Alguien tenía que formular esa pregunta y responderla más pronto que tarde, así que estiré bien el cuello para lanzarla yo, ya que estaba muy interesada en la respuesta.
Pero cualquiera podría imaginarse que iba en plan policía con una porra de goma, una que además mantenía a sus críos como rehenes.
—Tendremos que descubrirlo —dijo mi madre—. Alguien de esta oficina se llevó la llave y la devolvió a su sitio. Nadie de los presentes sabía que enseñaría la casa Anderton esta mañana. Ni yo misma lo sabía hasta anoche, cuando el señor Bartell me llamó a casa. Eso indica que hubiese sido muy probable que nadie encontrase el cuerpo en mucho tiempo; ¿cuántas veces enseñamos esa casa? Puede que solo uno de cada diez clientes nuestros puedan permitírsela.
Debbie Lincoln abrió la boca por vez primera.
—Alguien —indicó con un hilo de voz— pudo haber entrado mientras Patty y yo dejamos desatendida la recepción.
Patty le lanzó dardos con la mirada.
—Se supone que nunca nos ausentamos las dos a la vez. Pero esta mañana hubo un lapso de al menos cinco minutos en los que Debbie y yo faltamos —admitió—. Mientras Debbie estaba en la parte de atrás fotocopiando la hoja de la casa Blanding, yo tuve que hacer una visita al servicio.
—Yo pasé por allí cuando no había nadie —dijo Eileen inmediatamente—, y no vi entrar a nadie.
—Eso reduce el momento en que alguien pudo hacerlo en varios segundos —observé.
—Tuvo que tratarse de alguien que conociera nuestro sistema, capaz de encontrar el gancho de la llave Anderton a la primera —aseguró mi madre.
—Todos los vendedores de la ciudad saben dónde está nuestro tablón de llaves, y que etiquetamos cada gancho en orden alfabético —comentó Mackie.
—Entonces, de eso se desprende que el que dejara la llave es otro vendedor o uno de vosotros —constaté—. Aunque creo que cualquiera que entre de la calle comprendería el funcionamiento del tablón en cuestión de segundos. Pero tiene más sentido que un vendedor la haya devuelto, al darse cuenta de que la ausencia de esta nos habría alertado mucho antes que su presencia. Simplemente fue mala suerte para quienquiera que matase a Tonia Lee que el señor Bartell quisiera ver alguna de las casas más grandes esta mañana y que llamase a mi madre anoche, cuando la oficina estaba cerrada.
Una vez más fui consciente de mi impopularidad a medida que los que rodeaban la mesa se dieron cuenta de que eran potenciales sospechosos.
—Vale —se arrancó Patty a la defensiva desde cierta ilógica—, ¿dónde está el coche de Tonia Lee? ¿Cómo es que no estaba en la casa Anderton esta mañana?
Otra pregunta interesante. Y una en la que no había pensado…, ni nadie más en la sala.
—Está aparcado detrás de Greenhouse Realty —dijo una nueva voz desde la puerta—. Y no hay rastro de huellas.
Mi vieja amiga, Lynn Liggett Smith, haciendo otra de sus entradas furtivas.
—Tu nuera me dijo que pasara —le explicó a mi madre, en cuyos ojos había un brillo escalofriante. Dudaba que Melinda fuese a durar mucho más en su puesto.
Lynn era una mujer alta y delgada, con un pelo corto marrón atractivamente estilizado. Apenas iba maquillada, si es que lo iba, siempre con calzado plano y traje de color uniforme con blusa llamativa. Lynn era valiente y avispada, y a veces lamentaba que, por culpa de Arthur, nunca llegaríamos a ser buenas amigas. Lynn era también la única detective específicamente designada como de «homicidios» en el departamento de policía de Lawrenceton; había servido en el cuerpo de policía de Atlanta antes de aceptar lo que pensaba que sería un trabajo con menos estrés. No contó con el sargento detective Jack Burns.
