—¡Algo para cada uno! —dijo Gerald Fedden, entrando en la cocina con una bolsa crujiente de papel de estraza—. ¡Habrá un premio para todos!
Estaba bronceado e incansable, y con él la casa recobró una energía perdida, el brillo de su vanidad y de su aplomo: era casi como si las palabras del oficial que regresa le sonasen recientes en el oído y estuviera respondiendo a los aplausos con aquellas pujantes promesas. En un lado de la bolsa había el emblema de una famosa delicatessen de Périgueux, un ganso azul que asomaba la cabeza por lo que parecía ser el aro de un salvavidas, con el pico curvado a lo Disney en una sonrisa satisfecha.
—Puaf, no será foie-gras —dijo Catherine.
—De hecho, este dulce de membrillo es para la ronroneante —dijo Gerald, sacando un tarro con una tapa y un lazo de tela a cuadros y deslizándolo a través de la mesa de la cocina.
—Gracias —dijo Catherine, pero lo dejó donde estaba y se fue a la ventana.
—¿Y qué había para Tobias?
—El… esto… —gesticuló Rachel—. El carnet.
—Por supuesto.
Gerald rebuscó discretamente antes de entregar a su hijo una pequeña agenda, encuadernada en fragante ante verde.
—Gracias, papá —dijo Toby, que estaba tumbado en pantalón corto sobre el largo banco y leía de refilón el periódico mientras escuchaba las noticias de su madre. Detrás de él, la pared era una gran página hilarante de la historia familiar, con numerosas fotografías enmarcadas de vacaciones y apretones de manos con los famosos, así como dos caricaturas malévolas de Gerald, que él había insistido en comprarles a los dibujantes. Cuando Gerald estaba en la cocina, los invitados siempre le comparaban con su imagen caricaturesca, que le mostraba sonriendo entre dientes con su nariz de halcón: la comparación le favorecía, como era obvio, aunque era inevitable la sospecha de que debajo de su hermosa máscara cotidiana acechase, en efecto, aquel predador estúpido.
Ahora, con pantalón corto de lino y alpargatas, yendo y viniendo del coche cargado de cosas, contaba un sinfín de anécdotas sobre la vida en la casa solariega y mencionaba a peculiares personajes lugareños para divertir a sus hijos o despertarles la envidia.
—Qué pena que no hayamos podido ir todos juntos. Y tú también deberías venir un año, Nick.
—Me encantaría —dijo Nick, que había estado gravitando con una expresión modesta pero alentadora. Estaba claro que hubiera sido fantástico veranear con los Fedden en el manoir, pero no pudo por menos de pensar que no tan maravilloso como quedarse en Londres sin ellos. Qué distinta parecía ahora la habitación, con todos los ausentes de regreso, bulliciosa e inadvertidamente. El regreso señalaba el fin de su tutoría, y el verdadero placer que sintió al verles lo enturbiaba una especie de tristeza que asoció con la adolescencia, la melancolía del tiempo que huye y las oportunidades malogradas. Ansiaba que una palabra de gratitud aliviase la pena misteriosa. Claro que su logro principal, en la crisis con Catherine, no se mencionó. Parecía una omisión que aún podía remediarse mediante un firme y veloz gesto de buena conciencia, y la propia Catherine parecía nerviosamente consciente del suceso silenciado; pero Nick vio, en presencia de sus padres, que no sospechaban nada, que por alguna razón él se había pasado al bando de Catherine y que no iba a contarlo nunca.
—Sin embargo —dijo Gerald—, para nosotros ha sido estupendo que estuvieses aquí para cuidar de la «Gata que anda sola». No habrá creado problemas, espero.
—Pues… —Nick sonrió y miró al suelo.
Como era un intruso, no tenía un mote y estaba exento de las burlas pesadas de la jerga familiar. Su regalo fue un frasquito rugoso de colonia que se llamaba Je Promets. Lo olió, agradecido, y detectó en su olor diversas discriminaciones agradables por parte de los obsequiantes; sin duda, sus propios padres nunca le habrían regalado algo tan fragante o ambiguo.
—Espero que te guste —dijo Gerald, como diciendo que había tenido un arranque generoso en algo que quedaba fuera de su competencia.
—Es maravilloso… Muchísimas gracias —dijo Nick. Como un intruso, sintió que flotaba de nuevo en un ambiente agradable de encanto social y buen humor. Toby y Catherine podían ponerse ceñudos o enfurruñarse y ejercer su prerrogativa de no dejarse impresionar ni divertir por sus padres. Pero Nick conversaba con sus anfitriones en un lenguaje de profundo acuerdo—. ¿Han tenido buen tiempo?
—Debo decir que hemos tenido un tiempo magnífico.
—Espero que no haya habido mucho tráfico…
—¡Muchísimo!
—Me encantaría Ver la pequeña iglesia de Podier.
—Creo que te encantaría la pequeña iglesia de Podier.
Así hilvanaban la charla entre ellos. Hasta la discrepancia, por ejemplo la de que a Gerald le gustase Richard Strauss, poseía un brillo de armonía social, de licencia apreciada, y casi equivalían a concordias traspuestas a una clave más emocionante.
Había muchas botellas de vino en la trasera del Range Rover y Nick se ofreció a ayudar a Gerald a transportarlo. No pudo evitar fijarse en la casi irritante firmeza del culo del parlamentario, forjada sin duda por el tenis y la natación cotidianos en Francia. Las piernas bronceadas eran otro indicio de una potencial sexual que Nick normalmente habría creído imposible en un hombre de cuarenta y cinco años; pensó que quizá la perspectiva de Leo le excitaba tanto que prestaba una atención indiscriminada a la apariencia de otros hombres. Cuando hubieron descargado la última caja, Gerald dijo:
—Nos han clavado un montón de impuestos en la aduana por esta mercancía.
—Naturalmente, no habrías tenido que preocuparte de eso si eliminaran las barreras comerciales en la Comunidad Europea.
