El cumpleaños de Nick era ocho días después del de Toby, y por un momento surgió la idea de que la fiesta por los veintiún años de Toby fuese una celebración conjunta. «Me parece obvio», Gerald había dicho, y Rachel había calificado la idea de «fascinante». Puesto que la fiesta se celebraría en Hawkeswood, que era la casa de campo del hermano de Rachel, Lord Kessler, la grandeza social del proyecto casi asustó a Nick, entre sus beneficios, por un lado y, por otro, sus exigencias. Posteriormente, sin embargo, no se volvió a hablar del asunto. Nick pensaba que no podía sacarlo a colación él mismo, y al cabo de un tiempo permitió que su madre organizara su propia fiesta familiar en Barwick, la semana siguiente: la esperaba con una resignación intranquila.
La fiesta de Toby se celebró el último domingo de agosto, cuando el carnaval de Notting Hill estaba en su apogeo y muchos residentes del barrio cerraban los postigos y pasaban los cerrojos de sus casas para irse, cruzando los dedos, a su segunda residencia: desde los disturbios raciales de dos veranos antes, el carnaval había sido depositario de renovadas esperanzas y temores. Nick estaba tumbado en la cama la noche anterior y oyó el zanquilargo ritmo del reggae procedente de la cuesta y mezclado, como la cadencia del placer, con el suspiro de los árboles del parque. Era su segunda noche sin Leo. Pensaba en él con los ojos abiertos, en un estado que trascendía al mero pensamiento, una especie de congoja aturdida en la que veía con nitidez todo lo que habían hecho juntos, y la tensión de la pérdida era tan punzante como la emoción del éxito.
A las once de la mañana siguiente se reunieron en el vestíbulo. Al ver que Gerald llevaba puesta una corbata, Nick corrió arriba a ponerse también una. Rachel lucía un vestido de lino blanco y su pelo moreno, con sus francas vetas entrecanas, poseía el esplendor reconocido de un nuevo corte y una nueva forma. Les indicó con una sonrisa que ya estaba lista y Nick sintió el cariño y la eficiencia de aquella unidad familiar. Él y Elena metieron el equipaje para la noche en el Range Rover y luego Gerald les condujo, dejando atrás algunas calles cortadas, a través del gentío amontonado. En todas partes había grupos de policías a los que hacía una señal con la cabeza y para quienes levantaba del volante una mano autoritaria. Sentado detrás, con Elena, Nick se sentía idiota y engreído a la vez. Tenía miedo de ver a Leo en su bicicleta y temía que Leo le viera. Se lo imaginó recorriendo el carnaval y ansió zambullirse igual que Leo en aquel ambiente. Le vio bailando alegremente en la calle con desconocidos o aguardando su turno en las compactas multitudes cambiantes formadas ante los urinarios subterráneos. Su ansia brotó en un pequeño gemido que se transformó en un carraspeo y una exclamación:
—Oh, fijaos en esa increíble carroza.
En una callejuela se aprestaba para el desfile una comitiva de jóvenes negros con alas amarillas y colas como de aves del paraíso.
—Hacen maravillas —dijo Rachel.
—La música no es muy buena —dijo Elena, con un escalofrío alegre. Nick no le respondió, y se sumió de hecho en uno de aquellos momentos de transición interior en que un antiguo prejuicio se disuelve en un nuevo deseo. La música le estremeció con su afirmación repetitiva de lo que él deseaba. Un vasto equipo de sonido batallaba felizmente con el siguiente y deseaba, por tanto, cosas diferentes, futuros hermosos pero discordantes: todo esto en los cuarenta o cincuenta segundos que el coche tardó en salir y adentrarse en la actividad normal de las calles en fin de semana.
Con todo, si no podía estar con Leo lo mejor era hacer algo completamente distinto. Gerald les llevó por la A40 a una gran velocidad que en cierto modo era preferente, como si le escoltaran policías invisibles. Pronto, sin embargo, toparon con una enorme zona de obras y una larga caravana poco impresionable, como sucede por doquier en estos tiempos. Allí estaban retirando los últimos semáforos y rotondas antiguas y abriendo un pasillo despejado a través de un llano, enmarañado, espacio semicampestre. Nick contempló educadamente el desierto de zanjas y cemento y más allá un campo donde unos chicos lugareños daban vueltas y más vueltas en bicicletas sucias, con un desprecio suicida por la idea de ir a algún sitio. Les importaba un bledo el carnaval, nunca habían oído hablar de Hawkeswood y habían antepuesto a cualquier otra cosa su elección de pasar el día en aquel campo. Junto a ellos, quizá un kilómetro y medio de tráfico denso permanecía inmóvil en la autopista del futuro.
Como siempre, Nick sintió la necesidad de allanar los contratiempos. Dijo:
—No sé dónde estamos. ¿Esto es Middlesex, supongo?
—Supongo que es Middlesex —dijo Gerald. Aborrecía que le frustraran y estaba ya impaciente.
—No es muy bonito —dijo Elena.
—No… —dijo Nick, titubeante, de buen humor, como si meditara una defensa del paisaje, a modo de pasatiempo. Sabía que a Elena le preocupaba la fiesta y el cometido que le encargarían esa noche. Ya había hecho unas cuantas preguntas sobre Fales, el nuevo mayordomo de Kessler, con quien estaba a punto de verse forzada a entablar una relación no especificada.
—Si Lionel nos espera para el almuerzo —dijo Gerald—, más vale que paremos en algún sitio a telefonear. Llegaremos tarde.
—Oh, a Lionel no le importará —dijo Rachel—. Nos conformaremos con lo que haya.
—Umm —dijo Gerald—. Por lo general, uno no encuentra en la misma frase las palabras «Lionel» y «lo que haya».
El tono era burlón, pero sugería cierta inquietud personal sobre su cuñado, y un sentido de obligación. Rachel zanjó el tema, contenta.
—Todo irá bien —dijo. Y de hecho el tráfico avanzó un poco, y hubo cierto margen cauteloso para una actitud optimista, que era la única que Gerald aguantaba. Nick pensó en aquel nombre anticuado: Lionel. Guardaba relación con Leo, desde luego; pero Lionel era un pequeño león heráldico y Leo una enorme fiera viva.
Cinco minutos después se paralizó la caravana.
—Este puto tráfico —dijo Gerald, y Elena, al oírlo, se sonrojó un poco.
—Y todo lo demás —dijo Nick, con una alegría resuelta—. Me muero de ganas de ver la casa.
—Pues tendrás que esperar —dijo Gerald.
—Ah, la casa —dijo Rachel, con una risa suspirante.
—O quizá a usted no le guste —dijo Nick—. Debe de ser distinto para alguien que se ha criado allí.
Nick pensó que esto era más bien adulador.
—No lo sé —admitió Rachel—. No sé muy bien si me gusta o no.
—Habría que decir, creo —dijo Gerald—, que es el contenido lo que hace Hawkeswood. La casa en sí es una especie de monstruosidad victoriana.
—Umm…
En la conversación de Rachel, un «umm» o un seco «Yo sé»… podían transmitir un deje de escepticismo sorprendente. Nick amaba su economía de palabras, propia de la clase alta, su modo de no decir nada salvo mediante tonos insinuados de acuerdo o discrepancia; anhelaba poseer aquella maestría. Era tan distinta del vinculante esfuerzo de la conversación de Gerald que Nick se preguntaba a veces si Gerald entendía a Rachel. Dijo:
—Creo que me gustará tanto la casa como su contenido.
Rachel pareció agradecida, pero persistió en su vaguedad respecto a todo el asunto y Nick se sintió un poco desairado. Quizá fuera imposible describir un lugar que uno conocía de toda la vida. Ella no menospreciaba el interés de Nick, pero daba a entender que no cabía esperar que ella también se interesara. Tenía la suerte de no describir, sino de disfrutar.
—Ya sabes, por supuesto, que hay arte moderno, y también Rembrandts —dijo Rachel, con una breve sonrisa por haber recordado un pormenor notable.
Hawkeswood había sido construido en los años 1880 para el primer barón Kessler. Se alzaba sobre una loma artificialmente aplanada entre los hayedos de Buckinghamshire, que desde entonces habían crecido hasta ocultarlo todo a la vista desde fuera, excepto las agujas más altas. La aproximación, después de atravesar los sinuosos y largos eslabones de pueblos, de rebasar una casa de guardés y un cercado para reses, y de ascender más o menos el kilómetro de sendero entre ciervos pastando, fue un clímax complejo para Nick; cuando aparecieron las ventanas fulgurantes de la casa, sonrió de oreja a oreja a la vez que sus ojos críticos, admirativos —no sabía cuál de las dos cosas—, enfocaban los empinados tejados de pizarra y los muros de piedra del color de la mostaza francesa. Había leído la altruista y cómica reseña de Pevsner, que describía un castillo del siglo XVII imaginado de nuevo a la luz de una modernidad lujosa, con ventanas de vidrio cilindrado, calefacción central por debajo del suelo, numerosos cuartos de baño y agua caliente en todos los grifos; pero no le había preparado para la mera presencia desafiante del edificio. Gerald aparcó delante de la porte cochère y allí se apearon y entraron, Nick el último y mirándolo todo, mientras Fales, un mayordomo auténtico, con pantalones de rayas, se presentó a recibirlos. Se hallaban ya en el vestíbulo central, la gran pieza de la casa, de dos pisos de altura, con una galería de pilares en el nivel superior y una chimenea gigantesca construida con fragmentos de una tumba barroca. Nick sintió que había entrado en la extraña y seductora fusión de un museo de arte y un hotel de lujo.
El «lo que haya» de Rachel resultó ser un exquisito y ligero almuerzo servido en una mesa redonda, en una habitación revestida de boiseries rococó que habían sido retiradas enteras de alguna mansión urbana de París y pintadas de azul claro. En el techo, en una elipse floreada, dos féminas desnudas sostenían una corona de rosas. Nick vio al instante que el paisaje sobre la chimenea era un Cézanne. Le produjo una conciencia hilarante de su propio desplazamiento social. Era uno de aquellos momentos que sólo los ricos podían crear y que a Nick le llegaba envuelto en su propia descripción, de suerte que ya se lo estaba contando a alguna otra persona impresionable, es decir, alguien tan impresionable como él. No sabía si debía mencionarlo o no, pero Lord Kessler dijo, al sentarse:
—Ya veis que he cambiado de sitio ese Cézanne.
Rachel le lanzó una mirada breve y dijo:
—Ah, sí.
Toda su conducta revelaba que se hallaba a gusto, casi somnolienta; hizo un encantador gesto desenvuelto de bienvenida, de formalidad depuesta, para señalarle a Nick su puesto. Gerald miró el cuadro con ojo más crítico, con la penetración con que escrutaba cualquier documento que más adelante pudiera serle útil.
Nick pensó que podría decir: «Es bellísimo». Y Lord Kessler dijo:
—Sí, es un cuadro bonito.
Kessler tendría quizá sesenta años y era más bajo y fornido que Rachel, calvo y con una cara alerta, no del todo simétrica. Llevaba un terno gris oscuro que no hacía concesiones a la moda y tampoco a la estación; parecía abrigado con aquel traje, pero como diciendo que era lo que había que ponerse. Comió su salmón y bebió su vino blanco del Rin, bastante dulce, con un aire indefinible de rutina complacida, una admisión de que se pasaba la vida almorzando en salas de juntas y casas de campo y celebraciones en restaurantes de toda Europa.
—¿Así que cuándo llegarán Toby y Catherine? —dijo.
—Yo no pondría una hora exactísima —dijo Gerald—. Toby viene en coche con una amiga, Sophie Tipper, que es hija de Maurice Tipper, dicho sea de paso, y una joven actriz muy prometedora.
Miró a Rachel y ella dijo:
—No, promete horrores…
Fue un comentario dubitativo dirigido hacia algo que ella parecía ver en la media distancia, pero que, como tantas otras veces, dejaba afablemente inexpresado. Nick pensaba a veces que ser hijos de alguien era el único derecho que algunos de sus amigos tenían a la atención de sus mayores preocupados. Observó el resoplido y el murmullo de Lord Kessler al oír el nombre de Maurice Tipper, las incalculables ironías que se dedican entre sí diferentes clases de ricos. La relación con Sophie Tipper se arrastraba sin rumbo desde el segundo año de Oxford, como si Toby se plegara a cumplir expectativas ajenas al salir con la hija de un magnate.
—Y a Catherine —continuó Gerald— la trae un supuesto novio cuyo nombre se me escapa y a quien debo decir que no he visto nunca —dijo esto con una amplia sonrisa—. Pero supongo que llegarán tarde y con un neumático ardiendo. La verdad es que Nick seguramente sabe más que nosotros al respecto.
Nick no sabía casi nada.
—¿Se refiere a Russell? —dijo—. Sí, es simpatiquísimo. Es un fotógrafo con mucho futuro.
Fue una imitación lograda del modo de hablar y el punto de vista de los Fedden, Russell no había sido anunciado como novio hasta el día anterior, como una reacción irremediable, a juicio de Nick, de su propio éxito con Leo, que por supuesto había tenido el placer de describir con toda veracidad a Catherine. De hecho, Nick no conocía a Russell, pero pensó que sería mejor repetir: «Es simpatiquísimo». Lord Kessler dijo:
—Bueno, aquí hay tropecientos dormitorios preparados, y Fales ha reservado habitaciones en el Fox and Hounds y el Horse and Groom, los dos muy decentes, me han dicho. En cuanto a la distribución de cuartos, yo me desentiendo.
