El libro de Peter Crowther sobre las elecciones ya estaba en las librerías. Se titulaba ¡Derrumbe!, y el ingenioso ayudante de Dillon había organizado el escaparate como una versión a escala reducida de este desastre natural. La imagen en dorado pálido de la primera ministra victoriosa se precipitaba hacia el cliente en un brillante derrumbamiento. Nick se paró en la calle y luego entró a mirar un ejemplar. Había visto una vez a Peter Crowther y oído que le describían como un escritorzuelo y también como un «analista cáustico»: la débil sonrisa de Nick, a medida que hojeaba el libro, ocultaba su incertidumbre respecto a cuál de las dos descripciones se ajustaba más a la verdad. Había sin duda algo de amarillismo en la rapidez de la publicación, sólo dos meses después del suceso; y también en el texto mismo, por supuesto. La mordacidad del libro parecía reservada a los esfuerzos de la oposición. Nick examinó con detenimiento las fotografías, pero sólo en una de ellas aparecía Gerald: una foto de grupo, «Los 101 nuevos diputados tories», en la que había tenido la inteligencia, o la celeridad, de colocarse en la primera fila. Desde allí sonreía y miraba como si mentalmente se viera ya en el banco de ministros. La sonrisa, el cuello blanco con una camisa oscura, el pañuelo caído en el bolsillo del pecho serían famosos cuando los tíos de las filas de atrás fueran sólo sonrisas y ceños olvidados. Aun así, le mencionaban sólo dos veces en el texto: como un «bon viveur» y como un miembro de la «minoría decreciente» de diputados conservadores que había pasado, «como es tan obvio que ha pasado Gerald Fedden, el nuevo diputado por Barwick», por colegios privados y Oxbridge[1]. Nick salió de la librería y se encogió de hombros; pero una vez en la calle sintió un orgullo retardado al haber visto en un libro publicado a una persona a la que él conocía.
Tenía una cita a ciegas a las ocho de la tarde, y el caluroso día de agosto era un resplandor de nervios con breves interludios ventosos de ensoñación lujuriosa. La cita no era del todo a ciegas: «Sólo muy miope», dijo Catherine Fedden, cuando Nick le enseñó la fotografía y la carta. A ella pareció gustarle el aspecto del hombre, que se llamaba Leo y de quien dijo que era su auténtico tipo; pero dio un brinco al ver la letra. Era a la vez cuidada e impetuosa. Catherine tenía un libro en rústica, titulado Grafología: la mente en la mano, que le daba toda clase de advertencias sobre las tendencias y las represiones de la gente («¿Artista o loco?». «¿Un cielo o una fiera?»).
—Son estos enormes trazos ascendentes, querido —dijo ella—. Veo mucho ego.
Habían fruncido los labios de nuevo sobre el cuadradito de papel de escribir barato y azul.
—¿Seguro que eso no significa sólo un fuerte impulso sexual? —preguntó Nick.
Pero ella no parecía creerlo. A él le había emocionado, y hasta conmovido un poco, recibir aquella carta de un desconocido; pero era verdad que el texto en sí despertaba pocas expectativas. «Nick, ¡de acuerdo! Respecto a tu carta, estoy en Personal (municipio de Brent, Londres). Podemos vernos, hablar de intereses y ambiciones. Di cuándo. Di dónde»…, y a continuación la gigantesca L rampante de Leo que llegaba hasta la mitad de la hoja.
Nick se había mudado unas semanas antes a la gran casa blanca de los Fedden en Notting Hill. Su habitación estaba en el desván, que a todas luces era todavía el dominio de los niños, con su humor persistente de secretos y rebeliones adolescentes. La ordenada guarida de Toby estaba en la cima de la escalera, la habitación de Nick a lo largo del rellano del tragaluz, y la de Catherine al fondo: Nick no tenía hermanos ni hermanas pero podía considerarse allí como un perdido hijo intermedio. Era Toby quien le había llevado a la casa, en unas vacaciones anteriores, para sus «temporadas» en Londres, largas y emocionantes escapadas de su mucho menos encantadora familia; y era la presencia medio desvestida de Toby la que aún rondaba por el pasillo del desván. El propio Toby quizá nunca hubiese sabido por qué él y Nick eran amigos, pero había aceptado de buena gana la evidencia de que lo eran. Rara vez estaba en casa, en aquellos meses después de Oxford, y Nick había sido traspasado como amigo a su hermana pequeña y a sus hospitalarios padres. Era un amigo de la familia; y había algo en él que les inspiraba confianza, una gravedad, cierto lustre tímido, algo no del todo patente para el propio Nick, que había contribuido a que la familia decidiera que se convirtiese en su inquilino. Cuando Gerald ganó en Barwick, que era el distrito electoral de Nick, se juzgó jovialmente que el arreglo poseía la lógica de la poesía o del destino.
