15

No podía saltar y ponerme a gritar mientras lo apuntaba con el dedo. Me vi obligada a forzarme a permanecer clavada en mi silla. Entrelacé las manos con vehemencia, deseando que se mantuvieran quietas.

El encantador y guapo Franklin, con tantas conquistas a la espalda que ya debían de saber a rutina aburrida. Franklin, en cuya casa entrábamos solo una vez al año para su fiesta anual, una casa que bien podría estar llena de objetos robados de las casas que él mismo enseñaba.

Franklin hubiera tenido a Tonia Lee a los pies con tan solo chasquear los dedos, y su legendario encanto habría persuadido a la tímida y solitaria Idella para hacer algo que ella misma debía de saber que resultaba increíblemente sospechoso. ¿Cómo la había convencido para que devolviera la llave a su sitio o que lo llevase desde Greenhouse Realty a su casa? Debió de contarle que, cuando llegó a la casa Anderton, se encontró a Tonia Lee ya muerta, aunque era incapaz de imaginar qué explicación había dado para justificar su mera presencia allí. A lo mejor le dijo a Idella que devolver la llave reduciría la probabilidad de que lo considerasen sospechoso de algo que no había hecho, pero Idella no pudo soportar un secreto tan pesado, ni la culpa que este provocaba en ella. La recordé llorando en el servicio de mujeres del Beef 'N More, el día de su muerte. Y, por supuesto, Franklin se daría cuenta de que Idella se estaba resquebrajando. Aunque no pudiera asimilar el hecho de que Franklin era casi seguramente el asesino, sin duda sería terriblemente consciente de que había mentido a la policía. Y a su jefa.

***

—¿Roe? Roe, ¿estás bien?

—¿Qué? —salté.

Martin se había inclinado hacia mí, sus increíbles ojos marrón claro llenos de preocupación. Sus inocentes ojos marrón claro, pensé con el corazón henchido.

—Eh…, lo cierto es, Martin, que no demasiado.

—La gente empezaba a levantarse y ponerse a charlar. Hora de irse.

—Entonces vámonos a casa.

Martin fue a recoger nuestros abrigos mientras yo esperaba en la mesa, temerosa de levantar la vista y encontrarme con la mirada de Franklin. Él y su pareja seguían sentados delante de mí.

—Vámonos ya, cariño —le estaba diciendo ella.

—¿Te apetece que paremos en un bar para tomarnos una copa? —preguntó él con una voz tibia y acogedora, como una hoguera chisporroteante en una noche helada.

—Claro. Y luego ya veremos lo que pasa —ronroneó ella.

Tampoco habría mucho que ver, pensé. Ya olía al típico caso de «en tu casa o en la mía». Y, siguió mi mente a toda velocidad, apostaría a que al final sería en casa de ella. Seguramente Franklin aún tendría en su casa los jarrones de la casa Anderton. En alguna parte. Seguramente también temería venderlos en Atlanta mientras el caso aún estuviese candente. Por otra parte, me argumenté a mí misma, ¡conservar los jarrones en casa sería un peligro! Aunque su coche sería un lugar mucho más arriesgado…

Me puse el abrigo sin siquiera pensar en Martin, que me lo estaba sosteniendo.

¿Qué podría hacer yo para que la policía registrara su casa?

Sentí el brazo de Martin sobre mi hombro.

—¿Podrás llegar al coche? —me preguntó, preocupado.

—Martin, estoy pensando… —le dije. Me miró de forma extraña.

—Cariño, voy a por el coche. Me tienes preocupado. Lo traeré a la puerta lo antes posible.

Asentí sin darme cuenta, apenas consciente de que se había ido.

—Ha sido un placer conocerte —dijo una voz a mi lado con rutinaria cortesía.

Miré a la señorita Resplandeciente.

—Igualmente —dije automáticamente. Intenté no mirar a Franklin, que se encontraba junto a ella. Terry Sternholtz y Eileen se acercaron también, la primera increíblemente guapa con su vestido azul oscuro, su melena de rizos rojos arreglada en un maravilloso peinado. Resultaba extraño pensar en que Terry se había esforzado tanto como yo para impresionar a nuestras respectivas parejas.

