9

A la mañana siguiente, mi mejor amiga, Amina Day (ahora Amina Day Price), me llamó. Me acababa de poner los vaqueros y me tumbé boca abajo encima de la cama para alcanzar el teléfono.

—¡Hola, soy yo!

—Amina —dije felizmente, notando cómo mi boca se rompía en una sonrisa—, ¿cómo estás?

—¡Cielo, estoy embarazada!

—¡Oh, Dios mío!

—¡Sí! De verdad, de verdad. El anillo del tubo ha cogido el color que esperaba, y encima he echado todo el desayuno. Así que aquí estoy, tumbada en casa.

—Amina, no me lo puedo creer. ¿Y qué dice Hugh?

—Está emocionadísimo. Ahora mismo quiere salir a comprar una sillita y una cuna. Le he dicho que es mejor que espere un poco, mi madre siempre me ha dicho que trae mala suerte empezar a prepararse tan pronto.

—¿Te ha visto un médico?

—No. Tengo una cita para la semana que viene en el obstetra que trata a todas las mujeres de los socios de Hugh.

Hugh es una joven promesa de la abogacía en Houston.

—Me alegro mucho por ti —le dije sinceramente.

Charlamos un rato. Más bien escuché mientras Amina me hablaba del bebé y de lo que quería y no quería para su excepcional criatura.

—¿Y qué me cuentas tú? —preguntó finalmente.

—Bueno… Estoy con alguien.

—¿No es el pastor?

—No, ya no. Este hombre, Martin, es el nuevo director de la planta de Pan-Am Agra.

—Caramba. ¿Qué edad tiene?

—Es mayor que yo.

—¿Y es rico?

—Desahogado.

—Por supuesto, esas cosas ya no suponen una diferencia, ya que has heredado una fortuna.

—No, pero no deja de ser un punto a favor. Le gusta tener dinero.

—¡Cuéntamelo todo!

—Bueno, se llama Martin Bartell, tiene cuarenta y cinco años, el pelo blanco, aunque con cejas negras…

—¡Sexi!

—Sí, mucho… Pero también viril, fuerte, inteligente y… despiadado. No es alguien a quien te gustaría fastidiar.

—No son atributos precisamente de boy scout.

—Tienes razón —admití meditabunda—. Definitivamente no es ningún angelito. Más bien un luchador urbano.

—Espero que no sea demasiado duro para ti.

—Sea lo que sea —confesé—, estoy más colada que nunca. Tengo un miedo que me muero. No podría alejarme de él aunque estuviese envuelto en una bola de fuego.

—Vaya. Sí que estás colada. Espero que merezca la pena. Esto tiene toda la pinta de un amor a primera vista.

—Sí. Es la primera vez que me pasa. Y espero que la última. Es horrible.

—A mí nunca me ha pasado —comentó Amina—. Bueno, ¿y qué más pasa por allí? —No era muy típico de Amina cambiar de tema. ¿Acaso estaba celosa?

Pero le conté lo del asesinato de Tonia Lee y la confusión resultante. Luego le hablé del marido de Susu Hunter y su extraña vida secreta como cazador de casas.

—Oh, yo soy igual, aunque menos exagerada —me dijo Amina al instante—. No es tan raro.

—¿Te entretienes visitando casas en venta?

—Claro. ¿Tú no? Un escalofrío me recorre la columna cuando entro en una casa que no es la mía, donde puedo cotillear lo que me dé la gana. Es como meterse en la vida de otra persona durante un momento. Puedes abrir las alacenas, averiguar cuánto pagan de luz, saber cuántos armarios tienen y si limpian el mobiliario… Me lo paso en grande desde que Hugh y yo empezamos a buscar casa. Ojalá pudiera pasarme el día haciéndolo. De hecho, pensé en meterme a vendedora y dejar lo de secretaria judicial, hasta que me di cuenta de que tendría que patear la calle hiciese el tiempo que hiciese y lidiar con imbéciles que no saben ni lo que quieren… Ya sabes.

—Eso es interesante, Amina —dije sinceramente.

—Por supuesto, ahora estamos mirando casas más grandes —añadió, y volvimos a su tema favorito del momento.