Gerald y Rachel seguían en Francia, y Nick descubrió que casi les guardaba rencor por regresar al final de mes. El ama de llaves llegaba temprano todas las mañanas, para preparar las comidas del día, y la secretaria de Gerald, con gafas de sol encima de la cabeza, venía a ocuparse de la imponente cantidad de correo. El jardinero anunciaba su presencia mediante el rugido de la segadora al otro lado de una ventana abierta. El señor Duque, el manitas (Su Excelencia, le llamaba la familia), estaba trabajando en diversas piezas de mantenimiento. Y Nick vivía allí de inquilino y se sentía casi, el propietario. Le encantaba volver a la casa en Kensington Park Gardens a última hora de la tarde, cuando el sol barría la ancha calle sin árboles, y las dos terrazas blancas se miraban con la tolerancia glaseada de vecinos ricos. Le encantaba franquear la puerta principal verde, con sus tres cerrojos, y volver a cerrarlos desde dentro, y sentir la silenciosa seguridad de la casa al atisbar el comedor empapelado de rojo o subir la escalera hasta el salón doble y seguir subiendo hasta las puertas entornadas de los dormitorios blancos. El primer tramo de escalera, que se abría en abanico hacia el vestíbulo, era de piedra; los tramos superiores poseían el crujido confidencial del roble. Se veía a sí mismo guiando a alguien escalera arriba, enseñando la casa a un amigo nuevo, a Leo quizá, como si en realidad fuera suya o llegaría a serlo un día: los cuadros, la porcelana, los curvos muebles franceses, tan distintos de aquellos con los que se había criado. En la oscura madera barnizada le acompañaban reflejos tenues como sombras. Se había atrevido a explorar la casa, desde los armarios del desván en forma de cuña hasta el trastero del sótano, un museo en penumbra al que Gerald denominaba el trou de gloire. Encima de la chimenea del salón había un cuadro de Guardi, un capriccio de Venecia con un marco dorado rococó; en la pared de enfrente había dos espejos de marcos también dorados. Como su héroe, Henry James, Nick se sentía capaz de «soportar mucho oropel».
A veces Toby había vuelto y se oía música alta en el salón; o bien estaba en el estudio de su padre, en la parte trasera de la casa, haciendo llamadas telefónicas internacionales y tomándose un gin-tonic: todo lo cual no en desafío a sus padres, sino como imitación legítima de sus propias libertades en la casa. Salía al jardín y se quitaba la camisa con impaciencia y se despatarraba sobre una tumbona para leer los deportes en el Telegraph. Nick le veía desde el balcón y bajaba a reunirse con él, un poco sin resuello, a sabiendas de que a Toby le gustaba que mirasen su cuerpo de remero. Era la fácil caridad de la belleza. Tomaban una cerveza y Toby decía: «¿Mi hermana está bien? No loca de atar, espero». Y Nick decía: «Está bien, muy bien», resguardándose los ojos del menguante sol de agosto y devolviéndole una sonrisa tranquilizadora, entre otras emociones insospechadas.
Los altibajos de Catherine formaban parte de la mitología de Nick sobre la casa. Toby le había hablado de ellos una noche en la facultad, como una prueba de confianza, sentados en un banco junto al lago.
—Es muy voluble, ¿sabes? —dijo, impresionado en secreto por su propia elección de la palabra—. Sí, tiene sus estados de ánimo.
Para Nick, toda la casa, sólo imaginada aún, cobró la luz y la sombra de los estados anímicos, y la vida que se vivía allí le pareció tan impregnada de emoción como el aire de Oxford del olor del agua del lago.
—Verás, se cortaba los brazos con una cuchilla. —Toby hizo una mueca y asintió—. Gracias a Dios que ya no hace esas cosas.
Sonaba más problemático que simples estados de ánimo, y cuando Nick la conoció se puso tenso y le miró los brazos. En un antebrazo había dos nítidas líneas paralelas, de unos cinco centímetros de largo, y en el otro unas cicatrices en ángulo recto que no podías por menos de intentar leer como si fueran letras; quizá hubiese intentado trazar la palabra «ELLE». Pero estaban cicatrizadas hacía mucho, eran un indicio de algo que por lo demás estaba olvidado; alguna vez, ella se las recorría con un dedo, absorta.