—¿Cuándo lo encontraste? —Mi madre pugnaba por recuperar su compostura.
—Esta tarde. El señor Greenhouse sabía que estaba allí esta mañana, pero no le dio mayor importancia, ya que supuso que su mujer había salido en el coche de otra persona. Simplemente no sabía dónde se encontraba, y cuando anoche no apareció, se figuró que la estaría pasando con alguien. Tengo entendido que es de todos sabido que solía hacer esas cosas —dijo Lynn con ironía y me lanzó la sombra de una sonrisa—. Pero hoy el señor Knight nos ha dicho que el coche de la señora Greenhouse se encontraba en el camino privado de la casa Anderton ayer por la noche, lo que implica que fue allí con él. Alguien, posiblemente el asesino, condujo el coche hasta Greenhouse Realty y lo dejó allí, apartado de la vista. —Lynn armó sus palabras y nos escrutó con la mirada.
La ausencia del coche no habría pasado desapercibida para Donnie Greenhouse, al igual que, tarde o temprano, alguien se habría percatado de la falta de la llave en la oficina.
Pero el asesino no había tenido suerte, sin duda.
—Bueno —prosiguió Lynn—, ¿quién devolvió la llave?
—Mi hija también ha tocado esa cuestión —comentó mi madre con suavidad—. Hemos concluido que, en algún momento de la mañana, temprano, alguien podría haberse colado en la recepción sin ser visto.
—¿Y cuánto podría haber durado ese momento?
—Cinco minutos, como mucho —contestó Patty Cloud, reacia.
—Supongo que nadie confesaría… —dijo Lynn esperanzada.
Silencio.
—Bien, voy a tener que hablar con todos vosotros por separado —comunicó—. Si ya ha terminado vuestra reunión, podría quedarme aquí. Empezaré contigo, señora Tea… No, señora Queensland. ¿Te parece bien?
—Por supuesto —dijo mi madre—. El resto, a trabajar. Pero que nadie se vaya hasta que la detective pueda hablar con todo el mundo. Reorganizad vuestras agendas.
Idella Yates y yo suspiramos. Cogió su maletín y empujó la silla hacia atrás. Me volví para hacer algún comentario y me di cuenta de repente de que Idella había estado llorando en silencio, técnica que yo nunca he dominado. Crucé la mirada con ella mientras se secaba las mejillas con un pañuelo.
—Estúpida —soltó amargamente. Desconcertada, la vi abandonar la sala. Me habría sorprendido sobremanera que Idella y Tonia Lee hubieran sido amigas. Por lo demás, la reacción de Idella me pareció un poco extrema.
Salí de allí a mi vez preguntándome dónde esperar a que me llegase el turno de hablar con Lynn. El despacho de mi madre, decidí, y hacia allí me encaminé.
Había una joven esperando en la recepción. La reconocí vagamente mientras avanzaba hacia el pasillo de la izquierda, que conducía al despacho de mi madre.
—¿Señorita Teagarden? —dijo, titubeante. Me volví y la sonreí con incertidumbre—. Creo que nos conocimos en la iglesia la semana pasada —continuó, tendiendo una delgada mano. Me esforcé por recordar.
—Por supuesto —concluí demasiado tarde—. Es la señora Kaye.
—Emily —matizó con una sonrisa.
—Aurora —dije yo, y su sonrisa casi flaqueó.
—¿Trabaja usted aquí? —preguntó—. ¿En Select Realty?
—No exactamente —confesé—. Es la agencia de mi madre y estoy intentando aprender un poco cómo funciona el negocio. —Era lo más parecido a la verdad.
Emily Kaye era por lo menos doce centímetros más alta que yo, nada difícil por otra parte. Era delgada, de poco pecho, y estaba perfectamente ataviada con un suéter de lo más suburbano, con falda y zapatos planos… El bolso también iba a juego. Llevaba los complementos justos, discretos, pero valiosos. Su pelo era castaño con toques rubios, peinado hacia atrás en una melena muy bien cortada.
