Madeleine tenía programada una visita al veterinario para la mañana siguiente. Rescaté el recio transportin metálico que Jane me había legado y abrí la portezuela. Metí en él uno de sus juguetes. Dejé el transportín, con la puerta abierta, sobre la mesa de la cocina. Me puse los guantes de jardinería.
La experiencia mandaba.
Madeleine supo de qué iba todo nada más ver el transportin. Era capaz de encontrar rincones en los que esconderse donde jamás creerías que pudiera meterse una vieja gata entrada en kilos. Antes, había subido discretamente al piso superior y cerrado todas las puertas mientras Madeleine permanecía a la vista sobre el sofá. También cerré el salón y el cuarto de baño de abajo. Pero, aun así, Madeleine había desaparecido.
Gemí con exasperación y me puse a buscarla.
Esta vez, se había apalancado debajo del mueble del televisor.
—Vamos, vieja dama —rogué, consciente de que desperdiciaba el aliento.
La batalla duró alrededor de veinte minutos. Madeleine y yo intercambiamos juramentos, y a punto estuvimos de escupirnos. Pero, al cabo de ese tiempo, Madeleine acabó en el transportin, observándome con la expresión poseída, típica de una prisionera de guerra filmada por Amnistía Internacional.
Me froté los peores arañazos con una pomada antibiótica y me puse el abrigo. Me estaba preparando para la dura prueba que me aguardaba.
Madeleine no paró de maullar quejumbrosa durante todo el camino hasta la clínica del doctor Jamerson. Ni siquiera para tomar aliento.
A veces detestaba a esa gata.
—Oh, bien, Madeleine llega justo a tiempo —dijo la recepcionista del doctor Jamerson con una absoluta falta de entusiasmo, a lo que respondí con un sombrío gesto de la cabeza.
—Veamos, ¿qué necesita hoy Madeleine?
Lo sabía condenadamente bien.
—Todas las vacunas.
—Charlie ha ido a por sus guantes —dijo, soltando un suspiro de resignación—. Estará contigo en un minuto.
Charlie ayudaba al doctor Jamerson con los casos realmente difíciles. Era un joven corpulento y alegre que trabajaba para el veterinario hasta ahorrar lo suficiente para ir a la universidad a jornada completa, en vez de a media jornada, como ahora.
—¿Ya está aquí? —oí que decía Charlie a la recepcionista con tono receloso. Un instante después, el muchacho asomó la cabeza por la sala de espera.
—¡Justo a tiempo, como siempre, señorita Teagarden! ¿Qué tal está la gatita?
Madeleine lanzó un aullido lastimero. El labrador del otro lado de la sala empezó a gemir y apretó el hocico contra la pierna de su dueño. Charlie dio un respingo.
—Será mejor que la traiga aquí —invitó con falsa convicción—. El doctor está esperando.
Pugné con el pesado transportin a sabiendas de que tendría que levantarlo yo misma, ya que la última vez Madeleine descubrió que podía abrir la portezuela sin problema alguno con la pata, incluso con las garras completamente extendidas. El doctor Jamerson tenía todas las inyecciones de Madeleine preparadas, además de un generoso suministro de bolas de algodón y antiséptico. Tenía la mandíbula apretada y me dedicó una tensa sonrisa.
—Tráigala aquí, señorita Teagarden. La esterilizaremos antes de vacunarla. Menos mal que es una gata sana.
Eso me dio qué pensar. Si Madeleine se ponía así estando bien…
—Oh, Dios —exclamé.
Me volví a poner los guantes.
—¿Listos?
—Adelante —nos dijo el doctor Jamerson a Charlie y a mí, a lo que asentimos simultáneamente. Solté el cierre de la portezuela y la abrí.
***
Quince minutos más tarde, ya estaba fuera de la clínica, abrazando un transportin con una gata lanzando aullidos triunfales. Ya había recibido sus pinchazos, y casi podría decirse que nosotros también.
—No ha sangrado demasiado, mamá —le aseguré cuando me llamó para preguntarme cómo le había ido al doctor Jamerson.
—Le he vendido una casa. Es un hombre encantador —suspiró—. Ojalá llevases a esa gata al doctor Caitlin. Ha pasado por Today’s Homes.
—No aceptaría verla —declaré.
—Oh.
—¿A qué hora es el sábado? —pregunté—. El banquete.
—¿Qué has hecho con tu invitación?
—La habré perdido o algo.
—Necesitas un tablón y chinchetas.
—Sí, lo sé. Pero ¿a qué hora teníamos que estar allí?
—Las copas, a las siete. La cena, a partir de las siete y media.
—De acuerdo.
—Una cosa, le voy a enseñar más casas. ¿Lo sabías?
—Oh…, no. No hemos hablado de eso.
—Nada tan grande como la casa Anderton, pero dentro de los cien mil. Debe de esperar recibir muchas visitas.
