gerald salió al vestíbulo y le oyeron abrir de golpe la puerta y rugir «Hola» de aquel modo perentorio y desalentador suyo. Y a continuación, con otro timbre de voz que aceleró el corazón de Nick e hizo que el aire quieto de la casa se estremeciera y brillase, Leo dijo:
—Buenos días, señor Fedden. No sé si el joven Nicholas está en casa.
—Pues sí, sí está… ¡Nick! —llamó Gerald, pero Nick ya llegaba, con un extraño paso artificioso, según le pareció a él mismo, de vergüenza y orgullo. Era algo brusco y confuso, pero no podía parar de sonreír. Era la primera vez en su vida que un amante iba a buscarle, y este hecho poseía un brillo escandaloso. En vez de invitar a Leo a que entrase, Gerald retrocedió un poco para que Nick pasara y ver si habría algún problema.
—Hola, Nick —dijo Leo.
—¡Leo!
Nick le estrechó la mano y no se la soltó mientras salía al pórtico estrecho, entre las relucientes columnas toscanas.
—¿Qué tal? —dijo Leo, con su sonrisita cínica, pero con ojos casi acariciantes, que transmitieron a Nick un mensaje secreto y luego le anunciaron con un gesto que Gerald se había ido; aunque debió de haberle oído decir: «… un amigóte de Nick…». Y unos momentos después: «No, negrito».
—Me alegro de verte —dijo Nick, con cierta precaución porque no quería parecer enloquecido de emoción. Y luego—: He pensado en ti. Y me he preguntado qué estarías haciendo.
Sonó un poco como la voz de su madre cuando reprimía afectuosamente una nota de reproche. Miró la cabeza de Leo como si nunca hubiera visto nada parecido, su nariz, su barba de días, la lenta sonrisa tímida que confesaba su condición de vulnerable.
—Sí, recibí tu mensaje —dijo Leo. Miró la ancha calle blanca y Nick recordó su auténtica pero misteriosa frase de que había dado la vuelta a la manzana unas cuantas veces—. Perdona por no haber aparecido.
—Oh, no pasa nada —dijo Nick, y descubrió que las semanas de espera y fracaso estaban ya casi olvidadas.
—Sí, he estado enfermo —dijo Leo.
—Oh, no. —Nick se esforzó en creerlo y pensó en la nueva y deliciosa oportunidad que le daba de compasión e interferencia—. Lo siento mucho…
—Algo en el pecho —dijo Leo—: No se me curaba.
—Pero ahora estás mejor…
—¡Oh, sí! —dijo Leo, con un guiño y un escalofrío, lo que dio pie a Nick para decir:
—Demasiado sexo a la intemperie, me figuro.
En realidad no sabía lo que estaba permitido decir, lo que era divertido y lo que era una torpeza. Temía delatar su inocencia.
—Eres malo, ¿sabes? —dijo Leo, apreciativo—. Eres un chico muy malo.
Llevaba los mismos tejanos viejos de la primera cita, que para Nick poseían ahora una conmovedora cualidad anecdótica, los conocía y los amaba; y una chaqueta de chándal con la cremallera cerrada que le daba un aspecto de estar listo para la acción, o para la inacción, los rigores y el deambular del entrenamiento.
—No he olvidado nuestro pequeño rollo en los arbustos.
—Yo tampoco —dijo Nick, con un gesto atolondrado de quitarle importancia, mirando por encima del hombro.
—Pensé: Es tímido, un poco estirado, pero hay algo que se mueve dentro de esos pantalones de pana. Voy a hacer la prueba. ¡Y qué razón tenía!
Nick se sonrojó de gusto y deseó que hubiese una manera de distinguir tímido de estirado: el matiz le había perseguido años. Quería cumplidos puros, del mismo modo que quería un amor incondicional.
—Total, como estaba por el barrio me dije que probaría suerte —dijo Leo, mirándole de arriba abajo, con intención, pero añadió—: Tengo que pasar por casa del bueno de Pete, en Portobello. No sé si quieres venir.
—¡Claro! —dijo Nick, pensando que una visita al ex de Leo no era exactamente la situación ideal para su segunda cita.
—Sólo un minuto. Ha estado enfermo, Pete.
—Oh, lo siento… —dijo Nick, aunque esta vez sin la prisa de la compasión posesiva. Observó a un taxi que se les acercaba, con una figura que atisbaba impaciente en el asiento de atrás; paró justo delante de ellos y el taxista alargó la mano por la ventanilla abierta para abrir la portezuela trasera. Como la pasajera (que Nick sabía que era Lady Partridge) no se apeó, sucedió algo muy raro y el taxista se bajó del taxi, abrió él mismo la puerta de un tirón y se hizo a un lado con un floreo que ella agradeció secamente, al descender del auto.