Gerald apenas sonrió, para mostrar que no iba a picar el anzuelo. Había un par de botellas para Elena, que estaba enfrascada en un inquieto traspaso de poderes domésticos a Rachel, y que las guardó en su bolsa negra de la compra para llevárselas a casa. Como la familia trataba a Elena, una sesentona viuda, con afecto y una meticulosa simulación de igualdad, fue revelador observar el nerviosismo con que rendía cuentas de lo que había hecho durante la ausencia de los dueños. Nick no lograba deshacerse del todo de una sensación de vergüenza ante Elena, el fantasma de una cortesía rebuscada pero de destinatario equivocado. En la primera visita que hizo a Kensington Park Gardens, le había recibido Toby y luego le dejaron un rato solo en la casa, con la advertencia de que la dueña llegaría enseguida. Al oír que se abría y cerraba la puerta de la calle, Nick bajó la escalera y se presentó a la mujer agraciada, de pelo azabache, que estaba separando el correo depositado en la mesa del recibidor. Habló con excitación del cuadro que había estado contemplando en el salón, y sólo poco a poco, ante la risueña deferencia de aquella mujer y el fuerte acento de sus murmullos, cayó en la cuenta de que no estaba hablando con la honorable Rachel sino con el ama de llaves italiana. No había, por supuesto, nada malo en ser encantador con el ama de llaves, y la opinión de Elena sobre Guardi era seguramente tan interesante como la de Rachel y mucho más que la de Gerald, pero aun así Nick seguía considerando un diminuto paso en falso el momento que a ella le parecía memorable por su encanto.
Con todo, al deslizarse hasta el asiento contiguo al de Toby, aspirar su olor a jabón y a café y apretarse brevemente contra su rodilla desnuda, cuando extendió la mano para coger el azúcar, advirtió el éxito que había tenido. Aquello había sido el año anterior, y ahora todo estaba lleno de asociaciones. Recogió la agenda, que apenas había sido examinada, y acarició la suave superficie de la tapa, para compensar la indiferencia de Toby y también, remotamente, como si estuviese manoseando una zona caliente y velluda de su amigo. Como este hablaba de hacerse periodista, el regalo era vagamente insultante, una ociosa tentativa de acertar, y el oneroso precio del regalo era una forma hedionda de camuflar la mera sensación de cumplir un deber que había movido a sus padres. La agenda, abierta, no se aplanaba del todo, y unas pocas direcciones e ideas la habrían llenado. Desde luego, era difícil imaginar que Toby la usara si entrevistaba a un piquete o forcejeaba por extraer una respuesta a un ministro acosado por una cámara.
—Sabes lo de Maltby, claro —dijo Toby.
Nick notó de inmediato que el aire en la habitación empezaba a hormiguear, como al comienzo de una reacción alérgica. Hector Maltby, un secretario de Estado del Ministerio de Exteriores, tras ser sorprendido en su Jaguar con un chapero, en el Jack Straw’s Castle, había renunciado rápidamente a su cargo y, al parecer, a su matrimonio. Todos los periódicos habían publicado la noticia la semana anterior, y era una tontería que Nick se sintiera tan cohibido como se sintió de pronto y se ruborizase como si hubiera sido él el chico del Jaguar. A menudo sucedía así cuando salía a colación el tema homosexual, y hasta en la cocina tolerante de los Fedden se puso rígido de aprensión por lo que quizá se dijera por descuido: algún insulto indirecto que tragar, una broma a la que sonreír débilmente. Hasta el caso del absurdo y gordo Maltby, una caricatura de la vida real del «nuevo» tory glotón, le parecía a Nick que aludía a su propio caso discreto y, en un breve acceso de paranoia, que planteaba una pregunta sobre lo cerca que se encontraba de la hermosa pierna morena de Toby.
—El pobre idiota de Hector —dijo Gerald.
—No creo que nos haya sorprendido gran cosa —dijo Rachel, con su característico temblor de ironía.
—Habéis tenido que conocerle, ¿no? —preguntó Toby, con la pesada lentitud del nuevo estilo de «entrevistar» que había adquirido.
—Un poco —dijo Rachel.
—No demasiado —dijo Gerald.
Catherine seguía mirando por la ventana, sumida en su sueño de no tener ningún parentesco con su familia.
—La verdad es que no entiendo por qué tienen que meterle en la cárcel —dijo.
—No va a ir a la cárcel, Gata chiflada —dijo Gerald—. A no ser que sepas algo que yo ignoro. Sólo le pillaron con los pantalones bajados.
En virtud de algún nexo semiconsciente, miró a Nick para que confirmara este hecho.
—Por lo que yo sé —dijo Nick, procurando que estas cinco palabras sonaran a la vez despreocupadas y sensatas. Era horrible imaginar a Hector Maltby con los pantalones bajados; y el parlamentario deshonrado, después de todo, no parecía merecer mucha solidaridad. El gusto de Nick buscaba imágenes estéticamente radiantes de actividad gay, gestándose en un futuro dorado para él, como nadadores en una ribera iluminada por el sol.
—Pues no veo por qué ha tenido que dimitir —dijo Catherine—. ¿A quién le importa que le guste una mamada de vez en cuando?
Gerald pasó por alto esta frase, pero se le veía escandalizado.
—No, no, tenía que dimitir. No había otra alternativa.
Lo dijo con un tono alterado pero responsable, y la sensación de que su voz se atenía a los usos políticos comunes y corrientes era vagamente turbadora, aunque Catherine se riese de ello.
—Puede que le haya venido bien —dijo—. Que le haya ayudado a descubrir cómo es en realidad.
Gerald frunció el entrecejo y sacó una botella de la caja de cartón.
—Tienes una idea rarísima de lo que puede convenirle a la gente —dijo, pensativo y a la vez indignado—. Pensé que podríamos tomar el Podier St. Eustache en la cena.
—Mm, delicioso —murmuró Rachel—. Lo cierto, querido, dicho sin rodeos, es que es vulgar y peligroso —dijo, en una de sus súbitas formulaciones severas.
—¿Cenas esta noche con nosotros, Nick? —preguntó Gerald.
Nick sonrió y miró a otra parte porque la generosa pregunta suscitaba una nueva incertidumbre respecto a su posición en las noches posteriores. ¿Cuántas cosas compartiría con ellos y con qué frecuencia? Le habían hablado de que en ocasiones quizá le llamaran para hacer bulto.
—Lo siento muchísimo, pero esta noche no puedo —dijo.
—Oh… qué lástima, la noche de la vuelta a casa…
No sabía muy bien cómo decirlo. Catherine observó su vacilación con una sonrisa fascinada.
—No, Nick no puede porque tiene una cita —dijo.
Era un fastidio que ella aplicase su franqueza a los tiernos planes de Nick, y una recompensa pérfida por haber silenciado el episodio. Se sonrojó y notó que otra corriente de interferencia social recorría la habitación. Le pareció que todos tarareaban, no sabía si dubitativos, alentadores o avergonzados.
