2

Una hora después de llegar a casa me volvía a sentir persona. Me había hecho un ovillo, envuelta en una manta de punto, con la gata Madeleine ronroneando en mi regazo (un tranquilizante de lo más eficaz), mientras veía la CNN para llenar mi mente de información ajena durante un rato. Estaba en mi sillón de ante marrón favorito, con una bebida baja en calorías al lado, cómoda y casi relajada del todo. Por supuesto, Madeleine estaba dejando la manta llena de pelos, al igual que mi maravilloso vestido nuevo; tuve que resistirme al impulso de ponerme los vaqueros al llegar a casa. Aún sentía que mi nueva ropa era como un disfraz que debía llevar puesto; disfraces que debía quitarme cuando pretendiera ser yo misma.

Esterilicé a Madeleine después de regalar el último gatito, y la cicatriz aún era visible bajo el recortado pelo de su barriga. Se adaptó rápidamente al cambio de la casa de Jane a mi adosado, aunque seguía enfadada por no poder salir a la calle.

—Tendrás que conformarte con la caja de arena hasta que encuentre una casa con jardín —le dije, y ella me miró con desgana.

Me había calmado lo suficiente como para permitirme pensar. Pulsé el botón de apagado en el mando a distancia.

Me horrorizaba lo que le había ocurrido a Tonia Lee y hacía todo lo posible por no reproducir la última imagen que tenía de ella. Era mucho más natural recordarla como la última vez que la había visto en el salón de belleza, durante nuestra última conversación, su pelo de un brillante color negro bajo la plancha de la estilista, sus largas uñas ovaladas perfectamente esmaltadas a cargo de la manicurista, su mente siempre intentando formular una duda grosera de manera decorosa, su expresión insatisfecha en intentos puntuales de sacarme información. Lamentaba que hubiese tenido un final tan terrible, pero nunca me había gustado lo poco que sabía de Tonia Lee Greenhouse.

Por encima de una relación tangencial con su escalofriante muerte, no cabía duda de que tenía un problema personal entre manos. ¿Qué había pasado (y qué estaba a punto de pasar) entre Martin Bartell y yo?

Tenía que llamar a Amina, mi mejor amiga. Si bien ahora vivía en Houston, la conferencia de larga distancia seguro que merecía la pena. Entorné los ojos para mirar el calendario del otro lado de la habitación, junto al teléfono de la cocina. Era jueves. La boda se había celebrado cinco semanas atrás… Sí, ya debían de haber vuelto del crucero y el balneario hacía al menos dos semanas, y Amina no volvería al trabajo hasta el lunes.

Pero si llamaba a Amina, sería como dar carta de naturaleza a mis sentimientos.

Pero ¿qué sentimientos? ¿Amor a primera vista? No parecía algo relacionado con el corazón, sino con una parte bastante más abajo.

Y, por asombroso que parezca, él también lo sentía.

Eso era lo más desconcertante: que era mutuo. Tras una eternidad de cavilaciones y disecciones, me encontraba en el serio peligro de verme arrastrada por algo que no podía controlar.

¡Oh, claro que podía! Me abofeteé suavemente la mejilla. Lo único que tenía que hacer era no volver a ver a Martin Bartell.

Sería una solución honorable. Estaba saliendo con Aubrey Scott, un hombre bueno y atractivo; debía considerarme afortunada.

Lo que me llevó a otro pensamiento tristemente familiar.

¿Hacia dónde se dirigía mi relación con Aubrey? Llevábamos saliendo varios meses, y estaba segura de que su congregación (incluidos mi madre y su marido) tenía grandes expectativas. Claro que alguien le había contado a Aubrey mi relación con las muertes de Real Murders (dada mi pertenencia a un club dedicado a debatir casos de asesinato y que mi hermanastro y yo casi acabásemos muertos), y ya habíamos hablado un poco de ello. Pero, en general, otras personas también parecían considerar nuestra relación como adecuada y poco sorprendente.

Nos resultábamos atractivos, ambos éramos cristianos (aunque yo no era ni mucho menos modélica), ninguno de los dos bebía más de una copa ocasional de vino y nos gustaba leer, las palomitas e ir al cine. A él le gustaba también besarme, y a mí que lo hiciese. Nos gustábamos y nos respetábamos.