Antes de colgar, accedí a ser la madrina del bebé y Amina me animó a que me diese prisa y me casase con Martin si pensábamos hacerlo de todos modos, para que ella pudiera ser mi dama de honor antes de que se le hinchase la barriga.

Me limité a reír y a despedirme. La idea de Martin y el matrimonio en la misma ecuación me ponía nerviosa, como si fuese un pensamiento de mal agüero. Terminé de vestirme procurando no sentir demasiada autocompasión, decidida a alegrarme por Amina y Hugh.

Me sorprendí preguntándome si Jimmy Hunter e Idella serían amantes. Habida cuenta de su aberrante comportamiento con las casas en venta, tendría mucho sentido que Jimmy se liase con una vendedora. Pero ¿cómo encajaba eso con los artículos sustraídos de las casas? No era muy plausible que Jimmy se los fuese llevando a medida que las visitaba. Era imposible que el vendedor de turno no se hubiese dado cuenta. Además, no siempre fue Ideila quien se encargó de enseñárselas. ¿No había dicho alguien en la reunión de Select Realty que los Greenhouse siempre se habían asegurado de que Tonia Lee lo acompañase? ¿Y si había algo en la naturaleza despierta de Tonia que hubiese pinchado el globo de la vida fantasiosa de Jimmy como cazador de casas, algo tan molesto como para matarla?

Jimmy Hunter tenía un Ford Escort azul, como Ideila. A lo mejor era el coche de Jimmy el que Donnie Greenhouse vio la noche del miércoles. Bien pensado, ¿qué había estado haciendo Donnie solo? Debió de ser después de la presunta hora de la muerte de Tonia Lee, que debió de tener lugar antes de que los vecinos que vivían detrás de la casa Anderton se percataran de la ausencia del coche. Cerca de la hora de la muerte de Tonia Lee, Jimmy estaba aparcado fuera del estudio de taekwondo, esperando a su hijo.

Sacudí la cabeza observando mi reflejo en el espejo mientras me ponía algo de maquillaje. Empezaba a sentirme confusa. Sería mejor dejar de especular sobre hechos funestos. Estaba decidida a salir a comprar un vestido para esa noche. Iría a ver si Emily Kaye había aceptado mi contraoferta por la casa en Honor. Sería muy agradable poder cerrar ese pequeño capítulo de mi vida, vender la casa de Jane y tener todas mis cosas listas para llevar a mi nueva casa. Y eso me llevó de nuevo a la casa Julius: el sol a través de las ventanas, la cálida cocina, el porche.

—Te gustaría —le dije a Madeleine, que me observaba con aire dubitativo desde el único charco de sol de mi dormitorio. Rodó sobre la espalda para invitarme a rascarle la barriga y le di ese gusto. Bajamos las escaleras juntas para cambiar el agua y rellenar su cuenco de comida.

Llamé a la oficina de mi madre antes de partir hacia mi caza del vestido en Atlanta. Eileen me dijo que la policía le había entregado el contrato de mi casa, firmado por Emily Kaye. Estaba en el coche de Idella. Se habían incluido los cambios que propuse, y la propia Emily llamó esa misma mañana después de conocer las noticias de la muerte de Idella para confirmar el precio y mi reclamación de la lavadora y la secadora. Así que, de camino a Atlanta, hice una parada en la oficina para firmar el contrato. La casa de Jane estaba un paso más cerca de convertirse en la casa de Emily Kaye, sin haber llegado nunca a ser realmente mía.

Me apetecía más hacer todo el camino hasta la capital antes que ir a Great Day, la tienda de ropa de la madre de Amina, porque quería comprarme un tipo de vestido que, según mi amiga, abriría tanto el apetito de un hombre que tendría que apaciguarlo con un «Después, cariño». Ella siempre había sido toda una especialista en citas, alguien que escogía su ropa con el mismo cuidado que el maquillaje. «Tus prendas siempre dicen algo de ti», solía decir, y lo hacía alguien que tenía un larguísimo historial en ese campo, por lo que tenía claro que sabía de lo que hablaba.

—Tiene que ser algo lo bastante modesto como para poder estar ante tu madre sin sonrojarte —me había aconsejado—, pero también lo bastante sugerente para tu cita, algo que te obligue a decirle «¡Después, cariño!».