Kessler no se había casado, pero no había en él nada perceptiblemente homosexual. Mantenía con los jóvenes de su órbita social una inteligente estrategia de evitarlos.
—Y no vamos a tener a la primera ministra —añadió.
—No va a venir la primera ministra —dijo Gerald, como si por un rato hubiera sido probable.
—Un alivio, la verdad.
—Es más bien un alivio —dijo Rachel.
Gerald murmuró una protesta humorística y replicó que todavía se esperaba que tuvieran varios ministros, entre ellos el de Interior.
—A ellos los manejamos —dijo Lord Kessler, y agitó una campanilla para llamar al criado.
Después del almuerzo recorrieron varias habitaciones amplias que conservaban el silencio residual, el denso olor seco y refinado de una casa de campo un día caluroso de verano. Eran sensaciones familiares para Nick por las visitas que hacía con su padre a dar cuerda a los relojes en varias de las grandes mansiones en las cercanías de Barwick; se remontaban a la infancia, aunque en aquellas casas mucho más antiguas y lejanas los olores solían estar mezclados con el de perros y el de humedad. En la de Lord Kessler había tal abundancia de cuadros, tapices, cerámicas, muebles y objetos de la época victoriana tardía que en comparación Kensington Park Gardens parecía bastante desnudo. La mayor parte del mobiliario era francés y de una calidad asombrosa. Nick se rezagó para contemplarlo y notó que el corazón le latía de sospecha y conocimiento. Dijo:
—Este escritorio Luis XV… es algo increíble, ¿no, señor?
Su padre le había enseñado a llamar «señor» a todos los lores: tropezar con alguno había sido un albur continuo y emocionante en las visitas para dar cuerda a los relojes, y ahora le complacía utilizar aquel tono de serena sumisión.
Lord Kessler miró alrededor, y luego, de nuevo a Nick.
—Ah, sí —dijo, con una sonrisa—. No podría ser más cierto. De hecho fue fabricado para madame de Pompadour.
—¡Qué increíble!
Se quedaron admirando el buró bulboso y extrañamente diminuto. —«Madera brasileña, ¿no?»—, con hojas de oro molido. Lord Kessler abrió un cajón, que tintineó a causa de las cajas chinas que albergaba dentro, y volvió a cerrarlo.
—Entiendes de muebles —dijo.
—Un poco —dijo Nick—. Mi padre es anticuario.
—Sí, eso es, estupendo —dijo Gerald, como si Nick hubiera confesado que era hijo de un basurero—. Si lo sabré yo, que es un vecino de mi distrito electoral.
—Bueno, echa un vistazo alrededor —dijo Lord Kessler—. Mira lo que quieras y donde quieras.
—Aprovecha, Nick —dijo Gerald—. La casa nunca está abierta al público.
El propio Lord Kessler le llevó a la biblioteca, donde parecía que los libros importaban menos que sus encuadernaciones, valiosísimas. Los dorados de los gruesos lomos, vistos a través de los bellos enrejados de las librerías talladas y doradas, creaban un aura de conminatoria opulencia. Aquellos libros parecían poseer un sentido totalmente distinto de los que Nick utilizaba y manejaba todos los días. Lord Kessler abrió una jaula y sacó un gran volumen: Fables choisies de La Fontaine, encuadernado en piel de un color pardo verdoso, estampada y dorada con un derroche de hojas y zarcillos rococós. Era una imitación de la naturaleza que había triunfado como puro diseño y puro dispendio. Lo admiraron juntos, Nick percibiendo el olor agradable del traje limpio y la discreta colonia de Lord Kessler. No se le permitió tocar el libro y sólo le fue concedida un vislumbre de láminas asimismo fantásticas, pobladas de pájaros y animales elegantes. Lord Kessler mostró el libro de una forma seca y rápida que no era en sí desdeñosa, pero que tenía en cuenta la ignorancia de Nick y quizá su mero interés cortés. A Nick, de hecho, le encantaba el libro, pero no quería aburrir a su anfitrión pidiéndole que le dejara examinarlo más tiempo. No estaba claro si el libro era la joya de la colección o había sido elegido al azar.
—Es todo un poco… —dijo Lord Kessler.
Al cabo de un momento, Nick dijo:
—Lo sé…
Después curiosearon un par de minutos, con cierto desapego. Nick encontró una colección de Trollope que tenía un aspecto relativamente modesto y abordable entre los demás, y extrajo El mundo en que vivimos, con un ex libris heráldico y las páginas sin cortar.
—¿Qué has encontrado ahí? —dijo Lord Kessler, con un tono posesivo y cordial—. Ah, te gusta Trollope, ya veo.
—No estoy muy seguro, la verdad —dijo Nick—. Siempre me parece que escribía demasiado rápido. ¿Qué dijo Henry James de Trollope y de sus «grandes, gravosas paladas de testimonio sobre asuntos ingleses estatuidos»?
Lord Kessler rindió por un momento un irónico homenaje a esta muestra de jactancia, pero dijo:
—Oh, Trollope es bueno. Es muy bueno hablando de dinero.
—Oh… sí… —dijo Nick, doblemente descalificado por su absoluta ignorancia en temas de dinero y por el prejuicio estético que le había impedido leer a Trollope—. Para serle sincero, hay muchas cosas de él que todavía no he leído.
—Pero conocerás esta obra —dijo Lord Kessler.
—No, esta es bastante buena —dijo Nick, contemplando el lomo con un aire de concesión sensata. A veces, en virtud de algún fértil proceso de autosugestión, el recuerdo de libros que fingía haber leído se volvía casi tan nítido como el de los que había leído y casi olvidado. Insertó el volumen en su sitio y cerró la jaula dorada. Tenía el presentimiento, aunque quizá sólo fuera su propia cohibición, de que se estaba efectuando, bajo un disfraz sociable, una transacción formal, nueva para él pero profundamente conocida para su anfitrión.
—¿Fuiste al colegio con Tobias?
—Oh… no, señor. —Nick descubrió que había decidido no mencionar Barwick Grammar—. Estudiamos juntos en Oxford, en el Worcester College… Aunque yo estudié literatura inglesa y Toby, por supuesto, política, filosofía y economía.
—Ya… —dijo Lord Kessler, que quizá no tenía muy claro este hecho—. Erais contemporáneos.
—Sí, eso es, exactamente —dijo Nick, y pareció que la palabra arrojaba una luz histórica sobre los meros tres años que hacía desde la primera vez que había visto a Toby en la portería y sentido un súbito desinterés por todo lo demás.
—¿Y sacaste matrícula?
A Nick le encantó el aplomo murmurado y desafiante de la pregunta porque podía responder: «Sí». De no haber sido así, y si hubiera sacado sobresaliente, como Toby, creía que todo habría sido distinto y mentir habría sido muy desaconsejable.
—¿Y qué posibilidades crees que tiene mi sobrino? —dijo Lord Kessler con una sonrisa, aunque Nick no veía claro a qué competición, a qué eventualidad se estaba refiriendo.
—Creo que le irá muy bien —dijo, devolviendo la sonrisa y con la sensación de que había pulsado un registro muy sutil, de afirmación leal disimulada por permisible ironía.
Lord Kessler sopesó la respuesta un momento.
—¿Y las tuyas?
—El mes que viene empiezo en la Universidad de Londres; un trabajo de licenciado en inglés.
—Ah… sí… —La débil sonrisa de Lord Kessler y la barbilla hundida sugirieron una desilusión fácilmente dominada—. ¿Qué campo has elegido?
—Um. Quiero echarle una ojeada al estilo —dijo Nick. Este hincapié tan fardón en algo sin duda omnipresente había impresionado al jurado de admisiones, aunque Lord Kessler pareció dubitativo. Nick pensaba que un hombre que poseía el escritorio de Madame de Pompadour no podía ser indiferente al estilo; pero su respuesta parecía tener en mente alguna antigua ciencia sobre estilo y sustancia.
—¿Estilo tout court?
—Bueno, estilo en el cambio de siglo; Conrad, Meredith y Henry James, por supuesto.
Todo lo cual sonaba perfectamente fútil, o como mínimo era un modo de desperdiciar dos años, y Nick se ruborizó porque era verdad que le interesaba el tema y no sabía aún —no habiendo hecho investigación— qué pretendía demostrar.
—Ah —dijo Lord Kessler, perspicaz—: el estilo como obstáculo.
Nick sonrió.
—Exacto… O quizá el estilo que esconde y revela cosas al mismo tiempo.
De algún modo pareció que esto era propasarse, como si insinuara que Lord Kessler tenía un secreto.
—Confieso que James me interesa muchísimo.
—Sí, ya veo que eres un admirador.
—¡Oh, totalmente! —dijo Nick, y sonrió entre dientes, de placer y desafío; era una especie de destape que revelaba tardíamente por qué no estaba casado ni se casaría nunca con Trollope.
—Henry James estuvo aquí, claro. Me temo que le parecimos bastante vulgares —dijo Lord Kessler, como si hablara de la semana anterior.
—¡Qué fascinante! —dijo Nick.
—Quizá te fascinen los viejos álbumes. Veamos.
Se dirigió a uno de los armarios que había debajo de las librerías, giró una llave con un sonido rasposo y se agachó para sacar un par de álbumes grandes, encuadernados en piel, que llevó hasta la mesa central. La inspección fue de nuevo apresurada y tantálica. Se detenía a intervalos, conforme iban cayendo las páginas pesadas, para mostrar una fotografía victoriana de los jardines, con sus amplias vistas peladas de bosques recién plantados, o de interiores casi cómicamente atestados de sillas y mesas, jarrones en peanas, cuadros en caballetes y por doquier, en cada panorama, las hojas arqueadas y mustias de palmeras en macetas. Ahora la casa parecía asentada y curtida, centenaria y dotada de luz y olor propios, pero entonces era ostentosamente nueva. En el segundo álbum había fotografías de grupo, tomadas en los escalones de la terraza, y leyendas con una letra diminuta y florida: Nick habría necesitado días para leerlas, condesas, baronets, duquesas norteamericanas, Balfours y Sassoons, Goldsmids y Stuarts, numerosos Kessler. Un detalle estrafalario era la grava cubierta por alfombras de piel para el grupo congregado en torno a Eduardo VII, con una capa de tweed y un sombrero de fieltro. Y luego, en mayo de 1903, una reunión de unas veinte personas, y en la segunda fila: Lady Fairlie, el honorable Simeon Kessler, el señor Henry James, la señora Langtry, el conde de Hexham… una alegre foto informal. El maestro, con el pulgar dentro de su chaleco de rayas, los ojos velados por un sombrero de viaje de ala ancha, tenía bastante aspecto de zorro.
—Bien: ¿qué te parece la casa? —dijo Catherine, acercándose por el césped.
—Pues… es increíble, desde luego…
Sentía un hormigueo de fatiga por las impresiones de la tarde, pero fue precavido en su respuesta.
—¡Sí, esta puta casa es increíble! —convino ella, con una risa vivaracha y estúpida. No solía hablar así, y Nick supuso que el lenguaje formaba parte del personaje que ella estaba interpretando para Russell. Este, de hecho, no estaba presente (andaba por algún sitio con su cámara), pero a ella le habría costado un esfuerzo innecesario salirse de su papel. Otros elementos de su personaje eran unos andares extraños, arrastrando los pies, y una sonrisa de asombro, vagamente astuta. Nick supuso que pretendían expresar saciedad sexual.
—¿Qué tal el viaje?
—Oh, bien; conduce tan peligrosamente.
—Oh… A nosotros nos han retrasado siglos las obras en la carretera. A tu padre le tenían desquiciado.
Catherine le dirigió una mirada de lástima.
—Seguro que ha elegido el trayecto malo —dijo.
Paseaban entre los jardines paisajistas, donde el aroma de las rosas se mezclaba con el olor a pis de gato de los setos de boj bajos, y los estanques redondos reflejaban un cielo estival ya débilmente sombreado por altas nubes blancas.
—Dios, vamos a sentarnos —dijo Catherine, como si llevaran horas caminando. Fueron a un banco de piedra vigilado por dos deidades menores y desnudas. Era maravillosa la profusión de desnudos que los ricos pedían que les hicieran compañía. Lord Kessler, en su casa, debía de tener casi continuamente a la vista a una ninfa despatarrada o un héroe desinhibido—. Russell terminará enseguida y podrás conocerle. No sé si te gustará.
—Ya le he dicho a todo el mundo que es encantador, así que tiendo a pensar que tiene que gustarme.
—¿Sí…? —dijo Catherine, con una sonrisa agradecida e intrigada. Buscó cigarrillos en su bolso de lentejuelas—. En este momento hace cantidad de cosas para The Face. Es un fotógrafo brillante.
—También se lo he dicho a ellos. Todos compran The Face, claro.
Catherine rezongó.
—Supongo que Gerald le habrá puesto verde.
—Sólo ha dicho que no tiene opinión sobre él porque no lo conoce.