Pero sabía que sería una terrible esposa de pastor, tanto por dentro como por fuera. Seguro que él ya lo sabía por aquel entonces. Y algo no encajaba, aunque él fuese un…, bueno, un bibliotecario.

Pero odiaba la idea de tomar ninguna medida apresurada y drástica. Aubrey se merecía algo mejor. Quizá mis calenturientos sentimientos hacia Martin Bartell desapareciesen tan rápidamente como se habían presentado. Al menos una mitad de mi ser deseaba que esos sentimientos se desvanecieran. Había algo envilecedor en todo eso.

El teléfono sonó justo cuando iba a reiniciar mi ciclo de pensamientos.

—Roe, ¿te encuentras bien? —Aubrey parecía tan preocupado que me hizo daño.

—Sí, Aubrey, estoy bien. Supongo que mi madre te habrá llamado.

—Así es. Estaba muy alterada por lo de la pobre señora Greenhouse, además de preocupada por ti.

A lo mejor no era eso exactamente lo que sentía mi madre, pero Aubrey siempre extraía la mejor interpretación de todas las cosas, aunque no fuese en absoluto ingenuo.

—Estoy bien —dije con voz cansada—. Es solo que ha sido una mañana complicada.

—Espero que la policía atrape a quienquiera que lo haya hecho, y rápido —señaló Aubrey—, si es que hay alguien ahí fuera dedicándose a acechar mujeres solas. ¿Estás segura de querer meterte en el negocio de las inmobiliarias?

—No, lo cierto es que no lo tengo claro —admití—. Pero no es por lo de Tonia Lee Greenhouse. Mi madre tiene que llevar una calculadora siempre encima, Aubrey.

—¿Ah, sí? —preguntó con cautela.

—Tiene que estar al día de los tipos de interés y ser capaz de deducir a cuánto ascenderá el pago de una casa si el cliente puede vender la suya por tal cantidad, qué invertirá en la otra casa, que vale veinte mil dólares más que la que…

—¿No sabías que vender casas implicaba esas cosas? —Aubrey se esforzaba para sonar neutral.

—Sí —dije, esforzándome a la par para no saltar—, pero se ve que me había centrado solo en la parte de enseñar la casa. Me gusta ir a la casa de los demás para echar una mirada. —Básicamente, eso era todo.

—Pero no te gusta la parte de las tuercas y los tornillos —indicó Aubrey, probablemente en un intento de averiguar si estaba siendo fisgona, infantil o sencillamente rara.

—A lo mejor no es lo mío —concluí, dejando que él juzgara.

—Tienes tiempo para pensártelo. Sé que quieres dedicarte a algo… ¿Verdad? —Mi completa libertad, aparte de tener que escuchar alguna queja ocasional de los inquilinos de los adosados de mi madre, incomodaba a Aubrey notablemente. Las solteras debían trabajar a jornada completa, y para alguien que no fuese su madre.

—Claro. —No era el único a quien le incomodaba la idea de una mujer con tiempo libre.

—¿Te ha hablado tu madre de sus planes para la noche de mañana?

Oh, mierda.

—¿La cena en su casa?

—Eso es, ¿te apetece ir? Podríamos decirle que ya habíamos hecho planes. —Pero Aubrey parecía melancólico. Le encantaba la comida de la proveedora de catering de mi madre. «Proveedora de catering» era el nombre glamuroso para referirnos a Lucinda Esther, una majestuosa mujer negra que vivía bien gracias a «cocinar para gente demasiado perezosa», tal como ella misma lo decía. Lucinda también sacaba provecho de ser todo un carácter, factor del que era muy consciente.

Oh, aquello prometía ser horrible. Y aun así, quizá me serviría para despejarme de alguna manera.

—Sí, vayamos.

—Vale, cariño. Te recogeré a eso de las seis y media.

—Nos vemos —dije, ausente.

—Hasta luego.

Me despedí y colgué, dejando la mano posada sobre el auricular.

¿Cariño? Aubrey nunca se había dirigido a mí con esa fórmula afectiva. Me daba la sensación de que le pasaba algo… ¿O quizá se sentía romántico debido a mi mala experiencia de esa mañana?

De repente visualicé de nuevo a Tonia Lee Greenhouse, tal como la encontramos en esa enorme cama. Reproduje las elegantes mesillas a juego flanqueando la cama. Podía ver el extraño color de su piel en contraste con las sábanas blancas, el vestido rojo doblado tan peculiarmente a los pies de la cama. Me pregunté dónde estarían sus zapatos. ¿Quizá debajo de la cama?