—Llegaré tarde el lunes —dijo Terry a su jefe—. Tengo una cita temprano con los Stanford.

—Pasaré todo el día en Atlanta —respondió Franklin con naturalidad—. Nos veremos el martes.

Pero a medida que Eileen, Franklin y su pareja se alejaban, agarré con fuerza el brazo de Terry. No debí de ser muy sutil, ya que me miró con tal sorpresa que no le hizo falta preguntar qué quería.

—Terry, ¿recuerdas que, en casa de los Greenhouse, dijiste que un curso de defensa propia no habría ayudado a Tonia Lee? Porque la habían atado, dijiste.

Terry rebuscó en su memoria.

—Claro —confirmó finalmente—. Sí que me acuerdo. ¿Y?

—¿Recuerdas, por un casual, quién te contó que la habían atado?

—Oh, sí, fue Franklin, a la mañana siguiente, en su despacho. Estas cosas me ponen enferma, pero Franklin tiene más estómago.

—Gracias, Terry. Era solo curiosidad. —Terry me miró, dubitativa, pero Eileen la llamó con impaciencia desde la puerta, lanzándome una mirada llena de suspicacia.

La estulticia de Donnie Greenhouse probablemente le había salvado la vida. Fue él quien había oído el comentario de Terry sobre las ataduras de Tonia Lee y se había dado cuenta de su significado antes que yo… Bueno, quizá no fuese tan tonto después de todo. Probablemente hubiera estado planeando algún tipo de elaborada venganza contra Terry, sin ocurrírsele preguntar de dónde había sacado una información tan importante. Siempre había sido un dato de segunda mano.

Seguí perdida en mis cavilaciones, hasta que me di cuenta de que Arthur me había cogido de la mano. Su mujer estaba al otro lado del comedor, hablando con mi madre.

Estaba deseando contarle a Arthur lo que acababa de ver; vale, la forma de doblar una servilleta no sirve como prueba, pero al menos haría llegar a Lynn el mensaje de que la policía no debería tardar en registrar la casa de Franklin.

Pero Arthur tenía sus propios planes, y con un enervante gesto que me recordaba vívidamente a nuestra relación pasada, alzó una mano en cuanto empecé a hablar.

—Roe, ese tipo tiene la palabra «problemas» escrita en la cara —me dijo, clavándome sus ojos azules. Su voz era baja, sostenida y del todo sincera—. Te lo advierto por nuestros buenos tiempos. Aléjate de él, y bien lejos. No es personal. Hemos investigado su pasado y no es…

—Arthur —dije con vehemencia para interrumpir lo que quiera que fuese a contarme. Eso me había sacado de mi senda mental—. Agradezco tu preocupación, pero estoy muy enamorada. Ahora escucha lo que tengo que explicarte…

—Si no te alejas de él, tampoco puedo obligarte.

—Tienes toda la razón…

—Pero has de saber que ese hombre es peligroso.

—¿Quién es peligroso? —preguntó Martin con una feroz jovialidad.

—Señor Bartell —dijo Arthur con una voz impregnada de hostilidad—. Me llamo Arthur Smith, detective de la policía local.

Martin y Arthur se estrecharon la mano, pero, por su aspecto, daba la impresión de que echarían un pulso de un momento a otro.

En un contexto más primitivo, habría sido una lucha hasta el final.

—Encantado —dijo Martin enigmáticamente—. Roe, he acercado el coche.

—Gracias, cariño —respondí, y Martin deslizó un brazo sobre mi hombro y nos volvimos para dirigirnos al coche.

—Dile a Lynn que tengo que hablar con ella —le pedí a Arthur por encima del hombro.

—¿Qué está pasando, Roe? —preguntó Martin en cuanto dejamos atrás el aparcamiento del Carriage House—. ¿De verdad te sientes enferma?

—No. Pero ha pasado una cosa esta noche, y tenemos que hablar de ella. —¿Quién, mejor que Martin, podía lidiar con situaciones peligrosas? Él mismo era peligroso. A lo mejor se le ocurría una idea.

—¿Está relacionada con ese policía? ¿Has estado con él?

