5

La luz de mi contestador automático parpadeaba. El primer mensaje era de mi madre.

«Si no has cogido nada para llevar a la casa de Donnie Greenhouse, tendrás que hacerlo. Yo he llevado un guiso de pollo esta mañana, Franklin Farrell dijo que llevaría una macedonia, o algo así, y Mark Russell, de Russell & Dietrich, ha dicho que su mujer está haciendo un estofado de brócoli. Pero nadie lleva postre. Sé que la congregación de la iglesia de su madre llevará muchas cosas, pero si pudieras hacer una tarta, significaría que los vendedores hemos proporcionado una comida completa, ¿vale?».

«Hacer una tarta», apunté en mi bloc de notas, aunque yo no era realmente una vendedora, y para el caso suponía que Eileen o Ideila eran perfectamente capaces de hacer tartas a su vez; incluso puede que Mackie también.

«Soy Martin Bartell», comenzaba el segundo mensaje. «Espero verte esta noche en casa de tu madre».

Juro que el sonido de su voz activó una vibración en mi interior. Era muy intenso, ya no me cabía duda. Era una sensación de impotencia, como desarrollar la rabia, pensé. Aunque habían inventado remedios para esas cosas, ¿verdad? Deseé poder vacunarme de lo que empezaba a sentir hacia Martin Bartell. Aubrey también era atractivo, y mucho más reconfortante y seguro; a lo mejor, a pesar de mis dudas, nuestra relación era viable. Con un esfuerzo, desterré a Martin de mis pensamientos y me puse a rebuscar en la nevera para ver si tenía nueces suficientes para hacer una tarta.

No las había. Tampoco había suficiente coco para hacer una tarta de chocolate alemana (sí, tarta, no me gustan los bizcochos). Tampoco encontré crema de queso para una tarta de queso. ¡Ja! Había una lata de calabaza que debió de salir de la alacena de Jane. Haría una tarta de calabaza. Me quité el suéter azul y me puse mi viejo delantal rojo. Tras recogerme el pelo, que tiende a espantarse y enredarse, me puse manos a la obra. Tras limpiar y terminarme el almuerzo, consistente en cereales, yogur y frutas, la tarta estaba lista para ir a casa de Donnie Greenhouse.

La modesta casa de Tonia Lee y Donnie estaba rodeada de coches. Reconocí el Lincoln de Franklin Farrell, aparcado en la parte delantera, junto con otros que me sonaban, aunque no soy de recordar coches. El de Farrell era el único Lincoln azul de Lawrenceton y había sido objeto de innumerables comentarios desde su adquisición.

Donnie Greenhouse se encontraba en la puerta. Estaba pálido, desconcertado y, aun así, exaltado. Me cogió la mano, la que no sostenía la tarta, y la estrechó entre las dos suyas.

—Eres muy amable por venir, Roe —dijo con doloroso placer—. Por favor, firma en el libro de visitas.

Donnie había sido un hombre guapo cuando Tonia Lee se casó con él, diecisiete años atrás. Recordé cuando se escaparon juntos; había sido la comidilla de la pequeña ciudad, la fuga del baile nocturno del instituto, «tan romántica» para la necia madre de Tonia Lee, y tan «condenadamente estúpida» para el más realista padre de Donnie y entrenador del equipo de fútbol. Tonia Lee parecía haber contribuido al adelgazamiento de Donnie. Era un fornido jugador de fútbol cuando se casaron, pero ahora estaba hecho un alambre y parecía famélico. La horrible muerte de Tonia Lee le había proporcionado un estatus de la que no había gozado en mucho tiempo, pero no era una visión atractiva. Me alegré cuando retiré la mano, murmuré las condolencias adecuadas y me escapé hasta la cocina, que estaba llena con más comida casera de la que había ingerido Donnie en los últimos seis meses, habría apostado yo.

La atestada pequeña cocina, que probablemente había sido ideal para Tonia Lee, cocinera minimalista, estaba ocupada por los compañeros de congregación de su madre, generalmente compuesta por mujeres con sobrepeso enfundadas en vestidos de poliéster. Busqué envano a la señora Purdy y pregunté a dos mujeres, que me sugirieron que probase suerte en el baño.

Me pareció un poco raro, pero me abrí paso entre la gente hasta el cuarto de baño del pasillo. La puerta estaba abierta, y me encontré a la señora Purdy sentada sobre la taza (cerrada) del váter, envuelta en lágrimas, con dos mujeres que trataban de consolarla.

—¿Señora Purdy? —probé suerte.