Y hablando de cosas desaparecidas… Un pensamiento revoloteaba por los confines de mi mente tan insistentemente que perdí los ojos en el vacío mientras intentaba concretarlo. Cosas desaparecidas. O al menos algo que no estaba incluido en mi imagen mental de la cama y el suelo circundante. Las mesillas…

Eso era. Las mesillas. Mi cámara mental se acercó a las superficies. Cogí el teléfono y marqué siete dígitos familiares.

—Select Realty —dijo la avispada voz de Patty Cloud.

—Patty, soy Roe. Ponme con mi madre si no está ocupada, por favor.

—Claro, Roe —respondió ella con un tono profesionalmente cálido y personal—. Está por otra línea. Espera…, ya está libre. Te pongo.

—Aida Queensland —contestó mi madre. Su nuevo apellido aún me sobresaltaba.

—La primera vez que estuviste en la casa Anderton —dije sin preámbulos—, piensa en cuando entraste en el dormitorio con Mandy.

—Vale, ya estoy —dijo al cabo de un instante.

—Mira hacia las mesillas.

Unos segundos de silencio.

—Oh —exclamó lentamente—. Oh, ya veo lo que quieres decir. Sí, tengo que llamar a la detective Liggett enseguida. Faltan los jarrones.

—Creo que también debería comprobar el comedor elegante. Había un bol con fruta de cristal que costaba una fortuna.

—La llamaré enseguida.

Colgamos a la vez.

Habían pasado años desde la última vez que estuve en la casa Anderton, pero aún recordaba lo que impresionaba que, en vez de cajas de pañuelos o lámparas, los padres de Mandy pusieran jarrones chinos en las mesillas. A su encantadora manera, Mandy había presumido sobre el valor de esos jarrones. Pero a ella nunca le habían gustado. Así que, cuando me di cuenta de que habían desaparecido, en ningún momento se me ocurrió que los hubiera embalado para llevárselos a Los Ángeles.

Los dejaría para engatusar al posible comprador. Cualquiera con el suficiente dinero para comprar la casa de sus padres no necesitaría robar los jarrones, ¿verdad?

Aparté a una indignada Madeleine de mi regazo y me puse a deambular inquieta por el salón. Me paré junto a la ventana, contemplando el patio, pensando que debería meter las sillas y la mesa de exterior y guardarlas en el sótano durante el fin de semana, justo cuando sonó el teléfono. Cogí el auricular de la cocina.

—Soy yo otra vez —dijo mi madre—. Esta tarde celebramos una reunión de todo el personal, a las dos. Tendrás que venir también.

—¿La policía ha interrogado a Mackie?

—Se lo han llevado a la comisaría.

—Oh, no.

—Resulta que la detective Liggett…, quiero decir la detective Smith, ya estaba aquí cuando hablamos por teléfono. Estoy segura de que todo eso es resultado de lo que le conté a Jack Burns sobre que Mackie le llevó las llaves a Tonia Lee. Me refería a que quizá él viera quién la acompañaba. No me di cuenta, hasta que era demasiado tarde, de que a lo peor sospecharían de él.

—¿Crees que es porque él…?

—Oh, odiaría que así fuese. Espero que la policía no sea así. Pero mira, creo que, de hecho, el ser negro jugará a su favor. Tonia Lee nunca se habría acostado con él. Detestaba a los negros.

—Podrían decir que la violaron.

Hubo una larga pausa mientras mi madre procesaba esa información.

—Creo que no fue así… Bueno, no sé decir por qué. Y eso que solo miré un segundo. Pero no tenía ninguna pinta de violación, ¿no crees?

Ahora era mi turno de quedarme callada. Tonia desnuda del todo, las sábanas removidas como si dos personas se hubiesen acostado juntas en la cama… Mi madre tenía razón, parecía el escenario de una seducción, no la de una violación apresurada, si bien las correas de cuero podían sugerir cierto forcejeo. Mi primera impresión fue la de sexo alocado, pero consentido. Pero a lo mejor mi madre y yo nos estábamos dejando engañar por la reputación adúltera de Tonia Lee. Cuando se lo sugerí, estuvo de acuerdo conmigo.