—Está casado y tiene un bebé —respondí con firmeza—. Salí con él hace mucho tiempo.

—¿Te estaba advirtiendo sobre mí?

—Sí, pero no es eso lo que quiero…

—Te ha dicho que soy peligroso. ¿Te lo crees?

—Oh, sí, pero…

Y de repente nos vimos en medio de nuestra primera discusión, situación que no acababa de entender del todo. De alguna manera, Martin estaba enfadado porque Arthur aún conservaba sentimientos suficientes hacia mí como para advertirme acerca de él. Entendía que no era la advertencia, sino esos sentimientos los que soliviantaban a Martin. Y, aparte, sentía que el anillo de compromiso de Lizanne había empañado los preciosos pendientes que me había regalado, y eso lo mortificaba. Y yo intentaba decirle que adoraba sus pendientes, y que no habría aceptado ese anillo aunque me lo hubiesen regalado, lo cual era una absoluta mentira y una soberana estupidez. Si nos habíamos enamorado como adolescentes, nos estábamos peleando como tales, y si hubiésemos sido un poco más jóvenes, le habría devuelto su chaqueta de universitario. Y su anillo también.

Y en ese momento, justo cuando entrábamos en mi aparcamiento, sonó su busca.

Martin dijo algo ciertamente terrible.

—Tengo que irme. —De repente, se había tranquilizado.

—Tengo que contarte algo —le dije con urgencia—. Es sobre Franklin Farrell. ¡Tiene que ser antes de mañana!

—No puedo creer que haya dicho todas esas cosas.

—Por favor, vuelve. —Estaba a punto de llorar. Había atravesado demasiadas emociones en un solo día, y todas ellas buscaban la salida natural.

—En cuanto resuelva la situación en la planta. Volveré.

—Espera un momento —rogué mientras salía del coche. Corrí a abrir la puerta de casa y regresé al vehículo—. Toma mi llave. —Se la coloqué en la mano y cerré sus dedos por encima—. Tengo otra. Entra cuando vuelvas.

Nos quedamos en silencio, tanteándonos con la mirada.

—Es la primera vez que le doy a alguien la llave de mi casa —dije, cerrando de un portazo y volviendo al adosado.

Madeleine estaba observando con curiosidad en medio de la corriente de aire frío que entraba por la puertal que me había dejado abierta y se frotó contra mis piernas cuando me detuve en la cocina, tratando de imaginar qué demonios haría después.

Subí las escaleras distraídamente, quitándome la ropa sin cuidado alguno con el pelo. Me dejé los pendientes puestos y me senté frente al tocador para observarlos en el espejo con el mismo aire de ausencia.

¿Y si llamaba a la policía y denunciaba que había una mujer secuestrada en la casa de Franklin? ¿No se sentirían en la obligación de entrar a registrarla?

Puede que no. Tampoco podía llamar a Arthur para comprobarlo.

¿Un incendio?

Bueno, los bomberos, al igual que la mayoría de agentes de policía, no reconocerían los jarrones robados. Por supuesto, no teníamos fotos suyas, y mi madre apenas tenía un recuerdo vago de su forma y posición en las mesillas.

Mañana, Martin sería llevado para interrogarlo si no conseguía llamar la atención sobre Franklin ahora mismo. Pasado mañana, Franklin se llevaría los jarrones a Atlanta y los vendería, o los tiraría al río por el camino, si es que no lo había hecho ya.

Esta noche estaría fuera de casa, con su señorita Resplandeciente.

Permanecí de pie, en el cuarto de baño, con los puños apretados, intentando apartar a la decisión que estaba a punto de adoptar.

Vale. Tendría que hacerlo.

Con la cabeza llena de ásperos pensamientos sobre lo estúpida que era, me puse unos calcetines gordos, vaqueros, una camiseta y un jersey. Subí la cremallera de las botas negras y encontré una vieja chaqueta de profundos bolsillos. También di con una bufanda de punto con capucha para la cabeza y dos extremos que se estiraban para ajustaría al cuello. Los sujeté para no tener que lidiar con ellos sueltos. Todo lo que llevaba encima era negro, marrón oscuro o azul marino. Tenía el aspecto de alguien que se hubiera vestido en un armario con poca luz, lo justo para ver los colores oscuros, pero no los más adecuados. A Amina le habría dado un ataque, pensé irónicamente.