Nick nunca había concertado una cita con un hombre y tenía mucha menos experiencia de la que Catherine imaginaba. En el curso de sus largas conversaciones sobre hombres, él había consentido que una o dos de sus fantasías cobrasen el rango de hechos, había mentido un poco y no había desmentido ciertas suposiciones concebidas por Catherine sobre él. Las seducciones totalmente imaginarias que le había confesado adquirieron —en parte gracias al esfuerzo especial que exigía inventarlas y repetirlas de un modo coherente— calidad de recuerdos auténticos. A veces presentía, debido a un rastro de reserva en las personas con las que estaba hablando, que aunque no le creyeran veían que empezaba a creérselo él mismo. Sólo había salido plenamente del armario en el último curso en Oxford, y había utilizado su nueva libertad sobre todo para ligar con chicos heteros. Su corazón pertenecía a Toby, y flirtear con él habría sido inadecuado, casi sacrílego. No estaba preparado del todo para aceptar el hecho de que si iba a tener un amante no sería Toby ni ningún otro hetero borracho que cruzase la acera, sino un amante gay: aquella condición comprometida que él profesaría a partir de entonces. Las locas declaradas, a las que aplaudía y temía e imitaba con algunos titubeos, descubrían muchas veces algo raro en Nick, por guapo e inteligente que fuese. En cualquier caso no querían acostarse con él y él era libre de retornar, con un alivio y un desánimo inseparables, a su teatro interior de simulación sexual. Allí la función no terminaba nunca y los actores nunca se cansaban, y el único peligro era la atrofia de la repetición. El encuentro con Leo, por lo tanto, buscado a través de todos los obstáculos del único sistema que lo hacía posible, era trascendental para Nick. Al detenerse para una última mirada esperanzada en el arco dorado del espejo del vestíbulo, que controlaba todas las idas y venidas, descubrió que era reacio a otorgarle su aprobación; cuando cerró la puerta y echó a andar por la calle se sintió vertiginosamente solo, y tuvo que recordarse a sí mismo que hacía todo aquello por placer. Había adquirido el cariz de un vano desafío.
Cuando bajaba deprisa la cuesta empezó a centrarse de nuevo en sus intereses y ambiciones, el tema bastante asombroso del encuentro. Veía que los intereses no siempre eran algo erótico. Una pasión compartida por un tema, grande o pequeño, podía poner enseguida a dos desconocidos en un estado especial de embeleso y rivalidad contenidos que lejanamente se emparentaba con el amor; pero había que encontrar ese tema. En cuanto a las ambiciones, pensaba que era difícil declararlas sin que diera la impresión de que eras débil o de que te engañabas a ti mismo y, de hecho, no eras ambicioso. Gerald podía decir: «Quiero ser ministro del Interior», y habría gente que sonreiría, pero admitiendo la posibilidad. La ambición de Nick, por el contrario, era que le amase un negro guapo, rondando los treinta, que tenía una bicicleta de carreras y un empleo en el municipio. Esto era lo único que no iba a poder confesarle a Leo.
Concentró sus pensamientos, por centésima vez, en el reservado al fondo del Chepstow Castle, que había elegido por el grado de intimidad que ofrecía la penumbra: era un espacio que miraban con curiosidad los clientes atendidos en el mostrador, pero que apenas ocupaba nadie en las veladas de Verano, en que todo el mundo se quedaba fuera, en la acera. Había una luz ámbar allí dentro, entre los viejos espejos de whisky y fotografías de carros tirados por caballos. Se vio a sí mismo sentado hombro con hombro con Leo, y las manos enlazadas en secreto sobre el tapizado polvoriento.
Al acercarse al pub atisbo a un hombre negro en el exterior de un corro de parroquianos, después supo que era Leo y después fingió que no le había visto. Comprobó que era bastante bajo; y se había dejado una sotabarba. ¿Por qué estaba esperando en la calle? Nick estaba ya a su lado y volvió a mirar, muy nervioso, y vio su sonrisa interrogante.
—Si no quieres conocerme… —dijo Leo.
Nick trastabilló, se rio y le tendió la mano.
—Creí que estarías dentro.
Leo asintió y miró la calle.
—Desde aquí te veía venir.
—Ah… —volvió a reírse Nick.
—Además, en esta zona no estaba muy tranquilo con la bici.
Y allí estaba la bicicleta, refinada, liviana, inestimable, encadenada a la farola más próxima.
—Oh, seguro que aquí está bien —dijo Nick, y la miró con el ceño fruncido. Le sorprendió que Leo considerase mala aquella zona. Él mismo, por descontado, creía que era bastante peligrosa; y tres o cuatro chaflanes más allá, había pubs donde sabía que no entraría nunca, tan mala fama tenían sus nombres y tan intenso era el prestigio de sus vislumbrados interiores. Pero aquí… Pasó un rastafari alto y el balanceo de su cabeza fue un saludo para Leo, que asintió y luego miró a otro lado, lo que Nick interpretó como una cauta admisión de compadrazgo.
—Charlamos un rato fuera, ¿eh?
Nick entró a buscar las bebidas. Desde el mostrador miró al reservado del fondo, donde de hecho había varias personas hablando, quizá uno de esos grupos que se reúnen en un pub, y la sala estaba más iluminada de lo que él recordaba o hubiese querido que estuviese. Todo le pareció un poco distinto. Leo sólo tomaba una Coca-Cola, pero Nick necesitaba envalentonarse para la velada y su bebida, de apariencia idéntica a la otra, contenía una doble medida de ron. Hasta entonces nunca había probado el ron, y siempre le maravillaba que a alguien le gustara la Coca-Cola. Mentalmente retenía la imagen flotante del hombre que había ansiado conocer y a quien había tocado un instante y dejado en la calle, con toda su desconcertante realidad. Era sumamente sexy, era justamente lo que él quería, con sus tejanos caídos y su ceñida camisa azul. A Nick le inquietaba su evidente intención de seducir o al menos de demostrar su capacidad de seducción. Llevó las bebidas fuera con un ligero temblor.
Como no había sitio donde sentarse, se quedaron de pie, apoyados en un alféizar de baldosas marrones; en la mitad inferior opaca de la ventana estaba grabada la palabra LICORES, con mayúsculas victorianas historiadas y trazos que formaban espirales entrelazadas como zarcillos. Leo miró a Nick con franqueza, puesto que estaba allí para eso y Nick sonrió y se sonrojó, lo cual provocó por un momento la sonrisa de Leo.
—Veo que te estás dejando barba —dijo Nick.