—Oh, adelante, Roe —me invitó la más recia de sus dos acompañantes, a quien reconocí como Lillian Schmidt, antigua compañera del trabajo en la biblioteca—. Helen ha llorado tanto que se ha puesto mala, así que la estamos acompañando por si acaso.

Oh, genial. Esculpí mi expresión facial para simpatizar con el sufrimiento reinante y me acerqué nerviosamente a Helen Purdy.

—Tú la viste —dijo Helen lastimeramente, el rostro empapado en sufrimiento—. ¿Qué aspecto tenía, Aurora?

La visión de los pechos obscenamente descubiertos de Tonia Lee recorrió mi mente como un calambre.

—Estaba muy… —hice una pausa en busca de inspiración— en paz. —Los ojos saltones de la muerta, contemplando inertes el mundo desde su cuerpo en pose, volvieron a clavarse en mi alma—. Tranquila —añadí, asintiendo enfáticamente hacia Helen Purdy.

—Espero que ahora esté con Jesús —sollozó Helen antes de romper a llorar de nuevo.

—Yo también —susurré de corazón, omitiendo la oleada de duda que sacudió sin previo aviso mi mente.

—Ella nunca halló la paz en la tierra, quizá lo haga en el cielo.

Entonces Helen pareció desmayarse y yo retrocedí apresuradamente para salir del pequeño cuarto de baño y dejar que sus dos acompañantes la atendieran.

Vi a una de las enfermeras de la clínica local en el salón y le comuniqué discretamente que Helen se había desmayado. Se fue corriendo al baño. Sintiendo que había hecho todo lo que estaba en mi mano, busqué a mi alrededor a alguien con quien entablar una conversación. Mi reloj social interior me decía que no podía irme todavía; no había estado tanto tiempo como para que se tomara nota de mi presencia.

Espié la cabeza de Franklin Farrell, poblada de una densa melena gris, por encima de la marea de cabezas que inundaba la habitación, y fui excusándome a través de ella para llegar hasta él. Franklin, un hombre extraordinariamente moreno y guapo, llevaba dedicándose a la venta de propiedades desde que se mudó a Lawrenceton, treinta o más años atrás.

—Roe Teagarden —dijo Franklin cuando llegué a su lado, dando a entender un gran placer al contemplarme—. Me alegro de verte, aunque sea en estas circunstancias tan tristes.

—Yo también lo lamento —comulgué sombríamente. Le conté lo de Helen.

Sacudió la atractiva cabeza.

—Siempre ha estado pendiente de Tonia Lee —dijo—. Era su única hija, ¿sabes?

—Y la única esposa de Donnie.

Parecía desconcertado.

—Bueno, sí, pero como todos sabemos… —Y en ese momento se dio cuenta de que sacar a colación las infidelidades de Tonia Lee no sería lo más apropiado.

—Lo sé.

—He traído una ensalada de frutas con salsa Jezabel —comentó para cambiar de tema. Franklin era uno de los pocos solteros de la ciudad que no tenía inconvenientes en confesar que sabía cocinar, y lo hacía bien. Su casa estaba sumamente decorada e igualmente bonita. Además de su buen ojo para el diseño de interiores y su gusto por la cocina más allá de la barbacoa, nadie lo había acusado jamás de ser afeminado. Demasiados coches bien conocidos habían pasado aparcados la noche delante de su casa.

—Yo he traído una tarta de calabaza.

—Terry ha hecho unos champiñones en salsa.

Intenté no dejar caer la mandíbula. Resultaba complicado imaginar a Donnie y Helen Purdy apreciando las cualidades de unos champiñones en salsa.

—Digamos que Terry no siempre tiene un claro sentido del contexto —dijo Franklin, disfrutando con mi expresión.

Franklin y Terry Sternholtz eran sin duda la extraña pareja de la comunidad de vendedores de propiedades de Lawrenceton. Franklin era sofisticado, dulce y encantador. Todo en él parecía planeado, inmaculado, controlado, genial. Y aquí llegaba Terry, con un plato cubierto en la mano, su pelo rojo largo con la permanente recién hecha y luciendo un estudiado desorden. Terry Sternholtz decía prácticamente todo lo que le pasaba por la cabeza, y dado que era una persona cultivada, no eran pocas las cosas que allí afloraban. Saludó con la cabeza a su jefe, me dedicó una sonrisa, y dijo «Voy a dejar esto en la cocina», antes de ser engullida por la multitud. Terry tenía pecas y una cara genuinamente estadounidense.

