13

El viernes, cuando Martin se presentó para la cena, estaba lloviendo. Apenas le había dado tiempo a dejar el abrigo cuando me acaparó entre sus brazos.

—Martin —susurré, por fin.

—¿Humm?

—El agua de los espaguetis está hirviendo.

—¿Qué?

—Deja que vaya a poner los espaguetis para que podamos cenar. Tienes que recuperar fuerzas.

Y eso me valió una mirada con los ojos entrecerrados.

Nunca se me ha dado bien preparar todos los elementos de una comida simultáneamente, pero al final pudimos comernos la ensalada, el pan de ajo y los espaguetis con salsa boloñesa. A Martin pareció gustarle el menú, para alivio mío. Mientras tanto, hablamos de su viaje, que al parecer se había desarrollado en espacios cerrados: avión, aeropuerto, sala de conferencias, comedor, habitación de hotel, aeropuerto, avión.

Cuando me preguntó qué había hecho yo, a punto estuve de decirle que me había pasado la noche en vela a la espera del hombre del saco. Pero no quería que Martin pensase que era una mujer asustadiza. Así que me limité a hablarle de mi paseo y la gente con la que me había cruzado.

—Y todos tuvieron la oportunidad de matar a Tonia Lee —dije—. Cualquiera de ellos podría haberse colado en la casa al anochecer. No habría supuesto para ella una gran sorpresa ver a su asesino, al menos en un principio.

—Pero debió de ser un hombre —sugirió Martin—. ¿No crees?

—En realidad no sabemos si practicó el sexo —señalé—. La colocaron para que lo pareciera, pero nadie ha leído el informe de la autopsia. Pero también cabe la posibilidad de que sí lo practicara, pero fuera asesinada por una persona diferente de su amante. —Martin parecía tomarse esa conversación con gran naturalidad.

—Eso implicaría mucho trasiego entrando y saliendo de la casa Anderton.

—No parece muy probable, ¿verdad? Pero podría ser. Después de todo, la presencia de una mujer no asustaría a Tonia Lee en absoluto. Y Donnie Greenhouse dijo muchas cosas raras anoche. —Le conté lo que había dicho Donnie sobre que los hombres no eran los únicos interesados en Tonia Lee y que había visto el coche de Ideila. Pero no mencioné a Eileen y Terry; solo porque fuesen las únicas lesbianas que conocía en Lawrenceton no significaba que realmente fuesen las únicas de la ciudad.

Aubrey ya estaría padeciendo náuseas a estas alturas.

—¿Y qué crees tú? —preguntó Martin.

—Creo que… Creo que Tonia Lee averiguó quién estaba robando las cosas de las casas en venta. Creo que estaba teniendo una aventura con esa persona, y esta la sedujo cuando quedó con ella en la casa Anderton para hablar del asunto. Quizá el asesino le insinuara que quedasen para acostarse allí, cuando en realidad iba con idea de matarla. Ocurriese o no, lo que está claro es que el asesino lo organizó todo para que lo pareciera. Estoy segura de que lo planeó de antemano. Llega a pie o en bicicleta, mata a Tonia Lee, la coloca en una posición sexual para que creamos que uno de sus amantes ha perdido el control, desplaza su coche, se va a casa y, de alguna manera, se las arregla para devolver las llaves al panel de la inmobiliaria. Piensa que así nadie buscará a Tonia Lee durante días, días durante los cuales todas las coartadas quedarán difuminadas, se olvidarán o serán imposibles de verificar. Quizá devolvió las llaves en los pocos minutos que Patty y Debbie dejaron la recepción de la oficina.

Martin había estado escuchando atentamente, dejando flotar sus ideas junto a las mías. Entonces levantó una mano.

—No —dijo—. Creo que Idella fue quien devolvió la llave a su sitio.

—Oh, Dios mío, sí, Idella —exclamé lentamente—. Por eso la mató. Ella sabía quién había tenido la llave. Se la dio quienquiera que estuviese en Greenhouse Realty.

Lo cual tenía mucho sentido: sus llantos en la sala de reuniones apenas fue hallado el cuerpo de Tonia Lee; sus ojos enrojecidos y su humor voluble durante los días que siguieron.

—Debió de ser alguien por quien profesase una gran lealtad —murmuré—. ¿Por qué no lo diría? Eso le habría salvado la vida.

—No lo creería; le costaría creer que esa persona lo hizo —dijo Martin pragmáticamente—. Estaba enamorada.

***

Nos quedamos mirándonos durante un instante.