—Um… Eso no suele ser óbice. De hecho, parece muy impropio de él. —Chasqueó el encendedor y aspiró la primera bocanada profunda; exhaló el humo acompañado de un pequeño meneo de la cabeza, y se recostó cómodamente—. Pero que muy, muy impropio —continuó, adoptando sin motivo un acento irlandés.
—Bueno…
Nick quería que todo el mundo se llevase bien, pero por una vez no se tomó la molestia de contribuir a ello. Deseaba estar en condiciones de hablar de Leo con tanta libertad como ella hablaba de Russell; pensaba que si sacaba a colación el tema, ella diría algo ofensivo y posiblemente cierto. Catherine dijo:
—¿Mi madre te ha enseñado la casa?
—No, en realidad ha sido tu tío. Me he sentido halagado.
Ella hizo una pausa y expulsó humo, admirada.
—¿Qué te parece él, entonces?
—Parece muy agradable.
—Um. ¿Tú qué crees: es gay o no?
—No, no me ha dado esa impresión —dijo Nick, un poco solemnemente. Sabía que se le suponía capaz de detectarlo; de hecho, tendía a pensar que eran gays quienes no lo eran, y en consecuencia vivía con una recurrente sensación de desencanto, por ellos y por sus propios sensores defectuosos. No se lo dijo a Catherine, pero su incertidumbre durante el recorrido de la casa había sido en realidad la opuesta. Que él fuera gay, ¿había de algún modo suscitado la antipatía de Lord Kessler y le había hecho parecer poco fiable y casquivano a los ojos del viejo anfitrión? ¿Había Lord Kessler captado siquiera, a su manera inteligente y poco impresionable, que Nick era gay?
—Me ha preguntado qué proyectos tengo. Ha sido un poco como una entrevista, salvo que yo no estoy buscando empleo.
—Bueno, puede que lo busques algún día —dijo Catherine—. Y entonces se acordará. Tiene una memoria de elefante.
—Quizá… No sé muy bien lo que hace…
Ella le miró como si lo dijera en broma.
—Tiene ese banco, querido…
—Sí, ya sé…
—Es un edificio grande, lleno de dinero hasta los topes. —Agitó el brazo del cigarrillo, hilarante—. Y él va y lo convierte en mucho más dinero.
Nick pasó por alto este simple sarcasmo.
—Ya veo que tú tampoco sabes exactamente lo que hace.
Ella le miró y luego emitió otra risa relinchante.
—¡No tengo ni idea, querido!
Hubo una agitación a la derecha, en el seto recortado de haya, y un hombre alto salió brincando de costado, con una cámara colgada del cuello. Le observaron mientras se encaminaba hacia ellos, y Catherine se recostó sobre una mano, con una expresión nerviosa de triunfo.
—Sí, quédate así —dijo él, y tomó un par de instantáneas muy rápidas, sin dejar de moverse—. Preciosa.
Así que Russell era uno de sus novios más mayores, unos treinta años, moreno, con calvicie incipiente y el informal pero combativo aspecto del fotógrafo urbano, camiseta negra y botas de béisbol, un chaleco con veinte bolsillos y bandolera para los carretes. Pasó por delante de ellos, pulsando el disparador, explotando alegremente este pequeño episodio de su llegada, la torpeza de Nick y la avidez de Catherine para lo espontáneo, lo escandaloso. Ella se echó hacia atrás y se tocó con la lengua el labio superior. ¿Era bueno o no que sus hombres fuesen más mayores? Russell podía ser protector o maltratarla: era una gran, profunda incógnita, como las de su libro de grafología. Él la levantó del suelo y la abrazó, y ella dijo, casi a regañadientes:
—Oh, por cierto, te presento a Nick.
—Hola, Nick —dijo Russell.
—¡Hola!
—¿Has conocido a alguien? —preguntó Catherine, mostrando un atisbo de inquietud.
—Sí, he estado hablando con los intendentes, ahí a la vuelta. Al parecer no vendrá Thatcher.
—Oh, lo siento, Russell —dijo Catherine.
—Pero vendrá el ministro de Interior —dijo Nick, con un falso tono ampuloso que Russell, como Leo, no captó.
—Quería ver a Thatcher bailando el twist, o borracha.
—¡Sí, Thatcher como una cuba! —dijo Catherine, y se rio como una loca. Russell no pareció especialmente divertido.
—Bueno, yo no la quisiera en mi veintiún cumpleaños —dijo.
—No creo que Toby la quisiera tampoco —dijo Nick, disculpándole. Lo conmovedor era que Catherine había creído en la veracidad de una fantasía de su padre, y la había utilizado para atraer a Russell. El sueño de la presencia de la dirigente había calado hasta una profundidad inesperada.
—Bueno, Toby se hubiera conformado con una fiesta en casa —dijo ella. No estaba muy segura de parte de quién estaba cuando había un conflicto entre su padre y su hermano; Nick vio que quería impresionar a Russell con la clase adecuada de desafecto—. Pero Gerald tiene que entrometerse e invitar a los ministros para todo. No es una fiesta, querido, ¡es una conferencia del partido[3]!
—Pues…
Russell se rio, balanceó sus largos brazos y dio varias palmadas sin fuerza.
—Nosotros también tenemos una casa enorme —dijo Catherine—. No es que la del tío Lionel no sea fantástica, por supuesto. —Se volvieron a mirarla, con el ceño fruncido, a través del césped liso y las volutas formales del parterre. Coronaban los empinados tejados de pizarra unos remates de bronce tan altos y fantasiosos que parecían gotas resbalando por una rosca—. Sólo que no creo que al tío Lionel le haga mucha gracia cuando los amigos remeros de Toby empiecen a vomitar sobre los vitrales.
—Las vitrinas —fue la corrección amistosa de Nick.
Russell le guiñó un ojo.
—¿Es pescado, verdad, el tío Lionel? —dijo.
—No, no —dijo Catherine, titubeando por un momento ante la palabra—. Nada de eso.
El esmoquin de Nick había pertenecido a su tío abuelo Archie; era cruzado y ancho de hombros, un estilo que estuvo de moda en otra época. Tenía unas solapas glaseadas y en punta que llegaban hasta las axilas, y botones brillantes recubiertos de seda. Al cruzar el salón se reconoció a sí mismo en el espejo, con una sonrisa complacida. Lucía el cuello de una camisa de esmoquin y había en él algo de dandy, algún recuerdo de la licencia y la disciplina de participar en una función de teatro, que le elevó el ánimo. Lo único malo de la prenda era que al calentarse, en una larga noche veraniega de comida y bailoteo, despedía un intenso olor rancio, cada vez más difícil de pasar por alto, el fantasma resucitado de innumerables cenas con baile en hoteles de Lincolnshire, hacía muchos años. Nick se había rociado Je Promets por todo el cuerpo, con la esperanza de retrasar y complicar el efecto.
Estaban sirviendo bebidas en la larga terraza, y cuando salió por una de las puertaventanas había ya dos o tres grupitos riéndose y exultando. Se veía que todos habían estado de vacaciones y que, al igual que las rosas y las begonias, parecían absorber y retener la luz vespertina, profusamente filtrada. Gerald estaba hablando con un hombre familiar de algún modo y con su mujer, de pelo rubio peinado como un casco; Nick dedujo de sus sonrisas y carcajadas que la conversación de Gerald exhibía una temeridad agradable. Ninguno de sus amigos particulares había llegado aún, y Toby seguía arriba con Sophie, ocupada en la interminable tarea de vestirse. Tomó una copa alta de champán de un joven camarero de ojos oscuros y se internó en el laberinto del parterre, que le llegaba a la altura de las rodillas. Se preguntó qué habría pensado de él el camarero, y si le estaría observando mientras deambulaba solitario sobre la hierba segada y la fina gravilla.
Él también había trabajado de camarero y se había paseado con una bandeja entre la gente, en dos bailes celebrados después de una cacería en mansiones de las cercanías. No era imposible que volviera a hacerlo. Pensó que quizá pareciese una persona sin amigos, y que el camarero quizá conociese que en realidad él no pertenecía a aquel mundo de espejos. ¿Captaría él, algo mejor que Lord Kessler, si Nick era gay? Pensó que había habido, en el momento de contacto, el fugaz atisbo de un entendimiento más suntuoso, de una mirada más larga, llena de humor y curiosidad que podrían haber compartido… Pensó que lo arreglaría en el segundo contacto, al rellenarle la copa. El arabesco que trazaba el sendero le llevó de nuevo a una vista de la casa, pero el camarero se había retirado y en su lugar vio que Paul Tompkins caminaba hacia él sin prisa.
—¡Querido!
Mucha gente en Oxford llamaba Polly a Tompkins, pero Nick dijo: «Hola, Paul», porque el apodo le pareció de repente muy íntimo o muy crítico. «¿Cómo estás?». Cayó en la cuenta de que Paul era una figura que había borrado en la retrospectiva romántica de su vida de estudiante.
—Estoy de maravilla —dijo Paul, sentidamente. Era grande y redondo por el centro del cuerpo, y parecía ahusarse, dentro de su traje ceñido, hacia los pies estrechos y la cabeza alta y carrilluda. Había sido un estrépito, un ruido recurrente de malevolencia y ambición, una especie de monstruo del sindicato y del MCR[4], durante los años que Nick pasó en la facultad. Había sacado la segunda mejor nota en los exámenes para funcionarios, y acababa de ocupar un puesto prometedor en Whitehall. Tenía ya los ojos desorbitados por la lucha entre la discreción ampulosa y un amor natural al escándalo. Levantó la copa.
—Mi enhorabuena al perverso Lionel Kessler. Los camareros aquí son todos divinos.
—Lo sé…
—Aquel del champán es de Madeira, lo que no deja de ser chistoso.
—Oh, ¿de verdad?
—Bueno, mejor así que al revés. Ahora, sin embargo, vive en Fulham: cerquísima de mí.
—Te refieres a aquel de allí.
—Tristáo. —Paul dirigió a Nick una mirada de picardía concentrada—. Pregúntame más después de nuestra cita de la semana que viene, querido.
—Ah.
A Nick se le puso la cara tirante durante un segundo, por el pellizco de su propia incompetencia. Era un misterio para él que el gordo de Polly, con la cara surcada de marcas de acné y sin una pizca de la deferencia ordinaria, tuviese un éxito tan manifiesto con los hombres. En la facultad había logrado una serie de seducciones casi imposibles, desde pinches de cocina hasta el solemnemente hetero capitán de botes. Nada duradero, pero aun así asombrosos triunfos de la voluntad, el oportunismo y la técnica. Nick le tenía un poco de miedo. Dio uno o dos pasos alrededor del pedestal de una urna y miró a través de los rosales al tropel de invitados. Un famoso entrevistador de la televisión ejercía su encanto sobre un grupo de chicas halagadas. Nick dijo:
—Hay gente distinguida.
—Um.
En el murmullo de Paul hubo una nota escéptica y a la vez una sugerencia de que allí también había oportunidades. Sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Depende muchísimo de lo que entiendas por distinción. Pero las casadas, ¿no son maravillosas, desde las últimas elecciones? Es como si hubieran disipado totalmente cualquier duda que tuvieron la primera vez aquí. Los hombres hicieron alguna fechoría y salieron bien parados, y no sólo eso, sino que les han pedido que vuelvan a hacerla, por una enorme mayoría. Es en gran medida la atmósfera que reina en Whitehall; la economía está en ruinas, nadie tiene trabajo y les importa un bledo, es una bendición. Y las casadas, ya ves, todas son como… ella. Todas llevan los lazos azules, y el pelo.
—Pues Rachel no —dijo Nick, que tenía sus dudas de que Paul hubiese captado la atmósfera de Whitehall en los cinco minutos que había estado allí.
—No, querido, pero Rachel tiene mucha más clase. Clase judía, pero clase al fin y al cabo. Y su marido no se llama Norman.
Nick tenía algunas objeciones que oponer a lo que Paul estaba diciendo, pero no quería parecer desprovisto de humor.
—No, ni Ken —dijo.
Paul aspiró, con tolerancia, y expulsó el humo en una larga columna sibilante.
—Debo decir que Gerald tiene un aspecto delicioso esta noche.
—¿Gerald Fedden…?
—Rotundamente…
—Me tomas el pelo.
—Te he escandalizado —dijo Paul, sin el menor tono de disculpa.
—En absoluto —dijo Nick, para quien la vida era una serie de conmociones más o menos dominadas—. No, veo que es…
—Claro que ahora que vives en su casa te habrás acostumbrado a su completo esplendor.
Nick se rio y los dos miraron al parlamentario desgranando un relato (que no era más que un palique punteado de risas y énfasis retumbantes) y a las mujeres vestidas de azul que se mecían a su alrededor y se tambaleaban un poco sobre la gravilla.
—No negaré que derrocha encanto —dijo Nick.
—Ajá… O sea, ¿quién está en la casa, sólo tú y ellos y la Bella Durmiente?
A Nick le encantaba que llamase así a Toby, la alabanza dentro de la burla.
—Me temo que la Bella Durmiente no pasa mucho tiempo allí, ya sabes que le han dado un apartamento propio. Pero está Catherine, por supuesto.