—¿Le gustó la iglesia? —le pregunté.
—Oh, sí, y el padre Scott es muy agradable —dijo seriamente.
—¿Cómo?
—Es tan bueno con los niños —prosiguió—. Mi hija pequeña, Elizabeth, lo adora. Prometió que un día de estos la llevaría al parque.
¿Que haría qué?
Todos mis sentidos se pusieron en alerta máxima.
—Es usted tan afortunada —dijo.
Mi mirada debió de ponerla un poco nerviosa.
—Por salir con él —añadió a toda prisa.
Vaya, así que había hecho sus indagaciones. Se me agolparon los pensamientos. Eran tantos que me habría hecho falta mucho tiempo para completar cada uno de ellos.
¿Aubrey adoraba a los críos? ¿Aubrey ya había visitado a su nueva feligresa y había invitado a su hija al parque?
—Toca el órgano, ¿verdad? —pregunté pensativamente.
—Oh, sí. Bueno, no lo toco muy bien —mintió entre dientes; estaba segura de ello—. Solía tocar para la iglesia en Macon. —Sospecha confirmada.
—Es usted… Disculpe, pero ¿es usted viuda?
—Sí —dijo bruscamente, para pasar rápidamente sobre un tema que le era doloroso—. Ken murió el año pasado en un accidente de tráfico. Fue muy difícil vivir en Macon después de aquello. Allí no tengo ningún familiar; solo estábamos por el trabajo… Pero sí tengo una tía, Cile Vernon, aquí en Lawrenceton. Oyó que había un puesto de maestra disponible en el jardín de infancia local y tuve la suerte de quedármelo. Así que ahora estoy en busca de una casa para Elizabeth y para mí.
—Pues ha acudido a la agencia adecuada —señalé, tratando de animar un poco la conversación y no dar pábulo a las sospechas que anidaban en lo más profundo de mí. Tenía la sensación de que, si miraba por encima de su hombro, podría ver una inscripción en la pared delatando mi relación con el padre Aubrey Scott.
—Sí, la señora Yates es muy amable. Mi intención es encontrar una pequeña casa en Honor, junto al instituto. Está a apenas un par de manzanas del jardín de infancia, y hay una escuela de párvulos cerca también para mi hija pequeña. Claro que lo que más me gustaría sería dejar de trabajar y quedarme en casa con mi Elizabeth —añadió con melancolía.
La letra de esa inscripción se hacía cada vez más oscura. Claro que le gustaría.
Pero por encima de todo, era mi casa, la casa que había heredado de Jane Engle, la que quería comprar.
Viviría justo frente a la casa de Lynn y Arthur y su bebé.
Aubrey me dejaría y se enamoraría de esa intérprete de órgano viuda con una adorable hija pequeña.
No, estaba siendo paranoica.
No, estaba siendo realista.
—Señora Kaye —dijo la dulce voz de Ideila, justo a tiempo—, lamento decirle que tendremos que quedar en otro momento para ver la casa.
—¡Oh, y yo que había dejado a la niña con mi tía para ver la casa a solas! —se quejó Emily Kaye, con un tono que maridaba perfectamente lamento y acusación.
Yo libraba mi propia batalla entre la rabia y la autocompasión, que habían irrumpido en mis entrañas con la fuerza de un monzón. Y antes hubiese preferido morir a que Emily Kaye se diese cuenta de que me estaba pasando algo.
—¿Por qué no le preguntas a la detective Smith si no podrías escaparte media hora para enseñar la casa a la señora Kaye? —sugerí a Idella, que parecía angustiada por la decepción de su clienta. Mi voz me sonó un poco hueca, y sentí que mi expresión probablemente no encajaba con el tono de implicación, pero hacía todo lo que podía.
—Eso haré —contestó Idella con una determinación poco habitual—. Disculpadme un segundo.