—Sí… la piel sensible… es una carnicería cuando me afeito. Literalmente —dijo Leo, con una mirada rápida que mostró a Nick que le gustaba contarlo—. Pero si no me afeito me salen estos pelos que crecen hacia dentro y son un puto incordio; tengo que sacarles la punta con un alfiler.
Se acarició la barba incipiente de la mandíbula con una mano bonita y pequeña y Nick vio que tenía aquellos bultos del afeitado que había advertido a medias en otros hombres negros.
—Suelo dejármela unos cuatro o cinco días, quizá, y luego me afeito a fondo: así trato de evitar los dos problemas.
—Claro… —dijo Nick y sonrió, en parte porque estaba aprendiendo algo interesante.
—A pesar de ello, la mayoría me reconoce —dijo Leo, y guiñó un ojo.
—No, no era por eso —dijo Nick, que era tan tímido que no podía explicar su timidez. Su mirada bajaba y subía entre la entrepierna holgada de Leo y la pulcra almohadilla somera de su pelo, y tendía a evitar su cara agraciada. Aceptaba la afirmación del propio Leo de que era guapo, pero esto no abarcaba por completo la conmoción constante de lo que era hermoso, extraño y hasta feo en él. Poco a poco su mente asimiló la expresión «la mayoría».
—De todos modos —dijo, y dio un rápido sorbo de su bebida, que tenía un ardor relajante—, me figuro que habrás tenido un montón de respuestas.
A veces, cuando estaba nervioso, hacía preguntas de cuya respuesta habría preferido no enterarse.
Leo emitió un pequeño soplido de agotamiento cómico.
—Sí… sí… Algunas no las contesto. Son de coña. No mandan una foto o si la mandan es horrible. O tienen noventa y nueve años. Hasta recibí una de una mujer, se supone que lesbiana, que quería que fuese el padre de su hijo.
Leo frunció el ceño, indignado, pero también había en su mirada orgullo y astucia.
—Y algunos escriben cosas… ¡asquerosas! No sólo se trata de echar un polvo, ¿verdad? Esto es algo un poco diferente.
—Claro —dijo Nick, aunque «un polvo» era una manera desenfadada de aludir a algo que le trastornaba y le inquietaba mucho.
—Servidor ha hecho guardia en muchas garitas —dijo Leo, y miró calle abajo, como si pudiera divisarse montando guardia en una—. Pero tú parecías majo. Y tienes una bonita letra.
—Gracias. Tú también.
Leo aceptó el cumplido con un gesto de la cabeza.
—Y sabes ortografía —dijo.
Nick se rio.
—Sí. Soy bueno en eso.
Había temido que su cartita sonase pedante y virginal, pero por lo visto le había salido bien. No recordaba que la ortografía le hubiese exigido un gran virtuosismo.
—Siempre tengo problemas con la palabra «zapatilla» —dijo.
—Ah, mira por dónde… —dijo Leo, con una risita cautelosa, antes de cambiar de tema—. Vives en un sitio guapo —dijo.
—Oh… sí —dijo Nick, como si le costara recordar dónde era.
—Pasé por allí el otro día, en bici. Estuve a punto de llamar al timbre.
—Mm… Tendrías que haber llamado. He estado prácticamente solo.
Sintió un mareo sólo de pensar en la ocasión perdida.
—¿Sí? Vi entrar a una chica…
—Ah, debía de ser Catherine.
Leo asintió.
—Catherine. Es tu hermana, ¿no?
—No, no tengo hermanas. En realidad es la hermana de mi amigo Toby. —Nick sonrió y le miró de lleno—. No es mi casa.
—Oh… —dijo Leo—. Oh.
—Dios, no procedo de esa clase de familia. No, sólo vivo allí. Es de los padres de Toby. No tengo nada más que un cuartucho en el desván.
Nick se sorprendió bastante de oír cómo tiraba por la ventana toda su fantasía de que vivía en la casa.
Leo pareció un poco decepcionado.
—Bueno… —dijo, y movió la cabeza despacio.
—Verás, son muy buenos amigos, una especie de segunda familia para mí, pero es probable que no me quede allí mucho tiempo. Es sólo para echarme una mano mientras me oriento en la universidad.
—Y yo pensé que me había ligado a un encanto de chico rico —dijo Leo. Y quizá lo decía en serio, Nick no podía estar seguro, al fin y al cabo no se conocían de nada, aunque un minuto antes se imaginaba a los dos desnudos en la cama tamaño emperador de los Fedden. ¿Por eso la carta había surtido efecto: por la dirección, el papel Babilonia?
—Lo siento —dijo, con un deje de humor. Bebió otro poco de la dulzona mezcla de Coca-Cola y ron fuerte, que obviamente no le iba nada. El azul depurado del cielo crepuscular mostraba ya su antiguo alcance solitario.
Leo se rio.
—¡Es una broma!
—Ya lo sé —dijo Nick, con un sonrisita, cuando Leo estiró el brazo y le apretó el hombro, justo al lado del cuello de la camisa, y lo soltó poco a poco. Nick correspondió con un rápido roce por el costado de Leo. Estaba absurdamente aliviado. Los dedos de Leo le transmitieron una descarga, y se imaginó a los dos besándose apasionados, en una ráfaga de imaginación tan palpable como aquella patosa cita en la acera.
—Pero tus amigos sí deben de ser ricos.
Nick se cuidó de no negarlo.
—Oh, están forrados.
—Sí… —canturreó Leo, con una sonrisa fija; como si estuviera saboreando el hecho de condenarlo. Nick vio que se avecinaban más preguntas y decidió al instante que no le hablaría de Gerald. La velada en sí ya requería bastante valor. Un diputado tory ensombrecería su encuentro como una carabina indeseada, y Leo se subiría a su bici y se largaría. Quizá pudiera decir algo sobre la familia de Rachel, si hacía falta dar una explicación. Pero de hecho Leo apuró su vaso y dijo:
—¿Otra ronda de lo mismo?
Nick se apresuró a terminar su bebida y dijo:
—Gracias. O quizá esta vez la tomaré con un poco de ron.
Media hora después, Nick había entrado en una especie de trance excitado, producido por la presencia de su nuevo amigo y el presentimiento, mientras el cielo se oscurecía y las farolas pasaban de un tono rosa al dorado, de que aquello iba a funcionar. Estaba nervioso, algo jadeante, pero optimista al mismo tiempo, como si le hubieran exonerado de una responsabilidad individual. Se desocuparon unas cuantas plazas en el extremo de una mesa de picnic con bancos fijos y al sentarse se escoraron el uno hacia el otro, como si jugaran a un juego invisible y luego medio olvidado. Para Nick, la soltura y el bienestar proporcionados por el ron eran partes indistintas de la intimidad que se iba ahondando como el atardecer.