—Oh, sí, adoro a Catherine. Acabo de pillarla fumándose un porro aproximadamente de un metro de largo con un tío de pinta muy chunga. Es una gran chica.
—Lo que es, desde luego, es una chica infeliz —dijo Nick, pavoneándose por un momento de su prodigioso conocimiento secreto de ella.
La ceja de Paul sugirió que aquello era una nota falsa.
—¿De verdad? Cada vez que la veo está con un hombre nuevo. Debería ser feliz, debe de tener todo lo que puede querer una chica.
—Hablas igual que su padre, le he oído decir exactamente eso mismo.
—¿Ah, ves? —dijo Paul. Sonrió y aplastó contra el camino el cigarrillo a medio fumar—. Ahí viene Toby.
Señaló hacia la puerta del salón, de donde Toby salía con Sophie del brazo, como si fuese más una boda que una fiesta de cumpleaños.
—¡Cristo, qué potra tiene esa perra! —murmuró Paul, en un homenaje extrañamente sincero al hechizo de la pareja.
—Lo sé, yo la aborrezco.
—Oh, es maravillosa. Es guapa, tonta del bote… y, naturalmente, una actriz muy prometedora.
—Exacto.
Paul le sonrió, como si fuese un primo del campo.
—Querido, no te lo tomes tan en serio. De todos modos, todos esos chicos son unas putonas, todos tienen un precio. Si pillas a Toby a las dos de la mañana, cuando se ha soplado una botella de brandy, harás con él lo quieras. Te lo prometo.
Era una idea tan feroz, casi tan tristemente excitante para Nick que apenas pudo sonreír. Era inteligente por parte de Polly que anduviera hurgando de aquel modo en sus sentimientos. Dijo:
—Um, esto es más bien una fiesta de la novia, me temo. Y era cierto que a medida que se iba duplicando y triplicando rápidamente el gentío en la terraza, adquiría un aire cada vez más grande de especie eficazmente reproductora. Los chicos, casi todos compañeros de Nick en Oxford, todos de negro y blanco, miraban de soslayo a los políticos y a la gente que salía en la tele, y captaban también un vislumbre de sí mismos como adultos triunfantes: exhibían ese astuto brillo del autodescubrimiento que se adquiere cuando te pones un disfraz. No se mezclaban sin necesidad con las chicas. Era casi como si los códigos Victorianos de la casa, con su salón fumador y su ala de solteros, todavía les sirviera de guía y de contención. Pero las chicas, en un resplandor de terciopelo y seda, y brillantemente maquilladas, como niñas más pequeñas que hubiesen asaltado los tocadores de sus madres, también poseían una autoridad y un poder nuevos. A medida que se iba poniendo el sol, la luz se tornaba cada vez más teatral e inquisitiva, y arrojaba sombras intrigantes. Paul dijo: —Debería haberte avisado. Wani Ouradi se ha prometido.
—Oh, no —dijo Nick. Qué desaire, aquello de prometerse—. Se lo podría haber pensado un poco más.
Podía representarse un futuro feliz y alternativo para él y Wani, que era dulce, muy rico y tan bello como un San Juan Bautista pintado para un Papa que amase a los chicos. Su padre era dueño de la cadena de supermercados Mira, y cada vez que Nick entraba en un Mira Mart a comprar una botella de leche o una tableta de chocolate tenía una vaga sensación erótica de que deslizaba el dinero en el bolsillo de Wani. Dijo:
—Creo que viene esta noche.
—Sí, la putona viene, he visto su vulgar automóvil en el sendero.
Putona era la palabra con que Paul designaba a cualquiera que hubiese accedido a tener una relación sexual con él; si bien, que Nick supiera, nunca había llegado a nada con Wani. Este, como Toby, habitaba en el puro y lejano ámbito de la fantasía, tanto más aguda e inventiva porque Wani representaba un reto insuperable. Sentía la pérdida de Wani como si realmente hubiera habido posibilidades de poseerle, tan lejos había llegado Nick en sus fantaseos, cuando estaba acostado solo en la cama. Veía al gran expreso heterosexual arrancar del andén a la hora en punto y a todos sus amigos a bordo, en el vagón de primera clase… ¡y en los coches cama! Se aferraba a lo que tenía, cuando el tren ganaba velocidad: aquel cuarto de hora con Leo, junto al montón de abono, la primera vez en que había degustado el sabor del acoplamiento.
—¿Somos tú y yo los únicos hornos aquí? —dijo.
—Lo dudo —dijo Paul, que no parecía muy ansioso de convertirse en el compañero de Nick esa noche, en virtud de aquel nexo fortuito—. Oh, Dios, es el puto ministro del Interior. Tengo que largarme. ¿Qué aspecto tengo?
—Fantástico —dijo Nick.
—Oh, lo sabía. —Se peinó con los dedos el pelo, que tenía el flequillo grasiento, como un escolar presumido—. ¡Tengo que irme, chica! —dijo, tonto pero centrado, con una nueva seducción escandalosa en perspectiva. Y se largó, dando zancadas ansiosas y saltando sobre los pequeños setos bajos. Nick le vio llegar al grupo donde Gerald estaba presentando a su hijo al ministro del Interior: era como si hubiese dos invitados de honor, cada uno de los cuales jovialmente perplejo por la presencia del otro. Polly merodeó y luego se hizo un hueco, descaradamente; Nick captó su aire de emoción nada irónica cuando el grupo se cerró a su alrededor.
—¿Cómo es, entonces? —dijo Russell—. El padre de ella. ¿A qué se dedica?
Miró a Catherine, a través de la mesa, antes de volver a dirigir los ojos hacia Gerald, que al fondo de la habitación sonreía a la mujer rubia que tenía al lado, pero con la fina pátina de preocupación de quien se dispone a pronunciar un discurso. Estaban en el gran vestíbulo, sentados a una docena de mesas. Era el final de la cena y reinaba un ambiente de expectación bulliciosa.
—Al vino —dijo Nick, que estaba borracho y fluido, pero receloso todavía del tono alentador de Russell. Giró el vaso sobre el mantel arrugado—. Al vino. Su mujer… esto…
—Al poder —dijo Catherine, rotunda.
—Poder… —Nick lo admitió en la lista, con un gesto—. Y también le gusta mucho el queso Wensleydale. Ah, y la música de Richard Strauss… muy particularmente.
—Bien —dijo Russell—. Sí, a mí también me gusta algo de Richard Strauss.
—Oh, yo siempre prefiero un poco de queso Wensleydale —dijo Nick.
Russell le miró parpadeando de un modo que sugería que no le había entendido o que estaba a punto de atizarle un puñetazo en la cara. Pero luego sonrió sin ganas.
—O sea que no es un pervertidillo.
—El poder —repitió Catherine—. Y los discursos.
Cuando el vaso tintineó y el alboroto cesó enseguida, mucha gente le oyó decir:
—Le encanta hacer discursos.
Nick empujó la silla hacia atrás para tener una visión clara de Gerald y también de Toby, que se había puesto colorado y miraba alrededor con una sonrisita tensa de aprensión. Le esperaban diez minutos de ordalía extrañamente deleitable, en que su padre iba a elogiarlo y a tomarle el pelo y sus amigos borrachos —sus camaradas— a vitorearle. Nick le devolvió la sonrisa y quería ayudarle, pero no podía, por supuesto. Él mismo se estaba sonrojando por la inquietud y el ansia forzada de aguardar el discurso de un amigo.
Gerald se había calado las gafas de medialuna que rara vez se ponía, y sostenía una tarjetita a la distancia del brazo.
—Excelencia, señores, señoras y caballeros —dijo, ofreciendo la vieja fórmula con una negligencia que tuvo el inteligente efecto de hacerles pensar a todos que sí, la duquesa, desde luego, y su hijo estaban presentes, así como Lord Kessler y el joven y gordo Lord Shepton, un compadre de Toby del Martyrs’ Club—. Distinguidos invitados, familiares y amigos. Estoy muy contento de veros a todos aquí esta noche, en este escenario realmente espléndido, y muy agradecido, en verdad, a Lionel Kessler por poner a disposición de la promoción del Worcester College su mundialmente famosa colección de porcelanas. Pues como dice el letrero en Selfridge, o como decía: «Hay que pagar los objetos rotos».
Esto mereció algunas risitas, aunque Nick no sabía muy bien si había tocado la nota correcta.
—Nos honra la presencia de estadistas y estrellas de cine, y sospecho que Tobias se siente halagadísimo de que tantos miembros del gobierno de Su Majestad hayan podido venir. Tengo entendido que mi ingeniosa hija ha dicho que «más que una fiesta, esto es una conferencia del partido». —Una risa insegura, en medio de la cual, con buena sincronía, Gerald insertó—: Confío en desempeñar un papel igualmente importante cuando nos reunamos en Blackpool en octubre.
Los diputados presentes se rieron gentilmente al oír esto, aunque el ministro del Interior, que se había tomado el epíteto de «estadista» con más gravedad que los demás, esbozó una sonrisa inescrutable ante la taza de café que tenía delante. Russell dijo: «¡Buena chica!» bastante alto, y aplaudió un par de veces.
—Ahora bien, como puede que sepáis —continuó Gerald, con una postergada mirada veloz en dirección a ellos—, Toby cumple hoy veintiún años. Yo tenía intención de leeros las famosas líneas del doctor Johnson sobre «el veintiuno largo tiempo esperado», pero cuando volví a consultarlas anoche descubrí que no me las conocía tan bien como pensaba, o en realidad tan bien como seguro que las conocéis muchos de vosotros.
Aquí Gerald bajó la mirada a la tarjeta con un maravilloso gesto de altanería.
—«No escatimes las guineas de tu abuelo», dice el Gran Khan. «Despídete de los esclavos económicos… Cuando el guapo mozo está de juerga, con los bolsillos llenos, el ánimo entonado, ¿qué son las hectáreas? ¿Qué son las casas? Sólo tierra, o mojada y seca». En suma: dista mucho de ser un consejo idóneo para el nieto y sobrino de grandes banqueros, o para cualquier joven que alcanza la mayoría de edad en nuestra magnífica democracia de propietarios. Y en cuanto a lo mojado versus lo seco, por supuesto, es una cuestión sobre la que ya no cabe indecisión.
A través de las magnánimas risas, Nick captó de nuevo la mirada de Toby y la sostuvo durante dos o tres largos segundos, infundiéndole quizá serenidad. Toby, por su parte, estaba tan nervioso que no escuchaba como debía el discurso de su padre y se reía imitando a los otros, no de las bromas en sí. Era típico de Gerald no haberse percatado de que el poema del doctor Johnson era una pequeña sátira implacable. Nick paseó la mirada por el lugar y le recordó el refectorio de una universidad, en el que Gerald y los invitados más influyentes ocupaban la mesa de los profesores. O quizá de alguna otra institución, cosa en que a menudo se habían convertido mansiones como aquella. Arriba, en la arcada de la galería, uno o dos criados escuchaban impasibles, a la espera tan sólo de la siguiente fase de la velada. Había una araña gigantesca, de tres metros de altura, con ramas doradas que se curvaban hacia arriba y se abrían formando lirios de luz de cristal empañado. Catherine se había negado a sentarse debajo, y por ese motivo daba la impresión de que nuestra mesa entera había sido degradada a ocupar aquel rincón del vestíbulo. Nick se dio cuenta de que si caía la araña aplastaría a Wani Ouradi, y empezó a inquietarse un poco.
Gerald estaba haciendo ahora un repaso cómico de la vida de Toby, y de nuevo a Nick le hizo pensar en un matrimonio y en el discurso del padrino, que todo el mundo temía, y en la enorme probabilidad heterosexual de que a los veintiún años les siguiera pronto una boda. Sólo veía la parte trasera de la cabeza de Sophie, pero le atribuyó pensamientos similares, traspuestos a una clave radiante y exitosa.
—De adolescente, pues —dijo Gerald—, Toby: a) creía que Enoch Powell era socialista; b) prendió fuego a un volumen de Hobbes, y c) tuvo un amplio y misterioso descubierto bancario. Cuando llegó a Oxford, la opción irresistible fue licenciarse en políticas, filosofía y económicas.
Hubo más risas, y Gerald las concitaba con mucha destreza: eran algo ebrias y dóciles, hasta crédulas, puesto que hacer un discurso era una especie de treta. Al mismo tiempo había un vínculo entre los jóvenes, que eran lo bastante mayores para que a los discursos se les permitiera —y quizá hasta se supusiera— ser escandalosos, y que eran bullangueros y altivos a la vez, al estilo de Oxford. Nick se preguntó si sería más efusiva la reacción de las mujeres, si estarían percibiendo, como Polly, el «esplendor» de su anfitrión; quizás sus risas le pareciesen a él una especie de sumisión. Nick, por su parte, estaba explorando indolentemente el margen que había entre su afecto por Gerald y una graciosa sospecha, largo tiempo contenida, de que quizá hubiese algo horrible en él. Ojalá viera las reacciones de Lord Kessler.
