Espiritualidad y sensualidad

A menudo se ha dicho que el ser humano es una combinación de ángel y animal, un espíritu encarcelado en la carne, un descenso de la divinidad a la materialidad, con la misión de transformar los elementos burdos del mundo inferior en la imagen de Dios. En general, se ha considerado que esto significa que el aspecto animal y corporal del ser humano debe cambiar por completo. Los ideales religiosos, tanto orientales como occidentales, han imaginado al ser humano transformado como algo que ha superado casi todos los aspectos del cuerpo físico, a excepción quizá de la forma, y han proyectado el hombre perfecto como una forma humanoide insensible al dolor o la pasión, con una sexualidad inerte y marchita, libre de la muerte y la corrupción, inmune a la enfermedad y desprovista incluso de peso y solidez. Por lo menos, algo semejante parece ser la naturaleza del cuerpo resucitado y espiritualizado del cristianismo, ya anticipado en la vida milagrosa de los santos. Algo similar parece esperarse del jivan-mukta, consumado practicante del yoga que se ha liberado de sus limitaciones físicas, sin dejar de manifestar su existencia en este mundo, en ciertas formas del hinduismo.

También es posible que éste sea el ideal físico de nuestra propia civilización tecnológica, con su firme propósito de superar las limitaciones del tiempo y del espacio. Por mucho que pueda ser nuestro escepticismo, en cuanto a la perspectiva de alcanzar dichos milagros físicos mediante el poder de la oración, la meditación y la santidad, tal vez vayamos en camino de conseguirlos por técnicas médicas y psicológicas, con la ayuda de todos los demás poderes de la ciencia. Parece que nuestro objetivo sigue siendo la subyugación total de la substancia dura y pesada a la rapidez volátil del pensamiento, y el de la obediencia instantánea de nuestra carne débil y vulnerable al vuelo incorpóreo de la imaginación. Si la ciencia-ficción anticipa la dirección general de la ciencia, si el científico revela (tal vez bajo seudónimo) sus intenciones y sueños secretos, es evidente que el hombre tecnológico no se contentará con explorar el universo a la insufrible lentitud de la velocidad de la luz. Sus máquinas deben llegar a funcionar a la velocidad infinitamente más rápida del pensamiento, si el propósito es explorar el espacio más allá de nuestro sistema solar, por no mencionar nuestra diminuta galaxia.

En contraposición a dichos soñadores espirituales y cerebrales, hay y siempre ha habido almas irremediablemente vinculadas a la tierra, que deploran dicha actitud ante la materialidad. Pensamos en el pagano perenne, el encantador humano animal que no se avergüenza de su cuerpo, aquella persona que, por lo menos cuando goza de buena salud, es un conservador natural y desea aceptar sin reservas el mundo físico, con todas sus limitaciones de tiempo y mortalidad, espacio y distancia, peso y solidez.

A lo largo de los siglos estos dos tipos de seres humanos han luchado entre sí y, a fin de evitar la mera mediocridad, uno se siente perfectamente presionado a comprometerse con un bando u otro, ya que, «quien no está con nosotros está contra nosotros y quien no junta desparrama». Parecemos exigirles a los seres humanos que sean blancos o negros y que detesten a la persona que, en lugar de decidirse por una de las alternativas aparentemente irreconciliables, opte con indecisión ora por los ideales del espíritu, ora por la seducción de la materia. Es de suponer que esto es lo que hace el ser humano medio y común. Ni su ángel ni su animal pueden ser reprimidos y la fuerza de ambos está tan equilibrada que se anulan mutuamente, convirtiéndole en un irresoluto común, con un pie a cada lado de la frontera. En presencia de quienes han adoptado una posición comprometida, el irresoluto medio suele sentirse incómodo y vagamente culpable. La indecisión es una debilidad evidente y fácilmente deplorable, objeto ineludible de desprecio tanto por parte del santo como del satánico. Por consiguiente, el irresoluto se admira y horroriza simultáneamente ante los que han tenido la fuerza de voluntad de elegir un camino u otro: los que han decidido mantenerse fieles a toda costa al espíritu dominador y racional, y los que han optado por abandonarse alegremente al placer y al dolor intenso de la sensualidad.