Se sorprendió preguntándose qué aspecto tendrían y qué pensaría de ellos la gente de alrededor, la pareja sentada a su lado en el banco. El bullicio aumentaba a medida que transcurría la velada, con una vaga sensación de amenaza heterosexual. Nick supuso que los otros corresponsales de Leo le habrían citado en un pub gay, pero que él habría descartado este reto adicional. Ahora lamentaba la libertad que habría disfrutado allí. Quería acariciar la mejilla de Leo y besarle, con un suspiro de capitulación.
No se dijeron nada personal. A Nick le costó interesar a Leo en sus asuntos, y no rastreó las diversas pistas modestas que le dio sobre su familia y sus orígenes. No fueron escuchadas —no, al menos, esa noche— cosas que había preparado, moldeado y transformado en chistes. Una o dos veces sí captó la atención de Leo: cuando desmintió con una falsa alegría la idea de que Toby, aun siendo bastante atractivo, le despertara un verdadero interés (Leo le tomaría por un bicho raro por haberle amado en vano desde hacía tanto tiempo); y cuando le hizo un esbozo de la familia de banqueros de Rachel, que Leo interrumpió con una sonrisa agria, como si todo aquello fuera la prueba de alguna iniquidad general. Nick advirtió que tenía cierta preocupación cáustica por el dinero, y cuando le dijo que su padre era un anticuario, esta palabra, con su pátina de dinero antiguo y su destello de negocio, pareció desprender un opaco resplandor de privilegio. Nick se las ingenió para colar a su padre entre sus selectos amigos de Oxford y transmutar a aquel hombre de codos remendados, con su ranchera Volvo llena de espejos envueltos en mantas y sillas Windsor, en un personaje más luminoso, un académico y amigo de la aristocracia local. Ahora sentía una tímida necesidad de humillar a Leo. Y se equivocaba, porque Pete, el novio que Leo había tenido largo tiempo, era anticuario en Portobello Road.
—Sobre todo de objetos franceses —dijo Leo—. Similor. Boulle.
Era la primera cosa clara que decía sobre su pasado. Y luego cambió de tema.
Leo era sin duda todo un egotista; el análisis grafológico de Catherine había dado en el clavo. Pero no revelaba sus sentimientos íntimos. Hacía algo que Nick no se imaginaba a sí mismo haciendo, y que era formular afirmaciones sobre la clase de persona que era.
—Soy de esos tíos que necesita mucho sexo —dijo, y también—: Yo soy así, siempre digo lo que pienso.
Nick se preguntó por un momento si, sin percatarse, habría contradicho a Leo.
—No soy rencoroso —dijo Leo, adustamente—. No soy de esa clase de personas.
—Seguro que no —dijo Nick, con un rápido escalofrío de repudio. Y quizá esto fuese una destreza útil, o una táctica, en el mundo de las citas a ciegas, aunque el pudor y el natural maniático de Nick le impidiesen responder en la misma vena. («Soy de los que prefieren Pope a Wordsworth». «Estoy loco por el sexo pero aún no lo he practicado»). Aumentaba la emoción de la velada. No estaba allí para intercambiar intuiciones rápidamente coincidentes con un amigo de Oxford. Amaba el duro aplomo de su interlocutor; y al mismo tiempo, de un modo silencioso, superior, creía detectar que cada pequeña jactancia era el desmentido verbal de una duda interior.
Tras la tercera copa, Nick se volvió efusivo y un poco calenturiento, miró sin disimulo los labios de Leo y se imaginó desabrochándole la brillante camisa azul de manga corta, tan ceñida por debajo de los brazos. Leo cerró los párpados un segundo, una señal secreta e irónica, y Nick pensó que quizá significaba que se había dado cuenta de que estaba borracho. No sabía si debía responder a esa señal con otra; sonrió y dio otro sorbo rápido. Tuvo la sensación de que Leo había bebido Coca-Cola desde niño, y de que aquello era para él uno de los hechos casi inadvertidos de la vida, más allá de la elección o la crítica. En su familia, por el contrario, era una de las miles de cosas que se desaprobaban: nunca había habido una lata ni botella de Coca-Cola en casa. Leo no habría podido imaginarlo, pero el vaso de Coca-Cola en la mano de Nick era un signo secreto de sumisión, y más tarde el dulzor intenso de la bebida, al igual que una medicina edulcorada, pareció fundirse con los demás experimentos de la noche, en una impresión compleja de oscuridad y libertad. Leo bostezó y Nick le miró el interior de la boca, los brillantes dientes blancos no contaminados por la sacarina y que expresaban, imaginó Nick humildemente, un desdén casi racial por sus represiones y tendencias. Posó un momento la mano en el antebrazo de Leo y después deseó no haberlo hecho, porque Leo miró su reloj.
—El tiempo pasa —dijo—. No puedo volver tarde.
Nick le miró y musitó:
—¿Tienes que volver?
Trató de sonreír pero sabía que su cara tenía la rigidez de una inquietud repentina. Movió en círculos su vaso mojado sobre el tablero mal aserrado de la mesa. Cuando volvió a levantar los ojos vio que Leo le miraba con escepticismo y una ceja enarcada.
—Me refería a tu casa, por supuesto —dijo.
Nick sonrió entre dientes y enrojeció a causa de la deliciosa aclaración, como un niño reprendido a quien de pronto indultan y recompensan. Con todo, tuvo que decir:
—Creo que no podemos…
Leo le dirigió una mirada ecuánime.
—¿No hay sitio suficiente?
Nick hizo una mueca y aguardó; la verdad era que no se atrevía, no podía hacerles eso a Rachel y a Gerald, era una vulgaridad y un peligro, veía expuestas las consecuencias, el feliz hábito del acuerdo risueño entre los tres marchitado para siempre.
—Creo que no podemos. No me importa ir a tu casa.
Leo se encogió de hombros.
—No es práctico —dijo.
—Puedo volver en autobús —dijo Nick, que había estudiado el callejero de Londres, absorto en conjeturas sobre la calle de Leo, su barrio, las iglesias históricas y el acceso a los transportes públicos.
—No…
Leo apartó la vista con una sonrisa reacia y Nick vio que estaba avergonzado.