El día transcurrió lentamente en Short’n Sweet[6] (eh, que yo no le he puesto el nombre), y la vendedora, que ya me había atendido anteriormente, se alegró al verme. Sentía demasiada vergüenza para expresar con palabras lo que quería, pero al final conseguí explicarme. Al final fue un vestido suéter beis, suave, sin forma, pero ceñido, con un gran cuello suelto, y se lucía prácticamente con los hombros desnudos. Tuve que comprar un sujetador sin tirantes, unos grandes aros de oro y unos zapatos para acabar de alegrar la tarde a la vendedora. Todo un cambio para quien lleva diez años vistiendo con la ropa del instituto y la universidad.

Almorcé en la ciudad y visité mi librería favorita, así que volví a Lawrenceton cargada con bastantes caprichos.

Sintonicé la radio local al salir de la interestatal. Era la hora del boletín informativo. «La policía está interrogando a un sospechoso por el asesinato de una vendedora inmobiliaria en Lawrenceton», dijo la locutora locuazmente. «Hoy, un prominente empresario local ha declarado en relación a la muerte de Tonia Lee Greenhouse, que fue hallada estrangulada en una casa vacía la semana pasada. Si bien la policía no se ha pronunciado al respecto, una fuente anónima afirma que interrogará también a James Hunter en relación con la muerte de Idella Yates, cuyo cadáver fue encontrado en el día de ayer».

Inspiré y contuve el aliento. Jimmy Hunter. ¡Pobre Susu! ¡Pobres niños! Me preguntaba qué nueva prueba habría encontrado Lynn para arrastrar a Jimmy hasta la comisaría. Se me ocurrió que quizá habían encontrado algunos de los objetos robados en posesión de Jimmy. O quizá… Pero de nada servía especular.

***

Martin llegó con diez minutos de antelación.

Observó el vestido con agrado.

—Solo me queda cepillarme el pelo —dije, extendiendo las manos para mantenerlo apartado.

—Deja que lo haga yo —se ofreció, y no pude evitar sentir un sonrojo que me nacía de la punta de los pies.

—No llegaremos nunca si lo hago —respondí con una sonrisa, y corrí escaleras arriba antes de que pudiera agarrarme.

—Un beso —pidió cuando volví a bajar, minutos después. Él y Madeleine se habían estado midiendo con cautela.

—Solo uno —advertí, estricta.

Al principio fue algo muy dulce, pero enseguida empezaron a subir los grados de temperatura.

—Se me están empañando las gafas —murmuré.

Él rio.

—De acuerdo, vámonos.

Pero aún tardamos varios minutos en entrar en su coche. No tardamos en llegar al Carriage House, que anteriormente había sido lo que su nombre indicaba[7]. Se trataba del único restaurante elegante de Lawrenceton, y contaba con una carta y un servicio excelentes. Era pequeño, penumbroso y caro, con una amplia sala adjunta, en la parte de atrás, donde se celebraban cenas de grupos. Nos llevaron hasta una mesa en una esquina y nos sentamos, uno al lado del otro, en un banco en forma de L.

Estar tan cerca de Martin interfería seriamente en mi capacidad de prestar atención a cualquier otra cosa, pero estaba decidida a tener una cita normal con él. Debatimos sobre qué vino pedir. Yo escogí mi comida, él habló con el camarero y finalmente llegó el vino.

—Están interrogando a Jimmy Hunter por la muerte de la mujer que encontramos muerta —le dije.

—Algo había oído. ¿Lo conoces?

Le conté la historia de Jimmy y Susu, así como la pequeña perversión de aquel.

—¿Le gusta visitar casas en venta con vendedoras? Eso es muy… retorcido.

—Pero nunca le ha hecho daño a nadie —señalé justamente—. Y, honestamente, espero que la policía tenga contra él algo más que eso, como supongo que es el caso, porque me cuesta mucho creer que Jimmy sea culpable. —No sabía que esos fuesen mis sentimientos hasta que los verbalicé—. No se han presentado cargos contra él por los asesinatos de Tonia Lee o Idella, y está claro que las mató la misma persona.

Pero Martin no estaba al tanto de mi hallazgo del cadáver de Idella, y tuve que contarle la historia mientras fijaba sus ojos marrón claro en mí.