«Cuidar a la Gata»[2], así lo había expresado Gerald antes de que se marcharan, y añadió la sugerencia de que la tarea era igual de sencilla y de responsable. Era la casa de Catherine, pero era Nick el que estaba al mando. Ella acampaba allí, nerviosa, como si fuera ella y no Nick el inquilino. Le asombraba el amor que él tenía a los espacios ostentosos y se burlaba de su cariño de entendido por los cuadros y el mobiliario.
—Eres tan esnob —dijo ella, con una sonrisa provocativa; viniendo de la familia por culpa de la cual le tenían a él por algo esnob, constituía un pequeño obstáculo.
—No lo soy, en realidad —dijo Nick, como si una mínima admisión fuera la mejor manera de desmentirlo—. Es sólo que me gustan las cosas hermosas.
Catherine lanzó alrededor una mirada de inspección cómica, como a un montón de cachivaches. En ausencia de sus padres, sus instintos eran humildemente transgresores, que la impulsaban sobre todo a fumar y a invitar a casa a desconocidos. Al volver una noche, Nick la encontró bebiendo en la cocina con un viejo taxista negro al que le estaba informando de por qué estaba asegurado el contenido de la casa.
A los diecinueve años, Catherine ya tenía un censo de novios fallidos, cada cual con su epíteto peyorativo, que a veces era lo único que Nick sabía de ellos: «Ladilla», «Quitaypon» o «Mediciones». Muchos parecían casi escogidos adrede por su condición de inaceptables en Kensington Park Gardens: un galés cuarentón, con pinta de vagabundo, al que ella había conocido en el Record Exchange de Notting Hill; un guapo punk con FUCK tatuado en el cuello; un rastafari de la vuelta de la esquina que se quejaba proféticamente de Babilonia y la caída de Thatcher. Otros eran estudiantes de colegios privados y jóvenes profesionales peripuestos que sacaban tajada en la depresión Thatcher. Catherine era menuda pero físicamente temeraria; lo que atraía de ella a los chicos muchas veces les ahuyentaba. Nick, en su secreta inocencia, sentía cierto respeto por su experiencia con hombres: acumular tantos fracasos exigía un alto porcentaje de éxitos preliminares. Nunca podría juzgar lo atractiva que era. En su caso, la mezcla genética de dos padres agraciados había producido algo diferente de la belleza dormida de Toby: la amplia boca de Gerald, que se granjeaba confianza, había sido aplastada con desmaña en la elipse delgada de la cara de Rachel. Las emociones de Catherine siempre se le asomaban a la boca.
Amaba todo lo satírico, y era una excelente mímica vocal. Cuando ella y Nick se emborrachaban hacía imitaciones tan divertidas de su familia que extrañamente no parecían ausentes. Imitaba a Gerald, con su prosperidad cómica, su gusto por lo espléndido, sus coletillas favoritas de los libros de Alicia. «La verdad, Catherine», protestaba Catherine, «agotarías la paciencia de una ostra». O bien: «¿Te acuerdas de las ramas de la aritmética, Nick? Ambición, distracción, feificación e irrisión…». Nick se le sumaba, con un sentimiento de mala educación pérfida. El que más le atraía era el estilo de Rachel, como un código a la vez aristocrático y lejanamente extranjero. Su grupo sonaba casi germánico, y la clase de cosa a la que ella nunca pertenecería; su filistea, pronunciado como una palabra francesa, parecía abarcar, implícitamente, a cualquiera que lo dijera de otro modo. Nick lo probó con Catherine, que se rio pero no pareció muy impresionada. Ella no se molestaba en imitar a Toby; y era cierto que Toby era difícil de «copiar». Hizo una imitación graciosa de su madrina, 4a duquesa de Flintshire, que cuando no era más que Sharon Feingold había sido la mejor amiga de Rachel en la escuela de Cranborne Chase, y cuya presencia en sus vidas prestaba una malicia especial a la broma sobre el manitas señor Duque. El duque con quien Sharon se había casado tenía la columna vertebral torcida y un castillo que se caía a pedazos, y la fortuna vitícola de los Feingold había sido providencial. Nick no conocía aún a la duquesa, pero tras la versión que hizo Catherine de una irreflexiva dinamo social pensó que había tenido ese placer, pero exento de la inquietud concomitante.