—Mi vieja está en casa.
Este primer indicio de timidez y de vergüenza, y la ironía con que intentaba encubrirlas, proletarizada y a la vez antillana, hizo que Nick deseara lanzarse sobre Leo y besarle.
—Es muy religiosa —dijo Leo, con una breve risotada de impotencia.
—Sé lo que quieres decir —dijo Nick. De modo que allí estaban, dos hombres en una noche de verano, sin ningún sitio propio adonde ir. Había en la situación algo romántico—. Si no te importa, um, estar al aire libre.
—Me da igual —dijo Leo, y miró ociosamente por encima del hombro—. Yo no me bajo los pantalones en la calle.
—No, no…
—No soy uno de esos guarros.
Nick se rio, preocupado. No sabía muy bien a qué se refería la gente cuando decía que había tenido trato sexual «en la calle»: incluso «en Oxford Street», oyó decir una vez. Dentro de seis meses quizá lo supiera, habría ya separado los hechos de las maneras de hablar. Observó cómo Leo retorcía y levantaba una rodilla para pasarla por encima del banco; parecía muy resuelto a seguir adelante, y desde luego actuaba como si Nick conociese el procedimiento. Le siguió con una sonrisa ardiente y una desbordante sensación de oportunidad en su fuero interno. Consentía y era impotente en la vorágine del acontecimiento, la fecunda conclusión previa de la media hora que tenían por delante: su audacia y originalidad le aceleró el pulso, aunque también le pareció, cuando Leo se acuclilló para desatar la bicicleta, algo cotidiano e inevitable. Debía decirle a Leo que era la primera vez; luego pensó que quizá le aburriera o le enfriase. Le miró la nuca estrictamente afeitada, la nuca de un desconocido, que de un momento a otro le sería permitido tocar. La etiqueta de la escueta camisa azul de Leo estaba vuelta hacia arriba en el cuello y mostraba la firma elegante de Miss Selfridge. Era un pequeño secreto descubierto, una vanidad delatada; Nick estaba aturdido, de tan divertido y conmovedor y sexy que era. Vio moverse los largos músculos de su espalda dentro de su tensa envoltura y luego, cuando Leo afincó los talones y los vaqueros holgados se le separaron de la cintura, vio el brillo de la farola sobre la parda línea divisoria de las nalgas y la franja baja y tirante de sus calzoncillos.
Abrió con llave la verja y dejó pasar a Leo.
—Está prohibida la bici en los jardines, pero yo diría que puedes llevarla desmontado.
Leo aún no había aprendido su falso tono pedante.
—Yo diría que también está prohibido dar por culo —dijo. La verja se cerró tras ellos, con un chasquido aceitoso, y se encontraron juntos en la penumbra de los arbustos. Nick sintió el impulso de estrechar a Leo y de besarle al instante; pero no estaba del todo seguro. «Dar por culo» era inequívoco y alentador, pero no exactamente romántico… Avanzaron con cautela, apoyándose mutuamente durante un par de pasos en dirección al camino. El aire había refrescado un poquito, pero Nick temblaba como una hoja, transido de emoción. Notaba los dedos extrañamente agarrotados, como si llevara guantes muy gruesos. Incluso en la sombra espesa quería esconder su extraña sonrisita de aprensión. Confiaba en ser él el que tuviese que «dar», pero ignoraba cómo se decidía al respecto, quizá fuese un asunto que se aclaraba solo. Quizá los dos tuvieran que turnarse. Condujo a Leo a una amplia y oculta extensión de césped, la bicicleta dando tumbos junto a ellos, controlada sólo por una mano en el sillín: parecía que les precedía temblando para explorar el camino. A la derecha se alzaba un semicírculo de plátanos viejos y un haya roja cuyas ramas colgantes hasta el suelo formaban una carpa redonda, fresca y sombría incluso al mediodía. A la izquierda se extendía el sendero de grava y más allá el elevado contorno de la terraza y el largo y discontinuo ritmo de ventanas brillantes. Cuando orillaban el césped, Nick las contó confusamente, buscando la de los Fedden. Divisó el balcón del primer piso, el orgulloso resplandor de la habitación al otro lado de las puertaventanas abiertas.
—Oye, ¿falta mucho? —dijo Leo.
—Oh, es ahí mismo…
Nick se rio porque no sabía si el malhumor de Leo era de verdad. Se adelantó un poco, asumiendo inquieto el mando. Cuando sus ojos se adaptaron a la semioscuridad, ningún lugar le parecía lo bastante íntimo: se filtraban mucho las luces de la calle, las voces en la acera, incómodas, sonaban cerca. Y, por descontado, en una noche de verano pululaba todavía por allí gente que poseía la llave, personas que después de un picnic desgranaban largas reminiscencias vespertinas, paseantes con perros blancos. Se agachó bajo el haya, pero las ramas eran rugosas y confusas, y las bellotas crujían bajo los pies. Al retroceder chocó contra Leo y se agarró un momento a su cintura para sostenerse. «Perdona…». El contacto con el cuerpo duro y cálido por debajo de la camisa sedosa era casi dolorosamente hermoso, una promesa tan magnífica que resultaba increíble. Rezó para que Leo no le tomara por un idiota. Los demás hombres de la vida de Leo, compañeros anónimos, chicos que respondían a anuncios, antiguos novios, Pete, se amontonaban detrás de él, impacientes… Como si hubieran encendido una cerilla, Nick vio sus ojos y bigotes predatorios y su inveterada confianza sexual. Guio rápidamente a Leo al pequeño cercado donde estaba el cobertizo del jardinero.
—Vale, aquí estamos bien —dijo Leo, apoyando la bicicleta contra la valla de alerce. Por un instante pareció que iba a atarla de nuevo; después se detuvo y la dejó donde estaba, con una risa apenada. Nick probó la puerta del cobertizo, aunque sabía que estaba cerrada con llave. Junto a la cabaña había una zona sombreada donde se guardaba una carretilla de fondo plano y un banco roto, sobrevolados por un tejo y laureles; el olor acre y polvoriento del tejo se mezclaba con el dulzor atenuado de un enorme montículo de abono, hierba segada en su estación que ascendía alto en el interior de un gallinero de alambre. Leo se acercó a Nick y vaciló un segundo, miró a otro lado, pasó los dedos por el calor de la hierba segada.
—¿Sabías que este abono se calienta mucho por dentro? —dijo.
—Sí…
Nick lo había sabido toda la vida.
—Tanto que no se puede tocar… como a cien grados.