Eso sí, me dejé los preciosos pendientes.

Descendí pesadamente los escalones, tan aterrada como decidida, para llenarme los bolsillos con destornilladores y cualquier cosa que pareciese útil para colarme en la casa de Franklin Farrell.

Añadí a la colección de potenciales herramientas de allanamiento una pesada piedra del tamaño de un puño. Me la había traído como recuerdo de un viaje a Hot Springs, y estaba oscurecida por la protuberancia de brillantes cristales. Entonces me acordé de la palanca que había en la caja de las herramientas de Jane Engle que había almacenado en el dormitorio extra.

Lo metí todo en el coche. Vi en el reloj del salpicadero que eran las once en punto. Soy una persona respetuosa de la ley, me dije sombríamente. No ensucio. Ni siquiera cruzo la calle por lugares indebidos. Jamás aparco en espacios para minusválidos. Pago mis impuestos en los plazos. Solo digo mentiras piadosas. Señor, ten piedad de mí por lo que estoy a punto de hacer.

Ese pensamiento, procedente de mi ser más cuerdo, me devolvió al interior como un resorte. Cogí papel y lápiz y escribí: «Martin, Franklin Farrell es el asesino de Tonia Lee Greenhouse. Voy a colarme en su casa para recuperar los jarrones que robó de la casa Anderton. Son las once. Roe». De alguna manera, escribir aquello me hizo sentir un poco más prudente, un sentimiento totalmente injustificado. Pero eché el pestillo de la puerta al salir, quemando así los puentes que dejaba atrás, ya que había olvidado coger la llave extra, y la otra la tenía Martin.

Dejé el coche a dos manzanas al sur y una al este de la casa de Franklin, que se hallaba inconvenientemente (para mí) ubicada en una calle principal, donde era imposible aparcar. Franklin tenía otra casa más vieja en una calle que ahora era mayoritariamente comercial, pero la había pintado con una llamativa combinación de gris paloma y amarillo, y la había llenado de caros objetos antiguos hasta meterla entre las casas más notables de la ciudad. Pero la entrada estaba muy restringida. En ocasiones, se decía que Franklin se llevaba allí a algunas mujeres, pero solo celebraba una reunión social anual en su casa. Estaba cuidadosamente planificada, era fastuosa y las invitaciones estaban muy cotizadas. Por lo demás, Franklin agasajaba a sus clientes y socios en restaurantes. Nunca dejaba pasar a personas que no hubiesen sido invitadas, por atractivas que fuesen, una rareza suya muy discutida y secretamente envidiada por los que eran demasiado cobardes para hacer lo mismo.

Todas esas cosas sabía acerca de Franklin. Todo eso y, ahora, mucho más.

Seguro que no fui especialmente sigilosa cuando crucé el jardín de atrás hasta su correspondiente puerta. Pero con ese frío ¿quién iba a tener las ventanas abiertas para oír nada? Estaba temblando cuando tanteé la cerradura. Por supuesto, estaba cerrada. El coche de Franklin no estaba, así que asumí que él y la señorita Resplandeciente se lo estaban pasando bien por ahí. Esperaba que fuese realmente así, y que durase toda la noche. No tenía planeado disimular la entrada, ya que sería condenadamente afortunada por el mero hecho de conseguirlo, ya ni hablemos de hacerlo con inteligencia. Así que, tras un par de intentos con los destornilladores, simplemente rompí un vidrio de la puerta de la cocina con mi piedra de recuerdo, que devolví inmediatamente al bolsillo. Introduje la mano con cuidado y giré el pestillo. Entonces debería haberse abierto, pero no sucedió. Si bien el abrigo y el jersey me conferían cierta protección, empecé a preocuparme por hacerme algún corte con el cristal que quedó en el marco mientras rebuscaba en el interior, tratando de descubrir qué mantenía la puerta bloqueada.

Al final, arriesgué con la linterna. Con la cara apretada contra el panel de vidrio superior y la linterna apuntando hacia el interior, descubrí tras un rato que Franklin había instalado un cerrojo en la parte superior del marco. En cuando lo vi, apagué la linterna.