Nick nunca hablaba con Catherine del flechazo que había sentido por su hermano. Temía que a ella le pareciese divertido. Pero hablaban mucho de Leo, en la semana de espera, una semana que reptaba, brincaba y reptaba. No había muchos datos en que basarse, pero eran suficientes para que dos imaginaciones desbordantes crearan un personaje: la carta de un azul claro, con sus dudosos trazos ascendentes; su voz, que sólo Nick había oído, en la afectada y alegre charla de cuando concertaron la cita, y que tenía un acento londinense neutro, no reconociblemente negro, aunque en él intuía una ironía especial y una falta de expectación; y su foto en color, que mostraba que si Leo no era tan guapo como afirmaba, al menos forzaba a mirarle. Estaba sentado en un banco de un parque y se le veía desde la cintura para arriba y recostado: era difícil decir cómo era de alto. Vestía una cazadora oscura y miraba al vacío con el ceño fruncido, lo que parecía proyectar una sombra sobre sus facciones o ser una sombra que se alzaba dentro de ellas. Detrás de Leo se veía la barra gris plata de una bicicleta de carreras apoyada en el banco.
La sustancia del anuncio original («Chico negro, cerca de los treinta, muy buena presencia, interesado por el cine, la música, la política, busca inteligente chico afín de dieciocho a cuarenta») casi había sido eliminada por los ensueños posteriores de Nick y las premoniciones de Catherine, que arrastraban a Leo cada vez más hacia su propio territorio de sexo incómodo y mala fe. A veces Nick tenía que tranquilizarse diciéndose que era él y no ella el que tenía una cita con Leo. Al correr a casa aquella noche repasó los requisitos. No pudo evitar pensar que no iba a estar a la altura de las condiciones de su nuevo amante. Era inteligente, acababa de obtener la nota máxima en la Universidad de Oxford, pero la gente se refería a cosas distintas cuando hablaba de música y política. Bueno, conocer a los Fedden le confería una ventaja. La tolerante horquilla de edad le reconfortó. Él sólo tenía veinte, pero aunque hubiera tenido el doble Leo le habría aceptado. De hecho quizá iba a pasarse veinte años con él: tal parecía ser la promesa cifrada del anuncio.
El segundo reparto de correo seguía desperdigado por el vestíbulo, y de arriba no llegaba sonido alguno; pero presintió, por una carga en el aire, que no estaba solo. Recogió las cartas y vio que Gerald le había enviado una postal. Era una fotografía en blanco y negro de una entrada románica flanqueada de santos y un vivido Juicio Final en el tímpano: «Église de Podier, XII siècle». Gerald tenía una caligrafía grande e impaciente, que se comía casi todas las letras, y quizá innegociable con su mismo plumín grueso. El autor de Grafología quizá hubiese diagnosticado un ego tan grande como el de Leo, pero la impresión principal era la de una prisa casi evasiva. Su fórmula de despedida habría podido ser «Amor», pero asimismo «Tuyo» o incluso, absurdamente, «Hola»: de modo que no sabías muy bien a qué atenerte con él. Hasta donde Nick pudo ver, lo estaban pasando bien. Le agradó recibir la postal, pero arrojó una ligera sombra al recordarle que el idilio de agosto terminaría pronto.
Entró en la cocina, donde Catherine (tenía que ser ella) lo había alborotado todo desde la visita de Elena, por la mañana temprano. Los cajones de la cubertería colgaban abiertos, vencidos por el peso. Había un aire vago de invasión. Corrió al comedor, pero el reloj incrustado, de estilo Boulle, resonaba en su sitio sobre el manto de la chimenea y la caja fuerte de plata estaba cerrada con llave. Los retratos castaños, pintados por Lenbach, de los antepasados de Rachel miraban con tanta severidad como el propio Leo. Arriba, en el salón, las ventanas estaban abiertas sobre el balcón trasero curvo, pero la laguna azul del Guardi seguía reluciendo y destellando encima de la chimenea. Un aparador bajo, en la librería con estantes arriba y armarios debajo, estaba abierto. Era curioso que la mera ocupación de una casa así pudiese parecer un robo. Oteó desde el balcón, pero no había nadie en el jardín. Subió con calma los tres tramos restantes de escalera y los nervios a causa de Leo que volvieron a apoderarse de él le aliviaron casi de la inquietud adulta de custodiar la casa. Vio a Catherine moviéndose en su cuarto y la llamó. Una brisa había cerrado el suyo de un portazo y el aire dentro era asfixiante, los libros y papeles en la mesa junto a la ventana se habían combado y estaban calientes. Dijo:
—Por un momento he pensado que había un ladrón en casa.