—En todo caso, estoy convencida de que Mackie no tiene nada que ver —declaró firmemente—. Le tengo mucho aprecio, trabaja duro, y durante el año que ha estado aquí siempre se ha mostrado honesto y honrado. Además, es demasiado listo como para devolver la llave a su sitio.

Después de colgar, seguí pensando en ello. ¿Por qué había vuelto la llave de la casa Anderton a su sitio tan misteriosamente? Era la misma llave que nos había permitido entrar y descubrir el cadáver.

Pensé que un buen número de interesantes preguntas dependían de la respuesta a ese acertijo.

La reunión en la oficina sería estimulante.

Me comí una manzana y sobras de pechuga de pollo mientras hojeaba el ejemplar de The Murderers’ Who’s Who[1]. Leí los apartados de algunos de mis casos favoritos y me pregunté si alguna edición actualizada incluiría a nuestro dúo local de asesinos, cuya escalofriante aunque breve carrera llegó a los titulares de los periódicos de tirada nacional; o a lo mejor la otra candidata a la fama mereciese una referencia: la desaparición de toda una familia de una casa a las afueras de Lawrenceton. De eso hacía… ¿cuánto? Cinco o seis años.

Mi familiaridad con antiguos casos de asesinato era razón de desesperación para mi madre. Ahora, desde la disolución del club Real Murders, no tenía a nadie con quien compartir afición. Lancé un suspiro como respuesta a mi problema.

Tras meter los platos en el lavavajillas, subí taciturna las escaleras para prepararme para la reunión. Lo primero: tenía que quitar todos los pelos de gato de mi falda.

***

Con su balsámico enmoquetado gris y azul, a juego con la pintura de las paredes, los pacíficos estampados y las cómodas sillas, la oficina de mi madre exudaba una rentable eficiencia. Ésa era la esencia de mi madre, y tanto ella como el decorador la habían capturado cuando reformaron el edificio. Ella había insistido en instalar una sala de reuniones para el personal. Cada lunes, todos los agentes que trabajaban para mi madre tenían que asistir a esas reuniones. Ella tenía previsto ampliar el negocio, y la sala aún era demasiado grande para los que éramos.

Observé con interés que había contratado a una de las nueras de John Queensland para atender los teléfonos y recibir los mensajes mientras mi madre celebraba la reunión. Apenas conozco a los hijos de mi padrastro, y menos aún a sus esposas, y mientras saludaba con un gesto de la cabeza a Melinda Queensland, me pregunté cuál era realmente mi relación con ella. ¿Cuñadas? Ya me imaginaba de tía política, pero Melinda había sufrido varios abortos y no pensaba preguntar.

Melinda estaba sentada en la mesa de Patty Cloud, que no solo estaba ordenada, sino decorada con una pulcra planta y una foto ceñida a un marco caro. La mesa de Patty estaba orientada hacia la entrada, y su ayudante, Debbie Lincoln, tenía su propia mesa que dibujaba un ángulo recto con la suya, formando de hecho el inicio del pasillo que daba a la sala de reuniones y a los despachos de Ideila y Mackie. En el espacio cuadrado creado por las dos paredes y las mesas, firmemente atornillado a la pared, detrás de Patty, se encontraba el tablón de las llaves, un ancho tablero con ganchos etiquetados. Las letras más populares del alfabeto se llevaban dos y hasta tres ganchos. Cualquiera con menos de dos dedos de frente enseguida comprendía el funcionamiento, y todas las agencias de la ciudad contaban con un sistema similar.

Me arranqué de mi fascinado estudio del tablón de las llaves para descubrir que estaba esperando que me diese cuenta de su presencia, su sonrisa cada vez más amplia y tensa mientras contemplaba la pared que tenía detrás. Le dediqué un seco gesto de la cabeza y me encaminé hacia la sala de reuniones. Llegué a tiempo para sentarme a la izquierda de mi madre, una silla que habían dejado libre para mí deliberadamente, supuse. Todos los vendedores esperaban que yo heredase el negocio de mi madre, y consideraban mi presencia en la oficina esa semana como el primer paso hacia mi designación como segunda al mando.

Nada más lejos de la verdad. Había abandonado mi trabajo en la biblioteca precipitadamente y ya me estaba arrepintiendo más de lo que jamás hubiera imaginado. Y aunque solo hubiese sido una sombra de ese arrepentimiento, ya habría superado todas mis expectativas concebibles.