—Y ahora, como saben, Tobías ha optado —dijo Gerald—, al menos por el momento, por una carrera de periodista. Tengo que confesar que eso me inquietó al principio, pero me asegura que no tiene interés en convertirse en un articulista parlamentario. Ha habido hablillas desconcertantes del Guardian, que confiamos en que se olviden, aunque por ahora me lo pienso mucho antes de responder a las preguntas de Toby, y he decidido negarlo todo enérgicamente.
Nick miró alrededor, divertido, se encogió un poco de hombros y vio que Tristáo, el camarero de Madeira, estaba en la puerta, detrás de él, y seguía el acto con una mirada ausente. Como camarero que era debía de haber oído un número desmedido de discursos compuestos en torno a chistes y alusiones personales. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué pensaría de todos ellos? Tenía unas manos enormes y bellas, las manos de un virtuoso. La elegante parte frontal del pantalón se curvaba hacia delante, con una elocuente asimetría. Cuando vio que Nick miraba hacia él, le dirigió la más vaga de las sonrisas e inclinó la cabeza, como si aguardase una orden murmurada. Nick pensó: «Ni siquiera se da cuenta de que me gusta, cree que soy uno de esos dandys que nunca miran a un camarero por sí mismo». Movió la cabeza, la giró y su decepción fue estudiada e invisible. Vio que Catherine estaba embutiendo cosas en su bolso y que lanzaba miradas irritables a Russell, que le decía: «¿Qué?», y se irritaba a su vez.
—Por tanto, Toby —dijo Gerald, alzando la voz y hablando más despacio—, te felicitamos, te bendecimos, te queremos. ¡Feliz cumpleaños! Levantad todos… por favor… las copas: ¡por Toby!
«¡Por Toby!», ascendió el borboteo solapado, seguido de un súbito descenso de la tensión en vítores, silbidos y aplausos —aplausos a Toby, no al orador, la aclamación irreal y realzada de una efemérides especial—, entre los cuales Nick levantó su copa de champán con lágrimas en los ojos, y siguió bebiendo sorbitos para ocultar su emoción. Pero Catherine había separado de la mesa su sillita dorada y había salido corriendo por delante de Tristáo, que la siguió un segundo para ver si podía ayudarla. Nick y Russell se miraron, pero Toby se estaba poniendo en pie y Nick esta vez ni por asomo iba a perseguirla, porque amaba de verdad a Toby más que a nadie en aquella sala alta y magnífica, y quería escuchar lo que decía.
—No —dijo Toby—. Me temo que papá no lo entendió bien del todo. Intenté conseguirle una entrevista con el Guardian, ¡pero no se interesaron!
Aunque no era propiamente una agudeza, esto arrancó una carcajada a sus amigos, y Gerald, que había adoptado un aire de felicitarse a sí mismo, se vio obligado a hacer una veloz mueca de humildad.
—«Esperaremos a que haga algo importante», me dijeron. —Se volvió hacia su padre—. Naturalmente, les dije que no tendrían que esperar mucho tiempo.
Había cierta tosquedad en la alocución de Toby: recurría a la tradición familiar de la burla, pero era demasiado blando y todavía no podía compararse con la intensa malicia de Gerald. Al levantarse se había puesto palidísimo, como si estuviera a punto de desmayarse, pero cuando se relajó un poco las mejillas le ardieron de repente y la sonrisita era un nervioso reconocimiento de su rubor. Dijo:
—No voy a hablar mucho. —(Vagos gruñidos de desilusión)—, pero ante todo quiero agradecer a mi querido, encantador y generoso tío Lionel que nos haya permitido reunimos aquí esta noche. No me imagino nada más maravilloso que esta fiesta, y tengo la horrible sensación de que cuando termine el resto de mi vida va a ser un largo desencanto.
Esto suscitó ovaciones y aplausos de Lord Kessler, que sin duda estaba acostumbrado a que le dieran las gracias, pero no tanto a las públicas declaraciones de amor. La veta familiar era de nuevo fuerte y sentimental, y un poco sorprendente. Nick sonreía a Toby en un rapto inquieto de deseo y estímulo. Era como observar, como seguir y desear a un hermoso actor en una obra de teatro.
—También me conmueve mucho —dijo Toby— que mis viejos amigos Josh y Caroline hayan venido desde tan lejos, desde Sudáfrica. Oh, y tengo entendido que durante su estancia aquí también les van a hacer un hueco en una boda.
Hubo un aplauso afable, aunque nadie sabía en realidad quiénes eran Josh y Caroline. Nick se percató de que escuchaba la voz de Toby de una forma casi abstracta, de que oía sus pretensiones inofensivas, opuestas a las de Gerald. Este era un orador avezado y seguro de sí mismo, formado en el sindicato de Oxford, curtido en innumerables reuniones de la junta, y su tono combinaba franqueza y falta de sinceridad con un efecto extrañamente cautivador. Toby, como muchos de sus amigos, hablaba con el acento más último de colegio de pago, un ineficaz simulacro de repudio a su clase social. Ahora que estaba achispado y sometido a presión, vocales más antiguas afloraron cuando dijo que sus padres habían tenido la «tremenda bondad» de tolerarle. Él tampoco parecía conocer el motivo del discurso; le salió una especie de mezcla entre el de un novio y el del ganador de un premio, con una lista de gente a quien dar las gracias. Su técnica juvenil consistía en desviar la atención de sí mismo hacia sus amigos, y en esto era también lo contrario a su padre. Hizo algunos chistes como «Sam necesitará dos pares de pantalones» y «No más crème de menthe para Mary», que a todas luces aludían a antiguos escándalos, y empezó a aburrir a los parlamentarios.
Nick presintió una nostalgia conmovedora de los años de Oxford, sobre los cuales una puerta, de roble quizá, parecía haberse cerrado con suavidad pero con firmeza. Tomó como un signo de intimidad que Toby no le mencionase a él. Lo abrazó con la mirada y por detrás de su sonrisa de impotencia y de las manos en alto que aplaudían vio a su yo ideal corriendo hacia Toby para estrecharlo y besarle el rostro acalorado.
Arriba, en su habitación, Nick se despojó del esmoquin y lo olió, resignado: era el momento de una nueva aspersión de Je Promets. Entró en el baño y abrió la torre de la buhardilla; se mojó las mejillas con agua fría. Eran los brindis los que le habían ofuscado: siempre había una copa que le introducía, de golpe, injustamente, en los vapores de la borrachera. Y todavía quedaban horas de fiesta. Era un gran ritual de diversión, una tradición, una convención que todos amaban por su fasto y su fidelidad al ceremonial. Todas las parejas iban a trasladarse a la pista de baile, donde se les permitiría hacer el amor entre ellas con las caderas, los muslos y la movilidad de las manos. Nick se miró en el espejo y vio a alguien que se tambaleaba solo. El amor que diez minutos antes había sentido por Toby se transmutó en una súbita recreación famélica de Leo, de la transfiguración que producían sus besos, del sarpullido en la barba y de la ranura maravillosamente afeitada entre las nalgas. La nitidez del recuerdo, el hecho ardiente de lo que había ocurrido le cegaron y le paralizaron durante un instante. Cuando volvió a mirar la imagen del espejo, quizá sólo unos segundos después, vio sus mejillas coloradas y la boca jadeando en una capitulación recreada. Volvió a atarse la corbata, con un nudo muy perfecto, y se pasó una mano por el pelo. Hubo una especie de ternura por él mismo en el movimiento de la mano por los rizos, como si Leo le hubiese dado una lección. El espejo era una casta elipse dentro de un marco de madera de arce. El lavabo era un auténtico lavamanos Luis XVI cortado y perforado para albergar una pila y un par de grifos de cuello áspero. Bueno, si poseías un lavamanos Luis XVI, si poseías docenas, podías ser tan bárbaro con ellos como quisieras; y el objeto, al fin y al cabo, de un lavamanos era la comodidad. Y en definitiva era una maravilla estar alojado en una casa como aquella, como un amigo de la familia y no como el hijo del hombre que daba cuerda a los relojes.
Al bajar al trote la escalera vio a Wani Ouradi que la subía. A veces, Nick saludaba a Wani con un magreo amistoso de la entrepierna o un largo besuqueo sin respirar, y en una ocasión le tuvo atado toda una noche en su cuarto de la facultad; le había sodomizado incansablemente más veces de las que alcanzaba a recordar. Wani, por descontado, que miraba atrás para ver si le seguía su novia, su prometida, no tenía la menor idea de todo esto; en realidad, Nick y él apenas se conocían.
—¡Hola, Wani! —dijo Nick.
—¡Hola! —dijo Wani, cordialmente, quizá sin recordar el nombre del otro.
—Creo que tengo que darte la enhorabuena…
—Oh… sí… —Wani sonrió y bajó la mirada—. Muchísimas gracias.
Nick pensó, como había pensado otras veces, en las lentas horas en el aula del seminario, que una visión del mundo a través de aquellas pestañas tan largas debía de estar sumamente ensombrecida y filtrada. Ambos decidieron de pronto estrecharse la mano. Wani miró de nuevo hacia atrás, con un murmullo de exasperación tan cariñoso y bien educado que pareció que incluía a Nick en una conspiración inocua.
—Tienes que conocer a Martine —dijo. Era provocativo en él que siempre se le notara el pene, un bultito protuberante hacia la izquierda, modesto, inconsciente, pero imposible de pasar por alto, y un detonante en Nick de pensamientos lujuriosos. Lo buscó con los ojos ahora, en medio segundo de vértigo. Wani se parecía a una estrella pop de los sesenta, con el pene y el pelo moreno y rizado, aunque la imagen no casaba del todo con su actitud de desconcertada cortesía.
—Espero que sea un largo compromiso —se oyó decir Nick a sí mismo.
—Ah, ahí viene…
Los dos miraron a la joven que subía hacia ellos la escalera recubierta con una fina moqueta roja. Llevaba una blusa de color perla y una falda larga, negra y algo tiesa, que ella levantaba un poco con las dos manos, con lo cual parecía que les hacía una reverencia en cada peldaño. Daba una impresión de sobriedad, bien arreglada pero no a la moda.
—Te presento a Martine —dijo Wani—. Este es Nick Guest, estuvimos juntos en Worcester.
Nick estrechó la mano fría de Martine, sonriente porque Wani recordaba su nombre, y se sintió brevemente objeto de una divertida suspicacia como amigo desconocido del pasado de su prometido. Dijo:
—Encantado de conocerte, enhorabuena.
Tanto felicitar le estaba confiriendo un vago zumbido masoquista.
—Oh… muchísimas gracias. Sí, Antoine te lo ha dicho.
Martine tenía acento francés, lo que a su vez hizo pensar a Nick en las redes ignotas de la familia y el pasado de Wani, París, quizá, Beirut… la vida real de los ricos internacionales, de donde Wani había descendido de cuando en cuando a Oxford para estudiar un ensayo sobre Dryden o traducir una adivinanza anglosajona. Antoine era su verdadero nombre y Wani su tentativa infantil de pronunciarlo, su apodo universal.
—Debes de estar muy contenta.
Martine sonrió pero no dijo nada y Nick buscó en su cara ancha y pálida indicios del triunfo que él habría sentido de haber sido él el prometido de Wani.
—Ahora vamos a nuestra habitación —dijo Wani—, y luego bajaremos para el bailoteo.
—Bueno, quizá tú también vengas al baile —dijo Martine, mostrando ya una mente propia, pero con la misma expresión paciente que Nick consideró, cuando siguió bajando la escalera, perfectamente adulta. Debía de ser la cara de una felicidad estable, una posesión tranquila que él no se imaginaba o a la que no podía aspirar exactamente.
Necesitaba un poco de aire, pero en el vestíbulo había un tropel de gente que entraba corriendo. Fuera, había empezado a lloviznar desde un cielo nocturno oscurecido. Nick observó las gotas que caían, relucientes a la luz que proyectaba hacia arriba el globo grande de una farola. En el círculo del sendero de grava había un par de chóferes sentados delante de un Daimler con la luz de mapas encendida, esperando y charlando. Y allí estaba el Mercedes descapotable de Wani, con su embarazosa matrícula WHO 6[5]. Una voz rebuznó: «¡Bien! ¡Todo el mundo a la pista de baile!». Y hubo un coro de conformidad desafinado.
—¡Hurra! ¡Baile! —dijo una pija borracha, mirando a Nick a la cara, como si esforzándose pudiera reconocerle.
—¿Dónde está esa maldita pista de baile? —preguntó el chico que había rebuznado. Habían vuelto a entrar en el vestíbulo, que el servicio doméstico estaba despejando con una eficiencia sin ilusiones.
—Está en el salón fumador —dijo Nick, emocionado por saberlo y por ponerse de pronto al frente de la comitiva. Todos le siguieron, la pija riéndose como una loca y gritando: «¡Sí, está en el salón fumador!», y parodiando a Nick como al gracioso hombrecillo que conocía el camino.
Un amigo de Toby se había desplazado desde Londres para pinchar discos, y focos rojos y azules lanzaban fogonazos intermitentes sobre los cuadros de las numerosas carreras de caballos del primer barón Kessler. La mayor parte del grupo empezó a moverse en el acto, un poco patosa, pero con expresión feliz y resuelta. Nick recorrió la pared, como si estuviera a punto de ponerse a bailar en cualquier momento y luego regresó, siguiendo el ritmo con la cabeza, y salió deprisa de la habitación. Era la canción «Every Breath You Take», que habían tocado una y otra vez en el último trimestre en Oxford. Le entristeció de golpe.