—¿De verdad…?
Extendió la mano, como un niño cansado.
—De todos modos —dijo Leo, y dejó que la mano de Nick se deslizase alrededor de su cintura, y le rodeó el cuello con el brazo, con el codo, para estrecharle contra él—. De todos modos…
Al decir esto, le resbaló la cara sobre la de Nick, la suavidad insospechada de sus labios le tocó las mejillas y el cuello mientras Nick suspiraba con violencia y subía y bajaba la mano por la espalda de Leo. Empujó la boca contra la de Leo y las dos se juntaron en un beso presuroso. A Nick le supo simplemente a la admisión inevitable de su apetito, y fue una conmoción tener la prueba de que Leo también lo sentía, visible en la fuerza y el esmero con que le besaba. Se separaron, Leo sonriendo débilmente, Nick jadeante y atormentado sólo por la esperanza de que volvieran a besarse.
Lo hicieron durante un minuto… dos minutos más, Nick no los contó, medio hipnotizado por el exquisito ritmo, la generosa suavidad de los labios de Leo y la gruesa insistencia de su lengua. Jadeaba a causa del ímpetu de la reciprocidad, el hecho de que le estuvieran haciendo el amor. Nada lo había presagiado en su conversación vacua en el pub. Él nunca lo había visto descrito en un libro. Estaba dolorosamente preparado y completamente desprevenido. Sentía en la nuca la caricia encandiladora de la mano de Leo, errando entre los rizos, y luego levantó la otra suya para acariciar la cabeza de Leo, tan bellamente ajena en sus rudas aristas de barba y la seca y densa firmeza de su pelo. Creyó ver el sentido de los besos pero también sus limitaciones: era un instinto, un medio de expresión, de proclamar una pasión pero no de satisfacerla. Así que su mano derecha, que agarraba levemente la cintura de Leo, se despegó, todavía insegura de su libertad, para demorarse en los glúteos rechonchos y después estrujarlos a través de la tela liviana del vaquero. El empuje de la erección escorada de Leo contra la parte superior del muslo de Nick parecía decirle cada vez más claro que hiciese lo que quisiera y metiera la mano por dentro de la cintura y de los pequeños calzoncillos estirados. Hundió el dedo corazón en la profunda línea divisoria, tan tersa como la de un niño, y con la yema penetró incluso un poco en el frunce seco, para que Leo emitiera un gruñido feliz.
—Eres un mal chico —dijo.
Se desasió de Nick, que se aferraba a él y que le soltó con una risa hosca.
—Ahora vuelvo —dijo Leo, y se fue por delante del cobertizo. Nick se quedó donde estaba, conteniéndose y suspirando, de nuevo solo y consciente del incesante fragor tenue de Londres y de una brisa nocturna que apenas movía las hojas oscuras de laurel. ¿Qué estaría haciendo Leo? Estaba sacando algo del pequeño cesto lateral de la bicicleta. Las costumbres de Leo eran asombrosas, era un tío fabuloso, pero a Nick se le erizó un momento la piel al pensar en que estaba allí en la oscuridad con un extraño, en el riesgo que entrañaba, pobre estúpido, podía ocurrir cualquier cosa. Leo regresó a tientas, una sombra entre sombras.
—Creo que quizá necesitemos esto —dijo, y entonces el efluvio de riesgo cobró un maravilloso sesgo de aventura.
Al día siguiente, Nick recreó durante medias horas ociosas lo que había hecho: coger el tubo de gel, pulcramente replegado, vacío en tres cuartas partes, y examinarlo en la penumbra con alivio y vergüenza; girar a Leo en sus brazos, desabrocharle los vaqueros como si fueran los suyos y liberarle de los calzoncillos, mientras se los bajaba, el gran bulto empalmado y empujarle hacia el banco para que se agarrara y él se arrodillase detrás y le rindiera con la lengua y los labios la clase de homenaje que durante años había soñado que rendía a todo un catálogo nocturno de otros hombres. Le encantaba quizá más la idea escandalosa de lo que estaba haciendo que las sensaciones mismas y el olor amortiguado y muy íntimo. Se hizo un rebujo con los calzoncillos al bajárselos hasta la rodilla y sonrió al ver cómo brotaba la polla liberada en el aire frío de la noche, y estampó su sonrisa en el esfínter de Leo. Después, cuando le folló, que fue lo que hizo a renglón seguido, una sensación tan interesante como deliciosa, no pudo contener una risa queda.
—Me alegro de que te parezca divertido —murmuró Leo.
—No, no es eso —dijo Nick; pero había algo hilarante en los estremecimientos de placer que le subían por la espalda y le apretaban el cuello, y que le bajaban por los brazos hasta los dedos: pensaba que le habían inflamado por primera vez mientras asía con suavidad las caderas de Leo y le pasaba la mano por delante del pecho para ayudarle a soltar los botones de la camisa, quitársela y estrechar su cuerpo desnudo. Todo era facilísimo. Le había preocupado tanto, la noche anterior, que hubiese en aquello alguna trampa espantosa…
—Cuidado con la camisa —dijo Leo—. Es de mi hermana.
Lo cual hizo que Nick le amara mucho más, sin saber por qué.
—Tienes un culo tan terso —susurró, mientras sus manos ávidas le acariciaban el vello corto y áspero del pecho y la barriga.
—Sí… me lo afeito… —dijo Leo, respirando entre gruñidos a medida que Nick operaba con mayor rapidez y audacia—. Se me enreda el pelo en el culo… es una putada… cuando voy en bici…
Nick le besó la nuca. ¡Pobre Leo! Con los pelos que se le enredaban en el culo y la barba que le crecía hacia dentro era un mártir del vello.
—Sí, así —dijo, con un dulce tono de revelación. Ahora estaba inclinado hacia delante sobre un brazo, y se masturbaba con una prisa batiente. Nick estaba cada vez más enfrascado, pero justo antes de correrse tuvo una breve visión de sí mismo, como si los árboles y los arbustos hubieran huido y todas las luces de Londres le iluminasen: al pequeño Nick Guest de Barwick, el hijo de Don y Dot Guest, follándose de noche a un desconocido en un jardín de Notting Hill. Leo tenía razón, era algo muy malo, y era de lejos lo mejor que había hecho nunca.
