Aparte de la piedra filosofal, para convertir el metal base en oro, una de las grandes aspiraciones de la alquimia, tanto europea como asiática, ha sido la de encontrar el elixir de la inmortalidad. En su candoroso entusiasmo por dicha búsqueda, más de un emperador chino falleció después de ingerir los fabulosos menjunjes de jade pulverizado, té, ginseng y metales preciosos, preparados por sacerdotes taoístas. Pero así como la conversión del plomo en oro no era en muchos casos más que un simbolismo químico de la transformación espiritual del propio hombre, la inmortalidad que confería el elixir no era siempre una vida literalmente eterna, sino la transportación de la conciencia a un estado más allá del tiempo. La física moderna ha resuelto el problema de convertir el plomo en oro, pero el proceso es bastante más costoso que extraerlo de la tierra. Sin embargo, en los últimos años, los químicos modernos han elaborado un par de substancias sobre las que cabe afirmar que en algunos casos inducen estados mentales extraordinariamente semejantes a la conciencia cósmica.
Para muchas personas, dichas alegaciones son profundamente inquietantes. Por una parte, la experiencia mística parece demasiado fácil cuando sale sencillamente de un frasco y, por consiguiente, está al alcance de gente que no ha hecho nada para merecerla; ni ayunar, ni rezar, ni practicar el yoga. Por otra parte, esto parece sugerir que la introspección espiritual, después de todo, no es más que una cuestión de química corporal que reduce completamente lo espiritual a lo físico. Éstas son consideraciones importantes, a pesar del convencimiento de que a la larga se descubrirá que la dificultad emana de una confusión semántica en las definiciones de lo «espiritual» y lo «físico».
Sin embargo, conviene señalar que no hay nada nuevo ni deshonroso en la idea de que la introspección espiritual es un don inmerecido de la gracia divina, a menudo conferido por medios físicos o sacramentales como el agua del bautismo y el pan y el vino de la misa. El sacerdote que en virtud de su ministerio transforma el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo, ex opere operato, mediante la simple repetición de la fórmula de la Última Cena, no está en una situación radicalmente distinta de la del científico que, al repetir la fórmula correcta de cierto experimento, efectúe una transformación en el cerebro. El valor comparativo de ambas operaciones debe ser juzgado por sus efectos. Hay personas en quienes los sacramentos del bautismo y la comunión no parecen «haber surtido su efecto», cuyas vidas no han sido efectivamente regeneradas. Asimismo, ninguno de los productos químicos alteradores de la mente es literalmente una experiencia mística embotellada. Muchos de los que los ingieren experimentan sólo éxtasis sin introspección, o simplemente una confusión desagradable de los sentidos y de la imaginación. Los estados semejantes a la experiencia mística emergen sólo en ciertos individuos, e incluso entonces suelen depender de una concentración y esfuerzo considerables para utilizar la alteración de la conciencia en ciertos sentidos. También es importante subrayar que el éxtasis es sólo una incidencia de la auténtica experiencia mística, cuya esencia cabe describir como introspección, en el sentido actual de dicho término en psiquiatría.
Un producto químico de este género puede considerarse tal vez como una ayuda para la percepción semejante al telescopio, el microscopio o el espectroscopio, sólo que en este caso el instrumento no es un objeto externo, sino un estado interno del sistema nervioso. Todos estos instrumentos son relativamente inútiles sin una formación y una preparación adecuadas, no sólo para utilizarlos, sino en un campo específico de la investigación.
Con estas consideraciones ya basta prácticamente para mostrar que el uso de tales productos químicos no reduce la introspección espiritual a una simple cuestión de química corporal. Pero también es preciso agregar que incluso cuando describimos ciertos sucesos en términos químicos, esto no significa que los sucesos en cuestión sean meramente químicos. La descripción química de una experiencia espiritual tiene tanta utilidad y tantas limitaciones como la descripción química de un gran cuadro. No resulta difícil analizar químicamente la pintura, y tanto para los artistas como para los conocedores es útil hacerlo. También puede que sea posible elaborar una descripción química de los procesos que tienen lugar en el artista cuando pinta. Pero esto sería increíblemente complicado y, por otra parte, el mismo proceso podría ser descrito y comunicado con mayor eficacia en otro lenguaje que no fuera el químico. Probablemente deberíamos decir que un proceso es químico sólo cuando el lenguaje químico constituye la forma más eficaz de describirlo. Asimismo, algunos de los productos químicos conocidos como psicodélicos brindan la oportunidad de una introspección mística, al igual que buenas pinturas y pinceles brindan la de un hermoso cuadro, o un buen piano la de una bella música. Facilitan la labor, pero no hacen el trabajo por sí solos.