—¿Quién es esa sargenta? —preguntó Leo. Y había en verdad algo belicoso en la mirada aguda que Lady Partridge dirigió a los dos chicos en los escalones de la entrada, y en el vestido y la chaqueta azul claro, como si viniese a una cena en vez de a un almuerzo en familia. Nick le sonrió de oreja a oreja y gritó:
—¡Hola, Lady Partridge!
—Hola —dijo ella, con la cordialidad mínima y la buena disposición apresurada de un famoso a quien saluda un admirador desconocido.
Nick no pudo creer que ella le hubiese olvidado y continuó, con una cortesía casi satírica:
—¿Puedo presentarle a mi amigo Leo Charles? Lady Partridge.
Vista de cerca, la chaqueta de la anciana, con gruesos bordados de reluciente hilo negro y plata, poseía una textura escamosa, en la que telas más finas podrían haberse enganchado y descoserla. Ella sonrió y dijo:
—¿Cómo está usted?
Lo dijo con un tono sumamente cordial que, sin embargo, comunicaba algo definitivo: la certeza de que nunca volverían a hablarse. Leo le estaba diciendo hola y tendiendo la mano, pero ella ya había pasado de largo y entrado por la puerta abierta.
—¡Gerald, Rachel, querida! —llamó, nerviosa por la necesidad de que la tranquilizaran.
Portobello Road estaba sólo a dos minutos andando desde la puerta principal verde de los Fedden, y no había tiempo para una escena de amor. Leo empujaba la bicicleta con una mano y Nick caminaba a su lado, seguramente con un aire perfectamente normal pero por dentro aturdido y atento, como si se sobrevolase él mismo. Era aquella experiencia de caminar por el aire, quizá, de la que la gente hablaba y que, como el patinaje, se dominaba con la práctica, pero que en aquel primer intento realizaba a bandazos y tambaléandose. Tenía algo tan importante que preguntar que se sorprendió diciendo algo distinto.
—Veo que conoces a Gerald —dijo.
—Tu espléndido señor Fedden —dijo Leo, con su cara de póquer, como si supiera que «espléndido» era una de las palabras supremas de Gerald—. Bueno, sabía que había algo que tú no querías que yo supiera, y eso siempre me fastidia… Soy así. Y entonces tu amigo Geoffrey en el jardín dijo algo del Parlamento… Pensé, consultaré todo esto en el trabajo. La lista electoral, el Quién es quién, lo sabemos todo de ti…
—Ya veo —dijo Nick, halagado pero sorprendido por aquel primer vislumbre del Leo profesional. Él había hecho, por supuesto, similares pesquisas cuando se enamoró de Toby. Había habido en ello una emoción vicaria, como si la fecha de nacimiento de Gerald, los pasatiempos y diversos cargos de director sustituyeran en cierto modo a los detalles íntimos, los besos y más cosas que Nick había querido de su hijo. Pensó que probablemente a Leo no le ocurría lo mismo.
—Es muy guapo para ser un tory —dijo Leo.
—Sí, parece que a todo el mundo le gusta, menos a mí —dijo Nick.
Leo le lanzó una sonrisita perspicaz.
—No digo exactamente que me guste —dijo—. Es como los que salen en la tele.
—Pues estoy seguro de que pronto saldrá. Claro que hay monstruos en ambos lados, por supuesto: en lo que respecta al físico.
—Muy cierto.
Nick vaciló.
—Pero hay una especie de pobreza estética en el conservadurismo, ¿no crees?
—¿Sí?
—Ese azul es un color imposible.
Leo asintió, pensativo.
—No creo que eso sea el principal problema que tienen —dijo.
El gentío del fin de semana se agolpaba sin cesar a lo largo de la calle, desde la estación y por la cuesta empinada que llevaba al mercado. El comercio de Pete estaba en la fila curvada de las tiendas a la izquierda: PETER MAWSON en letras doradas sobre fondo negro, como las de un joyero antiguo, y las ventanas estaban cubiertas con tela metálica, aunque aquel día el local estaba abierto. Leo empujó la puerta con el hombro y el felpudo conectado a un cable, mientras maniobraba para introducir la bicicleta, emitió un continuo repique de advertencia. Nick había fisgado la tienda en un ocioso día laborable en que estaba cerrada con llave y el correo descansaba sin recoger en el suelo. Había un par de mesas Imperio con tablero de mármol en los escaparates a ambos lados de la entrada, y más allá un espacio más parecido a un almacén semivacío que a un comercio.
