Tan difícil es para los anglosajones como para los japoneses asimilar algo tan chino como el zen. Aunque la palabra «zen» es japonesa y Japón es ahora su cuna, el budismo zen es una creación de la dinastía china T’ang. No lo digo con el propósito de recalcar la dificultad para comunicar sutilezas de culturas ajenas. El caso es sencillamente que las personas que sienten una profunda necesidad de justificarse a sí mismas suelen tener dificultad para comprender los puntos de vista de quienes no la sienten, y los creadores chinos del zen eran semejantes a Lao Tzu, que siglos antes dijo: «Los que se justifican a sí mismos no convencen». A los chinos siempre les ha parecido irrisorio el anhelo por demostrar o probar que uno está en lo cierto, ya que tanto los seguidores de Confucio como los taoístas, a pesar de sus diferencias filosóficas en otros sentidos, han respetado invariablemente al hombre capaz de «desvincularse del tema». A Confucio le parecía preferible tener un buen corazón que ser virtuoso, y para los grandes taoístas, Lao Tzu y Chuang Tzu, era evidente que uno no podía estar en lo cierto sin estar al mismo tiempo equivocado, porque ambas cosas eran tan inseparables como el delante y el detrás. Como dijo Chuang Tzu, «Aquellos que querrían un buen gobierno sin su correspondiente desorden, y el bien sin su correspondiente mal, no comprenden los principios del universo».
A los occidentales estas palabras pueden parecerles cínicas, y la admiración de los confuccionistas por lo «razonable» y dúctil, una lamentable falta de consecuencia con sus principios. Pero en realidad reflejan una maravillosa comprensión y respeto por lo que denominamos equilibrio de la naturaleza, tanto humana como en un sentido más amplio: una visión universal de la vida como Tao o camino de la naturaleza, en el que lo bueno y lo malo, lo creativo y lo destructivo, lo sensato y lo descabellado, son polaridades inseparables de la existencia. El Chung-yung afirma que «Tao es aquello de lo que uno no puede separarse. Aquello de lo que uno puede separarse no es el Tao». Por consiguiente, la sabiduría no consistía en intentar separar lo bueno de lo malo, sino en aprender a «cabalgar» sobre ambos, como el corcho que se adapta a las crestas y senos de las olas. En las raíces de la vida china hay una confianza en el bien y el mal de la propia naturaleza del ser humano, particularmente ajena a quienes han sido educados con la desasosegada conciencia crónica de las culturas judeocristianas. Sin embargo, siempre ha sido evidente para los chinos que aquel que desconfía de sí mismo no puede siquiera confiar en su desconfianza y, por consiguiente, ha de estar desesperadamente confuso.
Por razones bastante distintas, los japoneses tienden a sentirse tan incómodos como los occidentales, debido a un sentido de la deshonra social tan agudo como nuestro sentido más metafísico del pecado. Esto es particularmente cierto en la clase social más atraída por el zen: los samurai. Ruth Benedict, en su muy irregular obra Chrysanthemum and Sword, creo que está perfectamente en lo cierto cuando afirma que el atractivo de la clase samurai por el zen radicaba en su poder para eliminar la profunda inseguridad personal que se inculcaba a los jóvenes mediante la educación. Parte de dicha inseguridad es la compulsión de los japoneses por competir consigo mismos, que convierte todo oficio y artesanía en una carrera de autodisciplina. A pesar de que la posibilidad de librarse de la inseguridad personal es lo que constituye el atractivo del zen, la versión japonesa del mismo utilizó el fuego para luchar contra el fuego, a fin de superar el «yo que se observa a sí mismo» incrementando su intensidad hasta hacerlo estallar. ¡Qué lejos están de los monasterios zen japoneses, las palabras del gran maestro de T’ang, Lin Chi!
En el budismo no hay lugar para el esfuerzo. Compórtate con naturalidad y sin hacer nada en especial. Come tu comida, defeca, orina y, cuando estés cansado, acuéstate. Los ignorantes se reirán de mí, pero los sabios comprenderán.
Sin embargo, el espíritu de estas palabras es igualmente remoto para el Zen occidental, que utilizaría esta filosofía para justificar una actitud bohemia muy autodefensiva.
No existe ninguna razón especial que justifique el extraordinario crecimiento del interés occidental por el zen en los últimos veinte años. La atracción del arte zen para el espíritu «moderno» occidental, la obra de Suzuki, la guerra de Japón, la ávida fascinación por las «historias zen» y el atractivo de la filosofía vivencial y no conceptual en un clima de relativismo científico, serían factores que contribuirán a ello. También cabe mencionar las afinidades entre el zen y ciertas tendencias puramente occidentales, como la filosofía de Wittgenstein, el existencialismo, la semántica general, la metalingüística de B. L. Whorf, así como algunos movimientos en la filosofía de la ciencia y la psicoterapia. En el fondo no dejamos nunca de sentir cierta inquietud respecto a la artificialidad o «antinaturalidad» tanto del cristianismo, con su cosmología de orden político, como de la tecnología, con su mecanización imperialista de un mundo natural, del que el propio ser humano se siente curiosamente ajeno. Ambos reflejan una psicología en la que el hombre se identifica con una inteligencia consciente y se separa de la naturaleza para controlarla, como el divino arquitecto a cuya imagen y semejanza se ha concebido dicha versión del ser humano. Nuestra inquietud nace de la sospecha de que nuestra pretensión de dominar el mundo desde el exterior es un círculo vicioso, en el que estaremos condenados al insomnio perpetuo de controlar controles y supervisar supervisiones hasta el infinito.