Pero el miedo ya se le había pasado. Descolgó de sus perchas dos camisas posibles y se estaba mirando en el espejo cuando Catherine entró y se puso detrás de él. Nick presintió en el acto que ella quería tocarle y que era incapaz de hacerlo. Ella no buscó su mirada en el espejo, sino que se limitó a mirarlo, a mirarle el hombro, como si Nick supiera lo que había que hacer. Ella tenía la leve sonrisa confusa de quien no hace otra cosa que aguantar un dolor. Él le devolvió una sonrisa más amplia, para ganar unos segundos, como si aún pudiera ser una de las bromas entre ambos. «¿Azul o blanca?», dijo, cubriéndose con las camisas, como dos alas. Luego dejó caer los brazos y las camisas barrieron el suelo. Vio que ya anochecía y a Leo en su bicicleta de carreras rumbo a su casa en Willesden. «¿No demasiado bien?», dijo.
Ella se acercó a la cama, se sentó encima, se inclinó hacia delante y alzó la vista hacia él, con un agorero conato de sonrisa. Él la había visto día tras día con aquel vestidito floreado, era la ropa con la que andaba por la calle, ropa de Portobello Road que parecía adecuada para el barrio o para como ella lo veía, pero ahora, sin brazos, sin espalda, sin piernas, no parecía una prenda de vestir en absoluto. Nick se sentó a su lado y la abrazó y la restregó, como para calentarla, aunque ella parecía caliente como un niño enfermo. Catherine se dejó hacer y luego se separó un poquito. Nick dijo: «¿Qué hago, entonces?», y vio que él mismo esperaba consuelo. En la profunda y brillante superficie del espejo vio a dos jóvenes sumidos en una crisis no especificada.
—Saca las cosas de mi habitación —dijo ella—. Sí, llévalas abajo.
—Vale.
Nick recorrió el rellano y entró en la habitación de Catherine, donde las cortinas estaban cerradas, como de costumbre, y el aire enrarecido de humo. La gruesa gasa roja que envolvía la pantalla de la lámpara despedía un olor peligroso y filtraba la luz a través de un caos de ropa de cama, lencería, elepés. Habían revuelto cajones y armarios: el robo imaginario había alcanzado allí su clímax frustrado. Nick inspeccionó el cuarto y aunque estaba solo simuló una bonachona disposición a hacerse cargo. La mente le funcionaba de un modo rápido y responsable, pero se aferró a los últimos momentos de ignorancia. Emitió un bajo, sereno sonido de concentración y paseó la mirada por la mesa, la cama, el montón de trastos sobre el precioso arcón antiguo de madera de nogal. En el armario del rincón había una jofaina empotrada y Catherine había colocado alrededor media docena de objetos en la repisa de azulejos, como instrumentos antes de una operación, un pesado cuchillo de trinchar, un hacha curva de dos mangos, un par de cuchillos afilados de filetear y dos tenacillas rechonchas con las que Nick había visto a Gerald sujetar y girar un porro, casi como si aún se le pudiera escapar. Los recogió en un abrazo desmañado y los llevó abajo con precaución y un nuevo y sentido respeto por ellos.
Ella fue categórica en que él no debía llamar a nadie: insinuó que podrían ocurrir cosas peores si lo hacía. Nick deambuló de un lado a otro, dubitativo. Su ignorancia de lo que debía hacer indicaba una ignorancia mucho mayor respecto al mundo al que había llegado hacía poco. Se imaginó la angustiada conmoción de los padres cuando lo descubrieran y vio la mancha en el historial de su nueva vida con los Fedden. Al fin y al cabo él no era de fiar, como él lo había sospechado y ellos no. Tenía miedo de equivocarse, pero también le asustaba tomar una iniciativa. ¿Quizá debía tratar de encontrar a Toby? Pero Toby era inexistente para Catherine, que a lo sumo le trataba con una cortesía indiferente. Nick estaba moldeando la historia en su cabeza. Se convenció de que el desastre había sido sopesado, mirado de frente y rechazado. Había sido un ritual de confrontación que duró una hora, un minuto, toda la tarde… y quizá no hubiese pasado de ser un simple rito. Ahora ella guardaba silencio, estaba pasiva, bostezaba mucho y Nick no sabía si el episodio quedaba ya atrás, analizado y aislado por algún mecanismo eficaz. Quizá su propio regreso había sido un factor previsto en todo momento en el designio de Catherine. Desde luego era difícil desoírla cuando ella le dijo:
—Por el amor de Dios, no me dejes sola.
—Claro que no —dijo Nick, y sintió que la oportunidad se cerraba sobre él, asfixiante, desde una gran distancia. Era otra de las cosas que Toby había mencionado junto al lago: hay veces en que ella no puede estar sola y alguien tiene que hacerle compañía. Nick había ansiado entonces compartir el deber de Toby, empaparse en la ardua historia de amor de la familia. Y ahora resultaba que, a punto de desarrollarse su propio idilio en el bar del Chepstow Castle, él era la persona que tenía que quedarse a su lado. Catherine no sabía explicarlo, pero él era la única compañía posible.