Se sintió inquieto y olvidado, secundario en un festejo que recordó que un día también había sido pensado como su propia fiesta. Su soledad le dejó perplejo un minuto, en la inhóspita perspectiva del pasillo de los solteros; una sensación, próxima al pánico, de que no pertenecía a aquella casa con aquella gente. Algunos invitados habían entrado en la biblioteca y al acercarse a la puerta abierta captó la escasa textura de conversación, dentro de la cual una o dos voces pontificaban como por derecho propio. Gerald decía palabras cuyo sentido Nick no entendió, y en medio de la risa general otra voz, que reconoció a medias, introdujo la veloz corrección: «¡No, si conozco a Margaret!». Nick se quedó en la entrada de la habitación iluminada con lámparas y por un segundo se sintió como un estudiante borracho, cosa que era y, además, algo más oscuro e inconsolable, como un niño insomne que fisga en un mundo adulto de hombros desnudos, caras sonrojadas y humo de puro. Rachel se percató de su presencia y sonrió, y Nick entró; Gerald, de pie delante de la chimenea apagada, con la postura arrogante de quien se caldea, le llamó: «¡Ah, Nick!», pero había demasiada gente para presentaciones, un amplio corro informal que se volvió brevemente para inspeccionarle y le dio la espalda como si no hubiese visto nada.
Rachel estaba sentada en un pequeño sofá, apartada de los demás, con una anciana arrugada, vestida de negro, que hacía a su vez que Rachel pareciese una joven hermosa y algo picara.
—Judy, ¿conoces a Nick Guest, el gran amigo de Toby? —dijo Rachel—. Te presento a Lady Partridge… la madre de Gerald.
—¡Oh, no! —dijo Nick—. Encantado de conocerla.
—¿Cómo está usted? —dijo la anciana, con una seca expresión jovial. El gran amigo de Toby: era una frase para saborear, para analizar por su generosidad, su inocencia y su cálculo.
Rachel se desplazó un poquito, pero en realidad no había sitio para él en el sofá. Con su gran vestido, algo tieso, de seda color espliego, parecía un retrato de Sargent de ochenta años antes, de la época en que Henry James se había alojado en la casa. Nick, de pie frente a ellas, sonrió.
—Hueles bien —dijo Rachel, casi con coquetería, como habla una madre a veces a un niño que se ha acicalado.
—No soporto el olor de los puros, ¿y tú? —dijo Lady Partridge.
—Lionel también lo detesta —murmuró Rachel. Igual que Nick, para quien el seco y escatológico hedor de los puros significaba la inexplicable confidencia de los gustos y costumbres de otros hombres y su disposición a imponérselos al prójimo. Pero como Gerald estaba fumando uno, con el ceño fruncido y entornando el ojo izquierdo, no dijo nada.
—No me imagino dónde adquirió esa costumbre —dijo Lady Partridge; y Rachel suspiró y movió la cabeza, con humorístico reconocimiento de los desencantos comunes como esposa y madre—. ¿Tobias y Catherine fuman?
—No, gracias a Dios, nunca se han habituado —dijo Rachel. Y Nick tampoco dijo nada. Lo que siempre le contenía era el idilio que la familia vivía consigo misma, cuyas pequeñas asperezas y connivencias eran muchísimo más graciosas y encantadoras que las de la suya propia, y que ahora cobraban una dimensión nueva en la persona de la madre de Gerald. Su actitud era desganada pero vigilante, y tenía la cara profusamente empolvada y los labios de un rojo audaz. Había en ella algo autocrático que impulsó a Nick a agradarle. Parecía más señorial que Gerald por el mismo factor por el que Gerald parecía más elegante que Toby.
—Quizá pudiéramos airearnos un poco —dijo ella, casi sin mirar a Nick. Y él fue a la ventana que había detrás de ellas, la levantó y dejó que entrara el olor frío y húmedo de los jardines.
—¡Hecho! —dijo, sintiendo que ya se habían hecho amigos.
—¿Te hospedas en la casa? —dijo Lady Partridge.
—Sí. Tengo un cuartito diminuto en el piso más alto.
—No sabía que hubiese cuartitos diminutos en Hawkeswood. Pero no creo tampoco que haya estado alguna vez en el piso más alto.
Nick admiró cómo había convertido su modestia en otra aún más profunda, y casi le pareció que había en ello una injuria contra sí misma.
—Supongo que depende de lo que uno entienda por diminuto —dijo, con una resuelta sonrisa halagadora. Se había asentado la leve paranoia que acompaña a la embriaguez, y Nick no estaba seguro de si estaba siendo encantador o grosero. Pensó que quizá había dicho lo contrario de lo que quería decir. Llegó un camarero con una bandeja y le ofreció un brandy, y él observó con maravillosa pasividad cómo se lo servía—. Oh, ya vale… ¡ya vale!
Era un camarero agradable y conspirador, pero no era Tristao, que había franqueado un umbral especial en la mente de Nick y era ya objeto de un flechazo, vivido en su ausencia. Se preguntó si también podría encapricharse del otro camarero: bastaba con un par de reencuentros, el ánimo frustrado de aquel momento y una simple decisión semiconsciente para que la figura del chico se le grabara en el pensamiento y le acelerase el pulso cada vez que lo viera. Rachel dijo:
—Nick también vive con nosotros en Londres, y la verdad es que allí tiene un cuartito en el ático.
—Creo que ya me dijiste que teníais a alguien —dijo Lady Partridge, de nuevo sin mirar a Nick. Era como si hubiese olfateado su fantasía de pertenecer a la familia, de secreta fraternidad con su bello nieto, y se hubiera propuesto erradicarla con un veloz instinto territorial—. Toby es popularísimo, desde luego —dijo—. Es tan guapo, ¿no crees?
—Sí creo —dijo Nick, a la ligera, y se ruborizó y miró a otro lado, como buscando a Toby.
—Nadie pensaría que es hermano de Catherine. Toda la suerte se la llevó él.
—Si la guapura es suerte… —empezó a decir Nick.
—Pero dime, ¿quién es ese hombrecillo de gafas que baila con el ministro del Interior?
—Um. Lo he visto antes —dijo Nick, y lanzó una carcajada.
—Es el «analista cáustico» —dijo Rachel.
—Morton Danvers —intervino Lady Partridge.
Rachel alzó la voz.
—Mis hijos le llaman el «analista cáustico». Peter Crowther… es periodista.
—He visto cosas de él en el Mail —dijo Lady Partridge.
—Oh, por supuesto… —dijo Nick. Y ciertamente parecía que Peter bailaba con el ministro del Interior: le cortejaba, daba brincos frente a él, se inclinaba hacia el ministro para preguntar más cosas y saltaba como un resorte hacia atrás, sobresaltado por las respuestas esclarecedoras, un procedimiento que el ministro, un hombre de pies patosos y sin cuello, no podía impedir, sino tan sólo reproducir de una manera torpe aunque cortés.
—Yo no creo que en su lugar me emocionase tanto —dijo Lady Partridge—. Ha dicho un montón de tonterías en la cena sobre… la cuestión de color. Yo no estaba a su lado, pero lo oía todo. Racismo,… ¿sabes?, como si la palabra misma fuera tan desagradable como en general se consideraba que era la cosa a la que él se refería.
—Es cierto que se dicen muchas bobadas sobre ese tema —dijo Nick, con una generosa ambigüedad. La anciana le miró, pensativa.
Al volverse vieron a Gerald que se dirigía a rescatar al ministro, con una sonrisa solícita en los labios y un destello de celos en los ojos. Se lo llevó, inclinándose confidencial sobre él, casi abrazándole, pero a la vez lanzó una rápida mirada alrededor, como quien ha organizado una sorpresa: y hubo un flash, un zumbido y otro flash.
—¡Ah! ¡El Tatler! —exclamó Lady Partridge—. Por fin.
Se palmeó el pelo y asumió una expresión de… coquetería… mando… bienvenida… sabiduría antigua… Era difícil saber con certeza qué efecto pretendía.
Catherine metía prisa a Nick y a Pat Grayson por el pasillo de los solteros rumbo al estruendo de la música de baile.
—¿Estás bien, querida? —dijo Nick.
—Lo siento, cariño. Ha sido ese discurso horroroso… ¡ya no podía más!
Estaba animada, pero sus reacciones eran lentas y retozonas, y Nick decidió que estaría colocada.
—Me parece que ha sido un poco egocéntrico.
Ella sonrió con una condescendencia digna de su abuela.
—Habría sido un discurso maravilloso para su propio cumpleaños, ¿verdad? ¡Pobre Fedden!
Pat, que debía de ser la persona descrita en el discurso como una estrella de cine, dijo:
—Ooh, a mí no me ha parecido tan malo, teniendo en cuenta.
Pero no especificó qué había que tener en cuenta. Nick le había visto en la tele en el papel de epónimo granuja en Sedley, y le sorprendió que en la vida real fuese mucho más bajo, más viejo y más afeminado. Sedley era la serie favorita de su madre, aunque no estaba claro si ella sabía que Pat era uno de esos.
—Ooh, de eso no sé, mi amor… —dijo cuando entraron en la sala. Pero Catherine le empujó hacia el gentío y él empezó a trazar círculos ágiles alrededor de ella, chasqueando los dedos y frunciendo el ceño de un modo sexy. Se diría que a Catherine le encantaba toda aquella horterada pero, para Nick, Pat era un futuro ingrato, un hombre famoso que era un idiota, una reinona estúpida. Atravesó la pista y descubrió que le gritaban y le sonreían y le daban toscos abrazos, como si fuese muy popular. El brandy estaba haciendo efecto. Pero durante un minuto se avergonzó de menospreciar a Pat Grayson y fingir que era un miembro de su pandilla hetero. Se sentía muy bien y esbozó una sonrisita a Tim Carswell, que venía hacia él; le agarró y le hizo dar vueltas hasta que ambos se tambalearon y el aliento húmedo de Tim le estaba quemando la mejilla, y Tim gritó: «¡So!», y se fue poco a poco por donde había venido, dando bandazos a un lado y a otro, y después se sumó al tropel con un brazo levantado a lo Jagger.
—¿Cómo está el guapo mozo? —dijo Nick, y Sophie Tipper le miró por encima del hombro, con un débil signo de reconocerle, mientras bailaba fastidiosamente con Toby; Nick les besó a los dos en la mejilla antes de que pudieran impedírselo y gritó de nuevo: «¿Cómo estás?», radiante y desconsolado, y Toby extendió un puño con el pulgar hacia arriba y poco después se marcharon. Nick siguió bailando, el cuello le apretaba y estaba sudando; se desabrochó el esmoquin y volvió a abrocharlo… Ah, había una ventana abierta al fondo de la sala y bailoteó delante de ella un rato, girando la cara hacia el olor del jardín mojado por la lluvia. Martine estaba sentada en el banco elevado que corría a lo largo de la pared, y en el rayo de luz verde que destellaba cada pocos segundos, su perfil paciente parecía demacrado y perdido.
—¡Ho-la! —la llamó Nick, parándose y medio arrodillándose a su lado—. ¿No está Wani contigo?
Ella miró alrededor, encogiéndose de hombros.
—Oh, estará por ahí…
Y Nick tenía auténticas ganas de verlo, súbitamente seguro de que le recibiría como él le recibía en sus fantasías, y había asimismo un sesgo de cálculo: cargado y semiinconsciente, podría precipitarse a los brazos de Wani. Tres chicas en fila ejecutaban números de discoteca, giraban y se tocaban los codos. Nick no sabía hacerlo. Las chicas bailaban mejor que los chicos, como si estuvieran en su auténtico elemento, en el cual sus bulliciosos compañeros hacían el imbécil. Nick estaba incómodo cerca de la puerta, donde se habían reunido algunas de las parejas más mayores y trotaban de un lado para otro como si se encontraran a sus anchas con Spandau Ballet. A la luz ultravioleta resplandecía la camisa de etiqueta de Nat Hanmer, y el blanco de sus ojos resultaba extraño, estremecedor. Se cogieron de la mano unos instantes y Nat le miró con los ojos abiertos de par en par, para resaltar el efecto monstruoso, y luego gritó: «¡Mariconazo!», le dio una palmada en la espalda y un beso impetuoso en la oreja antes de que Nick se apartara. «¡Tus ojos!», le jadeó Mary Sutton a Nick, y él también los desorbitó. Era fácil tropezar con el borde elevado de piedra si estabas bailoteando cerca de la chimenea, y Nick chocó contra Graham Strong y dijo: «¡Me alegro muchísimo de verte!», porque en ocasiones también había deseado a Graham; apenas le conocía y dijo: «Tenemos que bailar juntos más tarde», pero Graham ya se había dado media vuelta y Nick fue a parar al grupo de Catherine, Russell y Pat Grayson, donde fue bien recibido porque formaban un trío de patosos.
Abrió una puerta del vestíbulo que daba a un saloncito donde un hombre en mangas de camisa se levantó y dijo: «Perdone, señor», y se dirigió hacia él sin sonreír.
—Lo siento mucho. Me he confundido de lado —dijo Nick, y al salir cerró la puerta con estrépito.