Ideila Yates, una recta mujer de aspecto frágil, en el ecuador de la treintena, divorciada y con dos hijos, ocupó la silla del otro extremo de la mesa y posó su maletín ante sí, como si así pretendiese crear una barrera entre su persona y la sala. Su pelo, liso y corto, tenía el color del césped en invierno. Eileen Norris irrumpió en la sala con una pila de papeles y mirada abstraída. Ella sí que era la lugarteniente de mi madre, la primera vendedora que esta había contratado cuando se instaló por su cuenta. Eileen era una mujer grande, broncínea, llamativa y alegre en la superficie, pero por debajo era una barracuda. Patty Cloud, la secretaria/recepcionista, impecablemente acicalada, se había puesto en la silla del centro, junto a la de Ideila. Patty, que puede que rondase los veinticuatro, me confundía y me irritaba más de lo que imaginaba. Se esforzaba sobremanera para ser perfecta, y casi lo había conseguido. Siempre servicial al teléfono, siempre eficaz en su trabajo, nunca se olvidaba de nada y nunca, nunca, iba a trabajar con ropa descuidada, fuera de moda o siquiera arrugada. Ya estaba estudiando para sacarse la licencia de agente inmobiliaria. Sin duda sería de las mejores de su promoción.

Debbie Lincoln, la ayudante de Patty, era una chica más bien limitada y asustadiza que acababa de dejar los estudios. Era negra y robusta, con un caro trenzado muy adornado con cuentas. Debbie era callada, puntual y mecanografiaba muy bien. Aparte de eso, no sabía mucho más sobre ella. En ese momento estaba sentada en silencio junto a Patty, los ojos clavados en las manos, sin participar en las numerosas charlas que la rodeaban.

Finalmente Eileen se acomodó y todos dirigimos expectantes miradas hacia mi madre. Justo cuando iba a decir la primera palabra, se abrió la puerta de la sala de reuniones y por ella entró Mackie Knight.

Su rostro redondo, de tez oscura, irradiaba tensión y desasosiego, y se limitó a responder a nuestro coro de exclamaciones con un movimiento lánguido de la mano. Se derrumbó en una silla junto a Eileen con evidente alivio, apretándose automáticamente el nudo de la corbata y pasándose una mano por el pelo muy corto.

—¡Mackie, pensaba que tendría que mandar a un abogado para sacarte de la comisaría!

—Gracias, señora Queensland. Usted iba a ser la afortunada elegida de mi llamada legal —repuso él—. Pero parecen creer, al menos de momento, que yo no lo hice.

—¿Qué pasó ayer? —preguntó Eileen.

Todos nos inclinamos hacia delante para escuchar.

—Bueno —comenzó Mackie fatigosamente, a punto de narrar una historia que ya había contado varias veces en el día—. El teléfono de la oficina sonó cinco minutos después de que Patty se marchara a casa y yo estaba en la recepción, charlando con Roe, así que lo cogí.

Patty se sentía mortificada por no haber trabajado hasta más tarde ese día.

—Era la señora Greenhouse, y me dijo que tenía una cita con un cliente para enseñarle la casa Anderton. Se había olvidado pasarse por aquí antes para coger la llave, y preguntó si alguien que saliese antes de la oficina podría acercársela. Temía que el cliente la dejase plantada si venía a la oficina ella misma.

—¿No dijo quién era? —preguntó mi madre.

—No dio ningún nombre —respondió Mackie firmemente—. Según comentó, era un hombre, de eso estoy casi seguro.

Ideila Yates, aparte de mí, se estremeció y se rodeó con los brazos como si tuviese frío de repente. Creo que a todos nos pasó lo mismo. Tonia Lee haciendo los preparativos para su propia muerte.

—Pero, bueno, esta es la parte con la que la policía tiene más problemas —prosiguió Mackie—. Lo que hice, en vez de ir hasta allí, dejar la llave y seguir hasta casa… En fin, que fui a casa primero, me puse la ropa de hacer deporte y salí a correr un poco. Me guardé la llave en el bolsillo de los pantalones cortos e hice una parada mientras corría para entregar la llave a la señora Greenhouse. Eso supuso una diferencia de entre siete y diez minutos hasta que llegué allí, y no me supuso ningún problema. Para ser sincero, no me gustaba mucho hacerle el trabajo. Ninguno de nosotros habríamos sido tan negligentes. Cuando llegué, estaba sola en la casa. Si había alguien con ella, no lo vi. El suyo era el único coche aparcado. Estaba en la parte de atrás, frente a la cocina, así que entré por esa misma puerta.