La llevó al salón y ella escogió música en el armario de los discos y sacó uno sin mirarlo antes de ponerlo. Parecía decir que podía actuar, pero que era incapaz de deliberaciones. Sonó una discordancia. El brazo del tocadiscos había descendido donde no debía, como si buscara un single.
—¡Ah, sí…! —dijo Nick. Era en medio del scherzo de la cuarta sinfonía de Schumann. No perdió de vista a Catherine y creyó entender que ella se dejara envolver por la música; la vio navegar con ella, sin saber dónde estaba en concreto, pero agradecida e interesada a medias. La indecisión agitaba a Nick, pero se dejó llevar también unos momentos. El trío volvió, pero sólo para airearse un poco antes de la mágica transición al epílogo… basado, como era tan obvio, en la quinta de Beethoven; Nick podría habérselo dicho, que en realidad era la segunda sinfonía y que todo el material manaba del motivo de obertura, salvo el inesperado segundo tema del final… Se abstuvo de decírselo y decidió, en la cruda pero cierta luz de la responsabilidad, bajar de inmediato al piso de abajo y telefonear a los padres de Catherine. Pero cuando salió de la habitación pensó de pronto en Leo y tuvo la certeza de que se estaba perdiendo la única posibilidad con él: por tanto, llamó a Leo y pospuso hasta más tarde la llamada a Francia. No sabía cómo explicárselo a Leo: los hechos escuetos parecían demasiado privados para decírselos a un desconocido, y una versión descafeinada sonaría como una excusa inventada. Vio que iba a equivocarse de nuevo. Carraspeó todo el tiempo mientras marcaba el número.
Leo contestó con mucho brío, pero fue sólo porque estaba cenando y aún tenía que arreglarse, hechos que Nick juzgó esclarecedores. La voz de Leo, con su pequeña reserva de burla, era exactamente la que Nick había oído antes, pero había olvidado. No bien había Nick empezado sus disculpas cuando Leo lo entendió y dijo de una forma afable que era un gran alivio, porque también él estaba ocupadísimo.
—Ah, bueno —dijo Nick, y pensó al instante que Leo podría haber sentido una mayor desilusión—. Si de verdad no te importa… —añadió.
—No hay problema, amigo mío —dijo Leo en voz baja, y Nick tuvo la impresión de que estaba con alguien.
—Pero me encantaría conocerte.
—Por supuesto —dijo Leo, tras una pausa.
—Bueno, ¿qué tal el fin de semana?
—No. El fin de semana no puedo.
Nick quiso decir. «¿Por qué no?», pero sabía que la respuesta sería que Leo tenía citas con otros aspirantes; debían de ser como audiciones.
—¿La próxima semana? —dijo, encogiéndose de hombros. Quería conocerlo antes de que Gerald y Rachel volviesen, porque pensaba utilizar la casa.
—Sí, ¿vas al carnaval? —dijo Leo.
—Quizá el sábado; nos vamos fuera el día festivo. Mejor si nos vemos antes.
Nick suspiraba por el carnaval, pero pensaba con humildad que era el elemento de Leo. Se veía perdiéndole el día del primer encuentro, cuando toda una calle avanza como una corriente sólida y no se puede volver atrás.
—Lo mejor es que nos llames la semana que viene —dijo Leo.
—Llamaré, sin falta —dijo Nick, fingiendo que pensaba que todo esto era positivo, pero sintiéndose de golpe desgraciado y notando la cara rígida—. Oye, siento de veras lo de esta noche. Te resarciré.
Hubo otra pausa en que supo que su frase estaba siendo sometida a una decisión; quizá su futuro entero. Pero entonces Leo dijo, en un susurro ronco:
—¡Vaya que sí!
Y colgó mientras Nick empezaba a soltar una risita. Así que aquella pequeña pausa había sido conspiratoria, una conspiración de desconocidos. No estaba tan mal. Era hasta hermoso. Nick colgó también y fue a mirarse en el alto arco dorado del espejo del vestíbulo. Con la súbita hilaridad del alivio, pensó en lo atractivo que era, menudo pero compacto, de tez clara y pelo rizado. Vio a Leo enamorándose de él. Luego el color se le fue y subió la escalera.