Oyeron a Pete hablando por teléfono en la trastienda. Leo dejó apoyada la bicicleta con familiaridad y fue hacia Pete, dejando a Nick solo, que parpadeó nostálgico ante aquella última imagen de Leo, con el ligero rebote o baile que había en su paso. Oyó que Pete colgaba y el murmullo de un beso y un abrazo.
—Ooh, ya sabes… —dijo Pete—. No, estoy un poco mejor.
—He traído a mi simpático nuevo amigo, Nick —dijo Leo, con una tonta voz alegre que a Nick le hizo pensar que quizá se avecinase para los tres un cuarto de hora incómodo. Era muy sensible a cualquier cosa que pudieran decir. Como otras tantas veces, pensó que tenía la ironía indebida, la ciencia incorrecta para la vida gay. Le seguía escandalizando un poco, entre otras emociones de interés y excitación, la idea de una pareja masculina. Leo y él se habían emparejado, de un extraño modo transitorio, pero a decir verdad todavía no eran una pareja.
—¿Pero qué es todo esto? —preguntó Pete, siguiendo a Leo a la habitación.
—Pete, Nick —les presentó Leo, con una amplia sonrisa y un gesto que les instaba a saludarse. El afán de seducir y tranquilizar era un lado de él que Nick no conocía; le pareció que lo posibilitaba todo, en una perspectiva más amplia.
—Pete, mi mejor amigo antiguo —dijo, con su voz proletaria de las concesiones—. ¿Verdad, querido?
Se estrecharon la mano y Pete hizo una mueca, como debida al contacto con alguien no del todo bienvenido, y dijo:
—He visto que has vuelto a merodear por las puertas de la escuela, viejo horrible.
Leo arqueó una ceja y dijo:
—Bueno, no te recordaré lo viejo que yo era cuando me arrancaste del cochecito de niño.
Nick se rio con ganas, aunque era el tipo de payasada afectada que en general no le hacía gracia, y le sorprendió lo doloroso que era aquel atisbo de su pasado juntos. Se vio imaginando y creyendo a medias la historia de Leo en su cochecito. Ser menudo y lozano de cara solía ser una ventaja, pero a Leo no le gustaba que le considerasen un niño.
—En realidad, tengo veintiún años —dijo, con un falso tono bronco.
—¡Habrase visto! —dijo Pete.
—Niele vive a la vuelta de la esquina —dijo Leo—. En Kensington Park Gardens.
—Oh. Qué bien.
—Bueno, estoy viviendo allí una temporada, con un antiguo compañero de facultad.
Leo tuvo el tacto de no entrar en detalles; dijo:
—Sabe de muebles. Su padre es del oficio.
Pete se encogió de hombros con un gesto que abarcaba el exiguo contenido de la tienda. «Estás en tu casa…», dijo, con lo que Nick, educadamente, tuvo que curiosear mientras los antiguos amantes entablaban una charla burlona en voz baja, que Nick, que no quería enterarse de nada, ni bueno ni malo, obstruyó adrede entonando canciones mentalmente. Examinó unas sillas Luis XVI desastradas, una efigie de mármol de un chico, un armario sospechosamente brillante con engastes de similor y el par de mesas del escaparate, que le recordaron a las que en Hawkeswood habían sido transformadas en lavabos. Había una pared cubierta por un enorme tapiz deprimente que mostraba una escena de bacanal con figuras que bailaban y se abrazaban debajo de árboles rojos y pardos; estaba demasiado alto para aquel espacio, y en su borde inferior, desenrollado al descuido, un sátiro que se reía entre dientes parecía bambolearse hacia delante, como un bailarín del limbo, hasta tocar el suelo.