—Sí —contesté en voz baja—. Así debió de ser. Debía de estar enamorada.

Cuando Martin se quedó dormido esa noche, me dio por pensar en Idella. Engañada de la forma más cruel, había muerto a manos de alguien a quien amaba, alguien de quien no podía concebir maldad alguna, por muy contundentes que fuesen las pruebas de lo contrario. En cierto modo, pensé al borde del letargo, Idella era como yo… Había pasado mucho tiempo sola, cargando con la vida sin el apoyo de nadie. Quizá eso le había predispuesto tan rápidamente a confiar, a depender. Recé por ella, por sus hijos y, finalmente, por Martin y por mí.

Debí de quedarme dormida en ese momento, porque lo siguiente que recuerdo fue despertarme. Pero no lo hice del todo; lo justo para darme cuenta de que había dormido tras una noche fuera de lo común.

Oía que alguien se movía discretamente abajo. Martin debía de estar preparándose algo y no quería molestarme…, qué dulce, pensé atontada, y giré para tumbarme sobre el estómago, apoyando la cabeza sobre los brazos a modo de almohada. Mi codo tocó algo sólido.

Martin.

Abrí mucho los ojos en plena oscuridad.

No moví un solo músculo mientras escuchaba.

El leve sonido procedente de abajo era repetitivo. Estiré la mano automáticamente hacia la mesilla en busca de las gafas y me las puse.

Podía ver mucho mejor en la oscuridad.

Me deslicé fuera de la cama con el mayor sigilo posible, con mi resbaladizo camisón negro de lo más apropiado para la ocasión, y avancé furtivamente hacia el borde de las escaleras. ¿Sería Madeleine? ¿Le había puesto de comer antes de subir a la cama?

Pero Madeleine estaba en su rincón nocturno habitual, hecha un ovillo sobre la pequeña silla acolchada junto a la ventana, y se estaba sentando, apuntando con la cabeza hacia la entrada. Podía ver el perfil de sus orejas contra la escasa luz procedente de la farola, una manzana al norte, en Parson Road, colándose por las rendijas de la persiana.

Floté de regreso a la cama, cuidándome de no tropezar con la ropa y los zapatos desperdigados por el suelo.

—Martin —susurré. Me incliné junto a la cama y le toqué el brazo—. Martin, tenemos un problema, despierta.

—¿Qué? —respondió quedamente.

—Hay alguien abajo.

—Ponte detrás de la silla —dijo casi inaudiblemente, pero con el tono cargado de urgencia.

Lo oí salir de la cama y apenas distinguí que rebuscaba en su bolsa.

Estaba dispuesta a desobedecer y hacer mi parte para atrapar al intruso (después de todo era mi casa), cuando un leve destello de la luz exterior reveló que Martin sostenía una pistola.

Bueno, al parecer era momento de esconderse detrás de algo. De hecho, la silla de repente me pareció una barricada escasa. Dejé a Madeleine justo donde estaba. No solo se habría puesto a maullar como loca si la hubiese cogido, sino que confiaba en sus instintos de supervivencia mucho más que en los míos.

Me esforcé sobremanera para escuchar, pero solo me llegaron sugerencias de movimientos (quizá era Martin encaminándose hacia el tope de las escaleras). A pesar del espantoso martilleo de mi corazón, conseguí pronunciar algunas oraciones llenas de fervor. Las piernas me temblaban por el miedo y la posición acuclillada tras la silla.

Me obligué a permanecer quieta. Solo funcionó a medias, pero oí algunos sonidos procedentes de la escalera. El intruso no era muy habilidoso que digamos.

Me di cuenta de que temía más a lo que Martin pudiera hacer que al propio intruso. Aunque solo un poco.

Oí que alguien entraba en la habitación. Me cubrí la cara con las manos.

Y se encendieron las luces.

—Quieto ahí —dijo Martin con voz amenazadora—. Te estoy apuntando con una pistola a la espalda.

Asomé la cabeza sobre la silla. Sam Ulrich estaba de pie en la habitación dando la espalda a Martin, que estaba apoyado contra la pared, junto al interruptor de la luz. Ulrich tenía un rollo de cuerda en una mano y un ancho rollo de cinta aislante en la otra. Su rostro estaba lívido por el desconcierto y la excitación. El ascenso por las escaleras debió de ser intenso para él también.