Los dos productos químicos más generalmente utilizados para provocar un cambio de la conciencia propenso a la experiencia espiritual son la mescalina y la dietilamida del ácido lisérgico (conocida por las siglas LSD). El primero es una síntesis de los ingredientes activos del peyote y el segundo un producto puramente sintético del grupo indol, que produce sus efectos incluso en dosis tan reducidas como veinticinco microgramos. Los efectos específicos de estos productos es difícil identificarlos con claridad y, a juzgar por los conocimientos de que disponemos en la actualidad, parecen actuar sobre el sistema nervioso, reduciendo algunos de los mecanismos inhibidores que normalmente actúan como filtros de la conciencia. Algunos psiquiatras, que parecen ansiosos de conservar la sensación socialmente aprobada de la realidad, más o menos como se percibe el mundo en un lúgubre lunes por la mañana, califican esos dichos productos de alucinógenos con efectos tóxicos de carácter esquizoide o psicótico. Me temo que esto no es más que charlatanería psiquiátrica: una especie de rumor de desaprobación. Ninguna de estas substancias es adictiva, como la heroína o el opio, ni se ha demostrado jamás que tuvieran efectos perjudiciales en personas que no estuvieran ya gravemente trastornadas. Cabe poner en tela de juicio el hecho de que los cambios de la conciencia que provocan se denominen alucinaciones, puesto que algunas de las sensaciones y visiones insólitas puede que sean tan reales como las formas poco familiares que se perciben a través del microscopio. No lo sabemos. También cabe preguntarse si sus efectos pueden calificarse de tóxicos, que podría significar venenosos, a no ser que dicho término puedan aplicarse a los efectos de las vitaminas o proteínas. Ese lenguaje es valorativo, pero no descriptivo en un sentido científico.
Hace algunos años (en 1958) un grupo de investigación psiquiátrica me pidió que tomara cien microgramos de ácido lisérgico para comprobar si producía algo parecido a una experiencia mística. No fue así, a mi entender porque entonces no había aprendido todavía a dirigir esta búsqueda bajo su influencia. En su lugar, tuve la impresión de que mis sentidos habían adquirido su carácter caleidoscópico (en un sentido puramente metafórico), lo que convertía el mundo entero en algo fascinantemente complejo, como si yo formara parte de un arabesco multidimensional. Los colores adquirieron tal viveza que las flores, las hojas y las telas parecían iluminadas desde el interior. El orden azaroso del césped del jardín parecía exquisitamente organizado, pero sin ninguna distorsión visual. Los cuadros sumi, o de tinta negra, de artistas chinos y japoneses parecían casi fotografías tridimensionales, y los detalles superficiales habitualmente ignorados del habla, la conducta, la apariencia y la forma parecían, de un modo indefinible, sumamente significativos. Al escuchar música con los ojos cerrados, presencié fascinantes juegos de joyas, mosaicos, tracerías e imágenes abstractas que bailaban. En un momento dado, todo parecía sumamente cómico, especialmente los gestos y acciones normales de la gente. Cualquier comentario común parecía cargado de dobles y triples sentidos y la conducta preconcebida de quienes me rodeaban no sólo parecía insólitamente evidente, sino que además sugería actitudes ocultas contrarias o complementarias a su intención aparente. En resumen, el aparato filtrador o selector de nuestra evaluación interpretativa normal de la experiencia había quedado parcialmente anulado, como consecuencia de lo cual probablemente proyectaba una sensación de significado en casi todo lo que percibía. El conjunto de la experiencia fue enormemente divertido e interesante, aunque todavía nada parecido a ninguna de mis experiencias místicas anteriores. Tardé un año en probar de nuevo el LSD, una vez más a instancias de un grupo de investigadores. Desde entonces he repetido cinco veces el experimento, con dosis que oscilaban entre los setenta y cinco y los cien microgramos. Mi impresión ha sido que tales experimentos son profundos y gratificantes, hasta el punto en que me he esforzado al máximo para observar los cambios perceptivos y de evaluación, y describirlos con la mayor claridad y amplitud posibles, habitualmente con la ayuda de un magnetófono. Describir paso a paso cada uno de los experimentos puede ser de interés clínico, pero lo que ahora me propongo es realizar un examen filosófico de algunos de los puntos más destacados y de los temas que se repiten en mis experiencias. Los psiquiatras todavía no han decidido si el LSD es útil terapéuticamente, pero de momento me inclino seriamente a pensar que su uso principal sólo será secundario como terapia y primordial como ayuda para el artista, el pensador o el científico creativo. En este sentido, conviene mencionar que el ambiente humano y natural en el que se lleven a cabo los experimentos es de gran importancia, y que su uso en las salas de los hospitales, con el sujeto rodeado de médicos que le acribillen a preguntas, es sumamente indeseable. El médico supervisor debe adoptar una actitud humana, abandonar toda dramatizaron defensiva de objetividad científica y autoridad médica, y conducir el experimento en un ambiente dotado de belleza natural o artística.
