El Mercedes de Martin ya estaba aparcado frente a la casa de mi madre. Cogí aire y lo exhalé a la fría atmosfera mientras sacaba las piernas del coche de Aubrey. Él extendió la mano para ayudarme, y los dos ascendimos la larga escalinata que conducía a la puerta cogidos de las manos. La contrapuerta de cristal nos delataba la chimenea, encendida y acogedora, así como al nuevo marido de mi madre, John Queensland, de pie frente a ella, con una copa de vino. Nos vio llegar y nos abrió la puerta para permitirnos la entrada.
—¡Adelante, adelante, hace frío esta noche! Creo que el invierno ya se ha asentado por aquí —comentó John ocurrentemente. Noté que se sentía en casa allí; era el anfitrión. Por lo tanto, yo debía de ser una invitada.
La noche arrancaba con varias notas irritantes.
Mi madre emergió de la cocina con su típico gracejo. Ella es capaz de hacerlo con los vestidos más ajustados; cualquiera diría que hace falta mucho esfuerzo, pero no en el caso de Aida Teagarden Queensland.
—¡Aubrey! ¡Aurora! Venid a calentaros y tomad una copa de vino con los invitados —dijo mi madre, dándome un pellizco en la mejilla y una palmada en el hombro de Aubrey.
Él estaba sentado en el sofá, de espaldas a mí. Apenas tuve tiempo para reunir fuerzas. Apreté la mano de Aubrey con más firmeza. Doblamos la esquina del sofá para unirnos al pequeño «grupo de conversación», frente al hogar.
—¿Se ha recuperado del shock de ayer? —preguntó Barby Lampton. Lucía un vestido impropio, verde oscuro y mostaza.
—Sí —dije escuetamente—. ¿Y usted?
Aubrey me estaba retirando el abrigo. Me atusó el pelo dulcemente antes de tenderle la prenda a John para que la colgara. Mis ojos se cruzaron de lleno con los de Martin Bartell. Su rostro era de lo más inexpresivo, pero sus ojos irradiaban ardor.
—Eso creo —repuso Barby con una risita—. Nunca me había pasado nada parecido, pero una mujer que he conocido esta mañana en la biblioteca me ha dicho que usted sí que ha tenido una vida de emociones.
—¿Se estaba sacando el carné de la biblioteca? —pregunté al cabo de un instante.
—Oh, no —negó Barby, dejando escapar un pequeño gallo entre carcajadas—. Fui a consultar el Times de Nueva York, los anuncios de ventas. Estaba pensando en pasar por Nueva York antes de regresar a casa.
Su matrimonio debía de haberle dejado buenos dividendos.
—¿Se va tan pronto? —se apresuró John a preguntar. Aubrey y yo nos sentamos en uno de los sillones dobles que flanqueaban el sofá, y Aubrey volvió a tomarme de la mano.
—Lo lamento. No debo de estar hecha para la vida rural —dijo Barby con aire de suficiencia—. Esta es una ciudad muy pintoresca, y todos sus habitantes son tan… conversadores. —Volvió su mirada hacia mí—. Pero añoro Chicago más de lo que me hubiese imaginado. Quiero volver para empezar a buscar piso. Creo que Martin albergaba la esperanza de que fuese el ama de su casa, pero no creo que esté lista para eso. —Nos lanzó una sonrisa burlona de lo más significativa—. Tengo entendido que le hicieron mucho daño hace un par de años —prosiguió Barby, ajena al hecho de que la espalda de mi madre se puso tiesa y que incluso a John parecía habérselo tragado un nubarrón. Los ojos de Martin iban de una cara a otra con curiosidad.
—Nada grave —concluí—. Me rompí la clavícula y dos costillas.
Aubrey observaba fijamente su copa de vino. Mi flirteo con la muerte siempre le había parecido un episodio espeluznante.
—¡Oh, Dios mío, sé lo que duele eso!
—Sí. Mucho.
—¿Cómo ocurrió?
Empecé a sentir un dolor en el costado, como cada vez que esta terrible noche volvía a mi memoria. Me podía oír gritando, y sentí que el dolor volvía a envolverme.
—Es agua pasada —dije.
Barby volvió a abrir la boca.