—Date la vuelta —ordenó Martin. Ulrich obedeció—. Siéntate en el borde de la cama —añadió Martin. El corpulento exejecutivo de Pan-Am Agra dio un paso atrás y se sentó. Lentamente, me levanté de mi escondite tras la silla, dándome cuenta de que, durante los instantes que había pasado ahí, los músculos se me habían entumecido por la tensión. Me temblaban las piernas, y decidí que sentarme en la silla no sería mala idea. Mi bata estaba colgada del respaldo. Me la puse. Madeleine había desaparecido, sin duda irritada por tan brusca interrupción de su sueño nocturno.

—¿Estás bien, Roe? —preguntó Martin.

—Sí, bien —dije, temblorosa.

Contemplamos a nuestro prisionero. Se me ocurrió algo.

—Martin, ¿dónde has aparcado el coche? ¿Es tuyo?

—No —dijo lentamente—. No, he aparcado en una de las plazas de atrás, y el coche es el de la empresa. No me gusta dejar el mío en el aeropuerto cuando viajo.

—Entonces él no sabía que estuvieras aquí —deduje.

Martin asimiló la idea rápidamente. Su expresión pasó de la perplejidad a la ira y luego al ansia asesina.

—¿Qué ibas a hacer con la cuerda y la cinta, Sam? —le preguntó con mucha tranquilidad.

Sentí que toda la sangre se me escapaba de la cara. No había dado cabida a la obviedad hasta que Martin formuló la pregunta crítica.

—Hijo de perra, te iba a joder como tú me jodiste a mí —dijo Ulrich salvajemente.

—No violé a tu mujer.

—No pensaba violarla —respondió, como si yo no estuviese allí—. Pensaba asustarla y dejarla amordazada para que supieras lo que es dejar a una familia indefensa.

—Tu lógica se me escapa —dijo Martin con una voz afilada como una cuchilla recién estrenada.

Sabía que aquello era una lucha particular entre los dos hombres, pero a fin de cuentas era a mí a quien pensaban amordazar.

—¿No has pensado lo cobarde que es colarse en plena noche para amordazar a una mujer que ni siquiera es enemiga tuya? —dije con meridiana claridad.

Por lo visto, Sam Ulrich no había contemplado esa perspectiva. Se puso cada vez más rojo de forma muy desagradable.

—Me encantaría matarte —aseveró Martin con tranquilidad. No dudaba de su sinceridad y, por la tensión de los hombros de Ulrich, sabía que él tampoco. Aun solamente ataviado con los pantalones del pijama, Martin irradiaba más autoridad que Ulrich en traje—. Pero como esta es la casa de Roe y es a ella a quien querías hacer daño, quizá sería conveniente que ella decidiese qué hacer contigo.

Estaba segura de que Martin mataría a ese hombre si se lo pidiese.

Pensé en llamar a la policía. Pensé en los policías que conocí durante mi relación con Arthur, y puede que el propio Arthur, entrando en mi dormitorio y viéndome con el camisón puesto. Pensé en sus miradas cuando averiguasen que Martin y yo dormíamos en la misma cama cuando oí los ruidos en la casa. Pensé en los casos policiales, sacados de sus informes, que aparecían a diario en el Sentinel de Lawrenceton. Entonces pensé en dejar marchar a ese espantoso cobarde. Pero se me ponía la piel de gallina imaginándome sola en casa con ese hombre frustrado equipado con cuerda y cinta.

Y os diré lo que me encantaba de Martin. Me dejó pensar. No dijo una sola palabra ni pareció impaciente; ni siquiera me puso una mueca.

—¿Estás casado? —le pregunté a Sam Ulrich.

—Sí —murmuró.

—¿Hijos?

—Dos.

—¿Cómo se llaman?

Cada vez parecía más humillado.

—Jannie y Lisa —dijo a regañadientes.

—A Jannie y a Lisa no les gustaría ver el nombre de su padre en los periódicos por asaltar a una mujer desarmada en su casa.

Temí que, entre la ira y la humillación, fuese a echarse a llorar.

Saqué un bolígrafo y un bloc de notas del cajón de mi mesilla.

—Escribe —ordené.

Él tomó el bolígrafo y el bloc.

—Pon la fecha.

Apuntó la fecha.

—Voy a dictarte. Empieza a escribir —le dije—. Yo, Sam Ulrich, irrumpí en la casa de Aurora Teagarden esta noche… —Su mano por fin empezó a moverse. Cuando paró, continué—: Llevaba conmigo cuerda y cinta adhesiva. —Escribió—. Ella estaba acostada con todas las luces apagadas y yo no sabía que estuviese acompañada. —Sus dedos se movían muy lentamente—. Su invitado fue lo único que me impidió hacerle daño. Si no cumplo con las condiciones que se detallan a continuación, ella enviará esta carta a la policía y una copia de la misma a mi esposa. —Cuando terminó de escribir, le pedí que la firmase.