Para el occidental que persigue la reintegración del hombre y la naturaleza, el naturalismo del zen encierra un atractivo que va más allá del puro sentimentalismo; los paisajes de Ma-yuan y Sesshu, el arte simultáneamente espiritual y secular, que transmite lo místico en términos de lo natural y que, a decir verdad, nunca los ha imaginado por separado. Nos encontramos ante una visión del mundo que imparte un sentido de totalidad profundamente refrescante a una cultura en la que lo espiritual y lo material, lo consciente y lo inconciente, ha sido objeto de una separación cataclísmica. De ahí que el humanismo y el naturalismo del zen chino nos intriguen mucho más que el budismo o el vedanta hindúes. Éstos cuentan también con discípulos en Occidente, pero que en general suelen ser cristianos desplazados, personas en busca de una filosofía más plausible que el supernaturalismo cristiano, para seguir su búsqueda esencialmente cristiana en pos de lo milagroso. El ser humano ideal del budismo hindú es claramente un superhombre, un devoto del yoga con dominio absoluto de su propia naturaleza, que concuerda perfectamente con el ideal de la ciencia ficción del «hombre que está más allá de la humanidad». Pero el buda o ser humano despierto del zen chino es «común y sin nada especial»; es humorísticamente humano, como los pordioseros zen representados por Mu Ch’i y Liang K’ai. Nos resulta atractivo porque, por primera vez, no se concibe al santo ni al sabio como imposiblemente remotos ni sobrehumanos, sino plenamente humanos y, sobre todo, no como ascetas solemnes y carentes de sexo. Además, la experiencia satori del zen de despertar a nuestra «inseparabilidad original» con el universo, por muy escurridiza que sea, parece encontrarse siempre a la vuelta de la esquina. Uno se ha encontrado incluso con personas que la han experimentado, sin ser ocultistas misteriosos del Himalaya, ni esqueléticos devotos del yoga recluidos en alguna ermita. Son como todos los demás y, sin embargo, están más a sus anchas en el mundo, flotando con mucha mayor facilidad en el océano de la transitoriedad y la inseguridad.
Sobre todo, creo que el zen goza de popularidad en el Occidente postcristiano porque no predica, no moraliza ni regaña al estilo profético del judeocristianismo. El budismo no niega la existencia de una esfera relativamente limitada de la vida humana, susceptible de mejorar mediante el arte y la ciencia, la razón y la buena voluntad. Sin embargo, aunque otorga importancia a dicha esfera, la considera subordinada a la esfera proporcionalmente ilimitada en la que las cosas son como son, siempre lo han sido y siempre lo serán; una esfera que está enteramente más allá de las categorías de bien y mal, éxito y fracaso, salud y enfermedad individual. Por una parte, ésta es la esfera del gran universo. Cuando contemplamos la noche, no distinguimos entre buenas y malas estrellas, ni entre constelaciones bien y mal organizadas. Las estrellas, por su naturaleza, son grandes y pequeñas, brillantes y tenues. Pero en conjunto son algo esplendoroso y maravilloso, que puede llegar a poner los pelos de punta. Por otra parte, ésta es también la esfera de la vida humana cotidiana, que podríamos denominar existencial.
Existe una perspectiva desde la cual los asuntos humanos, al igual que las estrellas, están más allá del bien y del mal, y desde la que es imposible juzgar nuestra conducta, nuestras experiencias y nuestros sentimientos como los altibajos de una cordillera. Aunque más allá de toda evaluación moral y social, este nivel de la vida humana puede ser tan maravilloso y misterioso como el propio gran universo. Esta sensación llega a ser particularmente aguda cuando el ego individual intenta profundizar en su propia naturaleza, en busca de las fuentes internas de sus propios actos y de su conciencia, ya que entonces descubre una parte de sí mismo, la más recóndita y maravillosa, que le es desconocida, incomprensible y ajena a su control. Por extraño que parezca, el ego encuentra que su propio centro y naturaleza está más allá de sí mismo. Cuanto más profundizo en mí mismo, más dejo de ser yo mismo y, sin embargo, más cerca estoy de mi propio núcleo. Aquí descubro que mi mecanismo interno funciona por cuenta propia, espontáneamente, como la rotación de los cuerpos celestes y el desplazamiento de las nubes. Por extraño y ajeno que dicho aspecto de mí mismo me parezca al principio, no tardo en darme cuenta de que es yo, y en mucha mayor medida que mi ego superficial. Esto no es fatalismo ni determinismo, puesto que ya no hay nadie predestinado ni determinado; no hay nada que ese profundo «yo» no haga. La configuración de mi sistema nervioso, como la configuración de las estrellas, ocurre por sí misma y dicho «sí misma» es en realidad «yo mismo».
Desde este punto de vista, y aquí el lenguaje revela con venganza sus limitaciones, descubro que no puedo evitar hacer y experimentar, con toda libertad, lo que es siempre «justo», en el sentido en que las estrellas están siempre en su «justo» lugar. Como dijo Hsiang Yen:
La disciplina artificial es inútil, ya que, haga lo que haga, manifiesto el antiguo Tao.