El único objeto de auténtico interés, lo único que reconocer e igualar, era el propio Pete. Andaría por los cuarenta y cinco y tenía un calva en el pelo pajizo y algunas canas en la barba rala. Era delgado, y aunque unos tres o cinco centímetros más alto que Leo y Nick, estaba ya ligeramente encorvado. Llevaba vaqueros viejos y prietos y una camisa vaquera, y exhibía algo que constituía una actitud, un desafío cansinamente agresivo: parecía alguien salido de una época de rebeldía sexual y alianzas de combate, y que dedicaba una mirada de desdén a un mocoso como Nick, que nunca había luchado por nada. O al menos así se explicó Nick su sensación de malestar, el esnobismo impreciso y recurrente y la timidez con que se asomaba al mundo real de los gays. Nick se había imaginado a Pete como el tipo de anticuario mariposón, o incluso como una figura tan asexuada como su padre, con una pajarita y una barba blanca acicalada. Que Pete fuese como era arrojaba sobre Leo una luz nueva y muy reveladora. Lo miró ahora con su culito sublime aposentado en la esquina del escritorio de Pete, y le vio totalmente a sus anchas con un hombre maduro y nada atractivo: había sido su amante y hecho con él cien cosas que Nick aún sólo soñaba, una y otra vez. Nick ignoraba cómo la pareja se había disuelto, ni cuándo; parecían compartir la estabilidad de algo establecido hacía mucho tiempo y ya concluido, y les envidió, aunque no era del todo lo que él deseaba. Formaba parte del juego de Leo, o quizá sólo fuese su estilo, no haberle dicho a Nick casi nada; pero si Pete era el tipo de hombre de Leo, de repente pareció improbable que eligiese a Nick para reemplazarlo.
—Echa un vistazo a esto, Nick —le llamó Pete, como si afablemente tratara de tenerlo ocupado—. Ya sabes lo que es.
—Es una pieza bonita —dijo Leo.
—Es una pieza muy bonita —dijo Pete—. Luis XV.
Nick recorrió con la mirada la incrustación Boulle ligeramente arrugada.
—Bueno, es una encoignure —dijo, y en un intento de agradar—: N’est-ce pos?
—Es lo que llamamos una rinconera —dijo Pete—. ¿De dónde sacaste a este, cielo?
—Ooh… Me lo encontré en la calle —dijo Leo, mirando con mucha dulzura a Nick y después guiñándole un ojo—. Parecía un poco perdido.
—Apenas tiene una marca —dijo Pete.
—Todavía no —dijo Leo.
—¿Dónde está la tienda de tu padre, Nick? —preguntó Pete.
—Oh, en Barwick… ¿Northamptonshire?
—¿No lo pronuncian Barrick?
—Sólo la gente de alto copete.
Pete encendió un cigarrillo, dio una calada profunda, tosió y pareció casi mareado.
—Ah, así está mejor —dijo—. Sí, Barwick. Conozco Barwick. Es lo que se dice un sitio curioso.
—Tiene un mercado precioso del siglo dieciocho —dijo Nick, para ayudarle a que se acordara.
—Una vez encontré allí un pequeño buró Directorio, uno bombé, ya sabes cómo son.
—Seguramente no era nuestro. Lo más probable es que fuese de Gastón. Mi padre vende sobre todo piezas inglesas.
—¿Sí? ¿Cómo va el negocio por allí últimamente?
—Bastante flojo, la verdad —dijo Nick.
—Aquí está en un puto punto muerto. Vamos para atrás. Otros cuatro años de Madam[7] y estaremos todos en la calle. —Pete volvió a toser y rechazó con el brazo el intento de Leo de arrebatarle el cigarro—. Entonces, ¿cuánto tiempo llevas en Londres, Nick?
—Unas… ¿seis semanas?
—Seis semanas… Ya. O sea que todavía estás haciendo la ronda. ¿O sólo pisas el barrio? Habrás estado en el Volunteer.
Leo vio que Nick titubeaba y dijo:
—Yo no quisiera que entre en ese cuchitril. No, por lo menos, hasta que cumpla sesenta, como todos los que van allí.
—Estoy explorando un poco —dijo Nick.
—No sé, ¿adónde van los jóvenes ahora?
—Bueno, está el Shaftesbury —dijo Nick, mencionando un pub que Polly Tompkins le había descrito como el escenario de frecuentes conquistas.
—Pero no eres muy amigo de pubs, ¿verdad? —dijo Leo.
—Tiene que ir al Lift —dijo Pete—, si le va chupar culos.
Nick se sonrojó y movió la cabeza, mudo.
—No lo sé, en realidad.
Estaba muy avergonzado delante de Leo, pero era innegable que le fascinaba que le adivinasen o le definieran sus gustos. Pensó que él mismo sólo los había presentido.
—¿Cuándo conociste a la señorita Leontyne?
Nick lo sabía exactamente, pero dijo:
—Hará unas tres semanas.
Y se sintió más ridículo al dar respuestas rápidas y directas a preguntas burlonas. No se cohibió al oír el nombre de chica aplicado a Leo, y algunas veces había mantenido conversaciones enteras en las que llamaba «ella» a Polly Tompkins, pero no lo consideraba necesario ni hilarante, como hacían algunas personas.