Como he dicho anteriormente, mi impresión general después del primer experimento fue que el «mecanismo» a través del cual filtramos nuestros datos sensoriales y seleccionamos sólo algunos como significativos había quedado parcialmente anulado. Por consiguiente, tuve la sensación de que la sensación particular que asociamos con «lo significativo» se proyectaba indiscriminadamente sobre todas las cosas, que a continuación racionalizaba de una forma que le hubiese parecido absurda a un observador independiente; a no ser, tal vez, que el sujeto fuera un racionalizador excepcionalmente hábil. Sin embargo, al filósofo no le puede pasar inadvertido el hecho de que nuestra selección de ciertos datos sensoriales como significativos y otros como insignificantes se efectúa siempre en relación con ciertos propósitos: supervivencia, la persecución de ciertos placeres, encontrar el rumbo a un destino determinado, etcétera. Pero en todos los experimentos con LSD, uno de los primeros efectos de los que me he percatado ha sido una profunda relajación, acompañada de un abandono de metas y propósitos que me recuerda el siguiente aforismo taoísta: «Cuando se ha utilizado el propósito para alcanzar la inanidad, el hecho ha sido asimilado». En otras palabras, me he sentido dotado de todo el tiempo del mundo, libre de mirar a mi alrededor como si viviera en la eternidad, sin un sólo problema que resolver. Sólo por esa razón los actos ajetreados y deliberados de los demás me parecían en aquellos momentos cómicos, ya que en esas circunstancias es evidente que al fijarse metas que son siempre futuras, en un «mañana que nunca llega», pasa completamente por alto el hecho de vivir.
Por consiguiente, cuando nuestra selección de impresiones sensoriales no se organiza con respecto a ningún propósito determinado, todos los detalles del mundo circundante deben parecernos igualmente significativos o insignificantes. Lógicamente, éstas son dos formas de decir lo mismo, pero la abrumadora sensación de mis propias experiencias con el LSD fue que todos los aspectos del mundo pasaron a ser más significativos, en lugar de insignificantes. Esto no significa que adquieran significado en el sentido de signos, en virtud de señalar otra cosa, sino que todas las cosas parecen significativas en sí. Su mera existencia, o mejor dicho, su formación actual, parece ser perfecta, un fin en sí misma o una plenitud que no precisa justificación alguna. Las flores no maduran para producir semillas, ni las semillas germinan para crear flores. Cada etapa del proceso —semilla, germen, pimpollo, flor y fruto— puede verse como un fin. Una gallina está a un huevo de producir otras. En nuestra experiencia normal ocurre algo parecido en cuanto a la música y la danza, donde el objeto de la acción está en cada momento de su desarrollo y no sólo en el fin temporal de su ejecución.
Este tipo de conversión de la experiencia cotidiana en algo de la misma naturaleza que la música ha sido la característica primera y predominante de todos mis experimentos. Pero el LSD no se limita a suspender el proceso de selección con su anulación. Sería más propio afirmar que muestra la relatividad de nuestra evaluación ordinaria de datos sensoriales, sugiriendo otras. Permite que la mente organice sus impresiones sensoriales según nuevas pautas. Por ejemplo, en mi segundo experimento me di cuenta de que todas las formas repetidas, como las hojas de una rama, los libros de una estantería y los paneles de las ventanas, me daban la impresión de poseer doble o incluso múltiple visión, como si la segunda, tercera y cuarta hojas de la rama fueran reflejos de la primera, vistos, por así decirlo, a través de distintos gruesos de un cristal. Cuando lo mencioné, el médico que me acompañaba levantó el dedo para comprobar si veía una doble imagen. Momentáneamente tuve esa sensación, pero de pronto vi que la segunda imagen tenía su base en una bocanada de humo de cigarro que pasaba junto al dedo y sobre la cual mi conciencia había proyectado los rasgos principales y el contorno de un segundo dedo. Al concentrarme en dicha sensación de imagen doble o repetida, de pronto el campo entero de visión pareció haberse convertido en un líquido transparente, ondulado en círculos concéntricos, como después de arrojar una piedra a un estanque. Dicha pauta no distorsionaba la imagen de las cosas que me rodeaban. Conservaban su aspecto habitual, pero en mi atención se dirigía a sus rasgos más destacados, líneas y sombras que encajaban en la pauta, y relegaba los que no lo hacían a una insignificancia relativa. Sin embargo, en el momento en que me di cuenta de esta proyección y fui consciente de los detalles que no encajaban en la pauta, fue como si hubieran arrojado puñados de guijas al espacio óptico, formando círculos concéntricos coincidentes, de modo que cada punto visible se convirtió en una intersección de círculos. El campo visual parecía haber adquirido una estructura punteada, como la de una fotografía tramada para su reproducción, salvo que el orden de los puntos no era rectilíneo sino circular. De ese modo todos los detalles encajaron en la pauta y el campo de visión se hizo puntillista, como un cuadro de Seurat.
