El timbre sonó a la hora en punto. Martin llevaba un elegantísimo traje gris. Tras un instante, retrocedí un paso para dejarle entrar y él paseó la mirada por la habitación.
De repente nos dimos cuenta de que no estábamos cumpliendo con las convenciones y empezamos a hablar a la vez.
—¿Qué tal estás? —farfullé.
—Bonito apartamento —dijo él al mismo tiempo.
Ambos nos encogimos en silencio y nos lanzamos mutuas sonrisas azoradas.
—He reservado mesa en el restaurante al que me llevó el consejo de administración cuando decidió contratarme para este trabajo —anunció Martin—. Es francés y me ha parecido muy bueno. ¿Te gusta la comida francesa?
No comprendería la carta.
—Estará bien —dije—, pero tendrás que pedir por mí. No he vuelto a practicar el francés desde el instituto.
—Tendremos que fiarnos del camarero —admitió Martin—. Hablo español y un poco de vietnamita, pero casi nada de francés.
Ya teníamos algo en común.
Saqué mi abrigo negro del armario. Me lo puse yo misma; aún no estaba lista para que me tocase. Me saqué el pelo del cuello del abrigo y dejé que colgara por la espalda, tremendamente consciente de que estaba siendo observada en cada movimiento. Pensé que conseguir salir por la puerta sería asombroso, así que mantuve las distancias, y cuando abrió la puerta para dejarme pasar, lo hice lo más rápidamente que pude. Luego abrí la puerta del patio y la de su coche. No me sentía tan vulnerable desde hacía años.
Su coche era alucinante: cuero auténtico y un salpicadero de impresión. Hasta olía a caro. Nunca había montado en algo tan lujoso. Me sentía más mimada por momentos.
Nos deslizamos literalmente por Lawrenceton, atrayendo (eso esperaba) mucha atención, y recorrimos un corto tramo de interestatal hacia Atlanta. Nuestra charla ocasional fue de lo más nimia. El aire en el coche crepitaba por la tensión.
—¿Siempre has vivido aquí?
—Sí. Estuve fuera durante la universidad y también hice estudios de posgrado. Pero luego volví aquí, y aquí sigo desde entonces. ¿Dónde has vivido tú?
—Bueno, crecí en una zona rural de Ohio, como comenté anoche —dijo.
No podía imaginarlo en un ambiente rural en ningún momento de su vida, y eso le comenté.
—Me he pasado la vida puliéndolo —dijo con cierto humor—. Pasé una temporada en los Marines, en Vietnam, al final de la guerra, y poco después de mi regreso empecé a trabajar en Pan-Am Agra. Me licencié yendo a clases nocturnas, y la empresa estaba tan necesitada de hispanohablantes que al final me convertí en un conversador fluido. Mereció la pena y empecé mi particular ascenso… Este coche fue lo primero que delató que algo había conseguido en la vida y lo cuido con mucho esmero.
Al parecer, la adquisición de una gran casa en Lawrenceton pretendía ser otra afirmación de su exitoso ascenso profesional.
—¿Tienes treinta? —preguntó.
—Sí.
—Yo tengo cuarenta y cinco. ¿Te importa?
—¿Por qué iba a hacerlo?
Nuestras miradas convergieron en la señal luminosa de un motel que bordeaba la interestatal.
La salida estaba a un kilómetro.
Tenía la sensación de que iba a ceder a un impulso… Por fin.
—Eh, Aurora…
—Roe.
—No quiero que pienses que no me apetece gastarme el dinero contigo. No quiero que pienses que no quiero que nos vean en público. Pero esta noche…
—Coge la salida. —¿Qué?
—Coge la salida.
Salimos de la interestatal a lo que me pareció una velocidad vertiginosa, y de repente nos vimos aparcados frente a la brillante recepción del motel. No recordaba su nombre, dónde nos encontrábamos, nada.
Martin salió del coche bruscamente y lo seguí con la mirada mientras se registraba. Se cuidó de no girarse para mirarme durante el interminable proceso.
Después volvió a meterse en el vehículo con una llave en la mano.
Me volví hacia él y le dije entre dientes:
—Espero que esté en la planta baja.
Así era.
***
Llovió durante la noche. Los relámpagos destellaban a través de las ventanas y fuera se oía el frío chaparrón estrellarse contra el suelo. Él estaba durmiendo; se despertó un poco cuando me estremecí por culpa de un trueno.