—Tengo entendido que tienes una cocinera maravillosa, Aida —apuntó Martin con suave claridad.
Barby lo observó sorprendida. Menos mal.
—Sí —asintió al instante—, pero la señora Esther en realidad no es mi cocinera. Es mi proveedora particular de catering. Si hay confianza, acude a casa y cocina para ti. Si no es el caso, lo prepara todo y te lo deja en la cocina con las instrucciones. Afortunadamente para mí, nos conocemos bien. Ella misma escoge el menú, y al día siguiente todo el mundo comenta lo que hizo para la señora Queensland, o el señor Bartell, o quien sea. Siempre hemos intentado averiguar cómo selecciona sus platos, pero nadie ha sido capaz de dar con la fórmula.
La cocina y el carácter de la señora Esther habían alimentado más conversaciones en las fiestas que cualquier otro tema en Lawrenceton. Martin llevó la conversación sutilmente de la señora Esther a los desastres culinarios de fiestas a las que había asistido; Aubrey cogió el testigo con las bodas más extrañas que había oficiado y todos nos habíamos echado a reír cuando la señora Esther apareció en la puerta con un inmaculado uniforme blanco para anunciar que ya podíamos sentarnos a la mesa. Era una mujer negra, alta y robusta, con el pelo siempre cogido en trenzas que le colgaban de la cabeza y las orejas siempre adornadas con voluminosos aros dorados. La señora Esther (nadie la llamaba nunca Lucinda) era una persona seria. Si tenía sentido del humor, lo mantenía siempre lejos de sus clientes. También era muy reservada. Sus hijas siempre aparecían en el cuadro de honor del periódico, pero al parecer en sus bocas entraban tan pocas moscas como en la de su madre.
Todos acudimos al comedor de mi madre con gran expectación. A veces, la señora Esther se decantaba por la cocina francesa, otras por la tradicional sureña, y de vez en cuando, incluso alemana o criolla. Pero la mayoría de las veces se decantaba por sencilla comida estadounidense, bien preparada y servida. Esa noche tocaba jamón asado, guiso de patatas dulces, judías verdes con patatas, rollitos caseros, ensalada Waldorf y, de postre, tarta colibrí[5]. Mi madre había dispuesto su sitio y el de John presidiendo la mesa, por supuesto, mientras que Aubrey y yo estábamos frente a Barby y Martin respectivamente.
Miré a Martin cuando creía que estaba ocupado desdoblando la servilleta. Levantó la vista inmediatamente y nos quedamos mirándonos, su mano petrificada en el gesto de sacudir la servilleta.
Oh, Dios, era horrible. Hubiera dado cualquier cosa por estar a kilómetros de distancia, pero no tenía ninguna excusa para irme corriendo de allí. Aparté la mirada, hice un comentario improvisado a Aubrey y mantuve los ojos resueltamente bajos durante los siguientes sesenta segundos.
La señora Esther no servía en la mesa, aunque sí solía quedarse para limpiar. Así que enseguida se inició un trasiego de platos y fuentes que duró varios minutos. Entonces mi madre pidió a Aubrey que bendijera la mesa, y este lo hizo de corazón. Yo me limité a remover la comida en mi plato, incapaz de disfrutarla durante unos minutos. Robé una fugaz mirada al otro lado de la mesa. Estaba recién afeitado; apostaba a que era necesario, probablemente fuese un hombre peludo. Su cabello debió de ser negro antes de encanecer prematuramente, a juzgar por sus negras e impactantes cejas. Su barbilla era redonda y sus labios describían una generosa curva. Deseaba a Martin Bartell tan ansiosamente que sentí que enfermaba. Era una sensación peligrosa. Siempre he sido precavida con las sensaciones peligrosas.
Me volví hacia Aubrey, que había tenido que escoger esta de entre todas las veladas para hablarme de su esterilidad. Para decirme lo adorable que encontraba a la hija de Emily Kaye. Para advertirme de que deseaba tener hijos, pero que no podía tenerlos conmigo, y que Emily tenía una que podía ser suya a todos los efectos, salvo la concepción. Siempre he tenido la idea de mi propio hijo, pero, pensé entonces, si amaba a Aubrey hubiese sacrificado ese deseo personal. Si él me hubiese amado a mí lo suficiente.