A este nivel, la vida humana está más allá de la angustia, ya que no cabe cometer ningún error. Si vivimos, vivimos; si morimos, morimos; si sufrimos, sufrimos; si estamos aterrorizados, estamos aterrorizados. Nada supone ningún problema. A un maestro del zen le preguntaron en una ocasión:
—¿Cómo podemos escapar de este terrible calor que hace?
—¿Por qué no vais al lugar donde no hace frío ni calor? —respondió el maestro.
—¿Dónde está ese lugar?
—En verano sudamos; en invierno temblamos.
En el zen uno no se siente culpable en cuanto a la muerte, al hecho de tener miedo, o al de que le desagrade el calor. Al mismo tiempo, el zen no insiste en este punto de vista como algo que uno deba adoptar; no se proclama a sí mismo como ideal, ya que si uno no comprende eso, el hecho de no comprenderlo también es ESO. No habría estrellas brillantes sin las tenues, y sin la oscuridad circundante, ni las unas ni las otras.
En el universo judeocristiano, la urgencia moral, la angustia por acertar, lo abraza e impregna todo. Dios, el sí mismo absoluto, es bueno en contraposición a malo y, por consiguiente, el ser inmoral o errar hace que uno se sienta enajenado, no sólo de la sociedad humana sino de la propia existencia, de la raíz y el tronco de la vida. Por tanto el hecho de errar genera una angustia metafísica y una sensación de culpa —estado de condena eterna— que no guarda proporción alguna con el delito. Dicha culpa metafísica es tan insoportable que debe conducir ineludiblemente al rechazo de Dios y sus leyes, como ha ocurrido en el conjunto del movimiento secular, materialista y naturalista moderno. La moralidad absoluta es profundamente destructiva para la moralidad, porque las sanciones que invoca contra el mal son duras en demasía. No es preciso cortarse la cabeza para curar una jaqueca. El atractivo del zen, así como el de otras filosofías orientales, radica en descubrir, más allá del reino urgente del bien y del mal, una vasta región de uno mismo respecto a la que no es preciso sentir culpa ni remordimiento, donde por último el yo es indistinguible de Dios.
Pero el occidental que se sienta atraído por el zen y desee comprenderlo profundamente debe cumplir una condición indispensable: tener una comprensión lo suficientemente profunda de su propia cultura como para que sus premisas hayan dejado de influir en él a nivel subconsciente. Ha de haber llegado realmente a un acuerdo con el Dios Jehová y con su conciencia judeocristiana, de modo que pueda tomarlo o dejarlo sin miedo ni rebeldía. Es preciso que se haya liberado de la necesidad de justificarse a sí mismo. De no ser así, su zen será «beat» o «inveterado», una rebelión contra la cultura y el orden social, o una nueva forma de refugio y respetabilidad. Porque el zen, por encima de todo, es la liberación de la mente del pensamiento convencional, lo cual, por una parte, es algo completamente distinto de rebelarse contra lo convencional, o por otra, de adoptar convenciones ajenas.
En resumen, el pensamiento convencional es la confusión del universo concreto de la naturaleza con cosas, sucesos y valores conceptuales, de simbolismo lingüístico y cultural. En el taoísmo y en el zen, el mundo se ve como un campo o continuo inseparablemente interrelacionado, ninguna parte del cual puede en realidad separarse del resto, ni evaluarse por encima o por debajo de lo demás. A esto se refería Hui Neng, el sexto patriarca, al afirmar que «fundamentalmente ninguna cosa existe», ya que comprendió que las cosas no son entidades, sino términos. Existen en el mundo abstracto del pensamiento, pero no en el mundo concreto de la naturaleza. Por consiguiente, cuando alguien llega realmente a percibirlo o sentirlo, ha dejado de sentirse como un ego, excepto por definición. Se da cuenta de que su ego es su persona o papel social, una selección un tanto arbitraria de experiencias con las que se le ha enseñado a identificarse. (¿Por qué, por ejemplo, decimos «pienso» y no «me golpeo el corazón»?). Visto esto, sigue interpretando su papel social sin dejarse engañar por el mismo. No se precipita en adoptar un nuevo papel, ni en interpretar el papel del que no lo tiene. Lo toma con tranquilidad.
La mentalidad «beat», a mi entender, es algo mucho más amplio e indefinido que el estilo de vida hipster de Nueva York y San Francisco. Es la no participación de una nueva generación en el «estilo de vida norteamericano», una rebelión que no pretende cambiar el orden existente, sino que se limita a darle la espalda y a buscar el significado de la vida en la experiencia subjetiva, en lugar de logros objetivos. Esto contrasta con la mentalidad «inveterada» y otras mentalidades inducidas por las convenciones sociales, a las que pasa inadvertida la correlatividad de lo bueno y lo malo, la necesidad recíproca del capitalismo y el comunismo para la existencia de ambos, la identidad profunda del puritanismo y el libertinaje o, por ejemplo, la alianza entre organizaciones eclesiásticas y el crimen organizado para salvaguardar las leyes contra las apuestas.
El zen beat es un fenómeno complejo. Se extiende desde el uso del zen para justificar el puro capricho en el arte, la literatura y la vida, hasta una dura crítica social y la «exploración del universo», como puede detectarse en la poesía de Ginsberg, Whalen y Snyder, así como de un modo mucho más irregular en Kerouac, que siempre parece un poco inseguro de sí mismo, demasiado subjetivo y excesivamente estridente, para tener el auténtico aroma del zen.