Especialmente deplorable es el tipo de persona al que podríamos denominar irresoluto extremo, el que tiene los pies muy fijamente arraigados uno a cada lado de la frontera. Existe, por ejemplo, el escándalo común del santo pecador, que se manifiesta en público como defensor del espíritu, pero en privado es una especie de sinvergüenza. Por regla general, su caso es tan simple como el de un mero hipócrita; se siente auténticamente atraído por ambos extremos. No sólo se siente obligado por el convencionalismo social a manifestar lo uno y reprimir lo otro, sino que a menudo experimenta un horrible desgarro entre ambos. Oscila entre estados de ánimo de intensa santidad y de descomunal libertinaje, separados por terribles crisis de conciencia. Este caso es particularmente común en círculos clericales e intelectuales, simplemente porque ambas vocaciones atraen a los seres humanos muy sensibles, que sienten la atracción de ambos extremos con mayor fuerza que los demás. Sólo en el caso de los artistas se acepta más o menos tal duplicidad, tal vez porque la belleza es uno de los atributos compartidos por Dios y el diablo, y la devoción a la belleza, a diferencia de lo bueno y verdadero, parece convertirle a uno en un ser humano a quien no debe tomarse demasiado en serio: ni hombre ni diablo, sino una especie de duende, que en el juicio final no irá al cielo ni al infierno, sino al limbo de las almas desprovistas de sentido moral. De modo que para nuestra sociedad el artista es una especie de payaso inofensivo, un comediante de quien nada se espera salvo pericia en el campo de lo inconsecuente, cuya única función se considera que consiste en la decoración de superficies. Por ello, el artista puede permitirse el lujo de llevar una vida privada que sería escandalosa para el sacerdote o el profesor.

Ahora bien, esto plantea la cuestión de si la solución adecuada para la naturaleza dual del ser humano debería ser la victoria de uno u otro lado. La teología católica, por lo menos en teoría, defiende la unión del espíritu y la carne, ya que, como afirmaba santo Tomás, la gracia divina no elimina la naturaleza sino que la perfecciona. Sin embargo, en la práctica, la perfección de la naturaleza siempre ha significado su total sumisión al espíritu, y sólo recientemente algunos cristianos católicos como Eric Gill y G. K. Chesterton han logrado promulgar un jovial materialismo espiritual. Esto los convirtió en excelentes reclamos para conversos potenciales, pero no olvidemos que uno era artista y el otro escritor, y que ninguno de los dos corre el más mínimo peligro de ser canonizado. El hecho sigue siendo que el cristianismo tradicional sólo soporta la carne mientras sus exigencias sean extremadamente modestas y moderadas, y no se manifieste en demasía. Da la impresión de que ese gesto de tolerancia hacia la naturaleza y la materialidad es semejante al «señuelo» del cura obrero, a quien se admira desmesuradamente por pequeños rasgos humanos que pasarían inadvertidos a cualquier lego.

Ha llegado el momento de preguntarse si sería realmente un escándalo, una deplorable inconsistencia, que un ser humano fuera ángel y animal con igual devoción. En otras palabras, ¿no es posible ser extremadamente irresoluto sin conflicto interno, o místico y sensual sin verdadera contradicción? Es difícil ver cómo puede evitar el ser humano la mediocridad por una parte, o el fanatismo por otra, a no ser que pueda cultivar ambas facetas de su naturaleza, por supuesto evitando el desengaño y la degradación atribuidos a la faceta animal de nuestra vida, cuando ésta se relaciona con la vergüenza. La filosofía del pagano consumado, del romántico de la naturaleza y de la carne, es en sí enormemente superficial con su carencia de asombro ante la enfermedad y la muerte, tan normales como la buena salud, y deficiente en esa combinación de asombro y curiosidad que instiga al místico a maravillarse del curiosísimo hecho de la simple existencia, hasta extender su imaginación hacia los límites más lejanos del tiempo y del espacio y explorar el misterio interior de su propia conciencia. La opinión lógica de los gramáticos de que tales cuestiones carecen simplemente de significado parece no ser más que una nueva variante del antiguo tipo psicológico que capta las palabras sin llegar a comprender nunca la música. Por otra parte, el místico que no participa del encanto y mundanalidad de la naturaleza, más que puro es estéril, un caso extremo de ectomorfo cerebrotónico, es decir, exiguo abstraccionista que vive en un mundo de ideas sin significado concreto. Además, la filosofía del puro espiritualista, incluso cuando admite que Dios creó la naturaleza, no alcanza nunca a explicar cómo pudo haber sido tan descuidado el Señor para elaborar algo supuestamente tan impuro.