—Estás a salvo —murmuró, apretándome contra su cuerpo—. A salvo. —Me besó en el pelo y volvió a quedarse dormido.
Me pregunté si era verdad. Desde un punto de vista práctico, lo estaba, sí; no éramos personas estúpidas; tomamos precauciones. Pero en mi corazón no había ninguna sensación de seguridad, ninguna.
La mañana no fue de esas que me alegran el día. Era fría y gris, y los charcos de agua embarrada invadían el aparcamiento del motel. Pero me sentía lo bastante bien como para sobreponerme al hecho de tener que volver a ponerme la misma ropa que la noche anterior. Desayunamos en la cafetería del motel; estábamos hambrientos.
—No sé qué hemos empezado con esto —dijo Martin de repente, a punto de levantarse para pagar la factura—, pero quiero que sepas que nunca me he sentido tan agotado en toda mi vida.
—Relajado —lo corregí con una sonrisa—. Yo estoy relajada.
—Entonces —respondió arqueando una ceja—, es que no te esforzaste lo suficiente.
Nos sonreímos.
—Es una cuestión de opiniones —dije para mi propia sorpresa.
—Tendremos que seguir intentándolo hasta que los dos quedemos satisfechos —murmuró Martin.
—Qué dura es la vida —bromeé.
—¿Esta noche? —propuso él.
—Mañana por la noche. Deja que me recupere.
—Quizá pueda enseñarte algunas palabras de francés —repuso, y nos volvimos a sonreír. Miró el reloj mientras conducíamos de regreso—. Suelo trabajar solo en la planta los domingos, pero hoy tenemos una reunión extraordinaria a las doce y media, seguida de un almuerzo para ejecutivos. Es el comienzo de nuestra siguiente fase de producción.
—¿Qué te dirán si llegas un poco más tarde? —le pregunté con delicadeza cuando me dio un beso de despedida en la puerta de mi adosado.
—No me dirán nada —aseguró—. Soy el pez más gordo.
***
Por primera vez en mucho tiempo, me saltaría la asistencia a la iglesia. Subí cansinamente las escaleras y me deshice de la ropa. Me puse el camisón y, después de silenciar el teléfono, me metí en la cama para descansar. Empecé a pensar, y con un esfuerzo detuve el flujo de ideas, como una mano que cierra un grifo. Estaba dolorida, agotada e intoxicada; y pronto también estaría dormida.
***
Mi madre llamó a las once, tan pronto como llegó a casa de la iglesia. Los episcopalianos de Lawrenceton celebraban un servicio a las nueve y media porque Aubrey acudía a otra iglesia más pequeña, a cuarenta kilómetros, y celebraba otro directamente después del nuestro. Yo dormitaba en mi casa, intentando dar con algo que hacer durante lo que quedaba de día, convenciéndome de no llamar a Martin. Me sentía tan tranquila y relajada que pensaba que podría derramarme fuera de la cama, por la alfombra, hasta el armario. Apenas fui consciente del sonido del teléfono de abajo.
—Hola, Aurora —dijo mi madre secamente—. Te hemos echado de menos en la iglesia. ¿Qué has estado haciendo?
Sonreí al techo y respondí:
—Nada en particular.
—He llamado para saber algo del banquete anual de agentes inmobiliarios —dijo—. ¿Te gustaría venir con Aubrey? Es un evento familiar, y creo que te lo podrías pasar bien, ya que conoces a todo el mundo.
Mi madre intentaba llevarme a ese evento todos los años, y el pasado cedí y me presenté. El banquete anual de agentes inmobiliarios: uno de esos extraños acontecimientos que era imposible que gustasen a nadie, pero a los que nadie podía faltar. Era una tradición local que había arrancado quince años atrás, cuando un vendedor (que ya dejó la ciudad) decidió que sería bueno que todos los profesionales del ramo y sus invitados pudieran reunirse una vez al año a beber un montón de cócteles y tomar pesados almuerzos, para luego amodorrarse mientras escuchaban a un orador.
—¿No cae un poco mal este año? —Estaba pensando en Tonia Lee.
—Bueno, sí, pero he hecho las reservas y he escogido el menú, y todo el mundo ha reservado esa noche desde hace meses. Así que creo que no pasa nada si se hace. ¿Os apunto a Aubrey y a ti? Así cierro el cupo de invitados. Me alegraré cuando se tenga que encargar Franklin el año que viene. —Cada agencia de Lawrenceton se rotaba la responsabilidad de la organización.