Cuando Kerouac emite su último pronunciamiento filosófico, «no lo sé, no me importa, y da lo mismo», es el momento en que se le ve el plumero, ya que la hostilidad de sus palabras delata una actitud autodefensiva. El hecho de que el zen supere realmente los valores convencionales, no es razón suficiente para exclamar «al diablo con ellos», ni para subrayar agresivamente que todo vale.
Es, en realidad, la intuición básica del zen el hecho de que hay una última perspectiva, desde la cual «todo vale». Según la célebre frase del maestro Yun Men, «cada día es un buen día». O, como se dice en el Hsin-hsin Ming:
Si quieres alcanzar la simple verdad,
no te preocupes por el bien y el mal.
El conflicto entre el bien y el mal
es la enfermedad de la mente.
Pero esta perspectiva no excluye la distinción entre el bien y el mal a otros niveles y en marcos de referencia más limitados, ni es hostil a la misma. Considera que el mundo está más allá del bien y del mal cuando no está enmarcado; es decir, cuando no examinamos ninguna situación en particular sin tener en cuenta su relación con el resto del universo. Dentro de una habitación existe una diferencia clara entre arriba y abajo; no es así en el espacio interestelar. Dentro de los límites convencionales de una comunidad humana, existe una clara distinción entre el bien y el mal. Pero ésta desaparece cuando se consideran los asuntos humanos como parte integrante del conjunto del reino de la naturaleza. Cada marco fija un campo restringido de relaciones y la restricción es la ley o la regla.
Un buen fotógrafo puede enfocar su cámara a casi cualquier paisaje u objeto y crear una composición maravillosa, según su encuadre e iluminación. A un mal fotógrafo que intente lo mismo le sale un disparate, porque no sabe cómo encuadrar la imagen en relación con su contenido. ¡Con qué claridad demuestra este ejemplo que, a partir del momento en que se introduce un encuadre, no todo vale! Sin embargo, toda obra de arte está enmarcada. Algún tipo de encuadre es precisamente lo que distingue una pintura, un poema, una composición musical, una obra de teatro, una danza, o una escultura, del resto del mundo. Puede que algunos artistas aleguen que no desean que sus obras se distingan del conjunto del universo, pero en tal caso no deberían encuadrarlas en galerías de arte y salas de conciertos. Pero, sobre todo, no deberían firmarlas ni venderlas. Esto es tan inmoral como vender la luna o firmar una montaña. (Puede que dicho artista merezca ser perdonado si sabe lo que hace y en el fondo se felicite, no por ser un buen poeta o pintor, sino un competente ladrón). Sólo niños traviesos y excursionistas mal educados graban sus iniciales en los árboles.
Hoy en día hay artistas en Occidente que, en nombre del zen, enmarcan cualquier cosa: telas en blanco, música totalmente silenciosa, trozos de papel dejados caer sobre una tabla y pegados donde caen, o densas masas de cable despedazado. La obra del compositor John Cage es bastante típica de dicha tendencia. En nombre del zen ha sacrificado su anterior y prometedora obra con el «piano preparado», para someter al público a los ruidos azarosos de ocho magnetófonos Ampex conectados simultáneamente. O ha presentado recitales de piano silenciosos, en los que el pianista tiene ante sí una partitura en blanco, así como un ayudante para volver las páginas, a fin de que el público sea consciente de la multiplicidad de sonidos que llenan el vacío musical: los ruidos de los pies y de los programas, embarazosas risitas, tos y el ronroneo del tráfico en la calle.
Tiene sin duda un considerable valor terapéutico el hecho de permitirse a uno mismo ser profundamente consciente de cualquier visión o sonido que aparezca. En primer lugar, llama la atención sobre la simple maravilla de ver y oír. Por otra parte, la enorme disposición para escuchar o mirar cualquier cosa libera la mente de ideas preconcebidas sobre la belleza, creando, por así decirlo, un espacio libre en el que pueden emerger formas y relaciones completamente nuevas. Pero esto es una terapia, no ha alcanzado todavía la categoría de arte. Está al mismo nivel que el musitar azaroso del paciente en el diván; sin duda importantísimo en sentido terapéutico pero no es el objetivo del psicoanálisis que dichos refunfuños substituyan a la conversación o a la literatura. El trabajo de Cage sería justificable si lo encuadrara y presentara como una especie de sesión de grupo de audioterapia, pero como concierto es simplemente absurdo. Sin embargo, cabe esperar que Cage, después de liberar su mente mediante dicha forma de escuchar del plagio casi inevitable de los compositores del pasado, nos ofrezca las nuevas pautas y relaciones musicales que todavía no ha expresado.
Así como el buen fotógrafo a menudo nos asombra con su iluminación y encuadre de los temas más improbables, hay pintores y escritores en Occidente, así como en el Japón contemporáneo, que han llegado a dominar el auténtico arte zen de controlar los accidentes. Desde un punto de vista histórico, esto se dio por primera vez en el lejano Oriente, con la apreciación de la textura rugosa de las pinceladas caligráficas y artísticas, y en el esmalte accidentalmente desparramado en las tazas elaboradas para la ceremonia del té. Uno de los ejemplos clásicos de éste género se produjo cuando una delicada urna de cerámica para guardar el té, que pertenecía a un viejo maestro tetero japonés, se rompió en mil pedazos. Los fragmentos se pegaron con oro y su propietario quedó maravillado por la forma en que el entramado azaroso de líneas doradas realzaba su belleza. Sin embargo, no olvidemos que en este caso se trataba de un objet trouvé: un efecto accidental seleccionado por una persona de gusto exquisito, estimado y exhibido como podría serlo una roca maravillosa, o un tronco erosionado por el agua. No olvidemos que en el arte bonseki de inspiración zen, o la jardinería con rocas, las piedras se seleccionan con sumo cuidado y, aunque no hayan sido objeto de manipulación alguna, está lejos de ser cierto que cualquier piedra valga. Asimismo, los efectos accidentales del esmalte o del pincel en la caligrafía, la pintura y la cerámica, sólo eran aceptados y presentados por el artista cuando éste los consideraba maravillas fortuitas e inesperadas en el conjunto del contexto de la obra.