Era demasiado baja para alcanzar el cerrojo.

Cogí aire varias veces y probé con el destornillador más largo. Estaba de puntillas. Cerré los ojos para concentrarme. La punta del destornillador por fin tocó el tirador del cerrojo. Con cada gramo de fuerza que fui capaz de aunar, descorrí el mecanismo.

Tuve que acuclillarme, temblorosa, durante un minuto cuando la puerta cedió finalmente. Respiré profundamente, me incorporé y accedí a la casa.

Esto es una estupidez, esto es una estupidez, me insistía mi parte más racional mientras me colaba. Sal de ahí.

Pero no hacía caso. Escruté la cocina muy cuidadosamente con la linterna. Luego hice lo propio en el comedor, que presentaba un generoso despliegue de brillante cubertería de plata. Luego el salón, decorado con una depresiva escala de colores crema con papel de pared color arándano. La chimenea, al otro extremo de la estancia, estaba flanqueada por dos ventanas y sendos sofás idénticos y encarados. La luz de la linterna lamió el mobiliario, el lustroso suelo de madera y la propia chimenea de mármol. Cuando iba a seguir el recorrido, volví repentinamente a la chimenea.

Los jarrones estaban encima de la repisa de la chimenea. Contuve el aliento nada más verlos. Los había colocado con tanto cuidado como si fueran suyos, y parecían muy solos, cada uno a un extremo, con un ornamento de flores secas en el centro. Si los hubiese dejado en un armario, habrían parecido mucho menos sospechosos. Recorrí el pasillo formado por los dos sofás para examinarlos más de cerca. Sin duda eran los jarrones robados. Recordaba las estampas de ríos y valles que tanto me habían maravillado de niña.

¡Ja! Me sorprendí sonriendo en la oscuridad, si bien el constante pulso de mi cerebro no paraba de decirme que aquello era una estupidez inconmensurable.

Y así era por partida doble, porque justo en ese momento Franklin encendió la luz.

***

—No te oí llegar —dije miserablemente, dándome la vuelta para mirarlo.

—Eso es obvio —contestó—. He visto una luz bailando por mi salón desde dos manzanas de distancia, así que he dejado el coche en la calle. —Si me había visto a través de las cortinas descorridas, puede que alguien más también, pensé, esperanzada. Franklin estiró un brazo con naturalidad y pulsó un botón. Oí cómo se cerraban las cortinas automáticamente a mis espaldas.

Demonios de cacharros automáticos.

Permanecimos mirándonos. Empezaba a preguntarme qué pasaría a continuación. Puede que a él le pasase lo mismo.

—¿Por qué demonios has tenido que hacerlo? —preguntó, casi cansado. El bello rostro se dejó colgar de sus elegantes huesos. Arrojó el abrigo sobre el respaldo del sofá como si estuviera a punto de sentarse en su sillón preferido a leer el periódico. Pero, en vez de eso, tiró de un fino pañuelo alargado del bolsillo del abrigo.

—Vaya, ¿ahora lo llevas de serie? ¿Por si te cruzas con alguien que debas matar? —Las palabras salieron de mi boca antes de que el cerebro pudiera censurarlas.

—Tonia Lee era un desecho, Roe —dijo fríamente—. Pero tenía luces suficientes para detectar algunas cosas en mi casa que no deberían estar aquí. Estaba dispuesta a mantener el secreto durante un tiempo a cambio de algunos revolcones exóticos en el heno. Sitios raros. Le gustaba que la atasen. Tonia Lee disfrutaba con ese tipo de cosas. Pero yo me cansé de complacerla. —Me lo imaginé sentado en el borde de la cama mientras ataba a Tonia Lee, doblando meticulosamente su ropa, ella consciente en todo momento de que iba a morir—. Era un desecho —repitió.

No se refería a su clase social, ni estaba valorando su carácter. La estaba desprendiendo directamente de su condición humana y cualquier importancia que de ella pudiera derivarse. Degradándola, quizá, a cualquier topo que estuviera haciendo un túnel en su jardín ahora mismo. Me ponía enferma.