—Dejará que Terry Sternholtz se encargue de la mayoría de los preparativos, igual que tú has hecho con Patty —dije.
—Al menos no será nuestra agencia la que parezca ineficaz si pasa algo.
—No va a pasar nada malo. Ya sabes lo eficiente que es Patty.
—Dios, claro que sí —suspiró mi madre—. Tengo la sensación de que me estás dando largas, Aurora.
—Sí, la verdad es que sí. Lo cierto es que intento decirte algo.
—¿Intentas?
—Sí, intento hacerme a la idea.
—Háztela, rápido.
—Ya no salgo con Aubrey.
Oí cómo mi madre inspiraba con fuerza.
—La verdad es que… Creo… Estoy con Martin Bartell.
Un largo silencio. Finalmente mi madre contestó:
—¿Habéis quedado mal, Aurora? ¿Deberíamos John y yo dejar de ir a la iglesia durante un par de semanas? He notado que Aubrey estaba un poco melancólico hoy, sí, eso, pero nada que me diese pistas de lo que pasaba hasta que me lo has dicho.
—No ha habido ningún problema.
—Bien. Un día de estos tendrás que contarme la historia completa.
—Claro. Sí, bueno, Martin y yo iremos, creo… Quizá. —Sentí un repentino ataque de inseguridad—. Es el próximo sábado por la noche, ¿no?
—Sí. Y enterrarán a Tonia Lee el martes. Ha llamado Donnie hoy. El oficio religioso será en… —Mi madre consultó sus notas— la Iglesia Bíblica de la Espada Flamígera de Dios —concluyó con voz árida.
—Vaya. Ahí se llega por la autopista, ¿verdad?
—Sí, está al lado del parque de caravanas de Needle. —La voz de mi madre podría haber desecado el Sáhara.
—¿A qué hora?
—A las diez.
—De acuerdo, allí estaré.
—Aurora. ¿Estás bien? Me refiero al cambio.
—Sí. Igual que Aubrey y Martin.
—De acuerdo, pues. Nos veremos el martes por la mañana, si no antes. Creo recordar que Eileen comentó que tenía más casas que enseñarte esta tarde; no creo que se demore en llamarte.
—Vale. Nos vemos.
Me di una ducha rápida y me puse un suéter a rayas verde, óxido y marrón, pantalones óxido a juego y mis botas marrones. Un vistazo al exterior me reveló que el día no había aclarado, pero seguía siendo terriblemente frío, lluvioso y ventoso.
Abajo vi que la luz del contestador estaba parpadeando. Esa mañana había estado demasiado cansada para comprobarla.
«Roe, soy Eileen. Te llamo el sábado por la tarde. Tengo un par de casas para enseñarte la tarde del domingo, si te viene bien. Llámame».
Un instante de silencio entre mensajes.
«Roe, ¿estás dormida?». Me ruboricé al oír la voz de Martin. Probablemente había llamado mientras estaba en la ducha. «Te llamo desde el trabajo, cariño. Estoy deseando que llegue mañana. No podré ir a Atlanta por la noche, ya que tengo una reunión a primera hora del martes, pero podríamos al menos ir al Carriage House». El mejor restaurante de Lawrenceton. «Quiero verte otra vez», dijo llanamente. «Me has hecho muy feliz».
Yo también me sentía muy feliz.
Devolví la llamada a Eileen para fijar una cita a las dos y luego decidí obsequiarme con un almuerzo en alguna parte. Un impulso me llevó a marcar el número de mi amiga periodista, Sally Allison, y quedamos en vernos en el Beef 'N More.
Media hora más tarde estábamos sentadas la una frente a la otra, tras esperar en una cola nutrida por los feligreses dominicales de la iglesia. Sally había pedido una hamburguesa y una ensalada, y yo había optado virtuosamente solo por la ensalada, aunque bastantes calorías tendría con el aliño que le habían echado.
Sally me saca más de doce años, pero somos buenas amigas. No le gustaba que la llamasen por ningún apodo. Su pelo era broncíneo y le gustaba llevar ropa cara que usaba sin complejos. En esa ocasión optó por un traje negro que le había visto cientos de veces, pero que conservaba un buen aspecto. Por una vez, tenía importantes noticias que compartir antes de ponerse a escarbar en las mías.
—Paul está trabajando hoy. Nos casamos el fin de semana pasado —dijo como si tal cosa, y la bolsa de plástico de picatostes que intentaba abrir explotó. Me apresuré a reunir de nuevo los picatostes.