—Así la llamo yo —dijo Pete—. Leontyne Etiqueta. Espero que tengas tu talonario preparado.
No había nada que decir a esto, pero Leo murmuró, con diligencia:
—No hay mucho que tú no sepas sobre etiquetas de precio, Pete.
Nick soltó una risita ahogada y observó cómo la expresión vejada se iba borrando de las facciones tirantes de Pete mientras fumaba mirando el tapiz horrendo. Podría haber sido uno de esos artículos que nunca se venden y que el comerciante casi acaba regalando porque parecen traer mala suerte a todo el negocio. Recordó que Pete había estado enfermo, aunque no sabía de qué.
—Tengo esa puta cama grande —dijo Pete—. No puedo moverla. —Sonó el teléfono y se fue a la trastienda—. Echadle un vistazo.
La cama había sido desmontada y sus postes estriados, el bastidor ornamentado y cuadrado del dosel y el cabezal y los pies, con escenas rococó pintadas, estaban apoyados contra la pared.
—Pues echemos un vistazo —dijo Leo, acercándose y acariciando fugazmente el brazo de Nick según pasaba; se limitaba a ser amable con los dos, pero sin duda no tenía un interés real en ver la cama. No quisieron mover nada por el temor de que pudiera caerse. Nick examinó el oro descolorido y los bordes interiores deslustrados que normalmente estarían ocultos. Toda su vida había contemplado los muebles desde ángulos extraños y todavía conservaba la sensación de la infancia de que las mesas y los aparadores eran complicados edificios de madera en los que uno podía infiltrarse, con sus claves de bóveda, sus capiteles y sus cabezas de león a la altura de la cara, y cuyas ásperas superficies inferiores retenían un olor tenue de la madera real. La cama era magnífica, pero había carcoma en el marco y al parecer le faltaban las colgaduras. Sintió un extraño impulso de armarla y acostarse en ella. Leo se acuclilló para ver el cuadro pintado en el pie.
—Es bonito —dijo—. ¿Qué opinas?
De pie detrás de él, Nick le miraba igual que el primer día, cuando Leo jugueteaba con la bicicleta. Luego desvió la mirada, casi con una sensación culpable, hacia las damas de faldas amplias y sus amantes con jubones, tañendo laúdes; a los árboles que eran azules y plata. Después volvió a mirar donde los vaqueros sin cinturón de Leo se separaban de la cintura. Había recreado y paladeado cien veces este vislumbre desde su primer encuentro, era casi más emblemático y poderoso que el sexo que vino a continuación: el bulto de las nalgas endurecidas de Leo, la provocadora horizontal azul de sus calzoncillos. Así que la ofrenda de una segunda mirada poseía doble fuerza, como la confirmación de una promesa, y la vacilación de Nick era sólo el tirón cauto que sentía ante cualquier perspectiva de felicidad.
—Es muy bonito —dijo.
Leo se giró un poco sobre los talones.
—¿Lo ves? —dijo.
Nick sonreía y suspiraba al mismo tiempo.
—Sí, lo veo —dijo, en un murmullo que puso la conversación fuera del alcance de Pete, convertida en un embriagador subterfugio.
—¿Y qué te parece? —preguntó Leo, muy animado.
—Oh… es precioso —susurró Nick. Vigiló la puerta abierta que llevaba a la trastienda antes de agacharse, deslizar la mano y verificó que esta vez no había una horizontal azul, sino sólo el terso, depilado y curvilíneo Leo. Un segundo o dos después, Nick se enderezó y rodeó con las manos suavemente el cuello de Leo, que se le recostó en las piernas para sostenerse y se frotó el hombro varias veces contra la erección de Nick.
—Um, te gusta esto —dijo.
—Me encanta —dijo Nick.
Cuando volvió Pete zascandileaban por la habitación, con las manos en los bolsillos.
—No os lo vais a creer —dijo—. Creo que he vendido la cama.
—¿Ah, sí? —dijo Leo—. Nick acaba de decir que es muy bonita. Pero dice que hay que trabajarla un poco, ¿verdad, Nick?
Los últimos minutos que pasaron en la tienda tuvieron una atmósfera de extrañeza ridícula. Era difícil asimilar lo que decían los otros dos: Nick, sin prestar atención y enfrascado en un egoísmo radiante, dejó que Leo se encargara de ultimar las cosas. Los muebles y los objetos adquirieron un lustre más vivo y al mismo tiempo parecían locamente irrelevantes. Para Pete debió de ser obvio que tramaban algo, que el aire relucía y temblaba; y no habría sido muy impropio de él hacer algún comentario ácido al respecto. Pero no hizo ninguno. A Nick se le ocurrió que quizá Pete había renunciado de verdad a Leo, resignado y realista, y comprendió que lo lamentaba un poco, porque quería que Pete estuviera celoso.