Oía la música a lo lejos y el parloteo y las risas en la biblioteca, y un zumbido fuerte en sus propios oídos. Arriba, los cien lirios de la araña brillaban y parpadeaban; las cosas poseían una animación titubeante, todas latían al mismo ritmo que su pulso. Fue recorriendo y desfilando a hurtadillas por una serie de habitaciones iluminadas, desiertas, divertidas, donde un cabezal o una cortina corrida parecían vislumbres de una persona escondida. Se paró y se agachó aquí y allá para apreciar un pequeño y vibrante bronce o una mesa que giraba cuando no la mirabas. Se apoyó acariciante, cargando un poco el peso, en el escritorio de la querida marquesa de Pompadour, que crujió… Nick era un amante de aquellos objetos, si alguien estaba observando… Entró en el comedor donde habían almorzado, encontró los interruptores de la luz y miró con detenimiento el paisaje de Cézanne, donde también latían geometrías secretas. ¿Por qué se habló a sí mismo del cuadro? El amigo imaginario estaba junto a su hombro, el único compañero leal del niño, que necesitaba su consejo. La composición, dijo… la gama de verdes… Tuvo una idea genial, que fue encubriendo y esquivando, y que luego liberó paso a paso cuando abrió una puerta lateral que daba a un corredor marrón donde al doblar una esquina había otras puertas, y luego siguió una corriente de aire cada vez más rápida y fría hasta una puerta trasera que daba al patio de servicio, reluciente bajo la llovizna. Había allí un resplandor brillante y nada sentimental. No había un suntuoso fulgor de velas ni luces de cuadros. Hombres en pantalón vaquero hacían mucho ruido amontonando y desplazando cosas, y siguieron gritándose unos a otros al pasar junto a Nick, que en consecuencia se sintió como un fantasma cuyos «¡Gracias!» y «¡Perdone!» eran inaudibles. Tristão estaba lavando vasos en una trascocina y Nick entró por detrás de él, con el corazón palpitante de repente y sonriendo como si fuesen algo más que amigos, y consciente, sin embargo, de que Tristáo estaba trabajando, era la una de la mañana y él no era más que un borracho con pajarita, una nota falsa y ambulante de esperanza y necesidad.
—¡Eh, hola!
Tristáo miró alrededor, suspiró y reanudó su trabajo.
—¿Vienes a ayudar?
Los vasos llegaban en bandejas de metal, medio llenos, con manchas de barra de labios, colillas en el clarete, pies de copas con los bordes mellados.
—Um… Seguro que lo rompería todo —dijo Nick, y le miró por detrás con asombro y una sensación de suerte, y otra vez con la sospecha de un rechazo.
—Uf… Estoy cansado —dijo Tristáo, y al cruzar la habitación Nick le estorbó el paso—. Llevo de pie nueve horas.
—Tienes que estarlo —dijo Nick, inclinándose hacia él con un caricia o palmada amistosa, que se quedó corta o fue pasada por alto. No estaba seguro de que no fuera a caerse encima de Tristão—. Entonces… ¿cuándo terminas?
—Oh, seguimos hasta que os vayáis, mi niño.
Se secó las manos con un paño, se encendió un cigarrillo e hizo a medias un ademán de ofrecerle otro a Nick, como si lo hubiera pensado mejor. Nick detestaba el tabaco, pero lo aceptó en el acto. La primera y recia calada le produjo burbujas en la cabeza.
—De todos modos, ¿te lo estás pasando bien? —dijo Tristão.
—Sí… —dijo Nick, se encogió de hombros y soltó un carcajada irónica. Quería impresionar a Tristão como un invitado de Hawkeswood y al mismo tiempo burlarse de los invitados. Quería dar a entender que se lo estaba pasando estupendamente, que el servicio, desde luego, no podría haber hecho nada más, pero que lo tomaba o lo dejaba, y además (aquí entrecerró los ojos, con suavidad y audacia), él tenía ideas mejores sobre cómo divertirse. Tristão quizá no lo entendió al instante. Miró a Nick enfurruñado, como encarando un problema. Y Nick le miró a su vez con una germinante sonrisa de borracho, como si supiera lo que estaba haciendo.
Tristão había perdido su pajarita y tenía los dos botones superiores de la camisa abiertos, dejando asomar una camiseta blanca. Tenía las mangas remangadas y pelos negros le oscurecían los antebrazos, pero desde el corazón hasta las rodillas llevaba un delantal blanco atado muy prieto, que convertía en un secreto lo que antes había constituido un voluminoso indicio. La trascocina estaba iluminada por un solo tubo fluorescente que mostraba sin halago su cara cetrina y fatigada. Parecía muy distinto de como Nick lo recordaba, y costaba cierto esfuerzo de voluntad lujuriosa encontrarle atractivo: casi parecía ser una excusa para renunciar a él y volver a la fiesta.
—Un montón de gente aquí, ¿eh? —dijo Tristão. Miró con acritud las bandejas de vasos y desperdicios y expulsó humo de la misma manera sibilante y crítica que Polly, como si fuera un signo de alguna destreza común. Y entonces Nick sintió unos celos amargos ante la idea de que Polly se ligara a Tristão, y supo que tenía que quedarse—. Sí, tiene cantidad de amigos, ese Toby… Me gusta. Es como un actor, ¿no?
E hizo un gesto, largos dedos extendidos como un abanico al lado de la cara para indicar el lustre general de las facciones de Toby, su estructura ósea, su tez.
—Sí —dijo Nick, con una risa y una bocanada de humo. La cara de Toby pareció cernirse por un momento delante de la del camarero, que era menos bello en todos los sentidos… Pero el hecho de que no admirase a Tristão, ¿no formaba una gran parte de la lección, de lo que consideraba la segunda mejor solución homosexual? La visita furtiva la motivaba el sexo, ansias muy concretas: no iba a conseguir en otra parte lo que deseaba. Había un desafío en los ojos hundidos del chico y algo cifrado en su condición de extranjero: ¿practicaban los naturales de Madeira el sexo fortuito? Nick no veía por qué no…
—¿Cuánto has tenido que beber, entonces? —dijo Tristão.
—Oh, litros —dijo Nick.
—¿Sí?
—Bueno, no tanto como otros —dijo Nick. Fumaba y sostenía el cigarrillo junto a la solapa, y notaba que su forma de fumar era inexperta y delatora. Claro que lo maravilloso de su cita con Leo había sido que se trataba de una cita: los dos sabían para qué era el encuentro. Lo de Tristão, por el contrario, podían ser meras imaginaciones suyas. No sabía con certeza si la exigüidad de su conversación mostraba lo fútil que era o si era un signo de su autenticidad. Sospechaba que las charlas debían ser más procaces y provocativas—. Así que eres de Madeira, tengo entendido —dijo, con un parpadeo.
Tristão entornó los ojos y esbozó su primera sonrisita.
—¿Cómo lo sabes? —dijo. Nick aprovechó la ocasión de sostenerle la mirada—. Ah, ya sé, te lo ha dicho el grandullón.
—Grandísimo —dijo Nick—. ¡Bueno, por lo menos alrededor de la cintura!
Tristão miró dentro de su paquete de tabaco, donde había guardado la tarjeta de Polly.
—¿Es él? —dijo. Nick lanzó un vistazo desdeñoso a la tarjeta pero pensó que había recibido una lección. Dr. Paul Tompkins, 23 Lovelock Mansions… O sea que ya estaba establecido, como un consultorio por donde pasaban los chicos. Dio la vuelta a la tarjeta, donde Polly había garabateado 4 de sept, ¡8 de la tarde en punto!
—¿Por qué dice «en punto»? —preguntó Tristão.
—Oh, es un hombre muy ocupado —dijo Nick, e intuyendo que era el momento hizo un súbito movimiento hacia delante, dos pasos, los brazos extendidos y una mueca de ironía inefable sobre Polly en los labios.
—Lo siento, colega…
Un hombre de cara colorada se asomó a la puerta, introdujo la barbilla y lanzó una risa seca y confiada.
—¡Quería saber qué tal iban las cosas por aquí!
Nick se puso rojo y Tristão tuvo la suficiente y provocativa presencia de ánimo de lanzar un bufido en voz baja y decir:
—¿Qué tal va todo, Bob?
Bob le impartió instrucciones sobre las distintas habitaciones, aludió un par de veces al «señor», con ironía de criados así como con un respeto que implicaba lástima, y Nick osciló de un lado a otro con una sonrisa tolerante, para expresar a los dos que conocía a Lord Kessler personalmente, que habían almorzado juntos y que le había mostrado su Moroni.
Cuando Bob se marchó, Tristão dijo, sin excesivo afecto ni sentido del coqueteo:
—¿Qué voy a hacer contigo?
—No lo sé —dijo Nick, alegremente, casi insensibilizado por la bebida al nuevo fracaso que se perfilaba.
—Tengo que irme. —Tristão sacó del bolsillo su pajarita y manipuló con el elástico y el broche. Nick aguardó a que se quitara el delantal—. Mira, de acuerdo, te veo a las tres junto a la escalera principal.
—Oh… de acuerdo, ¡fantástico! —dijo Nick, y halló un feliz alivio tanto en la cita como en el retraso—. A las tres…
—En punto —dijo Tristão, con el ceño fruncido.
Se asomó a la puerta del dormitorio de Toby. Un grupo de amigos habían subido allí cuando paró la música, a las dos de la mañana, y parecían evaluarle ociosamente.
—Entra y cierra la puerta, por lo que más quieras —dijo Toby, llamándole desde la amplia cama donde estaba recostado entre amigos despatarrados. Le habían asignado la habitación del rey, en la que había dormido Eduardo VII: las guirnaldas de seda azul se juntaban encima del cabezal, formando una corona dorada vagamente cómica. En la pared opuesta colgaba un confortable desnudo de Renoir. Nick se abrió paso entre los grupos sentados en el suelo, delante del enorme sofá donde el gordo Lord Shepton yacía acostado con la corbata deshecha y la cabeza posada en el muslo de una atractiva chica borracha. Las cortinas estaban descorridas y había una ventana abierta para alejar el hedor de marihuana de la nariz del ministro del Interior. En cierto modo habían recreado el ambiente nocturno de una habitación de residencia universitaria, los pies enfundados en medias de las chicas apoyados sobre las rodillas de sus novios, humo en el aire, dos o tres voces dominantes. Nick percibió tanto el encanto como la amenaza del grupo. Gareth Lane estaba perorando sobre Hitler y Goebbels, y el zumbido de su conferencia y los ladridos de risa por sus propios juegos de palabras revivían algo tedioso de los tiempos de Oxford. Se decía de él que era el «historiador más capaz de su promoción», pero no había conseguido la máxima nota y ahora parecía estar escenificando una interminable y redentora defensa de su tesis. La charla continuó, pero para los hormigueantes oídos ebrios de Nick sonaba como un silencio residual en el cuarto, en el que sus propios movimientos y palabras constituían una intrusión… y sin embargo no dejaban huella. Estaban allí varios de sus compañeros, pero los dos meses transcurridos desde el último trimestre los habían distanciado más de lo que podría explicar. Se habían producido algunos cambios simples pero sólidos y prefigurados, y ellos habían asumido su vida real y le habían dejado solo en la suya. Volvió y se sentó en el borde de la cama, y Toby se inclinó y le pasó el porro.
—Gracias…
Nick le sonrió y por fin brilló entre ellos cierta dulce y antigua confianza mutua, lo que él había estado esperando toda la noche.
—Dios, cariño, hueles como el salón de una furcia —dijo Toby. Nick continuó mirándole, paralizado de momento por la necesidad de retener el humo, con un cosquilleo en la garganta, ruborizándose de vergüenza y de placer. Paladeaba aquel «cariño» sin precedentes, que le estaba poniendo tan efusivo y mareado como la hierba. Expelió el humo y vio el cariz inequívocamente hetero del resto del comentario.
—¿Y cómo lo sabes? —dijo, preguntándose como un gazmoño si Toby habría estado de verdad en el salón de una furcia. Era una imagen de Toby subiendo a bandazos una escalera estrecha.
Toby le guiñó un ojo.
—¿Lo estás pasando bien?
—Sí, fantástico.
Nick paseó por el cuarto una mirada apreciativa, disimulando su visión interior de la noche como un viaje a trompicones, mitad caza, mitad huida, como uno de sus sueños de una casa de campo, de sus sueños de escaleras.
—¿Qué ha sido de Sophie, por cierto?
—Ha tenido que volver a Londres. Sí. Tiene una audición el lunes.
—Ah… bien…
Era una buena noticia para Nick, que parecía complacer al propio Toby, borracho, colgado, con los ojos brillantes: le gustó el toque adulto de responsabilidad que suponía haberla mandado a su casa, y también le agradaba verse libre de ella. Alzó la voz y dijo:
—¡Oh, calla esa murga sobre el puto Goebbels!
Pero tras un breve runrún incrédulo de Gareth, su mecanismo a prueba de shocks prosiguió con el parloteo.