—Ojalá te hubiese podido llamar en ese momento —dijo. Tenía la incómoda sensación de que estaba un poco enfadado conmigo.

—Pensé en ti. Por supuesto. Es solo que, en serio, para lo que sentimos el uno hacia el otro, no nos conocemos tan bien. Y tú eres director de una planta; tienes un montón de deberes y responsabilidades de las que no tengo ni la menor idea, Martin. El mismo domingo por la noche tenía muchas dudas sobre interrumpirte.

Tuve ocasión de vislumbrar con demasiada claridad su cara de exasperación mientras dejaba algunos papeles importantes para responder a una llamada de su amor de una noche.

—Escucha —dijo con mucha determinación—, no pienses así. No sabemos muchas cosas del otro, pero esto no se limita a un asunto de cama. O eso espero. Al menos por mi parte, y creo que por la tuya tampoco.

Aún no lo tenía claro.

Me tocó el pelo.

—Si me necesitas, acudiré. No hay más. Tendremos tiempo para conocernos mejor. Pero si algo te afecta o te inquieta, llámame.

—Vale —concedí finalmente con recelo.

Nos trajeron las ensaladas y empezamos a comer, demasiado conscientes el uno del otro.

—Martin, deberías contarme algo de tu empresa —le dije—. Apenas tengo una vaga idea de a qué se dedica Pan-Am Agra.

—Facilitamos el intercambio de maquinaria agrícola de segunda mano a cambio de productos de algunos países sudamericanos —comenzó a explicar con detalle—. También manufacturamos algunos bienes y alimentos agrícolas mediante materias primas de todo el continente americano, que es a lo que se dedica esta planta. Tenemos tierras en Sudamérica que estamos intentando explotar con métodos agrícolas estadounidenses con vistas a obtener mejores rendimientos. En esencia, esa es la actividad de Pan-Am Agra, aunque también hay otras cosas.

—¿Qué tipo de productos fabrica?

—Algunas marcas de fruta, algunos productos que contienen café, fertilizantes…

—¿Tienes que viajar mucho a Sudamérica?

—Cuando estaba en la sede de Chicago, tenía que hacerlo bastante, al menos una vez al mes. Ahora no iré tan a menudo. Pero sí tendré que visitar las demás plantas.

—¿Está el Gobierno muy metido en lo que hacéis?

—Como agencia reguladora, sí, bastante. Siempre sospechan que traficamos con drogas o armas, consciente o inconscientemente, y casi siempre registran nuestros envíos.

Imaginé una inspección a un cargamento de fertilizantes o cualquier producto derivado y tuve que arrugar la nariz.

—Precisamente… —dijo Martin.

—¿Y qué hace un pirata como tú en una empresa agrícola?

—¿Es así como me ves? ¿Como un pirata? —Se rio—. ¿Y qué hace una tranquila, introvertida y un poco tímida bibliotecaria saliendo con un pirata como yo? Tu vida ha dado un gran cambio últimamente, si lo que tú y otras personas me decís es verdad.

Me di cuenta de que no había respondido a mi pregunta.

—Mi vida ha cambiado mucho —dije seriamente—, y supongo que yo estoy cambiando con ella. —Curioso: nunca había pensado así de mí, más allá de mis circunstancias—. Supongo que todo empezó, eh…, hace dos años —expliqué—, cuando Mamie Wright fue asesinada la misma noche que tenía que hacer mi exposición en Real Murders.

Se llevaron los platos de las ensaladas y trajeron los principales mientras estaba contando a Martin lo de Real Murders y lo que ocurrió esa primavera.

—Seguro que dejarás de pensar que soy una persona tranquila tras oír todo esto —señalé, algo apesadumbrada—. Será mejor que me hables de tu juventud, Martin.

—No me gusta demasiado pensar en ella —dijo al cabo de un momento—. Mi padre murió en un accidente en la granja cuando yo tenía seis años… Volcó un tractor. Mi madre se volvió a casar cuando tenía diez. Era un hombre duro. Lo sigue siendo. No soportaba las tonterías, y tenía una amplia definición para lo que es una tontería. Al principio no me importó, pero al cabo de algunos años no podía soportarlo.

—¿Y tu madre?