—Bueno, tenemos que ir a comer —dijo Leo—. Tengo hambre, ¿y tú, Nick?
—Estoy famélico —dijo Nick, con una especie de grito feliz.
Los tres se rieron y se estrecharon las manos, y cuando Pete hubo abrazado a Leo lo largó con una rápida palmada.
Y allí estaban, en la calle, empujados por la muchedumbre que les circundaba y entorpeciendo sin darse cuenta el paso con el suyo lento cuesta abajo, al compás del leve tictac sedoso de las ruedas de la bicicleta de Leo. Era una novedad total para Nick estar con otro hombre, transportado por la corriente crecida y lisa del afecto mutuo, con sus remolinos ocasionales en entradas de tiendas o bajo los toldos de puestos de baratijas. No se volvió a hablar del almuerzo, lo que era buena señal. De hecho no hablaron mucho, pero a intervalos cruzaban miradas que florecían en sonrisitas deliciosas. La lujuria picoteaba los muslos de Nick y le encogía el estómago y la garganta, y casi tenía ganas de gemir entre sonrisas, como si no fuese justo que le prometieran tanto. Se rezagó un par de pasos y movió la cabeza según caminaba. Quería ser los vaqueros de Leo, con la caricia rítmica y fortuita de sus piernas ambulantes, la presión momentánea y la holgura subsiguiente. Agitaba las manos hacia Leo una y otra vez, para llamarle la atención sobre algo, una silla, una placa, las púas azules en la cabeza de un punk. Debía de haber ganado el premio entre todos los hombres que Leo había puesto a prueba. Le tocaba el culo, por el mero placer de consentírselo. No podía decirse que Leo correspondiera, poseía su propio ojo astuto para la calle y hasta arqueaba una ceja taimada ante el impacto sexy de otros chicos que pasaban, pero no importaba porque eran una especie de elementos superfluos, el excedente mirón del deseo desbordante que sentía por Nick. Al atravesar despacio la marea de gente, Nick se vio recuperando el atraso de años de abandono de su educación moral. ¡Así era aquello!
Bajo el toldo con flecos de un tenderete vio el perfil inclinado de Sophie Tipper, examinando un montón de anillos y pulseras antiguos, prendidos en una rampa de terciopelo negro. Lo primero que pensó fue no hacerle caso o esquivarla. Sintió la vieja envidia que le profesaba. Pero entonces Toby apareció detrás de ella y se inclinó con una pequeña sonrisa fruncida de interés distraído: muy parecido a un marido. Descansó la barbilla un momento en el hombro de Sophie y ella le murmuró algo, con lo que Nick tuvo la incómoda sensación de estar espiando su felicidad sin que ellos se dieran cuenta. Formaban una pareja necesariamente hermosa, en cierto modo luminosa contra el oscuro revoltijo del mercado, como modelos a una luz discreta pero artificial. Nick se volvió y buscó algo que comprarle a Leo; anhelaba hacerlo. Vio todas las razones por las que el inminente encuentro social podría no ser un éxito.
—¡Eh, Guest! —dijo Toby; rodeó corriendo el puesto, agarró a Nick y le dio un beso firme en la mejilla.
—Hola… Toby…
Que se besaran era algo nuevo desde la noche de la fiesta, algo que de alguna manera era facilitado y compensado por la presencia de Sophie. Y pareció casi un alivio para Toby, como si eliminase algún antiguo malestar de bajo voltaje por no besarse. Para Nick, por su parte, resultaba delicioso, todo el calor de Toby depositado por un instante en su cara, pero también inequívocamente triste, pues era el claro límite de sus concesiones, otorgadas en la certidumbre de que nunca seguiría algo más íntimo.
—¡Hola, Nick! —dijo Sophie, dando la vuelta al tenderete, y le besó en las dos mejillas con una buena voluntad radiante, que él atribuyó al hecho de que fuese una actriz tan prometedora. Quería presentarles a Leo, pero pensó que quizá dijeran algo indebido, a raíz del parloteo excitado que había soltado en Hawkeswood, cuando estaba colocado. Era uno de esos momentos inevitables pero, aun así, sorprendentes en que una mera ilusión quedaba desmentida por la realidad.
—Vas a llegar tarde al almuerzo —dijo, y pensó que sonaba un poco a grosería.