Esa sensación planteaba una serie de preguntas. ¿Proyectaba mi mente su propio diseño geométrico sobre el mundo y, por consiguiente, «alucinaba» una estructura en las cosas que en realidad no existía? ¿O es que lo que denominamos estructura «real» de las cosas no es más que una proyección o alucinación aprendida que todos compartimos? ¿O es que de algún modo adquiría conciencia de los verdaderos puntos de los conos y bastoncitos de mi retina, ya que incluso las alucinaciones deben tener una base real en el sistema nervioso? En otra ocasión observaba detenidamente un puñado de arena y, al darme cuenta de que no podía enfocarla con claridad, adquirí conciencia de todos y cada uno de los detalles y articulaciones de la forma en que mis ojos difuminaban la imagen; y esto fue ciertamente una percepción de puntos o una distorsión que se produjo en los propios ojos.
La impresión general que dan estas sensaciones ópticas es que los ojos, sin perder el área normal de visión, se han convertido en microscopios, y que la textura del campo visual es infinitamente rica y compleja. No sé si en realidad esto es una concienciación de la multiplicidad de los terminales nerviosos de la retina, o para el caso en los dedos, ya que adquirí la misma sensación granulosa en el tacto. Pero el efecto de que esto sea o pueda ser así es, por así decirlo, dirigir los sentidos hacia sí mismos y, por consiguiente, percatarse de que ver el mundo exterior es también verse los ojos. En otras palabras, pasé a ser claramente consciente de que lo que denominamos formas, colores y texturas del mundo exterior son también estados de mi sistema nervioso, es decir de mí. Al conocerlos, me conozco también a mí mismo. Pero lo extraño de esta sensación aparente de mis propios sentidos era que no parecía examinarlos desde el exterior o a lo lejos, como si fueran objetos. Sólo puedo decir que la conciencia del puntillismo o de la estructura en los sentidos parecía ser conciencia de la conciencia, de mí mismo desde el interior de mí mismo. Por consiguiente, la distancia o separación entre mí mismo y mis sentidos, por una parte, y el mundo exterior por otra, pareció haberse desvanecido. Había dejado de ser un observador independiente, un pequeño ente dentro de mi propia cabeza que tenia sensaciones. Yo era las sensaciones, hasta tal punto que no quedaba nada de mí, del ego observador, salvo una serie de sensaciones que se manifestaban —no a mí, sino que simplemente ocurrían— una tras otra y momento tras momento.
Convertirse en las sensaciones, a diferencia de tenerlas, genera el sentido más asombroso de libertad y abandono, ya que indica que la experiencia no es algo en lo que uno esté atrapado, o por lo que esté dominado, o contra lo que deba luchar. La dualidad convencional de sujeto y objeto, conocedor y conocido, el que siente y lo sentido, se convierte en una sola polaridad; el conocedor y lo conocido pasan a ser los polos, términos o fases de un solo suceso que ocurre, no a mí ni de mí, sino por sí mismo. El experimentador y lo experimentado se convierten en un solo proceso autoformativo y siempre cambiante, completo y gratificado en cada momento de su desarrollo, y de infinita complejidad y sutileza. No es como ver, sino ser un serpenteante arabesco de humo en el aire, o de tinta en el agua, o de una culebra danzante que parece mover todas y cada una de las partes de su cuerpo simultáneamente. Puede que esto sea una «alucinación inducida por la droga», pero corresponde exactamente a lo que Dewey y Bentley han denominado relación transaccional del organismo con su entorno. Esto significa que todos nuestros actos y experiencias surgen al mismo tiempo del organismo y del entorno. Los ojos pueden ver la luz debido al sol, pero el sol es luz debido a los ojos. Habitualmente, bajo la hipnosis del condicionamiento social, nos sentimos bastante apartados de nuestro entorno físico, al que nos enfrentamos en lugar de pertenecerle. Pero lo que hacemos entonces es ignorar y ocultar el hecho físico de nuestra interdependencia absoluta con el mundo natural. Estamos tan incorporados a él como nuestras propias células y moléculas en nuestro cuerpo. Nuestra negligencia y la represión de esa relación dotan de una urgencia especial a todas las nuevas ciencias de la ecología, que estudian la interrelación de los organismos con sus entornos, y nos advierten del peligro de nuestra incipiente intromisión en el equilibrio de la naturaleza.