A menudo se ha comentado que el misticismo se expresa en el lenguaje del amor natural y que los místicos de la tradición cristiana han utilizado particularmente el gran poema bíblico de amor, El cantar de los cantares. De ahí que los psicólogos, decantados al materialismo, aleguen que el misticismo no es más que sexualidad sublimada y deseo carnal frustrado, y que los espiritualistas mantengan que la imaginería del amor es sólo simbólica y alegórica, y que no debe interpretarse literalmente en su sentido animal. ¿Pero no es posible que ambos estén en lo cierto y se equivoquen, y que el amor por la naturaleza y el amor por el espíritu sean sendas circulares que se unen en los extremos? Tal vez sólo aquellos que siguen ambos caminos acaban por descubrir su punto de encuentro. Ese rumbo sólo parece imposible e inconsecuente si se considera que el amor es cuestión de elegir entre dos alternativamente o, en otras palabras, si el amor es una actitud exclusiva de la mente que se aferra a un objeto y rechaza todos los demás. En tal caso, sería algo muy distinto del amor que se le atribuye a Dios, «que creó el sol para que brillara sobre lo bueno y lo malo, y mandó la lluvia sobre el justo y sobre el injusto». El amor es sin duda una disposición del corazón, que irradia como la luz en todos los sentidos. Al mismo tiempo, el amor puede elegir un objeto en lugar de otros, no porque aquel objeto sea preferible de un modo innato y absoluto, sino porque es preciso concentrar la limitada energía humana para profundizar en la experiencia. La poligamia, por ejemplo, estaría muy bien si la persona pudiera dedicar un tiempo ilimitado a cada consorte.

¿Pero es cierto que Dios y la naturaleza, el espíritu y la carne, como seres individuales, se excluyan mutuamente? «El que no está casado —afirma san Pablo— cuida de las cosas que pertenecen al Señor, procura complacer al Señor. Pero aquel que está casado cuida de las cosas de este mundo, procura complacer a su esposa». Pero esto equivale a afirmar que lo divino no puede ser amado por y a través de las cosas de este mundo, y a negar las palabras: «Lo que le hayas hecho al más insignificante de mis hermanos, me lo has hecho a mí». Si el amor a Dios y el amor al mundo se excluyen mutuamente, según las premisas de la propia teología, Dios es un ser infinito entre las cosas, ya que sólo las cosas finitas se excluyen entre sí. Dios queda destronado y desdivinizado al oponerlo al mundo y a la naturaleza, para convertirse en un objeto en lugar del continuo en el que «vivimos, nos movemos y existimos».