En claro contraste, me sorprendí contemplando una foto de Tonia Lee que colgaba sobre la chimenea. La habían hecho en uno de esos puntos glamurosos de fotos instantáneas que inundan los centros comerciales de la periferia. Tonia lucía un elaborado maquillaje, el pelo desgreñado y sexi y más terso de su estilo habitual. Tenía una boa de plumas al cuello y sus ojos oscuros brillaban. Era toda una producción, y el hecho de colgarla sobre la chimenea, donde pudiera verla en cualquier momento, significaba que Tonia Lee había estado muy satisfecha con ella.

—Menuda mujer —dijo Franklin, siguiendo mi mirada—. No era capaz de vender una cabaña, pero estaba convencida de que su vida personal sería memorable.

Un extraño, pero adecuado, epitafio para la descarriada y horriblemente muerta Tonia Lee Greenhouse, Purdy de soltera.

—Sales a correr todas las noches después del trabajo, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí, casi siempre, a menos que esté lloviendo o caiga una helada —respondió él de buena gana—. ¿Por?

—Entonces, debiste de salir la noche del miércoles.

—Supongo que sí. Sí, esta semana no ha llovido, así que es lo más seguro.

—¿Te encontraste con Mackie Knight?

Se lo pensó.

—Son tantas las veces que veo a la misma gente haciendo ejercicio a la misma hora que yo, que no estoy seguro de si lo vi o no. No siempre es el caso, porque a veces cambio de ruta. Tengo dos preferidas, y alterno bastante. Mackie parece escoger las suyas al azar. Recuerdo que el miércoles me crucé con Terry y Eileen; salen a caminar casi todas las noches. Pero lo recuerdo porque Terry volvió a darme la enhorabuena por una venta que hice ese día. Vi a Donnie en su bicicleta, esa nueva de diez marchas… Lo siento, Roe, pero no recuerdo específicamente a Mackie. ¿Por qué lo preguntas?

Le conté lo del interrogatorio de la policía a Mackie.

—¡No puedo creer que estuviesen tan seguros de que no había otro coche allí! —Franklin parecía muy escéptico—. Alguien ha debido de estar con los ojos cerrados un par de minutos, ya sea la mujer del otro lado de la calle o la pareja que hay tras la casa Anderton. Y me extraña mucho que vigilaran ambas puertas todas las noches.

Me encogí de hombros. Pero pensé en lo que debería hacer el asesino (llevar el coche de Tonia Lee hasta la parte de atrás de la propiedad de los Greenhouse y volver a casa a pie). Si el coche del asesino hubiese estado también en la casa, tendría que haber regresado a la casa Anderton para llevárselo también, o al revés, llevarse el de Tonia Lee después de hacer lo propio con el suyo primero. Alguien tenía que haber visto algo.

Pensaba en el asesino en términos masculinos por el hallazgo de Tonia Lee desnuda.

Terry Sternholtz volvió cuando yo aún estaba inmersa en mis pensamientos.

—Tienes mala cara, Roe —dijo.

—Dada la situación…

—Claro, claro. Es horrible lo que le ha pasado a Tonia Lee. Todas vamos a tener que llevar más cuidado… ¿Verdad, Eileen?

Eileen acababa de aparecer por un costado de Terry, especialmente impresionante con su traje blanco y negro y sus grandes pendientes negros.

—Me alegro de que diésemos ese cursillo de defensa propia —dijo Eileen.

—¿Cuándo ha sido eso? —pregunté.

—Oh, hace años, creo. Fuimos hasta Atlanta para darlo. Y seguimos practicando las llaves que nos enseñó la profesora. Pero supongo que si Tonia se dejó atar de esa manera, no hubiese tenido ocasión de aplicarlo de todos modos —concluyó Terry, meneando la cabeza.

Franklin parecía desconcertado. Parecía que no había oído hablar de ese hecho hasta el momento. Peor aún, Donnie Greenhouse estaba muy cerca, dándonos la espalda, hablando con una mujer cuyo pelo y gafas eran del mismo gris azulado. Pero no se giró, así que quizá no hubiera escuchado a Terry. Ella también se había percatado de la presencia de Donnie y estaba poniéndonos una terrible cara para escenificar la metedura de pata. Eileen le lanzó la mirada de reproche de una amiga, de esas que dicen: «Pedazo de boba, has vuelto a meter la pata, pero te quiero de todos modos».

Eileen y Terry se llevaban al parecer mejor de lo que había pensado. Ahora que lo pensaba, concluí que era Terry quien había cogido el teléfono en casa de Eileen cuando llamé esa mañana. Eileen era por lo menos diez años mayor que Terry, pero parecía que tenían mucho en común. Trabajaban para inmobiliarias rivales, pero eran las únicas vendedoras inmobiliarias solteras de Lawrenceton. Bueno, también estaba Ideila, pero no llevaba demasiado tiempo divorciada.