¿Qué gobernaba su criterio? ¿Qué dota a ciertos efectos accidentales en la pintura de la misma belleza que los contornos accidentales de las nubes? Según la sensibilidad zen no existe ninguna regla precisa, es decir, ninguna regla que se pueda formular sistemáticamente con palabras e ideas. Por otra parte, existe en todos estos fenómenos un principio de orden, que en la filosofía china se denomina li y que Joseph Needham ha traducido como «pauta orgánica». Li significaba originalmente las venas del jade, las vetas de la madera y la fibra del músculo. Designa un tipo de orden que es demasiado multidimensional, sutilmente interrelacionado y retorcidamente vital para ser representado con palabras o imágenes mecánicas. El artista debe conocerlo, como sabe hacer crecer su cabello. Puede repetirlo una y otra vez, sin ser nunca capaz de explicar cómo. En la filosofía taoísta dicho poder se denomina te, o «virtud mágica». Es el elemento milagroso que detectamos en las estrellas del firmamento y en nuestra propia capacidad de ser conscientes.
Por tanto, es la posesión de te lo que diferencia a los simples garabatos de la «escritura blanca» de Mark Tobey, reconociblemente inspirada en la caligrafía china, o de las espontaneidades multidimensionales de Gordon Onslow Ford quien, dicho sea de paso, posee una maestría considerable en la escritura formal china. No se trata en modo alguno de pintura derramada al azar, ni de un deambular incontrolado del pincel, ya que el carácter y el gusto de tales artistas se hace patente en la gracia (posible equivalente de te) con que se forman sus trazos, incluso cuando no pretenden representar otra cosa más que simples trazos. También es lo que diferencia las manchas, máculas y regueros de tinta negra de las obras de artistas japoneses modernos como Sabro Hasegawa y Onchi, que después de todo se ajustan a la tradición haboku o «estilo fragoso» de Sesshu. Cualquiera puede escribir japonés en forma totalmente ilegible, ¿pero quién con tanto encanto como Ryokwan? Si es cierto que «cuando la persona inadecuada utiliza los medios adecuados, los medios adecuados producen resultados inadecuados», también suele serlo que cuando la persona adecuada utiliza los medios inadecuados, los medios inadecuados producen un resultado adecuado.
El verdadero genio de los artistas zen chinos y japoneses en la utilización de accidentes controlados va más allá del descubrimiento de la belleza fortuita. Radica en la capacidad de expresar artísticamente la percepción de esa última perspectiva desde la cual «todo vale» y en la que «todas las cosas son de una taleza». La mera selección de cualquier forma al azar para enmarcarla simplemente confunde los dominios artístico y metafísico; no expresa lo uno en términos de lo otro. Enmarcada, cualquier bobada queda inmediatamente desvinculada de la totalidad en su contexto natural y, por consiguiente, oculta la manifestación del tao. El murmullo indefinido de la noche en una gran ciudad tiene un encanto, que desaparece inmediatamente cuando se presenta de un modo formal en una sala de conciertos. El marco delimita un universo, un microcosmos, y si se pretende que los elementos contenidos en dicho marco gocen de la categoría de arte, deben mantener la misma calidad de correspondencia con el todo y entre sí que los sucesos en el gran universo, el macrocosmos de la naturaleza. En la naturaleza, lo accidental siempre se reconoce en relación con lo ordenado y controlado. El oscuro yin no se da nunca sin el brillante yang. Así pues, las pinturas de Sesshu, la caligrafía de Ryokwan y las tazas de cerámica de las escuelas Hagi y Karatsu, revelan la maravilla de los accidentes de la naturaleza a través de accidentes en el contexto de un arte sumamente disciplinado.
La percepción de la «rectitud» inquebrantable de cualquier cosa que ocurra no se manifiesta con una conducta social completamente desaforada, ni por el mero capricho en el arte. Así como el zen se ha utilizado en nuestra época como pretexto para lo último, su uso como pretexto para lo primero se pierde en la memoria de los tiempos. A muchos bribones les ha servido de justificación la siguiente fórmula budista: «Nacimiento y muerte (samsara) es nirvana; las pasiones mundanas son iluminación». Este peligro está implícito en el zen, porque está implícito en la libertad. El poder y la libertad no pueden estar nunca a salvo. Son peligrosos como el fuego y la electricidad. Pero es lamentable que se utilice el zen como pretexto para el libertinaje, cuando el zen en cuestión no es más que una idea en la mente, una simple racionalización. Hasta cierto punto, así es como se utiliza el «zen» en los bajos fondos, que a menudo se vinculan a las comunidades de artistas y escritores. Después de todo, el estilo de vida bohemio de artistas y escritores es consecuencia natural de su entrega al trabajo, que les impide interesarse por competir con el vecino. También es síntoma de cambios creativos en la conducta y en la moral, que al principio les parecen tan reprochables a los conservadores como las nuevas formas en el arte. Pero todas estas comunidades atraen a numerosos imitadores pobres y aprovechados, especialmente en las grandes ciudades, y es predominantemente en esta categoría donde uno encuentra en la actualidad el estereotipo del «beatnik» con su falso zen. Si no utilizara el zen como pretexto para su inquieta existencia, utilizaría otra cosa.