La sensación de que los sucesos ocurren por sí mismos, de que nada los provoca y que no le ocurren a ninguna cosa, siempre ha sido una de las características principales de mis experiencias con LSD. Es posible que el producto químico simplemente me haya proporcionado una intensa comprensión de mi propia filosofía, aunque en ciertos momentos la experiencia ha sugerido modificaciones de mi anterior forma de pensar[12]. Pero así como la psicología transaccional de Dewey y Bentley confirma la sensación de polaridad sujeto/objeto, la sensación de que los sucesos ocurren «por sí mismos» corresponde a la forma en que uno esperaría percibir un mundo que consistiera enteramente en procesos. En la actualidad, el lenguaje de la ciencia es progresivamente un lenguaje de procesos: descripción de sucesos, relaciones, operaciones y formas, en lugar de cosas y substancias. El mundo que describen es un mundo de acciones más que de agentes, de verbos más que de nombres, en contraposición con la idea general de que una acción es la conducta de algo, de una entidad sólida de «materia». Pero la idea general de que la acción es siempre función de un agente está tan profundamente arraigada, tan vinculada a nuestro sentido del orden y de la seguridad, que ver el mundo de otro modo puede suponer un grave trastorno. Sin agentes, las acciones no parecen provenir de ningún lugar, no tener ningún origen de fiar y, a primera vista, dicha espontaneidad puede ser alarmante. En uno de los experimentos tuve la impresión de que cuando intentaba pisar (metafóricamente) tierra firme, el suelo se convertía en espacio vacío. No lograba encontrar ninguna base substancial desde la cual actuar; mi voluntad era un antojo y mi pasado, como fuerza condicionadora causal, simplemente había desaparecido. Sólo existía la actual conformación de sucesos, que ocurrían. Durante algún tiempo me sentí perdido en un vacío, asustado, sin base alguna, completamente inseguro. Sin embargo, pronto me acostumbré a aquella sensación, a pesar de lo extraña que era. Había simplemente una pauta de acción, de procesos, que era simultáneamente el universo y yo mismo, sin nada ajeno a la misma en que confiar o dejar de hacerlo. Además, la idea de confiar o dejar de confiar en sí mismo parecía carecer de significado, al igual que la imposibilidad de que un dedo toque su propia punta.
Después de reflexionar, parece razonable ver el mundo de ese modo. El agente que hay tras cada acción es la propia acción. Si es una estera puede ser esterar, si un gato puede ser gatear. En realidad no tenemos por qué preguntarnos cuál es la materia o substancia básica de la que está formado el mundo, ya que no hay manera de describir tal substancia, salvo en términos de forma, estructura, orden y operación. El mundo no está formado de arcilla inerte en manos de un ceramista; el mundo es forma, o mejor dicho formación, ya que, cuando se examina, toda substancia resulta ser un minucioso entramado. La idea fija de que toda pauta o forma debe estar elaborada con algún material básico, en sí carente de forma, se basa en una analogía superficial entre la formación natural y la manufactura, como si las piedras y las estrellas hubieran sido construidas con alguna substancia, al igual que el carpintero fabrica mesas a partir de madera. De modo que lo que denominamos agente tras la acción es simplemente el estado anterior o relativamente más constante de la misma; cuando un ser corre, tenemos un «ser/correr» más allá del simple «ser». Además, es sólo una cuestión de burda conveniencia afirmar que los sucesos del presente son activados o causados por los del pasado, ya que en realidad hablamos de etapas anteriores o posteriores del mismo suceso. Podemos establecer regularidades de ritmo y pauta en el transcurso de un suceso, que nos permitan pronosticar sus configuraciones futuras, pero sus estados anteriores no «empujan» los presentes ni los futuros, como si fueran piezas de dominó colocadas una tras otra, de modo que al empujar la primera cayeran todas las demás. Las piezas de dominó permanecen donde caen, pero los sucesos del pasado desaparecen hacia el presente, lo que equivale a decir que el mundo es una pauta de automovimiento que manifiesta cierto orden cuando se recuerdan sus estados sucesivos. Su movimiento, su energía, emerge de sí mismo ahora, no del pasado, que simplemente se pierde en el recuerdo como la estela de un buque.
Cuando nos preguntamos por el «porqué» de dicha pauta en movimiento, habitualmente intentamos responder a la pregunta en términos de su impulso original en el pasado, o de su meta en el futuro. Yo había comprendido desde hacía mucho tiempo que, si en algún sentido había una razón para la existencia del mundo, era preciso buscarla en el motor del buque en movimiento. He mencionado anteriormente que el LSD me hace ser particularmente consciente del carácter musical o danzante del mundo, centrando mi atención en su flujo presente, que me permite ver como objetivo definitivo. Sin embargo, también he logrado darme cuenta de que dicho objetivo tiene distintas profundidades, que el presente se engrasa a sí mismo con una energía mucho más fecunda que la simple exuberancia.
Uno de dichos experimentos tuvo lugar ya avanzada la noche. Al cabo de cinco o seis horas el médico tuvo que retirarse y me quedé solo en el jardín. Para mí, esta etapa del experimento es siempre la más gratificante en términos de introspección, después de que se hayan agotado algunos de sus efectos sensoriales más extraños e insólito. El jardín era de césped, rodeado de pinos, eucaliptos y matorrales, e iluminado desde la casa situada a un extremo del mismo. Me di cuenta de que las secciones donde el césped era escaso o crecían los hierbajos ya no parecían defectos. Distribuidas como estaban al azar, parecían constituir un diseño ordenado, que daba a toda la zona una textura de tapiz de terciopelo, donde las secciones irregulares constituían el lugar en el que se había segado el terciopelo. En un arrebato de alegría empecé a bailar sobre aquella alfombra encantada, y a través de las finas suelas de mis mocasines sentí que el suelo adquiría vida bajo mis pies, conectándome de tal modo con la tierra, los árboles y el firmamento, que tuve la impresión de formar un solo cuerpo con el conjunto de mi entorno.