—¿Y por qué la policía lo encuentra relevante? —preguntó mi madre—. A mí me parece de lo más natural.

—Creen que fui corriendo en vez de usar mi coche para que nadie lo reconociera más tarde. Dicen que la mujer que vive frente a la casa Anderton estaba esperando la llegada de su hija, después de pasar una semana fuera de la ciudad. Así que estaba sentada en la habitación de delante, junto a la ventana, leyendo un libro durante sus dos buenas horas… Al parecer, su hija sufrió un pinchazo en la interestatal. La mujer podría haber obviado a una persona a pie, pero no en coche.

—¿Y qué pasó en la puerta de atrás? —preguntó Eileen.

—Los que viven detrás de la casa Anderton estaban viendo la tele en su casa con las cortinas descorridas, ya que sabían que no vivía nadie en la otra casa. Dijeron a la policía que vieron llegar el coche de Tonia Lee cuando aún era de día, pero que ya estaba oscureciendo. Salió de él una mujer. Estaban viendo la tele mientras comían y no vieron aparecer ningún otro coche. Suponían que otra persona habría accedido por la puerta delantera. Sí que vieron el coche de Tonia Lee abandonar el lugar cuando ya había anochecido, bien entrada la noche, pero por supuesto no pudieron ver quién conducía. Les pareció muy llamativo que alguien pasase tanto tiempo en la casa Anderton; pensaron que quizá alguien estuviese realmente interesado en comprarla.

Todos le dimos vueltas a sus palabras durante un rato.

—Me pregunto por qué te habrá contado tantas cosas la policía —aventuró Patty.

Mackie agitó la cabeza.

—Supongo que pensaban que así me presionarían hasta que confesase, o algo. Si hubiese sido culpable, quizá hubiera funcionado.

—Sales a correr todas las noches, siempre nos lo has dicho, y te he visto muchas veces. No es nada sospechoso —dijo mi madre con tono acerado. Todos murmuramos nuestra aquiescencia, incluso Patty Cloud, que no estaba muy satisfecha por tener que trabajar para un hombre negro, pude observar. Aunque tener a Debbie bajo su ala no parecía suponerle ningún conflicto.

—Mucha gente sale a correr o monta en bici por la noche —indicó Ideila de repente—. Donnie Greenhouse lo hace… Franklin Farrell también.

Franklin Farrell era otro vendedor de casas local.

—Apuesto a que fue Donnie —soltó Eileen—. Ya no podía soportar que Tonia Lee fuese poniéndole los cuernos por ahí.

—Eileen —advirtió mi madre.

—Es la verdad y todos lo sabemos —se reafirmó Eileen.

—Lo más seguro es que tuviera una cita con alguien que usó un nombre falso, y esa persona la mató —dijo Ideila en voz tan baja que tuvimos que esforzarnos para escucharla—. Podría habernos pasado a cualquiera de nosotros.

Todos nos la quedamos mirando en silencio durante un instante.

—Salvo a Mackie, por supuesto —terció Eileen enérgicamente, y todos rompimos a reír.

—No, a mí solo me fichan por esas cosas —añadió Mackie al disiparse la última carcajada. Después, todos recuperamos la sobriedad.

Patty Cloud dijo de repente:

—Creo que ha sido el Cazador de Casas.

—Oh —respondió mi madre dubitativamente—. Venga ya, Patty.

—El Cazador de Casas —repitió Eileen, meditabunda—. Es posible.

—¿Quién es ese? —pregunté yo. Al parecer, era la única persona que no lo sabía.

—El Cazador de Casas —dijo Ideila suavemente— es como todos los vendedores de la ciudad llaman a Jimmy Hunter[2], el propietario de la ferretería. Está en Main, ¿la conoces?

—¿Te refieres al marido de Susu? —pregunté. Varias mujeres en Lawrenceton respondían al nombre de Sally, así que la mayoría de ellas se distinguían por sus apodos—. Estuve en su boda —dije, como si eso hiciese imposible que Jimmy Hunter tuviese alguna peculiaridad.

—Todos lo conocemos —intervino mi madre con sequedad—, y lo apodamos el Cazador de Casas porque le encanta visitar las que están en venta. Sin Sally. Siempre está a punto de comprarle una casa, o algo así, por su cumpleaños. Y la verdad es que no le falta el dinero, única razón por la que le seguimos la corriente.