¿Son pues dichos bajos fondos lo que describe Kerouac en Dharma Bums? Es del dominio público que The Dharma Bums no es una novela, sino una narración vagamente ficticia de las experiencias del autor en California, durante 1956. Para todo aquel que conozca el ambiente descrito, la identidad de cada uno de los personajes es evidente y no es ningún secreto que Japhy Ryder, héroe del relato, es Gary Snyder[6]. A pesar de lo que pueda decirse del propio Kerouac y de algunos personajes de la narración, sería sumamente difícil encuadrar a Snyder en cualquier estereotipo de los bajos fondos bohemios. Pasó un año estudiando el zen en Kyoto y en 1959 regresó para una segunda sesión de unos dos años de duración. Es también un concienzudo estudiante de chino, que ha sido alumno de Shih Hsian Chen en la universidad de California, y ha traducido admirablemente numerosos poemas zen del ermitaño Han Shan[7]. Su propia obra, divulgada por numerosas publicaciones, merece que se le reconozca como uno de los mejores poetas del renacimiento de San Francisco.
Pero Snyder, en el mejor sentido de la palabra, es un holgazán. Su estilo de vida es una desviación bastante individualista de todo lo que se espera de un «buen consumidor». Su vivienda provisional es una pequeña cabaña sin ningún servicio en la ladera de una colina de Mili Valley, al final de un empinado sendero. Cuando necesita dinero, trabaja como marinero, guardabosques o talador de árboles. De lo contrario, se queda en casa y se dedica a escalar montañas, la mayor parte del tiempo a escribir, estudiar, o practicar la meditación zen. Parte de la cabaña está dedicada a «sala de meditación» formal y el conjunto se ajusta a la simplicidad limpia y ordenada de la mejor tradición zen. Sin embargo, éste no es un ascetismo al estilo cristiano o budista hinayana. Como se indica claramente en The Dharma Bums, combina una pobreza voluntaria y bastante alegre con una copiosa vida amorosa, que tanto para la religiosidad occidental como para gran parte de la oriental constituye un toque de diablura. Éste no es el momento de discutir el complejo problema de la espiritualidad y la sexualidad[8], pero cabe decir «ellos se lo pierden». Dicha actitud raramente ha formado parte del zen, nuevo o antiguo, beat o inveterado.
Sin embargo, en The Dharma Bums vemos a Snyder a través de los ojos de Kerouac y aparecen ciertas distorsiones, porque el propio budismo de Kerouac es auténticamente zen beat, que confunde el «todo vale» a nivel existencial, con el «todo vale» a nivel artístico y social. No obstante, hay una nota cariñosa en la personalidad de Kerouac como escritor, que se manifiesta en el calor de su admiración por Gary, así como el entusiasmo generoso y lujurioso por la vida, que emana en todo momento de su pintoresca e indisciplinada prosa. Dicho exuberante cariño impide encuadrar a Kerouac en la mentalidad beat que describe John Clelland Holmes: impávido petimetre seudointelectual en busca de diversión, que menciona términos del zen y de la jerga del jazz para justificar su descalificación de la sociedad, que en realidad no es más que una explotación ordinaria y despiadada de los demás. En North Beach, Greenwich Village y otros lugares, uno puede encontrar ocasionalmente a esos personajes, pero nadie ha oído hablar nunca de ellos y su identificación con los artistas y poetas de dichas comunidades obedece a la pura imaginación periodística. Sin embargo, son la sombra de cierta substancia, la caricatura a bajo nivel propia de todo movimiento espiritual y cultural, que les lleva a extremos nunca pretendidos por sus autores. En este sentido, el zen beat manifiesta cierta confusión al realizar como arte y vida lo que sería preferible guardar para uno como terapia.
Una de las características más problemáticas del zen beat, compartida en cierto modo por los artistas creativos y por sus imitadores, es su fascinación por la marihuana y el peyote. El hecho de que muchas de estas personas «consuman drogas» las expone naturalmente a la forma más extrema de indignación puritana, a pesar de que la marihuana y el peyote (o su derivado sintético, la mescalina) sean mucho menos dañinos y adictivos que el alcohol y el tabaco. En dichos círculos, el hecho de fumar marihuana es en cierta medida un punto de honor sacramental, un desafío religioso a la autoridad inveterada, equivalente a la negativa de los primeros cristianos a quemar incienso en honor de los dioses romanos. Asimismo, una cuestión de principio simbólico, distinto del cumplimiento racional de la ley, es la condena policial de la marihuana, cuyas sensacionales detenciones de usuarios distraen convenientemente la atención pública de delitos más graves, sobre los que se sigue haciendo la vista gorda.