—Oh, gracias —me dijo Emily con una cálida sinceridad que casi me provocó el vómito—. Me ha costado mucho pedirle a la tía Cile que se quedase con Elizabeth esta mañana. ¡No quiero que piense que me he mudado aquí para tener una niñera gratis!
—No hay de qué —respondí con la misma sinceridad. Tenía tantas ganas de salir de esa sala que los pies empezaban a picarme. Corría el riesgo de decir de un momento a otro algo de lo que me arrepentiría.
¿Y por qué?, me pregunté mientras le dedicaba un último y civilizado saludo con la cabeza y me deslizaba por el pasillo hacia el despacho de mi madre. Porque, me respondí a mí misma airada, Emily Kaye se iba a casar, se casaría con Aubrey, y aunque yo no quisiera hacerlo, me vería abandonada una vez más. Sabía que estaba siendo infantil, que no había ninguna lógica en mis sentimientos, pero no podía evitarlo. No me encontraba en mi mejor momento.
Era el momento de uno de mis discursos enardecedores.
Es mejor no estar casada que estarlo desde la infelicidad.
Las mujeres no tienen por qué casarse para tener una vida rica y plena.
De todos modos, no quería casarme con Aubrey, y probablemente tampoco habría aceptado si Arthur Smith me lo hubiera pedido (bueno, sí, pero habría sido un error).
Todas las relaciones fracasan hasta que encuentras la adecuada. Es inevitable.
El fracaso de una relación para alcanzar el matrimonio no quiere decir que no merezcas la pena o no seas atractiva.
Tras decírmelo todo, recité la lista otra vez.
Cuando mi madre volvió al despacho, había completado el ciclo tres veces. Ella tampoco estaba del mejor de sus humores. Echaba humo por la alteración del funcionamiento de su oficina, por ser interrogada de nuevo por la policía y por la audacia de Tonia Lee, que tuvo la osadía de aparecer muerta en una casa de Select Realty. Por supuesto, ella no utilizó esas palabras, pero sin duda era el origen de su diatriba.
—¡Oh, escúchame! —dijo de repente—. No puedo creer que esto vaya a poder seguir así, y que una mujer que conozco probablemente esté sobre una mesa a la espera de una autopsia. —Agitó la cabeza, consciente de su propia falta de empatía—. Tendremos que superarlo. Sabe Dios que no era la fan número uno de Tonia Lee, pero nadie debería pasar por algo así.
—¿Le contaste a Lynn lo de los robos?
—Sí. Dejé que sacase sus propias conclusiones. Ya le había contado lo de los jarrones de la casa Anderton, así que seguí por ahí y le comenté lo de los demás hurtos. Alguien de nuestro pequeño grupo de vendedores es un mentiroso consumado.
—Mamá, ¿has pensado que quizá Tonia Lee descubrió quién robó en las casas? Quizá la mataron por eso.
—Sí, por supuesto. Pero espero que los robos no hayan tenido nada que ver con su muerte.
—Eso significaría que el asesino es un agente inmobiliario.
—Sí. Pero dejemos el tema. No sabemos nada. Lo más seguro es que la matara una de sus últimas conquistas.
—Puede. Oye, me iré a casa en cuanto hable con Lynn.
—No tienes estómago para el negocio, ¿verdad? —dijo mi madre con desgana.
—No lo creo —respondí con la misma melancolía.
Estiró la mano sobre el escritorio y me dio una palmada en la mía, sorprendiéndome por segunda vez en ese día. No somos muy toconas.
—Perdón —dijo Debbie Lincoln desde la entrada—. Esa mujer quiere verla, señorita Teagarden.
—Gracias —respondí. Recogí el bolso del suelo y agité los dedos hacia mi madre a modo de despedida—. Nos vemos mañana por la noche, mamá, si no antes.
—Bien, Aurora.
***
Esa noche, tras tomar una ducha y envolverme en mi bata más cálida, algo que había estado revoloteando en la periferia de mi conciencia finalmente afloró. Busqué un número en el pequeño listín de Lawrenceton y lo marqué.