Cuando levanté la cabeza, vi que las estrellas eran de color rojo, verde y azul, como cristal iridiscente, y entre las mismas la luz de un reactor que tardaba una eternidad en cruzar el firmamento. Al mismo tiempo, los árboles, los matorrales y las flores parecían joyas vivientes, iluminadas desde el interior como afiligranadas estructuras de jade, alabastro o coral, y sin embargo respiraban y de las mismas fluía la misma vida que existía en mí. Cada planta se convirtió en una especie de manifestación musical, una sinfonía de variaciones sobre un mismo tema repetido desde las ramas principales, a través de troncos y ramificaciones, hasta las hojas, los nervios y los delicados capilares que los entrecruzan. Cada nuevo impulso de crecimiento repetía o ampliaba desde un centro el diseño básico con creciente gozo y complejidad, hasta regocijarse por último en una flor.
A juzgar por mi descripción, parecerá que el jardín adquirió un ambiente decididamente exótico, como los jardines de piedras preciosas de Las mil y una noches, o como las escenas de una miniatura persa. Ésa fue la impresión que me causó en su momento y empecé a preguntarme qué es lo que hace que los brillantes paisajes articulados de esas miniaturas parezcan exóticos, al igual que muchas pinturas chinas y japonesas. ¿También habían plasmado los artistas lo que habían visto bajo el efecto de alguna droga? Sabía lo suficiente acerca de las vidas y técnicas de los pintores orientales para dudarlo. También me pregunté si lo que veía estaba «drogado». En otras palabras, ¿agregaba la presencia del LSD en mi sistema nervioso algún filtro químico a mis sentidos, que distorsionaba todo lo que veía para atribuirle una belleza preternatural? ¿O era su efecto el de eliminar ciertas inhibiciones de la mente y de los sentidos, que me permitía discernir las cosas tal como las veríamos si no estuviéramos tan crónicamente reprimidos? Poco se sabe acerca de los efectos neurológicos precisos del LSD, pero la información que poseemos sugiere la segunda alternativa. De ser así, es posible que las expresiones artísticas de otras culturas nos parezcan exóticas —es decir, curiosamente encantadoras— porque nos muestran el mundo a través de los ojos de artistas cuyas represiones no son las mismas que las nuestras. Los impedimentos en su visión del mundo pueden no coincidir con los nuestros, de modo que en sus representaciones de la vida vemos áreas que habitualmente ignoramos. Me inclino por esta respuesta, porque ha habido ocasiones en las que he visto ese aspecto mágico del mundo sin la ayuda de LSD, cuando me sentía profundamente relajado en mi interior, con los sentidos despreocupadamente abiertos a su entorno.
Entonces, con la sensación, no de estar drogado, sino abierto en grado desacostumbrado a la realidad, intenté discernir el significado, el carácter profundo de la pauta danzante que constituíamos tanto yo como el jardín, así como el conjunto de la bóveda celeste con sus estrellas de colores. De pronto fue evidente que todo era el juego del amor, en el que amor adquiere el pleno significado de la palabra, una gama que abarca desde el rojo del goce erótico, a través del verde del cariño humano, hasta el violeta de la caridad divina, desde la libido freudiana hasta «el amor que mueve el sol y las estrellas» de Dante. Todos los muchos colores emergían de una sola luz blanca y, además, esa única fuente luminosa no era sólo amor como generalmente lo entendemos; era también inteligencia, no sólo Eros y Ágape sino también Logos. Pude ver que la compleja organización tanto de las plantas como de mi propio sistema nervioso, cual sinfonías de diversas ramificaciones, no eran sólo manifestaciones de la inteligencia, como si la inteligencia y el amor fueran en sí mismos substancias o fuerzas disformes; era más bien que la pauta en sí misma es inteligencia y es amor, a pesar de todas sus estúpidas y crueles distorsiones externas.
Probablemente no hay forma objetiva de verificar introspecciones como ésta. El mundo es amor para aquel que lo trata como tal, incluso cuando lo atormenta y lo destruye, y en los estados de conciencia en los que no existe una separación básica entre el ego y el mundo, el sufrimiento no puede interpretarse como maldad infligida a uno mismo por otro. Asimismo, tal vez parezca que, sin separación entre el sí mismo y el otro, no pueda existir el amor. Puede que eso fuera cierto si la individualidad y la universalidad estuvieran formalmente opuestas, si se excluyeran mutuamente, es decir, si la inseparabilidad del yo y lo otro significara que toda diferenciación individual fuera simplemente irreal. Pero éste no es el caso de la visión unitaria, o no dualista, del mundo que he estado describiendo. Las diferencias individuales expresan la unidad, así como las ramas, las hojas y las flores forman una misma planta, y el amor entre sus miembros es la comprensión de su interdependencia básica.