Aguardó a conocer cuáles eran mis condiciones.

—Quiero ver que pones tu casa a la venta mañana mismo y, por el amor de Dios, no la inscribas en las listas de Select Realty. Quiero que te mudes de aquí, con familia y todo, en un plazo de una semana. No quiero que vuelvas a esta ciudad, ni quiero verte nunca más. Puede que no encuentres otro trabajo como al que estás acostumbrado, pero creo que cualquier cosa será mejor que estar en la cárcel por lo que querías hacerme.

El rostro de Martin rezumaba perplejidad.

Los rasgos de Ulrich estaban distorsionados por la ira. Me preguntaba si, entre la ira, el alivio y el desconcierto, no le daría un infarto en mi casa, y noté que tampoco me importaba demasiado que ocurriese.

—Martin, ¿podrías acompañar al señor Ulrich hasta su coche?

—Claro, cielo —convino Martin con una suavidad casi peligrosa—. Vamos, Ulrich. Tienes suerte de que le haya preguntado a la dama. Si hubiese dependido de mí, ahora estarías en el hospital.

O en el depósito de cadáveres, pensé yo.

Sam Ulrich se incorporó despacio. Dio un paso adelante y luego se detuvo. Temía acercarse más a Martin. No era tan tonto como parecía. Martin retrocedió y Ulrich lo precedió bajando las escaleras.

Oí cómo la puerta de atrás se abría y se cerraba y me pregunté si la habría dejado abierta cuando subimos al dormitorio. Pensaba que no. El cerrojo no era muy bueno. Tenía que comprar otro.

Quedarme a solas unos minutos fue todo un alivio para mí. Rompí a llorar intentando no verme a merced del hombre a quien estaban conduciendo hasta su coche en ese momento.

Estaba levantando la cabeza del lavabo, estremecida por el contacto con el agua helada, cuando Martin regresó. Vi su reflejo en el espejo, detrás del mío.

—Has llorado —dijo dulcemente, dejando la pistola en el tocador, donde permaneció, tan fuera de lugar como una serpiente de cascabel. Me di la vuelta y lo abracé. Su pecho desnudo estaba frío por el aire nocturno y froté la mejilla contra su piel.

—Se ha ido a casa —explicó, respondiendo a la pregunta que tanto temía formular.

—Martin —dije—, si no hubieses estado aquí…

—Podrías haber llamado al 911, porque yo no me habría interpuesto entre tú y el teléfono —contestó con su habitual pragmatismo—. Se habrían presentado aquí en cuestión de dos minutos, como máximo, y habrías estado bien.

—Entonces ¿esto no cuenta como un rescate? —pregunté, temblorosa.

—Estamos en paz. Tú me impediste cometer alguna estupidez con él. Odiaría la idea de tener que pasar la noche en comisaría por culpa de Sam Ulrich. También has salvado a su familia.

—Martin, lo único que me apetece es que nos metamos en la cama, nos escondamos debajo de todas las mantas y me abraces.

No paraba de temblar de los pies a la cabeza. Mientras yacía tumbada con los ojos abiertos como pozos en la oscuridad, me di cuenta de que había tenido que esperar a que Sam Ulrich se marchara (vivo) en su propio coche para poder gozar del lujo de relajarme y creer que el incidente había terminado de verdad. Martin también estaba despierto, escuchando. No pensaba que Ulrich fuese tan estúpido como para volver; debía de estar en su propia cama recordando lo afortunado que había sido.

Desde luego, yo lo estaba haciendo.

***

Al menos Martin no intentó llegar a la planta temprano el sábado, pero sentía que debía presentarse, habida cuenta de los días que había pasado fuera de la ciudad.

—Creo que mis fines de semana irán menguando ahora que las cosas empiezan a coger forma en la planta —me contó mientras nos tomábamos el café del desayuno—, sobre todo ahora que tengo una razón para estar fuera.

Intenté devolverle la sonrisa, pero creo que el resultado fue un miserable fracaso.

—Roe —dijo en serio—, soy yo quien te trajo los problemas de anoche, y lo siento en el alma. Ese tipo no habría entrado en tu casa de no ser por mí. Espero que no me odies por ello.