—Lo sé —dijo Toby—. La abuela quiere tener una de sus sesiones con Sophie. Así que la estamos acortando todo lo posible.
—Bueno, me encanta tu abuela —dijo Sophie, con una falsa irritación.
—No, es una viejecita maravillosa —dijo Toby; y a Nick le recordó cosas de segunda mano que solía decir en Oxford, comentarios sagaces sobre los amigos famosos de sus padres. Sonrió vagamente a Leo. Si Sophie no hubiera estado presente, pensó Nick, podría haber lucido a Toby ante Leo como un accesorio glamouroso de su pasado, y quizá algo más… Pero en aquel momento Toby estaba reclamado y catalogado sin remedio.
—Sophie Tipper, Toby Fedden: Leo Charles —dijo Nick, y Leo dijo dos veces «Leo» al estrecharles la mano.
—Bien, fantástico… Lo sabemos todo de ti —dijo Toby, y le dirigió una sonrisita de aliento.
—¿Ah, sí? —dijo Leo, con un seco tono de dubitación al oír su propia frase en boca ajena.
—Leo es el nuevo novio de Nick —le dijo Toby a Sophie—. Sí, es estupendo.
Nick sólo acertó a lanzar una rápida mirada de angustia a Leo, cuya expresión ausente daba miedo, como para dramatizar el poder de elección al que no había renunciado. La incipiente confianza de unos minutos antes parecía ahora una insensatez.
—Bueno, no hay que adelantar acontecimientos —dijo Nick.
—Pero si es maravilloso —dijo Sophie, como si el bienestar de Nick, su corazón desdichado, hubiera sido una preocupación suya desde antiguo. La vio desvivirse por bendecir el doble triunfo que representaba el novio y el negro.
—Lo tenía muy callado —dijo Toby—. Pero ahora te hemos pillado. ¡Así que desembucha!
Y se puso colorado.
—Sólo vamos a dar un paseo —dijo Leo.
—Es maravilloso.
Toby parecía tan arrobado como Sophie por lo que se imaginaban que estaba ocurriendo, y Nick tuvo una clara y triste visión de una razón más profunda y quizá inconsciente: que la transferencia de la adoración de Nick a otro hombre le quitaba a Toby de encima una oscura presión, una sensación de expectativas no expresadas. Como habría dicho Gerald de algo totalmente distinto, había que alentarlo sin reservas. Y quizá Sophie lo presintiera también. Hasta era posible que lo hubiesen hablado como se habla de un problema impreciso, sólo un momento, antes de volverse insignificante como unos zapatos a los que se tira de un puntapié a los pies de la cama…
—¿Entonces no vas a comer con nosotros? —continuó Toby.
—No estoy invitado —dijo Leo, pero con un alegre meneo de la cabeza. Nick huyó de la mera idea, como un nexo de todos los esnobismos y cuitas, una escena de intercesiones torturadas entre diferentes esferas de su vida: Leo, Gerald, Toby, Sophie, Lady Partridge…
—Bueno, otro día —dijo Toby—. Tenemos que irnos, Pips. Pero ¿nos veremos pronto?
—Sabía que no encontraría mi anillo —dijo Sophie, con el enfado que oculta una dulzura que esconde una dureza.
—Volveremos después del almuerzo. La chica tiene que tener un anillo —explicó Toby, y a Nick no le gustó su tono.
Leo había adoptado una actitud de serena contemplación irónica de la joven pareja, pero entonces dijo:
—Sé que te he visto.
Y pareció un poco avergonzado de su propio gambito. La cara de Sophie era un paradigma de deleite vacilante.
—Oh…
—Puede que me equivoque totalmente —dijo Leo—. ¿No actuabas en English Rose?
Decepcionada, Sophie fingió que se esforzaba en recordar.
—Oh, no… Perspicaz por tu parte, pero no trabajé allí.
—Era Betsy Tilden —dijo Nick.
—Eso, ah, sí, Betsy… No, sé que te he visto.
Nick quería decir que ella sólo había trabajado en dos cosas, un episodio de Bergerac y una película hecha por estudiantes de El diablo blanco, financiada por el padre de Sophie y que se había proyectado una sola vez, en una sesión nocturna en el Gate.
—Trabajé en una película titulada El diablo blanco —dijo Sophie, como si hablara con un niño.
—¡Eso era! —dijo Leo—. ¡Sí! Una película fantástica. Me encantó.
—Me alegro mucho —dijo Sophie—. ¡Qué amable eres!