Más tarde, Nick se quedó sentado un minuto en un banco junto al camino de grava, mientras Leo meaba en el césped. No estaba claro si la alta figura encorvada, en mangas de camisa blancas, lo había visto todo. Leo estaba sentado al lado de Nick y tenía la sensación de que había que representar un papel último, más formal, de su encuentro. Nick se sintió de pronto pesaroso y pensó que quizá había sido una idiotez dejar que Leo viese lo feliz que estaba; no lograba sofocar esta sensación de hazaña, y su mente y su cuerpo hambrientos de amor querían más y más cosas de Leo. En el aire sólo parecían mecerse la presencia y los nombres de Nick y Leo, que colgaban en una triste acidez química de conocimiento entre los laureles y las azaleas. El hombre alto pasó por delante de ellos, titubeó y se volvió.
—Sabréis que esto es sólo para propietarios.
—¿Perdón?
La luz mezclada de las traseras de las casas revelaron una faz colorada por las vacaciones estivales, suave y de barbilla débil, encaramada en la altura bajo un pelo canoso.
—Esto es un jardín privado.
—Oh, sí… tenemos llave.
La frase incluía a Leo, que emitió un pequeño gruñido, no de lujuria esta vez, sino de confirmación indignada. Puso las manos en las rodillas, en actitud de propietario, y las abrió de par en par, también sexy e insolente.
—Ah, bien… —El hombre esbozó una media sonrisa torcida—. Me pareció que no le había visto antes.
Evitó mirar a Leo, que era sin duda la causa de este diálogo tenso; y esto fue para Nick otra de las revelaciones ordinarias de la noche, el estar en la calle con un negro.
—Vengo mucho por aquí, de hecho —dijo Nick. Hizo un gesto detrás de él hacia la verja de los Fedden—. Vivo en el número cuarenta y ocho.
—Bien… bien… —El hombre dio un par de pasos, y luego miró atrás, dubitativo pero afanoso—. Pero entonces te refieres a los Fedden…
—Sí, así es —dijo Nick, rápidamente.
La noticia afectó visiblemente al hombre; su mirada borrosa, que a Nick le recordó por un momento obras representadas en los jardines de la facultad, pareció derretirse en una intimidad excitada.
—Vaya por Dios… vives ahí. Bueno, es estupendo, ¿no? No podríamos alegrarnos más. Soy Geoffrey Titchfield, por cierto, del número cincuenta y dos… aunque sólo tenemos el apartamento del jardín, no… ¡no como otros!
Nick asintió y sonrió evasivamente.
—Soy Nick Guest.
Cierta solidaridad con Leo le impidió levantarse y estrechar la mano del vecino. Era, por supuesto, la voz de Geoffrey la que había oído desde el balcón la noche en que canceló la cita con Leo, y eran las risas incansables de los invitados de Geoffrey las que habían agudizado su soledad, y ahora lo tenía allí delante en persona y Nick se sentía vengado, se había follado a Leo en el jardín comunal: era una victoria secreta.
—Aah… aah… —prosiguió Geoffrey—. Pero qué buena noticia. Somos de la asociación local, y no podríamos alegrarnos más. El bueno de Gerald.
—La verdad es que sólo soy un amigo de Toby —dijo Nick.
—Lo estábamos hablando justo la otra noche. Gerald Fedden estará en el ministerio para Navidad. Él me conoce, por cierto, tienes que desearle lo mejor de nuestra parte, de Geoffrey y Trudi. —Nick hizo con los hombros un gesto como asintiendo—. Es el tory que necesitamos. Un magnífico vecino, debo decir también, y supongo que un parlamentario espléndido.
La penúltima palabra fue pronunciada con la modulación de un orgullo cariñoso y casi con un rubato fantasioso de sus cinco sílabas.
—Es un hombre muy agradable, desde luego —dijo Nick, y añadió con vehemencia, para poner fin a la conversación—: En realidad soy más amigo de Toby y de Catherine.
En cuanto Geoffrey se hubo alejado andando, Leo se levantó y cogió su bicicleta. Nick no sabía qué decir sin empeorar las cosas, y recorrieron juntos el camino en silencio. Evitó alzar la vista hacia la casa de los Fedden y su propia ventana de arriba, en el tejado, pero tuvo la sensación de que le estaban viendo desde la casa y el veredicto de «una vulgaridad y un peligro» parecía deslizarse hacia el exterior como una niebla y empañar el triunfo de la velada.
—Bueno, dos lamidas de culo distintas en diez minutos —dijo Leo, hablando entre dientes, y Nick se rio, le dio un golpe en un brazo y al momento se sintió mejor—. Ya te veré, amigo —dijo, cuando Nick abrió la verja. Salieron a la calle un poco furtivamente, y Nick no supo si la frase significaba en realidad lo contrario. Por tanto, lo dejó claro.
—Yo quiero verte —dijo, y pareció que estas tres palabras livianas abrían y ahondaban la noche con el picor en los ojos, las luces estrelladas de los coches que pasaban zumbando y bajaban la larga cuesta hacia el norte, hacia otros barrios y vecindarios conocidos sólo por su leve resplandor hacia el cielo.
Leo se agachó para ajustar las luces de la bicicleta, delantera y trasera. Después la apoyó en la valla.
—Ven aquí —dijo, con aquella voz de obrero a tiempo parcial que protegía pequeñas confesiones y rendiciones—. Vamos a abrazarnos.
Dio unos pasos hacia Leo y le estrechó fuerte, pero sin rastro de la certeza de minutos antes, junto al montón de abono. Apretó la frente contra la de Leo, que era del tamaño preciso para él, una excelente pareja, y le dio un beso firme y veloz con los labios abultados; hubo un abucheo y un bocinazo de un coche que pasaba.
—Gilipollas —murmuró Leo, aunque a Nick el claxon le pareció un grito de enhorabuena.
Leo se sentó en la bicicleta, con un pie directamente posado en el suelo, como el de un bailarín, y el otro apoyado en el pedal en alto. Una especie de envidia que Nick había sentido toda aquella noche por la bicicleta y el lugar intocable que ocupaba en el corazón de Leo, se fundió con un rencor renovado hacia ella y la facilidad con la que se llevaría a Leo.
—Escucha, tengo que ver a otro par, ¿eh? —dijo, y Nick asintió como un tonto—. Pero no voy a dejarte.
Se instaló en el sillín, la bicicleta se tambaleó y empezó a girar dando vueltas en redondo, de modo que Nick estaba siempre mirando hacia el lado que no era.
—Además —dijo Leo—, tienes un polvo cojonudo.
Le guiñó un ojo, sonrió y, sin mirar atrás, salió disparado a la calzada y se lanzó cuesta abajo.