Siembre había dado por sentado (como la mayoría de vecinos de Lawrenceton) que Terry y Franklin eran amantes, al menos ocasionales, porque con la reputación de él resultaba difícil de creer que fuese capaz de compartir oficina con una mujer sin intentar seducirla, y era comúnmente asumido en la ciudad (sobre todo por parte de su población masculina) que casi todos sus intentos de seducción terminaban con éxito. Pero Franklin y Terry estaban y hablaban entre sí de una manera que no sugería en absoluto una relación íntima. Si hubiese tenido que escoger a una pareja de amantes de nuestro pequeño grupo, hubiesen sido más bien Terry y Eileen.

Era una idea a la que tuve que ajustarme. No es que tuviera problemas con ella. Solo tenía que ajustarme.

Donnie Greenhouse se unió a nuestro pequeño círculo y el contraste entre su dolida expresión y sus ojos exultantes me llamaron poderosamente la atención. En alguna parte, tras los pálidos labios apretados, acechaba una sonrisa de triunfo. Me entraron ganas de estamparle la tarta de calabaza en la cara antes que dejar que la probase, pero relegué la tentación a mi compartimento de «Análisis posterior». Ese día se me estaba llenando el compartimento a marchas forzadas. Donnie posó una mano sobre el hombro de Franklin.

—Muchas gracias por venir —dijo el recién enviudado—. Es agradable saber que mis…, nuestros compañeros de profesión muestran su apoyo.

Azorados, todos mascullamos palabras de agradecimiento.

—Tonia Lee habría estado encantada de veros a todos reunidos aquí. La señora Queensland vino esta mañana, y Mark Russell, y Jamie Dietrich también, y ahí veo que llega Ideila… Esto ha significado mucho para mí y la madre de Tonia Lee. Ha tenido que echarse en el cuarto de invitados.

—¿Se sabe cuándo se celebrará el funeral? —preguntó Eileen.

—Nada seguro… Puede que algún día de la semana que viene. Espero que para entonces hayamos podido recuperar los… restos de Tonia Lee. Eh, Terry, estate tranquila y ven al funeral.

Terry parecía considerablemente sorprendida.

—Pues claro que iré, Donnie.

Todos nos quedamos incómodamente callados, intentando dar con algo que decir, cuando Donnie soltó a bocajarro:

—¡Sé que todos me apoyaréis ante la policía y le diréis que no podría haber hecho daño a Tonia Lee! Esa detective parece convencida de que yo la maté, pero ¡dejad que os diga —de repente su respiración se aceleró tanto que otras personas se volvieron para mirarnos— que si lo hubiese tenido planeado, lo habría hecho mucho antes!

Vaya, eso sí que podía creerlo.

La habitación se sumió en el silencio y todos buscaron algún sitio donde refugiar la mirada. Como guiados por un impulso común, todos miramos la ridícula foto desproporcionadamente ampliada que colgaba sobre la chimenea. Los falsos ojos brillantes de Tonia Lee nos devolvieron la mirada. Su viudo rompió en sollozos.

Estábamos ante una escena que, sin duda, sería consagrada en el folclore de Lawrenceton para siempre, pero seguro que contarla un año después sería mucho más divertido que estar allí en el preciso instante de su rúbrica. Todos observamos anhelantes la puerta de la casa, y tan pronto como la decencia dictó, la multitud empezó a desangrar el evento, incluido el pequeño retén de vendedores inmobiliarios. Donnie logró recomponerse lo suficiente para estrechar la mano de quienes se marchaban.

Me di cuenta de que muchos de ellos se la frotaron contra la ropa discretamente.

Sé que yo también lo hice.

***

Una hora de lectura de Joan Hess sirvió para devolverme la serenidad. Puede que echase un par de cabezadas, porque cuando miré el reloj ya había pasado el momento de prepararse para la cena en casa de mi madre. Subí las escaleras a la carrera, me di una breve ducha para refrescarme y me quedé delante del armario con las puertas abiertas, enfrentándome a un dilema de sastrería. Tenía que ponerme guapa para Aubrey sin que pareciese que quería impresionar a Martin Bartell. Bueno, sin duda eso era afinar mucho el tiro. ¿Qué me pondría si nunca hubiese conocido a Martin, si simplemente acudiese a una cena para dar la bienvenida a un nuevo vecino?