—Era genial —añadió inmediatamente con la sonrisa más cálida que había visto—. Podías hablar con ella de prácticamente cualquier cosa. Siempre estaba cocinando y hacía todas las cosas que vemos a las amas de casa hacer en las antiguas comedias de situación. Siempre con el delantal puesto, no dejaba de ir a la iglesia y no se perdía uno solo de mis partidos, ya fuesen de béisbol, baloncesto o fútbol. Hacía lo mismo con Barbara.

—¿Decías que creciste también en una ciudad pequeña?

—Sí. A varios kilómetros de la ciudad, de hecho. Por eso no me importó aceptar la oportunidad laboral aquí. Quería sentir de nuevo lo que es volver a un sitio tranquilo, aunque Lawrenceton está pegado a Atlanta.

—¿Tu madre ya no vive?

—No. Mamá murió cuando estaba en el instituto. Sufrió un aneurisma cerebral y todo fue muy, muy rápido. Mi padrastro aún vive, sigue en la granja, pero no lo he visto desde que volví de la guerra. Barbara vuelve de vez en cuando a la ciudad, aunque creo que es para demostrar lo lejos que ha llegado de ese sitio… Ella tampoco lo ve.

—¿Se ha roto la relación?

—No quiere vender la granja.

No creía que eso respondiese a mi pregunta.

—Mi madre le legó la granja mientras viviese, y a nosotros, algo de dinero. Claro que ella no tenía demasiado. Pero se supone que nos toca un tercio de las ganancias si la vende, o, si muere antes de hacerlo, nos quedaríamos con las tierras. Quisimos que la vendiese cuando ella murió para poder mudarnos a la ciudad. Pero no quiso por pura obstinación. Ahora, la situación ha empeorado mucho para las pequeñas explotaciones, seguro que estás al tanto. —Asentí sobriamente—. Así que la granja se cae a cachos, el granero tiene un agujero en el tejado, hace años que no produce ganancias y todo se pudre lentamente. Podría vendérsela en cualquier momento a nuestro vecino más cercano, pero no lo hace por pura mezquindad. —Martin apuñaló su filete con el tenedor.

Comimos durante un momento en silencio. No dejé de pensar en lo que me había dicho.

—Eh… ¿Cuántas veces has estado casado? —pregunté con recelo.

—Una.

—¿Te divorciaste?

—Sí. Estuvimos casados diez años… Tuvimos un hijo, Barrett. Ahora tiene veintitrés años… Quiere ser actor.

—Una profesión arriesgada. —Pensé en mi amigo, el escritor de novelas de misterio, Robin Crusoe, que ahora se encontraba en California escribiendo el guión de una película para la televisión basada en su última publicación. Me pregunté cómo le iría.

—Eso mismo le dije. Es gracioso… ¡Él ya lo sabía! —respondió Martin sarcásticamente—. Pero tenía tantas ganas de intentarlo que le di el dinero para empezar. Si al final no lo consigue, necesita saber que al menos lo intentó con todas sus fuerzas.

—Hablas como si no hubieras recibido los ánimos que necesitabas en un momento dado.

Por un momento pareció sorprendido.

—Supongo que sí. Aunque no sabría muy bien qué quería hacer en realidad. Creo que nunca me lo he formulado. Algo grande. —Y sus manos describieron un círculo en el aire. Nos reímos—. Tenía que ser algo que me indujera a salir de la ciudad.

—Yo nunca he querido dejar mi ciudad —admití.

—¿Lo harías?

—Nunca he tenido una razón para ello. No sé. —Intenté recordar cómo eran las cosas cuando fui a la universidad: no conocer a nadie, no saber dónde estaban las cosas, las dos primeras semanas de incertidumbre.

El camarero se acercó para ver si necesitábamos algo.

—¿Desearán tomar postre?

Martin se volvió hacia mí con la misma pregunta dibujada en la cara. Agité la cabeza.

—No —le dijo al camarero—. Ya lo tomaremos más tarde. —Me sonrió y sentí un calambre que me llegó hasta los pies.

Martin pagó la cuenta y me di cuenta de que no había dicho una palabra sobre que fuese mi turno. Había algo en él que aplacaba esos ofrecimientos. Tendríamos que hablar de ello.

Pero no en ese momento.

Estábamos con muchas ganas de postre cuando llegamos a mi casa.