—¿Te has casado con el hermano de tu primer marido?
—Ya sabes que salimos desde hace mucho.
—¡Bueno, sí, pero no sabía que acabaría en boda!
—Es genial.
Seguimos charlando. Me moría por saber qué pensaba el primer señor Allison de esa nueva situación, pero era muy consciente de que lo mejor era no preguntar.
Cuando Sally iba por la tercera explicación de por qué Paul era tan genial (sabía que, mientras estuve con Arthur Smith, había oído que Paul nunca había sido muy popular entre sus compañeros detectives), ya me sentía lo bastante aburrida y escéptica como para dejar escapar miradas a mi alrededor. Para mi sorpresa, vi a Donnie Greenhouse comiendo con Ideila. Estaban sentados en uno de los pocos rincones del restaurante donde se podía hablar sin que nadie oyera la conversación. Donnie estaba inclinado sobre la mesa, hablando seria y apresuradamente con Ideila, cuyo delicado color delataba indecorosos manchones de estrés. Ella no paraba de sacudir la cabeza de lado a lado.
¡Qué pareja más extraña! Resultaba un poco extraño ver a Donnie en público, aunque enseguida consideré mi reacción como sin compasión. Pero ¿con Ideila?
—La verdad es que parecen disgustados —comentó Sally. Había seguido mi mirada—. No sé si parece un viudo sacudiéndose el polvo de encima. ¿Tú qué opinas?
No había nada de romántico en sus posturas o en cómo se miraban. De repente, Ideila se levantó como un resorte, agarró su bolso y se dirigió hacia el servicio de mujeres. Donnie salió tras ella. Creí ver que Ideila estaba llorando.
Sally y yo intercambiamos miradas.
—Creo que será mejor que vaya a ver —dije.
Hay una línea muy fina entre mostrar preocupación y meterse donde no te llaman, y esta situación estaba justo en el medio.
El servicio marrón y salmón de dos cabinas estaba vacío, salvo por Ideila. Efectivamente, estaba llorando, encerrada en una de ellas.
—Ideila —pronuncié suavemente—, soy Roe. Estoy manteniendo la puerta cerrada para que no entre nadie. —Apoyé la espalda contra la puerta.
—Gracias —sollozó—. Estaré bien en un momento.
Ciertamente, se recompuso y salió de la cabina, pero no antes de que tuviera tiempo de descifrar la última inscripción de grafitis sobre una capa de pintura oscura. Cansada y con los ojos hinchados, Idella se remojó la cara con agua fría y ocultó los ojos un momento bajo una toalla de papel.
—Voy a fastidiarme el maquillaje —se quejó—, pero al menos mis ojos no parecerán globos.
Resultaba extrañamente complicado hablar con ella con los ojos así tapados, en esa penumbrosa estancia sumida en olor a desinfectante industrial en constante asedio a las fosas nasales.
—Idella, ¿te encuentras bien?
—Oh… Sí, estaré bien. —Pero no sonaba muy segura al respecto—. Es que a Donnie se le ha pasado una idea loca por la cabeza y no da su brazo a torcer, y no deja de acosarme con ella.
Aguardé, expectante. Sentía tanta curiosidad que no pude evitar animarla a seguir.
—No creerá que tuviste algo que ver con la muerte de Tonia Lee, ¿verdad?
—Cree que sé quién lo hizo —dijo Idella, cansada—. Es ridículo, está claro. —Miró con tristeza al espejo; parecía incluso más ojerosa bajo esa luz tan poco acogedora, su pelo del color del césped muerto caía inerte y desastroso alrededor del rostro pálido—. Dice que vio mi coche salir del aparcamiento de Greenhouse Realty la noche en que mataron a Tonia Lee.
—¿Cómo diablos puede pensar eso?
Pero Ideila ya había alcanzado su cupo de confidencias, y cuando alguien empujó la puerta tras de mí con fuerza suficiente como para mover la puerta un poco, aprovechó la oportunidad para deslizarse de vuelta a su mesa.
—Gracias —dijo fugazmente—. Ya nos veremos.
Me aparté de la puerta y la dejé salir, y ella pasó rápidamente junto a la persona que empujaba la puerta, que resultó ser Terry Sternholtz.
Nos dedicó una extraña mirada; sabía que había mantenido la puerta cerrada. Me preguntaba si había estado mucho tiempo al otro lado.