Todavía no he tenido oportunidad de utilizar el LSD en circunstancias de gran dolor físico o moral, por lo que mis exploraciones del problema del mal bajo su influencia puede parecer superficiales. Sólo en una ocasión sentí durante esos experimentos un miedo profundo, pero conozco varios casos en los que el LSD ha despertado estados psíquicos sumamente alarmantes y desagradables. En más de una ocasión he instado dichos estados bajo el efecto del LSD, concentrando mi atención en imágenes habitualmente sugerentes de «terror»: mandíbulas de araña, y púas y espinas de peces e insectos peligrosos. Pero sólo evocaron una sensación de belleza y exuberancia, ya que la malicia que solemos proyectar en dichos seres estaba completamente ausente y sus destructivos órganos no reflejaban mayor maldad que la dentadura de una mujer hermosa. En otra ocasión contemplé durante mucho rato una reproducción policromada de El Juicio Final de Van Eyck, que es sin duda una de las creaciones más horrendas de la imaginación humana. La vista del infierno está dominada por la figura de la muerte, un esqueleto bajo cuyas alas de vampiro gimen y se retuercen cuerpos roídos por serpientes, que penetran en ellos como gusanos en la fruta. Uno de los efectos curiosos del LSD, es que da a las imágenes fijas la ilusión de movimiento, de modo que en este caso el cuadro cobró vida y el conjunto de serpientes y extremidades comenzó a retorcerse ante mis ojos[13].
Normalmente tal visión hubiese sido horrenda, pero al contemplarla ahora intrigado y con enorme interés, de pronto se me ocurrió esto: «demon est Deus inversus, de modo que invirtamos la imagen». Lo hice y empecé inmediatamente a reír, porque comprendí que la escena era un drama vacío, una especie de espantapájaros espiritual, concebido para evitar la profanación de algún misterio por parte de los ignorantes. Las expresiones agonizantes de los condenados parecían evidentemente «fingidas» y la cabeza de la muerte, la gran calavera del centro del cuadro, se convirtió en lo que es una calavera: un caparazón vacío; ¿por qué horrorizarse cuando no había razón para ello?
Evidentemente, veía los infiernos eclesiásticos como lo que eran. Por una parte, son la pretensión de que la autoridad social es a fin de cuentas ineludible, ya que hay una policía más allá de la muerte que capturará a todo delincuente. Por otra parte, son avisos de «prohibido el paso» para desalentar a los inmaduros y poco sinceros, a fin de que no alcancen introspecciones de las que podrían abusar. Se coloca a los bebés en un parque infantil cercado para evitar que cojan los fósforos o se caigan por la escalera, pero a pesar de que su función es la de mantener al niño encerrado, los padres se sienten naturalmente orgullosos de su hijo cuando éste llega a ser lo suficientemente fuerte para escalar la verja. Asimismo, el hombre sólo puede realizar actos verdaderamente morales cuando ha dejado de estar motivado por el temor del infierno, es decir, cuando llega a formar parte del bien que está más allá del bien y del mal, o en otras palabras, cuando no actúa por amor al premio ni por miedo al castigo. Ésta es precisamente la naturaleza del mundo cuando se considera como una acción automotriz, de la que se desprende un pasado, en lugar de ser motivada por el mismo.
A otro nivel, la percepción de la vana amenaza de la calavera supuso indudablemente el reconocimiento de que el miedo a la muerte, a diferencia del miedo de morir, es uno de los espejismos más infundados que nos atormentan. Dada la completa imposibilidad de imaginar nuestra propia ausencia, llenamos el vacío de nuestra mente con imágenes de ser sepultados en vida, en una oscuridad perpetua. Si la muerte es el simple final de un flujo de conciencia, ciertamente no hay de qué tener miedo. Asimismo, comprendo que hay algunas pruebas aparentes de la supervivencia de los muertos, en las comunicaciones extraordinariamente inexplicables de algunos médiums y en los recuerdos de vidas anteriores. Personalmente, las atribuyo con cierta vaguedad a redes más sutiles de comunicación e interrelación que las que percibimos habitualmente, ya que si las formas se repiten, si la estructura de la ramificación de los árboles repercute en el diseño de vías acuáticas en el desierto, no tendríamos por qué asombrarnos de que una pauta tan intrincada como el sistema nervioso humano repitiera configuraciones que emergieran en la conciencia como auténticos recuerdos de tiempos pasados. Personalmente, y por supuesto no es más que una opinión, creo que trascendemos la muerte, no como sistemas memorísticos individuales, sino en tanto que nuestra verdadera identidad es el proceso total del mundo, a diferencia del organismo aparentemente independiente.
Como he dicho antes, esta sensación de ser el proceso completo se experimenta frecuentemente con el LSD y, en mi caso, ha emergido a menudo de una fuerte impresión de la reciprocidad de términos opuestos. Línea y plano, concebido y percibido, sólido y espacio, figura y tierra, sujeto y objeto, parecen tan completamente correlativos como para ser recíprocamente convertibles. Por ejemplo, en un momento dado parece que no hay líneas en la naturaleza; existen sólo las fronteras de los planos que, después de todo, son los propios planos. Pero al cabo de un instante, al examinar cuidadosamente la textura de dichos planos, uno descubre que no son más que una densa red de líneas. Al contemplar la forma de un árbol con el cielo al fondo, a menudo he tenido momentáneamente la sensación de que su contorno «pertenece» al árbol, que estalla hacia el espacio, y al cabo de un momento he tenido la sensación de que la misma forma era un «declive» del firmamento, una implosión del espacio respecto al árbol. Todo tirón se experimenta como empujón y todo empujón como tirón, al igual que cuando se hace girar una rueda con la mano. ¿Qué hace uno entonces, tirar o empujar?