—¿Y qué pasó con Ideila? —pregunté involuntariamente.

—Acostarme con ella era coser y cantar a poco que la convenciera de salir conmigo. Me alegré de superar sus escrúpulos hacia los hombres con mi reputación con otras mujeres, porque cuando la necesité para poner esa llave en su sitio, ya la tenía ganada. Le conté que arruinaría mi negocio si tenía que explicarle a la policía que había estado en la casa con el cuerpo de Tonia Lee. Le conté que había recibido una apremiante llamada anónima para ir a la casa Anderton, según la cual la víctima era Ideila. ¿Cómo iba a darme la espalda después de un gesto como ese? —Arqueó unas cejas burlonas—. Obviamente, alguien quiso cargarme la muerte de Tonia Lee, alguien que sabía que iría corriendo para ayudar a Ideila. Fue después de tener tiempo para pensar en ello cuando se puso difícil. Sentía que… algo no encajaba. Le asustaba la soltería, la soledad; pero poco a poco fui yo quien más la asustaba —dijo el hombre más feliz de estar solo, de tanto que se gustaba a sí mismo.

—¿Y yo?

—Tú eres un poco diferente —concedió—. Pero ahora me conoces, sabes lo que nadie más sabe. Nadie siquiera sospecha. ¿Por qué has tenido que hacerlo?

—¿Por qué has tenido tú que volver a casa? Creía que tenías planes para toda la noche.

—Oh, ¿te refieres a Dorothy? —Lo pensó un momento—. Ya sabes —dijo de un modo casi pensativo—, me importa un pimiento.

Dio un paso hacia mí. Lancé una mirada hacia la puerta delantera, ya que Franklin se interponía entre la trasera y yo. Estaba cerrada y contaba con otro cerrojo en la parte superior. Tardaría unos segundos en alcanzarla, y más aún en correr el cerrojo. No había forma. La puerta a mi izquierda también estaba cerrada, pero bien podría ser un armario para los abrigos. Y puede que lo fuese, porque al lado había un paragüero abierto, profusamente ornamentado con grabados, que contenía un elegante paraguas con una punta alargada.

—Lo he tenido que hacer —comencé, desplazándome lentamente hacia la izquierda, rodeando el borde del sofá, deseando con todas mis fuerzas que me mirase a la cara y no a los pies— porque mañana la policía interrogará a Martin.

—Martin… Ah, tu nuevo novio. La razón por la que no quisiste salir conmigo. —Su voz denotaba un moderado interés al tiempo que se acercaba—. ¿Por qué te inclinas a la izquierda, Roe?

Saqué el paraguas del paragüero.

—Porque espero hacerte daño antes de que me lo hagas a mí. —Lo agarré firmemente, con ambas manos, apuntando con la afilada punta hacia él.

Se echó a reír. Lo hizo con todas sus ganas. Enrollando el pañuelo en ambas manos en lo que parecía un movimiento ensayado, lo tensó para que pudiera admirar el brillo de la seda azul.

—Este es el pañuelo de Terry. Creo que te lo dejaré puesto para que piensen que Terry te mató, celosa porque creía que Eileen estaba loca por ti. Menuda historia.

Ja, ja.

—Martin te matará por esto —dije con absoluta seguridad— ¿último soldadito? No lo creo.

Y antes de que la situación pudiera llegar más lejos, cargué contra él con todas mis fuerzas, gritando tanto como podía, que era bastante, la verdad sea dicha.

Yo era baja y él alto, y además me encogí mientras arremetía.

Le alcancé justo en la boca del estómago. Bueno, a decir verdad un poco más abajo.

Gritó mientras sacudía los brazos en el aire con el pañuelo aferrado y empezó a trastabillar. Reboté debido al impacto, me tambaleé y caí de cara.

Él cayó justo encima de mí.