No iba a pasar. Aubrey no me iba a mantener anclada a él mientras pasaba el peligro de Martin Bartell. Me dejaría a la deriva, concluí melodramáticamente. Di un bocado a mi rollito. Martin me miró y yo sonreí. Era mejor que arder bajo su influjo. Me devolvió la sonrisa, y me di cuenta de que era la primera vez que parecía feliz. Mi madre nos observó y le di otro bocado al rollito.
Una hora después todos estábamos protestando por lo llenos que nos sentíamos y que la tarta había sido el remate. Todo el mundo empujó las sillas hacia atrás y se levantó, mientras mi madre se dirigía rápidamente a la cocina para felicitar a la señora Esther, Barby se excusaba para ir al servicio y yo volvía al salón. Martin me siguió y apareció a mi lado. Detrás de nosotros, Aubrey y John hablaban de golf.
—Mañana por la noche —murmuró Martin—. Cenemos juntos en Atlanta.
—¿Nosotros solos? —No pretendía sonar estúpida, pero tampoco quería llevarme la sorpresa si se presentaba con su hermana.
—Sí, solo nosotros. Te recogeré a las siete. —Sus dedos rozaron los míos.
Tras treinta o cuarenta minutos de conversación social, la pequeña fiesta acabó disolviéndose.
Aubrey y yo nos dirigimos a su coche después de que Martin y Barby se hubieran marchado, comentando el frío que hacía y lo cerca que parecía estar de repente Acción de Gracias. La conversación sobre la comida duró hasta que llegamos a mi casa, donde salió del coche para acompañarme cortésmente hasta la puerta. Ahí era donde las citas solían terminar; Aubrey nunca se arriesgaba a dejarse llevar por la pasión. Esa noche me besó en la mejilla, en vez de la boca. Sentí un arranque de aflicción.
—Buenas noches, Aubrey —me despedí con un hilo de voz—. Adiós.
—Adiós, cariño —dijo con cierta tristeza. Volvió a besarme y se fue.
Subí penosamente las escaleras hasta el dormitorio y me quité la ropa, moviéndome lentamente a causa de un cansancio que obraba como una droga. Tras lavarme la cara y ponerme el camisón, me metí en la cama y me quedé dormida en cuanto la cabeza tocó la almohada.
***
Me costó despertarme a la mañana siguiente. Era un día frío y soleado. El árbol que presidía el césped de los adosados mecía sus ramas desnudas hacia mi ventana. Esa tarde tocaba buscar casa y por la noche tenía una cita. Eso suponía una jornada muy atareada para lo que eran mis nuevas jornadas sin trabajo. Saqué unos viejos vaqueros y una camisa, unos calcetines gruesos y unas zapatillas, y me preparé un gran desayuno: galletas, salchicha y huevos.
Tenía tres horas por delante antes de que Eileen pasase a recogerme. En vez de vagar inquieta sin poder quitarme a Martin de la cabeza, me puse a limpiar. Empecé por la planta baja, recogí, quité el polvo, fregué y pasé el aspirador. Cuando estuve satisfecha con cómo había quedado, me dirigí al piso de arriba. El cuarto de invitados estaba repleto de cajas y cosas de Jane que había decidido conservar, y otro somier apoyado contra la pared; limpiar allí no serviría de gran cosa. En mi propio dormitorio sí que me empeñé. Cambié las sábanas, hice la cama impecablemente, dejé el baño reluciente, puse toallas nuevas y guardé todo mi maquillaje en el cajón correspondiente para que no estuviese esparcido por todo el tocador. Incluso doblé de nuevo todo lo que había en los cajones.
Luego decidí seleccionar lo que me pondría esa tarde, por si había muchas casas que visitar y volvía tarde a casa. ¿Qué puedes ponerte para ir a un restaurante elegante con un hombre de mundo mayor que tú por el que te sientes atraída?