—No —respondí sorprendida—. No, ni se te ocurra pensar eso. Solo estoy cansada, y el incidente ha sido de lo más desconcertante. Y, ya sabes…, deberías contarme por qué has traído una pistola a sabiendas de que ibas a pasar la noche conmigo.

—Mi vida no ha sido fácil —declaró Martin al cabo de un momento—. Mi trabajo me exige que haga cosas difíciles con otras personas, personas como Ulrich.

Cerré los ojos brevemente. Probablemente todo fuese cierto, hasta donde yo sabía.

—Vale —dije.

—¿Crees que te seguirá apeteciendo acudir a ese banquete esta noche?

Me había olvidado del todo. Por supuesto que no estaba loca por ir, pero, por otra parte, al imaginarme a mi madre preguntándome por qué no había ido, sencillamente no se me ocurrió una excusa creíble.

—Supongo que sí —dije apáticamente—. Antes prefiero ir allí a rastras que pensar en anoche.

—No olvides recogerte el pelo —me recordó luego, mientras recogía sus cosas y las metía en el coche de la empresa—. ¿A qué hora me paso?

—Creo que los cócteles se sirven a las seis y media.

—A las seis y media, pues. ¿Hay que ir elegantes?

—Sí. Además, cada cual puede invitar a otras dos personas, así que estará concurrido, y habrá orador.

Estaba apoyada en el marco de la puerta y Martin estaba a medio camino de su coche cuando soltó las cosas y volvió hacia mí. Me cogió de la mano.

—¿No estás enfadada conmigo por lo de anoche? —me preguntó sosteniéndome la mirada.

Negué lentamente con la cabeza mientras intentaba analizar lo que sentía, por qué las cosas me parecían tan sombrías.

—Es solo que he recibido más de lo que esperaba —dije, relatando la versión resumida. Él me miró enigmáticamente. Me sentía tan cansada que mi juicio estaba deteriorado, pero seguí—: Eres un hombre peligroso, Martin —afirmé.

—No para ti —repuso—. No para ti. Especialmente para mí, pensé mientras observaba cómo se alejaba.

***

Se me había olvidado por completo pedir cita para la peluquería. Como era de esperar, todas las peluquerías que abrían el sábado estaban hasta arriba de trabajo, pero con lisonjas y sobornos conseguí que la peluquera habitual de mi madre cerrase más tarde para lidiar con mi melena. Acabaría justo a tiempo para la cena.

Por mí, bien. Cansada, ascendí los peldaños hasta el dormitorio y me metí en la cama. Eso se estaba convirtiendo en una costumbre.

Cuando me desperté de nuevo a las dos, el día encapotado no parecía mucho más halagüeño, pero yo me sentía bastante mejor. Decidí meter la noche anterior en un cajón mental por el momento, aunque fuese para disfrutar un poco de una función social en Lawrenceton, por primera vez con Martin. Era lo bastante humana como para deleitarme anticipadamente con las cejas arqueadas de las mujeres envidiosas. Estaba convencida de que cualquier mujer con hormonas desearía a Martin.

Incluso me puse mi vídeo de aérobic y llegué hasta la mitad antes de cansarme de la despótica instructora. Madeleine me observaba, como de costumbre, los ojos redondos e incrédulos. Me siguió al piso de arriba para ducharme y me observó mientras me maquillaba y me secaba el pelo. También cambié las sábanas y pasé el aspirador rápidamente por el dormitorio.

Andaría tan corta de tiempo que decidí ponerme todo, salvo el vestido que luciría esa noche, antes de salir a la peluquería. Busqué en los armarios. Me pondría el mismo vestido del año pasado. Martin no lo había visto, y aunque los demás sí, solo lo había utilizado una vez. Era verde, y después de unas sencillas mangas largas y el cuello cóncavo, el corpiño dibujaba un pico en la parte delantera, y la falda corta lucía volantes por toda su extensión. Tendría que ponerme los tacones negros… Necesitaba unos zapatos estilo lamé, que tan populares se habían vuelto, pero carecía de la energía y el tiempo para irme de compras. Los negros tendrían que valer. También tenía un pequeño bolso de noche. Así que me puse un conjunto de ropa interior y medias adecuado y un vestido que se abotonaba por delante y lo cubría todo.

Salí corriendo al coche y crucé la ciudad hasta la peluquera de mi madre. Comprobé una dirección antes de salir de casa y tomé un pequeño desvío. Allí estaba la casa de los Ulrich, una de estilo ranchero de tres dormitorios en uno de los barrios de clase media más bonitos de Lawrenceton.

Y vi plantado en el jardín un cartel de «se vende».