La alegación de que dichas substancias inducen estados de la conciencia equivalentes al satori, o experiencia mística, debe tratarse con cierta reserva. Es indudable que no lo hacen automáticamente y que algunos de sus efectos son muy distintos de los que la auténtica experiencia mística. Sin embargo, es cierto que en el caso de ciertas personas, tal vez dotadas de la habilidad o de las condiciones necesarias, el peyote, la mescalina o el ácido lisérgico inducen estados decididamente propicios para la experiencia mística. En cuanto a la marihuana, tengo mis dudas, aunque al parecer reduce la velocidad del tiempo subjetivo[9].
Ahora bien, el profundo desafuero del zen beat trastorna enormemente a los seguidores del zen inveterado; ya que el zen inveterado es el de la tradición establecida en Japón, con su rigurosa jerarquía, su rígida disciplina y sus pruebas específicas de satori. Además, es el tipo de zen adoptado por los occidentales que estudian en Japón y que, a su debido tiempo, importarán a occidente. Sin embargo, hay una diferencia evidente entre el zen inveterado y el tradicionalismo común del Rotary Club o de la iglesia presbiteriana. El primero es infinitamente más imaginativo, sensitivo e interesante. Pero no deja de ser tradicional, en cuanto a que es la búsqueda de la experiencia espiritual correcta, en pos de un satori que reciba el sello de aprobación (inka) de la autoridad establecida. Se otorgan incluso diplomas para colgar en la pared.
Si en algo se excede gravemente el zen inveterado es en el esnobismo espiritual y en su desmesurada apreciación artística, aunque nunca he conocido a ningún maestro del zen ortodoxo a quien pudiera acusarse de lo uno o lo otro. Tales caballeros suelen tomarse sus enaltecidos cargos bastante a la ligera, respetando su dignidad aunque sin utilizarla como apoyatura. Los defectos del zen inveterado son los de cualquier grupo espiritual cerrado, con una disciplina esotérica y diversos niveles de iniciación. Los discípulos de niveles inferiores pueden mostrarse desagradablemente presuntuosos con respecto a ciertos conocimientos internos, que no tienen la libertad de divulgar, y que además «uno no sería capaz de comprender aunque lo hicieran», y suelen gozar de una tendencia nauseabunda a explayarse acerca de las inmensas dificultades y la disciplina férrea de su labor. Sin embargo, hay momentos en los que esto es comprensible, especialmente cuando alguien presume de seguir el ideal del zen de la «naturalidad».
Los estudiantes del zen inveterado también suelen a veces resisitirse a reconocer los paralelismos entre el zen y otras tradiciones espirituales. Puesto que la esencia del zen nunca se puede formular de una forma clara y precisa, por tratarse de una experiencia y no de un conjunto de ideas, siempre cabe criticar lo que cualquiera diga respecto a la misma, sin confirmarla ni negarla. Cualquier declaración sobre el zen, o cualquier otro tipo de experiencia espiritual, dejará siempre de expresar algún aspecto, alguna sutileza. Nadie tiene la boca lo suficientemente grande para enunciarlo todo. El estudiante occidental del zen debe resistir también la tentación de vincularse a otra forma todavía peor de esnobismo, el esnobismo intelectual eminentemente característico de los estudios orientales en las universidades norteamericanas. En este terreno en particular, la manía de convertir los estudios humanísticos en «científicos» ha llegado a extremos tan descabellados que incluso se acusa a Suzuki de «divulgador» en lugar de verdadero erudito, probablemente por la ligera irregularidad de sus notas a pie de página y por la enorme amplitud de sus temas, en lugar de limitarse a explorar rigurosamente un solo problema, por ejemplo, «el análisis de caracteres arcaicos e ilegibles del manuscrito de Tunhuang del sutra del sexto patriarca». Hay un lugar apropiado y honorable en la erudición para el escrutinio meticuloso, pero cuando éste predomina en lugar de ser subsidiario, su peligrosa envidia de la auténtica inteligencia aleja del campo a todos los investigadores creativos[10].
En su expresión artística, el zen inveterado es tediosamente complejo y rebuscado, como suele ocurrirle a una venerable tradición estética cuando sus técnicas están tan desarrolladas que se necesita una vida entera para llegar a dominar una de ellas. Por consiguiente, nadie dispone del tiempo necesario para superar los logros de los grandes maestros, por lo que las nuevas generaciones están condenadas a la repetición e imitación inacabable de sus refinamientos. Es probable que el estudiante de la pintura sumi, la caligrafía, la poesía haiku, o la ceremonia del té, caiga en la trampa de la afectada y agobiante repetición de estilos, con la única variante de las crecientes alusiones esotéricas atribuidas a la obra del pasado. Cuando esto llega al extremo de imitar los accidentes fortuitos de los viejos maestros, hasta el punto de reproducir efectos «toscos» y «primitivos» con la mayor pericia y deliberación, se vuelve todo tan lastimoso que incluso los excesos más disparatados del arte del zen beat adquieren un aspecto refrescante. No deja de ser posible que el zen beat y el zen inveterado se complementen y luchen entre sí, hasta que de la contienda emerja un zen asombrosamente puro y vital.
Por ello, no creo que la polémica sea excesivamente grave con ninguno de los extremos. Ningún movimiento espiritual ha carecido de excesos y distorsiones. La experiencia del despertar que constituye verdaderamente el zen, es demasiado atemporal y universal para quedar perjudicada. Los extremos del zen beat no tienen por qué alarmar a nadie, puesto que, como dijo Blake, «el loco que persiste en su locura se convierte en cuerdo». En cuanto al zen inveterado, las experiencias espirituales «autoritarias» siempre han tendido a desvanecerse y, por consiguiente, a generar la necesidad de algo auténtico y único que no requiera ningún sello de aprobación.