Luché para quitármelo de encima, a pesar de que el peso me había vaciado los pulmones. Me retorcí, empujé y me esforcé, pero pesaba demasiado. Se puso a sollozar, emitiendo un horrible sonido animal, y el atisbo que tuve de su cara fue aterrador, si es que podía estar más asustada de lo que ya me encontraba. Parecía que nunca lo habían herido antes, porque entró en un frenesí rabioso. Había soltado uno de los extremos del pañuelo. Tiraba de cualquier parte de mi cuerpo de la que pudiera echar mano y pude oír un desgarro y varios tintineos, sonidos de cosas rodando por el suelo, como si me hubiese arrancado uno de los bolsillos y su contenido se hubiese desparramado.

Me agarró del pelo recogido y golpeó mi cara contra el suelo de madera. Por un instante de ciego dolor, todo se hizo negro y escuché un crujido que no pude comprender. Entonces él aflojó la presión para arrodillarse sobre mí y darme en la cabeza. Aproveché el segundo para darme la vuelta. Ahora tenía un brazo libre, pero él se echó encima del otro. Cuando intenté morderle, el cuello del abrigo me lo impidió. Volvió a tirarme del pelo y me golpeó otra vez contra el suelo. Sufrí otro instante de oscuridad, y entonces, con la mano libre, le agarré de una oreja y tiré, y tiré a pesar de sus esfuerzos por sacudírseme de encima con giros y movimientos. Mi otro brazo, atrapado entre los dos cuerpos, me dolía muchísimo, pero no tenía tiempo de pensar en ello.

Me di cuenta de que estaba perdiendo la consciencia, su peso expulsaba más aire de mis pulmones de lo que mis esfuerzos conseguían reponer. Hundí mis uñas en su oreja para marcarlo, ya que era consciente de que estaba perdiendo, y tuve la satisfacción de sentir la humedad entre los dedos. Pero casi se me escapó. Franklin recordó el pañuelo, que aún aferraba con la otra mano e intentó echármelo al cuello. Sin embargo, yo contaba con la defensa de mi propia bufanda de punto y el cuello del abrigo. No obstante, sentía que mi consciencia iba y venía, como la parpadeante imagen de un televisor en blanco y negro. Finalmente, mi mano perdió agarre y cayó al suelo. Mis dedos aterrizaron sobre un áspero bulto. Mi piedra de recuerdo. Forcé a mis dedos para que la rodearan y, con un último esfuerzo, proyecté la piedra contra un lado de su cráneo. El sonido fue sordo y repugnante.

El peso que sentí sobre mí se volvió inerte. Sentí unos instantes extrañamente pacíficos, por la quietud, por el silencio, pero sobre todo el cese del miedo. Entonces fui consciente de un nuevo ruido. ¿Alguien estaba hablando conmigo?

—Suéltala —apremiaba una voz difusa.

¿El qué? Me preguntaba si me aferraba a los últimos momentos de mi vida. ¿Era eso lo que tenía que soltar? Pero yo no quería.

—Suelta la piedra.

Era una voz en la que podía confiar. La solté, sollozando por el repentino dolor que atenazó mis dedos.

Escuché ruidos…, como de arrastre, y algo cayendo junto a mi cuerpo. La cabeza de Franklin Farrell, mientras alguien me lo quitaba de encima. Traté de centrarme, pero solo veía una neblina.

—No puedo ver —susurré.

—Soy yo. Soy Martin, Roe. Quédate tumbada.

Eso sí podía hacerlo.

—Voy a llamar al hospital. —Unos pasos se alejaron y luego volvieron. Todo era confuso, borroso y vago.

—¿Le he hecho daño en la cabeza? —mascullé a través de los labios hinchados. También me dolían. Empezaba a comprobar que me dolían muchas cosas a medida que la adrenalina menguaba.

Oí una risa ahogada.

—La ambulancia es para ti.

—¿Por qué no veo nada, Martin?

—Te ha roto las gafas. Te ha hecho cortes en la cara. Tienes la nariz rota. Puede que el brazo también.

—Oh. ¿Tengo los ojos bien?

—Puede, cuando baje la hinchazón.

—¿Lo… he matado? —Me costaba verbalizar.

—No lo sé. Me da igual.

—Tipo duro —murmuré.

—Tipa dura —creo que dijo. Habría bufado de no dolerme tanto la cara.

—Duele, Martin —expresé, intentando no llorar.

—Duérmete —me aconsejó.

Eso fue sorprendentemente fácil.