Hacía poco, había descubierto en la ciudad una tienda de ropa femenina especializada en prendas para mujeres pequeñas. Allí era donde más adquisiciones hacía y donde más rentables me salían, porque Great Day, la tienda de ropa de la madre de mi amiga Amina, no tenía tantas tallas que me viniesen bien. Ahora que tenía dinero, podía comprarme cosas incluso aunque no las necesitase. Tenía un vestido que había estado reservando para una ocasión elegante, si es que encontraba el valor para ponérmelo. Era verde azulado y brillaba; quedaba un poco por encima de la rodilla, con escote bajo, y su corte se adaptaba perfectamente al cuerpo. Lo saqué del armario y lo contemplé con nervios. No entraba en mi categoria de indecente, pero ciertamente realzaba mi figura.
Y ahora llegaba la parte indecente. El mismo día, había comprado un impresionante sujetador de encaje negro con liga a juego. Eso era toda una concesión a la travesura por mi parte, y recordé la vergüenza que pasé en la caja al pagar. Sintiendo que la cautela cargaba el aire que me rodeaba, deposité las prendas sobre la cama, junto con unas medias negras y unos zapatos de tacón alto, cruzando los dedos por no caerme con ellos y romperme algo. No estaba en absoluto segura de contar con la confianza suficiente como para ponerme ese conjunto, pero si había una ocasión adecuada en mi vida, era esa. Apostaría por él, y si mi confianza se evaporaba a lo largo de la jornada y al final prefería ponerme prendas más normales, nadie, salvo yo, sabría de mi acceso de cobardía.
Casi había llegado la hora de que Eileen se presentara. Recorrí toda la casa para comprobar todos los detalles. Todo estaba limpio, ordenado y acogedor. Solo esperaba no toparme con Martin en ese momento, ya que mi aspecto no era el mejor.
Sonó el timbre a la una en punto, y cuando la abrí con el bolso en la mano y la chaqueta medio puesta, me alivió comprobar que Eileen no se había puesto uno de sus uniformes de vendedora, sino unos pantalones cómodos y una blusa bajo una alegre chaqueta fucsia y zapatillas.
—¡Hola, Roe! ¿Lista para salir a ver casas?
—Claro, Eileen. ¿Hace mucho aire?
—Mucho. Y más frío de lo que te gustaría.
Al menos no llovía o nevaba. Pero, a juzgar por el cielo plomizo y la agitación de los árboles, pensé que no tardaría mucho en caer el agua.
—No parecías tener muy claro lo que estás buscando —comentó Eileen cuando nos abrochamos los cinturones—, así que he hecho algunas llamadas y he seleccionado algunas casas para enseñarte, dentro del tamaño y el precio que me especificaste. Tenemos cinco casas que visitar.
—Oh, me parece estupendo.
—Sí, mucho mejor de lo que esperaba con tan poco tiempo de antelación. La primera está en Rosemary. Aquí tienes la hoja técnica… Tiene tres dormitorios, dos cuartos de baño, una amplia cocina con comedor, un salón, un pequeño jardín y todo es eléctrico…
La casa en Rosemary necesitaba un enmoquetado y un techo nuevos. No era nada insalvable. Lo que hizo que la anulara de la lista era la estrechez de la parcela. Los vecinos podrían mirar directamente por la ventana del dormitorio y estrecharme la mano, si les apetecía. Ya había vivido demasiados años en un adosado para eso. Si iba a comprarme una casa, quería intimidad.
La siguiente casa tenía cuatro dormitorios, cosa que me agradó, así como una diminuta cocina sin espacio para guardar nada, cosa que no me agradó.
La tercera, una casa de dos pisos en una zona bastante deprimida de Lawrenceton, era casi atractiva. Necesitaba algunas reformas, pero estaba dispuesta a pagar por ella. Me encantaba el dormitorio principal, así como la zona de desayuno, que se abría al jardín trasero. Pero la casa de al lado había sido dividida en apartamentos, y no me atraía demasiado la idea del constante trasiego de personas; de eso también ya había tenido bastante.
La cuarta tenía posibilidades. Era más pequeña, en una zona muy bonita de la ciudad, lo que significaba que costaba lo mismo que otra más grande en cualquier otra parte. Pero solo tenía diez años, su estado era excelente y contaba con un pintoresco jardín que requeriría escaso mantenimiento, así como muchos armarios. También había una bañera con hidromasaje en el cuarto de baño principal, que no pasó desapercibida a mi interesada mirada. Se salía de mi presupuesto, pero tampoco tanto.