La sensación de que las formas son también propiedades del espacio en el que se expanden no tiene nada de fantástico cuando se considera la naturaleza de los campos magnéticos o, por ejemplo, la dinámica de la tinta vertida en el agua. Los conceptos del pensamiento verbal son tan torpes que en un momento dado solemos pensar en un solo aspecto de una relación. Alternamos nuestra visión de determinada forma como propiedad de la figura y como propiedad del fondo, como en la imagen Gestalt de dos siluetas negras de perfil, a punto de besarse. El espacio blanco entre las mismas parece un cáliz, pero es enormemente difícil ver los rostros y el cáliz al mismo tiempo. Sin embargo, con el LSD uno parece poder sentir esa simultaneidad de un modo bastante intenso y adquirir así conciencia de la reciprocidad de su propia forma y acción y de la del mundo circundante. Cada una parece determinar en todo momento la forma de la otra, explosión e implosión perfectamente armonizadas, produciendo así la sensación de que el propio yo es ambas. Esta identidad interna se siente a todos los niveles del entorno: el mundo físico del espacio y las estrellas, las rocas y las plantas, el mundo social de los seres humanos y el mundo ideal del arte, la literatura, la música y la conversación. Todos ellos guardan una reciprocidad íntima con nuestra propia conducta y existencia, de tal modo que el «origen» de la acción radica simultáneamente en ambos y los funde en un solo acto. Ésta es sin duda la razón de que el LSD, compartido por un pequeño grupo, pueda ser una experiencia profundamente eucarística, creando entre los participantes un cálido e íntimo vínculo de amistad.
En general, considero que mis experimentos con este asombroso producto han sido enormemente provechosos, creativos, estimulantes y, sobre todo, una insinuación de que «hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que se sueña en vuestra filosofía». Sólo en una ocasión he sentido terror, la sensación de estar al borde de la locura, pero incluso entonces la introspección adquirida compensó sobradamente el dolor. Sin embargo, eso bastó para convencerme de que el uso indiscriminado de esa alquimia puede ser sumamente peligroso, y preguntarme quién, en nuestra sociedad, es competente para controlar su uso. Evidentemente esto afecta todavía en mayor grado a otras fuerzas de la ciencia, como la energía atómica, pero cuando algo es conocido realmente, no hay forma de impedir que se utilice. En la actualidad, mil novecientos sesenta, el LSD está controlado por los farmacólogos y por unos pocos grupos de investigadores psiquiátricos, y a pesar de que hay psiquiatras francamente psicóticos y carentes de escrúpulos, me parece una forma de control mucho más de fiar que la ejercida por la policía y por la brigada de estupefacientes, que no es ningún control sino ineficaz represión, que entrega el control real a las fuerzas del crimen organizado.
Por regla general, nos sentimos justificados para utilizar fuerzas peligrosas cuando podemos establecer que la probabilidad de desastre es relativamente baja. La vida organizada a toda prueba y con absoluta seguridad no vale simplemente la pena vivirla, porque supone la abolición definitiva de la libertad. Nos basamos en este principio de riesgo perfectamente racional para justificar los viajes en coche y en avión, los electrodomésticos y todos los demás instrumentos peligrosos de la civilización. Hasta estos momentos, la incidencia de catástrofes causadas por el uso del LSD es extraordinariamente baja, y no hay indicio alguno de que sea adictivo ni físicamente perjudicial. Por supuesto, es posible llegar a depender físicamente de estímulos que no provoquen ningún anhelo fisiológicamente identificable. Personalmente, no puedo alardear de mi fuerza de voluntad, pero no siento propensión a utilizar el LSD como el tabaco, el vino o los licores. Por el contrario, la experiencia es tan fructífera que siento la necesidad de digerirla durante varios meses antes de emprenderla de nuevo. Además, me siento instintivamente contrario a utilizarlo sin la preparación y la dedicación propias de un sacramento, y considero que el grado de satisfacción de la experiencia depende del de mis facultades críticas e intelectuales.
Por regla general se supone que existe una incompatibilidad radical entre la intuición y el intelecto, la poesía y la lógica, la espiritualidad y la racionalidad. Para mí, lo más impresionante de las experiencias con el LSD es que esos reinos formalmente opuestos parecen en su lugar complementarse y enriquecerse mutuamente, lo cual sugiere por consiguiente un modo de vida en el que el hombre deja de ser una paradoja corporeizada de ángel y animal, de razón contra instinto, para convertirse en una maravillosa coincidencia en la que Eros y Logos son uno.