—Pero ¿no va en serio?

—Qué demonios, no —saltó Eileen—. Se quedarán en esa chabola que Susu heredó de su familia hasta que se congele el infierno. Él es una especie de pervertido. Solo le gusta ver las casas.

—Con mujeres dentro —añadió Idella.

—Sí. Cuando le mandamos a Mackie, no nos volvió a llamar en meses —explicó mi madre.

—Tampoco le gusta citarse con Franklin —matizó Idella—. Solo con esa Terry Sternholtz que trabaja con él.

Eso provocó una risa en Eileen y todos la miramos con curiosidad.

—A lo mejor llamó a la Greenhouse Realty —propuso Mackie en voz baja.

—Y como los Greenhouse están faltos de dinero, Donnie mandó a Tonia Lee, por si sonaba la campana y finalmente se decidía a comprar —contribuyó Eileen.

—A ver si lo entiendo, ¿él no flirtea?

—No —dijo mi madre, negando enfáticamente con la cabeza—. Si lo hiciese, ninguno de nosotros se molestaría siquiera en enseñarle una caseta de perro. Solo le gusta cotillear las casas de los demás, y le gusta estar acompañado de una mujer que no sea la suya. A saber qué es lo que le pasa por la cabeza.

—¿Cuánto tiempo lleva Jimmy haciéndolo? —Me sorprendía el extravagante comportamiento del marido de mi amiga—. ¿Lo sabe Susu?

—Ni idea. Y a ver quién de nosotros va y se lo dice. Por otra parte, es raro que el murmullo popular no le haya hecho llegar que su marido se dedica a buscar casas. Pero, hasta donde yo sé, ella nunca ha dicho nada al respecto. Eras amiga de Susu en el instituto, ¿no es así, Roe?

Asentí.

—Pero ya no nos vemos demasiado —obvié que se debía a que Susu siempre estaba llevando a sus hijos a alguna parte, o se encontraba implicada en alguna actividad de la Asociación de Padres y Maestros. Me costaba imaginar al corpulento Jimmy Hunter, de espaldas todavía anchas debido a sus viejos tiempos en el equipo de fútbol, pero ya entrado en kilos, merodeando ociosamente por casas que no pensaba comprar.

—Si no es el Cazador de Casas —sugirió Patty—, a lo mejor el asesino de Tonia Lee tiene algo que ver con los robos.

Esta causó una mayor reacción si cabe que su primera sugerencia. Pero en esta ocasión era diferente. Un velo de silencio se adueñó del aire. Todos parecían molestos. A mi lado, Ideila se frotaba las manos mientras sus ojos azul pálido se llenaban de lágrimas.

—Vale —dije finalmente—, que alguien me ponga al día. Esta agencia inmobiliaria está llena de secretos últimamente.

Mi madre suspiró.

—Esto es algo serio, no como el Cazador de Casas, que todos consideramos una anécdota, en mayor o menor medida. —Hizo una pausa, buscando cómo continuar.

—En los últimos dos años se han producido robos en las casas que están en venta —soltó Eileen sin preámbulos.

Hasta Debbie Lincoln se sobresaltó. Miro a Eileen de soslayo.

—¿En casas enseñadas por algún vendedor en particular? ¿En casas mostradas por un vendedor distinto cada vez? —pregunté impaciente.

—Ese es el problema —dijo mi madre—. No es que…, digamos, que desapareciese la nevera cada vez que Tonia Lee se encargaba de una casa. Eso hubiese puesto las cosas más fáciles.

—Son cosas pequeñas —terció Mackie—. Objetos valiosos. Pero no tan pequeños como para que un cliente se los guarde en un bolsillo mientras visita la casa. Y aunque la propiedad pueda estar asignada a un vendedor concreto, es costumbre que otros puedan mostrarla; es así como se hacen las cosas en una ciudad tan pequeña como esta. Todos tenemos que colaborar. Todos dejamos una tarjeta cuando enseñamos una casa, esté o no el dueño en casa…, ya sabes cómo funciona. Si empleásemos el sistema de asignaciones múltiples, podríamos usar cajas de seguridad. Nada de esto habría ocurrido.