—Ideila parecía alterada —dijo Terry casualmente, abriendo la puerta de una de las cabinas. Ese día parecía muy contenta, su suelta melena roja en contraste con un traje de Kelly Green.
—Tiene sus cosas —apunté, restándole importancia antes de volver a mi mesa. Sally estaba esperando, y arqueó las cejas cuando me senté de nuevo frente a ella—. No lo sé —contesté en respuesta a la muda pregunta de mi amiga—. No ha querido decir mucho. —No me apetecía repetir la conversación. Al parecer, Ideila tenía algún tipo de problema, y como siempre había sido muy agradable conmigo, no me apetecía fastidiarla dando inicio a un rumor. Sally me observó de soslayo para darme a entender que sabía que le estaba dando largas.
—No sé por qué crees que le cuento a todo el mundo todo lo que sé —dijo con un tono de reproche en la voz. Parecía que nosotras también tendríamos nuestra pequeña disputa.
Justo entonces entró el grupo de ejecutivos de Pan-Am Agra para el almuerzo de lanzamiento de la campaña, incluido Martin. Era como ver al chico que te había dado tu primer beso la noche anterior. Como si hubiese llevado encima una señal indicativa, Martin se giró y escrutó a la clientela, identificándome al momento. Se excusó un momento con sus acompañantes y abandonó la cola para acercarse a nosotras. Sentí que el calor me subía por la cara. Sally estaba de espaldas a él mientras Martin decía:
—Parece como si te acabases de tragar un pescado, Roe.
Al llegar, se inclinó y me dio un beso lo bastante fugaz como para no parecer vulgar. Luego nos intercambiamos francas sonrisas.
—Te presento a mi amiga Sally Allison, Martin —dije bruscamente, consciente de repente de la expresión de interés de mi amiga.
—Hola —saludó él educadamente y le estrechó la mano tendida.
—¿No serás el nuevo director de la planta de Pan-Am Agra? —preguntó Sally—. Creo que Jack Forrest escribió un artículo sobre ti.
—Lo leí. Estaba bien escrito —comentó Martin—. Es más de lo que puedo decir de la mayoría de las historias que se escriben sobre mí. ¿A qué hora nos vemos mañana por la noche, Roe?
—¿A las siete? —dije al azar.
—Estaré a esa hora —volvió a besarme muy rápidamente, saludó con un gesto de la cabeza a Sally y se reunió con su grupo, cuyos integrantes observaban la escena con gran atención.
—Bueno, te acaban de marcar en público —comentó Sally secamente.
—¿Eh? —No quería levantar la cara de mi plato.
—«Propiedad de Martin Bartell. No tocar».
—Sally, no quiero que parezca que estamos hablando de él —siseé, clavándole una dura mirada—. Por favor, habla de cualquier otra cosa.
—Vale —accedió de buena gana—. ¿Te va a pedir que le acompañes al baile de fin de curso?
—¡Sally!
—Oh, está bien. Donnie se marchó en cuanto Ideila apareció del servicio y lo siguió por la puerta. El tenía un aspecto realmente malhumorado. ¿Qué demonios te ha contado?
—Que Donnie cree… ¡Oh, Sally!
—¡Es solo curiosidad, tranquila! ¿Desde cuándo estáis juntos Martin Bartell y tú?
—Hace muy poco. —Como que anoche mismo.
—Bueno, la vida nos sonríe sin complejos. Yo me caso y tú te echas novio.
Puse los ojos en blanco. Pensar en Martin como un «novio» era como definir a un gran danés como un bonito montón de pelo.
—Estuvo en Vietnam, ¿verdad? —insistió Sally.
—Sí.
—Creo que se trajo a casa algunas medallas. No le contó nada a Jack, pero uno de los ejecutivos de Pan-Am Agra le dijo que Bartell se trajo un puñado de gloria de la guerra.
—¿Cuándo ha salido en el periodico? No lo he visto publicado.
—Poco después de su llegada, hace como seis semanas.
—¿Me podrías mandar un ejemplar, Sally?
—Claro. Buscaré uno mañana cuando vaya al trabajo.
Dejamos las propinas pertinentes y recogimos nuestros bolsos. Me picaban los omóplatos y miré hacia atrás. Martin, rodeado de sus empleados, estaba sentado en una de las mesas redondas más grandes, observándome, sonriendo disimuladamente.
Parecía hambriento.
Me fui flotando al coche.