Leo sonreía con la mirada fija, como si las escenas desfilaran de nuevo por su cabeza, maravillosamente coincidentes con la mujer que tenía delante.
—Sí, cuando él le envenena y… ¿Viste esa película, Nick, El Diablo blanco?…
—Me la perdí, estúpidamente —dijo Nick; no obstante, tenía un recuerdo claro de los universitarios jugando a ser cineastas y que paseaban en jeeps con gafas oscuras de noche, y de que el Flamineo, Jamie Stallard, un imbécil del Martyrs’ Club, que hablaba arrastrando las palabras, era uno de sus befes noires favoritas.
—Tengo que decirte que aquel tío, ¿Jamie, no?… ooh-ooh…
—Lo sé —dijo Sophie—. Pensé que te gustaría.
—No vas desencaminada, chica —se rio Leo, con una picardía tan inflamada que Nick pensó que quizá estuviera provocando a Sophie—. Pero no es… Mejor que me lo digas… No es, ¿o sí?
—¡Oh…! Me temo que no es, no. Mucha gente lo pregunta —admitió Sophie.
Leo se lo tomó con filosofía.
—Pues cuando vuelvan a dar la película, le llevaré sin falta —dijo, con un tono de reproche, como si Sophie y él pensaran que Nick, un chico culto y de primera, todavía embarullado por los conocimientos académicos, empapado hasta las patas de tragedias de venganza, fuese un poco haragán.
—Muy bien —dijo Nick, viéndolo al menos como un par de horas juntos en una negrura arropada, en vez de detrás de un arbusto—. Y te contaré todo lo que sé de Jamie Stallard —añadió.
Pero lo que realmente le interesaba a Leo era Sophie.
—¿Y qué vas a hacer después? —dijo. A modo de disculpa, Nick enarcó las cejas hacia Toby, que movió la cabeza afablemente, como diciendo que si salía con un actriz de talento no le quedaba otra alternativa que interpretar el papel de comparsa. Sophie, por su parte, parecía un poco sobreexcitada, en parte a causa de los elogios pero en parte también porque no estaba acostumbrada a hablar con alguien como Leo, con quien al parecer hacía muy buenas migas.
—Te llamaré —estaba diciendo ella—. ¡Le pediré tu número a Nick!
Nick pensó que ojalá pudiese emular el aplomo de Toby. Se sintió desairado por las atenciones de Leo a Sophie, pero quizá era sólo porque se sentía idiota, pueril por haber contado lo de que eran novios.
—Tenemos que irnos, en serio, Pips —dijo Toby, y el apodo era tan ridículo que contribuyó a que a Nick se relajara.
Pero de nuevo a solas en la calle con Leo, sin que ninguno de los dos dijera nada, tuvo el presentimiento de cómo podía ser, en efecto, una historia amorosa, y de que el milagroso permiso interminable era sólo una parte de ella. Notaba una extraña rigidez en los miembros y las manos le hormigueaban como si acabara de estar lanzando bolas de nieve y se las estuviera calentando ante una hoguera. Pensó que aquel momento le traía a la memoria otras ocasiones en que había fracasado por un fallo de nervios o una estúpida previsión de dicha. Toda la efusividad de Leo con Pete y luego con Sophie había languidecido y les había dejado a los dos solos en medio de aquel bullicio y aglomeración horribles. Nick le miró de refilón con una sonrisa tensa; Leo correspondió estirando el cuello con un aire de desapego enfurruñado.
—Bueno —dijo Nick, al final—, ¿adónde quieres ir?
—No lo sé, novio —dijo Leo.
Nick se rio, compungido, y algo contuvo el impulso de decir una nueva mentira.
—¿Un café? —dijo—. ¿Un indio? ¿Un bocadillo?
Era todo lo que se le ocurrió decir.
—Bueno, necesito algo —dijo Leo, con su tono de ironía rotunda y punzante, lanzándole una mirada severa—. Y no es un bocadillo.
Nick no se arriesgó respecto a lo que podía significar la frase. «Ah…», dijo. Leo volvió la cabeza y le frunció el ceño a un tenderete de cristalería empañada, de color verde y marrón, que estaba ocupando un lugar en la crisis por la que atravesaban ellos dos, y parecía emitir destellos de una vida doméstica asentada.
—Por lo menos con Pete teníamos su casa, pero ¿adónde podemos ir tú y yo?
¿Sería esto su única objeción, el único obstáculo…?
—Lo sé, no tenemos un techo —dijo Nick.
—Un amor sin techo —dijo Leo. Se encogió de hombros y a continuación asintió con cautela, como sopesando si valía para título de una canción.