He conocido a seguidores de ambos extremos que han alcanzado experiencias de satori perfectamente claras, porque dado que no existe ningún «camino» verdadero que conduzca al satori, poco importa el que uno haya elegido.
Sin embargo, la polémica entre ambos extremos es de gran interés filosófico, puesto que es una forma contemporánea de la antigua disputa entre la salvación mediante las obras y la salvación mediante la fe, o entre lo que los hindúes denominan caminos del mono y caminos del gato. El gato, lógicamente, sigue el camino fácil, ya que la madre transporta a sus cachorros. El mono sigue el camino difícil, puesto que el bebé debe sujetarse al pelo de la madre. Asimismo, para el zen beat no debe haber esfuerzo, disciplina ni contienda artificial para alcanzar el satori, o para ser cualquier cosa excepto lo que uno es. Sin embargo, para el zen inveterado no puede existir el verdadero satori sin años de práctica en la meditación, bajo la rigurosa vigilancia de un reconocido maestro. En el Japón del siglo diecisiete, los grandes maestros Bankei y Hakuin tipificaban aproximadamente estas dos actitudes, y se dio el caso de que los seguidores del segundo «vencieron» y determinaron el carácter del zen Rinzai de la actualidad[11].
El satori puede alcanzarse por ambos caminos. Es concomitante con una actitud de «no aferramiento» de los sentidos a la experiencia, y el aferramiento puede agotarse mediante la disciplina de concentrar toda su intensidad en un solo objetivo tan escurridizo. Sin embargo, lo que hace que muchos occidentales sientan recelo del camino del esfuerzo y la voluntad no es primordialmente una pereza intrínseca sino una profunda familiaridad con la sabiduría de nuestra propia cultura. Los seguidores occidentales del zen inveterado suelen ser bastante ingenuos en lo que concierne a su comprensión de la teología cristiana o de todo lo descubierto por la psiquiatría moderna, ya que ambas se han preocupado desde hace mucho tiempo de la fiabilidad y de la ambivalencia inconsciente de la voluntad. Ambas se han planteado problemas en cuanto al círculo vicioso de la búsqueda de la autosumisión, o de la «libre asociación deliberada», o de que uno acepte sus propios conflictos para escapar de los mismos, y para todo aquel que sepa algo del cristianismo o de la psicoterapia, éstos son problemas perfectamente reales. Lo interesante del zen chino y de gente como Bankei es que se ocupan de dichos problemas de un modo más directo y estimulante, además de empezar a sugerir algunas respuestas. Pero cuando al maestro arquero japonés Herrigel le preguntaron «¿cómo puedo abandonar el propósito a propósito?», respondió que nadie le había formulado antes semejante pregunta. No tenía otra respuesta más que seguir probándolo a ciegas, durante cinco años.
Las religiones extranjeras pueden parecer sumamente atractivas y ser sobrevaloradas por quienes poseen escasos conocimientos de la suya propia, especialmente por los que no han profundizado en ella hasta superarla. De ahí que el cristianismo desplazado o inconsciente sea tan propenso a utilizar el zen beat, o el inveterado, para justificarse a sí mismo. El primero quiere una filosofía que justifique sus antojos; el segundo aspira a una salvación perentoria más plausible que la que ofrecen la iglesia o los psiquiatras. Además, el ambiente del zen japonés está desprovisto de las desagradables asociaciones infantiles con Dios Padre y Jesucristo, a pesar de que he conocido a muchos jóvenes japoneses con el mismo tipo de sentimientos en cuanto a su formación budista. Sin embargo, el verdadero carácter del zen resulta casi incomprensible para aquellos que no han superado la inmadurez de la necesidad de justificarse, ya sea ante Dios o ante una sociedad paternalista.
Los antiguos maestros del zen chino estaban impregnados por el taoísmo. Veían la naturaleza en su interrelación global, y todos los seres y experiencias de acuerdo con el tao de la naturaleza tal como es. Esto les permitía aceptarse como eran, paso a paso, sin la más mínima necesidad de justificar absolutamente nada. No lo hacían para defenderse a sí mismos, ni en busca de algún pretexto para poder cometer cualquier barbaridad. No se enorgullecían de ello ni se consideraban especiales y distintos de los demás. Por el contrario, su zen era wu-shih, que significa aproximadamente «nada especial» o «ningún bullicio». Sin embargo el zen es «bullicio» cuando se mezcla con las afectaciones bohemias, así como cuando se imagina que la única forma correcta de hallarlo consiste en recluirse en un monasterio japonés o hacer ejercicios especiales en la posición del loto cinco horas diarias. Y debo admitir que cualquier bulla respecto al zen, incluso en un ensayo como éste, constituye también bullicio, aunque moderado.
Dicho esto, me gustaría agregar algo con respecto a todos los bulliciosos del zen, tanto beat como inveterado. El bullicio también es aceptable. Si uno está fascinado por el zen, no tiene por qué fingir lo contrario. Si a alguien le apetece pensar unos años en un monasterio japonés, no hay razón alguna para la que no lo haga. O si prefiere utilizar coches de alquiler y dedicarse a escuchar a Charlie Parker; vivimos en un país libre.
No hay nada mejor ni peor en el paisaje primaveral;
las ramas en flor, unas largas y otras cortas, crecen de modo natural.