Cuando refrescó, Nick y Catherine bajaron al jardín y cruzaron la verja de acceso a los jardines del otro lado. El jardín comunal formaba tanta parte del idilio de Nick con Londres como la propia casa: era grande como el parque central de alguna antigua ciudad europea, pero privado y con tres lados cerrados por un tupido seto de acebo y arbustos, tras las altas verjas victorianas. Entre los árboles circundantes había uno o dos lugares donde alguien que no tuviese la llave podía divisar un claro entre los plátanos y los altos castaños de Indias: de los cuales quizá surgiese una pareja o una anciana que aguardaba a un perro aún más lento que ella. Y a veces, en aquellos atardeceres de verano, en que se oían trinos de tordos y mirlos entre las hojas, Nick vislumbraba a un chico que pasaba por la parte de fuera y le tenía una envidia sorprendente, aunque era difícil saber cómo sería recibida una sonrisa lanzada desde la parte de dentro. Eran rincones escondidos, incluso allí dentro, el sendero sinuoso que llevaba, como hacia un urinario discreto, al cobertizo del jardinero, detrás de una valla de alerce; el cercado con el bancal de arena y el tobogán de los niños, donde auténticas niñeras uniformadas seguían reuniéndose y cotilleando con un débil aire de haber hecho novillos; y al fondo las pistas de tenis, cuyos ritmos superpuestos de servicios, peloteo y devoluciones prestaban al anochecer de agosto un relajante recordatorio de los esfuerzos ajenos.
De un extremo al otro, justo detrás de las casas, corría el ancho camino de grava, su enérgico peralte y sus alcantarillas de borde metálico donde iba a parar la pelota de un niño, y las primeras hojas de plátano, polvorientas, pero aún verdes, ya estaban cayendo, puesto que el verano había sido muy caluroso y ni una sola vez había llovido. Nick y Catherine pasearon por allí, enlazados del brazo, como una pareja despaciosa de viejos; él se sentía emparejado con Catherine de un modo nuevo, casi formal. A intervalos regulares había bancos Victorianos de hierro colado, ideados sin pensar en el confort, y entre ellos algunas personas sentadas en la hierba o de picnic en la cálida penumbra vespertina.
—¿Te sientes mejor? —dijo Nick, al cabo de un minuto, y Catherine asintió y se apretó contra él mientras caminaban. Nick recobró el sentido de la responsabilidad, un peso gris en el pecho, y se vio a él y a ella desde el punto de vista de los que comían en la hierba o de un corredor que se acercaba: en absoluto una buena pareja de ancianos, sino un par de niños, una chica flaca, con una boca grande y nerviosa y un solemne crío rubio que fingía estar en su elemento. Por supuesto que tenía que llamar a Francia y ojalá se pusiera Rachel, pues Gerald no siempre sabía cómo afrontar estas cosas. A Nick le habría gustado saber más de lo que había ocurrido, pero también era aprensivo—. Todo irá bien —dijo. Pensó que interrogarla al respecto sólo serviría para revivir el horror—. Me pregunto qué ha pasado —agregó, como si se refiriese a un misterio muy antiguo. Ella le miró con una incertidumbre dolorosa, pero no respondió—. ¿No lo puedes decir? —dijo Nick, y oyó, como le ocurría a veces, la nota de comprensión evasiva de su propio padre. Era como su familia sorteaba con sigilo las diversas crisis; no se mencionaba nada y nunca estabas seguro de si el tono era sutilmente comprensivo o sólo una forma de cobardía.
—No, no puedo.
—Bueno, ya sabes que a mí siempre puedes contármelo —dijo él.
Al final del camino estaba acurrucada la casa del jardinero, pintoresca y servil bajo el acantilado de la terraza. Más allá, una verja daba a la calle y se pararon a mirar el esporádico tráfico vespertino a través de sus volutas de hierro. Nick aguardó y pensó con desesperación en Leo libre aquella misma noche de verano. Catherine dijo:
—Es cuando todo se pone negro y reluciente.
—Hum.
—No es como cuando estás decaído, que es todo marrón.
—Ya…
—Oh, no lo entenderías.
—No, sigue, por favor.
—Es como aquel coche —dijo, señalando un Daimler negro que se había parado al otro lado de la calzada para que se apease un anciano de aspecto distinguido. El amarillo de las primeras farolas se reflejaba en el techo, y cuando arrancó, los reflejos llamearon, brillantes, en los flancos curvos y las ventanillas del automóvil.
—Suena casi hermoso.
—Lo es, en un sentido. Pero no se trata de eso.
Nick pensó que había recibido una explicación que no alcanzaba a seguir, por ser demasiado estúpido o porque carecía de imaginación.
—También es evidente que debe de ser horrible —dijo.