—Aquí es un pez gordo. O eso creo.
—Pero no deja de ser un hombre soltero… ¿Para qué quiere tanto espacio?
—Ni idea. —¿Porque procedía de una pobre familia de granjeros de la América profunda? No tenía la menor idea.
—Bueno, espero que sepas lo que estás haciendo.
—Yo también —convine discretamente.
—Oh, Roe, ¿tan en serio va la cosa? —Mi madre de repente estaba angustiada.
—Sí —admití cerrando los ojos.
—Oh, Dios.
—Nos vemos el sábado —dije apresuradamente—. Hasta luego, mamá.
—Hasta luego, cielo. —Sin duda estaba preocupada.
***
Alquilé una película para ver esa noche. Estaba tumbada envuelta en una manta frente al televisor, comiendo galletas saladas con mantequilla de cacahuete, cuando Martin llamó. Solo quería saber si estaba bien, me dijo, tras el incidente con Sam Ulrich de la mañana anterior. Se sentía solo en la habitación del hotel, añadió.
Tras colgar, me puse a pensar en su material de ejercicio, sus carreras y el ráquetbol, y cerré el tarro de mantequilla de cacahuete.
Y, antes de irme a la cama, mis pensamientos se fueron con Sam Ulrich… e Ideila, y Tonia Lee… Y comprobé que todas las puertas y las ventanas estuvieran bien cerradas.
***
Me acababa de enfundar los vaqueros y un jersey la mañana siguiente, cuando sonó el teléfono.
—Roe —dijo una tibia voz al otro lado de la línea—, ¿cómo te encuentras esta mañana?
—Oh, hola Franklin —saludé con suscitada curiosidad—. Muy bien.
—¿No demasiado alterada por la terrible experiencia?
—Si te refieres al hallazgo de Ideila, fue horrible, Franklin, pero aún no le he dado demasiadas vueltas. —Había estado dando vueltas a otras cosas. Me descubrí sonriendo y sentí algo de vergüenza.
—Eso está bien. La vida sigue —señaló despreocupadamente—. Te llamaba por si te apetecería ir conmigo al banquete de las inmobiliarias.
Vaya, vaya. El legendario Franklin Farrell le pedía una cita a esta humilde servidora. Probablemente ya había salido con todas las demás mujeres de Lawrenceton.
—Eres muy amable por pensar en mí, Franklin. Me siento halagada, pero ya tengo planes para esa noche.
—Oh, es una verdadera lástima. Bueno, otra vez será.
—Gracias por llamar.
De haber habido allí alguien para verme, habría comprobado cuán arqueadas se habían quedado mis cejas. ¿Franklin Farrell sin acompañante con el banquete tan cerca? Algo debía de haber alterado sus planes originales. ¿Significaba eso que alguien le había dado plantón? Eso sí que sería una noticia.
Mis dedos tamborilearon sobre la encimera de la cocina.
Lo siguiente que supe era que estaba pidiendo a Patty que me pusiera con Eileen.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —me preguntó Eileen, pero sin su habitual entusiasmo.
—No me quejo. ¿Y tú?
—Sigo alterada, Roe. No puedo dejar de ver a Idella tirada como una bolsa de basura.
—Debió de ser rápido, Eileen. A lo mejor ni siquiera se dio cuenta de nada.
El periódico citaba una declaración de Lynn según la cual se creía que Idella había sido estrangulada de la misma manera que Tonia Lee, aunque no se sabría nada a ciencia cierta hasta la autopsia. Deseaba que hubiese sido rápido, pero estaba convencida de que Idella supo en todo momento quién la estaba matando y que no iba a salir de esa. Me esforcé tanto para dejar de imaginar que me mordí el labio.
—Eso espero —suspiró Eileen—. Escucha, Roe, no es que quiera cortarte, pero tengo que seguir con el trabajo. Ayer me tomé el día libre. ¿Quieres ver más casas hoy?
—Creo que no, Eileen. Creo que se me han quitado las ganas, al menos por un tiempo. La casa Julius me ha gustado más que ninguna de las que he visto hasta el momento, pero tengo que sopesar si podría vivir fuera de la ciudad sin que me den los siete males todas las noches.
—Te comprendo, créeme. Tú llámame cuando te decidas.
—Oye, Eileen. ¿Sabes si Idella estaba saliendo con alguien?
—Si lo estaba, no se lo dijo a nadie. Pero últimamente estaba de muy buen humor: se esmeraba más con el vestido, estaba más alegre, le brillaba la mirada y esas cosas. Pero no era de las que hablan de su vida personal. ¡Trabajé con ella durante un mes y ni siquiera mencionó a sus hijos!
—Era muy reservada —apunté, impresionada—. Me pregunto si no estaría saliendo con Franklin Farrell.
—Eso me sorprendería mucho —atajó Eileen al momento—. Ya conoces su reputación de conquistador. Idella era muy tímida.