Toby era rey esa noche, en su gran cama real, y sus amigos, por una vez, eran sus súbditos. Interpretaba el papel con gran vivacidad, de un modo puerilmente aproximativo. A Nick le pareció muy conmovedor y emocionante. Cuando la hierba hizo su efecto retardado, apretando y liberando como un masaje psíquico, alargó la mano y tomó la de Toby, y las tuvieron unidas durante treinta o cuarenta segundos celestiales. Era como si la habitación hubiese sido empapada en una atmósfera de hilaridad amorosa, tan dulcemente imposible de pasar por alto como Je Promets. Recordó lo que Polly había dicho en el jardín mucho antes, y pensó que quizá, por una vez, Toby sería realmente suyo.
Hubo un murmullo circundante de chismorreo narcótico, las cabezas asintiendo sobre papeles de liar, las figuras borrosas pero relucientes a la luz de la lámpara.
—¿Pero autorizó el Führer la solución final? —se preguntó Gareth; y estaba claro que los argumentos sobre esta cuestión famosa estaban a punto de ser revisados con todo detalle.
Hubo una risita de protesta de Sam Zeman, el genio de pelo rizado que había entrado directamente en la familia de los Kessler con veinte mil al año.
—Estás aquí en una casa llena de judíos, cállate lo de la puta solución final, esto es una fiesta…
Y alargó la mano hacia su bebida, con el ceño fruncido y el bufido de una persona discreta obligada a ser brusca.
—Puedo pasar a Stalin… —dijo Gareth, burlón.
Al cabo de unos minutos de reflexión, Roddy Shepton dijo, enérgicamente:
—Bueno, yo no soy un puñetero judío.
—Tobias sí lo es —dijo su novia—. ¿Verdad, cariño?
—Por el amor de Dios, Claire… —dijo Roddy.
Claire miró a Toby con ojos de convicción cada vez más profunda.
—¿No ha dicho alguien que el ministro también es judío…? —dijo ella.
—¡Cálmate, Claire! —dijo Roddy, furioso. Él, por su parte, tenía la convicción de que su novia, una chica grande y plácida, a la que nunca se le había oído levantar la voz, era peligrosamente excitable. Quizá fuese la manera de Roddy de insinuar que había domado a un volcán sexual: lo que a su vez quizá le ayudase a explicar por qué salía con una chica de estricta clase media, la hija del administrador de fincas de su padre.
Claire miró alrededor, en pos de su nueva idea.
—Tú eres judío, ¿verdad, Nat?
—Sí, cariño —dijo Nat—, o medio, por lo menos.
—Y el otro medio es un puñetero galés —dijo Roddy. Volvió la cabeza, recostada en las rodillas de Claire y la miró bizqueando—. Dios, estás borracha —dijo.
Era la clase de insulto que se consideraba una agudeza en el Martyrs’ Club, y era de hecho una de las cosas que más a menudo se decía en él. Toby había llevado a Nick en una ocasión al comedor diminuto y enmaderado donde los pisaverdes de Christ Church y los gacetilleros del sindicato observaban la conducta ensordecedora que cabía esperar de ellos y bebían, conspiraban, se aullaban unos a otros comentarios inaceptables y gritaban al personal agobiado. Era otro mundo, retadoramente impermeable, y sobresaltaba descubrir que Toby tenía su sitio allí.
—Qué puta borrachera tienes, Shepton —dijo Toby. Se había quitado los calcetines, los había enrollado para formar una bola y se los lanzó con mucha fuerza y puntería a la cabeza del lord gordo.
—Qué hostias haces, Fedden —murmuró Roddy, pero no fue más allá.
Nick estaba explicando que el mar en las novelas de Conrad era una metáfora tanto de la huida del yo como de su descubrimiento: una afirmación que al repetirla adquiría una fuerza reveladora cada vez mayor. Se rio de esta bella teoría. No era un gran fumador, y una segunda calada a desgana, motivada por creer que la primera no le había hecho efecto, podía dejarle horas mareado y farfullando. Nat Hanmer estaba sentado en el suelo a su lado, y su muslo caliente se apretaba contra el de Nick. Aquella noche había algo encantadoramente mariquita en Nat. Asentía y sonreía a lo que Nick estaba diciendo. Este pensó que la presión de la droga en sus sienes era como si las manazas de Nat le estuvieran oprimiendo con suavidad el cráneo. Sam Zeman también asentía y sonreía y corrigió, como si en realidad no tuviera importancia, un detalle de la trama de Victoria en el que Nick se había confundido. Nick amaba a Sam porque era economista pero lo había leído todo y tocaba la viola y mostraba un interés halagador por personas menos excelsamente omniscientes que él.
Quería tumbarse y escuchar y quizá darse un buen y largo lote con Nat Hanmer, cuyos labios no eran tan llenos ni blandos como los de Leo, pero que era (hasta entonces Nick no lo había visto) casi hermoso, además, por supuesto, de que era marqués. Los dos en mangas de camisa. Nat dijo que iba a intentar escribir una novela. Se había comprado un ordenador que dijo que era «una máquina realmente sexy». En la luz cálida y explicatoria de la hierba Nick entendió lo que quería decir.
—Me encantaría leerla —dijo. Al otro lado de la habitación, Gareth había cambiado de guerra y estaba describiendo la batalla de Jutlandia a un círculo paralizado de chicas. Su gran pajarita de terciopelo era una fatuidad profesoral. Iba a continuar así durante cuarenta y cinco años.
Nick se oyó decir que cuánto añoraba a su novio, y después el corazón se le aceleró. Sam sonrió: era pura y maduramente hetero, pero todo le parecía bien. Nat dijo, tolerante:
—Ah, tienes…, ¿tienes un tío?
—Sí… —dijo Nick, y fue todo uno decirlo y contarles a todos todo lo referente a la contestación al anuncio, el encuentro con Leo, la sesión de sexo en el jardín y el chusco episodio con Geoffrey, el vecino de dos puertas más allá. Y que ahora salían juntos con regularidad. La hierba era una especie de droga de la verdad para él: con un desvío. Tuvo ganas de contarlo y mostrarse ante ellos como una criatura sexual activa, pero al hacerlo le pareció percibir lo extraña y oculta que era su vida, y añadió toques fáciles que la hicieran más bonita y normal.
—No sabía nada de eso —dijo Toby, que circulaba descalzo con una botella de brandy. Sonreía, ligeramente escandalizado, incluso quizá dolido de que Nick no le hubiera dicho que estaba viviendo una aventura.
—Oh, sí… —dijo Nick—, lo siento… Es un chico negro muy atractivo, que se llama Leo.
—Deberías haberle traído esta noche —dijo Toby—. ¿Por qué no lo dijiste?
—Lo sé —dijo Nick; pero sólo podía imaginarse a Leo allí con sus tejanos caídos y la camisa de su hermana, y su ironía discordante contra las presunciones adineradas de los oxfordianos.
—¿Se puede preguntar por qué? —dijo Lord Shepton, que había estado roncando pero al que le habían hecho cosquillas para que despertase, y tenía una expresión de venganza adormilada. Nadie sabía de qué estaba hablando.
—Ya nos hemos puesto puñeteramente… raciales aquí —dijo, e hizo un esfuerzo por incorporarse, con una mueca de culpa fingida, para ver si Charlie Mwegu, el único apoyo de Worcester y la única persona negra que había en la fiesta, estaba en el cuarto—. Quiero decir, qué cojones —dijo. Shepton era un bufón consagrado, una autoparodia consentida, y Nick se limitó a arquear las cejas y suspirar; por un momento emergieron de nuevo, a través del idilio más nuevo de la maría, la cautela y el tedio de antes.
Claire miraba a Nick con ternura y dijo:
—Creo que los hombres negros pueden ser tan atractivos… tienen unas orejitas preciosas, ¿verdad?… a veces… no sé… tiene que ser bonito…
—¡Cálmate, Claire! —ladró Roddy Shepton, como si sus peores temores se hubiesen confirmado. Se retorció para recoger su vaso del suelo.
—No, la verdad es que soy muy celosa —dijo Claire, y le atizó a Lord Shepton un codazo juguetón en el estómago.
—¡Oh, bruja! —dijo Lord Shepton; su atención volvió a concentrarse, lenta pero ávidamente, en Wani Ouradi, que acababa de entrar en la habitación—. Ah, Ouradi, estás aquí. Espero que me des algo de ese polvo blanco, moro puñetero.
—¡Oh, en serio! —dijo Claire, apelando inútilmente a los demás.
Pero Wani no le hizo caso a Shepton y atravesó el grupo hacia la cama y Toby. Se había cambiado y llevaba un batín de terciopelo verde. Nick se sumergió en su belleza, durante un momento de curiosidad desinteresada pero intensa. La enérgica barbilla, con su ligera redondez elegante, la suavidad desconcertante de sus ojos hundidos, los pómulos y la nariz larga, las orejitas y los rizos esponjosos, la cruel y deliciosa curva de los labios, volvían rancio, declaradamente artificioso o extemporáneo todo lo demás que había en la casa. Nick ansió abandonar al guapo Nat y trepar a la cama del rey. Puso los ojos en blanco, disculpándose ante Shepton, pero Wani no emitió en respuesta un signo de especial reconocimiento. Y el grupo empezó enseguida a hablar de otra cosa. Recostado en el codo, Wani permaneció un minuto al lado de Toby e inspeccionó el cuarto a través del filtro de sus pestañas. Toby se había apoderado de una de las bufandas de chiffon de las chicas y, con una perseverancia de borracho, la estaba enrollando en forma de turbante. Wani no dijo nada del turbante, como si estuvieran casi tan familiarizados el uno con el otro que no necesitaran comentarios, como si fuesen figuras de otra época y cultura. Nick le oyó decir: «Si tu veux…», antes de levantarse y entrar en el cuarto de baño. Toby se quedó sentado un rato más, riéndose sin ganas de la conversación, y luego se fue tras él, con un bostezo y dando traspiés. Nick, enfrascado en sí mismo, celoso de los dos, se escandalizó hasta casi un extremo de pánico por lo que estaban haciendo. Cuando volvieron, los miró como un niño curioso que busca pruebas de los vicios de sus padres. Vio el minúsculo esfuerzo que hacían por amortiguar su excitación, la pequeña solemnidad falsa que les hacía parecer extrañamente menos felices y borrachos que los demás de la fiesta. Despedían un brillo de conocimiento secreto.
Circuló de nuevo un porro y Nick le dio una calada profunda. Después se levantó y fue a la ventana abierta para asomarse a la noche silenciosa y húmeda. Más allá del césped se alzaba la silueta gris de las hayas contra la primera e incierta palidez del cielo. Era un bello efecto, mucho más grande que la fiesta: el mundo girando, los vivos gorjeos prácticos de los primeros pájaros. Aunque aún faltaban horas para que amaneciera… Se puso rígido, se agarró una muñeca y mantuvo frente a él el reloj inmóvil. Eran las cuatro y siete minutos. Se volvió y miró a los otros en la habitación, su estupor y animación, y el principal y profundo pensamiento que tuvo fue que qué poco les importaba a ellos: ni por asomo se imaginarían una cita con un camarero, o el desastre de perderte una. Dio los primeros pasos hacia la puerta, aminoró la marcha y se paró cuando la hierba le privó del sentido de la dirección. ¿Adónde iba, en definitiva? Todo parecía haberse sumido en el silencio, como en virtud de un acuerdo. Nick se sintió notorio allí parado, con una sonrisa cautelosa, como alguien que no está al tanto de una broma; pero cuando miró a los demás le parecieron igual de inmóviles y pasmados. Debía de ser una mierda fortísima. Pensó en cómo mover la pierna izquierda hacia delante, convencería a la cabeza de que a través de la rodilla llegase hasta el pie, pero allí se quedó sin la menor posibilidad de transformarse en una acción. Era un tanto incómodo tener que estar allí quieto un largo rato. Paseó una mirada audaz por los otros, cuyo nombre, el de algunos de ellos, no era fácil recordar en aquel momento. Lentos parpadeos, sonrisitas tirantes…
—Sí… —dijo Nat Hanmer, muy comedidamente, asintiendo, expresando que estaba de acuerdo con alguna afirmación que sólo había oído.
—Supongo… —dijo Nick, pero se detuvo y miró alrededor, porque aquella formaba parte de una conversación sobre Gerald y la BBC. Pero nadie se había percatado.
—Pero estás pensando, ¿no era esa precisamente la intención de Bismarck? —dijo Gareth.
Nick no recordaba bien cómo había empezado la cosa. Sam Zeman se reía tanto que se tumbó de espaldas en el suelo, pero después se atragantó y tuvo que incorporarse. Una de las chicas le señaló con un dedo burlón, pero no se estaba burlando, sino que ella misma se estaba riendo de un modo incontrolable. Nat tenía la cara colorada, se frotaba las lágrimas de los ojos y se tiraba hacia abajo de las comisuras de la boca para intentar contenerlas. Nick sólo conseguía frenar la hilaridad mirando al suelo, y en cuanto levantaba la vista sufría de nuevo otro acceso de risa convulsivo, era como un hipo, era, en efecto, un hipo, todo ello mezclado con la comicidad irresistible e inexplicable de la botella de brandy, la mujer desnuda de Renoir, la corona dorada de yeso de encima de la cama, y todo aquel grupo con sus ideas y pajaritas y planes y objeciones.