Lo que quería decir es que él no tendría que haber pasado por la rutina policial, porque no tendría por qué haber llevado la llave a la casa Anderton. Tonia Lee estaría probablemente igual de muerta. Mi madre estaba a favor de pagar por uno de esos servicios de asignación múltiple que la mayoría de las ciudades de la órbita de Atlanta empleaban, pero las agencias más pequeñas de Lawrenceton, especialmente la de los Greenhouse, no habían dejado de poner obstáculos.

—Y nunca eran los mismos, nunca, más allá de puras coincidencias —estaba diciendo mi madre—. No creo que la misma persona enseñase la casa a los mismos clientes antes de que desapareciese nada en ninguno de los casos.

—El trasiego de las llaves es continuo —dije.

Los vendedores asintieron.

—Entonces, cualquiera podría copiarlas y usarlas a su antojo.

Otra serie de sombríos asentimientos.

—¿Y cómo es que nunca he leído nada al respecto en los periódicos?

Miradas indudablemente culpables.

—Todos nos unimos —admitió Eileen—. Todos: Select Realty; Donnie & Tonia Lee Greenhouse Realty; Franklin Farrell y Terry Sternholtz, Today’s Homes, incluso una agencia que trabaja mayoritariamente con granjas, Russell & Dietrich, porque enseñamos algunas casas de campo.

—Gente de la ciudad que quiere presumir de propiedad en el campo —me dijo mi madre, arqueando las cejas con ironía.

—¿Y qué pasó en la reunión? —pregunté a todos los de la mesa.

Ninguno parecía tener mucha prisa por contestar.

—No se llegó a ningún acuerdo —murmuró Ideila.

Eileen bufó.

—Eso por decirlo suavemente.

—Hubo muchos cruces de acusaciones y se regresó a viejos agravios —indicó mi madre—. Pero finalmente, para que esto no llegase a los medios, acordamos compensar económicamente a los propietarios por cualquier robo que se hubiese producido mientras la casa estuviera a la venta.

—Eso es muy general.

—Bueno, no podía haber señales de allanamiento.

—¿Y nunca las hubo?

—Oh, anecdóticas, y al principio vino la policía. Ese detective Smith —dijo mi madre con desagrado. Estaba férreamente convencida de que Arthur Smith me había hecho algún mal y que Lynn Liggett lo había arrebatado de alguna manera de mis brazos, a pesar de que Arthur y yo hubiéramos roto antes de que saliese con Lynn. Aunque puede que solo una semana antes, es verdad. Y yo había roto con él quizá veinte segundos antes de que él fuese a hacerlo conmigo para salvar algo de mi dignidad. Pero qué demonios…, ya era historia.

—¿Y qué descubrió?

—Descubrió —explicó mi madre con cuidado— que, en su experta opinión, las incursiones se habían preparado para tapar el hecho de que el ladrón entrase con una llave. Más tarde, el ladrón ni se molestó en aparentar la entrada por la fuerza.

—Pero no había nadie a quien acusar; todos nosotros podíamos ser culpables o inocentes —dijo Mackie—. Como siempre, me interrogaron a mí primero. —No ocultaba su amargura.

—Nadie empezó a desplazarse más de lo habitual. Nadie viajaba hasta Atlanta más que de costumbre para disponer de los artículos robados, al menos hasta donde él sabía. Por supuesto, todos vamos con mayor o menor frecuencia a Atlanta —dijo Eileen—, y supongo que la policía de Lawrenceton no tiene tantos efectivos como para seguir a todos los vendedores inmobiliarios en sus desplazamientos.

¿Me contaría Arthur algo más? A saber. ¿Habría sometido, por ejemplo, a vigilancia alguna de las casas potencialmente peligrosas? ¿Sospechó de alguien, pero sin pruebas suficientes como para demostrar nada?

—Por lo que sabemos, la investigación sigue abierta —explicó mi madre con evidente escepticismo—. Todo sigue en el aire, como desde hace mucho tiempo, demasiado tiempo. Estamos hasta las narices de andarnos con pies de plomo para que no se malinterprete cualquiera de nuestros movimientos. Al menos el rumor no se ha extendido tanto como para que la gente tenga miedo de cedernos sus casas, pero el peligro sigue estando ahí.

—Eso dañaría seriamente el negocio —dije Eileen, seguida de un elocuente silencio.

—Entonces ¿quién devolvió la llave al tablón? —pregunté, formulando de hecho la madre de todas las preguntas.