No estimar tanto al ángel como al animal, al espíritu como a la carne, equivale a renunciar al gran interés y grandeza de ser humano, y es una verdadera tragedia que aquellos cuyas dos naturalezas sean igualmente fuertes deban creerse obligados a sentir un conflicto dentro de sí mismos. El santo pecador y el místico sensual constituyen siempre el tipo de ser humano más interesante, porque es el más completo. Cuando se perciben ambos aspectos como consecuentes entre sí, aparece un sentido real en el que el espíritu transforma la naturaleza; es decir, la animalidad del místico es siempre más rica, más refinada y más sutilmente sensual que la animalidad del mero hombre animal. Afirmar que el ser humano es tanto dios como diablo no equivale a decir que las personas de inclinación espiritual deben dedicarse a robar bancos y torturar niños. Esos excesos violentos de la pasión son producto de la frustración resultante de seguir uno de los aspectos de la naturaleza con exclusión del otro. Emergen cuando la debilidad de la carne deshumaniza el idealismo despiadado del espíritu, o cuando el anhelo ciego de la carne no es iluminado por la sabiduría del espíritu, consciente de que la persecución exclusiva del placer es tan absurda y frustrante como la antigua búsqueda del movimiento perpetuo. El diablo violento y ultrasatánico en el hombre es el Cristo reprimido, o el Pan reprimido, las manos derecha e izquierda de Dios, que le dijo al profeta Isaías: «Yo soy Dios y no hay otro. Yo creo la luz y creo la oscuridad; yo hago la paz y creo el mal; yo, el Señor, hago todas estas cosas».

Hemos visto que nuestra sociedad sólo tolera la vida plena, el amor por el espíritu y por la naturaleza, en el artista, pero únicamente debido a que no se lo toma en serio sino como simple divertimiento superficial. El individuo de profunda visión espiritual carece también de importancia en esta sociedad, resulte o no entretenido. Esto no es nada nuevo sino que ocurre desde hace siglos, porque los seres humanos que constituyen la sociedad están tan marcados por el convencionalismo de las ideas y de las palabras, que creen en la realidad de una elección entre los términos opuestos de la vida: placer y dolor, el bien y el mal, Dios y Lucifer, espíritu y materia. Pero lo separable en términos, en palabras, no lo es en la realidad, en la sólida relación entre los términos. Aquel que llegue a discernir que en el fondo no existe elección entre dichos términos, carece de importancia, porque no puede participar en la ilusión del político o del publicista de que todo puede mejorar sin empeorar y de que la materia puede someterse indefinidamente a los deseos de la mente, sin llegar a ser completamente indeseable. No es tanto una cuestión de límites fijos en cuanto a nuestra pericia y capacidad tecnológica como de límites en cuanto a nuestra percepción; somos incapaces de ver la figura sin el fondo, el cuerpo sólido sin el espacio, el movimiento sin el tiempo, la acción sin la resistencia, la alegría sin la tristeza.

Basta imaginar lo que ocurriría si el pensamiento y el espíritu pudieran conseguir sin impedimentos lo que se propusieran, de modo que se concediera instantáneamente todo deseo de la supuesta omnipotencia divina. Ya no valdría la pena desear nada. Hay un antiguo cuento de un pescador que pescó un maravilloso pez rojo. El pez le habló y le prometió que si lo soltaba de nuevo en el agua le concedería tres deseos. Después de soltarlo, el pescador regresó a su casa para hablar con su esposa de los deseos, convencido de que el pez le esperaría al día siguiente en el mismo lugar. La mujer le ordenó que regresara con la petición de transformar su cabaña en una vasta mansión con criados. Aquella noche, a su regreso, el pescador comprobó que todo había ocurrido de acuerdo con lo deseado. Pero a los pocos días su rapaz esposa anhelaba convertirse en archiduquesa, con un enorme palacio repleto de guardias y sirvientes, terrazas y jardines, rodeado por un gran dominio feudal. Y una vez más el deseo le fue concedido. Entonces, con un deseo todavía por conceder, creció y creció la avaricia de la esposa hasta decidir que deseaba todo lo deseable: gobernar el sol, la luna y las estrellas; la tierra, las montañas y los océanos; todos los pájaros que volaban por los aires; los peces de los mares; y todos los hombres de la tierra. Pero cuando el pescador le repitió el deseo al pez, éste le respondió:

—No depende de mí conceder este deseo y, por su arrogancia, volverá a su situación inicial.

Aquella noche, a su regreso, el pescador se encontró de nuevo con su cabaña y a su esposa vestida una vez más con harapos. Sin embargo, en cierto sentido, su deseo le había sido concebido.