Habría supuesto todo un desafío para Franklin Farrell.
—¿Sabías que han interrogado a Jimmy Hunter? —me soltó Eileen de repente.
—Sí, pero no creo que sea culpable.
—Alguien tendrá que ser —entonó Eileen poniéndose práctica—, aunque tengo entendido que su coartada es bastante sólida.
—Entonces ¿hay dos estranguladores asesinando a vendedoras de casas en Lawrenceton?
—Ya conoces a asesinos que emulan a otros asesinos. Puede que este sea uno de esos casos.
—¿Qué hay de los robos?
—No soy la policía —se irritó Eileen—. Solo deseo que todo esto acabe y poder volver a mi trabajo sin espantarme cada vez que tenga que enseñarle una casa a un cliente.
—Claro —dije, instantáneamente arrepentida—. Susu es amiga mía, o al menos solíamos serlo en el instituto.
—Esto no se resolverá sin que alguien salga malparado.
—Por supuesto. Oye, ¿a qué hora sales a caminar todas las tardes?
—Terry y yo solemos quedar a las cinco en invierno y a las siete en verano. ¿Quieres venirte con nosotras?
—¡Oh, es muy amable por tu parte! No, solo os entorpecería. Pensé que podría probarlo, pero creo que será mejor que lo haga por mi cuenta al principio.
—Pues ten cuidado.
—Lo tendré. Nos vemos el sábado.
—Adiós.
Una diminuta parte de mí lamentaba no poder ver a Franklin en acción. Amina me había dicho que su cita con él fue como estar en una cálida y relajante burbuja de jabón. Era capaz de hacerte sentir adorada, delicada y consentida. Y, por supuesto, deseabas que la cosa continuara hasta llegar a la cama. Una o dos veces, e incluso puede que durante un mes. Y, de repente, Franklin deja de llamarte y te toca volver a poner los pies en el suelo.
Si Martin no hubiera aparecido en mi vida, lo más seguro es que hubiera aceptado, aunque solo fuese por tener la experiencia. Pero lo habría dejado a pocos pasos de la cama, me dije con determinación.
Puse comida y agua fresca a Madeleine, que todavía estaba escondida en alguna parte de la casa, enfurruñada por la degradación a la que había sido sometida en la clínica veterinaria.
Y el teléfono volvió a sonar.
Esta vez era Sally Allison.
—La policía ha registrado la casa de los Hunter y no ha encontrado nada.
—Oh, gracias a Dios. ¿Quiere decir eso que ha dejado de ser sospechoso?
—Es posible. La tarde en que mataron a Ideila Yates él la pasó en la ferretería sin descanso, a la vista de al menos tres personas en todo momento. Ha dicho que visitó la casa Anderton con Tonia Lee, pero otro día. Por eso se encontraron sus huellas en la mesilla.
—¿Seguro que puedes contarme todo esto?
—Si no se lo dices a nadie más. De lo contrario, Paul se merendará mis entrañas.
—Comprendido.
—Sé que eres amiga de Susu. Por eso quería contártelo.
—Gracias, Sally. Oye, ¿has salido alguna vez con Franklin Farrell?
—No —dijo, y se echó a reír—. No quería ser otro cliché. Te pide salir cuando cree que estás especialmente sola, recuperándote de otra relación o si te considera un poco tonta. Tengo entendido que merodea y corteja de lo lindo antes de entrar a matar, pero cuando me llamó estaba tan asustada que no me atreví a aceptar.
—Era simple curiosidad.
—Eh, ¿has recibido el artículo de periódico que te mandé?
—Ay, ayer no comprobé el correo. Seguro que está en el buzón. Iré a ver.
—Vale. Si no lo has recibido, llámame.
Abrí el buzón, ansiosa, y saqué un montón de cartas. Efectivamente, allí estaba el artículo que Sally me había mandado, tal como había prometido. Contemplé la foto de Martin y suspiré estúpidamente. Según pude leer, Martin tenía muchas tablas en el mundo de la agricultura (daba por sentado que se debía a su infancia en una granja); gozaba de un distinguido historial de servicios, incluidos dos corazones púrpuras (eso explicaba las cicatrices, por las que todavía no le había preguntado), y poseía un dilatado currículo al servicio de Pan-Am Agra… A continuación había una breve crónica de su sostenido ascenso…, seguida de una declaración no vinculante de los planes de Martin para la planta.
No había mucho, la verdad, pero por alguna razón me resultaba muy emocionante leer acerca de mi…, bueno, lo que fuese…, en el periódico. Así que lo leí y lo releí.
—Qué raro —me dije en voz alta.
Martin me había comentado casualmente que había dejado el ejército en 1971. Ese artículo especificaba que había empezado a trabajar en Pan-Am Agra en 1973.
¿Qué había estado haciendo durante esos dos años? No podía dejar de preguntármelo.