—Bueno, es venenoso. Reluce pero es mortal al mismo tiempo. No quiere que le sobrevivas. Es lo que te hace entender. —Se separó de Nick, para utilizar las manos—. Es el mundo entero, tal como es —dijo, estirándose para abarcarlo o soltarlo—: todo es exactamente igual. Y es totalmente negativo. No puedes sobrevivir ahí. Es como estar en Marte o algo así. —Tenía los ojos fijos, pero empañados—. No puedes más que estar ahí —dijo, y se dio media vuelta.
Él la siguió.
—Pero luego cambia… —dijo.
—Sí, Nick, cambia —dijo ella, con el tono ofendido que en ocasiones sigue a un momento en que revelas algo personal.
Sólo trato de entender.
Pensó que las lágrimas de Catherine quizá fuesen una señal de que se había repuesto, y le rodeó un hombro con el brazo, si bien, unos segundos después, ella hizo otro gesto para liberarse. Nick notó un impulso de repudio sexual, como si se estuviera aprovechando de ella.
Más tarde, en el salón, ella dijo:
—Oh, Dios, hoy era tu noche con Leo.
A Nick le asombró que ella no lo hubiera pensado hasta entonces, pero dijo:
—No importa. Lo hemos dejado para la semana que viene.
Ella sonrió, compungida.
—Bueno, en realidad no era tu tipo —dijo.
A Schumann le había sucedido The Clash, lo que a su vez cedió el paso a un cansino pero espeso silencio entre ambos. Nick rezó para que ella no volviera a poner música; casi toda la que a ella le gustaba le producía la tensión de una resistencia. Consultó su reloj. Era una hora más tarde en Francia, demasiado tarde para llamarles, y acogió este aplazamiento racional y meditado con una sensación de alivio turbio. Se acercó al piano, tan abandonado, y cuya tapa era la peana para diversos libros antiguos de arte y un pequeño busto en bronce de Liszt, que parecía lanzar una mirada algo dolorida a la improvisación que él hizo del álbum de Mozart posado en el atril. Para el propio Nick, sus notas titubeantes eran como gotas de lluvia sobre un camino de arena, y le asaltó una visión de lo que podría haber sido su velada. El simple andante pasó a ser en su mente un diálogo vivaracho entre el optimismo y el dolor recurrente; de hecho acentuaba los dos sentimientos hasta un grado innecesario. Catherine no tardó mucho en levantarse y decir:
—Por el amor de Dios, cariño, esto no es un puto velorio.
—Lo siento, cariño —dijo Nick, e improvisó durante unos segundos algo que llamaban música Waldorf, antes de levantarse y dirigirse al balcón. Justo empezaban a llamarse «cariño», lo cual parecía una parte bonita de la conspiración más amplia de la vida en Kensington Park Gardens; pero fuera, en el frescor de la noche, Nick pensó que estaba interpretando un papel y que Catherine le era tremendamente extraña. El espejismo que ella había sufrido de un bello universo venenoso volvió a brillar ante Nick por un momento, pero no pudo retenerlo y se esfumó velozmente.
Había gente cenando en un jardín cercano y el aire en calma transmitió la charla y el ligero ruido. Un hombre llamado Geoffrey estaba haciendo reír a todo el mundo, y las mujeres repetían su nombre con excitada protesta en los intervalos audibles a medias entre los párrafos de su relato. En los jardines comunales alguien paseaba a un perrito blanco que casi parecía luminoso en sus cabeceos y correteos vespertinos. Encima de los árboles y de los tejados, el lúgubre fulgor del cielo londinense derivaba hacia débiles cimas violetas. En verano, cuando en todas partes abrían las ventanas, la noche parecía hecha tanto de sonido como de sombra, de susurro de hojas, fragor del tráfico insomne, bocinas de automóviles lejanos y chirridos de frenos; voces, gritos tenues, una floritura de una onda de música inconexa. Nick añoraba a Leo, que estaría allá arriba en el norte, a cinco kilómetros, en las largas carreteras rectas, pero posiblemente en cualquier parte, circulando a una velocidad invisible en su bicicleta plateada. Se preguntó una vez más en qué parque le habrían sacado aquella foto; y, por supuesto, qué persona íntimamente allegada a Leo la habría sacado. Sintió el vacío de la frustración y el aplazamiento. La chica con el perro blanco regresó por el camino de grava y él pensó que ella, si alzaba la mirada, le vería como una figura envidiable, reclinada contra el reluciente telón de fondo lujoso de la habitación iluminada. Nick, por el contrario, al mirar afuera e inclinarse sobre la barandilla de hierro, sintió que le habían empujado hasta el borde de alguna nueva promesa, una vista o visión perfumada de la noche, y que después le habían retenido allí.