Cuando aparcamos frente a la quinta casa, Eileen y yo habíamos aprendido muchas cosas la una de la otra. Eileen era inteligente, concienzuda, tomaba nota de todas y cada una de mis preguntas para darles una respuesta, no se entrometía mientras meditaba acerca de cada propiedad y resultó ser, en general, una gran vendedora. Al menos fingía considerar que no saber exactamente lo que quería era algo normal.
Intenté pasar por alto las cosas que me servirían si de verdad estuviese interesada en la casa, centrándome más bien en los defectos que me ayudarían a tacharla de la lista. Podían ser cosas bastante vagas, es verdad, así que me sentí en la obligación de dar con una razón concreta que esgrimir frente a Eileen.
La quinta casa era la peor. No tenía ningún problema. Tenía tres dormitorios con un agradable jardín, una pequeña, aunque adecuada, cocina, y el número habitual de armarios. Sin duda, era lo suficientemente grande para una persona. Pero, si contábamos los juguetes, no era lo bastante espaciosa para una pareja con hijos. Se parecía mucho a las de los vecinos…, el exterior se ceñía a uno de los tres o cuatro estandarizados de la zona. Estaba segura de que cualquiera de fuera no tendría problemas para orientarse hacia cualquier habitación o armario de la casa.
—Odio esta casa —dije.
Eileen tamborileó con dedos ausentes sobre la superficie de formica de la encimera de la cocina.
—¿Qué es lo que tanto te disgusta, para ahorrarte tiempo en lo sucesivo? —Una pregunta razonable.
—Se parece demasiado a las demás casas de esta calle. Y todo el mundo por aquí parece tener hijos. No me sentiría parte del vecindario.
Eileen empezaba a resignarse a la idea de que no iba a ser la clienta más fácil de su carrera.
—Solo es el primer día —dijo con filosofía—. Veremos más casas. Además, tampoco tienes un plazo límite.
Asentí y Eileen me acercó de nuevo a mi casa, pensando en voz alta qué más casas podía seleccionar para enseñarme la semana siguiente. La escuché a medias, la otra mitad de mi mente ya estaba puesta en la cita de esa noche. Intentaba mantener la mente en blanco, procurando no reproducir las imágenes de la cena, no conjeturar acerca de su desenlace.
Por supuesto, aún me quedaba tiempo que matar al llegar a casa, pero con todo limpio y la ropa escogida, no tenía nada con qué hacerlo. Entonces encendí el televisor, y cuando eso no surtió efecto, intenté concentrarme en un libro de Catherine Aird, apostando por su mezcla de humor y perspicacia para pasar las dos horas siguientes. Tras diez minutos de concentrado esfuerzo, Aird empezó a desplegar sus virtudes, como siempre. Incluso olvidé consultar el reloj cada poco tiempo.
Entonces recordé que esa mañana no había hecho mi sesión de ejercicio con el vídeo. Madeleine se acercó a observar con su habitual asombro mientras yo rompía a sudar y empezaba a sentirme mejor.
Finalmente llegó la inevitable ducha.
No me había frotado tanto con la esponja desde el baile de promoción. Cada átomo de mi piel y cada milímetro de mi pelo estaban absolutamente limpios; el vello sobrante de las piernas, depilado, y al salir de la ducha, me puse todo lo que mi mente pudo concebir, incluso crema para mis desastrosas cutículas. También me depilé las cejas. Me maquillé con el cuidado y la ponderación de una modelo profesional y me sequé el pelo hasta el último mechón, cepillándolo a continuación al menos una cincuentena de veces. Hasta me limpié las gafas.
Me contoneé para ponerme mi increíble ropa interior sin mirarme al espejo, al menos no hasta que me pasé la combinación negra por la cabeza. Luego, con mucho cuidado, hice lo propio con el vestido, cuya cremallera subí no sin cierta dificultad. Cambié el bolso, me puse los zapatos de tacón alto y me pasé revista desde el espejo.
Tenía el mejor aspecto posible, y si no era suficiente…, pues que así fuese.
Bajé las escaleras para esperar.