—¿Diga?
—Gerald[3], soy Roe Teagarden.
—Dios bendito, chica. Hace un año que no te veo, creo.
—¿Cómo estás, Gerald?
—Oh, bastante bien. Sabes que me he vuelto a casar, ¿verdad?
—Eso he oído. Enhorabuena.
—Marietta, la prima de Mamie, vino a ayudar a empaquetar las cosas de Mamie después de su… muerte, y acabamos de desembarazarnos de ellas.
—Me alegro mucho, Gerald.
—¿Necesitas algo, Roe?
—Escucha, hoy he oído un nombre y estoy intentando asociarle a un caso. ¿Crees que podrías ayudarme?
—Lo intentaré. Hace mucho que no leo nada sobre crímenes. Digamos que la muerte de Mamie hizo que mi interés en estas cosas se desvaneciese un poco…
—Por supuesto. He sido una tonta por llamarte…
—Pero últimamente he pensado en recuperar la afición. ¿Qué duda tienes?
—En Real Murders siempre has sido nuestra enciclopedia con patas, Gerald. Esta es la pregunta: ¿qué me puedes decir de Emily Kaye?
—Emily Kaye… Hummm. Víctima, no asesina, de eso estoy seguro.
—Vale. ¿Estadounidense?
—No. No. Inglesa… Principios del siglo xx, década de los veinte, creo.
Mantuve un respetuoso silencio mientras Gerald rebuscaba entre los viejos casos de su desván mental. Como era un vendedor de seguros, su interés en muertes no naturales siempre nos pareció de lo más normal.
—¡Ya lo tengo! —declaró triunfal—. ¡Patrick Mahon! El hombre casado que mató y descuartizó a su amante, Emily Kaye. Encontraron trozos de ella por toda la cabaña de vacaciones que había alquilado; probó varios métodos para deshacerse del cadáver. Compró un cuchillo y una sierra antes de ir a la cabaña, por lo que el jurado no se creyó la excusa de que ella muriese accidentalmente. Deja que consulte este libro, Roe. Vale…, su mujer, que creía que Patrick le ponía los cuernos, encontró un vale para retirar una maleta de la estación de tren… En ella había ropa de mujer manchada de sangre. Creo que se lo contó a la policía. Esta siguió a Mahon y encontró los trozos del cuerpo. ¿Era lo que necesitabas saber?
—Sí, gracias, Gerald. Te lo agradezco mucho.
—Ha sido un placer.
La primera Emily Kaye distaba mucho de la contemporánea. No me imaginaba a la Emily que yo conocía yendo a una cabaña para pasar unas vacaciones ilícitas con otro hombre. Al menos ya había resuelto el problema que hacía tanto ruido de fondo: sabía dónde había oído ese nombre.
Pero no tenía a nadie con quien compartir esa fascinante información, nadie que pudiese apreciarla. Por segunda vez en el mismo día, lamenté la disolución de Real Murders. Seremos macabros, seremos raritos, pero nos lo pasábamos bien con nuestra excéntrica afición.
¿Qué había sido de los miembros de nuestro pequeño club? De los doce, uno sería juzgado pronto en un tribunal por asesinato múltiple; otro se había suicidado, otro había sido asesinado, uno había enviudado, otro había muerto por causas naturales, otro fue arrestado por tráfico de drogas (el inusual estilo de vida de Gifford al fin había atraído una atención no deseada) y otro se encontraba en una institución mental… Por otra parte, LeMaster seguía prósperamente ocupado con su negocio de lavado en seco, aunque no sabía nada de él desde el funeral de Jane Engle. John Queensland se había casado con mi madre. Gerald se había vuelto a casar. Arthur Smith, también. Y yo…
Al parecer, LeMaster Cane y yo éramos los únicos que no habíamos visto cambiar sustancialmente nuestras vidas, año y medio después de la última reunión de Real Murders.