Me pondría el vestido azul marino, con zapatos de tacón alto a juego y pendientes de perla. ¿Demasiado elegante? ¿Debería optar por unos pantalones y una bonita blusa? Llamé a mi madre para saber qué se había puesto ella. Un vestido, me dijo sin dudarlo. Pero el azul marino de repente se me antojó aburrido (de cuello alto y vagamente militar con sus dos filas de botones por delante). Me sorprendí pensando en Martin, y me deslicé resueltamente el vestido azul sobre la cabeza. Mi pelo crepitó mientras me lo cepillaba hacia atrás y recogía la parte superior a un lado con un elegante pasador. Me puse los pendientes de perlas, me eché un poco de perfume y me ocupé con el maquillaje hasta que sonó el timbre. Antes de bajar a recibir a Aubrey, me contemplé en el espejo de cuerpo entero que había heredado de Jane. Por enésima vez, lamenté no poder llevar lentillas; el último intento de hacerlo lo superé el mes anterior. Una comisura de la boca se torció hacia abajo. Así era yo: bajita, de pecho voluminoso, redondos ojos negros y demasiado pelo, demasiado ondulado. Y con gafas redondas de pasta y cortas uñas planas con un desastre de cutículas.

Pensé que en mi vida aún todo era posible, pero que el tiempo se empezaba a agotar.

***

Aubrey había optado por una estética clerical esa noche: todo de negro, con sus alzacuellos. Y estaba maravilloso. Ya había visto mi vestido antes, pero aun así me felicitó por mi aspecto.

—Es tu color —dijo, besándome en la frente—. ¿Estás lista? Ya sabes lo que me pasa con las cenas en casa de tu madre. ¿Ha contratado a la señora Esther?

—Sí, Aubrey —respondí con una cómica actitud de sufrimiento—. Espera que coja el abrigo e iremos a saciar tu apetito.

—Hace mucho frío —me advirtió.

Suelo guardar los abrigos en el armario de abajo. Los observé durante un instante antes de sacar el nuevo negro. Tenía un corte precioso, con cuello alto. Se lo di a Aubrey, a quien le gusta hacer cosas, como ayudarme a ponerme el abrigo, a pesar de la extensa experiencia acumulada a lo largo de mis treinta años. Deslicé los brazos mientras lo sostenía, y después me recogió dulcemente la melena y la sacó del cuello del abrigo y la extendió sobre mis hombros. Esa era la parte con la que yo disfrutaba. Se acercó para besarme en la oreja y yo le regalé una sonrisa ladeada.

—¿Has visto a tu nueva feligresa últimamente? —le pregunté.

—¿Emily, la de la hija pequeña?

Había algo distinto en el timbre de su voz. Lo sabía.

—Sí. Ayer vino a la oficina. Está pensando en comprar la casa que heredé de Jane.

Descubrí que Aubrey se interesó en mí el mismo día que descubrí que Jane me había dejado su casa, su dinero y un secreto, uno que nunca compartí con él… ni con nadie. Aubrey siempre se había sentido algo incómodo con el legado de Jane, dado que sus sensibles antenas de clérigo le habían revelado que la gente no paraba de hablar de tal herencia.

—Es una casa muy bonita. Sería un lugar ideal para criar a una niña.

Aubrey tenía una niña en la mente. Nunca había pasado eso con su mujer, que murió de cáncer.

—No sabía que te gustasen los niños, Aubrey —dije con sumo cuidado.

—Roe, nunca es buen momento para hablar de esto, así que te lo contaré ahora.

Me volví para mirarle a la cara. Lo cierto era que ya había puesto la mano en el pomo de la puerta. Sé que debía de parecer alarmada.

—No puedo tener hijos.

Por mi expresión, supo que intentaba responder de alguna manera.

—Cuando mi esposa empezó a enfermar, antes de descubrir el problema que tenía, lo estuvimos intentando, y me hice unas pruebas antes que ella. Descubrí que era estéril… Y también que ella tenía cáncer.

Cerré los ojos y me apoyé un momento en la puerta. Luego me acerqué a Aubrey, lo abracé y apoyé la cabeza en su pecho.

—Oh, cariño —dije con dulzura—, lo siento mucho. —Le acaricié la espalda.

—¿Supone alguna diferencia para ti? —me preguntó suavemente.

No levanté la cabeza.

—No lo sé —contesté afligidamente—. Pero creo que sí la supone para ti. —Entonces sí que alcé la vista y él me besó. A pesar de sus principios, estuvimos a punto de perder el control allí mismo, al final de nuestra relación. Había más emociones en ese abrazo de las que había habido jamás antes.

—Será mejor que nos vayamos —dije.

—Sí —convino él con pesar.

Hicimos todo el trayecto hasta la casa de mi madre en Plantation Drive en silencio. Creo que ambos estábamos un poco tristes.